Las granjerias de bejaranas de Ernesto Valiente Madriz

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Colección Oswaldo Trejo

LA GRANJERÍA DE LAS MANUMISAS BEJARANO

SISTEMA NACIONAL de IMPRENTAS

MÉRIDA

Ernesto Valiente Madriz

rednacional deescritores deVenezuela


Ukumarito (voz quechua), representación indígena del oso frontino, tomada de un petroglifo hallado en la Mesa de San Isidro, en las proximidades de Santa Cruz de Mora. Mérida – Venezuela.


El Sistema Nacional de Imprentas es un proyecto impulsado por el Ministerio del poder Popular para la Cultura a través de la Fundación Editorial el perro y la rana, con el apoyo y la participación de la Red Nacional de Escritores de Venezuela; tiene como objeto fundamental brindar una herramienta esencial en la construcción de las ideas: el libro. Este sistema se ramifica por todos los estados del país, donde funciona una pequeña imprenta que le da paso a la publicación de autores, principalmente inéditos. A través de un Consejo Editorial Popular, se realiza la selección de los títulos a publicar dentro de un plan de abierta participación.

Como homenaje a uno de los maestros de la Poesía en Hispanoamérica, la Colección Oswaldo Trejo, en aras de fomentar este género, da espacio a la creación de autoras y autores inéditos y ya publicados, quienes en su afán por encontrar propia voz han decidido confrontar la palabra con la crítica, poetas y un público anónimo que finalmente es lector sin cortapisas de su obra. Mediante estas publicaciones intentamos dar justa difusión a una poesía merideña poco domeñada, inaprensible al lenguaje impuesto por directrices del esquema, dispuesta a preservar los sonidos de un español venezolano cada día más persistente en el tiempo invariable de la palabra.

Quienes suscribimos, siguiendo las políticas de inclusión propuestas por el Gobierno y la Revolución Bolivariana, comprometidos y comprometidas con los principios que sustentan los valores ancestrales y culturales; desde la responsabilidad asumida por el Ministerio del Poder Popular para la Cultura, la Fundación Editorial el perro y la rana, y la Red Nacional de Escritores de Venezuela, reunidos en Caracas, al pie del Waraira Repano, los días 3, 4 y 5 de febrero de 2009; después de evaluar cada uno de los originales enviados al Concurso Historias de Barrio Adentro, acordamos: 1º Reconocer el valor patrimonial de los numerosos manuscritos enviados al Concurso, los cuales expresan en su mayoría una nueva patria escrita, nacida al calor del proceso social que reivindica la esencia cultural de un país. 2º Agradecer y felicitar a los centenares de escritores y escritoras que desde todas las regiones del país se hicieron eco de la convocatoria y dan cuenta de la sensibilidad creativa que habita en nuestros campos, pueblos y ciudades. 3º Valorar la diversidad de escrituras y temas que refieren al país, en plena participación protagónica de los procesos emancipatorios hacia la construcción del socialismo bolivariano. 4º Apoyar la nueva escritura que emerge en Venezuela desde los poderes creadores del pueblo, sustantiva para la liberación cultural y espiritual de las naciones y pueblos de Nuestra América. 5º Invitar a todos los participantes en el Concurso Historias de Barrio Adentro a continuar la batalla creativa en las diferentes expresiones artísticas hacia una nueva estética en el oficio de la palabra y la vida. 6º Premiar y aprobar la publicación de los siguientes manuscritos: El jurado: Miguel Márquez, Fundación Editorial el perro y la rana; William Osuna, Fundación Editorial el perro y la rana; Héctor Seijas, Fundación Editorial el perro y la rana; Maribel Prieto, Red Nacional de Escritores de Venezuela; Julio Valderrey, Sistema Nacional de Imprentas Miranda; Eduardo Mariño, Sistema Nacional de Imprentas Cojedes; Marcos Veroes, Sistema Nacional de Imprentas Aragua; Pedro Ruiz, Red Nacional de Escritores de Venezuela; Giordana García, Fundación Editorial el perro y la rana; Héctor Bello, Fundación Editorial el perro y la rana; José Javier Sánchez, Fundación Editorial el perro y la rana; Dannybal Reyes, Fundación Editorial el perro y la rana; Inti Clark, Fundación Editorial el perro y la rana; María Alejandra Rojas, Fundación Editorial el perro y la rana; Yanuva León, Fundación Editorial el perro y la rana; Leonardo Ruiz, Red Nacional de Escritores de Venezuela; Pedro Pérez Aldana, Red Nacional de Escritores de Venezuela.


Ernesto Valiente Madriz

LA GRANJERÍA DE LAS MANUMISAS BEJARANO

Fundación Editorial el perro y la rana Red Nacional de Escritores de Venezuela Imprenta de Mérida. 2009 Colección Oswaldo Trejo


© Ernesto Valiente Madriz © Fundación Editorial el perro y la rana, 2009 Ministerio del Poder Popular para la Cultura Centro Simón Bolívar, Torre Norte, Piso 21, El Silencio, Caracas-Venezuela 1010 Telfs.: (0212) 377.2811 / 808.4986 elperroylaranaediciones@gmail.com editorial@elperroylarana.gob.ve http://www.elperroylarana.gob.ve Ediciones Sistema Nacional de Imprentas, Mérida Calle 21, entre Av 2 y 3. Centro Cultural Tulio Febres Cordero, nivel sótano Mérida – Venezuela merida.imprentaregional@gmail.com http://imprentaregionalmerida.blogspot.com Red Nacional de Escritores de Venezuela Fundación para el Desarrollo Cultural del Estado Mérida – FUNDECEM Consejo Editorial Popular Ever Delgado Guillermo Altamar Hermes Vargas José Antequera José Gregorio González Joel Rojas Karelyn Buenaño Luis Manuel Pimentel María Virginia Guevara Simón Zambrano Stephen Marsh Planchart Wilfredo Sandrea Corrección María Virginia Guevara Diseño y diagramación YesYKa Quintero Edición e impresión Joel Rojas Ilustración de portada YesYKa Quintero Depósito Legal: LF40220098004024 ISBN: 978-980-14-0772-0

