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sermones y manifiestos. Todos trascenderían los círculos estrechos y restringidos del taller de impresión y el despacho virreinal para instalarse como signos colectivos en diferentes espacios públicos”. (Chaparro, 2012, p. 147)

No se trataba, por tanto, únicamente de vencer a las nuevas autoridades por la vía militar; las tropas monárquicas también debían convencer -por utilizar el juego de palabras de Miguel de Unamuno (Del Molino, 2018, 9 de mayo)-, a la opinión pública, persuadirla de la importancia emocional de la monarquía. Del lado republicano, por su parte, se divulgaban también argumentos que contribuyeron a racionalizar la monarquía, a desmitificarla y desgajarla del relato divino (Vanegas, 2011).

La imprenta, en definitiva, ejerció una influencia clave para republicanizar a la sociedad neogranadina (Barredo, 2017), y cortar la dependencia política y simbólica de la monarquía española, que, más que buscar una racionalización de su justificación, cometió el error de centrar la narrativa de la Reconquista en introducir la opacidad de una supuesta legitimidad divina.

1.3. La invención de la radio y la televisión: la aceleración abrupta del tiempo y del espacio

Desde principios del siglo XVIII, se impulsaron numerosas investigaciones sobre un fenómeno presente en la naturaleza, pero que aún no había sido canalizado a través del ingenio humano: la electricidad. Cada innovación técnica, a lo largo de la historia, se ha correspondido con una tensión

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social y, posteriormente, con una fase de consolidación y otra de superación; así sucedió, por ejemplo, con la invención de los pararrayos, unos artefactos orientados a capturar la electricidad presente en la naturaleza. Dichos dispositivos, en un inicio, para los eclesiásticos, eran “una manga herética que atraía los relámpagos de Dios” (Pelkowski, 2006, p. 9).

En 1752, Benjamin Franklin (político, propietario de The Pennsylvania Gazzette, y científico), realizó su célebre experimento del pararrayos, que supuso un fuerte impulso para la ciencia de la electricidad. Y, desde ese prolegómeno, se desplegó durante el siglo XIX uno de los periodos más fecundos de la humanidad, gracias a la cantidad de innovaciones que, asociadas a la electricidad, contribuyeron a mejorar las condiciones de vida de la población mundial.

En 1837, Samuel Morse inventa el primer telégrafo, un sistema de comunicación eléctrico que transmitía los mensajes codificados entre estaciones; como explica Joskowicz (2015), el telégrafo propone el llamado Código Morse, un sistema de codificación binario basado en “cortes pequeños o prolongados en la corriente”. De esta manera, la información podía circular de un lado a otro del mundo, transportada por la luz eléctrica. En el caso de Colombia, el 1 de noviembre de 1865 se transmitió el primer telegrama en el país (Rodríguez, 2012), en tanto que desde 1870 se autorizaron las conexiones telegráficas con otros países. Anteriormente, ante una geografía tan compleja como la colombiana, los territorios estaban relativamente desconectados no solo con otros entornos internacionales, sino también entre sí: “<...> a lo largo de buena parte del siglo XIX, un mensaje entre Bogotá y Cartagena podía tardar alrededor de quince días.

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De Cartagena a Estados Unidos ocho días y de Cartagena a Europa al menos quince” (Rodríguez, 2012, párr. 5).

Como se desprende del ejemplo, antes del telégrafo, los territorios estaban interconectados a través de los servicios postales. Pero era esta una comunicación dificultosa porque propiciaba un intercambio asincrónico, como sucede con las cartas o los textos impresos, en donde el lector recibe la información días después de haber sido producida. A partir del telégrafo, se intensificó y profundizó el sistema global de telecomunicaciones, acortando las distancias entre las regiones y países, es decir, favoreciendo una transformación en los ejes del tiempo (al permitir comunicaciones sincrónicas) y del espacio (al favorecer una interacción inmediata entre los territorios).

