Arte y Juventud - Nadia Moreno

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ARTE Y JUVENTUD

ARTE Y JUVENTUD

Nadia Moreno Moya

EL SALÓN ESSO DE ARTISTAS JÓVENES EN COLOMBIA

IDARTES / f la silueta Colección de ensayos sobre arte colombiano




ARTE Y JUVENTUD EL SALÓN ESSO DE ARTISTAS JÓVENES EN COLOMBIA Nadia Moreno Moya

INSTITUTO DISTRITAL DE LAS ARTES - IDARTES

f LA SILUETA


Alcaldía Mayor de Bogotá Gustavo Petro Urrego Alcalde Mayor de Bogotá Clarisa Ruiz Correa Secretaria de Cultura Recreación y Deporte Instituto Distrital de las Artes IDARTES Santiago Trujillo Escobar Director General Bertha Quintero Medina Subdirectora de las Artes Gerencia de Artes Plásticas y Visuales Cristina Lleras Figueroa Gerente Julián Serna Lancheros Asesor Hilda María Mónica Piedrahíta Uribe Coordinadora de circulación y apropiación María Buenaventura Valencia Coordinadora de formación e investigación Sofía Parra Gómez Coordinadora editorial Revista Errata# Sandra Janeth Valencia Guaneme Asistente administrativa Yenifer Gutiérrez González Auxiliar administrativa Elkin Orlando Ramos Junco Apoyo de la Galería Santa Fe Derlys Rodríguez Rodríguez Encargada Centro de documentación Diana Yanive Torres Gestora de públicos

f Lasilueta ediciones ltda Carrera 18a # 40a-52 Bogotá, colombia Teléfono (57-1) 327 31 80 Fax (57-1) 327 31 81 info@lasilueta.com www.lasilueta.com

Colección de ensayos sobre arte colombiano © Nadia Ximena Lorena Moreno Moya © Los autores de las imágenes © Instituto Distrital de las Artes, Gerencia de Artes Plásticas y Visuales © Alcaldía Mayor de Bogotá © La silueta ediciones ltda Primera edición abril de 2013 1000 ejemplares ISBN 978-958-8568-27-0 Jurados IX Premio de ensayo histórico, teórico o crítico sobre el campo del arte colombiano Carla María Macchiavello Cornejo Isabel Cristina Ramírez Botero Santiago Mutis Durán Coordinación editorial La Silueta Ediciones Ganadores Beca de edición y distribución de las publicaciones de la Gerencia de Artes Plásticas y Visuales IDARTES. 2012 Diseño gráfico La Silueta Diseño

El contenido de este texto es responsabilidad exclusiva del autor y no necesariamente representa el pensamiento del Instituto Distrital de las Artes. Esta publicación no puede ser reproducida, almacenada en sistema recuperable o transmitida en medio magnético, electromagnético, mecánico, fotocopia, grabación u otros sin previo permiso de los editores.

Corrección de estilo Manuela Fajardo Fotografía de cubierta Autor sin identificar. Fotografía cortesía: Gastón Betelli. Impreso en Colombia


Nadia Moreno Moya

ARTE Y JUVENTUD EL SALÓN ESSO DE ARTISTAS JÓVENES EN COLOMBIA

Colección de ensayos sobre arte colombiano


Tabla de contenido

09 13 17 Capítulo 1 27 35 41 47 53 61 Presentación

Agradecimientos

Introducción

Una genealogía de la subjetivación de la juventud en el arte

Joven como sujeto del control

Joven como sujeto del cambio Vanguardia artística y joven como sujeto del cambio

América Latina: un continente “joven” Vanguardia artística en América Latina y afectividad juvenil: el caso de “Los Nuevos” y los Estridentistas

Capítulo 2 73

El lugar del “artista joven” en las relaciones interamericanas de la segunda posguerra


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La subjetividad juvenil codificada en el campo del arte

El Salón Esso de Artistas Jóvenes: un “estímulo” para la juventud latinoamericana Juventud, desarrollismo y arte de América Latina a través de la mirada de José Gómez Sicre

Capítulo 3 109 113 117

El caso del Salón Intercol de Artistas Jóvenes

La Exposición de escultores y pintores jóvenes de Colombia

El Primer Salón Intercol de Artistas Jóvenes y la apertura del Museo de Arte Moderno de

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127 145 Epílogo Fuentes

Bogotá

Fernando Botero: la paradoja del sujeto “joven” en el arte Y, ¿dónde están los jóvenes?


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Presentación IDARTES

D

esde el Instituto Distrital de la Artes tenemos la firme convic-

ción de la importancia que los artistas plásticos tienen en la cultura contemporánea en la medida que su práctica se constituye en un espacio de reflexión sobre las imágenes en un mundo cada vez más saturado de ellas. Pero esta responsabilidad no se puede limitar únicamente al terreno de la creación, pues para que este trabajo tenga algún tipo de impacto social para los habitantes del Distrito Capital debe estar soportado en las áreas de la formación, circulación, apropiación e investigación. Esta última dimensión es de fundamental importancia en la medida que es por medio del trabajo de los curadores, críticos e historiadores de arte que la producción de los artistas es articulada a un cuerpo discursivo y a una tradición cultural sobre la cual estas reflexiones llegar a tener un carácter público. Es mediante una reflexión posterior que las intuiciones propias de la práctica artística entran a ser articuladas con el trabajo de los otros artistas y su contexto para llegar a formar parte de un cuerpo de conocimientos propio del arte colombiano. Para la historiografía del arte colombiano la publicación de un

nuevo título resulta importante en la medida que este viene a robustecer y complejizar las miradas sobre la producción de las artes plásticas del país. A pesar de que en los últimos años ha surgido una nueva generación de intelectuales trabajando sobre el arte del país, en Colombia todavía es notable la baja producción intelectual enfocada en mantener nuestra memoria cultural. En las academias la historiografía del arte

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colombiano está basada en pocos textos fundacionales escritos alrededor de la década de 1970 y, a pesar del incansable trabajo de los nuevos investigadores, todavía existe un punto ciego en la articulación de una narrativa general compuesta por los trabajos de los numerosos artistas que han estado produciendo durante los últimos cuarenta años. En este sentido cualquier nuevo trabajo de carácter histórico es una enorme contribución para el campo artístico colombiano en la medida que viene a subsanar un fragmento de estos vacíos narrativos mientras brinda nuevas herramientas para que se siga incrementando la producción intelectual sobre el tema. Conscientes de la necesidad de estimular la producción de literatura sobre el arte colombiano, desde 1999 el Distrito ha mantenido este premio como programa dirigido a investigadores, críticos y teóricos que trabajen sobre el campo del arte colombiano. El producto del mismo es esta colección de publicaciones titulada «Ensayos sobre el campo del arte colombiano» en la cual se han publicado varios de los principales escritos sobre el campo del arte colombiano de la última década como Orígenes del arte conceptual en Colombia (Álvaro Barrios, 1999), Arte en Emergencia (Gustavo Zalamea, 1999) o El Efecto Mariposa: ensayos sobre arte en Colombia 1985-2000 (Carolina Ponce de León, 2004) que hoy se consideran como clásicos. Así mismo, por este medio se han conocido importantes trabajos de investigadores como Jaime Humberto Borja, Guillermo Vanegas, Santiago Rueda, Alejandro Gamboa, Sylvia Suárez, Christian Padilla entre otros. Acorde con los criterios de calidad por los cuales se ha caracterizado el Premio de ensayo histórico, teórico o crítico sobre el campo del arte colombiano, para el IDARTES es un orgullo lanzar en el 2013 dos nuevos títulos de la Colección de ensayos sobre el campo del arte colombiano. Estos títulos son los ensayos de Nadia Moreno y María

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Mercedes Herrera que resultaron ganadoras del premio en 2011 y 2012 respectivamente. Estamos seguros que el trabajo de estas investigadoras se constituirá en un significativo aporte para el estudio del campo del arte colombiano y esperamos que estas investigaciones estimulen por varias generaciones la discusión intelectual sobre las prácticas artísticas del país. Santiago Trujillo

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Agradecimientos

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l presente libro es una versión de mi tesis de maestría en Estudios de Arte de la Universidad Iberoamericana de México D.F. La posibilidad de cursar esta maestría entre agosto de 2008 y julio de 2010 fue posible mediante una beca otorgada por la Secretaría de Relaciones Exteriores de México y la Universidad Iberoamericana. En Colombia, Colfuturo brindó un apoyo económico adicional. Olga Rodríguez Bolufé, directora de tesis, fue desde el inicio de

la maestría una guía invaluable para culminar exitosamente este trabajo. Igualmente, Karen Cordero, Ana Torres –ambas jurados de la tesis y docentes– y José Luis Barrios. Con ellos, así como con mis compañeros del seminario de Arte Latinoamericano y mis colegas de la línea de investigación interdepartamental “Estudios Críticos de la Cultura” encontré en la Universidad Iberoamericana un ambiente fructífero para el intercambio de ideas y experiencias vitales. Otros espacios de debate e interlocución también fueron muy enriquecedores: los seminarios del programa “Zonas de Disturbio” del Museo de Arte Contemporáneo Universitario (MUAC) de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) a cargo de Cuauhtémoc Medina y Mariana Botey. El seminario “La generación de la Ruptura y las políticas culturales del siglo XX” del CENIDIAP a cargo de Ana Garduño. Las reuniones y charlas de “Los viernes del ocio” del Taller Multinacional en México D.F. Tuve la fortuna de encontrar personas muy solidarias en las bibliotecas y centros de documentación. Especialmente, Adriana Ospina

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del Museo de Arte de las Américas de la Organización de Estados Americanos en Washington DC; Lisa Pulecio y Diego Fandiño, de la biblioteca del Museo de Arte Moderno de Bogotá; y Kara Schneiderman del Lowe Art Museum of Miami. Igualmente, agradezco a los jurados del concurso IX Premio de ensayo histórico, teórico o crítico sobre el campo del arte Colombiano, por sus valiosas recomendaciones para la edición del texto. A Cristina Lleras, Katia González y Julián Serna, por su paciencia y apoyo. A los artistas o sus familiares, colegas e instituciones que gentilmente facilitaron la reproducción de las fotografías1. Los antecedentes de este proyecto se remontan a 2005, cuando ingresé a la Especialización de Estudios Culturales de la Pontificia Universidad Javeriana en Bogotá, y al año siguiente obtuve una beca de investigación del Ministerio de Cultura de Colombia mediante la cual pude aterrizar algunas preguntas iniciales que esbozaron el umbral de esta investigación. En este proceso, fue iluminadora la orientación de Víctor Manuel Rodríguez Sarmiento y Jaime Cerón; la información compartida por Carmen María Jaramillo, el apoyo de Inti Guerrero y Julián León, la retroalimentación de mis profesores y compañeros de la Especialización en Estudios Culturales. A pesar del paso de los años, varias ideas surgidas de las largas conversaciones con ellos subsisten en este trabajo. Mis más sentidos agradecimientos van para Fernando, por su amor y compañía en este largo trayecto; para Hilda, Tercero y Paula, cuyo sólido apoyo, su energía y vitali1

Las diferencias existentes entre las legislaciones nacionales en materia de derechos de autor, así como la restricción para reproducir la obra de algunos fotógrafos estadounidenses en Ámerica Latina impidieron la inclusión de un grupo de fotografías en el segundo capítulo.

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dad siempre fueron motivadoras; para Carolina, Catalina, Ángela, Mónica, los cómplices de Misantla… y una larga lista de amigos y colegas con los que compartí este proceso tanto en México como en Colombia. Las fotografías que aparecen en este libro han sido obtenidas gracias a la colaboración de: Adela Cristiani, Alberto Gutiérrez, Archivo de Revistas Catalanas Antiguas (ARCA), Beatriz González, Biblioteca de la Universidad de Heidelberg, Biblioteca Luis Ángel Arango, Biblioteca Nacional de Colombia, Carlos Mario Toro, Carmen María Jaramillo, Carolina Vanegas, Christian Padilla, Clemencia Poveda, Corporación Eduardo Ramírez Villamizar, Delfina Bernal, Diego Arango, Fernando Botero, Gastón Betelli, Hermenegildo Sabat, Internet Archive, Karen Cordero Reiman, Katia González, Laura Jiménez Galvis, Manuel Neves, Marcela Lleras Puga, María Mercedes Herrera, Nicolás Consuegra, Martha Lucía Alonso, Mireya Maples Vermeersch, Museo de Arte Moderno de Bogotá, Natalia Bonilla, Nicolás Bonilla, Pablo Leyva, Pilar García, Rogelio Polesello, Rosse Mary Rojas, Secretaría General de la Organización de los Estados Americanos (OEA).

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Introducción

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oy en día, en el ámbito del arte contemporáneo, existen nume-

rosas iniciativas que se gestionan en nombre de “lo joven”, como salones, concursos, bienales, encuentros, ferias, subastas, museos y hasta reality shows. La reiterada aparición de la noción de juventud en los distintos espacios del arte ha hecho que términos como “arte joven” o “artista joven” sean asumidos con toda naturalidad para diferenciar y significar prácticas artísticas. Pero, ¿qué ha sucedido para que el arte y la juventud se ha-

yan anclado entre sí, de tal forma que esta alianza haya convocado un conjunto de prácticas, espacios y capitales? ¿Cuáles han sido las condiciones de surgimiento del sujeto “artista joven”? Inquietudes de este talante orientaron en un inicio la presente investigación, que varios años atrás, consistía en un ejercicio de análisis de representaciones sobre el sujeto “artista joven” en textos de exposiciones y de crítica de arte en Colombia. A través de ese ejercicio encontré pocos trabajos que analizaran críticamente –o al menos, pusieran en sospecha – el uso de la noción de juventud en el contexto del arte contemporáneo (Vanegas 2004; Díaz 2008; Opazo 2008). Durante mis estudios de maestría confirmé que no sólo había pocos cuestionamientos sobre el sentido de esta categoría sino también un vacío en la reflexión historiográfica.2 Así entonces, lo que en un inicio pretendía 2

Algunos trabajos que han propuesto cierta aproximación histórica sobre la noción de juventud en el arte son: Medina 1993, 61-69; Brea 2001, 20-22; Jaramillo 2005, 37-39.

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ser un trabajo dedicado a los ámbitos discursivos del arte contemporáneo, devino con el tiempo en un proyecto de rastreo sobre las condiciones de posibilidad de la emergencia y operatividad de la noción de juventud en el ámbito del arte. En sintonía con el concepto foucaultiano de genealogía3 y nutrida por aportes de autores como Pierre Bourdieu y Gilles Deleuze, en este trabajo parto del ejercicio de desnaturalizar los significados de la juventud que hoy operan en el ámbito del arte, es decir, como producción simbólica que recién aparece en la escena cultural o como producción proveniente de artistas que tienen una cierta edad biográfica. Esta desnaturalización es necesaria para reconocer que la juventud en el ámbito del arte forma parte de una producción histórica, y que ha sido una noción usada por distintos agentes dentro de una trama de relaciones de poder en el campo del arte. Evidentemente, la juventud no es una característica intrínseca a los objetos artísticos, tampoco un signo que emerge de sus condiciones materiales. Desde la misma etimología de la palabra, la juventud ha sido una noción atada a la administración de la vida en la cultura occidental, y desde allí se ha desplegado hacia ámbitos de significación diversos hasta llegar a designar prácticas y objetos, como lo sugiere el enunciado “arte joven”.4 Es decir, que la condición de posibilidad de esta última categoría es, en un principio, la emergencia de un sujeto “joven” en el 3

“[…] como si este mundo de cosas dichas y queridas no hubiese conocido invasiones, luchas, rapiñas, disfraces, trampas. De aquí se deriva para la genealogía una tarea indispensable: percibir la singularidad de los sucesos, fuera de toda finalidad monótona; encontrarlos allí donde menos se espera y en aquello que pasa desapercibido por no tener nada de historia”. (Foucault 1979, 7)

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La palabra “joven” viene del latín iuvenis, término con el que se aludía al sector social conformado por hombres de 30 a 45 años en la antigua Roma. El verbo iuvare significa “ayudar” o “sostener”, así iuvenis designa el grupo humano de “apoyo productivo de la sociedad”.

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campo del arte y con él, las significaciones que dotaron de poder la experiencia de juventud en dicho ámbito. No obstante, para rastrear cómo la noción de juventud adquirió una significación relevante en el ámbito del arte resulta oportuno tomar cierta distancia de las disciplinas que han convertido al “joven” en objeto de estudio. Ante todo, es necesario hacer evidente que la misma noción de “juventud” encierra una paradoja, incluso en los usos cotidianos del término: actualmente es joven quien está dentro de un rango de edad biográfica, pero también quien tiene cierta actitud ante la vida. Los usos del término coexisten y justamente nos hablan de que, por un lado, el término “joven” hace referencia a un cuerpo con ciertas características físicas, a una etapa biográfica en su definición de acuerdo a la ley, a la psicología o a la educación; por otro lado, “joven” es algo que intenta nombrar una forma de relación con el mundo que desborda los límites de un tipo de cuerpo y de discurso. Aun si a lo largo de los siglos xix

y xx se fue acotando la definición de “juventud”, hasta identificarla

con un cuerpo, la “juventud” no se detiene allí. Ampliando lo anterior, el término “joven” designa una etapa de la vida que ha inventado el régimen de la modernidad: los sistemas de educación “universal”; las leyes de regulación de edad para acceder al mundo laboral; la imposición del servicio militar obligatorio o el sufragio “universal” que exige mayoría de edad, entre otros ejemplos, son tecnologías del Estado moderno que en el transcurso del siglo xix y xx hicieron posible la emergencia de sujetos jóvenes. A su vez, el término “joven” intenta representar un afecto, que evidentemente no sucede fuera de este régimen, sino por el contrario,

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en procesos de subjetivación que desbordan su sentido como “etapa biográfica”. Cuando reconocemos este doblez, es posible captar que la noción de juventud en el arte está fuertemente imbricada a la de vanguardia, pero que su uso ligado a iniciativas institucionales –salones, concursos, becas, etc.– tiene unas condiciones históricas particulares. Este nudo, en el que una y otra significación tienden a enlazarse, es el tema central de este libro. En este orden de ideas, en el primer capítulo esbozo una genealogía de la subjetivación de la juventud en el arte que, a contrapelo de las historias sociales de la juventud que suelen subrayar el surgimiento del joven en el siglo XIX como un sujeto del control político y social, destaca la emergencia de un joven como sujeto del cambio desde los ámbitos de la producción artística. Me propongo aclarar que no es posible hablar de la existencia de una subjetividad juvenil, y que aquella que “capturó” en su inicio el ámbito del arte y las iniciativas de vanguardia artística a fines del siglo XIX y principios del XX estuvo acoplada a un ethos revolucionario y una retórica emanada de idearios políticos y culturales de avanzada. Para estos artistas la edad biográfica no era necesariamente el marco que definía los límites de su experiencia de juventud. Ahora bien, dado los límites y objetivos de este trabajo, enfoco mi atención en algunos casos, y a través del análisis de algunos manifiestos y declaraciones escritas de las vanguardias históricas y de las vanguardias latinoamericanas de principios del siglo XX mediante los cuales hablaron artistas que se autoidentificaron como jóvenes. Particularmente, presto atención a dos casos en América Latina, “Los Nuevos” en Colombia y los Estridentistas en México, como ejemplos de procesos de subjetivación de la juventud con recursos

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disímiles, pero igualmente marcados por el auge del juvenilismo en América Latina en el transcurso de la década del veinte del siglo XX. Muchas iniciativas, grupos y revistas de vanguardia merecerían un mayor análisis desde esta perspectiva, pues las vanguardias artísticas suelen pasar inadvertidas en las cartografías de la emergencia del sujeto joven en el siglo XX. Así entonces, con este capítulo me propongo destacar que antes de la década del sesenta, de la llamada “década de la juventud”, existieron revoluciones juveniles desde o en contacto con el ámbito del arte. El segundo capítulo trata sobre otro momento histórico, en torno a los actores del campo del arte de los años cincuenta y principios de los sesenta en el contexto de los Estados Unidos. Aquí el argumento central es que, de la mano del posicionamiento mundial del expresionismo abstracto, se instaló un modelo de gestión y legitimación del arte en el que el “artista joven” ocupó un papel fundamental. Se trata de un modelo en el que fundaciones y empresas privadas – entre otros actores –, intervinieron de manera decisiva en la lucha por el capital simbólico y cultural del arte moderno. El programa Salón Esso de Artistas Jóvenes adquiere forma a partir de este modelo. Este último evento, caso central de análisis en este libro, se llevó a cabo en Colombia con el nombre de Salón Intercol de Artistas Jóvenes, y también se realizó en otros países miembros de la Organización de Estados Americanos (OEA) entre 1964 y 1965. Su título, en el que se inscribe explícitamente al sujeto “artista joven” y a su vez el nombre de una multinacional, el tope de edad elegido para la selección de los artistas, y las condiciones geopolíticas de mediados de los años sesenta, entre otros aspectos, lo convirtieron en el transcurso de la investigación en una “prueba reina” de que, de la mano de los procesos de institucionalización de la vanguardia, el campo del arte incorporó la subjetividad juvenil a un código, esto último es, siguiendo a Deleuze, a “un cuadricula-

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do del campo social” (Deleuze 2006, 118). Así entonces, el sujeto “artista joven” quedó signado por la edad biográfica y se convirtió en un importante baluarte en la acumulación y distribución de capital económico, cultural, social y simbólico. Paradójicamente, mientras pululaban movimientos estudiantiles por todo el mundo occidental que promovían una imagen trasgresora y combativa del joven, las instituciones del campo del arte de la época más bien acentuaron la idea de que el “artista joven” necesitaba de su apoyo y orientación. Viene al caso comentar que los análisis hasta ahora efectuados sobre el programa Salón Esso de Artistas Jóvenes han apuntado más a revelar los intereses macro-políticos e ideológicos que sustentaron la realización de dicho evento, teniendo como principal fuente la exposición de la versión mexicana, donde el abstraccionismo fue, grosso modo, la tendencia artística ganadora en las dos modalidades del concurso (Goldman 1981; Suárez 1986). La experiencia específica de México ha servido como base para generalizar la interpretación de los efectos que tuvo el evento en otros países de América Latina: la predilección por el arte abstracto en toda la región como estrategia de despolitización, sirviendo a los intereses del gobierno estadounidense en el marco de la Guerra fría. No me queda duda de que a través del Salón Esso circuló el mensaje de la “libertad de expresión” como bastión del hemisferio occidental y del capitalismo, y que fue un evento típico del ideario anticomunista emanado de la Alianza para el Progreso, justo después de que Cuba fuera expulsada de la OEA. No obstante, la perspectiva de análisis que propone esta investigación sobre el evento, centrada en la producción del sujeto “artista joven”, permite vislumbrar otras agendas estéticas y políticas que también jugaron en dicha iniciativa. Asimismo, comprender que los procesos de significación y subjetivación en el ámbito

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del arte posibilitan negociaciones y reinterpretaciones de tales agendas desde la microfísica del poder. En consecuencia, el segundo capítulo también describe algunas características de la trayectoria profesional y los criterios estéticos de José Gómez Sicre, Director de Artes Visuales de la OEA y cabeza visible del evento para toda América Latina, aspectos que en esta investigación surtieron argumentos importantes para comprender la decisiva influencia del programa Salón Esso de Artistas Jóvenes en las prácticas institucionales y discursivas sobre la juventud en el arte de América Latina de los años sesenta. Dedico un análisis a profundidad del texto de presentación de la exposición escrito por Gómez Sicre, que en diálogo con otros textos de su autoría, muestran el peso del discurso del desarrollo del “Tercer mundo” en su pensamiento y su obsesión por incorporar el arte de América Latina al gran relato del arte universal. El tercer capítulo se dedica al análisis de la versión colombiana del programa Salón Esso, es decir, el Salón Intercol de Artistas Jóvenes, que se llevó a cabo en el Museo de Arte Moderno de Bogotá entre julio y agosto de 1964. El caso colombiano es tratado como un contrapunto entre el primer y segundo capítulo, es decir, como un caso que materializa la curiosa paradoja a la que lleva la significación de la juventud en el campo del arte: entre los límites de la noción entendida como criterio de edad y como actitud; y entre la administración institucional del arte de vanguardia y la actitud trasgresora que de este último se espera. Este último capítulo plantea que el Salón Intercol no fue la primera experiencia expositiva que en el contexto colombiano pusiera en circulación el concepto “artista joven”. No obstante, sí fue una experiencia que al estar estrechamente ligada a la apertura de la sala de exposiciones del Museo de Arte Moderno de Bogotá, a la injerencia de la empresa Intercol en el ámbito cultural del país, y al programa Salón

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Esso, codificó la noción de juventud en los discursos del arte en el ámbito local y en la institución museal. La particularidad de los procesos de institucionalización del arte moderno en Colombia y las relaciones de poder a nivel local produjeron significados de la juventud que no son idénticos a los que se promovieron desde la organización del programa para toda América Latina. A la luz de esta investigación, la propuesta de hacer un “Salón de artistas jóvenes” surgió inicialmente del Museo de Arte Moderno de Bogotá, y posteriormente, adquirió una dimensión continental cuando ingresó en la organización del evento tanto Intercol como Gómez Sicre. Más que la exactitud del “dato histórico”, este detalle resulta pertinente para comprender la escena artística colombiana dentro de una escala transnacional y en el contexto del arte de América Latina. De allí que resulte necesario revisar las discusiones nacionales y/o locales en torno al Salón Esso, pues si las altas esferas del poder premeditaban con su realización instalar el paradigma del expresionismo abstracto en América Latina, siguiendo aquí los argumentos de Goldman y Suárez, la recepción en Colombia no fue exactamente esa. El primer premio otorgado a Fernando Botero no solo es una suerte de excepción a esa regla, sino también el ejemplo de la paradoja de la subjetivación de la juventud en el arte, problema que desarrollo con mayor detalle en el tercer capítulo. El capítulo finaliza con un análisis detallado de un artículo de Marta Traba en el que ella expone una serie de demandas y expectativas sobre lo que debería ser un “artista joven” a partir de una evaluación del Salón Intercol. Es un texto que motiva varias reflexiones relacionadas con la subjetivación de la juventud y la vanguardia, y sugiere la brecha existente entre el sujeto “artista joven” que pretende posicionar el evento y aquella subjetividad juvenil agenciada desde los movimientos estudiantiles de la época.

