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primeros, compositores, solían asociarse a los altos estamentos de la época, como explica Ventura (2012), tanto por recibir de ellos el estipendio o protección, como por los temas, más cultos, que abordaban. Los segundos, en cambio, además de transportar mensajes, también ejercían una función lúdica, con el recitado o la composición de poesía, canciones o tocando instrumentos musicales (Tamayo, 2007); de acuerdo a esta autora, los juglares actuaban para las minorías de los castillos o los conventos y, sobre todo, en espacios públicos abiertos, al interior de las ciudades, donde gozaban de gran popularidad por sus vidas bohemias y por su ingenio.

Los juglares ejercieron una importancia capital instruyendo a la gente en las plazas públicas, y llevando mensajes de un territorio a otro; lejos de introducir solo una función meramente estética, muchas de sus composiciones tenían una ética, una crítica social, que provocaba una reacción inmediata en los públicos asistentes. En ese sentido, los señores feudales se encargaron de aprobar ordenanzas para prohibir o censurar sus burlas, de expulsarlos o de aplicarles distintas multas o penas (Ventura, 2012).

1.2. La invención de la imprenta: de la emoción de lo desconocido a la racionalización del conocimiento

A partir de 1440, cuando Johannes Gutenberg inventa para el mundo occidental la imprenta de tipos móviles, surgió, como asegura Drucker (2000), “la primera de las revoluciones tecnológicas” (p. 27), que se refleja en los desorbitantes números que dieron paso al ingenio: de 1440 a 1490, se imprimieron cerca de 7000 títulos en 35000 ediciones. Según este autor, la principal clave de la imprenta

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fue el abaratamiento de los costes de producción editorial, en una industria artesanal que hasta ese momento se desplegaba mediante la copia manuscrita, esencialmente gracias a la labor de monjes amanuenses.

La imprenta, a pesar del enorme poder transformador de la cultura europea, había sido desarrollada en China varios siglos antes. En concreto, Salazar (2015) indica que, al menos desde el siglo VI, se empleaba en este país la llamada “xilografía” (p. 83), que consistía en la utilización de unos moldes para la impresión seriada sobre madera de bambú u otros materiales, tal y como se aprecia en la siguiente imagen:

Fig. 3. Textos impresos en láminas de bambú en China

Fuente: Museo de Historia Natural de Shanghái (China); foto propia

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La diferencia entre la xilografía y el invento europeo estriba en la utilización de los tipos móviles, los cuales permiten combinar las letras para generar impresiones seriadas sin tener que emplear una infinitud de moldes (uno por palabra); esta perspectiva es útil para las lenguas derivadas del latín, pero en el caso chino los tipos móviles no resultan necesarios, dado que ese idioma carece de letras (Salazar, 2015), y la escritura se concibe a partir de ideogramas.

En poco tiempo, la imprenta de tipos móviles propició profundos cambios en el pensamiento europeo, gracias tanto a la aceleración del tiempo de producción de las obras, como con la multiplicación del conocimiento disponible. Mediante el uso estratégico de este dispositivo tecnológico, se extendió el protestantismo, fue posible la literatura moderna, se consolidaron las lenguas romances -dado que la mayor parte de las obras copiadas por los amanuenses eran en latín (Thompson, 1998)-, y se produjo una mayor deliberación pública y, con ello, aparecieron -y, sobre todo, se apropiaron de forma masiva-, nuevas conceptualizaciones del Estado (Drucker, 2000).

Con todo, los cambios que trajo la imprenta fueron progresivos, porque como explica Infelise (2005), los manuscritos coexistieron con los textos impresos, particularmente para evitar los controles establecidos -de carácter religioso y político-, sobre la obra producida en la imprenta. No olvidemos que los Estados regulaban el acceso a la imprenta mediante timbres o impuestos, así como con licencias que regulaban el ordenamiento de este dispositivo de reproducción (Barredo, 2017). En el caso de los manuscritos, existían unos profesionales -los copistas-,

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que se encargaban de duplicar las cartas e informes para extender su propagación.