Ernesto Valiente Madriz

LA GRANJERÍA DE LAS MANUMISAS BEJARANO


A Edgar Guevara Zabala a Valeria, mi nieta tremenda a Nelson, Jaime, Gabi y AmarĂş y a todos aquellos amigos mĂ­os que son revolucionarios con la escritura


LA CARACAS DONDE NACÍ… Un día, cuando la razón me conducía al mundo de la conciencia social, pasé por una plaza. Un paupérrimo jazzista, cantaba un instrumento de viento de donde salía una melodía que se metía por el oído y se recogía en el corazón. Eran notas llenas de pasión intimista que me acompañaron en la memoria durante toda la ruta del bus que me trasladaba a mi hogar. La música memorizada la sentí como un bálsamo para las ocupaciones cotidianas de un joven entrando al compromiso social de la política de izquierda, que como un fantasma recorría al mundo en solidaridad con la guerra de Vietnam. Al entrar y salir de mi hogar, aún con la música memorizada, tuve tiempo de saborear un triángulo de una exquisita torta que mi madre había horneado. El gusto y el sonido se habían conjugado entre las artes de la granjería y la música, fue entonces mi regocijo interior y profundo. El tiempo y el crecimiento político e intelectual me arrojaron que tanto esa música como el pedazo de torta venían a ser productos culturales de un mismo origen étnico. Esa música llena de pasión intimista no era sino la versión de la música negra Summertime, la torta provenía de la receta del siglo XVIII, preparada por tres negras: Magdalena, Eduvigis y Belén. Si la emblemática torta me subyugó, también las personalidades de sus creadoras, pues fueron mujeres emprendedoras que con su trabajo manual considerado en la colonia como irrisorio e indecente lograron amasar una fortuna que puso en jaque al establishment colonial. 13


Averiguar sobre estas mujeres no fue tan sencillo, pues existe muy escasa documentación, y la que se encuentra es desordenada, contradictoria y carente de rigidez histórica. Escribí un texto de imaginación pura, sin rigurosidad, sin embargo los hechos históricos que aparecen a lo largo del mismo, son para darle un toque edulcorado de tiempos rancios.

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La Caracas donde nací fue conjugando el verbo ser o estar en pretérito, presente y futuro, fue, es y será una ciudad cosmopolita. Escribir sobre ella es conjugar una estructura literaria que la conduce a ser un crisol de la historia americana. La ciudad prehistórica fue fundada en un valle ocupado por indígenas de la familia Caribe (cuyos habitantes eran las tribus conocidas con los topónimos: arawak y kariña, se le bautizó castizamente como Santiago León de Caracas.1 1 Un plano del siglo XVIII2 la muestra como una retícula de 24 cuadrados, separados o circundados cada uno con cuatro calles. A su vez, estos rectángulos individualizados se subdividieron en cruz, internamente, para la adjudicación de terrenos para construcción de las amplias viviendas de los pobladores invasores. El valle estaba hacia el norte, vigilado por una serranía verde tropical, cuya toponimia indígena: Guaraira Ripano [Wuaraira Repanoo, Wariarepano] fue castellanizada por Serranía del Ávila.3 . Santiago León de Caracas, proviene del desglose: Santiago, en homenaje al apóstol Santiago el Mayor; el León fue contribución, según se cree, del expedicionario español Ponce de León; el Caracas, viene del topónimo indígena. 2. Será considerado el primer plano urbanístico de la ciudad, cuya autoría se atribuye a Juan de Carvajal en 1578. Aparece según ordenanza de Felipe II, con la siguiente descripción: El terreno del valle, fue marcado como una cuadricula de 25 rectángulos, 24 de ellos vendrían a representar los espacios geográficos conocidos como manzana, correspondiente a una superficie de 150 varas (medida utilizada en la ciudad de Castilla, para ese momento no existía el Sistema Métrico Decimal, el cual se puso al servicio de los países una vez implementado en París en 1790 donde el valor de la vara corresponde a 0,835m). El valor de superficie nominal de una manzana, en la agrimensura con ojo de buen cubiro, sería de 125,25m circunscritos por calles en sus cuatro lados. Todas las manzanas se dispusieron en dirección convergente al rectángulo que correspondía a la Plaza Mayor. La cuadrícula diseñada por Carvajal debía tener una extensión cardinal empírica aproximada de 3.131,25m, es decir, 3,13125km. 3. Gabriel de Ávila, Alféres Mayor del ejército conquistador de Diego de Losada, quien a posteriori, fue Alcalde de la recién fundada ciudad, se apoderó de la falda de Guaraira Ripano, con el tiempo se fue identificando a la Serranía como el Cerro de Ávila hasta que quedó como Ávila simplemente.

