Sangre de mi alma

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Sangre de mi Alma



Sangre de mi Alma Regina Basurto


Sangre de mi Alma D.R. © Regina Basurto Primera Edición, 2013

Edición, Cuidado y Diseño: Javier Villanueva adzurdum@gmail.com Diseño de Portada Jon Martindale

ISBN: 978-607-96411-0-8

Queda prohibida la reproducción parcial o total por cualquier medio, sin el permiso previo por escrito de los editores.


Al amor de mi vida. Mi pluma no tiene que escribir tu nombre. TĂş sabes quiĂŠn eres.



Gracias

A ti Dios querido A todas las personas que hicieron mi sueño posible, a ti lector. A mis padres por la fe que me tiene, mis hermanas tan hermosas y sobrinos tan perfectos. Los amo y agradezco el apoyo incondicional que siempre me han dado. ¡Y también el apoyo económico cuando estoy rota! A Jave, un ángel que dice no creer en la esperanza. No lo sabe pero sí cree. Tan cree que todos los días se alimenta de ella dándole amor puro a su musa. Gracias a ella también por inspirar al inspirador que inspira. A todos los amigos que no se pierden en el camino, se esconden pero allí están: Carlos Mission, te admiro, admiro la forma en que vives las cosas que te apasionan, “de grande quiero ser como tú”. Nunca me respondiste, si Jesús viviera ¿qué diría?, gracias a ti porque sin ti Sangre de mi Alma ¡nunca hubiera visto la luz!, a Marcelino, Charloti, Pau, Polla. Ésta va por ellos. Y a los nuevos amigos que llegan cuando menos los esperas pero cuando más los necesitas: Jodie, Roomies, Vechi. Gracias Señor por darme fuerzas cuando menos las tenía y terminar un proyecto iniciado. No es la última novela que escribo así que gracias también por inspirarme a empezar a escribir la próxima.



¿Tan mala soy o tan mala madre fue? Debería estar llorando por su muerte pero las lágrimas no quieren salir de mis ojos. Debería dedicarle algunas gotas saladas, la respeté como madre, pero no entiendo qué le pasa a mi cuerpo ni a mi alma. No hay quejas que dar. Supongo que ninguna mujer está destinada 100% a ser madre. Siempre estuvo allí para mí, gracias a ella soy lo que soy, pero… nos faltaba algo. ¿Falta de interés? Si su amor siempre estuvo ahí. La acompañé en sus últimos días, nos dijimos adiós. Sólo espero, que desde donde esté no me tenga rencor por haber sido una hija tan distante, porque yo no le tengo ni uno. Cómo me incomodan este tipo de eventos. Al último funeral en el que estuve, y que de hecho acompañé a mis padres, fue el de la muerte de mi abuela Eugenia. Una anciana que apenas y recuerdo. Llena de cicatrices de la vida, manchas y arrugas, en una silla de ruedas desde donde sólo se le vio sonreír mientras dormía. Es así como la recuerdo. Y nada más.

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Este sillón negro parece ser de piel, pero la parte de las posaderas se siente demasiado liso y delgado, probablemente de tantas personas que vienen a sentarse aquí a velar a su muerto. Más allá del ataúd gris, más allá de las hortensias y claveles blancos que hay alrededor de mi madre, hay unas puertas color café claro, grandes, abiertas de par en par, por donde entra la gente uniformada toda de negro. Parejas con bastones, mujeres agarradas del brazo de otra mujer más joven, hombres panzones y mujeres encanadas, gente que apenas visitaba a mi madre cuando vivía y que ahora le llora. ¿La habrán conocido bien?, ¿sabrán quién fue mi madre?, unas personas que no reconozco más allá de las arrugas me saludan. O ¿será que yo no la conocía tan bien como para no reconocer a su gente? En la entrada de la funeraria, sobre una pantalla que anuncia los nombres de los muertos, aparece el suyo, “Cecilia Soriano de Vera”. No sé por qué pero leo los demás como si esperara encontrar a algún conocido. Una mano sobre mi hombro me distrae. Es mi tía, hermana de mi madre a la que nunca aprendí a tenerle afecto. Una regordeta de estatura baja con una boca grotesca, grande; de labios delgados como una línea de acero, dientes en estado de pudrición que se asomaban pintados por el labial barato. –Yo quería mucho a tu madre y aunque no lo creas te quiero mucho a ti también– me dice la tía de más de 70 años que esconde