En 1871, Antonio Meucci registra un “telégrafo parlante”; sin embargo, en 1876, Alexander Graham Bell presenta una patente similar, que transmite señales de voz a través de la electricidad (Joskowicz, 2015): es el primer teléfono de la historia. El teléfono poseía dos circuitos interrelacionados (el de marcación y el de conversación), con los cuales se establece una privatización en los intercambios, ya sin la mediación del descodificador del telégrafo. Además, con la anulación del proceso de codificación, era posible transmitir mensajes más largos, en tiempo real. Con todo, el mayor inconveniente era el cableado, indispensable durante las primeras décadas tras la invención del teléfono. Conectar telefónicamente a unas regiones con otras significaba tener que acometer una inversión multimillonaria en la infraestructura básica de conexión, por lo que se inició una carrera mundial para desarrollar un sistema inalámbrico.

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En 1895, Guglielmo Marconi realizó la primera transmisión telegráfica inalámbrica a través de ondas de radio (Joskowicz, 2015); sin embargo, fue Nikola Tesla quien, en ese mismo año, la había inventado, aunque sin registrarla: la Corte Suprema de EEUU le reconoció el mérito en 1943 (Lagunilla, s.f.).

Desde 1920, la radiotelefonía comienza a generalizarse como un sistema de comunicación, la cual aprovecha los campos eléctricos y magnéticos para propagar la difusión de información en ondas de radio. Unos años después, en 1927 se implementa este servicio entre EEUU y Gran Bretaña, y en 1928 la policía de Detroit instala un sistema basado en radiocomunicación en sus patrulleros Ford T (Joskowicz, 2015).

Pero, mientras se adapta su uso para necesidades específicas, también se desarrolla este nuevo sistema de radiocomunicación de una forma masiva, que permite una comunicación sincrónica, así como una integración de la información y el entretenimiento, elementos que ya estaban presentes en los periódicos desde hacía siglos. Como indica Pérez (2015), la radio llegó a Europa tras la Primera Guerra Mundial, en un momento de paz y de restablecimiento del orden y restauración tras los desastres cometidos en el conflicto bélico. Tras algunos experimentos previos, los primeros canales de radio, de carácter regular, comienzan a propagarse a partir de 1920: Estados Unidos (1920); Francia (1921); Uruguay (1921); Reino Unido (1922); Argentina (1922); Suiza (1922); Cuba (1922); México (1922); España (1924); Perú (1925); Italia (1924); Venezuela (1926); y Colombia (1929), por citar algunos.

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La creación de la radio, como medio de comunicación, trajo consigo algunos efectos. El primero de ellos fue la ampliación masiva de las audiencias, al potenciarse como un medio de comunicación de masas, con la eliminación de la barrera interpuesta por la lectura: los analfabetos podían escuchar la radio, aunque no podían leer los periódicos. Las masas, como explica McQuail (2000), son grandes conjuntos de individuos, dispersos, anónimos, no interactivos, heterogéneos y desorganizados (p. 79). Los medios orientados a las masas tienen un enfoque estructurador, por lo que son capaces de organizar la complejidad de gustos y preferencias mediante la distribución de unas tendencias amplias, prototípicas y comunes.

Dicha estructuración, en la comunicación de masas, se establecía mediante el criterio de la programación, es decir, dividiendo las emisiones en las franjas de supuesto interés a partir de los principales rasgos de los receptores. Esto, en realidad, constituiría una falacia, porque, como menciona Timoteo (2005), los intereses de los individuos no coincidían a menudo con los de los editores o directores que organizaban la programación del medio. Pero el criterio de la programación resultó de gran importancia durante buena parte del siglo XX (e, incluso, todavía en el siglo XXI sigue vigente en algunos medios fuera de línea), sobre todo, para generar rutinas de recepción, así como para vincular los intereses comerciales con el medio y fijar las tarifas del cada vez más importante sector publicitario.

Con la masificación de las audiencias, los medios comienzan a desarrollar un extraordinario poder por su capacidad para influir en la opinión pública. De hecho,

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uno de los teóricos más importantes del siglo XX, Harold Lasswell, al calor de estas transformaciones, en 1927 propone en su tesis doctoral su célebre teoría de la aguja hipodérmica: los medios son instrumentos al servicio de la cohesion social mediante la inyección de una magic bullet o estímulo (Lasswell, 1971). Es decir, los medios envían un estímulo, codificado en el mensaje, que alcanza la respuesta de una mayoría social.