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La cuadriculada Santiago León de Caracas, con el cálculo, que puede ser erróneo, de 3,131km contaba en dirección sureste-noreste con la circulación del cristalino y arroyador caudal del Río Guaire, y de por los menos cinco o seis fuentes de agua que caían como manantiales desde el Ávila, que fueron convertidas en acequias artesanales para abastecer de líquido potable a la población instalada en el valle; lo que permitió a Juan de Carvajal dibujar a una ciudad colonial, como un valle extendido desde la falda del Ávila hasta el Río Guaire. Serranía Guaraira Repanoo

Río Guaire

De acuerdo a la cuadrícula de Carvajal, una estadística sencilla nos permite ver la existencia de 96 soluciones habitacionales para 1578, con extensión aproximada de 0,12525Km bajo la forma de mansiones de patrones coloniales alrededor de la Plaza Mayor para comodidad de los usurpadores españoles. 16 | La granjería de las manumisas Bejarano

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Caracas siempre tuvo resonancia desde su fundación un día incierto del siglo XVI. En su geografía de valle ha convivido toda suerte de habitantes. El abanico social se extendía en extremos, dictado desde la metrópoli imperial. El extremo más alto lo ocupaban los mantuanos, la clase social de las familias con limpieza de sangre, llenas de dinero por el usufructo de las tierras expropiadas a los dueños originarios a punta de arcabuces y evangelización, más tarde cedidas al blanco realista por Cédulas emitidas desde la Europa madrileña para el cultivo realizado con toda la parafernalia explotadora sobre los esclavos y con la autorización real de comercializar los productos del agro de sus haciendas con las islas caribeñas españolizadas y la Metrópoli. Estos mantuanos tenían permisado socialmente exhibir modales exagerados de comportamiento para mostrar su condición privilegiada en saraos, fiestas, confites y eventos interfamiliares, como estereotipos gráciles de costumbres cortesanas de monarquías europeas trasladados al Caribe. La elocuente parafernalia la dibujaba la moda colonial-cortesana. Las mujeres abortaban su figura vistiéndose con ancheta de las vitrinas o escaparates madrileños, cuyas prendas eran traídas al trópico en las goletas que comerciaban con las Américas y que luego de haber pasado por La Habana y La Española, atracaban en el Puerto de la Guaira. Se arreglaban creando un estilo de vestir uniformado que abarcaba corpiños, faldas talar anchas, miriñaques de cintas y faralá. La cabellera era recogida en moños, donde descansaba inserta una peineta alta de carey y una mantilla cuya trama y urdimbre copiaban una variedad de estilos, generalmente el color variaba desde el blanco al negro, dependiendo del estado civil de quién la lucía. Calzaban 17


botinas. Portaban un discreto abanico, cuyos pliegues estaban limitados con encajes, visibles cuando éste era desplegado, un discreto bolsito o talega donde guardaban objetos muy personales en una mano, y en la otra una sombrilla de tela satinada y encajes. Los hombres imitaban el rococó en sus trajes aterciopelados y camisa de encajes, dándose el lujo de colgarse al cuello una pieza de tela plisada: la gorguera, y largos cordones en brillante oro de donde colgaban crucifijos de orfebrería religiosa-vaticana. Usaban para su traslado familiar el coche tirado a caballo en sus distintas versiones: el Simón, un hipomóvil usado como transporte de paseo en Madrid y/o la Berlina. Ese barroco refinado lo resaltaban en los sitios de reunión frecuentados, como la misa dominical de 10am en la Iglesia Mayor4. Es de imaginarse un sainete al terminar la liturgia y a la feligresía blanca mantuana, para cumplir la ceremonia de sumisión al rey y a Dios, en el culto pomposo del besamano encajonado en los anillos del arzobispo Metropolitano y el Gobernador.  2 En su condición de casta, los alfabetos conocían la literatura europea y hablaban francés como segunda lengua. Sabían de la música para la exaltación del espíritu. Dados a los placeres y deleites de fastuosas gastronomías, especialmente la proveniente del mediterráneo español. Los analfabetas seguían al calco el comportamiento social aprendido de los alfabetos para presumir. Los mantuanos tenían el usufructo de las mansiones de grandes patios con fuentes centrales y techos de doble agua, construidos con tejas rojas. Además muchos de ellos 4. Creada por Cédula Real de Felipe IV (1637), fueron sus regentes de manera sucedida: monseñor Mariano Martí, monseñor Narciso Coll Prat, monseñor Ignacio Méndez, monseñor Francisco Ibarra.

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ostentaban títulos nobiliarios originarios, y los que no, hacían los trámites en Madrid para conseguir el título de nobleza, demostrando, previo análisis del árbol genealógico, la “pureza de sangre” de los antepasados. Cualquier mácula india o negra inhabilitaba el procedimiento para la compra de dicho título. En el otro extremo de la línea social se encontraban los esclavos, los explotados (negros traídos de África negra e indígenas). En esas cuerdas de la sociedad criolla, existían nudos representados por zambos, mestizos, manumisos (libertos)…

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Caracas, como capital de la Capitanía General de Venezuela, tenía su universidad con nombre pomposo: Real y Pontificia Universidad de Caracas. Dirigida bajo una concepción netamente clerical, con criterios de ingreso segregacionista, solamente para blancos de comprobada pureza de sangre. Formaban a un egresado con criterios aristocráticos para ejercer el poder, su modelo organizativo universitario era por cátedras: Ciencias eclesiásticas, Filosofía con Teología (disciplina rectora), Derecho y Medicina.

