7 minute read
HÉROE DE LA FE
La sierva Susanna Annesley fue una creyente que marcó la historia de la fe evangélica y transmitió una forma de amar a Dios que se mantiene intacta en virtud de su gran impacto. El Señor fue el núcleo de su vida.
SARAH BOLTON
Advertisement
SUSANNA, LA MADRE DE LOS HERMANOS WESLEY
Progenitora de los recono-
cidos predicadores Charles y John Wesley, la sierva Susanna Annesley fue una creyente que marcó la historia del cristianismo y dejó un legado que se mantiene intacto debido a su gran impacto. Heroína del Evangelio, obediente a la voluntad del Señor y defensora del servicio a Dios, su férrea promoción de la salvación mediante la oración y la fe personal causó un efecto profundo en la enseñanza de las buenas nuevas que engrandeció la doctrina de Cristo.
Vigésimo quinta hija del pastor Samuel Annesley, un reconocido predicador inglés del siglo XVII, la hermana Susanna nació en la ciudad de Londres, capital de Inglaterra, el 20 de enero de 1669. En la intimidad de su hogar, desde el principio de su vida, se acostumbró a contemplar la emoción con la que su padre leía veinte capítulos diarios de las Sagradas Escrituras, un hábito que adoptó, tan pronto inició su formación académica, y sostuvo hasta el día de su fallecimiento.
Con el respaldo de su padre, en una época en la que se daba poca importancia a la educación de las mujeres, recibió una instrucción de alta calidad. Se le animó mucho a analizar diversos libros teológicos y a escudriñar de forma permanente la Biblia. También aprendió griego, latín y francés y fue prepa-
Con el respaldo de su padre, en una época en la que se daba poca importancia a la educación de las mujeres, recibió una instrucción de alta calidad. Se le animó mucho a analizar diversos libros teológicos y la Biblia. Aprendió griego, latín y francés. En 1682, con trece años, se unió a la Iglesia de Inglaterra. Ese mismo año conoció a su futuro esposo: Samuel Wesley.
rada para oponerse a las ideas con las que no estaba de acuerdo. En 1682, con solo trece años, se unió a la Iglesia de Inglaterra. Ese mismo año conoció a su futuro esposo: Samuel Wesley. Surgida en un ambiente piadoso, tuvo siempre un amor enorme por las cosas del Altísimo. Sin embargo, fue en su juventud cuando profundizó su predilección por la oración y situó al Salvador como el núcleo de su existencia cotidiana. Además, comenzó una amistad con el hermano Wesley, seis años mayor que ella, a quien alentó para transformarse en un perseverante predicador del Redentor y lo motivó a culminar sus estudios en la Universidad de Oxford de donde egresó el 19 de junio de 1688.
FRUCTÍFERA ETAPA Ciento cuarenta y nueve días después de la graduación del reverendo Samuel, se casó con él y empezó la etapa más fructífera de su historia que, aun así, estuvo marcada por las dificultades económicas, el dolor y las innumerables pruebas que debió enfrentar. En los primeros meses de su matrimonio, residieron en una humilde habitación de una pensión de Londres en condiciones muy modestas. Luego, el 10 de febrero de 1690, nació el primero de los diecinueve retoños que tuvieron. Tras servir a Jesús en el pueblo de South Ormsby por más de tres años, al lado de su cónyuge, se estableció en la ciudad de Epworth, una pequeña localidad comercial de dos mil habitantes, a principios de 1697. Allí, en compañía de su prole, desarrolló un ministerio familiar, centrado en el estudio estric-
to, disciplinado, cuidadoso y sistemático de las Escrituras, que fue la inspiración sobre la que sus hijos John y Charles edificaron posteriormente el movimiento metodista.
Con el objetivo de salvar las almas de sus descendientes, dedicó seis horas diarias a la educación de sus pequeños, a quienes con ternura y constancia enseñó a amar, obedecer y exaltar al Mesías, mientras su esposo predicaba la Palabra de Dios. Asimismo, con rectitud y una voluntad de hierro, eludió la pobreza en la que se vio obligada a subsistir debido a los exiguos ingresos pastorales de su consorte y se mantuvo firme, aferrada al poder de Jehová, en el camino de la redención.
Todos los días, como parte de su rutina, entonó alabanzas por las mañanas y las noches para motivar a que todos sus vástagos siempre supliquen al Creador. Del mismo modo, asignó a cado uno de ellos un tiempo, de alrededor de sesenta minutos, para profundizar su fe. Animada por su propia formación, colocó especial atención en la educación de sus hijas a quienes transmitió un caudal inagotable de conocimientos teológicos y las orientó para convertirse en mujeres rectas y justas.