A menudo, para ejemplificar la teoría de la aguja hipodérmica, suele emplearse el conocido caso de La guerra de los mundos. En esta emisión radial, emitida en 1938 en la Columbia Broadcasting System (CBS) de Estados Unidos, Orson Welles realizó una dramatización de la novela fantástica de Herbert G. Wells (Novalbos, 1999), basada en una invasión marciana de la Tierra. Aunque al inicio de la emisión se advertía de que se trataba de un programa de ficción, lo cierto es que muchos radioyentes se incorporaron tardíamente al programa y, por tanto, desconocían el juego emocional planteado por Wells, que incluía frecuentes desconexiones en directo para aportar testimonios y descripciones aterradoras, como la siguiente:

“CARL PHILLIPS: ¡Un momento! ¡Algo está sucediendo! ¡Señoras y señores, es algo terrible! El extremo de la cosa está empezando a moverse. La parte superior ha empezado a dar vueltas como si se tratase de un tornillo. La cosa debe estar hueca [?] Señoras y señores, se trata de la cosa más terrorífica que he presenciado en mi vida. Un momento, alguien se está deslizando fuera de la apertura superior. Alguien o algo. Puedo ver como dos discos luminosos que

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observan desde el agujero negro. ¡¿Son ojos? [?] ¡Dios Santo! Algo está saliendo de la sombra, retorciéndose como una serpiente gris. Ahora otro, y otro, y otro. Parecen tentáculos. Sí, puedo ver el cuerpo de la cosa”. (Novalbos, 1999, parr. 16)

Ante la alarma generalizada causada entre los radioyentes -es decir, entre aquellos que habían considerado la emisión como un producto no ficcional-, Orson Wells tuvo que pedir disculpas (Muy Interesante, 2017, 15 de marzo) y, con ello, se empezaron a sentar las bases de la responsabilidad social de los medios, así como de la necesidad de espaciar y definir conceptualmente los géneros y formatos.

La teoría de la aguja hipodérmica, fuertemente influenciada por la propaganda de la I Guerra Mundial -que fue el contexto cultural en que creció Harold Lasswell (1971)-, puede asociarse tanto a la publicidad bélica, como a las primeras emisiones de la radio, es decir, a un momento de catarsis y de readaptación de los procesos de recepción. En la medida en que los usuarios se fueron reacomodando a las narrativas del nuevo medio, el estímulo promovido por los medios empezó a perder eficacia.

Una de las explicaciones de lo anterior se relaciona con la ampliación de los contenidos disponibles que introdujo la radio, paralela a la masificación de las audiencias. Dicha ampliación se dio gracias al incremento facilitado por el propio medio: la radio emplea como soporte de impresión el aire, estructurado en las 24 horas de cada día. En comparación con los periódicos, esto suponía una gran ventaja que permitía incorporar: a) una mayor segmentación de las audiencias a

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partir de la constitución de las franjas de emisión; b) una mayor variedad de contenidos, sin las limitaciones físicas impuestas por el número de páginas. Y, con el incremento exponencial de los contenidos, los radioyentes y, en general, las audiencias de los medios, fueron desarrollando una mayor impermeabilidad a la persuasión mediática, por el simple hecho de que un mayor consumo tiende a corresponderse con un mayor conocimiento de la plataforma a la que se accede.

Adicionalmente, la radio crea un área de oportunidad que había sido sugerida previamente por los diarios impresos: se convierte en un medio portador de entretenimiento. De esta forma, los medios se van configurando a partir de tres funciones básicas, de acuerdo a Lasswell (1985), como son: a) la supervisión, es decir, la cartografía de las problemáticas y de las mejoras para los usuarios a los que se dirigen; b) la interpretación, esto es, el intento de generar soluciones a los desafíos a los que se enfrenta la comunidad; y c) la transferencia cultural, por cuanto todo medio reproduce un conjunto de valores y atributos específicamente unidos a un imaginario. Más adelante, Wright (1985) propone como cuarta función el entretenimiento, dado que, a las funciones explicitadas, se agrega la posibilidad de destinar el tiempo de ocio gracias al desarrollo de nuevos géneros, como las radionovelas o los radioteatros (Zapata & Ospina de Fernández, 2004) y la emisión de música, por citar algunas.