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El haber juvenil de Caracas, tenía su cuenta de sangre por la ¡Libertad!, en la vida sacrificada de José Leonardo Chirino, que siendo zambo se levantó contra el poder español y su orden colonial en 1795, exigía la eliminación de la esclavitud, de los privilegios de las castas dominantes, así como de los impuestos de alcabala. Atrapado el luchador, le imputaron su desaveniencia con el Imperio como delito y fue sentenciado y ejecutado con la pena máxima: la horca. Descuartizaron su cuerpo repartiendo las secciones macabras, donde la cabeza la colocaron en los polvorosos caminos entre el valle de Aragua-Coro. 19


Manuel Gual fue otro, en separación temporal de Chirino, que abrazó su lucha contra el Imperio Español, pagó con su vida: supuestamente envenado en la isla de Saint Thomas por un espía al servicio de la Corona Española. José María España, consiguió su muerte como sentencia cruel por conspiración. Arrastrado por la cola de un caballo desde su sitio de reclusión hasta la Plaza Mayor, donde fue ahorcado, luego descuartizado, su cabeza la expusieron públicamente en el Puerto de la Guaira, los brazo y las piernas repartidos en Macuto. Los intentos revolucionarios iniciales fueron enterrados por la convivencia forzada con el miedo. Se creó una “paz”, manifiesta en recobrar la “tranquilidad política” de la vida cotidiana dentro de los parámetros para la colonia del siglo XVIII.

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Los súbditos transitaban los polvorosos caminos de tierra pisoteada y empedrada en la Santiago León de Caracas hasta el centro, en dirección de la Plaza Mayor. Los mantuanos, llegaban al centro político-administrativo de la Capitanía General desde sus haciendas, recorrían serpenteados caminos utilizando cualquier tracción con bestia de carga.

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En Caracas, cerca de la Plaza Mayor, estaba el Mercado Principal, con su reloj de sol cuyas agujas de sombras iban marcando las horas coloniales recorridas en el trópico. Al cenit del día, los vendedores se ubicaban estratégicamente en los espacios para ofrecer mercancía europea, mayormente traida de contrabando, y la vernácula. Ellos hacían algaraza con su vocería para llamar la atención sobre sus productos, convidando a las negras de diferentes grosores, sirvientes de las cocinas de los mantuanos a que los rodearan. Las mujeres expertas se aglomeraban en las improvisadas 20 | La granjería de las manumisas Bejarano

verdulerías, escudriñaban las hortalizas para seleccionar las de mejor de aspecto, adquirirlas y echarlas en los cuévanos que sostenían de las asas. Por otro lado, otras negras, nanas ellas, vigilaban a los mantuanitos que vestidos de “punta en blanco”, desafiaban la vigilancia y hacían diabluras propias de niños. Tanto niñas como niños ensuciaban sus trajecitos de calidad made in Spain. Siempre estos niños enseñaban los juguetes, artilugios “mecánicos” europeos. El resto de los niños, los no mantuanitos, generalmente se subían a los árboles a comerse las frutas tropicales maduras y observar en silencio ancestral [desde su condición de súbdito social en desventaja] a los amitos.

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Estampas sucedían, común era ver pasearse sin acercarse a la muchedumbre a gordas mantuanas vestidas para ir a rezar a la Basílica Mayor, mientras se desplazaban contoneándose pesadamente mostraban su condición de súbdita privilegiada de la monarquía, rodeadas de niñitas negras. Éstas eran conocidas como pagapeos [debiera decirse pagapedos, pero en Caracas, la letra d se perdió]. Siempre, las negritas serían culpables de los olores putrefractos, de las flatulencias anales escapadas y escurridas entre las esponjosas piernas de la ama y que aromatizaban la Casa de Dios, con el olor del sulfuro de hidrógeno que superaba al del incienso. La gracia de la Doña, era culpación obligada hacia una de las inocentes negritas que recibían en la solemnidad del hecho, un coscorrón.

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Otra estampa en la colonial Santiago León de Caracas del siglo XVIII se resumía en unas hermanas, que cruzaban la Plaza Mayor en la cercanía del cenit solar con un cesto lleno de granjería criolla sostenida y mantenida en sus cabezas entre rolletes. 21


Eran unas morenazas, que por la cotidianidad del trabajo de transportar la mercancía dulce elaborada por ellas y por la forma en que lo hacían, sus cuerpos cubiertos de un color achocolatado habían alcanzado en la madurez de sus vidas una esbeltez envidiable, su estilización esquelético-muscular permitía robar miradas de los transeúntes que las piropeaban en la ruta que seguían. En su nomadismo comercial, hicieron de la granjería criolla un producto de adquisición para los habitantes de la ciudad y labraron una marca famosa en el Valle de Caracas. Esto las condujo a un obligatorio sedentarismo comercial, por los pedidos que tenían que atender con la frecuencia de una franquicia, sobre todo de los mantuanos para sus festejos familiares. Así las hermanas, organizaron una minicompañia dulcera con características familiares.

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Pero, ¿quiénes eran estas hermanas tan famosas de la colonia española en la Caracas del siglo XVIII?, ¿cómo llegaron a esa condición de súbditas manumisas?, estatuto que las hacía jurídicamente libres, estableciendo sus propias relaciones comerciales. La carencia de registro histórico confiable nos hace difícil responder, pero con la especulación es posible hipotetizar alternativas: Una vía, el gesto humano; el señor amo les otorgó la libertad antes de morir. Otra, de la violencia de género del señor amo ejercida en contra de la volunta de una esclava negra, las chicas nacidas pasarían a ser hijas bastardas.5  3 5. Existe discrepancia histórica en cuanto al número de ellas, unos señalan que tan sólo eran dos, cuyos nombres eran Rosa y Dominga. Otros establecen que eran tres: Magdalena, Eduvigis y Belén.