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Como todas las investigaciones, ésta resuelve algunas preguntas, pero sugiere nuevas indagaciones para futuros estudios. Algunas problemáticas que surgieron de la escritura de este texto y que ameritan un análisis más complejo y profundo forman parte de mi investigación doctoral. Cuando yo realizaba estudios de maestría, esto es entre 2008 y 2010, el Salón Intercol de Artistas Jóvenes era un evento al que se le habían dedicado algunas líneas en torno a la recepción del arte pop en Colombia (Iovino 2001; González 2009) y su relación con el programa Salón Esso y con la influyente figura de Gómez Sicre en el contexto colombiano apenas aparecía sugerido en un texto inédito (Mesa 2008). Por el contrario, en el contexto mexicano, Gómez Sicre y el Salón Esso están fuertemente asociados a la historiografía de la llamada “Generación de la ruptura” José Luis Cuevas, Vicente Rojo, Manuel Felguérez y Lilia Carrillo, entre otros artistas- y a la fractura definitiva de la agenda visual heredada del proyecto posrevolucionario mexicano (Eder 1988; Tibol 1992; Martínez 1997; Álvarez 2003; Torres 2004). En este sentido, es oportuno comentar que la tesis de maestría involucra un apartado dedicado al análisis del Salón Esso en su versión mexicana, pero dados los requisitos de la convocatoria del premio y los principales destinatarios de esta publicación, no está incluido.5 A pesar de que el diálogo entre uno y otro caso no se hace visible en este texto, la perspectiva de análisis inicial subyace en este libro, en la medida en que trata el caso colombiano desde la articulación de los procesos internos del campo artístico colombiano con las agendas políticas y artísticas en el contexto continental. Diciembre de 2012

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El análisis del caso mexicano está en proceso de edición (Moreno Moya 2013).

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UNA GENEALOGÍA DE LA SUBJETIVACIÓN DE LA JUVENTUD EN EL ARTE


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No somos románticos: somos jóvenes. Esos adjetivos dicen lo mismo, dirán. Es posible. Pero entre todos los romanticismos preferimos el de la juventud y, con él, el de la acción, Acción intensa en todos los campos: en la literatura, en el arte, en la política. Carlos Drummond de Andrade, 19256

L

a juventud entendida como una noción que alude a la actitud de ciertos sujetos en el mundo, o bien como una etapa biográfica diferenciada, ha sido vista solo desde hace unas décadas como una experiencia vital que también ha tenido una construcción histórica. Usualmente, las indagaciones en torno a la juventud o los jóvenes han pertenecido al terreno de la psicología, la sociología o la antropología. A través de estas disciplinas, se han intentado explicar los comportamientos y las prácticas de los jóvenes en contextos geográficos o sociales contemporáneos a la mirada del analista, sin recurrir necesariamente a una reflexión de sus condiciones históricas de posibilidad. A pesar de que existen cuantiosos estudios contemporáneos so-

bre los comportamientos y prácticas de los jóvenes, aún predomina el supuesto de que la juventud es “una condición biográfica universal” y sobre todo “una fase del desarrollo humano presente en todas las sociedades y momentos históricos” (Feixa 1998, 16). Lo que ha hecho distinta y diferenciada la juventud de la adultez es sobre todo una construcción cultural que ha organizado la vida en sociedad. Asimismo, los histo6

Fragmento de la editorial de la revista A Revista I, primera publicación de vanguardia publicada en Minas Gerais, Brasil.

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riadores Giovanni Levi y Jean-Claude Schmitt señalan: “más que una evolución fisiológica, la juventud depende de factores culturales que difieren según las sociedades, imponiendo cada una de ellas a su modo un orden y un sentido a lo que parece transitorio […] es algo que nunca logra una definición concreta y estable” (1996, 8). Por otra parte, las “historias de la juventud” que existen intentan explicar la mayoría de veces las condiciones de surgimiento de un grupo social. Es decir, un conjunto numeroso de personas discernible de otros en términos de edad y que inciden estructuralmente en la articulación de las relaciones sociales, así como en los conflictos derivados de las mismas.7 Levi y Schmitt a través de la Historia de los jóvenes compilaron un importante conjunto de trabajos que explican desde diversas perspectivas la aparición de un sujeto joven en escenarios políticos y culturales localizados, señalando así la imposibilidad de pensar a la juventud como sector social unificado y como categoría universal; en este sentido, enriquecen la lectura proveniente de la historia social, ampliamente aceptada, según la cual los jóvenes surgieron con la Revolución Industrial. Esta última perspectiva prioriza los cambios en los modos de producción como condición de posibilidad de la emergencia de sujetos. Sin embargo, como bien hace notar la Historia de los jóvenes, si bien es cierto que dicha revolución puso en crisis el modelo de economía familiar y por ende el dominio total de los mayores –padres y otros familiares – sobre los hijos “jóvenes”, no por ello la juventud como experiencia vital adquirió en Occidente diversas significaciones que le 7

Una excelente revisión de los principales textos de la historia social que abordan la emergencia de la juventud desde esta perspectiva se encuentra en el artículo “Juventud, Teoría e Historia: la formación de un sujeto social y un objeto de análisis” de la investigadora Sandra Souto Kustrin (2007, 171-192).

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permitieran producir y difundir un capital simbólico y social que sí logró posteriormente mediante otros procesos.8 Otros analistas, especialmente desde la sociología de la juventud y los estudios de comunicación, afirman que la década del sesenta del siglo XX fue realmente el momento en que la juventud emergió en el escenario social de manera decisiva, pues en el transcurso de dichos años confluyó la juventud como sector social masivo y la juventud como proceso de subjetivación político y cultural; simultáneamente, el cuerpo joven devino en un lugar importante para las nuevas formas de producción y circulación de capital, a través de la industria de la música, el cine y la moda. En efecto, los años sesenta fueron testigos del surgimiento de decenas de movimientos estudiantiles y de movimientos contraculturales de jóvenes que cuestionaron el establecimiento político, económico y cultural y que de la mano de los efectos del baby boom, del crecimiento demográfico en América Latina, de las transformaciones en la producción masiva de tecnología, y en términos generales, del incremento de la riqueza en Occidente, transformaron radicalmente el estatuto de la juventud (Hodkinson y Deicke 2007, 25). Sin embargo, para comprender mejor los procesos de significación en torno a la noción de juventud en el marco del Salón Esso de Artistas Jóvenes, así como para reconocer allí distintos aspectos que hicieron del “artista joven” una variable importante para la acumulación de capital social y simbólico, lo que resulta pertinente de rastrear es la constitución de un sujeto joven en los discursos del ámbito del arte. Como ya algunas investigaciones han sugerido, los procesos de subjetivación de la experiencia de juventud no surgieron exclusivamente con los movimientos estudiantiles y contraculturales de mediados del 8

En el capítulo 2 profundizo sobre los conceptos capital social, capital cultural y capital simbólico.

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siglo XX (Biagini 2009; Marsiske 1999; Roseman 1995; Touraine 1978). Las iniciativas de vanguardia artística de principios del siglo demuestran que el arte fue un campo de la actividad social, que como otros, produjo un locus de enunciación propiamente juvenil antes de la llamada “década de la juventud”. Esta última hipótesis es fundamental para los objetivos de este trabajo, pues al hacerse un análisis del Salón Esso de Artistas Jóvenes desde la perspectiva de los procesos de subjetivación de la juventud en el arte y sus efectos en las dinámicas del campo artístico podríamos caer en el equívoco de ajustar un conjunto de matices a una simple y llana explicación: el Salón Esso de Artistas Jóvenes ejemplifica la aparición del sujeto “joven” en el campo del arte como sucedió en otros escenarios de la vida social y cultural de la década del sesenta. No obstante, al analizar el Salón Esso de Artistas Jóvenes en el escenario colombiano, lo que se vislumbra es la aparición de un “artista joven” como sujeto de políticas institucionales. Si bien en Colombia los años sesenta son testigos de numerosas protestas estudiantiles, la figuración del sujeto “joven-estudiante” en el transcurso de dichos años no es equivalente al sujeto “joven” del campo del arte. Así entonces, trazar una genealogía de la subjetivación de la juventud en el campo del arte colombiano requiere, como primera medida, reconocer que han existido distintos sujetos “jóvenes”. Viene al caso precisar que la subjetividad es: un conjunto de condiciones por las que instancias individuales y/o colectivas9 son capaces de emerger como Territorio existen9

El término “colectivo”, dice Guattari, ha de entenderse como “más allá del individuo, del lado del socius, y más acá de la persona, del lado de intensidades preverbales tributarias de una lógica de los afectos” (Guattari 1996, 20).

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cial sui-referencial, en adyacencia o en relación de delimitación con una alteridad a su vez subjetiva […] la subjetividad no se fabrica sólo a través de los estadios del psicoanálisis, o en el Inconsciente, sino también en las grandes máquinas sociales o lingüísticas”. (Guattari 1996, 20-21).

En este sentido, los procesos de subjetivación articulan la autoconstitución del cuerpo del sujeto –lo cual involucra la interiorización corporal de diversas prácticas – junto con la hetero-construcción y co-construcción social del mismo. Así pues, la subjetividad no es una estructura constituida a priori en el individuo frente a la sociedad, tampoco algo sustancial a la persona, sino una relación mutuamente constituyente entre la “sujeción” social y la capacidad de actuar de la persona sobre sí misma. (Sánchez 2005, 167). Desde este marco de análisis, encontraremos que si bien ha habido cuerpos jóvenes desde que existe la vida humana en sociedad, así como hombres y mujeres que han sido considerados por las sociedades de su tiempo como jóvenes respecto a la etapa de la vida que experimentan, la subjetivación de la juventud involucra necesariamente procesos de significación como resultado de relaciones sociales de poder. La condición de juventud puede ser favorable en un conjunto social, constituir un locus de enunciación con injerencia sobre otros, o bien estar subordinada a otros en la red de significados sociales. Al respecto, Foucault añadiría: ni las condiciones materiales están fuera de los discursos, ni las cosas existen en tanto no haya procesos de significación en torno a las mismas (Foucault 2005). A continuación veremos que las distintas prácticas, discursos e instituciones creadas en torno al sujeto joven en el mundo occidental del siglo XIX –época que genera las condiciones para que esta subjeti-

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vidad surja –, dan cuenta de que el “joven” es una faz del sujeto moderno. La emergencia de un sujeto joven como sujeto del cambio coexistió con la emergencia de otro que fue comprendido como sujeto del control; evidentemente, estos procesos de subjetivación conviven hoy día, sin que las valoraciones sobre uno sean posibles sin el otro.

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Joven como sujeto del control

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n el transcurso del siglo XIX, la juventud fue un espinoso terreno de discusión en el ámbito de la política y los valores sociales y morales. A pesar de que la Revolución Francesa fue uno de los sucesos que marcó el devenir de los procesos políticos de Europa y América en el siglo XIX, el estatuto de la juventud no se transformó radicalmente frente al ordenamiento social que existía en el “antiguo régimen”. El discurso más influyente que circulaba por aquel entonces sobre la juventud en Francia y otros países provenía del libro Emilio o de la educación de Jean-Jacques Rousseau, publicado en 1762, en el que ésta era tratada como una “edad de la vida” en el que el hombre pasaba del estadio de la barbarie a la civilización. Así entonces, la adolescencia sería definida por Rousseau como un “segundo nacimiento”: un paso desde un estado de naturaleza a un estado de cultura (Criado 2010). Sin entrar aquí de lleno en el entramado de actores y posiciones po-

líticas imbricados en el transcurso de la Revolución Francesa –pues como en otras, existieron contradicciones y profundos desacuerdos –, es notable que el sujeto joven revelaba un problema de fondo para el orden social y político que deseaba instaurar el proceso revolucionario: el sufragio “universal” suponía un dilema respecto a la edad apropiada para convertirse en ciudadano, para tener capacidad de elección y para ser elegido (Luzatto 1996,

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251-253). En este orden de ideas, el estado civil persistió en Francia y otros países como criterio dominante para determinar la “madurez” política.10 Como es bien sabido, la Revolución Francesa abrió una fractura al ordenamiento social basado en el estamento y puso de relieve otras coordenadas para reorganizar las jerarquías sociales e instituir un nuevo contrato social. La despersonalización del poder concentrado en la figura del Rey y la emergencia del concepto moderno de nación y soberanía como cuerpo social –invención que, valga la aclaración, es de origen burgués –, llevó a la instauración paulatina de un poder disciplinario que se administra a través de instituciones, prácticas y discursos. Este poder, a la vez que controla e identifica la acción de cada uno de los individuos que conforman la nación, asegura la cohesión de la misma como cuerpo social (Foucault 2008, 37-47). Dentro de esta lógica, los jóvenes debían ocupar un estado de “cuarentena” para llegar a la adultez política y así ser reconocidos como ciudadanos al cien por cien. La formación o consolidación de las naciones modernas europeas en el transcurso del siglo XIX demandaba un joven como sujeto del control que a través de distintas prácticas e instituciones garantizara el camino hacia la civilización. Es así como los sistemas de educación universal, gratuita y obligatoria11, las leyes 10

El estado de moratoria que tendrá que aguardar el joven para llegar a ser un ciudadano “al cien por cien” es homólogo al estadio de tránsito entre lo bárbaro y la civilización que sustentaba Rousseau. Valga además aclarar que Emilio constituyó las bases del sistema educativo francés después de la Revolución.

11

La mayoría de los países de Europa occidental crearon los sistemas educativos estatales para niños en la segunda mitad del siglo XIX. La implementación de la educación secundaria obligatoria y gratuita será un largo proceso que culminará sólo hasta después de la Segunda Guerra Mundial. Pero ya desde el siglo XIX el sistema educativo se había configurado en torno a criterios de edad para impartir la enseñanza, lo que no era un criterio estructural en modelos educativos anteriores.

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de regulación de edad para acceder al mundo laboral12, y los tribunales especiales para niños y jóvenes, entre otras instituciones, procuraron prácticas de control disciplinario que además de intensificar aún más los discursos sobre la juventud como etapa biográfica que adolecía de plena adultez, fueron imponiendo al conjunto de la sociedad una experiencia vital de juventud que inicialmente le pertenecía a la clase burguesa (Souto Koustrin 2007, 184). Esto es, un joven que no debe trabajar sino aguardar para ingresar al sistema laboral, y que entre tanto debe educarse, cultivar el “espíritu”, las “buenas maneras” y recordando nuevamente a Rousseau, que debe aprender a controlar las pasiones y la irracionalidad “propia” de dicha etapa biográfica, para alcanzar un estadio de adultez “civilizado”. En consonancia con este régimen, hacia fines del siglo XIX los jóvenes de familias obreras eran vistos como una amenaza a los modelos de civilidad por parte de las clases medias y burguesas que vieron en los jóvenes de origen obrero un potencial de delincuencia, indisciplina y revuelta como también una precocidad “antinatural” que había que moldear; de allí que la juventud comenzara a interpretarse como un “problema social”, y que las confesiones religiosas, en especial la Iglesia Católica, fuera sumamente influyente en la creación de las primeras organizaciones juveniles lideradas por adultos y destinadas a la formación de “jóvenes de bien”. (Wallace y Kovatcheva 1998; Baubérot 2007, 21 — 42). La publicación en 1904 del libro titulado Adolescence: Its Psychology, and its Relations to Physiology, Anthropology, Sociology, Sex, Crime, Religion and Education del psicólogo estadounidense Stanley Hall, nos 12

De la mano de la Segunda Revolución Industrial, se crearon leyes que prohibieron el pago de mano de obra infantil. Se estableció como la edad mínima permitida para trabajar los 10, 12 o 14 años, según el país. Estas leyes no prohibieron a los jóvenes trabajar en las industrias, pero se convirtieron así en la mano de obra más barata.

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confirma también que para el umbral del siglo XX seguía circulando un régimen de representación del joven como “sujeto a medias” y de la juventud como etapa biográfica dominada por “las fuerzas del instinto” y un estadio intermedio entre el “salvajismo” y la “civilización” (Feixa 1998, 17).13 Para el caso de América Latina, resultó sumamente efectivo como discurso de control disciplinario sobre los jóvenes el Manual de urbanidad y buenas maneras para uso de la juventud de ambos sexos de Manuel Antonio Carreño, publicado por primera vez en Caracas en 1853.14 Durante la segunda mitad del siglo XIX, el Manual de Carreño fue un best seller en muchos países de Latinoamérica y un tratado pedagógico de primer orden para las burguesías de la región. Se trataba de un manual que prometía mediante ciertas prácticas moldear el cuerpo y la subjetividad de “buen ciudadano”: civilizada, disciplinada, católica y útil a la patria. Logró además, como ningún otro dispositivo pedagógico, llegar hasta el siglo XX e infundirse en otras clases sociales a través de la ampliación y masificación de los sistemas formales de educación en Latinoamérica (González Stephan 1995, 431-455). Evidentemente, las consignas de Hall o de Carreño forman parte de una genealogía de la juventud enraizada, como ya vimos, en las ideas de Rousseau, y en términos generales, en un régimen discursivo y de experiencia de la modernidad cuya posición dominante la detenta un sujeto varón, adulto, burgués y “blanco” (Lesko 2001, 10 y ss.). Hall también se remitió a las ideas del pensamiento y el movimiento lite13

El libro de Hall hoy es considerado el texto fundacional de la psicología de adolescentes.

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El título original era: Manual de urbanidad y buenas maneras para uso de la juventud de ambos sexos en el cual se encuentran las principales reglas de civilidad y etiqueta que deben observarse en las diversas situaciones sociales, precedido de un breve tratado sobre los deberes morales. Es ampliamente conocido como Manual de Carreño.

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rario Sturm und Drang -tempestad e impulso- de fines del siglo XVIII, del cual hablaré más adelante, para sustentar que el sentimiento de los adolescentes oscilaba entre el bien y el mal, la alegría y la tristeza, la razón y la pasión. Pero si la modernidad hizo del joven un sujeto del control, ¿cómo se gestó un sujeto joven moderno cuya voz depositara los ideales de progreso, prosperidad y futuro promisorio de la modernidad? ¿Qué procesos posibilitaron que la noción de juventud representara también un régimen de modernidad, pero no en función de su acepción como experiencia vital de “cuarentena” o como sinónimo de “sujeto a medias”, sino por el contrario, como símbolo de las aspiraciones colectivas y los sueños que este régimen produce?

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Retrato de Heinrich Heine, revista Jugend, 1906, no. 7. Colecci贸n digital de la Biblioteca de la Universidad de Heidelberg.

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Joven como sujeto del cambio

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as obras de Friedrich Schiller y Johann Wolfgang von Goethe perfilaron a fines del siglo XVIII, junto con Emilio de Rosseau, a un sujeto joven cuya experiencia vital estaba determinada por una conflictiva y tensa relación entre las pasiones y la razón, entre las fuerzas naturales y el dominio de la cultura. A pesar de la empatía entre las ideas de estos tres pensadores, Emilio fue censurado en varios países de Europa por emprender una crítica a los modelos de educación dominantes y proponer un nuevo tratado de formación para niños y jóvenes; por el contrario, las novelas y poemas de Goethe y Schiller tuvieron una amplia recepción desde sus primeras ediciones, y pusieron en circulación a través del registro escrito en serie las “primeras manifestaciones dramáticas modernas de la ‘rebelión juvenil’ y el dilema del conflicto entre generaciones” (Whaley 1995, 48) a través de obras como Las desventuras del joven Werther (1774) y Don Carlos (1787-88). Las obras de Schiller y Goethe representaron a un sujeto colec-

tivo “joven”, varón y burgués, que emergía como un nuevo actor en la vida social urbana. A medida que el proceso de individuación se agenciaba en las agendas políticas y económicas, la familia nuclear se imponía sobre la extendida, acentuando así la ruptura por parte de los hijos con la autoridad paternal.

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Si bien el argumento de Don Carlos no era del todo novedoso –la disputa entre un rey que es padre, viejo y represor, y un joven heredero con voluntad emancipatoria–Schiller logró actualizar el mito de Edipo a la sensibilidad romántica y burguesa de la época. De otra parte, Las desventuras del joven Werther de Goethe fue una historia que produjo un importante impacto entre los lectores jóvenes de su tiempo, quienes incluso alcanzaron a adoptar lo que podría llamarse un ethos “wertheriano”, pues imitaron desde la forma de vestir del personaje hasta su opción por el suicidio. La decisión de acabar con la vida propia por un amor “juvenil” no correspondido, fracaso que materializaba la firme convicción de que el paroxismo llenaba el vacío existencial dejado por el racionalismo y el proceso de modernización de la sociedad. Pero en Alemania, tanto las obras de Schiller y Goethe tomaron una dimensión política y cultural que trascendió el conflicto con el orden patriarcal familiar y con el racionalismo que imponía el mundo adulto. Sus ideas formaron parte del discurso por la unidad de Alemania como una nación con lengua, cultura e historia común, proyecto que sólo fue posible hasta 1871, después de casi un siglo de las primeras obras publicadas por estos autores.15 El sujeto “joven” arquetípico del Sturm und Drang y del romanticismo confluyó con el deseo de un proyecto de nación moderna, de tal forma que 15

Entre 1815 y 1866, la Alemania actual formaba parte de la Confederación Alemana, una unión de estados soberanos –ducados y reinados principalmente – bajo la tutela de la Casa de Austria. Sucedió a la Confederación del Rin, creada en 1806 por Napoleón I, acabando así definitivamente el Sacro Imperio Romano Germánico.

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con el transcurso de los años, la afectividad juvenil romántica quedó incorporada a las demandas nacionalistas.16 Es así como entre las décadas del treinta y cincuenta del siglo XIX, la subjetivación de la juventud emergió en el ámbito de la literatura vinculada con una clara postura política a través del trabajo del grupo de escritores llamado “Joven Alemania”, activo entre 1830 y 1835 – año en que la difusión de sus trabajos fue prohibida mediante decreto– que junto a otros grupos homónimos de otros países de Europa, fueron vistos con suma desconfianza por parte de los regímenes políticos en el poder que se resistían al republicanismo (Whaley 1995, 53). Al igual que en el caso de “Joven Irlanda”, “Joven Turquía” o “Joven Europa”, “Joven Alemania” estuvo emparentada con las ideas del italiano Giuseppe Manzinni, fundador en 1831 del movimiento “Joven Italia”. Antiguo miembro de la comunidad secreta de los Carboneros, Manzinni era un liberal radical que no sólo buscaba la unidad de Italia como República – por aquellos años aún dividida en distintos reinos y subordinada a la influencia política del Imperio Austrohúngaro –, sino también la hermandad entre distintas comunidades de Europa para lograr mediante los recursos de la insurrección la caída total y definitiva de las monarquías (Robinson y Beard 2009, 115-121). Varios de los escritos de estos grupos fueron censurados y muchos de sus miembros perseguidos, expulsados o condenados por sedición. Ninguno de estos movimientos tuvo un éxito político inmediato, pero sentaron im16

La afectividad, parafraseando a Deleuze, es la duración de experiencia por un fenómeno vivido, que se da a través del campo social y de los cuerpos. Las sensaciones participan en la producción de afectividad, pero esta última no se da sólo en el estadio perceptual, tampoco es sólo un “sentimiento”. La afectividad puede producir procesos de significación en las grandes máquinas sociales y lingüísticas (Deleuze 2006, 60 y ss).

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portantes antecedentes para la consolidación posterior de sus agendas. Muchos de ellos participaron en las revoluciones populares que en 1848 se extendieron por casi toda Europa. Aunque admiradores de las obras de Goethe y Schiller, los escritores asociados a la “Joven Alemania” vieron en ellas cierto “subjetivismo” apolítico que había que superar, y orientaron su trabajo literario hacia una agenda política guiada por un ideario liberal y republicano de impronta francesa; asimismo, tuvieron influencias de las ideas del socialismo utópico del filósofo francés Henri de Saint-Simon. La política de contención de revueltas en Alemania pronosticaba que sus trabajos literarios podían estimular la articulación efectiva entre “jóvenes” burgueses de ideas liberales y “jóvenes” obreros, simpatizantes también del republicanismo, y quienes ya aparecían en la década del treinta con cierta capacidad de desestabilización social. Se temía que la experiencia de juventud fuera una condición capaz de trascender las divisiones de clase para aumentar la protesta social (Hobsbawn 2005). No obstante, tal articulación no se concretó ni en Alemania ni en el resto de Europa, tampoco en el transcurso del siglo XIX: tras la llamada “Primavera de los Pueblos”, los jóvenes no constituyeron un grupo social que en virtud de su condición vital llegara a nuclear objetivos comunes entre obreros y pequeño burgueses. Tampoco lograron diferenciarse como un sujeto colectivo. Resulta pertinente hablar de la “Joven Alemania” y de la emergencia de grupos políticos y de “naciones jóvenes” en el contexto de este trabajo por varios motivos: por una parte, tales grupos ajustaron las significaciones de la juventud de la época a una representación positiva de la misma como afectividad colectiva indiscernible de un proyecto de nación moderna. A pesar de las diferencias de fondo entre el nacio-

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nalismo de Manzinni y el de la “Joven Alemania”, los dos comparten la incorporación en sus discursos de la noción de juventud como alegoría del cambio de régimen político y social.17 En el caso de “Joven Alemania”, hubo un proceso de emplazamiento de la subjetividad juvenil constituída en el espacio literario – la voz del sujeto “joven” del drama burgués – hacia el ámbito de la política. Ampliando lo anterior, las obras y posturas de los “jóvenes alemanes” anunciaron tempranamente una metonimia entre juventud y revolución, como conceptos claves de un proyecto liberal de nación. Los significados de lo juvenil como lo conflictivo, lo turbulento e inconforme surgidos del ámbito de la literatura empataron con las agendas de los simpatizantes del liberalismo radical. Y en este sentido, lo “joven” dejó de tener una significación de estadio de “entremedias” entre lo salvaje y la civilización; operó como representación de una afectividad y una posición política que interpretó a la monarquía como régimen obsoleto, caduco y por tanto “viejo”.18 “A ti, Joven Alemania, y no a la vieja, dedico estas disertaciones”, fue la frase con que iniciaban las Campañas estéticas (1834) del escritor y crítico Ludolf Wienbarg, cuyas reflexiones sobre la imperante necesidad de relacionar la literatura y la política definieron el perfil del trabajo de los otros escritores del grupo. Dicho de otra manera, la representación de un sujeto joven del cambio fue 17

El nacionalismo de Manzinni era voluntarista, ideario que considera que una nación surge de la voluntad de los individuos que la componen y el compromiso que estos adquieren de convivir y ser regidos por unas instituciones comunes. El de la “Joven Alemania” era orgánico: la nación presenta unos rasgos externos hereditarios, expresados en una lengua, una cultura, un territorio y unas tradiciones comunes, madurados mediante un largo proceso histórico.

18

Esta dicotomía es homóloga a la que los revolucionarios liberales franceses hicieron entre ancien régime (Antiguo régimen) para hacer referencia a la monarquía absolutista respecto a nouveau régime, para nombrar el ordenamiento político que proponían en 1789.