La difusión de contenidos de la radio, en directo o en tiempo real, fomenta una mayor expectativa por la actualización constante, con lo que se va desarrollando un usuario hiperactivo, el cual organiza sus tiempos vitales en función de los tiempos de emisión de sus programas favoritos.

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Además, la radio trae consigo la necesidad de crear puestos de trabajo cada vez más especializados, de manera que -en conjunto con las otras profesiones que emergen entre finales del siglo XIX y durante todo el siglo XX-, el comunicador o periodista procedente de otros ámbitos -el literato o jurista-, resulta ineficiente para el nuevo medio, que exige de una mayor precisión, una capacidad de síntesis, un incentivo de la creatividad, e incluso ciertos atributos físicos -como el manejo de la voz-.

De acuerdo a Manuel Vicent, el periodismo se constituyó como nuevo género literario en el siglo XX (Vilamor, 2000), pero eso fue posible gracias a una reflexión metaperiodística, una investigación conceptual y una mayor profesionalización de este ámbito. No por casualidad, el “modelo artesanal” de aprendizaje (Pestano, Rodríguez & Del Ponti, 2011, p. 402), que se centra en una transmisión de conocimientos desde el entorno de práctica y desde la asimilación mimética, va quedando atrás, en el siglo XX, dando paso a otros modelos, de entre los que destaca “el modelo universitario específico” (p. 406), que es responsable de concebir al periodismo como un campo disciplinar, y no solo como un campo profesional.

Precisamente por aspectos como el aumento de medios y de públicos, en el siglo XIX se subraya la necesidad de atender, por un lado, a la creciente demanda informativa con la generación de más contenidos, que se traduce con un incremento de las coberturas asociadas a temas internacionales; y, de otro lado, se evidencia la importancia de mantener un control sobre la opinión pública naciente desde el sistema global de telecomunicaciones. De igual forma, como se ejemplificó con el caso de la independencia

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colombiana de España, desde el siglo XIX la información pasó a considerarse un apartado estratégico para los países, responsable de apuntalar la legitimidad de los Estados.

En ese contexto surgen las agencias de noticias, unos centros de servicios vinculados a los viejos imperios coloniales europeos que, desde sus orígenes, se financian con la venta de información -un género predominante en sus agendas, como describe González (2015)-, ante clientes mayoristas o minoristas, medios de comunicación, gobiernos, partidos políticos, entre otros. La primera de las agencias se creó en Francia, en 1835, cuando Charles-Louis Havas inauguró una oficina de traducción que, además, facilitaba información financiera a los inversores franceses. Fueron estos los gérmenes de la Agence de Feuilles Politiques et Correspondance Générale, más tarde rebautizada con su apellido, Agencia Havas (Aguiar, 2009); en 1940, los alemanes la nombraron Agence Française d’Information, pero fue en 1944 cuando su rama informativa se separó y se conformó la Agence FrancePresse (AFP).

En Alemania, en 1849, Bernhard Wolff creó la Wolff Telegraph Agency, que es la actual Deutsche Presse-Agentur – (DPA) (Aguiar, 2009), y que cayó en desgracia a partir de la I Guerra Mundial; de acuerdo a este mismo autor, en el Reino Unido, en 1851, Paul Julius Reuter fundó la agencia Reuters.