Con la imprenta emergieron varias figuras novedosas: el editor -encargado de cuidar la impresión de la obra-, y el lector no especializado, es decir, distinto de los políticos o de las élites financieras y comerciales; también apareció el compilador profesional (Infelise, 2005), que ejercía una labor de selección y redacción de informes periódicos dirigidos a embajadores y miembros de las cortes de esa época, a cambio de un pago. Asimismo, surgió un nuevo concepto a partir de la obra reproducida, el de los derechos de autor. Según Díaz Noci (1999), el periodismo comenzó a consolidarse desde la interrelación de estos factores, a través de “la posibilidad de producir copias exactas unas de otras y difundirlas” (p. 6). No por casualidad, el primer periódico europeo, el Nuremberg Zeitung (1457), se inauguró apenas unas décadas más tarde de la invención de Gutenberg.

Con todo, la generalización del acceso a la letra impresa quedó reservada a las minorías europeas, en tanto que las mayorías seguían siendo analfabetas. Pero el poder liberador de la participación que propuso la imprenta se debió a un enfoque multiplataforma: lo oral convivía con lo escrito, lo escrito se difundía desde otros mecanismos de apropiación, como el teatro, la música, la poesía, entre otros. De igual forma, la plaza de las ciudades se convirtió en una portada o revista en la que circulaban las noticias traídas por viajeros o agentes comerciales, profesionales de la escritura y copistas, entre otros (Infelise, 2005).

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Otro aspecto que potenciaría al incipiente periodismo fue la aceleración paulatina del tiempo, motivada por las mejoras progresivas del servicio postal (Díaz Noci, 1999), asociadas tanto a los prolegómenos de la globalización económica, como a una reagrupación de los territorios en unos contornos geográficos, en el caso de Europa, similares a los actuales. Las mejoras en los servicios postales contribuyeron a trazar un calendario o cronograma estable de entregas (Infelise, 2005), con un acortamiento de los tiempos de reparto. Esto mismo sucedió, asimismo, en otras partes del globo, con lo que se empezaron a sentar las bases de una red globalizada de comunicación.

En China, por ejemplo, hacia el siglo XVI existía una extraordinaria red de mensajeros, enlazados a través de unos enclaves estratégicamente construidos en las calzadas; la eficiencia de este servicio de comunicación era tal que, como describe Salazar (2015, p. 82), ante cualquier emergencia, “un sistema de relevos cubría 575 kilómetros en veinticuatro horas”. Era un servicio estatalizado y al servicio del emperador, pero que ayudaba a interconectar los territorios de este vasto país.

En el caso de la América prehispánica, durante el Imperio Inca (siglos XV y XVI) la información viajaba de un punto a otro gracias a los chasquis, unos mensajeros que, además de encomiendas, portaban información (Echegaray, 2017, 25 de abril); de acuerdo a esta fuente, los chasquis realizaban turnos de 6 a 12 horas y, a menudo, empleaban el llamado quipu, un sistema de escritura gráfica que almacenaba los datos mediante una intrincada codificación de nudos. En ocasiones, los mensajes se intercambiaban oralmente de un

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chasqui a otro, sin detener la carrera, con el fin de optimizar tiempo, dependiendo de la gravedad del asunto.

En conjunto con los cambios en el tiempo, fruto del desarrollo de estos servicios postales hubo interesantes cambios en el espacio, ya que, del siglo XV al XVII, se produce tanto una multiplicación de las fuentes informativas disponibles, como, sobre todo, una ampliación de los públicos lectores. Los diarios comienzan a circular no solo a través de las cortes europeas, sino que son recibidos por otros públicos, como la burguesía o las clases populares (Langa, 2010). En este momento, además, se favorece la profesionalización del periódico como modelo de negocio; de hecho, los periódicos crearon el concepto de “suscriptores”, una distinción social que empieza a delimitar la posterior comunicación de masas (National Geographic, 2016, 10 de octubre). También se instala una división del trabajo dentro de los periódicos (Díaz Noci, 1999), con una diferenciación entre las profesiones técnicas -como la de los impresores-, de las propiamente narrativas, relacionadas con la redacción de textos.