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posible en el siglo XIX de la mano de la literatura romántica, de las doctrinas políticas liberales y de los nacionalismos. No podemos terminar este apartado sin antes recordar que a fines del siglo XIX, cuando el pensamiento marxista ya había anidado estructuralmente en distintas organizaciones de trabajadores proletarios, el sujeto joven inició su encuentro con un importante nicho de significación como actor clave en el camino hacia la utopía social. El surgimiento de “ramas” juveniles en organizaciones de obreros en Europa sustentó la creación de revistas y otros espacios en el que el joven aparecía representado como heraldo del futuro. En este sentido, hacia fines del siglo, una representación positiva del joven ya no solo pertenecía al ideario liberal burgués, sino también a la clase trabajadora y sus organizaciones. Aunque las Organizaciones Juveniles Socialistas fueron creadas a principios del siglo XX, desde la década del ochenta del siglo XIX las organizaciones obreras comenzaron a dar mayor voz y participación a los jóvenes, particularmente por el surgimiento de organizaciones juveniles de órdenes religiosas que querían cautivarlos (Souto Kustrin 2007, 192). La estructuración del Komsomol a partir de 1918 –la organización juvenil del Partido Comunista de la Unión Soviética– ratifica este proceso. Sin embargo, aunque la Revolución de Octubre de 1917 dignificó a la juventud, no le otorgó al joven la batuta de la transformación social; el proletariado era el genuino sujeto colectivo que fungía como motor de la historia y al cual debían sujetarse los restantes actores sociales.

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Vanguardia artística y joven como sujeto del cambio

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l crítico literario Matei Calinescu ofrece distintos argumentos que resultan en sumo provechosos para comprender aspectos que dieron pertinencia al sujeto joven en el ámbito de la vanguardia artística de principios del siglo XX. Como es bien sabido, a pesar de que la vanguardia fue un concepto originado en el lenguaje militar de inicios del siglo XIX, este adquirió una profunda significación en la filosofía política del socialismo utópico de Saint-Simon y en el ideario anarquista de Sebastián Faure. Los valores que estos últimos convocaban no desaparecieron en el espacio discursivo de las vanguardias artísticas, en particular el “estado de protesta” que detentaron hacia el establecimiento cultural, los valores retrógrados y retardatarios que impedían el pensamiento progresista (2003, 98-105). Siguiendo estas ideas, Calinescu señala que las vanguardias ar-

tísticas fueron “de vanguardia” no solo por su compromiso con el cambio radical de la vida, sino también porque se hicieron conscientes –o más bien, diría yo, tenían la ilusión de consciencia – de estar por de-

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lante de su tiempo.19 Esta última reflexión nos lleva a otro interesante aporte que resalta Calinescu: “la vanguardia dramatiza ciertos elementos constitutivos de la idea de modernidad convirtiéndolos en piedras angulares de un ethos revolucionario” (2003, 104). Para Mario de Micheli, existe un antecedente político concreto de suma importancia que le da un carácter revolucionario a las vanguardias artísticas: los hechos de la Comuna de París en 1871, que el autor considera como “una de las últimas ocasiones en que un amplio sector de artistas y escritores [como sucedió con Courbet y Baudelaire] participó en una acción política de excepcional alcance” (1981, 14). Tras la ruptura de la “unidad” revolucionaria –entre sectores de burguesía y bases sociales, entre la vanguardia política y la artística – después de 1871, se agudizó la discordia entre los intelectuales y su clase. Retomando a estos dos autores se podría inferir lo siguiente: que si bien la vanguardia artística de principios del siglo XX no era el correlato de la vanguardia política en estricto sentido, cierta imposibilidad por parte de los artistas de “fracturar” el establecimiento político llevó a una paulatina radicalización de su postura crítica frente al establecimiento cultural, pero sin abandonar una retórica y una voz deudora de una tradición política revolucionaria. Volviendo a Calinescu, acierta él al decir que los artistas de vanguardia incorporaron un ethos revolucionario: para ellos no bastaba hacer obras trasgresoras, también hacían explícito su proceso de reflexión y autoidentificación como avanzada cultural mediante manifiestos. Es decir, que los manifiestos no solo deben ser vistos 19

Recordando a Michel Foucault, tener conocimiento de “sí mismo”, y más aún, capacidad visionaria de entender el futuro para saberse “delante de su tiempo” es una invención propia del sujeto moderno (Foucault 2002, 13-73).

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como el trasfondo teórico de las obras visuales, sino como actos performativos que, mediante la palabra escrita, producen procesos de subjetivación. En consonancia con la producción de una voz de sujeto de vanguardia, varios grupos de las vanguardias artísticas hablaron a través de sus manifiestos como “jóvenes”, creando así una relación explícita entre arte de vanguardia y sujeto joven. Es el caso de los artistas de Die Brücke o de los futuristas, como lo muestran los siguientes fragmentos que pertenecen a la Crónica de la Unión Artística “Die Brucke” y al Manifiesto Futurista respectivamente (De Micheli 1981, 287 y 374): Animados por la fe en el progreso y en una nueva generación de creadores y de amantes del arte, hacemos un llamamiento a la juventud y, como jóvenes que llevan en sí el futuro, queremos conquistarnos libertad de acción y de vida frente a las viejas fuerzas tan difíciles de desarraigar. *** ¡Nosotros, los jóvenes fuertes y futuristas! […] ¡Empuñad los picos, las hachas, los martillos, y destruid, destruid sin piedad las ciudades veneradas! Los más viejos de nosotros tienen treinta años: así pues, nos queda, por lo menos, una década para cumplir nuestra obra. Cuando tengamos cuarenta años, que otros hombres más jóvenes y valiosos nos arrojen a la papelera como manuscritos inútiles. ¡Nosotros lo deseamos!

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En estos fragmentos, así como en otros que forman parte de declaraciones o manifiestos, reconocemos un proceso de subjetivación de la condición de juventud en sus protagonistas; quienes hablan no solo producen un discurso sui-referencial como vanguardia, sino que también otorgan una significación a la juventud como sujeto del cambio. Esto último difiere de ciertas alusiones a la juventud en algunos textos del modernismo, del art nouveau o del jugendstil de fines del siglo XIX y principios del XX, que aunque pusieron a circular representaciones elogiosas de la juventud a través de revistas culturales de España, Francia y Alemania, sus protagonistas no asumen necesariamente un ethos revolucionario que confluya con una subjetivación de la juventud. Como por ejemplo, la revista Arte Joven, que reunió a escritores y artistas de edades y tendencias distintas de la escena madrileña en 1902 como los hermanos Pío y Ricardo Baroja, Azorín, Camilo Bargiela y Pablo Picasso. El nombre de la revista posiblemente hacía eco del auge que la noción de juventud tuvo en otras publicaciones similares como Juvent de Barcelona o la famosa Jugend de Alemania (Herrera 1997, 163168). En estas últimas, hay imágenes alusivas a la juventud y también textos que abordan la noción como metáfora de lo bello y lo vigoroso. Walter Benjamin comentaba que el Jugendstil había sido una de las formas estéticas en que la burguesía pretendía mitigar el dominio de la técnica impuesto por la modernidad sobre todos los aspectos de la vida: “la burguesía siente que no vivirá mucho tiempo; tanto más se quiere por ello joven. Se engaña a sí imaginándose una vida más larga, o al menos una muerte en la belleza” (Benjamin y Tiedemann 2004, 573). En el caso de Arte Joven es notable que las ideas de la llamada “Generación del 98” sirvieran de telón de fondo teórico en la revista para que la noción de juventud tomara una importante significación, al considerarla en parte como sinónimo de un necesario “relevo genera-

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Portada revista Arte Joven.

Número preliminar. Madrid, 10 de marzo de 1901. Colección Biblioteca de Catalunya Archivo digital de revistas catalanas antiguas (ARCA).

Portada revista Jugend.

1897, no. 26. Colección digital de la Biblioteca de la Universidad de Heidelberg.

Arte y Juventud. Juventud: El el Salón Esso de Artistas Jóvenes en Colombia


cional”. Sin embargo, esto último aparece en la revista sin que necesariamente pretendan producir una subjetividad juvenil que se posicione como avanzada o como sujeto del cambio. Los colaboradores de Arte Joven vieron con desconfianza lo efímero de la actualidad, llevándolos así al encuentro con los valores y criterios clásicos desde los cuales buscaron nuevos recursos literarios. En un número preliminar de la revista, sus colaboradores afirman: “Lo que subsista, lo que tenga fuerza suficiente para resistir los embates de lo nuevo, lo que se mantenga firme e incólume, a pesar de la tormenta, no es viejo: es joven, joven siempre, joven aunque cuente mil años de existencia” (Herrera 1997, 113). Evidentemente, los colaboradores de Arte Joven rechazaron la actitud y el trabajo de artistas contemporáneos a ellos que a sus ojos solo representaban una cultura chovinista, provinciana y cerrada a la renovación, apegada a fórmulas y en extremo conservadoras. Pero la negación de todo lo viejo y lo antiguo, así como de toda autoridad y de toda enseñanza, premisas estas últimas que hacen presencia explícita o latente en la voz del artista de vanguardia, no aparecieron en la voz de los colaboradores de la revista Arte Joven. En el caso de América Latina, la noción de juventud también estuvo muy presente en la literatura modernista a fines del siglo XIX como metáfora de lo bello y vigoroso. Sin embargo, a principios del siglo XX, esta noción de juventud pasó por procesos de subjetivación y de incorporación a agendas políticas en distintas zonas del continente con la estructuración de un pensamiento latinoamericanista. En este proceso, el ensayo Ariel de José Enrique Rodó fue determinante; su confluencia con la fuerza del movimiento estudiantil de fines de la década del diez y con varias iniciativas de vanguardia artística de la década del veinte, esbozan un panorama artístico y político en el continente decididamente atravesado por la afectividad juvenil.

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América Latina: un continente “joven”

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l siglo XX arranca con una promesa de futuro en manos de la juventud para América Latina. José Enrique Rodó, intelectual de origen uruguayo, publica Ariel en 1900, ensayo que ya en sus primeras páginas está dedicado a la “juventud de América” (1976, s/p). Ariel es un ensayo del tipo “sermón laico”, un monólogo que utiliza recursos de la poesía modernista y en el que la voz que enuncia el texto –el maestro Próspero – aparece cargada de una retórica mesiánica que pretende hacer llegar al destinatario una suerte de “unción” a través de la palabra (Azúa 1976, ix-xiv). En el ensayo de Rodó, el maestro Próspero habla a un grupo de

jóvenes reunidos en una sala, pero también a una gran comunidad imaginada de jóvenes ilustrados de América Latina a quienes exhorta para conservar prácticas que considera pertenecientes a una tradición latina y que, según el autor, determinan y diferencian la personalidad de los pueblos de la región respecto a la de los Estados Unidos de América. Al decir de Próspero, los habitantes de Estados Unidos son “la encarnación del verbo utilitario” (1976, 33), herederos directos del puritanismo inglés que reprimió todo exceso de formas y de ornamentación; mientras que la tradición latina procura el desarrollo humanístico de la

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personalidad, las manifestaciones de alegría, y sobre todo, la búsqueda permanente de la belleza. Sin duda, Rodó también habla como sujeto católico que encuentra en los valores del protestantismo una amenaza: desde su iconoclastia hasta su cultura de trabajo, valores que podían fracturar una supuesta identidad latinoamericana: Spencer agregaba que era necesario predicar a los norteamericanos el Evangelio del descanso o el recreo; e identificando nosotros la más noble significación de estas palabras con la del ocio tal cual lo dignificaban los antiguos moralistas, clasificaremos dentro del Evangelio en que debe iniciarse a aquellos trabajadores sin reposo, toda preocupación todo ideal, todo desinteresado empleo de las horas, todo objeto de meditación levantado sobre la finalidad inmediata de la utilidad. (Rodó 1976, 39).

Evidentemente, Ariel fue escrito un tiempo después de que la Guerra hispano-estadounidense confirmara que Estados Unidos era una potencia emergente en el hemisferio occidental, y que se acrecentara el sentimiento de rechazo a su poder imperialista. Por el período de más de veinte años después de su primera edición, Ariel caló profundamente entre el pensamiento político de intelectuales de América Latina proporcionando argumentos sobre la identidad de la región en virtud de su “latinidad”, y en consecuencia, pulularon ensayos y textos literarios que remarcaban la supuesta ascendencia directa entre la región y la antigua Grecia. Así entonces, Ariel se convirtió en un texto fundacional para los idearios latinoamericanistas, donde la juventud se enarbolaba como garantía de porvenir. Un ejemplo contundente de este discurso que hila vasos comunicantes entre América y Europa “latina” a través de un pasado mítico es

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José Enrique Rodó, Ariel. 8ª edición. Montevideo, 1910. Colección Internet Archive.

aquel que nos presenta José Vasconcelos en La raza cósmica, misión de la raza iberoamericana (1925) donde explica que la Atlántida – aquella isla legendaria narrada por Platón – es la “cuna de una civilización que hace millares de años floreció en el continente desaparecido y en parte de lo que es hoy América” (Vasconcelos 2007 [1925], 3). De la mano de un nuevo continente, surge un “hombre nuevo”, cuya apología en La raza cósmica no dista mucho de aquella que hace Rodó a la juventud. Al hacerse una comparación entre los dos ensayos, encontramos que tanto en Ariel como en La Raza Cósmica se proyecta una utopía de sujeto americano que haría parte de una “historia total” de la civilización occidental. Sin romper con un pasado europeo, sino por el contrario volviendo hasta su origen, construyen una visión teleológica de la historia y ubican así a América Latina como el paso siguiente del discurrir de la civilización. En este sentido, es patente en estos autores el pensamiento

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de la Filosofía de la Historia de Hegel (1830) quien había explicado la supremacía del “espíritu germánico” delineando una trayectoria ascendente desde el mundo oriental hasta el mundo alemán, pasando por la Grecia Antigua. No solo miraron atentamente a Hegel, sino que intentaron crear la empresa filosófica de darle algún lugar epistemológico a América en aquella Historia Mundial en la que, para el filósofo alemán, América no existía. (Dussel 1994, 13-22). Aunque Vasconcelos, Rodó y otros pensadores posibilitaron la estructuración de un locus de enunciación “latinoamericano”, tal empresa no escapó de privilegiar un modelo de civilización y de cultura estructurado sobre la herencia de Occidente. El “hombre nuevo” de la Raza Cósmica es más una metáfora de la utopía del mestizaje en América, que una designación sobre los cientos de cuerpos mestizos reales que habitaban México después de la Revolución Mexicana, pues al final los argumentos de Vasconcelos, al igual que los de Rodó, legitiman a la raza blanca y la cultura europea latina como la base fundadora y originaria del proyecto cultural americano (Grijalva 2004, 342). A pesar de lo anterior, es innegable que Ariel fue uno de los primeros textos que, ante su amplia apropiación en el contexto latinoamericano, posibilitó que la noción de juventud se desplazara de su recurrente uso como metáfora de lo bello, de lo puro y de lo ingenuo en la literatura modernista, hacia la producción de un afecto y una subjetividad de índole juvenilista. Es decir, un sentir según el cual, “a los jóvenes les corresponde asumirse como avanzada histórica y como redentores sociales” (Biagini 2009, 620). No es un dato menor que en México, Ariel fue uno de los primeros ensayos en ser divulgado dentro del círculo de intelectuales del Ateneo de la Juventud Mexicana, organización decisiva en la crítica al pensamiento positivista característico del régimen de Porfirio Díaz, y de

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los idearios que nutrieron posteriormente la agenda posrevolucionaria mexicana. A este círculo pertenecieron Alfonso Reyes, José Vasconcelos y otros intelectuales influyentes en el devenir político de México en el transcurso de los años diez y veinte. Si bien no es claro que el nombre del Ateneo se deba explícitamente a Ariel, lo cierto es que el ensayo de Rodó confluyó con un escenario social y cultural en el que cierta confianza mesiánica en la juventud estaba circulando entre los intelectuales jóvenes y simpatizantes del modernismo y de las ideas progresistas, convirtiendo dicha noción en el conjuro a un mejor porvenir. Tampoco es un dato menor que Germán Arciniegas, cabeza visible del movimiento para la reforma universitaria en Colombia y miembro de “Los Nuevos” – grupo del que hablaré en el siguiente apartado –, promovió el nombramiento de Vasconcelos como “Maestro de la Juventud de América” (Zaïtzeff, 2000, 71-78; Rivas 2000, 7-35). Esta distinción, por supuesto, está en relación directa con Rodó y Ariel: no deja de recordar a Próspero, al que Rodó nombra en su ensayo como “maestro de la juventud” y seudónimo con el que el mismo Rodó se autodenominaba. Sin embargo, la producción de una subjetividad juvenil imbricada con rasgos de un ethos revolucionario adquirió una escala continental después de la huelga de estudiantes de la Universidad de Córdoba en 1918, la cual exigió una profunda reforma al sistema educativo universitario. Si bien ya existían organizaciones de estudiantes y antecedentes de protestas estudiantiles en varios países de la región, se trata del acontecimiento que marcó decididamente la fuerza del movimiento estudiantil en América Latina, y con este, la profundización del afecto juvenil.20 20 Entre las principales peticiones de los estudiantes se encontraban: autonomía universitaria; co-gobierno; democratización del acceso y gratuidad; periodicidad de cátedra para su renovación y actualización; concursos públicos para la provisión de cargos. (Marsiske 1999, 70-71).

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El manifiesto publicado el 21 de junio de 1918 con el título La Juventud Argentina de Córdoba a los Hombres Libres de Sudamérica y firmado por la comisión directiva de la Federación Universitaria de Córdoba era explícitamente americanista: “La juventud universitaria de Córdoba, por intermedio de su federación, saluda a los compañeros de la América toda y les incita a colaborar en la obra de libertad que inicia” (Marsiske 1999, 72). Dicho manifiesto comienza así: Hombres de una República libre, acaban de romper la última cadena que, en pleno siglo XX, nos ataba a la antigua dominación monárquica y monástica. Hemos resuelto llamar a todas las cosas por el nombre que tienen. Córdoba se redime. Desde hoy contamos para el país una vergüenza menos y una libertad más. Los dolores que quedan son las libertades que faltan. Creemos no equivocarnos, las resonancias del corazón nos lo advierten: estamos pisando sobre una revolución, estamos viviendo una hora americana. (Marsiske 1997, 72).

Y más adelante dice: Si en nombre del orden se nos quiere seguir burlando y embruteciendo, proclamamos bien alto el derecho sagrado a la insurrección. Entonces, la única puerta que nos queda abierta a la esperanza es el destino heroico de la juventud. El sacrificio es nuestro mejor estímulo; la redención espiritual de las juventudes americanas nuestra única recompensa, pues sabemos que nuestras verdades lo son –y dolorosas– de todo el continente […] La juventud vive siempre en trance de heroísmo. Es desinteresada, es pura. No ha tenido tiempo aún de contaminarse. (Marsiske 1997, 72).

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Es notable que el tipo de revolución a la que convocaban los estudiantes de Córdoba superaba los intereses netamente académicos, impugnando a la Iglesia, a la oligarquía local y continental, equiparándola incluso a un régimen monárquico. El manifiesto incorpora de manera ecléctica conceptos del liberalismo –la república libre–, del socialismo –la oligarquía como enemiga– y hasta del anarquismo – el derecho sagrado a la insurrección–, todos ellos enunciados por un sujeto colectivo joven que, con su rostro estudiantil, reterritorializa en el escenario político del continente la subjetividad “humanista” y “espiritual” del joven al que alude Rodó en Ariel. Junto con el proceso revolucionario mexicano, la Revolución Rusa, la multiplicación de las huelgas obreras por todo el continente, la organización de movimientos socialistas y anarquistas, los intelectuales de izquierda en Ámerica Latina comenzaron a posicionar al “joven” como un actor político decisivo, capaz de “pensar por sí mismo”, pero también como sujeto colectivo que tenía el deber de representar los intereses de otros sectores sociales. (Touraine 1978, 4-52). Entre aquellos intelectuales decididamente involucrados con los planteamientos marxistas y el movimiento reformista, y que consideraban al sujeto “joven latinoamericano” como prospecto de líder en la transformación de las estructuras sociales, se destacaban el argentino José Ingenieros, quien incluso decía que quienes no se acercaran a este espectro ideológico –el socialismo – representaban “una mera vejez sin canas”; el peruano Víctor Raúl Haya de la Torre, para quien los “hombres nuevos” de América Latina eran la “generación de jóvenes trabajadores manuales e intelectuales”. Asimismo, José Mariátegui en Perú y Julio Mella en Cuba. Por supuesto, la exacerbación del afecto y la subjetividad juvenil no sólo se debe a la injerencia del ensayo Ariel y el movimiento reformista. Este fenómeno también estuvo asociado al surgimiento

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de una clase media urbana más ilustrada en América Latina, y a que sus “hijos” se hacían más reflexivos respecto a la circunstancia histórica del continente. Apenas comenzaba el siglo y las celebraciones de los centenarios de independencia dejaban un balance frustrante para esta clase emergente. El fin de la Primera Guerra Mundial también mostraba una profunda crisis respecto al modelo de civilización europea moderna, de tal suerte que América comienza a ser vista por estos grupos de intelectuales como el destino irrefutable de un nuevo ciclo de civilización. De la mano de este proceso, entre la década de los años diez y de los veinte, proliferaron por toda América Latina revistas culturales que permitieron un intercambio de ideas entre pensadores del continente. En este sentido, las revistas quizás fueron los dispositivos culturales más interesantes de la época, puesto que allí confluyeron propuestas artísticas de avanzada desde las artes visuales y la literatura, y se divulgaban rápidamente textos de pensadores de distintas partes de América Latina y Europa. A continuación, analizaré dos iniciativas de vanguardia en América Latina que produjeron revistas culturales, pero nos concentraremos particularmente en la primera editorial de Los Nuevos, revista que circuló principalmente en Colombia, y algunos fragmentos de los manifiestos estridentistas21 en México. Mediante este ejercicio, encontraremos que ambas iniciativas dieron significaciones a la noción de juventud que desbordaron los límites de la edad y motivaron “lo juvenil” como un proceso de subjetivación y como un afecto capaz de transformar el entorno social, político y cultural. 21

Inicialmente, el estridentismo estuvo visiblemente liderado por el escritor Manuel Maples Arce. Con el tiempo, se unieron a la “causa estridentista” otros escritores y artistas. Las revistas Irradiador, Ver y Horizonte fueron sus principales órganos. Estuvo activo como grupo entre 1921 y 1927.

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Vanguardia artística en América Latina y afectividad juvenil: el caso de “Los Nuevos” y los Estridentistas

C

on el apelativo “Los Nuevos” se ha conocido a un grupo de escri-

tores y periodistas que frecuentaban tertulias y cafés de Bogotá y que, en 1925, se reunieron para realizar una revista que llevaría el mismo nombre. A pesar de su corta duración, Los Nuevos reunió a

un grupo de diversas personalidades que abogaron por una renovación política y cultural del país. La revista estuvo de una u otra forma vinculada a otras publicaciones que surgieron años antes o años después en Colombia, tales como Pánida, Voces, o Universidad, así como a otros grupos, tales como “Los Arquilókidas”.22 Señalo esto puesto que es oportuno comprender la revista Los Nuevos 22

Pánida circuló durante 1915 en Medellín. Voces circuló en Barranquilla entre 1917 y 1920, tuvo sesenta números. El grupo “Los Arquilókidas” tuvo una corta aparición en el diario La República en 1922.

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dentro de un conjunto de iniciativas culturales animadas por las redes sociales de los intelectuales de la época dentro del contexto colombiano, y no como una promesa casi fallida de un proyecto cultural de corta duración (Loaiza 2008, 207-218). Cierta falta de una retórica contundente y coherente a lo largo de su primera editorial, sumada al contenido dispar de las revistas –en términos estilísticos–, ha dado lugar a que distintos autores afirmen que “Los Nuevos” no eran, en definitiva, un grupo de vanguardia. No obstante, como lo ha explicado Jorge Schwartz, en la década de los años veinte existieron por toda Ámerica Latina prácticas editoriales y artísticas que, aunque con intensiones renovadoras del escenario artístico nacional o continental y cuestionamientos al establecimiento cultural, no incorporaron necesariamente en sus discursos una retórica trasgresora, o una agenda programática (Schwartz 2002, 33-54).

Portada y editorial revista Los Nuevos No. 1.

6 de junio de 1925. Colección Biblioteca Nacional de Colombia.

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La nota editorial de su primer número inicia con la siguiente frase: “No vamos a lanzar un manifiesto ni a formular un programa. Diremos, simplemente, la razón de nuestra revista” (Los Nuevos, 1925). Los miembros de la revista Los Nuevos tenían intereses disímiles en el ámbito político y literario, y en este sentido, estaban lejos de ser una organización homogénea: Germán Arciniegas, líder del movimiento reformista en Colombia, junto a Tejada, Vidales y de Greiff eran simpatizantes del socialismo en aquel entonces. Por otra parte, Lleras Camargo y Umaña Bernal eran militantes del Partido Liberal. Respecto a las tendencias literarias, Rafael Maya era fiel representante del modernismo, mientras que León de Greiff y Luís Vidales exploraban una poesía con lenguaje irreverente, cercano a algunas vanguardias europeas. Quizás por esta misma razón se negaron a llamar a su editorial como manifiesto, y evitar así algún efecto de unidad. Un manifiesto no es solo un escrito que presenta públicamente una declaración de doctrinas, sino también un texto que, a través de sus recursos literarios, proyecta a un conjunto de personas como un cuerpo organizado. Procederé, por ello, a analizar las aparentes contradicciones, que, a su vez, amplían las posibilidades implícitas de “lo joven” en esta propuesta. La editorial continúa con las siguientes afirmaciones que describen, a grandes rasgos, la empresa de esta revista: Los Nuevos constituyen una agrupación de carácter intelectual integrada por escritores que, atendiendo a razones más de pensamiento que de edad, se determinan naturalmente, dentro de la vida nacional, después de la generación que surgió en los días del Centenario. Han querido fundar una revista que sea una especie de vocero de esa agrupación ya que el viejo periodismo, por razones obvias, no puede ofrecerles todo el campo que exi-

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ge la realización de su programa. […] La revista, por sí misma, no tendrá orientación ni carácter alguno. […] Será, simplemente, un índice de las nuevas generaciones, o para usar una imagen apropiada, una especie de aparato de resonancia que recoja el eco del pensamiento nacional. […] Une a Los Nuevos una aspiración común, que es la expresión libre y honrada de su pensamiento, fuera de cierta especie de amable confraternidad fundada en el carácter y tendiente a suavizar las asperezas de la lucha en las relaciones prácticas y a crear un nuevo sentimiento de solidaridad humana. (Los Nuevos 1925, 1).23

Veamos con mayor atención el párrafo anterior: si bien al principio afirman que esta editorial no formula un programa, sí expresa la intención de que la revista sirva como índice, es decir, como señal o como registro del pensamiento de las nuevas generaciones. Hasta este punto, la editorial propone que la revista servirá para múltiples voces y sugiere una idea de cambio sin acudir a una retórica radicalmente revolucionaria. La editorial continúa así: LOS NUEVOS son jóvenes, lo que quiere decir que no persiguen logros de ninguna especie. Pretenden levantar una cátedra de desinterés espiritual y contribuir a desatar una gran corriente de carácter netamente ideológico en el país. Las ideas desaparecen día por día, para dejarle el campo a los intereses personales. Una concepción mecánica de la vida está sustituyéndose a la concepción racional. Los apetitos bastardos han desterrado el espíritu. Todo pide una restauración de los principios. Hay que proclamar de nuevo la tabla de los valores intelectuales y morales. 23

Las itálicas son de la autora.