Impulsora de los devocionales diarios, preparó textos, meditaciones y comentarios teológicos, doctrinales y educativos para desarrollar de mejor forma su labor al frente de su escuela familiar. Los temas en los que enfocó su interés fueron las principales verdades de las Sagradas Escrituras, la fe de los apóstoles y los Diez Mandamientos.
AMOR DEL REDENTOR El 31 de julio de 1702, enfrentó uno de los tantos sufrimientos que debió padecer en su historia particular: dos tercios de su casa resultaron dañados por un voraz incendio del que se salvó milagrosamente con sus niños. Al poco tiempo, a pesar de los daños, reconstruyó su vivienda. No obstante, el 9 de febrero de 1709, observó cómo su domicilio fue arrasado por las llamas. Aquel día, estuvo a punto de ser trágico para ella si es que John, de cinco años, no hubiera sido rescatado del fuego gracias a la misericordia del Señor.
Otro momento duro que tuvo que vivir fue el encarcelamiento de su esposo, a causa de un adeudo de trescientas libras, ocurrido el 19 de junio de 1705. Entonces, durante tres meses, realizó una serie de gestiones para sacarlo de la prisión del castillo de Lincoln y se las ingenió para que no les faltara nada a los suyos. Asimismo, envuelta en el amor del Redentor, sobrellevó con resignación la muerte de nueve de sus hijos, quienes dejaron de existir a corta edad, entre 1690 y 1709.
Metódica en su labor evangelizadora, comenzó a compartir la doctrina de Cristo, en la cocina del templo que pastoreaba su marido en Epworth, en 1712. Su estreno en el púlpito ocurrió cuando el hermano Samuel se encontraba de viaje. Al principio, ministró el Evangelio para su prole y sus amigos más cercanos. Pronto, se corrió la voz de que sus prédicas eran reveladoras y sus servicios llegaron a congregar a más de doscientas personas ávidas de alimentarse con el maná celestial.
Impulsora de los devocionales diarios, preparó textos, meditaciones y comentarios teológicos, doctrinales y educativos para desarrollar de mejor forma su labor al frente de su escuela familiar. Los temas en los que enfocó su interés fueron las principales verdades de las Sagradas Escrituras, la fe de los apóstoles y los Diez Mandamientos. Asimismo, en 1732, redactó una serie de cartas para John con consejos prácticos relacionados a la docencia cristiana y la instrucción de los pobres.
SIERVA DECISIVA Provista de una piedad completamente cristocéntrica y doxológica, solía dirigirse al Rey de reyes con una oración que quedó grabada entre sus escritos: “Ayúdame, Señor, a recordar que religión no es estar confinada en una iglesia o en un cuarto, ni es ejercitarse solamente en oración y meditación; sino que es estar siempre en tu presencia”. De igual modo, acostumbraba suplicar al Señor de señores la siguiente petición: “Dame gracia, oh Señor, para ser una cristiana verdadera”.
En el atardecer del 25 de abril de 1735, presenció la muerte del siervo Samuel quien, en paz con el Creador, se marchó al cielo en medio de las imploraciones de sus seres queridos. Después del entierro de su esposo, se mudó lejos de Epworth, el lugar de tantas alegrías y tristezas para ella y donde residió por más de treinta y ocho años bajo el amparo de Jesús, y se fue a vivir con una de sus hijas que había establecido una escuela evangélica en la localidad de Gainsborough.
Sierva decisiva en el despertar espiritual del Reino Unido del siglo XVIII, la hermana Susanna Annesley pereció en el ocaso del 23 de julio de 1742. Rodeada por sus hijos, con la tranquilidad que sobrepasa todo entendimiento, respondió al llamado de la gloria eterna de Dios. Antes de expirar, dijo: “Hijos, tan pronto como me vaya al paraíso, canten un salmo de alabanza a Dios”. Nueve días más tarde, en una ceremonia que reunió a una multitud, fue enterrada en el corazón de Londres, en el cementerio de Bunhill Fields.
Su consagración a las cosas del Altísimo, su disciplina y su orden para transmitir las buenas nuevas, su amor por la salvación de las almas, su gozo por los devocionales cotidianos, su aborrecimiento de la maldad, su enseñanza metódica de la verdadera fe y el tiempo que dedicó a sus descendientes para inculcarles el Evangelio hizo posible, como la semilla de mostaza mencionada en el Nuevo Testamento en los libros de Mateo, Marcos y Lucas, grandes frutos que siguen creciendo hasta el día de hoy.