Sin embargo, como campo profesional, el periodismo se concebía todavía como una práctica no profesionalizada: los tratados de la época no lo incluían, al encontrarse aún en un momento de configuración (Rodríguez, 2016). A menudo, los editores bien carecían de estudios, bien procedían de ámbitos afines, mediados por la expresión escrita, como la literatura o la abogacía, entre otros. Por parte de los lectores, los hábitos de lectura de los primeros periódicos se asocian con la inauguración de espacios colectivos, como salas de lectura o clubes (National Geographic, 2016, 10 de octubre), desde los cuales se fragua una mayor participación a través

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del rol mediador de los medios de comunicación. Estos espacios también estaban justificados por el alto coste inicial de los periódicos, que determinaba la necesidad de habilitar lugares para su consulta pública. Las mujeres –anteriormente excluidas de la vida en sociedad, relegadas a su labor de madres y esposas-, constituyen uno de los principales públicos lectores a partir del siglo XVIII, conformando comunidades de lectoras suscritas a series noveladas, distribuidas a través de los periódicos.

Desde finales del siglo XVII al siglo XVIII, aumentan considerablemente las nuevas opciones informativas (Díaz Noci, 1999). Algunos autores, incluso, sitúan al siglo XVII como el primer antecedente de la “cultura de masa” (Infelise, 2005, p. 41), ya que algunos ámbitos tradicionalmente reservados a las élites -como la política-, comenzaron a ser discutidos de forma mayoritaria y pública, en las plazas y en las calles de las ciudades. La lectura, en el marco de la llamada Ilustración, se asocia al espíritu de los tiempos: la razón, la formación, la discusión pública, gérmenes de la Revolución Francesa (1789) y de muchas de las tensiones sociales de la época. Los periódicos trasladan la participación de las calles: se van polarizando en función de unas opciones políticas u otras, introducen análisis en pro del bienestar colectivo, de una mayor racionalización de aspectos variados como la industria, la agricultura y el urbanismo. Los periódicos, ante las ventas cada vez más elevadas, comienzan a introducir otros géneros dentro de sus páginas, como la novela por entregas, las crónicas de viajes y la publicación de poesía, entre otros (Rodríguez, 2016).

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Pero, al mismo tiempo, en el siglo XVIII se impulsa el patrocinio (Díaz Noci, 1999), el cual financia la publicación de periódicos encargados de difundir los ideales de la Ilustración, esto es, la enseñanza social, la discusión seria y cercana a la de un journal científico, dirigida a fomentar la deliberación entre las minorías intelectuales. Por ello, aparece una mayor diversidad de colaboradores dentro del medio: el político, el filósofo, el jurista, el militar, por citar algunos. En general, los periódicos tenían de cuatro a ocho páginas (González, 2002), solían carecer de ilustraciones y poseían una escasa división en secciones. El editor a menudo solía ser también redactor y propietario: las cabeceras, a menudo, se constituían como negocios familiares.

De igual manera, las librerías adquieren una gran importancia: son los centros que estimulan el desarrollo del conocimiento, el cual impacta fuertemente en la construcción del discurso político de la época. Para paliar el problema del analfabetismo -todavía muy extendido-, había lectores que “leían” las noticias en público, a cambio de unas monedas, es decir, se oralizaban los textos informativos para alcanzar una mayor difusión (National Geographic, 2016, 10 de octubre). Por ejemplo, en España, los ciegos, desde 1727, podían vender gacetas e impresos, además de participar activamente como transmisores orales; algunos de ellos colaboraban con el poder, si bien también hubo figuras transgresoras (Iglesias, 2016): “El texto del pliego era cantado o recitado mientras la copia impresa estaba siendo vendida, y esta distribución en la calle, en el mercado, en la taberna o en la feria <…> es un factor muy considerable de las street ballad <…>” (p. 83).