Entre estas cuatro agencias, como puede verse en la siguiente imagen, se constituyó un cartel, que duró hasta la I Guerra Mundial, por el cual acordaban las zonas

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respectivas de influencia, en función de factores como el del relacionamiento histórico con esos territorios, o a través de la presencia de colonias o de intereses estratégicos de los países que las cobijaban:

Fig. 5. La influencia global de las agencias europeas (18591918)

Fuente: Aguiar (2009, p. 10)

Tras la I Guerra Mundial, el cartel fue perdiendo su influencia: aparecieron nuevos servicios, como el de la agencia EFE (1939), o se consolidaron las agencias de las potencias emergentes, como las estadounidenses Associated Press (1846), o, tras la II Guerra Mundial, United Press International (1958). El interés de los países por crear una agencia propia se relaciona con la competencia simbólica por consolidar una visión del mundo, por difundir una versión de los hechos y, con ello, de asegurar la hegemonía a nivel nacional e internacional. Además, la apertura a los contenidos de esos países en otros contextos facilita aspectos como los intercambios comerciales y culturales, y genera nuevos

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recursos económicos con la traducción de las informaciones previstas inicialmente para el lugar de origen.

Asimismo, en el siglo XIX emergió otra interesante innovación que, más adelante, impactaría en el desempeño de las agencias de noticias y de los medios en general: en 1838, Louis Daguerre y Josep Nièpce crearon el primer proceso fotográfico, una imagen que se imprimía en una plancha de cobre con nódulos de yoduro de plata, en función de la luz que le entraba (Montañés, 2014, 11 de noviembre). Este invento, el daguerrotipo (vigente hasta aproximadamente 1850), tenía que protegerse tras un cristal, para evitar su ennegrecimiento.

Sumado al invento de Daguerre y Nièpce, en 1841, William Henry Fox Talbot patenta el calotipo, un proceso fotográfico que permite la reproducción a partir de un negativo, además de la reducción de los tiempos de exposición (Villanueva, 2015), y que poseía una calidad más artística que el daguerrotipo.

Unas décadas más tarde, los medios impresos, que hasta entonces habían sido eminentemente textuales, se apropiaron del nuevo invento; de hecho, ante la falta de un mecanismo de reproducción de la realidad, como máximo, algunos medios llegaban a incluir ilustraciones que procedían del imaginario literario. Esto se explica porque, desde sus comienzos, el periodismo ha permitido a muchos escritores profesionalizarse, ante la precariedad de la literatura (Cortés & García, 2012). Por ejemplo, en 1835, The Sun publicó en 6 entregas el descubrimiento de una “civilización lunar” (González, 2017, p. 115), acompañada de bocetos que

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reflejaban la vida y los seres que habitaban dicha civilización. Después, abruptamente, el periódico interrumpió la cobertura especial ante una supuesta ruptura del telescopio. Esta anécdota refleja la interrelación entre periodismo y arte y, sobre todo, entre periodismo y literatura, que ha sido característica de los periódicos hasta bien entrado el siglo XX. En ese sentido, tanto las agencias, como las nacientes fotografías, ayudaron a reducir la influencia del arte en los medios de comunicación, hasta ir constituyendo un ámbito disciplinario propio, con unas reglas y unos valores profesionales definidos.

En 1880, se publicó la primera fotografía en el Daily Graphic de Nueva York (Fuentes, 2003); en 1883, empezó a publicarse el Illustrirte Zeitung de Leipzig, el primer magacín alemán, que daba más importancia a las imágenes, que al texto; en 1896, comenzó su andadura la revista Paris Moderne, mientras que, en 1898, empezó a imprimirse La Vie au grand air, también en Francia, que incluía reportajes fotográficos.

En 1928, aparecieron las agencias fotográficas Dephot y Weltrundschau, que se encargaban de surtir de imágenes a la demanda creciente por parte de los periódicos. Como indica Fuentes (2003), desde los años treinta, la emergencia de eventos internacionales, como la Guerra Civil española, las guerras de China y Abisinia, o la II Guerra Mundial, aseguraban una fácil venta de las fotografías. Justamente en esos años, el fotógrafo empezó a firmar sus piezas; hasta entonces, las mismas habían sido anónimas o con firmas génericas. Fruto de esa necesidad de resaltar la labor del fotógrafo sobre la del medio, en 1947 se fundó Magnum Photos, una agencia cooperativa internacional de fotoperiodistas, gracias a la

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