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Lo único obvio es el apellido: Bejarano. Este apellido se volvió una marca de la mejor granjería criolla de Caracas.

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Las Bejarano, aprendieron a domesticar el fogón y el arte de la manipulación de la azúcar en beneficio de una línea de producción ecléctica de dulcería con recetas de su imaginación, donde fusionaron las provenientes de la España dominante con la de los súbditos esclavos.

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A las manumisas el trabajo constante, permanente y creativo de la dulcería les reportó ganancias en dinero constante y sonante que las convirtieron en unas adineradas, posiblemente doblones o ducados de oro. Es de esperarse que ellas fueran la comidilla de la capital. Se creó entonces una leyenda que debe haber circulado en todo el valle de la Caracas colonial y sus territorios adyacentes; enriquecida dentro de los límites de la ruta social: manumisas, solteras y ricas.

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El local sedentario de la confitería como tal, era más parecido a una pulpería. Pero como cuento de hadas, se había convertido en un palacio, donde se fabricaban finuras para el paladar, es posible que de las manos de las Bejarano y sus ayudantes saliera una lista grande de prodigalidad: buñuelos, pandehornos, alfondoques, alfeñiques, melcochas, papeloncillos coloreados, suspi-ros, arroz con leche, torrijas, gelatinas de pata de res, polvorosas, almidoncitos, golfeados, conservas de coco, rodajas dulces de concha de toronja y de naranja, tunjas, catalinas, dulce de lechosa, quesillos varios, etc. Los mismos consumidores de granjerías, fueron orlando con habladurías de las manumisas hasta construir la leyenda de las Bejarano. 23


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Y como todas las leyendas están sujetas a la libre interpretación del que las esgrimen, nos permitimos entonces, una especie de lujuria histórica; cerrar los ojos y trasladarnos mentalmente al siglo XVIII [al último cuarto] para concebir una barajita de estampa costumbrista, la imagen despega: el vuelo histórico planea en un sitio de la Caracas cuyo bullicio colonial lo ubica no muy lejano a la Plaza Mayor, en una distancia intermedia cercana al hormiguear diario del Mercado con el primer reloj de sol de la ciudad. Allí, en imaginarias coordenadas, se levanta una edificación en cuyo frontispicio no existe “marca” alguna que indique al visitante su importancia, pero hasta los niños y los habitantes de la tercera edad, ultramarinos, la conocen como la fábrica de granjería de las Bejarano. La “marca” del lugar se fue construyendo sigilosamente con el tiempo, debido a que desde su instalación se esfuminaban nubes de humo, aromatizadas a caramelo que envolvían el casco de la zona colonial. El olor de la azúcar domesticada en efluvios se hacía acompañar de los aromas sofisticados de especies como la canela, el anís y la almendra tostada, por ejemplo.

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La rutina comenzaba al cantar los gallos. Ellas, las hermanas, en bata de noche y albornoz, como fantasmas, iban encendiendo los candeleros y los candiles de velas esparcidos adecuadamente para que alumbraran lo que aún quedaba de oscuridad matutina, con flamas mortecinas y titilantes brotando del cebo y del aceite de oliva. Las ayudantes iban apareciendo una a una dispuestas al trabajo, afrodescendientes todas, entre bostezos lanzaban su saludo con desgano madrugador: “¡buenos 24 | La granjería de las manumisas Bejarano

días niñas!”. Entraban a una recámara y luego emergían vestidas de guardapolvo con delantal blanco inmaculado, que al terminar la jornada, toda esa vestimenta era violada por las manchas residuales del dulce inquieto que con márgenes irregulares se pegaban a la tela construyendo un mapamundi azucarado. Luego, un ayudante, también afrodescendiente, encargado de las misceláneas se cuadraba frente a las hermanas y recibía la orden de traer la leña seca: “¡rápido!“ El tipo desaparecía y se internaba en el conuco del solar de la casa, donde las gallinas madrugadoras, asustadas y alborotadas huían carareando cruzándose entre las piernas del hombre, él acostumbrado a ese alboroto gallináceo, sin darle importancia alguna iba a su labor: seleccionar los leños a la luz lunar, regresar al área de los fogones y distribuír proporcional y mecánicamente la leña en los braceros, incluyendo el horno.6 4 Los fogones estaban instalados en el solar. Una vez rebosantes de la leña combustible, en un juego pirotécnico doméstico, la ayudante de los fogones los encendía con la llama del fuego que Prometeo robara y regalara a los humanos como una antorcha de hinojo encendida con la luz del sol. En la espera por el fuego encendido, todos los madrugadores presentes en la granjería aprovechaban el tiempo para desayunar con catalinas y guarapo de papelón. Las Bejarano organizaban el trabajo diario, mientras despachaban al encargado de las misceláneas para que fuera al mercado y trajera las vituallas frescas (insumos de la dulcería, principalmente las frutas tropicales que ecerían las recetas vernáculas dulcíferas). 6. En el siglo XVIII era un reverbero abovedado de adobe refractario.

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Ya cuando el alba recuperaba su espacio horario, se encontraba agua hirviendo a borbotones en varios recipientes de barro. En algunos de los recipientes, una de las ayudantes le agregaba trocitos de panela o papelón oscuro y la movía con una cuchara de palo, hasta que lograba un melao; éste era la base madre de los ingrediente de las recetas de la dulcería bejarana. Una vez lograda la sustancia semilíquida, se templaba a temperatura ambiente y luego se separaba en cuencos independientes donde se perfumaban, unos con canela, otros con anís, algunos con hojas de limón o naranja; la aromatización estaba supeditada al futuro uso en la granjería por fabricar.