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A ello van LOS NUEVOS, animados de la mejor buena voluntad. Hay valor y hay entusiasmo. No dudamos de que el país acogerá esa labor que sólo obedece a un noble, a un imperioso, a un violento deseo de renovación. (Los Nuevos 1925, 2).24

En esta última parte de la editorial aparecen varios guiños a Ariel: jóvenes que desean levantar una “cátedra de desinterés espiritual”; que denuncian que los “apetitos bastardos han desterrado al espíritu”; y proclaman una nueva “tabla de los valores intelectuales y morales”. La cercanía con el ensayo de Rodó, hace que la editorial adquiera un tono que oscila entre el estilo modernista y la vanguardia estética, y así mismo, entre lo moralizante y lo beligerante. Así pues, si bien promueve una renovación política y cultural, lo hace sin autoafirmarse como un programa trasgresor del conjunto de normas y códigos sociales en el que se inscribe. Ahora bien, llama particularmente la atención la primera frase, en la que se define a “Los Nuevos” como “jóvenes en tanto que no persiguen logros de ningún tipo”. En contraposición al tono de esta frase, el texto cierra con una afirmación que, de manera progresiva –como subiendo el volumen de una radio–, se torna revolucionaria: “[…] a un noble, a un imperioso, a un violento deseo de renovación”. Es claro que “lo joven” de Los Nuevos no es solo una cuestión de edad, como bien lo señalan al inicio de la editorial. Y si bien el texto carece de un tono radicalmente irreverente, está planteado en torno a la idea de cambio generacional y de una afectividad “joven” entendida como transformación de viejas estructuras, a través de la apertura de nuevos medios de comunicación y debate. A ello van con la creación de esta revista. 24

Las itálicas son de la autora.

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En cambio, los estridentistas produjeron un discurso sui-referencial abiertamente beligerante y contestatario, ligado en su totalidad a una subjetividad joven imbricada con un ethos revolucionario. El capítulo XIV de Actual # 1,25 primer manifiesto del estridentismo, que apareció en 1922, dice lo siguiente: Exito a todos los poetas, pintores y escultores jóvenes de México, a los que aún no han sido maleados por el oro prebendario de los sinecurismos gobiernistas, a los que aún no se han corrompido con los mezquinos elogios de la crítica oficial y con los aplausos de un público soez y concupiscente, a todos los que no han ido a lamer platos en los festines culinarios de Enrique González Martínez, para hacer arte (!) […] a los que no se han descompuesto en las eflorescencias lamentables y metíficas de nuestro medio nacionalista con hedores de pulquería y rescoldos de fritanga, a todos esos, los excito en nombre de la vanguardia actualista de México […]. (1985 [1922], 46).

Manuel Maples Arce, autor de este texto, convoca explícitamente a los artistas jóvenes de México para que se unan a su causa que, a grandes rasgos, rechaza las posturas artísticas que forman parte de las costumbres de la élite política y económica –la figura de González Martínez indica que se trata de la poesía modernista y del círculo de intelectuales cercanos al Ateneo de la Juventud –, y asimismo, una crítica al nacionalismo, que a los ojos de Maples Arce impide el arte de avanzada. Evidentemente, el uso de palabras incorrectas en este manifiesto, 25

Actual No.1 apareció en la mañana del 1 de enero de 1922 en la Ciudad de México, en formato cartel, pegado junto a afiches que anunciaban corridas de toros y espectáculos públicos.

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bien en virtud de las reglas gramaticales, o bien en tanto que sus significaciones atentan contra las “buenas costumbres”, es característico de los cuatro manifiestos del grupo. Así entonces, el Manifiesto Estridentista, que circuló a manera de volante en Puebla el 1º de enero de 1923, continúa con una tónica similar al anterior, pero ahora enunciado por varios miembros y no en primera persona como sucedía en Actual #1.26 En este texto se amplían las ideas respecto a la juventud: Irreverentes, afirmales, convencidos, excitamos a la juventud intelectual del Estado de Puebla, a los no contaminados de reaccionarismo letárgico, a los no identificados con el sentir medio colectivo del público unisistematizal y antropomorfo para que vengan a engrosar las filas triunfales del estridentismo y AFIRMEMOS: […] Segundo: La posibilidad de un arte nuevo, juvenil entusiasta y palpitante, estructuralizado novidimensionalmente, superponiendo nuestra recia inquietud espiritual, al esfuerzo regresivo de los manicomios coordinados, con reglamentos policíacos, importaciones parisienses de reclamo y piano de manubrio en el crepúsculo. (Manuel Maples Arce et al., 1985 [1923], 49). 26

Para el segundo manifiesto, un grupo visible de escritores ya se había unido al llamado de Manuel Maples Arce: Germán List Arzubide, Luis Quintanilla (Kyn Taniya), Salvador Gallardo, Arqueles Vela, Luis Mena y Miguel Aguillón Guzmán. En cuanto a los artistas visuales, Ramón Alva de la Canal, Leopoldo Méndez y Fermín Revueltas tuvieron una presencia constante en el grupo entre 1923 y 1927. Otros artistas que colaboraron también en los magazines que el grupo realizó o que expusieron en el Café de Nadie en 1924 fueron: Jean Charlot, Xavier Guerro, Guillermo Ruiz, Julio Prieto y Diego Rivera, entre otros.

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Manuel Maples Arce, Actual No. 1. Hoja de Vanguardia. Cartel. México D.F., diciembre de 1921. Cortesía: Mireya Maples Vermeersch.

En este caso, además de ampliar el llamado a los “jóvenes intelectuales”, se expresa también un deseo de que exista un “arte nuevo” y que este sea “juvenil”. Viene al caso recordar que el concepto “arte nuevo” fue uno de los más usados por artistas e intelectuales activos en los años veinte por toda América Latina y que hoy nos parece equiparable al de vanguardia, pero en su momento de circulación tiene significaciones mas hondas: no solo intenta nombrar al arte de avanzada, o la novedad artística; o bien a la ruptura artística revolucionaria frente a

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la academia o al arte de la burguesía. Es, especialmente, la forma de designar un arte que, además de alguna de las características anteriores, sirve a la refundación política y cultural del continente. Ahora bien, esto no significa que el “arte nuevo” representaba las propuestas artísticas decididamente comprometidas con las luchas sociales, como era el caso del muralismo mexicano, y como será también el estridentismo a partir de 1924. También fue un concepto usado por grupos y revistas que tenían intensiones renovadoras en la escena artística y cultural, pero ajenas a alguna agenda política concreta, como fue el caso de “Los Nuevos”. En este sentido, es que resulta particular que en el segundo manifiesto estridentista se enfatice su interés por un “arte nuevo”, y que este sea juvenil. Si el primer manifiesto lanza una crítica a González Martínez, quien perteneció a un grupo de intelectuales y artistas que también estuvo marcado por una afectividad juvenil, ¿de qué juventud hablan los estridentistas? ¿Cuál es la diferencia con aquella generación animada por el Ariel de Rodó? Veamos lo que dice a propósito de la juventud Manuel Maples Arce en una declaración que aparece en el estudio del investigador Luis Mario Schneider: Nunca imaginé que el estridentismo llegara a ser motivo central de una preocupación. La gente se ha empeñado en arrancar una significación de mi gesto ironizante. Soy el primero en lamentarlo, pero no puedo oponerme a ello. El estridentismo no es una tendencia como creen algunos, ni mucho menos una escuela, como piensan otros [...] El estridentismo es una subversión en contra de los principios reaccionarios que estandarizan el pensamiento de la juventud intelectual de América. Esto nada significa, no

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tiene importancia alguna: La juventud es sólo un pretexto para hacer locuras, y la América una broma de Cristóbal Colón, una noticia de la Associated Press, un chantaje literario del expositor vanguardista y teorizante intrépido José Vasconcelos. Hemos salido a despilfarrar por las calles paroxistas la juventud y talento que nos sobre (1985, 17).27 En efecto, más que una tendencia con agenda estilística definitiva, el estridentismo congregaba distintas posturas sobre el “arte nuevo”; muchos de sus miembros participaron de los proyectos artísticos promovidos por el Estado en el período posrevolucionario, como Germán Cueto, Fermín Revueltas o Jean Charlot. De manera similar a lo que sucede con la editorial de la revista Los Nuevos, los manifiestos estridentistas pretenden producir más un afecto que exponer un programa. Sin embargo, en el caso de los estridentistas, resulta más intenso el énfasis al carácter “juvenil” de su propuesta, que por supuesto, tampoco se define en virtud de la edad biográfica. En este sentido, resulta sumamente llamativa la frase en la que el poeta hace referencia a la estandarización del pensamiento de la juventud intelectual de América así como las oraciones en que se ironiza el significado de “América”. Pero, ¿a qué estandarización hace referencia Maples Arce? Pareciera que el autor hace una parodia al “Maestro de la Juventud”, es decir, a José Vasconcelos, quien a mediados de la década del veinte viajó a casi todos los países de América Latina inaugurando congresos de estudiantes. Es un momento en el que se hace evidente que el “joven” entendido como sujeto del cambio ya estaba codificado 27

Las itálicas son de la autora.

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al interior del proyecto del Estado posrevolucionario. Frente a ello, Maples Arce parece que intenta redefinir un afecto juvenil que, dicho en sus palabras es un “pretexto para hacer locuras”. Sin embargo, la última declaración de Maples Arce citada, así como los manifiestos, no son textos que promuevan una representación de la juventud contraria a aquella heredada del proceso posrevolucionario, pero sí proponen otro afecto joven que en este último parecía no tener lugar: en el discurso estético de lo que lo que conocemos como “Revolución mexicana”, no encajaba una subjetividad joven que deseaba lo cosmopolita. Mientras la Raza Cósmica de José Vasconcelos proyecta una América Latina transformada en manos de la “nueva” raza, Manuel Maples Arce veía en el estridentismo una propuesta de utopía con Estridentópolis, cuyo escenario no era otro que la cartografía de la ciudad moderna flanqueada por postes telefónicos, humo de fábricas y motores. Llegados a este punto, podemos afirmar que las estrategias retóricas desplegadas por Maples Arce apuntan a la mayor aportación del movimiento Estridentista, desde las prioridades de este análisis: plantear la juventud como puro flujo e intensidad; una juventud que se derrama sobre las calles afectadas, convulsionadas. Para el estridentismo, en términos deleuzianos, la juventud es una afectividad que desborda todas las formas artísticas y los cuerpos jóvenes mismos. Los euforistas de Puerto Rico, la revista Válvula de Venezuela, como también las revistas Inicial y Proa de Argentina, o las publicaciones A Revista y Estética de Brasil merecerían mayor atención desde esta perspectiva de análisis. Estas últimas, forman parte de una cartografía en la que son evidentes los procesos de subjetivación en torno a la noción de juventud desde el ámbito del arte, así como del fuerte vínculo entre vanguardia, afectividad juvenil y latinoamericanismo.

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EL LUGAR DEL “ARTISTA JOVEN” EN LAS RELACIONES INTERAMERICANAS DE LA SEGUNDA POSGUERRA


Fragmento del artículo “‘El arte moderno’, mejor defensa que tienen los países democráticos”. El Siglo, Bogotá, 2 de agosto de 1964. Colección Biblioteca Luis Ángel Arango.

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E

n 1956, a sus cuarenta y cuatro años de edad y un año antes de su muerte, Jackson Pollock fue invitado a inaugurar con una muestra de su trabajo reciente, el ciclo de exposiciones Work in progress en el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MOMA), cuyo fin era mostrar el trabajo de artistas estadounidenses que se encontraban en la “mitad de su carrera”. Hacía ocho años que Pollock había iniciado con el liderazgo de esta institución y otros actores decisivos de la escena artística norteamericana, lo que hoy podríamos llamar una gran empresa cultural: catapultar una tendencia pictórica –el expresionismo abstracto – como manifestación artística representativa de la cultura estadounidense, como vector hacia donde el mundo artístico occidental debía mirar, y de la mano de este proceso, posicionar la ciudad de Nueva York como nuevo centro mundial del arte internacional. El historiador del arte Serge Guilbaut explica en su libro De cómo

Nueva York robó la idea de arte moderno con sumo detalle las profundas transformaciones políticas, económicas y culturales involucradas al inicio de este proceso. Los artistas e intelectuales neoyorkinos que durante la década del treinta y cuarenta trabajaban principalmente con el apoyo de entidades estatales y teniendo como un referente importante de vanguardia al muralismo mexicano, comenzaron a sufrir un

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proceso de “desmarxización”. Desilusionados por el pacto firmado entre U.R.S.S y la Alemania nazi, estos artistas fueron desplazándose políticamente a lo que se llamó el “Vital Center”, es decir, un nuevo liberalismo situado entre la izquierda y la derecha, que propugnaban por la libertad de expresión alejada de los asuntos políticos (Guilbaut 1989, 2-12). Las acciones tendientes a reforzar la neutralización política en el arte coadyuvaron a la consolidación del expresionismo abstracto como tendencia representativa de un mito de la “americanidad” como tierra de la libertad de expresión y de la democracia.28 En este proceso intervinieron varios actores del campo del arte y de la vida social estadounidense: la crítica de arte, las galerías, los museos, los medios de comunicación, la filantropía empresarial, los coleccionistas, las instituciones gubernamentales y un nuevo tipo de público norteamericano, todas ellas actuando en el marco de opinión y de economía política de la Guerra fría. A raíz del crecimiento de capital económico en Estados Unidos como resultado de la victoria de los aliados en la Segunda Guerra Mundial, el campo del arte adquirió un perfil grandilocuente y poderoso; no sólo logró adaptar un tipo de arte como correlato de una agenda política, sino que también hizo del arte de vanguardia un dinamizador de capital económico, cultural y social a gran escala. El sujeto artista “joven”, como veremos a continuación, también cumplió allí su papel.

28

Siguiendo a Michel De Certeau, el mito es “un discurso fragmentado que se articula con base en las prácticas heterogéneas de una sociedad y que las articula simbólicamente” (De Certeau 1996, 45).

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La subjetividad juvenil codificada en el campo del arte

D

esde mediados de los años cuarenta, Nueva York contaba con

varios museos que habían transformando el rol tradicional que cumplía esta institución en el modelo heredado de Europa.29 Ya no eran lugares de consagración del arte del pasado, sino de los artistas en proceso de consolidación, incidiendo directamente en el precio de sus obras, en la producción de su trabajo y desdibujando la tajante diferencia que antes había entre museos y galerías. Este proceso complejizó las relaciones de poder en el campo del

arte, pues creó con el paso de los años una relación mutuamente constituyente entre museos y galerías que manejaban la obra de los artistas (Zukin 1982b, 429). Igualmente, siendo instituciones que cumplían con la misión educativa y social de difundir el arte de su tiempo y simultáneamente lo coleccionaban, fueron incidiendo en la escritura de la his29

El MOMA fue fundado en 1929 por los filántropos estadounidenses Lillie P. Bliss, Mary Quinn Sullivan y Abby Aldrich Rockefeller; Salomón R. Guggenheim fundó el museo que lleva su mismo nombre en 1939, destinado en su inicio específicamente al arte abstracto; el Museo Whitney de Arte Americano fue fundado en 1930, su creación y dirección estuvo liderada por la escultora y coleccionista de arte Gertrude Vanderbilt Whitney.

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toria del arte. Esta última, quedaba ya apuntada hacia alguna dirección a través de su colección. En este sentido, la producción de los artistas vivos nacidos o nacionalizados en Estados Unidos logró posicionarse en el centro de interés de los agentes del campo del arte y la opinión pública, que hasta principios de la década del cuarenta miraban aún con cierta reverencia el arte producido en Europa. Recordemos que la programación de exposiciones del Museo de Arte Moderno de Nueva York en las primeras décadas de funcionamiento priorizaba muestras de artistas o tendencias de vanguardia europea. Asimismo, este criterio orientó sus primeras adquisiciones. En las primeras décadas del siglo XX, los patricios estadounidenses compraban arte de “grandes maestros”, mientras que el arte de los artistas vivos era considerado del gusto de los “nuevos ricos”. La situación cambió con los esfuerzos en torno al posicionamiento de expresionismo abstracto a escala internacional y con la expansión de una nueva clase de ejecutivos de Wall Street (Zukin 1982b, 425 y ss). Evidentemente, la política pública destinada a dar beneficios tributarios a empresarios e industriales que invertían en el sector cultural fue una fuerza determinante en esta transformación. Hacia fines de la década del diez, Estados Unidos fue el primer país en crear leyes para la reducción de impuestos a organizaciones sin ánimo de lucro que fomentaran el crecimiento del sector cultural. Este marco legislativo formalizó una práctica que en los Estados Unidos provenía de un discurso de política cultural enraizado ya desde el siglo XIX, y que consideraba que el apoyo al arte no debía estar supeditado al monopolio del Estado (Miller y Yúdice 2002, 37). Esta condición no solo permitió la proliferación de museos dedicados al arte y otras manifestaciones culturales fundados por filántropos y coleccionistas, sino también que grandes recursos de empresas fueran canalizados al sector cultural a

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través de fundaciones. Así llegaron a tener grandes beneficios económicos empresas privadas a través de fundaciones como Ford, Rockefeller, y Carnegie, entre otras. Desde esta perspectiva, las empresas privadas no solo obtienen grandes beneficios fiscales por parte del Estado participando en el campo artístico, sino que estas se convierten en agentes determinantes en la lucha por las acumulaciones de capital cultural, social y simbólico que se producen y circulan con la vanguardia artística. Siguiendo a Pierre Bourdieu, el capital cultural, es el que se hace visible a través de la acumulación de objetos con interés simbólico, patrimonial o histórico por parte del agente, como por ejemplo, obras de arte. El capital social se acumula a partir de las relaciones que el agente establezca con otros actores que hacen parte del campo; propicia representaciones del agente en términos de “confianza”, “credibilidad” y “profesionalismo”. El capital simbólico aparece en forma de honor o generosidad, de entrega altruista más allá de toda sospecha, o bien en forma de estatus o rango (Bourdieu 1987, 11-17). Evidentemente, la filantropía empresarial es una actividad que garantiza la obtención de ganancias económicas para las empresas mediante el incremento de los capitales anteriormente mencionados. No obstante, su poder radica en que produce significados que velan la creencia de que en ella también subyace un interés económico. Aunque el concepto “filantropía empresarial” hoy día está en discusión en los debates sobre políticas culturales, es el que mejor se adecua para nombrar lo que sucede en el contexto histórico y social que se está abordando, así como para referirse al talante de una iniciativa como el Salón Esso de Artistas Jóvenes. El entorno de significados de la época promovido desde las empresas y museos no hace alusión a “mecenazgo”, posi-

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blemente porque este concepto invoca una relación de poder que se supone superada: los artistas son “libres” y por tanto no se les exigen obras a través de encargos. Ahora bien, para convertir una tendencia artística de avanzada como el expresionismo abstracto en motor de una transformación estructural de paradigma cultural, no sólo fue necesaria una política cultural que permitiera una amplia participación de empresas particulares y una cohesión de las agendas de los actores involucrados en el campo artístico. Como lo sugerí al principio del capítulo, también era indispensable “absorber” la actitud de rechazo al sistema de valores burgués que había caracterizado a los artistas de vanguardia. Recordando a Deleuze, el capitalismo es una gran máquina que constantemente codifica potencias para convertirlas en “funciones” (Deleuze, 2006). O como decía la crítica literaria estadounidense Leslie Fiedler: “una chocante antimoda se había convertido en una extendida moda” (Calinescu 2003, 127). Así entonces, en los años de posguerra, la vanguardia logró posicionarse en el corazón del campo artístico como dinamizador de flujos de capitales, y la subjetividad juvenil fue capturada por las instituciones del campo del arte como dato, siendo el rango de edad como requisito de juventud uno de los más destacables. En consecuencia, se afianzó un locus de enunciación sobre los “artistas jóvenes” de índole institucional. Un texto que ejemplifica esta posición es el escrito por Lloyd Goodrich, director del Museo Whitney de Arte Americano, a propósito de la exposición Fourty artists under fourty realizada en 1962: Todos los involucrados con el arte contemporáneo y con los artistas han dado una particular atención a los críticos tempranos

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años –los años que definen si bien un individuo puede sobrevivir como artista, o si bien el mundo perderá el regalo de su creación–. A partir del último cuarto de siglo, han ido creciendo notoriamente los premios y becas para artistas jóvenes. El gobierno federal ha sabido asistir con la inteligencia y excelente administración del Programa Fulbright. Los galeristas dedicados a mostrar el nuevo talento se han multiplicado. Y los museos son formidablemente más hospitalarios con los artistas jóvenes de lo que eran hace 25 años. […] Con el aumento constante de hombres y mujeres que han entrado a la profesión, algo más era necesario de hacer; por eso en 1957 el museo inició el ciclo de exposiciones “Young America” presentando treinta y cinco artistas menores de treinta y cinco años, que si bien ya habían conseguido logros sólidos, aún no alcanzaban amplio reconocimiento. […] El Consejo, que fue fundado en 1960 por la Legislatura del Estado a partir de la lúcida iniciativa del Gobernador Rockefeller, está basada en la creencia de que “el bienestar general de la sociedad del Estado se acrecentará a través de un mayor reconocimiento de las artes como aspecto vital de nuestra cultura y nuestro patrimonio”. (Goodrich 1962, s/p). 30

El anterior fragmento revela a través de su propia escritura, del tipo de palabras y de conceptos del que se vale, una economía de la beneficencia, la generosidad y el le30 La traducción al español y los énfasis son de la autora.

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gado en torno al sujeto “artista joven”. Dicha economía es la que sustenta y nutre al capital cultural, social y simbólico (Bourdieu 1987, 13). Goodrich representa a los artistas jóvenes en condición de vulnerabilidad –“los críticos tempranos años”– y frente a esta situación destaca la acción de distintos agentes que ofrecen premios y becas para que los artistas jóvenes superen esa dificultad. Entre estos agentes está el gobierno federal que “asiste” a los artistas, término que hace parte de una estructura de pensamiento en la que el Estado actúa como benefactor y no como garante de los derechos de los ciudadanos. En consonancia con esta estructura, se refiere a los museos como instituciones “hospitalarias” con los artistas jóvenes. Otro aspecto para destacar del anterior fragmento es el comentario que hace su autor sobre el incremento de personas interesadas en ingresar a la profesión del arte. El crecimiento demográfico derivado del baby boom, la ampliación de posibilidades de acceso a la educación formal en artes, y el estatus social y simbólico que podía detentar un artista, fueron condiciones que sin duda pusieron frente a las puertas del mundo del arte a varios jóvenes. Con las condiciones del campo artístico neoyorkino aquí descritas, optar por el arte como ocupación en Nueva York se había convertido en algo socialmente distinguible para amplios sectores de clases medias; la representación estereotípica del artista bohemio había sido reemplazada por la de un profesional. El artista Larry Rivers decía al respecto: “en los primeros años de la década del sesenta parecía que uno podía entrar dentro de la carrera del arte como si se entrara a medicina, derecho o gobierno” (Zukin 1982a, 32). Zukin también señala que para mediados de la década del sesenta, las cifras invertidas en becas y estímulos gubernamentales se elevaban a lo que podría llamarse una “industria multimillonaria”; había más artistas con formación en artes en el ni-

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vel superior que en cualquier generación precedente de los Estados Unidos (1982b, 436). Por otra parte, llama también la atención del texto de Goodrich la centralidad que tiene la edad biográfica como criterio para la realización de una exposición de arte. Como lo sugiere el autor, antes de la realización de Fourty artists under fourty, el Museo Whitney había realizado dos versiones de Young America en 1957 y 1960, exposiciones que presentaban el trabajo de artistas de distintas regiones de Estados Unidos menores de treinta y cinco años.31 Fourty artists under fourty presentaba un heterogéneo grupo de trabajos de artistas como Robert Rauschemberg, Herbert Katzman, Marcia Marcus, y Joan Mitchell, entre otros, que no guardaban entre sí algún rasgo común en sus trabajos salvo la coincidencia de que sus creadores eran menores de cuarenta años. Al inicio de este capítulo, señalaba que a Pollock lo invitan en 1956 a realizar una exposición individual para hacer un balance “en la mitad” de su carrera. El umbral de los años sesenta muestra también la proliferación de exposiciones de artistas “jóvenes” que, como Fourty under Fourty, congrega artistas en virtud de su edad; se trataba de artistas que emergían en un campo artístico ya consolidado para garantizar que “nuevos nombres” tuvieran condiciones para la producción y circulación de su trabajo. De acuerdo a lo anterior, en el texto de presentación del director del Museo Whitney aparece una significación en torno al “artista joven” desde la voz institucional, que como veremos en el caso del Salón Esso de Artistas Jóvenes, no destaca en sus contenidos la premisa del joven como sujeto del cambio, sino que enfatiza más bien la necesidad de su tutelaje, apoyo y seguimiento. Esta significación en torno al papel del joven en 31

El título completo de las dos exposiciones fue: Young America: Thrirty american painters and sculptures under thrirty – five.