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Con las iniciativas anteriormente indicadas, se amplían los públicos y, por consiguiente, se promueve un mayor acceso a los medios. Pero también surgen publicaciones a contracorriente, que aprovechan la apropiación de la imprenta para potenciar la ridiculización de las élites gobernantes, o la emancipación de los movimientos políticos y sociales que emergen al calor de la revisión propuesta con la racionalización de la vida pública. Estos piratas editoriales, por tanto, favorecían la propagación de un discurso revolucionario o radical, incentivaban la divulgación de obras antirreligiosas, o de obras censuradas. Ante la dificultad creciente de contrarrestar una incipiente cultura underground, popular, masiva, impresa, y ante la inutilidad de legislar a favor de la prohibición de esos medios, los gobiernos tuvieron que intensificar la presencia del Estado mediante la creación de medios afines, o a través de un intento de controlar la información impresa con la imposición de una fiscalidad específica (Infelise, 2005).

Un ejemplo de lo anterior sucedió en Inglaterra, en donde se aprobó la llamada Stamp Act (1712), que imponía el coste de un penique por hoja impresa y un chelín por cada anuncio (Landa, 2010); la ley fue reformada en 1724, 1756 y 1775 y, finalmente, derogada en 1855. Con cada reforma, se incrementaba el impuesto a pagar, algo que dificultaba la adquisición de los periódicos por parte de la gente con menos recursos. Los periódicos debían incluir un “sello” para mostrar así el pago de este impuesto. De esta forma, el Estado se reservaba no solo la exclusión de los diarios menos pudientes -con lo que se favorecía la progresiva concentración de medios, más fácilmente controlables-, sino también la posibilidad de impedir que los periódicos que manifestaran posturas a la contra siguiesen publicando sus contenidos transgresores.

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Más que acatar la postura oficialista, los editores ingleses de periódicos radicales decidieron no pagar el impuesto, como por ejemplo el The Republican, cuyo dueño -Richard Carlile-, fue encarcelado por blasfemia y sedición. Tras la encarcelación, su esposa, Jane Carlile, se ocupó de continuar con la publicación, hasta que en 1821 fue también encarcelada, como también su cuñada, Mary Carlile, a los seis meses de editar el medio. Desde la cárcel, los Carlile pidieron ayuda financiera y, en respuesta, recibieron tanto un donativo de £500 a la semana, como la presencia de voluntarios para el reparto de la publicación impresa: un total de 150 hombres y mujeres que, posteriormente, fueron encarcelados por vender el periódico. En la década de 1830, otros editores decidieron dejar de pagar el impuesto, siguiendo a los Carlile, lo que conllevó numerosas penas de cárcel y multas. Esta persecución del Estado hacia los medios disidentes se explica por la popularidad que tenían ante grandes grupos poblacionales, que se veían representados tanto por los temas, como por un estilo más desenfadado que el de los periódicos vinculados a los intereses de las élites. Dos de los periódicos sin el sello -Poor Man’s Guardian y Police Gazette-, vendían en un día más copias que The Times -uno de los medios más reconocidos-, en una semana (Simkin, 1997), de modo que los seis periódicos extraoficiales llegaban a alcanzar hasta 200.000 ejemplares semanales.

Hacia 1836, el cisma social y político, provocado por unas élites que habían ido perdiendo la legitimidad ante la gente, propició el debate de abolir los impuestos. En ese momento, la preocupación fundamental del gobierno inglés era hasta qué punto una prensa sin impuestos alcanzaría unos menores niveles de radicalización, dado que ésta podía

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entenderse como una respuesta ante las presiones económicas y judiciales a las que se sometía a los editores. En 1849 se creó el Newspaper Stamp Abolition Committee, una sociedad que proponía la abolición de los impuestos y la libre circulación del conocimiento. Hacia 1855, finalmente, la Stamp Act fue derogada, en un momento en que los hábitos de lectura se habían convertido en más individuales que colectivos.