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su mirada tras unos anteojos oscuros, no puedo ver la honestidad de sus palabras. La recuerdo como la entrometida, y criticona de las decisiones que tomó mi madre, en particular la de haberme tenido. No había duda del reproche, nunca lo ocultó, recuerdo que gritaba: “¡No es posible Cecilia!”. No sé qué decirle, pero un “gracias”, seguido de un abrazo ligero y una media vuelta bastan por ahora. Si mi Pá viera esto, estaría orgulloso de mi madurez. Pude haberle dicho algo que por nada me arrepentiría. Mi Pá ha de estar por llegar. Sirve que me echo un cigarro afuera de este espectáculo mientras lo espero. En el instante que entra el humo a mis pulmones, mis músculos se relajan. Lo malo, es el olor de mis dedos al finalizar y seguro el aliento también tiene un olor desagradable, pero no tengo a quien prestar mis labios, así que no me importa, se los prestaré a este cigarro. En medio del humo, una figura débil y borrosa a lo lejos se empieza a dibujar, se dirige con lentitud a la habitación funeraria. Ni con todo el humo y la lejanía podría dudar que esa silueta es mi papá. Lo quiero tanto que siento como si él fuera el que me cargó en su vientre por nueve meses. Sé que ya me vio y antes de saludarlo espero esa sonrisa tan distintiva de él. Sonrisa blanca que resalta su piel morena, hace brillar a sus ojos, y que en conjunto, envía un mensaje que dice: Eres lo más bello que he visto.

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No dudo en abrazarlo con todo y me perfume a cigarro. Cómo me hubiera gustado hacerlo como cuando era niña, era nuestro juego. Corría hacia él por la espalda y lanzando mis dos piernas a sus costados me le trepaba y con mis brazos lo agarraba del cuello y le besaba sus mejillas, así hasta que le dejaba la cara llena de caramelo. Dejamos de hacerlo cuando mi olor a cigarro ya era muy obvio, sabía que a él le disgustaba. Recuerdo la vez que me descubrió en el sótano. Tendría 14 años cuando me encontró con un Capri encendido en la mano. La tos de novata me delató. Mi padre, con fuerza me tomó del brazo y me jaló hasta la cocina donde a gritos me regañó. De las pocas veces que he escuchado su voz llena de tanto enojo. Ahora un simple abrazo y un “hola Pá”. Dudo que sus tres piernas y su débil espalda puedan aguantar mis 60 kilos alrededor de su cintura. –Hola hermosa, Rafaela mía. –Hola Pá ¿Cómo te sientes? –Bien, creo que era lo que ya tocaba. –No he podido llorar– le confesé mientras lo ayudaba a subir las escaleras hacia la habitación con olor a humano viejo y flores blancas –¿eso es malo de mi parte, que no pueda dedicarle unas lágrimas a mamá? Me contestó con un simple “mh”, un ruido que le salía del pecho y no de la garganta. No supe bien que quería decir pero justo

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cuando iba a justificar mi sentimiento, me dijo sin convencerme: –No es malo, simplemente no has asimilado que ya se fue– me vio de reojo y tomando aire dijo –Bien, vamos a enfrentar a tu familia, ¿me ayudas con la corbata?– y del bolsillo de su saco sale una larga tira de tela color negra con olor a años y con las mismas arrugas que las suyas. Era mi madre quien se la ponía cuando las tenía que usar, yo me sentaba sobre el mueble del lavabo en el baño, con la espalda hacia el espejo y veía a los dos parados enfrente de cada uno. Él la veía a la cara y ella veía fijamente al nudo que suavemente hacía. Ahora que lo recuerdo me gustaba esa escena, verlos así de cerca, así de confidentes. Un cuadro familiar inusual. Ya en la habitación llena de caras que parecen desconsoladas, un murmullo de silencios nos recibe. Llevo a mi padre a un sillón mucho más cómodo y a la vez lejano de mis tías. Pero antes de sentarse me pide que lo lleve hasta el ataúd de mi madre. Con lentitud segura llegamos al casquete cerrado. Pone su mano encima de la tapa y le dedica unas palabras que no logro escuchar. Con la cabeza agachada sólo veo cómo sus labios se mueven. Me es difícil comprenderlos aunque ellos ya tenían varios años de separados yo sé que nunca se dejaron de amar. Nunca supe qué fue lo que los separó, lo que sí sé es que fui yo quien los mantenía unidos, ya que el día que me salí de la casa, ese también fue el día en que ellos se separaron.