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el campo del arte dista de la poderosa imagen del sujeto “joven” de la década del sesenta que quedó signada para la posteridad como la representación por antonomasia del joven como sujeto del cambio, es decir el joven de los movimientos estudiantiles y contraculturales. Varias condiciones del ambiente sociopolítico de los años de posguerra nos ayudan a comprender esta situación. En todos los países que participaron en la Segunda Guerra Mundial la política pública enfocó grandes esfuerzos a crear instituciones y leyes que protegieran a los jóvenes –uno de los grupos sociales más afectados con los millones de bajas de soldados en el conflicto bélico –, pero sin dejar a un lado el perfeccionamiento de los mecanismos para su control: se crearon institutos o ministerios orientados a la juventud, convirtiéndose así en uno de los sectores a los que las políticas del “estado de bienestar” en Europa puso mayormente su atención. Igualmente, como lo mencioné en el capítulo anterior, durante los años de posguerra la educación secundaria se incorpora en todos los países de Europa Occidental a los sistemas de educación pública y obligatoria (Passerini 1996, 386 y ss.). En el caso de los Estados Unidos y en el transcurso de la década del cincuenta, el Comité Especial de Actividades Antiestadounidenses (HUAC) optimizó sus procesos para detectar posibles jóvenes que resultaran “peligrosos” para el orden social –usualmente jóvenes líderes de organizaciones–, como también para reprimir la delincuencia juvenil. Este comité fue creado en 1938 y en 1975 cambió su nombre por Comité de Seguridad Interna y durante la década del cincuenta usó audiencias y citaciones para indagar y perseguir a todos los que se desviaban de una u otra forma de la ortodoxia antisocialista. En 1960, esta institución protagonizó una de las represiones más fuertes que

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marcó el devenir de los movimientos estudiantiles en la década del sesenta: la policía golpeó a doscientos estudiantes de la Universidad de Berkeley frente a las escaleras del Ayuntamiento de San Francisco mientras estos hacían una protesta en la que exigían libertad de expresión y de opinión política al interior del campus universitario (Black, Hopkins et al. 2003). Se crearon instancias gubernamentales como la División de Corrección Juvenil en 1951, el Subcomité del Senado para la Delincuencia Juvenil en 1954, como también la Sección para la Delincuencia Juvenil en la Oficina para la Niñez del Gobierno Federal en 1954, así como múltiples departamentos y oficinas derivados de otras instituciones para el estudio y la discusión de los problemas juveniles (Passerini 1996, 386). Si bien los artistas jóvenes no eran objeto de represión de estas últimas instituciones –aunque varios sí fueron llamados a citaciones por parte del HUAC –, es claro que el clima de opinión del establecimiento cultural de aquellos años sobre los jóvenes, en términos generales, era semejante al que mencioné en el capítulo anterior respecto a la preocupación de las clases burguesas de fines del siglo XIX en Europa con relación a los jóvenes obreros: un temor a la desestabilización de sus intereses, de tal suerte que unieron sus esfuerzos “altruistas” para incorporar adecuadamente a los jóvenes que representaban una amenaza. En consonancia con este ideario, varias de las organizaciones filantrópicas que participaban en el fortalecimiento del campo del arte estadounidense en los años de posguerra también destinaron recursos para programas que incorporaban beneficios hacia la juventud.32 Igualmente, la política estatal de principios de la década del sesenta apadrinó al “joven” como sujeto social decisivo para la estabilidad 32

Ver perfil e historial de proyectos apoyados en: www.fordfoundation.org; www.rockefellerfoundation.org, consultados el 20 de mayo de 2010.

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de la nación y la defensa de la posición de Estados Unidos en la Guerra fría. En 1958, el Congreso emitió el “Acta de Educación de la Defensa Nacional”, mediante la cual aprobó una millonaria inversión en el sector educativo, bajo el argumento de que la educación de los estadounidenses era un asunto de seguridad nacional. Esto sucede meses después de que la URSS lanzara el satélite “Sputnik”, acto que fue leído como una clara declaración de superioridad en los conocimientos científicos del bloque soviético. A pesar de que el Acta se dirigía a fortalecer el ámbito de las ciencias duras, repercutió en una mayor cobertura para la enseñanza superior en todas las áreas. Así entonces, el “artista joven” fungió en el escenario neoyorkino de fines de los años cincuenta y principios de los sesenta como un sujeto favorable para los capitales del campo del arte, como también para los discursos y acciones tendientes a constituir un sujeto “joven” necesitado de protección y seguimiento – ambos aspectos lo convierten en sujeto del control –. La filantropía cultural que se enfocó a los “artistas jóvenes” produjo transferencias de capitales atendiendo a dos lugares de la actividad social que convivían en una economía de la beneficencia: por un lado el arte, y por otro, los jóvenes. Cuando la Internacional Petroleum Company se une con la División de Artes Visuales de la OEA para llevar a cabo el concurso Salón Esso de Artistas Jóvenes está reproduciendo esta estructura en la que conviven dos discursos de tutelaje a la juventud. Sin embargo, al trasladarse al ámbito latinoamericano, entran en juego otras relaciones de poder y de significación, tanto por las relaciones geopolíticas entre Estados Unidos y América Latina en la década del sesenta, como por los intereses y las agendas de otros actores que allí intervinieron. Entre ellos, el Director de Artes Visuales de la OEA.

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El Salón Esso de Artistas Jóvenes: un “estímulo” para la juventud latinoamericana

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l Salón Esso de Artistas Jóvenes fue un concurso organizado por la Dirección de Artes Visuales de la Unión Panamericana –instancia encargada de la investigación, promoción y divulgación de las artes visuales de los países miembros de la OEA– y la International Petroleum Company (IPC). A partir de 1948, año en el que se creó la OEA, la Unión Panamericana designaba la sede física en Washington DC que tenía a su cargo la secretaría general de la organización y otras dependencias. La IPC fue fundada por el industrial John D. Rockefeller en 1870. Para mediados de la década del sesenta tenía filiales en casi la totalidad de países de América Latina donde era mayormente conocida como Esso, y en menor medida como Intercol, como fue en el caso de Colombia. Dirigida a artistas menores de cuarenta años, la convocatoria

del Salón Esso fue lanzada en los niveles nacionales de cada uno de los países miembros de la OEA en 1964, a través de museos o instituciones culturales locales que a su vez se hacían cargo de la realización de la exposición con los artistas seleccionados. Para ese año los países miem-

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bros de la OEA, exceptuando Estados Unidos, eran Argentina, Brasil, Colombia, Costa Rica, Chile, Haití, Honduras, Guatemala, Salvador, República Dominicana, México, Perú, Paraguay, Uruguay y Venezuela. Puerto Rico fue incluida en el proyecto. Cuba no participó, dado que fue expulsada de la OEA en 1962 a raíz de la crisis de los misiles y su alineación con el bloque comunista. En cada una de estas exposiciones se otorgaron premios en dinero en las modalidades de pintura y escultura, de acuerdo a los criterios de un jurado conformado en su mayoría por personalidades reconocidas en los ámbitos nacionales. Los ganadores de las dieciocho versiones del evento formaron parte de una exposición que se celebró en abril de 1965 en las Salas de Exposiciones de la Unión Panamericana con sede en Washington DC, con motivo del aniversario número 75 del Sistema Interamericano. Allí también se escogieron ganadores en las dos modalidades. Aunque era habitual que José Gómez Sicre33, Director de la División de Artes Visuales de la Unión Panamericana, realizara viajes a los distintos países de Latinoamérica para conocer la producción artística de los mismos –experiencia de la cual nutría su programación de exposiciones de las salas de la OEA –, el Salón Esso era una iniciativa novedosa dentro de su gestión en la mayoría de sus aspectos: se trataba de un concurso anunciado mediante convocatoria abierta y pública a los artistas, lo cual cargaba de cierto sentido democrático el programa; se hacía en asociación con una empresa privada y con el apoyo de insti33

José Gómez Sicre (Matanzas, Cuba, 1916 – Washington, DC, 1991) fue Director de la División de Artes Visuales de la OEA entre 1946 y 1976. A partir de este último año, fue Director del Museo de las Américas de la OEA hasta 1981. Entre 1944 y 1946, fue un cercano interlocutor de Alfred Barr, Jr., director del Museo de Arte Moderno de Nueva York, en temas de arte latinoamericano. Escribió columnas y artículos en varios periódicos y publicaciones como Norte, Art News, Art in America, Americas, Art International y publicó algunos libros, entre ellos, José Luis Cuevas: Self-Portrait with Model (1983).

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tuciones de cada uno de los países; garantizaba su presencia en dieciocho países en el lapso de un año; y se otorgaban premios de adquisición para la compañía patrocinadora. Igualmente, para las salas de la Unión Panamericana, la iniciativa era inusual en otros sentidos. Como ninguna otra que se hubiera realizado hasta la fecha, era una exposición colectiva resultante de un concurso de escala continental que estipulaba algún criterio de edad de los artistas participantes. Normalmente, las pocas exposiciones colectivas que se habían realizado, se reunían por criterios de técnicas o estilos empleados, pero sobre todo, por países. Sin embargo, no era una acción del todo novedosa que una entidad a cargo de asuntos interamericanos adelantara una iniciativa para la divulgación o promoción de las artes plásticas de América Latina. La Oficina del Coordinador de Asuntos Interamericanos (OCIAA), creada en 1940 como agencia del gobierno federal de los Estados Unidos, con Nelson Rockefeller en su dirección, promocionó intercambios educativos, científicos y culturales con países de América Latina que fortalecieron las relaciones de estos últimos con Estados Unidos y contrarrestaron el peso ideológico del nazismo. Pero una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial, los intereses políticos hacia América Latina disminuyeron sustancialmente pues el gobierno de los Estados Unidos aunó sus acciones y recursos hacia el Plan Marshall. (Miller y Yúdice 2002, 40-41). No obstante, el interés por las artes visuales y la cultura de América Latina retornó con intensidad a mediados de los años sesenta con el programa de la Alianza para el Progreso. Como ya varios autores lo han comentado y analizado ampliamente, este programa del gobierno estadounidense orientado al desarrollo económico y social de América Latina se usó también como estrategia de contención de la expansión del comunismo en la región a raíz del éxito de la Revolución Cubana y

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del pronunciamiento de la Primera Declaración de la Habana (Goldman 1981; Suárez 1986; Ninkovich 1996; Giunta 2001; Miller y Yúdice 2002). Ahora bien, el gobierno de los Estados Unidos no solo dirigió sus esfuerzos a contener la expansión del comunismo en América Latina, sino también a mejorar su propia imagen. Su intento fallido de invadir a Cuba a raíz de la Crisis de los misiles y el rechazo de esta actuación por parte de varios sectores de intelectuales y artistas no se lidió mediante estrategias y discursos explícitamente autoritarios; las demandas de los movimientos sociales por los derechos civiles en Estados Unidos obligó parcialmente al gobierno estadounidense a reorientar su discurso. En consecuencia, hubo un cambio de retóricas y de palabras, más “sutiles” e incluyentes, para que América Latina se adhiera a la agenda política de los Estados Unidos. Igualmente, en la década del sesenta las fundaciones filantrópicas estadounidenses reorganizaron su lógica de trabajo y reorientaron sus discursos. El modelo de referencia fue la Fundación Ford, pionera en impulsar un modelo de apoyo a organizaciones culturales y artistas bajo el mecanismo de becas de financiamiento compartidas con donantes u otras entidades. Las otras fundaciones, e incluso el gobierno, siguieron también este modelo de cofinanciación y corresponsabilidad, multiplicando en poco tiempo la infraestructura artística y el número de organizaciones e iniciativas culturales en los Estados Unidos. Para mediados de la década del sesenta, este país tenía más museos que toda Europa y más de la mitad de las orquestas sinfónicas existentes en todo el mundo (Miller y Yúdice 2002, 136). Las organizaciones filantrópicas y empresas que destinaron recursos para América Latina comenzaron entonces a

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hablar en términos de “inversión para el desarrollo” suplantando así la retórica de la caridad que los caracterizaba en décadas anteriores. De la mano de la Alianza para el Progreso se aprobó la ley Fullbright-Hays que autorizó la utilización de mayores recursos del gobierno estadounidense para atraer personalidades destacadas de la cultura y del deporte a los Estados Unidos, para intercambiar libros, traducciones y exposiciones internacionales. Con dicha ley, se crearon instancias y programas que procuraban atraer a “los jóvenes, los trabajadores, las mujeres, los líderes intelectuales, y todos los elementos progresistas influyentes en los países menos desarrollados” (Giunta 2001, 244). Este último lineamiento, junto con otros, se encuentra en docenas de informes y libros de política cultural y política exterior que circularon en los Estados Unidos a principios de la década del sesenta; a través de ellos es evidente que la cultura y la educación se convirtieron rápidamente en áreas de acción en material de política internacional, considerados tan importantes como los asuntos militares y económicos (Giunta 2001, 243-248). Una de las publicaciones más reconocidas por aquellos años en esta materia, fue Cultural Affaire and Foreign Relations, que compiló aportes y conclusiones del encuentro de la Asamblea Americana realizada en la Universidad de Columbia en 1963. En dicha asamblea se analizó la eficacia de la política internacional de otros países, como Francia y URSS, a través de la inversión en cultura y la educación. Esta política dio mayor énfasis al acercamiento de actores culturales hacia los Estados Unidos. Así las cosas, las instituciones estadounidenses incentivaron más la realización de exposiciones de arte latinoamericano en los Estados Unidos, que la itinerancia de exposiciones de arte norteamericano en los países de América Latina, y la misma estrategia se aplicó para la circulación de los artistas.

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A través de la política exterior de Estados Unidos, de la Alianza para el Progreso y de las instituciones a cargo de las relaciones interamericanas, el desarrollo se vislumbró como una promesa de futuro posible para América Latina y los llamados países del “Tercer Mundo”. Recordemos que el concepto “Tercer Mundo” surge de manera concomitante a la Guerra fría. El “Primer Mundo” era aquel mundo de las democracias occidentales en “estado de desarrollo” y aliados de los Estados Unidos; el “Segundo Mundo” lo conformaban los países del bloque de la URSS; el “Tercer Mundo”, mayoría de la población mundial, estaba conformado por las naciones democráticas pero en “estado de subdesarrollo”: era una división del planeta en virtud no solo del potencial de desarrollo económico de los países, sino también de la orientación política de sus estados. Como lo ha explicado el investigador Arturo Escobar en su libro la Invención del Tercer Mundo: Construcción y deconstrucción del desarrollo, el discurso del desarrollo dio sustento a la creación de instituciones, a la ejecución de planes y programas para combatir la pobreza, la hambruna y la ignorancia, junto con la transformación de costumbres y tradicionalismos locales que a los ojos de dicho discurso impedían a las sociedades del “Tercer Mundo” desarrollarse. La institución que representaba de manera más clara este discurso era el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), creado específicamente para tal fin en 1959 (1998, 112). Sin embargo, el discurso del desarrollo no solo está estructurado a través de planes y programas. Su alto grado de efectividad radica en que crea todo un dominio de pensamiento y de acción que atraviesa el conjunto de la sociedad y de los cuerpos “subdesarrollados”. El desarrollismo configura disciplinas de conocimiento, instituciones, teorías económicas, sociales y culturales, como también subjetividades, siendo esta última un importante lugar de la territorialización de su

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poder: no solo se impone por “el desarrollado”, también se reproduce desde el que ha interiorizado el “estado de subdesarrollo”. En este orden de ideas, el Salón Esso de Artistas Jóvenes fue una iniciativa articulada a todas las condiciones anteriormente descritas ya que presenta las siguientes características: 1) Una alianza entre un empresa que destinaba recursos para la filantropía cultural y una institución interamericana, duplicando así efectos y beneficios mutuos. 2) Un programa que elegía obras y artistas en sus lugares de origen pero cuyo objetivo final era presentar una exposición de artistas latinoamericanos jóvenes en los Estados Unidos. 3) Un “punto de cruce” entre la política en materia de artes visuales y la política orientada específicamente hacia los jóvenes de América Latina. 4) Una iniciativa en donde las prácticas artísticas de la región pretenden ser incorporadas al discurso del desarrollo.

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Unión Panamericana, “Cuevas encuentra a Cuevas en el archivo de Cuevas” (Cuevas en la oficina de la División de Artes Visuales).

Sin fecha. © Secretaría General de la Organización de los Estados Americanos. Archivos de Arte Moderno y Contemporáneo del AMA | OEA.

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Juventud, desarrollismo y arte de América Latina a través de la mirada de José Gómez Sicre

A

la luz de hoy, la labor profesional de José Gómez Sicre podría

definirse como la de un agente cultural que mezcló las labores de curaduría, crítica de arte, administración cultural, relaciones públicas e internacionales, como también, la de intermediario y consultor para la adquisición de obras de arte latinoamericano. En su cargo de Director de Artes Visuales, Gómez Sicre no sólo estaba al frente de la programación de exposiciones temporales, su departamento también acogía un amplio centro de documentación sobre el arte de la región y fungía como intermediario en la venta de obras de artistas que exhibía en sus salas. También producía publicaciones y asesoraba a instituciones culturales de los distintos países (División de Artes Visuales, OEA 1960). En este orden de ideas, la División de Artes Visuales era una poderosa institución en la gestión del arte de la región que conjugaba las funciones de museo, galería y agencia de asesoría técnica.

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Mediante la realización del Salón Esso, Gómez Sicre tuvo la oportunidad de ver y hacer un balance del “estado de la cuestión” de la producción artística contemporánea de América Latina, dado que asistió a todas las versiones que se realizaron en cada uno de los países participantes, salvo en el caso de México. Parte de dicha visión se manifiesta en el texto de presentación del catálogo de la versión final del Salón Esso realizada en Washington DC en febrero de 1965.

Estadística de ventas de obras de arte.

Se trata de uno de los pocos textos que hasta

Tomada de La Unión Panamericana al servicio de las Artes Visuales en América, Unión Panamericana, Washington DC, 1961. © Secretaría General de la Organización de los Estados Americanos. Archivos de Arte Moderno y Contemporáneo del AMA | OEA.

entonces Gómez Sicre había escrito sobre el arte contemporáneo de América Latina.34 No obstante, es posible rastrear a través del tipo de programación de exposiciones y los textos de presentación de los catálogos de mas de 200 exposiciones realizadas entre 1946 y 1964, así como por la colección del Museo de

Arte de las Américas de la OEA, algunos de sus postulados sobre el arte de la región para medidados de los años sesenta.35

34 La mayoría de los textos de Gómez Sicre que plantea argumentos sobre el arte latinoamericano—entendiendo esto último como una categoría representativa de un conjunto diverso de producciones artísticas—, inéditos o publicados, datan de la década del setenta. Actualmente, en mi tesis de doctorado investigo con mayor profundidad el ideario de arte latinoamericano que subyace a su trabajo profesional, principalmente como coordinador de exposiciones y gestor. 35

Para una idea general de la colección del Museo de Arte Moderno de las Américas, visitar: www.museum.oas.org, consultada el 18 de agosto de 2010.

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Logo Salón Esso de Artistas Jóvenes.

Tomado de Salón Esso de Artistas Jóvenes (catálogo de la exposición), Washington DC, Unión Panamericana y Esso Company, 1965. © Secretaría General de la Organización de los Estados Americanos. Archivos de Arte Moderno y Contemporáneo del AMA | OEA.

En las primeras páginas de dicho catálogo, aparece un logo junto con la siguiente información: “La adaptación de la marca de taller de Miguel Ángel Buonarroti, que identifica el Salón Esso, simboliza la continuidad de la tradición artística de Occidente” (Unión Panamericana y Esso Standard Oil Company, 1965, s/p). La frase, aunque corta, así como la imagen, instauran desde el principio varios supuestos sobre el arte de América Latina que se van revelando en el texto del Director de Artes Visuales. En un principio, es importante destacar que en dicho texto Gómez Sicre se refiere en varias ocasiones a América Latina como “nuestra América”, frase que no solo nos remite a José Martí, sino a toda una afectividad latinoamericanista que, como vimos en el anterior capítulo, se imbricó con la fuerza de una afectividad juvenilista a principios del siglo XX. En las palabras del Director de Artes Visuales aparecen algunas afirmaciones sintonizadas con este ideario, cuando dice por ejemplo, que hay “un chispazo de vida espiritual que, por afinidad de

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lenguas, de historia y tradiciones, se llama el arte latinoamericano de nuestro tiempo” (Unión Panamericana y Esso Standard Oil Company, 1965, s/p). En esta afirmación se sostiene la tesis de que América Latina posee un “espíritu”, una unidad trascendental que une a la región. Adicionalmente, como se expuso también en el capítulo anterior, esta premisa tenía una significación central en el Ariel de Rodó como argumento para diferenciar la América Latina de la sajona y fue también una teoría que articuló a intelectuales latinoamericanos que abrazaron el idealismo como filosofía. Aunque Gómez Sicre define al arte de América Latina como un conjunto de prácticas que expresan una afinidad de lenguas, historia y tradiciones, no pretende escindir y diferenciar mediante categorías de oposición mutua el arte de América Latina del arte de los Estados Unidos, o el “espíritu” de uno frente al otro, como sí sucede en Ariel. Tampoco pretende homologar el proceso artístico de una y otra región. Lo que desea Gómez Sicre es inscribir el arte de América Latina a la tradición del arte occidental. El símbolo del artista del renacimiento italiano y la frase con la que abre las páginas del catálogo del Salón Esso son afirmaciones contundentes. Pero, ¿cómo integrar el arte latinoamericano a dicha tradición si supuestamente expresa rasgos históricos, lingüísticos y de costumbres que lo hacen diferente? Intentando responder a esta pregunta, viene al caso citar otras declaraciones de Gómez Sicre en las que habla sobre artistas latinoamericanos para comprender mejor su posición. En una entrevista que un periodista hizo al crítico cubano en la que le pregunta sobre los nombres más destacados del arte latinoamericano, este último dijo: Rufino Tamayo es el aglutinante, el feliz conciliador entre la pintura de Hispanoamérica y la de Europa. Tamayo acierta a

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compaginar la doble motivación autóctona (remembranzas precolombinas y presencias populares) de sus obras con un concepto universal del arte, legítimamente heredado de la Escuela de París. (Amón 1977).

En su respuesta hay dos aspectos claves para responder a la anterior pregunta. Al referirse a la obra de Tamayo destaca que esta es valiosa en tanto que conecta y ajusta motivos autóctonos a un discurso “universal” del arte. Dicha universalidad, en el contexto de esta declaración, no es otra cosa que el modelo cultural europeo moderno. Como bien ha explicado Enrique Dussel, el “eurocentrismo” de la modernidad es exactamente el haber confundido la universalidad abstracta con la mundialidad concreta hegemonizada por Europa como “centro”: “Aunque toda cultura es etnocéntrica, el etnocentrismo europeo moderno es el único que puede pretender identificarse con la ‘universalidad-mundialidad” (Dussel 2003, 48). Por lo tanto, Gómez Sicre ubica a las vanguardias artísticas parisinas de principios de siglo XX como un “centro” de referencia en la obra de Tamayo, rasgo que igualmente demandó o proyectó sobre otros artistas latinoamericanos del siglo XX que consideraba – o deseaba legitimar – como modernos. Sin embargo, no todas las obras de arte latinoamericano que Gómez Sicre consideraba pertinentes cumplen en estricto sentido con la definición que aquí hace de la obra de Tamayo, como es el caso del trabajo de José Luis Cuevas, uno de los artistas que Gómez Sicre más apoyó y admiró. Pero lo cierto es que sus conceptualizaciones sobre el arte latinoamericano estuvieron guiadas por el supuesto de que sus artistas acoplan elementos de las culturas originarias de América a un discurso del arte “universal”. Según sus propias palabras, como Director de Artes Visuales impulsó durante más de cuarenta años de vida profesional

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un arte que estaba caracterizado por la “combinación de estéticas universales con elementos transformados de un patrimonio vigente que ha estado olvidado por largo tiempo o rechazado por las mayorías”36 (Gómez Sicre, 1997, vi). No obstante, sabemos que esta caracterización es en extremo restringida respecto a la multiplicidad de prácticas artísticas que se produjeron en América Latina desde mediados de la década del cuarenta y hasta mediados de los años ochenta, incluso de aquellas que se exhibieron en las salas de la OEA. Ampliando lo anterior, las palabras de José Gómez Sicre revelan un tamiz de interpretación perfilado por el discurso del desarrollo. No solo por la demanda de “universalidad” en las manifestaciones artísticas de América Latina, sino también por la manera en que se refiere a su labor profesional como Director de Artes Visuales de la OEA y a las “dificultades” que los artistas latinoamericanos tenían que sortear en sus lugares de origen. En el mismo texto anteriormente citado, dice: Mi objetivo de promover el arte de América Latina y del Caribe fuera de la esfera parroquial, fue siempre clara y fuerte […] El arte latinoamericano era, y hasta cierto grado sigue siendo, un arte olvidado. Con mi inquebrantable fe en el arte, insistentemente he dicho que hay artistas, y siempre habrá, que de una u otra manera comunican a través de diversos medios sus sentimientos y el sentir de sus comunidades respecto a los problemas económicos y la indiferencia de las instituciones locales […] Por ahora, muchos de estos individuos han logrado su objetivo, y otros tantos seguirán teniendo reconocimiento, pero ellos lo 36 La traducción es de la autora.

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hacen motivados por su propio esfuerzo, sin esperanza ni apoyo, como si estuvieran condenados a un destino inexorable. […] Ya hay muchos de ellos reconocidos internacionalmente como maestros. Entre estos hay unos que crearon, incluso en el vacío, la historia del arte de América Latina. Ellos han dado forma a nuevos prototipos culturales reinterpretando las tradiciones de otros grupos étnicos que se asentaron en las nuevas tierras […] Para promover este arte aún en sus estadios de desarrollo, fue necesario primero “descubrir” lo que cada país podía ofrecer. (Gómez Sicre [1991] 1997).37

Recordando los argumentos de Arturo Escobar, el desarrollismo no desestabilizó el modelo cultural de Occidente, sino que por el contrario perpetuó la idea hegemónica de su superioridad concebida desde el siglo XV. La representación de América Latina como cerrada y “subdesarrollada” es “heredera de una ilustre genealogía sobre concepciones occidentales de esta parte del mundo” (1998, 28). De salvaje, infiel, bárbara o atrasada, pasó a “subdesarrollada” a mediados del siglo XX. Volvamos ahora al Salón Esso de Artistas Jóvenes, que como ya había comentado en páginas anteriores, fue un “punto de cruce” entre la política en materia de artes visuales para América Latina y la política orientada específicamente hacia los jóvenes de la región en el marco del ideario de la Alianza para el Progreso y del discurso del desarrollo. En este sentido, respecto al criterio de edad seleccionado para el Salón Esso –máximo cuarenta años –, Gómez Sicre argumentó que el concurso 37

La traducción al español y los énfasis son de la autora.

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estaba dirigido a una generación que “no había arribado aún al promedio cronológico que señala la madurez creativa” (Unión Panamericana y Esso Standard Oil Company, 1965, s/p). Si recordamos lo expuesto en el primer capítulo respecto a la emergencia de un sujeto joven como sujeto del control, pero más aún el papel que esta subjetividad jugó en el entramado de relaciones de poder del campo del arte neoyorkino y en una exposición como Fourty under fourty, encontramos que las palabras de Gómez están en sintonía con dicha estructura de pensamiento. La frase citada en el párrafo anterior ratifica la representación del artista “joven” latinoamericano como sujeto incompleto que en definitiva requiere seguimiento y tutelaje. En este orden de ideas, Gómez Sicre también adoptó una posición que se distancia de significar al “joven” como sujeto del cambio en el contexto del Salón Esso. Añadiendo a estos argumentos las ideas de la extensa declaración citada unos párrafos antes, el artista “joven” latinoamericano está aún más limitado por el “subdesarrollo” respecto al artista “joven” de un polo cultural como Nueva York: no solo requiere seguimiento y tutelaje para “madurar” su obra, sino que además, está destinado a la pobreza y al olvido en medio de la precariedad institucional y el ambiente cultural “parroquial” de su lugar de origen. Los artistas latinoamericanos, según palabras de Gómez Sicre, son individuos que se “esfuerzan” solitariamente para salir adelante, ser reconocidos y exitosos. El resultado final del Salón Esso demostraba para Gómez Sicre que “nuestra América continúa[ba] en una vía ascensional” (Unión Panamericana y Esso Standard Oil Company, 1965, s/p). Él interpretaba como un “ascenso” el resultado del Salón Esso seguramente porque allí encontraba una mayor integración del arte de la región a las corrientes dominantes del arte moderno occidental de aquellos años. En efecto, la exposición de Washington mostraba un conjunto de obras

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Hermenegildo Sabat, La Sra. De Pérez el día que casó con el Sr. Pérez.