Entre tanto, uno de los hechos fundamentales propiciados desde aproximadamente el siglo XVII fue la inauguración de los primeros periódicos en las colonias europeas. Antes y durante buena parte de las décadas que siguieron a la invención de la imprenta, el sistema de información se trazaba según un “esquema informativo piramidal” (Salazar, 2015, p. 85), que incluía censura directa, un predominio de las fuentes oficiales y una manipulación de la información, en función de los intereses del Estado (que a menudo se confundían con los intereses de la aristocracia, de las élites financieras o gobernantes). Desde el enfoque de estas sociedades, el poder y el privilegio habían sido concedidos como gracias divinas. Y, por consiguiente, cuestionar el poder establecido equivalía no solamente a un problema de dimensiones políticas, sino a un conflicto con el propio más allá: significaba dudar de Dios. Pero, incluso en estas sociedades predeterminadas por la amenaza y socavadas por la autocensura, la participación social se filtraba desde los canales disponibles: el arte, el boca a boca, el desarrollo de una prensa crítica ideada y difundida por personas que solían terminar arruinadas o en la cárcel por cuestionar los orígenes confusos y divinos de los poderes establecidos. No por casualidad, la imprenta, como principal artefacto tecnológico, estuvo durante buena parte de su historia bajo el monopolio de los Estados. Se trataba,

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en cualquier caso, de evitar la expansión de un discurso disidente, activo, movilizador, como finalmente sucedió.

En 1690 apareció en Estados Unidos el periódico Publick Occurrences Both Forreign and Domestick, considerado el primer diario nativo americano, un periódico que constaba de 4 páginas, de las que 3 eran contenidos promovidos por su dueño -Benjamin Harris-, y 1 estaba en blanco, con el fin de que los ciudadanos redactaran a mano los contenidos que consideraban importantes (López, 2017, 25 de septiembre). Dado que el periódico era mensual, se pretendía de esta forma tan interesante que otros lectores, al recibir el medio, leyesen no solo las noticias brindadas por la redacción, sino también las escritas por los propios lectores. Como describe López (2017, 25 de septiembre), Publick Occurrences Both Forreign and Domestick solo duró un número, debido a las críticas del editor a la postura belicista del rey Guillermo III.

Posteriormente, en Estados Unidos se inauguró The Boston News-Letter (1704), un periódico que contaba con la autorización de la metrópoli. Sin embargo, en 1765 se extendió la Stamp Act a las colonias británicas, que gravaba cualquier insumo de papel con este impuesto (Bosch, 2019). Este incidente, como explica la autora, produjo una reacción de protesta entre las élites coloniales, que se encargaron de distribuir todo tipo de materiales impresos para denunciar el atropello. Finalmente, en 1766 el Parlamento británico retiró la ley impositiva, pero este primer disenso mostró la vulnerabilidad del Estado y su decreciente influencia en las colonias. De igual manera, hasta 1783 -año de la independencia de Estados Unidos-, el protagonismo de la letra impresa fue esencial en el proceso revolucionario.

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Textos como Common Sense (1776), de Thomas Paine, alcanzaron un extraordinario protagonismo y ejercieron una labor indispensable para “convencer a muchos sectores de la población americana de que la única solución era la independencia inmediata” (Bosch, 2019, p. 23). La ruptura de los imaginarios fue el primer paso para alcanzar la emancipación política.

De igual modo, en el caso del Virreinato de Nueva Granada -que incluía a Colombia, Venezuela, Ecuador, Panamá y Guayana-, la independencia con respecto de España comenzó a fraguarse, progresivamente, a partir de 1741, cuando según algunas fuentes (la fecha es confusa), la compañía jesuita introdujo en esta colonia la primera imprenta (Barredo, 2017). Hasta ese momento, la opinión pública en dicha región únicamente podía informarse, por un lado, a través de la prensa impresa y remitida desde la metrópoli; y, por el otro, mediante el empleo de mecanismos oralizantes de participación, tales como los sermones, las cartas y los rumores. Esta falta de perspectivas locales fomentaba el control sobre la información impuesto por la España borbónica, causaba una desconexión de los problemas propios, así como una interconexión desactualizada (por el tiempo en que tardaban en llegar las noticias), sobre los propios hechos acaecidos en Europa.