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De repente una de mis tías se para en medio del salón e interrumpiendo el saludo que le hacía papá a mi madre, exclama: –Quiero comenzar el rosario, por favor, los que gusten rezar con nosotros acérquense y hagamos un círculo para iluminar a mi hermana hacia el cielo– instruye mi tía con voz mandona. Por más que mi padre y yo creamos en Dios, nunca fuimos devotos a la iglesia, era mi madre la que nos hacía ir, de niña, a misa de niños, todos los domingos a las 12pm, ya de grande, íbamos sin falta los sábados en la noche. “Para evitar tumultos, porque ir a la iglesia, Rafaela, es ir a agradecer a Dios y no a husmear o criticar al vecino todos los domingos” decía. Son de las pocas cosas a las que yo, a la fecha, concuerdo con ella. Por eso aborrezco que armen un circo de la muerte de mi madre. Mejor me llevo a mi Pá a los jardines verdes con rosales color verde marchitado. Él se deja llevar. –¿Por qué pondrán rosas en las funerarias? ¿Para qué dar vida que duele en un lugar donde lo único que hay es muerte?– pregunta mi padre. Me parece tan extraño escuchar preguntas filosóficas que vengan de él. Un hombre siempre tan cuadrado, tan ingeniero. –Buena pregunta. No sé. ¿Un recordatorio que la vida duele? – le contesté con una risa irónica, corta y ridícula. –Mh– vuelve a contestar con ese sonidito. En una de las bancas incómodas de los jardines, distraigo a mi padre con una pregunta que me urge hacerle.

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–El abogado me pidió que fuera a recoger cualquier objeto que me quisiera quedar de la casa. La verdad es que no pienso pelearme con mis tías que seguramente van a querer todo. Así que no se qué hacer. –Mh– contesta, a veces me gustaría pedirle que dejará de hacer eso, pero comprendo sus años –si no quieres verlas, ni pelearte ve después de que ellas vayan. –¡Buena idea Pá!– le digo mientras le beso su mejilla vacía. Sonríe y me voltea ver. –Te tengo que pedir algo Rafaela mía– me dice con esa voz tan dulce de padre de cuando quieren algo, una cerveza del refri, que les rasques la espalda, que le acerques las chanclas. –¿Que pasó Pá? ¿Qué necesitas? –En mi despacho, hay unas cajas. Son cosas mías que dejé en la casa después de que nos separamos. Dentro de esas cajas debe de haber algo muy preciado para mí. –¿Qué es Pá?– pregunté en el silencio que se escucha entre sus palabras. Creo que es para agarrar aire. Su respiración ha sido más corta, tal y como si le doliera respirar. –Una cajita de madera, grabada con un nombre quemado. En estos momentos es cuando me hubiera gustado tener hermanas. Así no tendría que guardar, tirar y hacer la limpieza de todas las pertenencias que mi madre dejó atrás. Tendré que hacer esto yo sola.

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Sentí un golpe de nostalgia cuando entré a la casa color mamey de dos pisos, el patio delantero con todo tipo de flores bien cuidadas por las manos delicadas de mi madre hacían que las ventanas con herrería blanca resaltaran mucho más, flores que han perdido su hermosura al marchitarse poco a poco. Una casita más del puerto de Veracruz. Obscura por dentro, con la puerta principal siempre abierta para que corra la brisa. No ha cambiado desde que yo me salí. Las ‘huele de noche’ siguen allí perfumando la entrada a la casa, a lado de los tulipanes mexicanos, siempre con más hojas que flores. Sólo una mujer de paciencia como mi madre podría tratar de cuidar a tantas caprichosas a la vez. Me fui del nido en muy buenos términos, así que volver a la casa de mis padres no me fue difícil. Lo que sí sentí fue un pesar de tener que encargarme de todas las cosas personales que dejaron atrás. Mi madre en sus últimos días ya había dado órdenes de tirar algunas cosas, y las arpías de sus hermanas ya se habían dado a la tarea de llevarse algunas otras, pero lo hicieron, antes de que ella muriera, cuando ya estaba en su lecho de muerte sin poder defender su espacio. “Este armario le pertenencia a mi madre” decía una. “Este espejo de tocador es de nuestra bisabuela”, “estas figuras Iadró tú no las entenderías”, decían con sus típicas vocecitas de víctima sin importarles lo que yo pudiera opinar. Ahora que veo la casa semi vacía, sé que me hicieron un favor,