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Una de las Bejarano traía el arqueo diario de la granjería: el sobrante y el faltante escrito en una tablilla de madera con trazos torpes en carboncillo. Inmediatamente entre las 6 y 7am, horario 5tropical7, se activaba la producción haciendo hincapié en los faltantes, las hermanas distribuían entre sus asistentes la reproducción artesanal del dulce y como autónomas, las afrodescendientes ponían manos a la obra, para materializar las recetas (donde era la intuición lo que prevalecía para las proporciones en contra de una analítica cuantitativa).

7. No existía un horario preciso determinado, sino el anunciado por el reloj con aguja de sombra del Mercado Principal, cuando la claridad del alba despuntaba, ya que el horario oficial fue establecido a partir de 1884, cuando Venezuela como país firmó a resolución de la Conferencia Internacional de Meridianos, en Wasghinton, donde se dividió la Tierra en 24 “Husos Horario”, teniendo como referencia al meridiano 00 de Greenwich (Inglaterra).

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La mano de obra se centraba en hacer real las granjerías más peculiares: la granjería conocida como pandehorno, tomaba cuerpo entre las manos de la experta en seguir una receta: a la harina de maíz cariaco (conocido como maíz amarillo, tostado) extendida como volcán en la mesa se le agregaba suficiente melao, huevos, punto de sal, manteca de cochino. La mujer aplicaba un amasado con fuerza para lograr un producto suave y compacto. Hacía con la masa un gran bollo que dejaba reposar cubierto con un pañuelo de liencillo. Al rato regresaba y lo seccionaba en trocitos, que empolvaba de harina para después darle formas alargardas o en rosquillas, los colocaba sobre una superficie plana de barro engrasada y los ponía a cocer en el horno de leña. A otras dos ayudantes le asignaban la tarea de la fabricación de buñuelos de yuca, pues la receta no era complicada pero sí laboriosa. La tarea comenzada el día anterior con la yuca que se salcochaba hasta que el tubérculo se aflojara en una suave masa. Al día siguiente, templada, a dicha masa le retiraban los artefactos propios del tejido vegetal, y la tamizaban para extraerle el agua. Luego la amasaban con una pizca de sal y suficiente azúcar sin producir empalagamiento. En el punto esencial de amasado hacían bolitas perfectamente esféricas. Las freían en un caldero con suficiente manteca de cerdo muy caliente, donde flotaban en el viscoso líquido. Cuando lograban el color dorado las retiraban en una bandeja y le agregaban melao diluido aromatizado con canela, guayabitas y clavos de olor hasta que el líquido chorreara. Otra de las ayudantes, a la que le habían asignado la receta de la acema, se entretenía en lograr su objetivo a 27


partir de un volcán de harina blanca, donde agregaba con cuidado huevos batidos, manteca de cochino, mantequilla casera o criolla, una pizca de bicarbonato, y con el melao amasaba hasta obtener un punto, la adecuación de una masa manipulable. La dejaba reposar el tiempo necesario, luego la extendía en la mesa y la fraccionaba con suavidad, hacia bolitas que aplastaba con una superficie plana presionando con sus amplias manos. Las colocaban en un platón de barro engrasado y las llevaban al horno de leña para su cocción. El dulce de lechoza ocupaba espacio en las preparaciones delicadas. Intervenían varias mujeres. La receta la seguían al pie de la letra: a la fruta verde del papayo la descortezaban con un afilado cuchillo. A la fruta oblonga sin su epicarpo la separaban en dos mitades y extraían de sus concavidades las semillas negras. Luego de esas dos partes magras o mollares se hacían rajas que se cocinaban lentamente en agua azucarada con clavos de olor. Cuando se lograba un almíbar, donde las lonjas se movían lentamente y con dificultad, retiraban del fogón y mantenían al aire hasta que se templara.

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Con las recetas en la memoria otras ayudantes hacían realidad el alfondoque: una pasta de melao reducido al fogón, mezclado con semillas de anís y trozos de queso blanco que estiraban para luego ser envuelta en hojas de plátano. El tacón mantuano: su textura revelaba su composición, a partir de rebanadas de pan duro muy embebidas en leche, pasadas luego por huevo batido con una pizca de sal. Fritas en mantequilla, hasta el dorado superficial. Luego se templaban a temperatura ambiente. Se bañaban con jarabe de melao preparado con especies dulces olorosas, con dos cucharadas de ron. 28 | La granjería de las manumisas Bejarano

