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HISTORIA DE VIDA

HISTORIA DE VIDA

“Yo, yo hablé, y le llamé y le traje; por tanto, será prosperado su camino”. Isaías 48:15

Rev. Luis M. Ortiz

MI LLAMAMIENTO

Éramos muy católicos, mi madre era una católica practicante, éramos 10 hermanos, y yo era el octavo. Un día el mayor de los varones enfermó de gravedad con tifoidea, el médico venía dos veces al día, y cada día empeoraba su condición. Recuerdo ese día que el doctor vino a las 10 de la mañana y lo auscultó, y le dijo a la familia que estaba muy grave y que había poca esperanza. Se fue el doctor, y cerca del mediodía mi hermano falleció.

A las 5 de la tarde volvió el médico, el doctor Ramírez, entró a la habitación y examinó a mi hermano, y encontró que estaba muerto, llamó a mi padre a un rincón de la sala –la casa estaba llena de familiares, vecinos y amigos¬–, yo me fui detrás de mi padre, me paré a su lado, y oí cuando el doctor Ramírez le dijo: “Don Miguel, no hay vida, ordene los servicios funerales”.

Mi padre fue a la funeraria, ordenó el servicio fúnebre, y llamó por teléfono a una hermana suya. Esa hermana era cristiana evangélica, llena del fuego del Espíritu Santo. Como a la hora y minutos mi tía llegó a casa –vivíamos en el pueblo, en el interior de Puerto Rico, en las montañas–, mi tía entró a la habitación donde estaba el cadáver, se arrodilló para hablar con Dios, y como a los 6 a 7 minutos de estar orando, ella vio en la cabecera del muerto al Señor Jesucristo que le decía: “Yo le doy vida”. Eso le bastó a mi tía, se levantó, fue a la cocina donde mi madre gritaba histérica. Esa misma tía le había hablado a mi madre varias veces, y siempre fue rechazada, pero ahora mi madre tenía al hijo mayor muerto, y ahora mi madre escuchaba a mi tía.

El pueblo que estaba en mi casa, un pueblecito católico recalcitrante, empezó a oír ese mensaje, dejaron al muerto solo y vinieron a oír a mi tía, todos estaban escuchando la Palabra de Dios; como a los 10 minutos algunos se acordaron del muerto y fueron al cuarto y lo encontraron sentado en la cama. En la cocina estaba hirviendo el chocolate del velorio, y al muerto le dio el olor del chocolate de su velorio y pidió chocolate, y el muerto se tomó el chocolate de su propio velorio. Y nadie me lo contó, en ningún sitio lo leí, yo lo presencié, y así fue que entró Cristo y Su Evangelio a mi hogar de esa manera impactante. Eso sucedió en el 1928, y mi hermano siguió sus estudios, se hizo un profesional, se fue a Estados Unidos, llegó a ser un magnate, dirigió 6 000 hombres en una empresa, y volvió a morir en 1974.

Al mes, después de Dios haber obrado este portentoso milagro en nuestro hogar, visité la iglesia con mi madre. Tenía entonces 10 años de edad. El predicador, un poderoso evangelista lleno de la unción del Espíritu Santo, predicó el mensaje de la Palabra de Dios. Entre unas 25 manos que se levantaban para aceptar al Señor como Salvador, también se levantaba mi pequeña mano. El evangelista se me quedó

mirando y me invitó a pasar a la plataforma, habló algunas palabras y, lleno del Espíritu Santo, posando sus manos sobre mi cabeza, orando a Dios, me dedicó al servicio del Señor, diciendo: “Señor, si Tú te tardares en venir, haz de este niño un predicador de Tu Evangelio”.

Transcurrieron los años, terminé mis estudios, comencé a trabajar en la empresa periodística más fuerte del país; ganaba mucho dinero, estaba muy satisfecho, aunque bien dentro en mi espíritu había una insatisfacción. Después de Dios tratar conmigo en distintas ocasiones, y después de algunos años de estar trabajando, teniendo un futuro brillantísimo en la empresa, obedecí al Señor y renuncié a mi trabajo e ingresé a un instituto bíblico a estudiar la Palabra de Dios. Estando en mi primer año de estudios, Dios me llamó al campo misionero. Esto me resultó muy duro. Siempre que oraba Dios me llamaba, y opté por no orar con mucho fervor para no oír la voz de Dios llamándome. Pero vino un tiempo de crisis en mi vida, y comencé a buscar el rostro de Dios, y Dios volvió a hablarme y a llamarme, mas yo respondía al Señor que yo no saldría al campo misionero; que me resultaba muy duro abandonar mi familia, mi país, etc.

Un día mientras oraba, sentí la poderosa mano de Dios que me tomó por mi pecho y espalda, como quien toma un lápiz en su puño, y me decía: “Te necesito, ¿vas?”. Yo respondía: “No Señor, envía a otro”. Su mano me oprimía un poco más, y volvía a decirme: “Te necesito, ¿vas?”. Volvía yo a responder: “No Señor”. Su mano me oprimía aún más fuerte y volvía a preguntarme, mas yo seguía resistiendo. Al fin Su mano me apretó de tal modo que yo sentía que iba a ser triturado, y me dijo: “Hijo, ¿y ahora, estás listo para ir?”. Fue entonces que respondí: “Sí Señor, está bien, yo iré. Tú me abrirás las puertas, y yo entraré por ellas”.

Cuando me decidí obedecer al Señor, Su mano me soltó, y se adueñó de mí una paz, un gozo, una armonía y un espíritu de victoria, que jamás me ha dejado.

Y a la verdad, que el recuerdo de ese apretón lleno de misericordia de la mano de Dios, juntamente con Su amorosa y cálida voz en mi corazón, me hace seguir con gozo la senda que Él me ha trazado; y aunque en el mejor desempeño de mi misión en el mundo y de mi responsabilidad ante Dios, grandes apretones he recibido de demonios y de hombres, de impíos y de creyentes, de laicos y de oficiales, no obstante, aquel misericordioso apretón de la mano de Dios, siempre me recuerda que mis tratos son con el Señor, y que sólo a Él soy responsable.

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