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DEVOCIONAL

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ENTREVISTA

ENTREVISTA

“Y el leproso en quien hubiere llaga llevará vestidos rasgados y su cabeza descubierta, y embozado pregonará: ¡Inmundo! ¡Inmundo! Todo el tiempo que la llaga estuviere en él, será inmundo; estará impuro, y habitará solo; fuera del campamento será su morada”. Levítico 13:45-46

Rev. Carlos Guerra

EL PECADO, UNA ENFERMEDAD

En la Biblia se mencionan muchos tipos de enfermedades. Sin embargo, Dios hizo tal énfasis en la enfermedad de la lepra, que, a diferencia de las demás dolencias, le dedicó varias leyes. Dicha enfermedad era peculiar, dado que no era tratada por los médicos, sino por los sacerdotes. Sus características estribaban en ser una enfermedad hereditaria, muy contagiosa y oculta, o sea, uno podía llevarla en el cuerpo muchos años sin percatarse de ello. Los primeros síntomas de la lepra eran unas pequeñas manchas blancas rojizas que aparecían en la piel, pero cuando el individuo las veía, ya era demasiado tarde para él.

El pecado funciona de la misma manera se inicia con cosas pequeñas, que juzgamos insignificantes y de las cuales pensamos que no afectan ni nuestro corazón, ni nuestra mente, ni nuestro cuerpo. La lepra del pecado se esparce poco a poco, hasta que carcome la moral y hunde al hombre y a la mujer en la más sórdida corrupción. Uno empieza con un trago de alcohol, con un cigarrillo, con una primera inyección de droga, con un poquito de pornografía y, cuando viene a darse cuenta, el pecado ya le está ahogando. Hoy día, al pecado se le ha minimizado y dicha palabra ha tomado un significado leve. Algunos prefieren pintar el pecado de otros colores, pero el pecado sigue siendo pecado.

Poco importa nuestra posición en la iglesia o en algún concilio; si el virus del pecado infecta nuestras vidas y bajamos la guardia en nuestra congregación al Señor, cualquiera de nosotros puede perder todo lo que ha ganado.

El judío leproso no solo padecía de una enfermedad maligna, sino que también era considerado como una persona inmunda, impura, sucia. Por esta razón, tenía que vivir exiliado y alejado de su familia, de la ciudad, y se le trataba como a un paria de la sociedad. En efecto, los leprosos tampoco podían participar de las fiestas solemnes israelíes y, entre ellas, la fiesta anual de la Pascua. Dicha celebración era la más anhelada y concurrida por los judíos, quienes se sentían privilegiados al poder allegarse a la tierra santa para adorar al Señor.

Además del sufrimiento del aislamiento, el leproso pasaba por la terrible humillación de tener que advertir a los transeúntes sobre su enfermedad, pregonando “¡inmundo!” por las calles mientras caminaba. Cuando el gentío se había alejado lo suficiente, entonces el leproso pedía si alguien le pudiera dar algo de comer; según la costumbre, se les hacía limosna de un trozo de pan o de algún pescado.

Amados, existen dolencias que los médicos de esta tierra

no entienden ni pueden solucionar. En sus vanos intentos y limitaciones, los especialistas les recetan a las personas somníferos o bien electrochoques. Sin embargo, lo único que hace la ciencia es mandar al paciente otra vez a su casa, sacudido por las descargas eléctricas recibidas y soñolientas, ¿por qué? Porque la medicina humana se encuentra sin recursos ante las enfermedades espirituales y las dolencias del alma, que tan solo un milagroso toque divino puede sanar y restaurar. Jesucristo es el único especialista que puede sanarle de la depresión, y de toda enfermedad moral que esté afectando su vida. Imagínese el encuentro del leproso con Jesús. Cuando el primero oye que se acerca una multitud, se levanta, listo para pregonar su condición de inmundo y verlos apartarse de su camino. La caravana se detiene, en efecto, observando en silencio a ese monstruo que se aproxima, desfigurado por la enfermedad y hediondo. Pero, cuando alza la mirada, ve a alguien que, en vez de alejarse como los demás, se acerca a él.

Amado, ¡Cristo no es como los demás! Haga como el leproso, quien “se postró con el rostro en tierra y le rogó, diciendo: Señor, si quieres, puedes limpiarme” (Lc. 5:12).

La reacción de Cristo y los efectos de su toque divino no se hicieron esperar: “Entonces, extendiendo Él la mano, le tocó, diciendo: Quiero, sé limpio. Y al instante la lepra se fue de él... sino ve, le dijo, muéstrate al sacerdote, y ofrece por tu purificación, según mandó Moisés, para testimonio a ellos” (Lc. 5:13-14). El pecado destruye y desfigura, pero el toque purificador de Cristo entraña la restauración del individuo.

Amigo que lee estas líneas, solo Cristo puede hacer de usted un hombre o una mujer nueva, y le permitirá recuperar lo que la lepra del pecado le ha arrebatado. Pídale a Dios misericordia, Él extenderá su mano y le tocará con Su poder. No se quede manchado; todavía hay limpieza en Cristo para usted. Dios le bendiga.

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