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Fig. 4. Cronología de la imprenta en Colombia (1741 - 1815)

Fuente: Barredo (2017, p. 416)

En 1785, apareció el que se considera primer periódico de la historia de Colombia, el Aviso del Terremoto, con el que se buscaba informar sobre los daños y los fallecimientos causados por el terremoto de la ciudad de Bogotá, tras el movimiento telúrico acaecido ese mismo año; se publicó en tres partes el día 12 de julio de 1785, con una autoría anónima (Barredo, 2017). Ese mismo año, apareció también, de forma anónima, la Gaceta de Santa Fe, de la cual se publicaron tres números entre el 31 de agosto y el 30 de septiembre de 1785, para recoger las noticias sobre el terremoto ocurridas en otros lugares.

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Seis años después, en 1791, se creó el Papel periódico de la Ciudad de Santafé de Bogotá, una de las publicaciones pioneras en el país, de carácter generalista, fundado por Manuel del Socorro Rodríguez, el 9 de febrero de 1791 -por orden del Virrey Ezpeleta-, que circuló hasta el 6 de enero de 1797. Tenía 8 páginas y se difundía los viernes: se publicaron 265 números. Fue un punto de encuentro para las élites de la época: entre sus suscriptores estaban José Celestino Mutis, Antonio Nariño y Manuel Villavicencio, entre otros.

En 1801, el Correo Curioso, erudito, económico y mercantil -fundado por Jorge Tadeo Lozano y un pariente (Luis Azuola y Lozano)-, se editó del 17 de febrero al 29 de diciembre de 1801, hasta alcanzar la cifra de 46 ejemplares. Incluía temas especializados sobre gobierno, administración y economía y, con un enfoque eminentemente ilustrado e integral, ejerció una influencia clave en la activación de la opinión pública.

Por su parte, el Semanario del Nuevo Reyno de Granada, editado por Francisco José de Caldas entre 1808 y 1810, fue un periódico de divulgación científica, que incluía temas diversos: agricultura, economía y ciencias exactas, entre otros. Con una vocación didáctica, se centraba en abordar cuestiones útiles para el desarrollo neogranadino, enfatizando en la perspectiva local.

Además de la creación de estas publicaciones, con la llegada de la imprenta en el siglo XVIII, la posibilidad de reproducir la información en serie benefició la aparición de otros formatos impresos que fueron fomentando un mayor acceso al conocimiento, una identidad nacional, una

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desconexión simbólica con la metrópoli, que fue respondida por los españoles con la imposición de sanciones y la impresión de contenidos afines. Las hojas sueltas, por ejemplo, eran documentos no seriales (Guarín, 2012), difundidos coyunturalmente, que solían pegarse en las paredes, o que se dejaban en sitios públicos como las tiendas de comestibles, por ejemplo, para ser distribuidas gratuitamente. Estas hojas sueltas publicaban todo tipo de asuntos teológicos, militares, o reglamentarios, y eran utilizadas tanto como fuentes oficiales como anónimas.

Asimismo, también se imprimían los sermones, que se propagaban en formatos diversos como hojas volantes o libros impresos, con la finalidad de tratar de influir en los fieles católicos (Fernández, Rosado & Marín, 1983), no solo en los asuntos de fe: a menudo, incorporaban referencias políticas y sociales. Dichas referencias sociopolíticas solían abordarse normalmente asociadas al punto de vista dominante, es decir, vinculadas a la monarquía borbónica.