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yo no sabría qué hacer con todos estos muebles en el apartamentito que comparto con Marcelino en el DF. Seguro él estaría más contento con estas reliquias que yo. El despacho de mi Pá era el cuarto de limpieza, se instaló ahí porque fue el único lugar donde él se sentía en su mundo sin la invasión del decorado kitch de mi madre. Ella nunca hubiera entrado aquí para redecorarlo, tirar cajas o revisarlas. Bien sabía que era el espacio privado de su esposo y así lo respetaba, rara vez entró. Por eso no me extrañó que mis tías no hayan entrado a saquear. Una fuerte bofetada de olor a humedad vieja me golpea con los recuerdos guardados obscurecidos por las cortinas pesadas que obstruyeron por tantos años la luz. Cruzo la habitación hacia ellas para dejar entrar un poco de iluminación , al moverlas se despega el polvo y el eco de mis estornudos recorren la casa vacía. El “despacho” sigue igual: Los marcos de fotografía sobre los mismos papeles; la marca de la última taza de café a lado de la vieja pantalla de plasma; la silla de piel alisada por su uso, y sobre el escritorio la placa que anunciaba con letras grabadas, “ING. PEDRO VERA”. Mis yemas buscan a mi padre en cada objeto que acarician, toda mi concentración para verlo allí sentado, con esa mirada pesada por arriba de sus lentes, pero no aparece. Lo que sí ha cambiado es la cantidad de cajas que hay en el despacho. Pensar en que tengo que abrirlas y descubrirlas todas hace que me pesen las manos. Algunas están etiquetadas con la letra

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de mi madre, quizás cuando Pá se salió de la casa guardó algunas cosas y ahí las aventó. Otras, con la de mi padre, pero era la letra lúcida y no la temblorosa que ahora tiene por el Parkinson. Cajas grandes, cajas medianas, cajas dentro de cajas, no sabría por dónde empezar. Alisto la bolsa grande de basura que traigo para la depuración, hubiera traído más. Mi piel rechaza la sensación de mis uñas contra el cartón, un frío falso incómodo que recorre toda mi espina hasta el bello de la nuca. Sin remedio decido abrir primero una etiquetada por mi padre. Saco papeles viejos, revistas amarillentas. Tiro cosas que sé que no las usará más. Continúo con la caja de a lado, siempre en mente el encargo de mi viejo padre. Con disgusto abro la otra y la otra, aguantando la desagradable sensación. Folders con papeles, USB’s, CD’s, archivos viejos, mapas. Otra caja, la jalo y la acomodo para abrirla y poder meter mis manos. Nada nuevo, saco y saco años acumulados de mi padre, meto las manos hasta el fondo donde encuentro la cajita de madera con un nombre que no reconozco. Escrito en letras quemadas: “MIGUEL”.

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Victoria no podía dejar de ver las fotos de Miguel en su perfil de Facebook. No sabía en qué momento se había puesto tan… hermoso. Se habían dejado de ver hace más de seis años pero esos momentos instantáneos ella los guardaba en un rincón lejano y obscuro de su mente y su corazón. Un click, tras otro click, tras otro, hasta que las fotos se terminaron. Le siguió un profundo suspiro y cerró los ojos. Como si esa fuera la contraseña para sacar del lejano y obscuro rincón los recuerdos guardados de Miguel, y así poder verlos como una película. Miguel. Victoria se levantó del escritorio para ir al espejo grande de su cuarto, le gustaba ir a mirarse, a pensar, a verse y admirar su tez color miel. Sabía que su carácter desbocado atraía a más gente de lo que su madre quisiera, pero eran sus ojos almendrados color verde que terminaban por hacer voltear a los hombres y uno que otro celo de mujer. Ya era toda una experta en cómo manejar sus atributos para conseguir lo que quisiera. Desde que comenzó a hablar, practicó el modus operandi con su padre hasta volverse toda una experta. Era

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