Óleo sobre lienzo, 97 cm. x 97 cm., 1964. Colección Lowe Art Museum of Miami. © Secretaría General de la Organización de los Estados Americanos. Archivos de Arte Moderno y Contemporáneo del AMA | OEA.

Ernesto Cristiani, Figuras 20.

Óleo sobre lienzo,148 cm. x 157 cm., 1964. Colección Lowe Art Museum of Miami. © Secretaría General de la Organización de los Estados Americanos. Archivos de Arte Moderno y Contemporáneo del AMA | OEA.

que pasaban por las indagaciones y búsquedas plásticas del arte pop, la abstracción lírica, el informalismo o la nueva figuración, como era el caso de la obra presentada por Fernando de Szyslo (Perú) o Rogelio Polesello (Argentina), esta última, ganadora del primer premio en pintura. Igualmente, había numerosas referencias al Nuevo Realismo francés en las propuestas escultóricas.38 La “nueva figuración” tenía una presencia destacada en la muestra, con obras de artistas como Hermenegildo Sabat (Uruguay) o Ernesto Cristiani (Uruguay). En otras palabras, el resultado del Salón Esso hacía evidente que América Latina también participaba del escenario mundial de “novedades” artísticas que 38 En el siguiente capítulo se ahondará en este tema, con las obras de los artistas Feliza Bursztyn y Alvaro Herrán, quienes estaban trabajando con referentes de esta tendencia.

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ya para mediados de la década del sesenta había superado en el contexto estadounidense la legitimación del expresionismo abstracto como máxima tendencia de la vanguardia. Si las juzgamos a través de la mirada de Gómez Sicre, eran obras que estaban en la ruta del “arte universal”, aparentemente despojadas de referentes nacionales. Sin embargo, el desprendimiento de estos últimos referentes y la adopción o resignificación de las tendencias mundiales más “actuales” por parte de los artistas “jóvenes” latinoamericanos participantes en el evento, no debe confundirse con la idea de que el Salón Esso impuso una predilección por el abstraccionismo en el arte de América Latina (Goldman 1989; Suárez 1986). El proceso de “desmarxización” que sufrió el arte neoyorkino de fines de la década del cuarenta, y que generó las condiciones para favorecer el expresionismo abstracto (Guilbaut 1989), no fue un modelo que se implementó para toda América Latina en los años sesenta. Si bien se administró desde los Estados Unidos una política cultural que pretendía contener el comunismo en la región, no era posible alinear toda la producción artística de América Latina a una tendencia tan específica. Esto lo podemos confirmar si observamos con atención la obra titulada Faz A del artista argentino Rogelio Polesello, ganadora del mayor premio en la muestra final del Salón Esso realizada en Washington. En esta pintura podemos reconocer que no solo hay grandes zonas de color pintadas al óleo, sino también formas que, sugeridas entre capas de veladuras, han sido producidas a través del uso de esténcil y de procesos de fotosensibilización que permiten trasladar a la superficie de la tela la huella de objetos concretos. Dichos procedimientos, introducidos en la pintura por el artista estadounidense Robert Rauschemberg a fines de la década del cincuenta, se alejaron decididamente de los presupuestos de la pintura abstracta expresionista en el contexto de los Estados Unidos.

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Rogelio Polesello, Faz A.

Técnica mixta, 161 cm. x 130 cm., 1964. Colección Lowe Art Museum of Miami. © Secretaría General de la Organización de los Estados Americanos. Archivos de Arte Moderno y Contemporáneo del AMA | OEA.

Mientras estas últimas materializan un ideario de la pintura como entidad auto-referencial, la obra de Rauschemberg y de Polesello evidencian una relación dialéctica entre superficie pictórica y referentes externos a ella. Por ejemplo, en la pintura de Polesello encontramos referentes de unos objetos que parecen colgados de una cuerda y que han sido trasladados al lienzo mediante esténcil previamente fotosensibilizado. Este tipo de recurso, adoptado por Polesello a partir de su experiencia en las técnicas gráficas del mundo de la publicidad, recuerdan que la intro-

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ducción de procedimientos de reproductibilidad técnica a la pintura rompió con la centralidad del gesto del artista en la composición y significación de la pintura. Este último, aspecto sumamente valorado en la pintura del expresionismo abstracto.

Portada catálogo de exposición Neo figurative painting in Latin America.

Unión Panamericana, 1962. © Secretaría General de la Organización de los Estados Americanos. Archivos de Arte Moderno y Contemporáneo del AMA | OEA.

Sería exagerado afirmar que Polesello siguió al pie de la letra las experimentaciones de Rauschemberg y su apuesta por impugnar la ortodoxia teórica y los valores asociados al expresionismo abstracto.39 Pero seguramente, el jurado conformado por Alfred Barr Jr., Thomas Messer y Gustave Von Groschwitz,40 quienes evaluaron su obra y le otorgaron el máximo premio, debieron encontrar diálogo entre la obra de Polesello y un tipo de pintura contemporánea que ya en el contexto de los Estados Unidos había abierto fracturas a la hegemonía de la supuesta supremacía de la pintura abstracta. De otra parte, a pesar de que la década del cincuenta sí se caracterizó por la intensa promoción del expresionismo abstracto desde los Estados Unidos, las exposiciones organizadas por Gómez Sicre durante esos años no coincidió estrictamente con dicha agenda: de las ciento diez exposiciones que realizó en las salas de exposiciones de la Unión Panamericana en dicha década, algo más de la mitad correspondió a obras 39

Polesello indaga en este tipo de experimentaciones entre 1964 y 1965. Posteriormente, se va a orientar hacia a la pintura geométrica y las premisas del arte óptico.

40 Thomas Messer fue director del Museo Solomon R. Guggenheim entre 1961 y 1988. Curador de la exposición The Emergent Decade: Latin American Painters and Paintings in the 1960’s presentada en dicho museo en 1965. Gustave Von Groschwitz fue artista gráfico en los años treinta y cuarenta, posteriormente un conocido administrador de arte en Nueva York; director del Departamento de Artes Visuales del Instituto Carnegie de Pittsburgh.

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de arte figurativo con referentes provenientes de la tradición del arte occidental como también exposiciones de artistas “populares”. Las exposiciones que Gómez Sicre realizó unos años antes del Salón Esso, también indican el horizonte de expectativas que él tenía sobre el arte de América Latina para inicios de los años sesenta. No podemos pasar por alto que Gómez Sicre tenía una agenda propia para seguir manteniendo su posición como voz autorizada del arte latinoamericano al interior de los Estados Unidos, pues así lo había sido desde la década de los años cuarenta. Dicha agenda personal tampoco se guió por presupuestos que dieran mayor prioridad al arte abstracto en la programación de las exposiciones de las salas de la OEA; a inicios de los sesenta, Gómez Sicre visibilizó notoriamente a los artistas sintonizados con la “Nueva figuración”. Fuesen exposiciones de arte abstracto o de tendencias asociadas a la figuración, Gómez Sicre se encargó de que sus comentarios crearan la idea de que tenía un amplio conocimiento sobre el arte de la región de distintas épocas y de que apoyaba la diversidad artística existente en América Latina. Pero no lo hizo desde un locus de enunciación del “experto académico” en la materia, como si era el carácter de la voz de otros especialistas estadounidenses. Gómez Sicre también quería diferenciarse y hablaba también el locus de enunciación de crítico de arte de origen latinoamericano: sus textos están llenos de metáforas y alusiones como si hablara la voz de la experiencia vivida. La recurrente aparición de “Nuestra América” en el texto del Salón Esso no es un capricho, sino un recurso literario que logra ese efecto, y mediante el cual pretende establecer un vínculo afectivo con América Latina y sus artistas a través de la escritura. A pesar de la orientación ideológica que tuviera la OEA y el mismo José Gómez Sicre, lo cierto es que las salas de exposiciones de la Unión Panamericana eran efectivamente una de las más afortunadas puertas de acceso a los Estados Unidos para los artistas latinoamericanos.

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EL CASO DEL SALÓN INTERCOL DE ARTISTAS JÓVENES


Fragmento de la primera pテ。gina de El Espectador. 14 de agosto de 1964. Colecciテウn Biblioteca Luis テ]gel Arango, Bogotテ。.

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as opiniones y los debates que suscitó el Salón Esso en las versiones de varios países de la región muestran que el discurso del desarrollo marcó decididamente las significaciones en torno a esta iniciativa. En el caso colombiano se vislumbra también el acoplamiento a este discurso; pero por otra parte, su realización reveló otras significaciones en torno a la juventud que señalan dinámicas y relaciones de poder propias del campo artístico local. La noción de “juventud” que conjuraba el Salón Intercol convocó discusiones en torno a la edad biográfica legítima para ser un artista “joven”, como también opiniones frente a la condición de juventud como garante de actualidad o de vigencia. Revisaremos en este capítulo el que papel jugó el Salón Intercol de Artistas Jóvenes en la codificación de la noción de juventud en el contexto colombiano.

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Eduardo Ramírez Villamizar, “Arte de Colombia”.

Cartel mural de la exposición 3.000 años de arte colombiano financiada por Intercol. Tomado de revista Lámpara no. 42, vol. VIII, junio de 1962. Colección Biblioteca Luis Ángel Arango.

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La Exposición de escultores y pintores jóvenes de Colombia

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n el transcurso de la década del treinta e inicios de los años cuarenta, los gobiernos liberales en Colombia crearon instituciones culturales con el objetivo de construir una nación moderna en la que se involucrara a las mayorías populares con la cultura intelectual (Silva 2000, 5). Es así como en 1940 se realizó por primera vez el Salón Anual de Artistas Colombianos, proyecto que, como lo han señalado varios autores, pertenecía a este conjunto de iniciativas lideradas por los gobiernos de la República Liberal. A pesar del carácter oficial de este certamen, en él participaron

desde sus inicios varios artistas jóvenes que seguían de cerca las propuestas visuales asociadas al proceso posrevolucionario mexicano y cuya notable incidencia en el contexto colombiano se vislumbraba ya desde la década del veinte; o bien, se trataba de artistas que acudían a recursos plásticos de las vanguardias europeas. Estos artistas eran en la mayoría de los casos biográficamente jóvenes: Débora Arango recibió mención de honor en el I Salón Anual de Artistas Colombianos con la obra Montañas. Su maestro, el reconocido muralista y pintor Pedro Nel Gómez también participó allí sin recibir distinción alguna. También en esta primera versión, Enrique Grau Araujo – por entonces con veinte años –, recibió mención honorífica con la obra La Joven Comunista. Otros seguidores de las propuestas de vanguardia

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fueron Carlos Correa quien contaba con treinta años cuando participó en el III Salón o Miguel Sopó que tenía veintiséis años durante su participación en el V Salón. A pesar de una considerable participación de estos artistas en los primeros salones anuales, tanto los comentarios críticos, como la mayoría de los premios, señalaban aún cierta prevención hacia las propuestas de vanguardia. Por ejemplo, respecto a la segunda versión del evento, el abogado y político español José Prat, escribió lo siguiente: No puede dejar de consignarse dos grupos de ausencias, que sustraen al II Salón valores interesantes, cuya presencia en la vida artística colombiana tienen positiva significación y cuyo alejamiento ha empobrecido la exposición: es de una parte, la no concurrencia de excelentes maestros de la pintura, a los que ni por su técnica ni por su edad pueden considerarse viejos […] y de otra parte, la escasa concurrencia de los escultores […] Es, pues, este salón un certamen de jóvenes […]. (Prat 1941, 19).

En efecto, aunque en el mencionado evento participaron varios artistas jóvenes, Prat los nombra en tanto negatividad de lo que él considera significante para un salón de carácter nacional: una presencia contundente de la tradición y la madurez artística. Su sospecha respecto a la cuantiosa presencia de artistas jóvenes ejemplifica una posición crítica dominante aún en aquellos años. Varios textos que abordan los procesos del arte moderno en Colombia señalan el período que va de 1947 hasta 1949 –momento que coincide con la suspensión temporal del Salón Anual de Artistas Colombianos –, como aquel en donde tuvieron lugar varias exposiciones que inclinaron la balanza a favor de las tendencias de vanguardia; entre ellas aparece el “primer” salón de artistas jóvenes en Colombia

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(Jaramillo 2005, 31-43), aunque su título exacto fue Exposición de escultores y pintores jóvenes de Colombia. Esta afirmación se sustenta en gran medida, en los artículos de Jorge Gaitán Durán, activo escritor y crítico colombiano durante los años cuarenta y cincuenta, quien fue además organizador de esta exposición junto al crítico y escritor Luis Vidales. La exposición se realizó en la sala de exposiciones de la Biblioteca Nacional. En un artículo de 1947, Gaitán Durán escribió (Medina 1978, 337): El hecho concreto que le da solidez y unidad a la nueva generación pictórica de Colombia, es el primer salón de artistas jóvenes verificado en Bogotá en abril de 1947. Hasta ese momento la labor de los tres precursores y de otros artistas aparecidos más tarde, como Carlos Correa, había producido una vigorosa inquietud, el despertar en un nuevo ámbito, un interés creciente por el estudio de las modernas tendencias; pero la generación aún no se había aglutinado: los jóvenes pintores –siguiendo la ruta de sus notables antecesores– actuaban aisladamente, sin contacto entre sí, sin posibilidades de estímulo ni de consulta, malogrando la fuerza que tiene un verdadero movimiento estético, y que el individuo solitario no desarrolla sino en ínfima parte […] El primer salón de artistas jóvenes divide la historia del arte nacional en dos partes.

De acuerdo al material de prensa que anunciaba la apertura del salón, en este último participaron 59 artistas y cerca de 200 obras (El Tiempo 1947, 5). Se trata de un número bastante amplio en el que solo los nombres de algunos artistas participantes ya revelan la disparidad de posiciones de vanguardia contenidas allí, discrepando entonces de ser un “hecho concreto que le da solidez y unidad a la nueva generación pictórica de Colombia” (Medina 1978, 336), como escribe Gaitán Durán.

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Incluso Gaitán Durán en este mismo texto expone esas desigualdades, pero encuentra algo que hace común la multiplicidad de propuestas en la representación “artista joven”: más “una posición que una cuestión de edad” caracterizada por un sentido de “generación luchadora y estudiosa” de las modernas tendencias (Medina 1978, 335 y ss). Al definir un conjunto dispar de artistas como jóvenes en tanto una posición, Gaitán Durán equiparó la actitud de vanguardia con la juventud, actualizando en su discurso la pertinencia que esta subjetividad tenía ya en iniciativas de avanzada desde inicios del siglo. En el contexto de su discurso, el “artista joven” es el “artista moderno” en un momento en el que todavía hay una evidente pugna entre arte moderno y academicismo. Aunque la exposición tenía un nombre más bien genérico –Exposición de escultores y pintores jóvenes de Colombia –, el escrito de Gaitán Durán produjo hasta cierto punto un “acto fundacional” respecto a la pertinencia de la noción de juventud en el ámbito del arte nacional. Evidentemente, dicha exposición aglutinó a un grupo de artistas que exploraban distintas alternativas plásticas de vanguardia para la época en que se realizaba. Sin embargo, a través de esta exposición, el sujeto “artista joven” no tuvo los efectos discursivos, tampoco las repercusiones en las dinámicas del campo del arte que sí tuvieron lugar con el Salón Intercol en la década del sesenta. La noción de juventud no atravesó las formas de hablar, significar y valorar las prácticas artísticas de avanzada a través de la Exposición de escultores y pintores jóvenes de Colombia. Dicho de otra manera, allí no emergió la subjetivación de la juventud de la mano de un campo que convocara un conjunto de prácticas e instituciones en torno a la condición “artista joven”. No en vano dicha iniciativa de 1947 fue sucedida en años posteriores por otras dos a las que se les tituló Salón de Pintura Contemporánea y Salón Nacional de Arte Moderno, sin que en ellas se aludiera a la juventud como signo de renovación o sinónimo de modernidad.

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El Primer Salón Intercol de Artistas Jóvenes y la apertura del Museo de Arte Moderno de Bogotá

A

nterior a la realización de esta exposición, Intercol (filial de IPC en

Colombia) ya había incursionado en una política empresarial de apoyo al ámbito cultural en Colombia que le había dado una buena reputación entre las élites sociales y culturales del país. Desde 1951 la empresa editaba la revista cultural Lámpara, la cual siempre incluyó textos sobre artes plásticas. Igualmente, en 1960 había instituido el Premio Nacional de Novela Esso cuyos primeros ganadores fueron Gabriel García Márquez y Manuel Zapata Oliveira en 1961 y 1962 respectivamente y había apoyado la realización de un cortometraje sobre arte colombiano en 1963 dirigido por Guillermo Angulo (Echeverri 1963, 20-22). Asimismo, patrocinaba el programa radial “Correo de la Cultura” de la cadena HJCK y contó entre sus asesores en materia cultural con artistas reputados como Enrique Grau.

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Intercol cumplió también un papel fundamental en la apertura del Museo de Arte Moderno de Bogotá en 1963, al concederle en calidad de préstamo un local ubicado en la Carrera 7ª No. 23 - 61. Como es bien sabido, ya desde la década del cincuenta y durante el gobierno del general Gustavo Rojas Pinilla, había surgido la iniciativa de crear un museo de arte moderno animado, en gran medida, por parte de una comunidad de artistas e intelectuales. Este deseo parecía concretarse hacia 1955, año en el que cobró forma una Junta Directiva para el proyecto de creación del museo, y la cual firmó un acta de fundación de la institución. Al poco tiempo se revocó dicha acta, al parecer por solicitud de esta misma comunidad de artistas e intelectuales (Serrano 1983). No son claros los motivos de la suspensión de la iniciativa, pero siguiendo los argumentos de Marco Palacios, 1955 fue el año en el que el gobierno de Rojas Pinilla acentuó decididamente su perfil como dictadura. Así entonces, se habría disipado el acercamiento de artistas e intelectuales al gobierno. En ese año, Rojas Pinilla ordenó la clausura del periódico El Tiempo y El Espectador, endureció la postura antiprotestante y anticomunista, y creó organizaciones “fantasma” para perseguir a quienes representaran una amenaza para el régimen (Palacios 1995, 210-214). El deseo de abrir un museo quedó truncado durante varios años hasta que en 1962, Marta Traba y otros miembros de esta misma comunidad impulsaron asiduamente la creación del Museo de Arte Moderno siguiendo un modelo ya conocido en otros países de América Latina: el museo como institución privada sin ánimo de lucro sostenida económicamente con la cooperación de socios, empresas, donantes y “amigos”. El Museo había comenzado actividades en 1962, pero contó con la sede ofrecida por Intercol a partir de 1963. Este modelo económico e institucional tomaba como referente al Museo de Arte Moderno de Nueva York, no solo respecto a sus pa-

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rámetros de sostenimiento económico, sino también respecto a la función que este debía tener en el campo del arte y en la vida cultural de la ciudad. Pero en el caso de Bogotá, como en el de otras ciudades del país y de América Latina, la apertura de los museos de arte moderno formó parte de un discurso desarrollista concomitante al deseo de la burguesía urbana por la metrópoli cultural que consideraba la concreción de una institución de este perfil como un importante paso en la “superación del subdesarrollo”. Bogotá creció vertiginosamente en el transcurso de la década del sesenta, llegando a ser la segunda ciudad con mayor tasa de crecimiento de América Latina, antecedida por Sao Paulo y seguida por México. Se trata del momento en que, como en otros países de la región, crecieron rápidamente conglomerados urbanos como resultado de los modelos de desarrollo económico que le dieron primacía al sector industrial. Aún así, la pobreza siguió creciendo en la ciudad (Palacios y Safford 2002, 557). En el caso particular de Colombia, tampoco hay que olvidar que el Frente Nacional inició con la diseminación de un discurso oficial optimista, pues esta coalición política suponía la superación del largo período de violencia entre liberales y conservadores, como también de un régimen militar en el poder. El discurso de “la democracia” que se administraba desde el sistema interamericano se acopló con facilidad al discurso político dominante en Colombia por dichos años: “la democracia” era un ideario y un horizonte común para la nación, supuestamente independiente de las posiciones políticas. Pero las únicas posiciones políticas aceptadas en este discurso dominante eran la liberal o la conservadora. El Partido Comunista Colombiano había sido proscrito de la Constitución en 1954, situación que no cambió en el transcurso del Frente Nacional.

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Cartel mural del concurso de novela “Premio Literario Esso”. 1962. Tomado de revista Lámpara no. 42, vol. VIII, junio de 1962. Colección Biblioteca Luis Ángel Arango.

La estrecha relación entre la empresa Intercol y el campo cultural colombiano revela un caso arquetípico de la filantropía del sector industrial de los años sesenta – reconocible también en otros países latinoamericanos –, que encontró en el ámbito del arte la plataforma idónea para posicionar su imagen y liderazgo en la meta del “desarrollo”. Recordando los temas tratados en el segundo capítulo a propósito de la filantropía empresarial, “posicionamiento” y “reputación” son formas que toma la acumulación de capital social, cultural y simbólico. La filantropía cultural promovida por una empresa como Esso en América Latina, además de buscar su liderazgo en la industria del petróleo en la región, también cumplió con lo que llaman la “diplomacia infor-

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mal” y la “licencia para operar”: la imagen de las marcas influye en la imagen del país del que provienen, y la filantropía empresarial es una carta de presentación altamente valorada por los gobiernos para que las empresas extranjeras accedan a sus mercados nacionales. Al participar decisivamente en iniciativas de arte “actual”, estas empresas ayudaron a producir una representación de la alta cultura –moderna y de avanzada – como correlato de la utopía del desarrollo urbano e industrial. Sin embargo, a pesar del prominente rol de la empresa en el evento, el Museo de Arte Moderno y Marta Traba marcaron pautas decisivas de la iniciativa en el contexto colombiano. Incluso en el catálogo de la exposición de la versión colombiana, José Gómez Sicre comenta que el proyecto fue en principio una idea del Museo de Arte Moderno de Bogotá y que, una vez este buscó el apoyo de Intercol, la empresa petrolera invitó a la Dirección de Artes Visuales de la OEA para replicar este proyecto a toda América Latina: Primeramente, hay que declarar que este Salón es múltiplo de una más vasta acción, que rebasa los confines de la República de Colombia. Es, en síntesis, el múltiplo colombiano de una exploración continental que se propone, como fin primero, saber lo que hacen en el momento actual nuestros artistas jóvenes.

[…] La idea de este Salón, nueva loa para Colombia, se originó en el Museo de Arte Moderno de Bogotá, que lo concibió con carácter únicamente nacional. Cuando Intercol y la Organización Esso consultaron a la institución que represento, su radio se ensanchó hacia lo continental, cumpliendo así con

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nuestros propósitos constantes de estimular una acción colectiva de los países de América, que los una y hermana y presente en conjunto como una red armoniosa de puntajes individualidades, donde la libertad de crear es un patrimonio común. (Gómez Sicre, 1964, s/p).

Aunque resulta difícil esclarecer hoy las negociaciones que debieron existir entre el Museo, Intercol y la División de Artes Visuales de la OEA para concretar distintos aspectos de la iniciativa, lo cierto es que el museo había previsto ya la realización de un Salón de Pintura y Escultura Joven desde 1963 sin contar aún con el apoyo de Intercol. Esta propuesta respondía, según un informe y plan de trabajo, a la siguiente situación: Existe en Colombia desde hace 15 años el Salón Nacional, en el cual se reúnen todos los artistas nacionales. El Museo desea instituir el Salón de Pintura y Escultura Joven, con el deseo de promover las bellas artes entre las nuevas generaciones y darles los estímulos de los premios que en el Salón Nacional son lógicamente acaparados por la gente de más nombre y experiencia. Este Salón promovería un Gran Premio de Pintura (adquisición) $15.000, un Gran Premio de Escultura (adquisición) $15.000 pesos, para los artistas de 20 a 30 años. (Museo de Arte Moderno, 1963).

Es errada la cantidad de años de existencia del Salón Nacional señalada en este plegable, mas no el número de versiones que se había realizado del mismo. Como lo menciono al inicio de este capítulo, la primera versión se hizo en 1940 y se realizó de manera ininterrumpida hasta 1946. Entre 1947 y 1949 se suspendió y volvió a realizarse en 1950 y 1952 en el gobierno de Laureano Gómez. Durante la dictadura de Gusta-

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vo Rojas Pinilla fue suspendido totalmente. Vuelve a realizarse de manera ininterrumpida a partir de 1958 con el inicio del Frente Nacional. La anterior explicación nos da a entender que esta iniciativa había sido considerada por el museo como un evento estructural dentro de su misión institucional a largo plazo y como una alternativa para los artistas jóvenes distinta al Salón Nacional, donde supuestamente estos últimos tenían pocas opciones de ser reconocidos. Si bien es cierto que en las últimas versiones del mencionado evento habían ganado artistas ampliamente reconocidos y “establecidos”, se trataba en la mayoría de casos de artistas como Enrique Grau, Eduardo Ramírez Villamizar, Alejandro Obregón, como también Fernando Botero, todos ellos valorados como representantes de un arte moderno vigente. Es oportuna esta aclaración, puesto que la alusión al Salón Nacional en el texto citado puede interpretarse como un evento marcadamente destinado a visibilizar a artistas “mayores” asociados a búsquedas plásticas caducas, razón para crear un salón para “jóvenes”. Igualmente, algunos artistas jóvenes habían recibido premios o distinciones como Nirma Zárate (26 años), quien obtuvo el segundo premio de pintura en 1963, y también fue elegida como una de las ganadoras en el Salón Intercol. En consecuencia, resulta pertinente detenernos a analizar con mayor profundidad la justificación para la creación de un Salón Nacional de Pintura y Escultura Joven. Cuando el Museo propone instituir un salón de pintura y escultura “joven” está diciendo, en otras palabras, que quiere fundar, convertir en hábito y en práctica estructurada un lugar destinado exclusivamente a aquellos artistas que apenas se inician en la confrontación de sus trabajos hacia la comunidad artística y otros públicos. Además de la concreción material de un lugar – en este caso, una exposición –, instituir implica procurar un territorio de significación a una práctica que aparentemente carece de sentido. El proceso

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de institución de una práctica convierte lo inusual o lo esporádico en tipificación, satisfaciendo las necesidades de un grupo social que hace de dicha práctica una conducta normada. Siguiendo al sociólogo Peter Berger, “la habituación torna innecesario volver a definir cada situación de nuevo [...] La institución aparece cada vez que se da una tipificación recíproca de acciones habitualizadas por tipos de actores” (Berger y Luckmann 1968, 74). Así pues, el Museo de Arte Moderno proponía hacer de la juventud biográfica de los artistas un criterio significativo para tener su propio salón, y propuso como norma para acotar ese lugar un rango de edad biográfica. Evidentemente, esta demarcación de producción artística en tanto el criterio de edad de sus autores, no está deslindada del supuesto de que en ese territorio llamado pintura y escultura “joven” estaría la representación del arte más “actual” y los vaticinios de su futuro devenir. Instaurar un salón de este tipo no responde sólo a la necesidad de dar reconocimiento a aquellos artistas que, por cuestiones de juventud no lo tienen –como sugiere la justificación anteriormente citada respecto al

Portada y contraportada del catálogo Salón Intercol de Artistas Jóvenes.