Igualmente, las autoridades publicaban las disposiciones legales -es decir, unos reglamentos que se daban a conocer en la plaza pública-, a viva voz y, después, se fijaban en las paredes para alcanzar una mayor audiencia (Guarín, 2012); en estos documentos públicos, se difundían nuevos impuestos o normativas sobre el aseo, por ejemplo. La suma tanto de textos escritos (periódicos, sermones escritos), textos oralizados (hojas sueltas, canciones), y de los mecanismos orales de transferencia de conocimientos (como las obras artísticas, el intercambio entre los lectores, entre otros), favorecieron una ampliación de los públicos lectores: fue tal la relación entre oralización y textos impresos que, en

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esta época: “solo raramente alguien escapa de las redes de lo escrito” (Silva, 2008, p. 16).

Desde los textos y fuera de ellos, la opinión pública neogranadina incentivó la discusión sobre los problemas locales y extranjeros. De estos temas, la independencia de Estados Unidos sobre el Reino Unido (1783) fue un acontecimiento que siguieron los hispanoamericanos a través de la prensa, y que sentaría precedente del éxito de una colonia independizada. Muchos de los neogranadinos, siguiendo ese ejemplo de prosperidad, llegaron a convencerse de la idoneidad de la independencia del Reino de España (Rodríguez, 2010). De igual modo, la Revolución francesa (1789), fue un hito que simbolizó la posibilidad de alterar el orden establecido, la caducidad de la monarquía frente al dinamismo de la movilización social. Y, sobre todo, ese estallido revolucionario tuvo un influjo referencial en el globo por la anulación paulatina, en numerosos países, de las restricciones o licencias estatales para la impresión de libros y periódicos (Díaz Noci, 1999), lo que conllevó una mayor disponibilidad de conocimientos no mediados por el control estatal y vinculados a los intereses de las élites.

Así las cosas, con la habilitación de espacios impresos de participación, el incremento de fuentes y la tematización de la ruptura a partir de esos macroeventos de Estados Unidos y Francia, se produjo una activación de la opinión pública neogranadina, que coincidió con el caos surgido tras la invasión napoleónica en España (McFarlane, 2002). En 1808, Fernando VII, rey de España, abdicó a favor de José Bonaparte -hermano de Napoleón-, lo que suscitó un aumento de la propagación de escritos para informar sobre lo que estaba

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pasando en España y Europa con las guerras napoleónicas. Fruto de esa ampliación del público lector, a partir de 1810 emergen nuevas cabeceras, como La Constitución feliz, Aviso al Público, Diario político de Santafé o El Argos Americano en Cartagena (Chaparro, 2012).

El 20 de julio de 1810 inició la revuelta que conllevaría el nombramiento de la Junta de Gobierno, el primer paso para la independencia política; con todo, la independencia simbólica de la monarquía llegaría más tarde, porque muchos de los neogranadinos eran fieles a la Corona española, si bien demandaban un mayor desarrollo local. En ese sentido, con posterioridad a la declaración de independencia, en la Constitución de Cundinamarca, promulgada el 4 de abril de 1811, se asegura lo siguiente: “Don Fernando VII, por la gracia de Dios y por la voluntad y consentimiento del pueblo, legítima y constitucionalmente representado, Rey de los cundinamarqueses <...>”. Ya restaurado el orden en España, el 6 de mayo de 1816, Fernando VII envió tropas monárquicas al territorio sublevado; asimismo, ordenó el cese de la libertad de imprenta el 22 de abril (Barredo, 2017), dando inicio al periodo de la llamada Reconquista (1815-1819). Además de ajusticiar a los insurrectos, una de las tareas del ejército monárquico, comandado por Pablo Morillo, fue controlar y reconducir a la prensa en un intento de restablecer el orden simbólico:

“Los realistas lucharían con todas las armas de la publicidad impresa para reeducar a los neogranadinos en la fidelidad regia. Por un lado, pequeños impresos: bandos, decretos, proclamas, partes de guerra e indultos. Por otro, impresos de gran formato, periódicos,

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