La torta de casabe: su carácter indígena fue fusionado, haciendo que se deshiciera en un envase con leche de vaca, donde se agregaba queso rallado, huevos batidos y melao. Se mezclaban bien los ingredientes con una cuchara de palo, luego la mezcla se extendía como pastas redondas individuales sobre un tiesto de barro (budare) precalentado en el anafe para su cuece a fuego lento. También hacían la variedad con molde enmantequillado o lubricado con manteca y horneado para así obtener un pastel. El cabello de ángel: la fruta de calabaza descortezada se salcochaba adecuadamente hasta que se desmenuzaba en hilos al dente. En una olla de amplia circunferencia con agua suficiente y azúcar, se agregaban los hilos de la fruta, pulpa de la piña rallada y hojas de limón o lima. Se mantenía a fuego lento, tapada hasta obtener un almíbar donde flotaban los hilos aromatizados con el gusto tropical de la ananás. No olvidaban las apetecibles polvorosas: que aparecían como tortitas blanquecinas horneadas que se desmoronaban en la boca por la laboriosa preparación a partir de la base de manteca de cerdo mezclada muy bien con azúcar y harina, con ralladura de concha de limón. Los huevos chimbos: huevos de gallina seleccionados del corral particular de las Bejarano por una de las ayudantes. Eran lavados para quitarle los restos de excremento gallináceos sobre la cáscara, luego con extremo cuidado la encargada del menester le hacía dos diminutos orificios por los polos opuestos de la figura ovo, y dejaba que el contenido viscoso de la postura saliera por gravedad por el polo agudo (orificio de salida) y cayera en la concavidad de una vasija de barro, en algunos casos la mujer soplaba por el otro orificio para acelerar la salida del contenido. Mientras las cáscaras, vacías y 29


perforadas, eran cuidadosamente acumuladas para evitar su rompimiento, otra mujer, las garraba y con cuidadosa habilidad sellaba con puntos de manteca de cerdo y una pizca de espelma de vela derretida el perforado polo agudo. A su vez, otra de las ayudantes con una cuchara de palo, con la suficiente cantidad del ingrediente de clara y yema en la vasija de barro, batía sin levantar el contenido por la agregación de aire, le ponía pizca de azúcar o melao y lo aromatizaba con especies dulces y unas gotas de ron. Esa “solución” artesanal la trasegaban con la ayuda de un delicado embudo a las cáscaras vacías por el extremo romo (orificio de entrada) hasta llenar su interior. Limpiaban el exceso que podía chorrear por la superficie y se sellaba el orificio con punto de manteca y espelma de vela derretida. Estos “huevos” los colocaban cuidadosamente en una vasija de barro cuyo fondo tenía una cama de hojas secas de limón para mantenerlos en equilibrio, en dirección vertical: punta aguda (mirando al norte) punta roma (mirando al sur). Les agregaban agua hasta un nivel medio y los ponían a hervir (baño de María) en el anafe el tiempo necesario hasta obtener la consistencia de dureza del contenido vaciado dentro de la cáscara. Logrado esto, se descascaraba. Salía un manjar compacto que copiaba la forma ovo, por supuesto era la geometría acostumbrada de la postura cocida con el cascarón, del cotidiano “huevo duro”. Las mujeres limpiaban los huevos con sutileza y luego los pasaban por aguas coloreadas y estos adquirían la pigmentación de los colores del arco iris tropical en toda su superficie geométrica. Posteriormente le agregaban el glasé (manifestado por la superficie cristalina producida por el melao transparente de azúcar) provocador para el paladar del consumidor colonial. 30 | La granjería de las manumisas Bejarano

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El joven de las misceláneas traía en un cesto abundantes manos de plátanos, los más maduros, aquellos en los que sobre su concha arrugada y pintada brotaba el olor de aldehído y que eran apetecibles por un ejército de diminutas mosquitas de la “fruta podrida”, otros picoteados por los pájaros de bellos plumajes de nuestra biodiversidad tropical y caribeña que rondaban el conuco de la g ranjería. Entregada la carga platanera a las ayudantes, estas producían inmediatamente la selección de la fruta para la encargada de prepararla. Ella despojaba cada unidad de la horrible concha, la carne de los plátanos maduros la sumergía en abundante agua templada con una pizca de sal evitando que por la fragilidad pudiese romperse en pedazos y tomar un color marrón. Al tener suficientes plátanos pelados, escurría el agua con un cedazo y colocaba un número adecuado de frutas en ordenamiento de filas y columnas en un envase de barro cuadrado, y procedía a preparar plátanos caramelizados con queso; con un cuchillo les hacía una incisión y les ponía suficiente queso blanco rallado, mantequilla de vaca y abundante melao, introducía el envase de barro al horno de leña hasta que los plátanos mostraran una superficie caramelizada. Otra de las mujeres colocaba el resto de cambures maduros en un recipiente ancho, los cortaba en trozos y los trituraba con especies dulces. Les agregaba queso blanco rayado, mantequilla y masa de maíz blanco, y amasaba la mezcla hasta hacerla extremadamente flexible; hacía unas barras que luego cortaba en unidades de un mismo tamaño. Las barras, las colocaban en la concavidad de la cubierta seca de la mazorca de maíz (botánicamente se conoce como hojas brácteas florales 31


y/o chala en el quechua) que amarraban y hacían hallaquitas dulces de plátano.

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Otra granjería que no faltaba era: los besitos de coco. Las encargadas seleccionaban la redonda y abultada fruta del cocotero. La rutina la seguían a pie juntilla: perforaban uno de los tres ojillos del coco para extraer el líquido azucarado que contenían. La cubierta oscura y leñosa la eliminanaban poniendo al fuego directo de las brasas de los fogones las frutas sin contenido para carbonizar las cáscaras produciendo fracturas por toda su superficie; luego las mujeres golpeaban con una piedra y las frutas debilitadas por el calor quedaban rotas en pedazos. De cada trozo, separaban la copra a la que a su vez le quitaban cuidadosamente con un cuchillo la cubierta membranosa oscura que la vestía por la zona en contacto con la cubierta leñosa. A los trozos de pulpa blanca y comestible los rallaban. A este rallado se le agregaba un volcán de harina de trigo que contenía mantequilla derretida, huevo batido, bicarbonato y melao. La mujer mezclaba todo con la fuerza de sus manos hasta obtener un masa única, que separaba, después de un reposo, en bollitos que aplastaba hasta lograr una circunferencia que iba colocando sobre una superficie pintada con manteca de cerdo y los introducía en el horno de leña hasta que lograran el punto de cocción adecuado para el paladar.