Museo de Arte Moderno de Bogotá, 1964. Fotografía tomada de los Archivos de arte moderno y contemporáneo del AMA | OEA.

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Salón Nacional –, sino también de la intención de nuclear, visibilizar y dar respaldo institucional a una diversidad de prácticas y de artistas que estarían a la avanzada de nuevas alternativas plásticas. En este orden de ideas, un salón para artistas “jóvenes” constituido como evento estructural en la creación y consolidación del Museo de Arte Moderno de Bogotá garantizaba lo que en el segundo capítulo mencionaba a propósito del rol del Museo de Arte Moderno de Nueva York: la instauración del museo como instancia legitimadora de artistas en proceso de consolidación al exhibirlos, premiarlos y casi de manera simultánea, inscribirlos a su colección. Sin embargo, esto último no pudo cumplirse a cabalidad como inicialmente lo planeaban las directivas del Museo de Arte Moderno de Bogotá. Aunque sí se realizó finalmente un “Salón de pintura y escultura joven”, las obras ganadoras del Salón Intercol no quedaron en manos del museo sino de la compañía petrolera. Y aunque el Museo continuó con su labor de exhibir y coleccionar artistas “jóvenes”, tuvo que esperar varios años para revivir un salón de este talante. El plegable de la convocatoria aclara que las obras ganadoras pasaban a ser propiedad de Intercol a perpetuidad. La compañía Esso estaba incursionando en la formación de una colección de “Arte moderno de América Latina” que había iniciado ese mismo año con la adquisición de obras de artistas centroamericanos. Simultáneamente a la realización del Salón Intercol, las obras recién adquiridas se exhibían en la Feria Mundial de Nueva York (Museo de Arte Moderno, 1964a, s/p). Des-

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de la Unión Panamericana, Gómez Sicre asesoró a la empresa en la formación de dicha colección. A la luz del anterior escenario, no había condiciones de posibilidad para que el museo abriera sus puertas sin la participación de Intercol: garantizó la realización de un evento decisivo dentro de la misión del museo, y facilitó la primera sede del museo ubicada en la Carrera Séptima con calle 23. Sin embargo, la situación cambia cuando el museo se traslada a la Universidad Nacional de Colombia en 1965, aspecto que no solo transformó el perfil de la institución sino la relación de la misma con sus antiguos “amigos” y patrocinadores.

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Fernando Botero: la paradoja del sujeto “joven” en el arte

E

l Salón Intercol de Artistas Jóvenes se inauguró el 19 de julio en el Museo de Arte Moderno de Bogotá. La convocatoria a los artistas que comenzó a circular unos meses antes a través de plegables y notas de prensa, proponía una particular discriminación de las posibles técnicas en las que los artistas podían presentar su trabajo: en la modalidad de pintura se contemplaban “las formas de ‘collage’, arte informal, óleo, acuarela, guache, temple, tinte en cáustica, resinas industriales (ducos y esmaltes) aplicadas sobre tela, cartón, papel o cualquier material no frágil” (Museo de Arte Moderno 1964b); y en la modalidad de escultura se hacía referencia a “las formas de chatarra, planchas de cerámica, pop-art, formas de alambres, formas móviles accionadas eléctricamente o logradas en la forma que el artista haya resuelto, madera, piedra, mármol, granito y cualquier otro material tallable” (Museo de Arte Moderno 1964b). Resulta llamativa esta clasificación propuesta por el museo,

pues a diferencia de las directrices de la Dirección de Artes Visuales de la OEA, no se limita a describir grosso modo dos modalidades de premiación – pintura o escultura –. Tampoco se rige por un esquema acor-

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Plegable de la convocatoria “Primer Salón Intercol de Artistas Jóvenes”.

Museo de Arte Moderno de Bogotá, 1964. Colección biblioteca Museo de Arte Moderno de Bogotá.

de a otros concursos y salones de la época en el contexto colombiano, como era el caso del Salón Nacional, donde la discriminación de las modalidades respondía a los medios tradicionales – pintura, dibujo, escultura y grabado –. Adicionalmente, el texto de la convocatoria señala como edad máxima para participar los treinta y cinco años, límite que difería con aquel establecido en el resto de los países latinoamericanos participantes de la iniciativa, que fue de cuarenta años.41 Los términos en que fue escrita la convocatoria muestran una clara intervención de las directivas del Museo en la definición de la misma, proponiendo casi de manera explícita la invitación a ciertos artistas que en el contexto nacional ya exploraban medios inéditos, como era el caso de

Feliza Bursztyn con sus ensamblajes de piezas de chatarra. Asimismo, recalcando la receptividad hacia las “últimas” tendencias. Resulta evidente que especificaciones como “chatarra”, “formas de alambres” y “formas móviles accionadas eléctricamente” aludían a experimentaciones sintonizadas con el Nuevo Realismo francés. 41

Más adelante ahondaré en las razones por las cuales hubo esta modificación en el rango de edad.

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El Nuevo Realismo como grupo de vanguardia surgió en 1960, y a este pertenecieron artistas como Arman, César Baldaccini, Francois Dufrêne, Raymond Hains, Yves Klein, Pierre Restany, entre otros. Emparentados con las estrategias del dadaísmo, estos artistas tomaban objetos, usualmente de producción industrial y en desuso, y elaboraban con ellos piezas de arte. Tenían como principal premisa la necesidad de volver a una nueva forma de percibir la realidad, distanciándose del sistema de valores autorreferencial del arte abstracto. En el mismo documento de 1963 en el que se proyecta la realización del Salón de Pintura y Escultura Joven también se propone la realización del Salón de Nueva Realidad, que comprendería todas las posibles formas de escultura que se especifican en esta convocatoria. Todo sugiere que la intención de hacer estos dos salones se hubiera garantizado en una sola iniciativa. Dentro del grupo de artistas participantes en el Salón Intercol, Feliza Bursztyn (31 años) era la artista que había tenido contacto directo con esta última tendencia. Había estudiado en la Academia de la Grand Chaumière en París a principios de los años sesenta, donde conoció y trabajó con el escultor César Baldaccini. Como ganadores del salón fueron elegidos en la modalidad de pintura a Fernando Botero (33 años) y Nirma Zárate, con el primer y segundo premio respectivamente; Feliza Bursztyn obtuvo el primer premio en la modalidad de escultura, y el segundo premio de esta categoría fue dividido entre Álvaro Herrán (27 años) y Francisco Cardona (27 años). De acuerdo al plegable de la convocatoria, se otorgaron diez mil pesos colombianos a los ganadores del primer premio y siete mil pesos colombianos a los del segundo premio. Se presentaron doscientas veintiocho obras y fueron admitidas setenta y ocho (Museo de Arte Moderno 1964). Adicionalmente, el jurado conformado por José Gómez Sicre, Marta Traba y Alejandro Obregón sugirió “premios de adquisición”

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Fernando Botero, Frutas.

Óleo sobre lienzo, 127 cm. x 130 cm., 1964. Colección Lowe Art Museum of Miami. Fotografía: Colección Biblioteca Luis Ángel Arango, Bogotá.

Nirma Zárate, Abstracción No. 5.

Óleo sobre lienzo, 121 cm. x 50 cm., 1964. Colección Lowe Art Museum of Miami. Fotografía: Colección Biblioteca Luis Ángel Arango, Bogotá.

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Alberto Gutiérrez, Summa X.

Acrílico y collage, 1964. Cortesía: Alberto Gutiérrez.

Beatriz González, Vermeeriana asomada al paisaje. Óleo sobre lienzo, 1964. Fotografía: Laura Jiménez Galvis.

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Delfina Bernal, Variaciones sobre un florero.

Óleo sobre lienzo, 1964. Fotografía: Colección Biblioteca Luis Ángel Arango, Bogotá.

Carlos Rojas, Hombre con saco cruzado.

1964. Fotografía tomada del Catálogo Salón Intercol de Artistas Jóvenes, Museo de Arte Moderno de Bogotá. Archivos de Arte Moderno y Contemporáneo del AMA | OEA.

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Feliza Bursztyn, Chatarra.

Ensamblaje, 1964. Fotografía tomada del Catálogo Salón Intercol de Artistas Jóvenes, Museo de Arte Moderno de Bogotá. Archivos de Arte Moderno y Contemporáneo del AMA | OEA.

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Álvaro Herrán, Relieve.

Cobre y técnica mixta con metales, 121 cm. x 50 cm., 1964. Fotografía: Colección Biblioteca Luis Ángel Arango, Bogotá.

Francisco Cardona, Mateo 1.

Hierro, 138 cm. x 140 cm. x 92 cm., 1964. Fotografía: Colección Biblioteca Luis Ángel Arango, Bogotá.

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para Carlos Rojas, Alberto Gutiérrez, Delfina Bernal y David Manzur. También otorgaron menciones de honor a la obra de Beatriz González, Gastón Betelli, y Leonel Góngora (El Espectador, 1964, 10). En la modalidad de pintura, las obras ganadoras, como también aquellas a las que el jurado otorgó otras distinciones, eran en su mayoría piezas que exploraban alternativas plásticas que, tomando como base una tradición de pintura figurativa, apropiaban temas y obras canónicas del arte occidental; experimentaban nuevas texturas, soportes y mezclas de pigmentos; planteaban relaciones paradójicas entre el fondo y la forma; insertaban elementos de materiales extraños a la pintura; o bien proponían la representación del cuerpo humano como un territorio de exploración gestual y de experimentación matérica. Entre ellas, Frutas de Fernando Botero, Virgen No. 8 de Leonel Góngora, Veermeriana asomada al paisaje de Beatriz González y Hombre con saco cruzado de Carlos Rojas. Una de las piezas tridimensionales que recibió mención de honor, Espejo para Euclide de Gaston Betelli, estuvo en su momento asociada al “arte pop” como también lo era la obra de Carlos Rojas, y fue descrita por el crítico de arte Walter Engel como “un biombo pintado sobre fondo negro, unido a un ‘piso’ negro, con una butaca real pintada de rojo sobre negro” (Engel 1964, 10F). El resto de las piezas en la modalidad de escultura que recibieron premio –los trabajos de Burzstyn, Herrán y Cardona –, involucraban el uso de materiales encontrados de origen industrial, manipulados y ensamblados. De acuerdo al panorama anteriormente esbozado, las obras que recibieron premio o distinción muestran una variedad de exploraciones que hacen eco de la heterogeneidad de la escena artística internacional. Aunque algunas obras presentaban rastros formales cercanos a la obra de artistas nacionales como Alejandro Obregón o Eduardo Ramírez Villa-

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mizar – la pintura de Nirma Zárate y la escultura de Francisco Cardona respectivamente–, domina en ellas, como también en la de Herrán, una abstracción de corte experimental y lírico más sintonizada con la escena francesa. En este sentido, las obras ganadoras del Salón Intercol de Artistas Jóvenes sugieren que, para mediados de la década del sesenta, los artistas “jóvenes” de la escena artística local están mirando otros referentes a los ya establecidos por sus “mayores” como Guillermo Wiedemann, Eduardo Ramírez Villamizar, Edgar Negret o Alejandro Obregón. Hacia finales de la década del cincuenta, Marta Traba había impulsado asiduamente al grupo de artistas anteriormente mencionado. Eligió sus obras, junto con la de Enrique Grau y Armando Villegas, para representar a Colombia en la Bienal de Sao Paulo de 1959, señalamiento que los ratificó como máximos representantes del arte en el ámbito nacional. Sin embargo, el proceso de posicionamiento de dichos artistas en la escena artística de los años cincuenta implicó intensas y escandalosas disputas entre Marta Traba y los artistas aún activos de la vanguardia nacionalista local, como por ejemplo, la sostenida con el artista Gonzalo Ariza (Padilla 2007, 201-249). Sin que llegase a ser un grupo de creadores coetáneos y unidos por un programa específico o unas búsquedas plásticas comunes, al ser el grupo de artistas seleccionados por Marta Traba para representar a Colombia en la bienal paulista, quedó nucleado ante los actores del campo del arte y la opinión pública de su tiempo como grupo representativo de lo que fuera más la posición crítica y el discurso de Traba. Estos artistas eran para ella quienes merecían ser llamados “maestros”. En una de sus habituales columnas de crítica de arte, Traba escribió a propósito de una exposición en 1961 de Luis Alberto Acuña lo siguiente: “Luis Alberto Acuña (a quien no llamaremos “maestro” por reservar ese calificativo solo para los expositores de la “Asociación de Artistas Co-

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lombianos”, de cuyas inimitables muestras desertó este año) ha expuesto en la Biblioteca Luis Ángel Arango”. (Araujo 1984, 46). Si bien participaron simultáneamente en muchas exposiciones, no fueron artistas que estuvieran agrupados de manera permanente. Incluso, la opinión favorable de Marta Traba sobre la obra de Armando Villegas desapareció a inicios de la década del sesenta. Las apasionadas disputas que Traba forjó para posicionar a este grupo de artistas sobre los artistas nacionalistas dejó una profunda huella en la historiografía del arte en Colombia: hasta hace relativamente poco tiempo se consideraba al grupo apoyado por Marta Traba como iniciador de un “verdadero” arte moderno colombiano, subvalorando así el aporte que muchos artistas americanistas habían hecho decididamente en esta ruta desde la década del veinte (Padilla 2007). Por lo tanto, Fernando Botero era asumido en el contexto nacional como un artista posicionado cuando presenta su trabajo en el Salón Intercol. No solo había representado a Colombia en la mencionada bienal, sino que también había obtenido el máximo premio en pintura en el Salón Nacional de Artistas de 1958, y el año inmediatamente anterior, el MOMA había adquirido su obra La Monalisa a la edad de 12 años. Se trataba de un artista que, como en el caso de Obregón, había sido legitimado para 1964 por una de las instituciones más importantes y poderosas del sistema del arte mundial. Como lo sugerí al inicio de este capítulo, el programa Salón Esso de Artistas Jóvenes con la participación de la Dirección de Artes Visuales de la OEA en su organización se percibía desde distintos ac-

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tores del campo del arte en los países de América Latina –museos, artistas, críticos, instituciones estatales y medios de comunicación, entre otros –, como un canal para ingresar al mercado de arte estadounidense, pero sobre todo, para ser legitimado desde el centro del poder del arte internacional. En este sentido, al convertirse en una iniciativa para toda América Latina y una oportunidad para que los artistas presentaran su trabajo en las salas de exposiciones de la Unión Panamericana, la justificación inicial que dio el Museo de Arte Moderno de Bogotá para instituir un Salón de Pintura y Escultura Joven se transformó. Sin abandonar del todo los argumentos iniciales, el texto de presentación del catálogo del Salón Intercol le da mayor peso a otras razones, entre las cuales se hace evidente el deseo de “internacionalización”42 y de superación del estado de “subdesarrollo”. El segundo párrafo de dicho texto firmado por Gómez Sicre dice: En segundo lugar, se propone dar estímulo a ese artista joven, poniéndolo o ayudándole a establecerse entre sus connacionales con una jerarquía profesional que le permitirá ir superando las barreras locales y abriendo para su futuro, más o menos inmediato, un puesto de igualdad entre sus colegas en el resto del continente en que nació o en el que reside y crea. Esta clase de constatación ayuda no poco a desempolvar y a desprovincianizar y, permítaseme un símil de orden económico, impulsar a dar valor de bien de exportación a lo que hasta el momento se detiene en bien de consumo doméstico. (Gómez Sicre 1964, s/p). 42

Andrea Giunta explica que el concepto “internacionalismo” representó distintas agendas artísticas en el transcurso de la década del cincuenta y sesenta (Giunta 2001, 30). En este caso, la “internacionalización” significaba llevar a los artistas colombianos a un nivel de calidad y de discurso visual que les permitiera estar al mismo nivel de los artistas contemporáneos activos en los grandes centros de arte.

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Así las cosas, el Salón Intercol se proyectaba como una plataforma para “superar” las “barreras locales”, y por tanto, como catapulta de posicionamiento de artistas jóvenes fuera del contexto nacional. Como Fernando Botero resultó ganador en la modalidad de pintura, pero su trabajo era ya reconocido en el ámbito internacional – incluso Botero estaba trabajando en Nueva York cuando le fue conferido el premio –, una columna de prensa del artista Samuel Montealegre, que también participó en el Salón Intercol, sugiere una inconformidad a propósito de esta situación. Montealegre dice: “Lo que quiero pedir para el salón del año entrante es la corroboración de la edad, ya que algunos se han acomodado la célebre frase de ‘juventud divino tesoro’ y no se desprenden de ella” (Montealegre 1964, 16). Como era de esperarse, Marta Traba respondió rápidamente a esta crítica: Cuando se pensó en el Salón de Artistas Jóvenes, creo que nadie cayó en cuenta de que Fernando Botero entraba en las condiciones del reglamento. Pero aunque su pintura posea un estilo tan imperioso, y su originalidad esté tan definida, Botero tiene treinta y tres años y olvidándonos de su nombre y su fama, la obra que mandó al Salón apabullaba a las otras. Para mí fue duro incorporarlo como cualquier otro en la competencia; pero entendía al tiempo la flagrante injusticia de excluirlo precisamente por su exceso de talento. Así la juventud cronológica de este pintor maduro nos venció y las frutas obispales y olímpicas se llevaron el primer premio. (Traba 1964a, 59)

Para 1964, Wiedemann tenía cincuenta y nueve años, Obregón, Negret y Grau cuarenta y cuatro años de edad, Ramírez Villamizar cua-

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renta y un años, y Villegas treinta y ocho años. Botero, como lo destaca Traba en su respuesta a la crítica de Montealegre, tenía treinta y tres años y por ende cumplía a cabalidad con los requisitos para participar en el Salón Intercol. Premiado en el contexto de este salón como un artista “joven” formaba parte a su vez de aquella poderosa representación que implicaba ser uno de los “maestros” del arte nacional. Teniendo en cuenta la explicación que en páginas anteriores hacían las directivas del Museo para llevar a cabo un Salón de Pintura y Escultura Joven, así como aquellas consignadas en el texto de presentación del catálogo del Salón Intercol, cabe preguntarnos ¿qué criterios operaron para establecer la edad biográfica que definía el estatuto “joven” del artista? Está claro que el límite de edad de cuarenta años que José Gómez Sicre señalaba como “promedio cronológico que señalaba la madurez creativa” no correspondía a las expectativas y los objetivos del Museo de Arte Moderno con la realización de este salón. Si la iniciativa original había sido propuesta por el museo y luego se había convertido en una iniciativa a escala continental, la institución tuvo un amplio margen de maniobra en la definición del rango de edad, que como vimos anteriormente, discrepó del formato estándar propuesto por la Dirección de Artes Visuales de la OEA. Posiblemente, un evento como la Bienal Joven de París haya servido de referente, pues desde su primera versión en 1959 establecía ese rango de edad para participar. Marta Traba había sido la comisaria encargada de la selección de representantes por Colombia para la primera versión de aquella bienal. De igual manera, como lo comenté en el se-

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gundo capítulo, en esta época se multiplicaron en los Estados Unidos los salones orientados a artistas “jóvenes” con características similares. Pero si analizamos la agenda del Museo de Arte Moderno de aquellos años, lo que encontramos es que el cambio del rango de edad para poder participar en el Salón Intercol respondió a una situación específica del campo artístico colombiano: a excepción de Wiedemann y Botero, el resto de los “maestros” rondaba con pocos años de diferencia los cuarenta años de edad. Armando Villegas, como señalé anteriormente, ya no era un artista del interés de Marta Traba para 1964, y existía un nutrido número de artistas en el campo del arte local que, siendo relativamente coetáneos a Ramírez Villamizar, Negret y Grau, no se habían deslindado del todo de temáticas y fórmulas estilísticas que para Marta Traba aún estaban ligadas a un nacionalismo retardatario. Sin embargo, como ya vimos con los ganadores del Salón Intercol, para 1964 en Colombia ya existía un grupo de artistas que con sumo eclecticismo apropiaba las tendencias “actuales” de los polos culturales internacionales. Estos artistas no promovían un discurso parricida frente al peso simbólico de los “maestros” nacionales, pero sí estaban animados en encontrar otros referentes que les permitiera diferenciarse de ellos. En particular, la obra de Alejandro Obregón ejercía una influencia enorme, era considerado el gran paradigma de la pintura colombiana moderna.43 El Museo de Arte Moderno había abierto sus puertas sobre el sustento de que ya existía en Colombia un arte moderno con “talla” in43 Paulatinamente, Botero irá ocupando también ese lugar. Beatriz González comentaba su propia experiencia y la de sus coetáneos al respecto en una conferencia titulada “Botero antes de Botero”, realizada con motivo de la donación de la serie “La Violencia” al Museo Nacional de Colombia en mayo de 2004. Sin embargo, estos artistas manifestaron en la mayoría de ocasiones gran admiración por Obregón, Ramírez Villamizar y Negret.

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ternacional, encarnado en el trabajo de Wiedemann, Obregón, Grau, Negret, Ramírez Villamizar y Botero, quienes estuvieron entre los artistas donantes que conformaron la primera colección permanente de la institución.44 En consecuencia, varios de los medios y materiales sugeridos en la convocatoria del Salón Intercol no operaron solo como “otras” materialidades posibles que se distanciaban de los medios tradicionales, sino que definían de antemano las formas de producción que a los ojos de Marta Traba caracterizaban una “nueva generación” de artistas modernos. Dicho de otro modo, la convocatoria no era un dispositivo “neutral” desde ningún punto de vista. Tanto el criterio de edad como los medios artísticos sugeridos en ella acotaron un espectro de artistas en función de una agenda institucional. En este orden de ideas, una taxonomía de la producción artística, en tanto criterios de edad biográfica, lejos de responder a una realidad concreta que explique la transformación del discurso visual de un artista, y más aún, indique el punto de inflexión en el que un conjunto de creadores pasan de un estadio de preparación para la plena actuación social hacia otra de predominio, es sobre todo una evidencia de la red de relaciones de poder del campo del arte. La aplicación de un criterio de edad biográfica para acotar un lugar de la producción artística como “joven” lo que hace es estimular una serie de significaciones respecto a ellas rondando dicha noción, pero no porque estas lleven de facto una juventud intrínseca a su materialidad. Por otra parte, el criterio de edad biográfica parece garantizar una categoría confiable para diferenciar y separar a la “plena madurez” de la “juventud” en el arte, y por ende, 44 Otros artistas donantes fueron: Juan Antonio Roda, Lucy Tejada, Nirma Zárate y Fanny Sanín, por mencionar algunos.

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lo establecido de lo emergente, la tradición de lo nuevo o lo caduco de lo vigente. Pero esto es una reminiscencia del estatuto de verdad que tuvo la edad biográfica para sustentar alguna vez una manera de entender el concepto de generación como categoría analítica del acontecer histórico y artístico. Si bien la edad no es un dato accesorio, tampoco es una línea de quiebre que pueda señalar la transformación de la vigencia de todo un sistema de valores de una a otra generación, como si además estas aparecieran como sucesiones lineales. La idea historiológica de la generación nació de una visión naturalista de la Historia. Durante todo el siglo XIX distintos historiadores buscaron dar contenido histórico a un concepto que desde la Antigüedad era usado en relación con el curso biológico de la vida humana. A principios de siglo XX, José Ortega y Gasset planteó una interesante teoría sobre el concepto de generación que transformó profundamente el carácter decimonónico del concepto. Sin embargo, Ortega y Gasset no dejó de creer en que existía efectivamente una cierta cantidad de años para definir a una generación (quince años). Mas recientemente varios historiadores han rebatido esta teoría, señalando que no hay tal exactitud para discernir una generación de otra, sino que más bien se trata de un conjunto de personas “históricamente parecidas y activas”, como también lo sugirió Gasset, pero sin estar necesariamente caracterizados por un rango de años o edad biográfica; también puede entenderse el paso de una generación a otra como transformación de un sistema de vigencias (Martínez 1982, 51-87). Fernando Botero, como excepción a la regla, es el artista que en el contexto del Salón Intercol personifica justamente la paradoja de la

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subjetivación de la juventud en el arte entendida en tanto rango de edad. “Maestro” y “joven” a la vez, es investido de una u otra manera de acuerdo al contexto en que sea nombrado. Como “maestro”, cuando Marta Traba enfatizaba la coherencia y solidez del conjunto de trabajos del artista y lo señalaba como uno de los representantes del arte moderno nacional. Pero como “joven” cuando queda incorporado en una iniciativa que se sustenta principalmente sobre criterios de edad.

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Y, ¿dónde están los jóvenes?

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l Salón Intercol había logrado tener una opinión favorable por parte de los medios de comunicación, incluso hasta en el periódico El Siglo. Seguramente, al tratarse de un evento patrocinado abiertamente por Intercol, y teniendo presente a Gómez Sicre para la sesión de deliberación de los premios, este periódico consideró oportuno explicar la pertinencia del arte moderno como ejemplo de desarrollo y democracia. El artículo se titula “El ‘arte moderno’, mejor defensa que tienen los países democráticos” (Mateus 1964, 8). En él, Gómez Sicre hace énfasis en que los regímenes totalitarios como el nazismo han actuado en contra del arte moderno, como también Stalin y el comunismo, a pesar de que en Rusia había nacido una de las tendencias más destacadas del arte abstracto. El periodista le pregunta que si el arte latinoamericano se está encaminando hacia el arte abstracto a lo cual Sicre responde que “no se trata de un problema de arte abstracto o figurativo”. Al final de la entrevista, se infiere que lo que el evento pretende destacar es el “arte moderno” (Mateus 1964, 8). Una de las artistas que mayormente recibió atención mediática

entre los ganadores del salón fue Nirma Zárate. Los tres premios im-

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portantes que había recibido hasta la fecha, que incluían el Segundo Premio de Pintura en el Salón Nacional de Artistas y el del Salón Internacional de Barranquilla, ambos en 1963, su exposición individual en marzo de 1964 en la Sala de Exposiciones de la Unión Panamericana y la que estaba por inaugurar en la Biblioteca Luis Ángel Arango de Bogotá, llamaron la atención sobre varias periodistas mujeres que encontraron en ella una figura interesante para ser entrevistada en la sección de “Cultura” o “Femeninas”: tenía 26 años, era mujer y “dotada de talento”. Las entrevistas que le realizaron, no dejan de recalcar su edad, nombrarla como “artista joven”, y referirse a ella en enunciados elogiosos como “notable figura de las nuevas promociones” (Valencia 1964, 13). Walter Engel, que escribía semanalmente en el periódico El Espectador, se refirió al evento como “un certamen lleno de juventud, dinamismo y progreso” (Engel 1964, 10F). Igualmente, en su columna de la revista la Nueva Prensa, Marta Traba dedicó al salón una loable y extensa nota de opinión que tituló: “El primer salón de artistas jóvenes, un éxito” (Traba 1964a, 59); con sumo entusiasmo y poca economía de adjetivos describe y argumenta cada uno de los premios otorgados, justificando las razones del éxito del evento. En términos generales, el ambiente de opinión en torno al Salón Intercol fue optimista y entusiasta desde el anuncio de su convocatoria y durante el transcurso de la exposición, sin que faltaran los habituales reclamos de los que no habían sido elegidos para exponer o premiados. Pero curiosamente, en un artículo publicado días después del cierre de la muestra, la misma Marta Traba cuestionó la supuesta “juventud” del evento. En el artículo “Y, ¿dónde están los jóvenes?”, Traba argumentaba que la controversia y discusión eran necesarias para un ambiente sano y maduro en el ámbito del arte. Por esa razón, se lanzaba a hacer una autocrítica en dicho artículo diciendo lo siguiente:

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He afirmado varias veces que el Salón Intercol probó la existencia no sólo de buenos pintores, sino de un nivel general de artistas seguros de su oficio, conocedores hábiles de la letra y espíritu del arte contemporáneo y eximidos de los reatos, complejos y compromisos extra-pictóricos que tuvieron las generaciones anteriores […] Pero en plan de autocrítica, esto es precisamente lo que más me desagrada del Salón, lo que me parece más desconcertante y peligroso; el buen oficio, el desenfado para usar las fórmulas generales de la abstracción (manera dominante del Salón). (Traba 1964b).

Como es bien sabido, Marta Traba usaba la controversia y el escándalo como estrategias para llamar la atención y había construido una voz que ella misma llamaba de “crítica destructiva”. Esta columna es una evidencia de ello. Después de elogiar los aciertos, aparecía usando un tono incendiario, irónico y recalcitrante para destacar sus desacuerdos. En el anterior párrafo se dirige particularmente a los participantes que no fueron elegidos ganadores, quienes en efecto habían presentado en su mayoría obras abstractas. Más adelante, Traba dice: La finalidad de convocar un salón de artistas jóvenes es la de pulsar, en un terreno perfectamente libre, la subversión de las expresiones nuevas contra las que le preceden. Pero en el Salón Intercol no hubo subversión alguna: por el contrario, acatamiento a “los mayores”, repetición de fórmulas, consultas muy flagrantes a libros de arte contemporáneo, virtuosismo en el oficio, elegancia o moderación en los resultados. ¿Y dónde está la temible juventud colombiana que paraliza el país con sus gritos irreverentes? En el Salón no está, en todo caso. (Traba 1964b).

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En esta parte, Marta Traba se lanza a hacer una generalización sobre el estado de la muestra, que en síntesis encuentra carente de juventud. Pero aquí el sujeto “joven” no aparece en tanto edad biográfica –aspecto que resaltó en su comentario favorable sobre el “joven” Fernando Botero –. Traba reclama la presencia de una subjetividad joven en el campo del arte local acorde a la estructura de sentir de la vanguardia. Recordemos aquí uno de los argumentos del primer capítulo de este texto: los artistas de vanguardia de principios de siglo XX produjeron una discursividad y una performatividad acorde a un ethos revolucionario que apelaba al cambio y la ruptura. En consonancia con este ideario, se auto-representaron como “jóvenes”. Subversión, irreverencia, ruptura con “los mayores”, lo “nuevo” en contra de lo pasado… Todos estos conceptos aparecen en el anterior fragmento recordándonos un sujeto “joven” de vanguardia. El 13 de agosto, un multitudinario grupo de estudiantes de la Universidad Industrial de Santander (UIS), con el apoyo de estudiantes de otras universidades, tomaron la sede de la televisora nacional. La protesta dio inicio en Bucaramanga y se exacerba con la expulsión de estudiantes de la Asociación Universitaria de Santander por parte de las directivas de la universidad. El mismo día de la toma de la televisora nacional, se hace una mesa redonda abierta al público para discutir los resultados del Salón Intercol. La marcha de “Los Comuneros de la UIS”, como se le conoce a esta protesta, es un hito de la protesta en Colombia: no solo fue la primera en la que decenas de estudiantes caminaron más de 500 kilómetros para llegar a la capital, sino que logró una cohesión nacional de otras organizaciones estudiantiles sin precedentes exigiendo cambios en la educación pública y declarando su desacuerdo al Frente Nacional (Archila 2008).

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Volviendo a los argumentos de Traba, aunque ella acude a la imagen de los cientos de estudiantes de la protesta de la UIS más como una metáfora de la rebeldía, lo cierto es que la institución que ella representaba no convocaba justamente a este sujeto joven del cambio con su rostro estudiantil. El deseo de instituir un evento de este talante era un índice del desplazamiento del locus de enunciación del “joven” como sujeto con potencial político, hacia una categoría institucional de administración de las prácticas artísticas que además había codificado a la juventud como rango de edad. Marta Traba parecía no ver que, como directora de un museo de arte moderno, y como crítica de arte que abogaba por la internacionalización del arte colombiano, participaba también de la invención de ese sujeto al que ella critica drásticamente en esta columna. Más adelante, continúa ahondando su desacuerdo respecto a la actitud de los artistas jóvenes: Yo no me explico de qué pueden quejarse los jóvenes artistas cuando en las galerías corren tras ellos para exhibirles sus obras apenas tienen diez cuadros medianamente armados, y las instituciones nacionales y extranjeras les otorgan generosamente sus becas aún antes de graduarse. En Washington, José Gómez Sicre exige sin cesar horneadas frescas de artistas para cumplir la generosa misión estimulante de la OEA, y recorre América Latina con un detector de talentos buscando quien asoma con un destello de personalidad. El camino pues está expedito y las condiciones ultra-favorables. (Traba 1964b).

El papel protagónico de la Dirección de Artes Visuales de la OEA en la circulación y apertura de mercado internacional para los artistas latinoamericanos y la economía de la “beneficencia” y de la “generosi-

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dad” en torno al sujeto “artista joven” que fue tratada en el capítulo dos, sin duda pusieron a la noción de juventud en una función eficaz en el mercado del arte. Si bien el museo no comercializa obras de arte, participa también de su dimensión económica, contribuyendo a la mistificación de la juventud como índice favorable en este proceso. Para terminar su artículo, Marta Traba expone sus expectativas personales respeto al Salón Intercol: ¿Qué quería yo del Salón? En primer lugar, que se sintiera que pertenecía a Colombia, y no a Suiza o Letonia, lugares de posible emplazamiento espiritual de las obras expuestas. A Colombia, país erizado de problemas; anarquía, violencia, subdesarrollo, desgobierno, situaciones radicalizadas, inconformismo. En segundo lugar, actos de agresión, para justificar el carácter específicamente joven de la convocatoria. Actos de iconoclastia, lanzamiento a la aventura; porque un joven que no destruye los ídolos no corre riesgos, ¿en qué no se notó que es joven? Prosternados con la frente en tierra, los jóvenes ratificaron la inmarcesible juventud de Obregón, de Wiedemann y, los mejor informados, de Afro, de Bissiere, de los norteamericanos contemporáneos en general. Estas obras pequeño-burguesas para convencernos sin traumatismos de la bondad del arte contemporáneo, estas obras de divulgadores dispuestos a colocar encima de un “buffet” Artecto un cuadro abstracto en cambio de las bardas sabaneras de Gómez Campuzano, me parece indigna de los jóvenes.

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Estoy al borde de preferir las vacas de Gómez Campuzano. Al menos no engaña a nadie. (Traba 1964b).

Este último fragmento anuncia una problemática que tomará mayor profundidad teórica unos años después para su autora, cuando escribe el libro Dos décadas vulnerables en las artes plásticas latinoamericanas, 1950-1970. Avizora un desplazamiento de su discurso teórico y crítico. Hasta la fecha, su pensamiento y su trabajo se había caracterizado por una defensa recalcitrante de la presencia de “lo universal” en el arte latinoamericano y de su apoyo incondicional a la internacionalización de los “maestros” del arte colombiano. Pero en este artículo manifiesta su insatisfacción con gran parte de las obras abstractas participantes, que considera carentes de referentes o críticas al contexto cultural, social y político colombiano. Esta inconformidad deviene después en cuestionamientos a la adopción acrítica de las tendencias artísticas internacionales en América Latina, que no encontraba necesariamente en la adopción del abstraccionismo, sino en lo que denominará la “estética del deterioro” en Dos Décadas Vulnerables: los happenings, el “arte pop” y el arte efímero eran ejemplos de esta estética que Traba consideraba intrascendente y de rápido consumo, acorde con las dinámicas del capitalismo estadounidense. Esta fase del pensamiento de Traba estuvo marcada por el pensamiento latinoamericanista de izquierda, en el que actualiza el sentimiento arielista anti-estadounidense (Medina, 2005). Pero también es una adaptación al ámbito del arte de la teoría de la dependencia: sin que lo haga evidente, Traba equipara la dependencia económica del “Tercer mundo” al “Primer mundo” a la adopción de modelos estéticos hegemónicos por parte de los artistas latinoamericanos.

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Varias experiencias que Traba tuvo justo después de la inauguración del Salón Intercol explican en parte este giro de opinión sobre el evento. Traba viajó en el mes de octubre a Argentina como jurado de la II Bienal Americana de Córdoba, donde tuvo oportunidad de ver la exposición “Eróticos en Technicolor” en el Instituto Torcuato di Tella, en la que la artista Marta Minujin presentaba piezas tridimensionales hechas con colchones de colores estridentes. Posteriormente, asistió a la premiación del Salón Esso en Perú, donde ganó Fernando de Syzszlo, quien también obtuvo uno de los galardones en la versión final del Salón Esso en la Unión Panamericana (Bazzano-Nelson 2005, 17-18). A su regreso a Bogotá, se estaba llevando a cabo por esos días el Salón Nacional, sobre el cuál Traba escribe un extenso artículo para el periódico El Tiempo. En dicho texto, es notorio el impacto que le causó el viaje a Argentina y Perú, donde se encontró con dos escenarios artísticos contrastantes. Sin hacer una alusión explícita a la obra de Minujin, habla en este artículo de que “todos los colchones, los nuevos realismos improvisados, los objetos irrisorios, tienen de antemano señalada su existencia precaria” (Traba 1964c, 13), caracterizada por una “ley del deterioro”; por otra parte, permanecerían los “resistentes” como ciertos “expresionistas abstractos, expresionistas figurativos y neoclásicos” (Traba 1964c, 13), cuyo ejemplo sería la obra de Fernando de Szyzslo. Esta última apreciación también es un antecedente del concepto “arte de la resistencia”, que Traba propone en Dos Décadas Vulnerables como salida para los artistas de la región frente al influjo dominante de las tendencias internacionales: un arte que no abandonara los referentes sociales o políticos de su entorno, pero sobre todo, que respondiera a una lógica cultural signada por otro tipo de tiempo –un tiempo cíclico y mítico, según ella –mas no por el tiempo apresurado del capitalismo estadounidense que llevaba al arte a su propia desaparición.

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Igualmente, un arte que pudiera hacer “herejía” con la “ortodoxia” de los centros emisores de dichas tendencias dominantes. El artículo “Y, ¿dónde están los jóvenes?”, como también las opiniones que esboza en el artículo sobre el XVI Salón Nacional, sugieren más argumentos para entender la posición de Marta Traba como jurado del Salón Intercol. Al apoyar la decisión de otorgarle el primer premio en pintura a Fernando Botero, seguramente no pensó sólo en que él era un pintor maduro de “frutas obispales y olímpicas”45, sino que su obra se orientaba en la dirección opuesta a la corriente dominante del salón y carente de “trasgresión juvenil”. Si tenemos en cuenta los intereses artísticos que tenía José Gómez Sicre por esos años, al menos dos de los jurados estaban fuertemente interesados en las opciones de la “nueva figuración”, aunque según Traba la obra de Botero planteaba una complejidad conceptual que desbordaba el retorno a “lo humano” de esta última tendencia. Para Marta Traba, Botero será después en Dos Décadas Vulnerables uno de los artistas que mejor ejemplifica la posición del “arte de la resistencia”. Aunque atento a las últimas tendencias pictóricas, Botero apropiaba tanto géneros, personajes y motivos de los “grandes maestros” de la pintura occidental que acoplaba a escenarios harto provincianos y localistas. A través de una superficie pictórica de exquisita factura, en sus obras aparecen figuras “gordas” dibujadas con un trazo que recuerda el mundo de la caricatura. La obra de Botero era una suerte de herejía de un pintor “subdesarrollado” al legado de la gran pintura occidental. El Salón Intercol fue promocionado como el primero de una iniciativa que parecía de largo aliento, no 45 Así describe la obra de Botero en su respuesta al reclamo del artista Samuel Montealegre, citada en páginas anteriores.

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obstante, no volvió a realizarse en Colombia. José Gómez Sicre, quien desde la OEA había celebrado el cumpleaños número 75 del sistema interamericano con la iniciativa, tampoco volvió a realizar otro evento similar. Marta Traba no pareció buscar el apoyo de otra entidad para lograr instituir definitivamente un salón nacional para “artistas jóvenes”, o bien no lo consiguió, teniendo en cuenta el traslado de la sede del museo al campus de la Universidad Nacional de Colombia, el giro misional y cambio de Junta Directiva que esto último supuso. Así mismo, las declaraciones públicas que Traba hizo a favor de la Revolución Cubana poco tiempo después, la distanciaron de cierto sector de económico y político influyente en el ámbito del arte. Pero así el evento no hubiera continuado patrocinado por la empresa, ni hubiera logrado instituirse independientemente de su apoyo, sí produjo un lugar de significación poderoso de la noción de juventud en el campo del arte colombiano. Por una parte, el Museo designó un lugar especial a los artistas “jóvenes” en toda su programación, instituyendo la realización de una exposición individual para uno de ellos cada año. Beatriz González fue la primera en iniciar dicho ciclo de exposiciones en 1964. Así pues, aunque no se mantuviera el formato de “salón nacional”, la institución no abandonó el respaldo institucional hacia los artistas “jóvenes” y la paulatina configuración de una colección a partir de algunos de sus trabajos exhibidos. Asimismo, mantuvo la noción de juventud para referirse a aquellos artistas que comenzaban a circular su producción. Es también notable que la juventud apareció como significado positivo en medios de comunicación a propósito de varios de los artistas que allí participaron, exaltando al “artista joven” como sujeto capaz de iluminar el devenir histórico del arte.

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Por otro lado, estimuló la creación de otro evento para los artistas “jóvenes”, que igualmente surgió de la mano de un nuevo museo. En 1967 abrió sus puertas el Museo de Arte Contemporáneo “Minuto de Dios” en medio de un ambicioso proyecto urbanístico de vivienda popular en Bogotá. El museo también procuró desde sus inicios la realización de un “Salón de Arte Joven” el cual logró consolidar y realizar anualmente hasta hace pocos años. Incluso para la primera versión del salón, Marta Traba participó como jurado. Por último, resulta oportuno recordar que el Museo de Arte Moderno logró instituir una iniciativa destinada exclusivamente a artistas “jóvenes” en 1975: El Salón Atenas. Nuevamente bajo un modelo que recuerda a su antecesor, pero con un límite de edad exigido a los participantes de hasta máximo treinta y un años, esta iniciativa estuvo patrocinada por la empresa de publicidad Atenas, y reunió allí a varios artistas que exploraban alternativas de un arte poco comercial para aquellos años. En contravía de lo que Marta Traba hubiera vislumbrado como un destino inevitable y catastrófico para el arte de América Latina, el Salón Atenas procuró un respaldo institucional a algunas de las manifestaciones que ella hubiera descrito como “estética del deterioro” y logró darles en los años setenta una importante visibilidad a estas prácticas que, negociando con las tendencias del arte internacional, lograron un discurso visual crítico y consciente de su locus de enunciación geopolítico.

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Autor sin identificar, Salón Intercol de Artistas Jóvenes.

Museo de Arte Moderno de Bogotá, julio de 1964. De izquierda a derecha: Álvaro Herrán, Carlos Rojas, Gastón Betelli, Alberto Gutiérrez, Nirma Zárate y Alejandro Obregón. De espaldas: Feliza Bursztyn. Fotografía cortesía: Gastón Betelli.

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Epílogo

E

n este trabajo me propuse precisar las condiciones de surgimiento de un sujeto “joven” en el campo del arte e indagar en prácticas discursivas específicas que produjeron procesos de subjetivación de la juventud; ubiqué experiencias significativas respecto a su caracterización y valoración como agente de cambio en el contexto de la modernidad, con especial atención en América Latina. Mediante este proceso, se revelaron dos momentos destacables de la articulación entre arte y sujeto “joven”: a principios del siglo XX, por intermedio de algunos textos y manifiestos de las vanguardias artísticas, y en los años de la segunda posguerra, a través de una iniciativa como el Salón Esso de Artistas Jóvenes. En el transcurso del siglo XIX y en el contexto europeo, la mo-

dernidad se instauró como un régimen de experiencia en el que el progreso y la revolución fueron haciendo del “futuro” un paradigma de avance hacia un mejor destino. Este ideario permitió la representación y significación de un sujeto “joven” como agente de la transformación y garante de dicho proceso. No obstante, sin la desobediencia a la “ley del padre”, tal valoración de la juventud no hubiera podido perfilarse en el siglo XIX: desde las poéticas del Sturm und Drang en las que hablaba un joven que deseaba emanciparse de la autoridad paterna, hasta los intentos, exitosos o fallidos, de decapitación del cuerpo político encarnado

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en la figura del Rey por parte de liberales, socialistas utópicos y nacionalistas. Hacia el final del siglo XIX, la imagen del “joven” también se incorporó positivamente en organizaciones obreras socialistas, no sin que la juventud llegara a desplazar al proletariado como sujeto colectivo de cambio social. Si hubo un locus de enunciación que pudiera representar a principios del siglo XX un ethos beligerante, de cambio y de avanzada – como se consideraban los artistas de vanguardia –, ese no podía ser otro sino el sujeto “joven”. Su voz es posible de reconocer a través de varias declaraciones y de textos de grupos de vanguardia tanto de Europa como de América Latina. Estos últimos, no solo capturaron significaciones sobre la juventud provenientes de los idearios revolucionarios y progresistas heredados del siglo XIX, sino que en sí mismas fueron espacios de la actividad social que como pocos en la época, rodearon al sujeto “joven” de una enorme potencia simbólica como agente de transformación. Las iniciativas de vanguardia de América Latina de principios de siglo XX son singularmente llamativas desde esta perspectiva de análisis. Las hay desde aquellas con retóricas y posturas radicalmente contestatarias en las que habla un sujeto con ethos revolucionario, hasta otras que, aunque decididamente modernas, no pretenden desobedecer y volver caduco todo legado artístico y cultural. A pesar de esas diferencias, resulta notable la fuerza del juvenilismo como filosofía que proyecta en el sujeto “joven” la utopía de una sociedad más moderna y civilizada, pero también más justa e igualitaria, articulada en torno a un ideario sobre América Latina como un gran proyecto cultural, social y político. Esta subjetividad juvenil autoafirmativa y dueña de su propia enunciación, así como de las plataformas de circulación de sus significados – las revistas fueron uno de sus más privilegiados soportes –, no se agotó en el primer cuarto de siglo en el ámbito del arte. No

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obstante, sí resulta evidente que otros agentes empezaron a producir significaciones sobre esta subjetividad que tomaron gran dominio en el campo del arte hacia mediados del siglo XX. El reordenamiento de la geopolítica mundial, hizo de Nueva York el nuevo centro del arte occidental a partir de finales de la década del cuarenta. Esta transformación, involucró un rápido e intenso proceso de institucionalización del arte de avanzada en el contexto neoyorkino y su incorporación a idearios políticos dominantes. Así entonces, se mitigó la idea de que la vanguardia artística era una amenaza al status quo, y ésta devino en representación digna de una sociedad moderna, democrática y defensora de la libertades individuales; entre ellas, la “libertad de expresión” de sus artistas. Por supuesto, sería errado afirmar que todas las posibilidades críticas de la vanguardia fueron raptadas por las agendas que favorecieron la política internacional de los Estados Unidos en el contexto de la Guerra fría. Sin embargo, el posicionamiento del expresionismo abstracto como “primera” vanguardia originaria de los Estados Unidos y a la cabeza del mundo del arte occidental si impulsó un cambio de paradigma cultural: con un respaldo social y político sin precedentes, convocó a más actores que complejizaron la red de relaciones de poder y de significación en el campo de arte; estos últimos, por su parte, transformaron su apoyo a la vanguardia artística como medio para la acumulación de capital económico, simbólico, social y cultural. Entre los actores decisivos de esta red de relaciones de poder se encontraban empresas, fundaciones y museos que, mediante iniciativas de filantropía empre-

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sarial, propiciaron condiciones favorables para garantizar una activa producción y divulgación de novedades artísticas. A través de estos agentes, los artistas “jóvenes” se convirtieron en importantes focos de atención; un locus de enunciación institucional acentuó en ellos significaciones en torno a la juventud como etapa de tutelaje y seguimiento. Esto último, imbricado a un ideario de protección hacia los jóvenes como medida preventiva de “problemas sociales”, hicieron del “artista joven” un sujeto idóneo para aplicar una economía de la beneficencia, la generosidad y el legado en el campo del arte. El Salón Esso de Artistas Jóvenes no solo ejemplifica la anterior estructura de pensamiento, sino que además confluye con una vertiente del régimen de la modernidad que se instaura en América Latina a mediados del siglo XX: el discurso del desarrollo. José Gómez Sicre, líder visible de esta iniciativa, materializa a través de sus escritos y su labor como Director de Artes Visuales de la OEA este ideario; representa al artista “joven” y latinoamericano como sentenciado a un destino fatídico puesto que en su lugar de origen “subdesarrollado” no se le entiende ni se le apoya. La solución que propone Gómez Sicre a este aparente callejón sin salida es la inserción de los artistas jóvenes de América Latina al discurso del arte “universal”, sin perder los rastros de un “espíritu” latinoamericano. A través del análisis del Salón Intercol Intercol de Artistas Jóvenes – nombre que tomó el Salón Esso en su versión colombiana –, se puede rastrear una historia de la fundación del Museo de Arte Moderno de Bogotá: decididamente involucrado con la empresa privada, siguió el modelo del Museo de Arte Moderno de Nueva York, anhelante de “desarrollo” cultural para Bogotá. La intención de instituir un salón y concurso destinado a los artistas jóvenes fue un planteamiento estructural para esta institución que se percibía carente de tradición alguna – a los ojos de Marta Traba, la mayoría de los artistas de la vanguardia nacionalista

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no eran “modernos” –; así entonces, la institución inició su programación de exposiciones y su colección con aquellos que iniciaban junto con ella el camino del “arte moderno” en Colombia. Tanto la convocatoria como los resultados del concurso, muestran que aunque la iniciativa tenía una proyección continental, Marta Traba tuvo amplio margen de maniobra para adecuar los parámetros acordados con la Dirección de Artes Visuales en función de las dinámicas de legitimación y promoción del arte “actual” en el contexto colombiano. Los criterios de la convocatoria apuntalaban a dar apoyo a aquellos artistas que estaban sintonizados con las últimas tendencias internacionales; especialmente con el Nuevo Realismo francés, y a nuclear un nuevo grupo de artistas de avanzada en el contexto nacional. En este contexto, Fernando Botero es un artista que pone en evidencia una paradoja de la subjetivación de la juventud, es un artista que explora los caminos de lo que en aquel momento se entendía como “nueva figuración”, en contravía del supuesto privilegio hacia la abstracción que promovía la Dirección de Artes Visuales de la OEA; es el más joven, en términos biográficos, y uno de los más posicionados en el contexto internacional. Pero más allá de estas aparentes contradicciones, su premiación revela a la juventud como una noción móvil y conveniente, sujeta a las relaciones de poder del campo del arte. El resultado del Salón Intercol no parece haber respondido a las expectativas de Traba, quien consideró que a través del certamen dominaba una entrega acrítica de los artistas jóvenes a las tendencias internacionales, perdiendo referentes atados al contexto nacional y latinoamericano. Esta consideración, que parece ir en contravía del objetivo de la iniciativa y de la agenda estética de Traba hasta antes de

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este evento, anuncia un profundo conflicto de paradigma sobre el papel del arte en América Latina y los caminos a tomar por parte de sus artistas jóvenes. Este conflicto aflora a través de un artículo de prensa en que Marta Traba manifiesta cierta nostalgia del ethos revolucionario de la vanguardia artística, carácter que además sí ve encarnado en las demandas de cientos de estudiantes que se toman las calles de Bogotá. Así mismo, expresa una frustración frente al papel de los jóvenes, que hace eco del ideario juvenilista que atravesó el pensamiento crítico de Marta Traba. En este sentido, la escena parece expresar esta aporía: por fin existía un museo de arte moderno para catapultar a los artistas “jóvenes” y generar espacios de debate y confrontación en torno a su trabajo; habían llegado los tiempos en que la juventud se había convertido en un sector social masivo y completamente visible, que además se congregaba en torno a demandas que recordaban su potencial de transformación política. Así entonces, ¿cómo era posible que el ámbito del arte carecía de la voz de una subjetividad que desde principios del siglo había logrado declararse abiertamente beligerante, iconoclasta y parricida en los tiempos en que la juventud era más un sujeto del cambio en los discursos y las representaciones simbólicas, pero decididamente un sujeto de control a través de sus instituciones sociales? ¿Cómo podía el arte de América Latina perder un sujeto determinante para afianzar un locus de enunciación “latinoamericano” o “colombiano” capaz de autodeterminarse en medio de un escenario mundial de producción de corrientes artísticas e imaginarios tendientes a la homogenización de las subjetividades?

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La multiplicidad de discursos visuales críticos que los artistas “jóvenes” lograron articular después de la realización del Salón Esso en el contexto colombiano, reflexivos respecto a la condición de subalternidad y dependencia de los grandes polos del arte mundial, muestran que el Salón Esso no emprendió exitosamente una hegemonización –si es que realmente la había –, de las prácticas artísticas en América Latina. El Salón Esso en Colombia, ejemplifica más bien un momento conflictivo de las apuestas estéticas en América Latina a mediados de la década del sesenta: la confluencia del discurso del desarrollo como promesa de consolidación del proyecto de la modernidad, junto con la necesaria rearticulación de las estrategias críticas de los artistas “jóvenes” en medio de un panorama internacional en el que el arte de vanguardia está claramente institucionalizado; el sujeto artista “joven”, aunque también codificado por las instancias de promoción y apoyo al arte, buscará otras alternativas de subjetivación de su experiencia de juventud.

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