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En la estampa de la granjería Bejarano, era interesante ver la imagen de las trabajadoras al recibir mazorcas de maíz cubiertas de hojas verdes y de granos dúctiles que venían en sacos de fique, recolectadas en los maizales adyacentes a Caracas. Seguidamente vaciaban los sacos cerca de un árbol de amplia circunferencia de 32 | La granjería de las manumisas Bejarano

sombra, las gallinas se alborotaban frente a su alimento preferido, ellas, salían cacareando cuando las mujeres las apartaban con violencia de cocinera. Luego, las ayudantes se sentaban rutinariamente en una banqueta donde sus amplias nalgas de afrodescendiente ponían en peligro la estabilidad de la sentadera. Desnudaban a la mazorca de las brácteas y la barba de espigas frágiles quedando al descubierto tan sólo los granos dúctiles y blanquecinos. Las mazorcas libres de sus anexos vegetales eran sometidas al desgrane. El procedimiento rutinario era una liturgia de cocinera. El hábito de hacer el trabajo del desgrane de la mazorca con mera práctica permitía que las mujeres entraran en oscuros comentarios sobre lo ocurrido a propios y a extraños de los habitantes de los quilombos y de las casas: amoríos entre esclavos y señores. La costumbre y la práctica conducían a las mujeres a tomar una mazorca desnuda e introducir un cuchillo romo y desprender una fila, de extremo a extremo, de los dúctiles granos y luego con la pulpa de sus anchos dedos presionar cada una del resto de filas. Los granos caían como gotas de lluvia en el delantal prístino que hacía de concavidad en el regazo de las mujeres, cuando tenían montañas de grano lo introducían en un cuenco de barro con leche de vaca. A un tiempo de templado del grano con el líquido, una ayudante extraía la preparación con copas de cucharón y la pasaba por un cedazo, el líquido lo reservaban en cuencos de barro cocido, mientras los granos los echaban en un objeto de piedra que por el uso estaba domesticado como mortero, y allí, molían el grano hidratado con la leche de vaca, al machacarlo su ductibilidad rompía la bolsa de celulosa y liberaba una masa suave lechosa. En cantidades suficientes lo devolvían de nuevo al líquido 33


de donde lo extrajeron. El procedimiento se repetía hasta acabar con la existencia de los granos. Luego continuaba un delicado proceso realizado por la mujer de mayor experiencia: era colar con un liencillo el producto anterior, liberarlo de los residuos (artefactos vegetales del grano) y obtener un líquido amarillento lechoso prístino. Al primero de los productos, como desperdicio, lo echaban al gallinero donde las aves de corral se alborotaban, y cacareando en un combate pico a pico se disputaban dichos residuos vegetales, mientras el segundo producto era apto para la fabricación de granjerías de maíz tierno. En diversas modalidades, obtenían: flan de maíz tierno: en una olla de cierta cilindrada, colocaban una cantidad adecuada del líquido amarillento-lechoso que al azar había cuantificado como válida. Le agregaban entre 8 y 9 huevos, leche artesanal condensada8 6que mezclaban con rapidez, después las separaban en vajillitas de totumas de cierta concavidad, que cocinaban en baño de María. Y quesillo de maíz tierno: siguiendo la receta del flan, se le agregaba fécula pulverizada de yuca o de papa. La cocción, la hacían al horno de leña hasta lograr un producto cuya superficie mostrara un sin fin de orificios.

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Dentro de la diversificación de la granjería Bejarano estaba la fabricación de los caramelos. La leche condensada artesanal, la doblegaron para fabricar unas figuras esféricas que se comerciaba como caramelo. 8. La leche condensada artesanal del siglo XVII era casera. Consistía en poner a hervir leche de vaca hasta lograr un 2/3 de evaporación del agua. Se dejaba temperar, y luego se le agregaba azúcar suficiente hasta hacer una solución dulzona, se llevaba al fogón, se removía para evitar su ahumado y la formación de costras en el fondo de la olla.

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Su manejo artesanal consistía en domesticar la espesa leche sobre un polvillo de fécula de maíz, amasándola hasta que tuviera una independencia de adhesión a la superficie plana donde la trabajaban. El amasijo era fraccionado por pellizcos y las mujeres lo colocaban entre sus manos y con el manoseo continuo sobre la pequeña fracción obtenía unas figuras dulces perfectamente redondas. Los caramelos particularizados y de dureza templada, los colocaban en centro de hojas verdes de limonero, y luego los bañaban con un glasé de melao de azúcar que una vez cristalizado, parecían perlas de lluvia tropical sobre la lámina delgada vegetal.

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Si bien en la granjería no se elaboraban bebidas refrescantes, existían unas tinajas que contenían refrescos templados. En la granjería de las Bejarano, se servían las bebidas refrescantes sacándolas por copas del cucharón de madera y vaciándolas en unos recipientes alargados de totuma. Esos refrescos templados eran infusiones: La tisana, de posible origen mediterráneo, preparada por los sarracenos y traída aquí en tiempo de la conquista, estaba reconstruida en la Caracas colonial con el picadillo de frutas vernáculas, al cual le agregaban agua cristalina traída de los manantiales de la Serranía del Ávila. Se endulzaba con melao. El guarapo e piña, de posible origen autóctono. La receta consistía en colocar conchas de piña en jarras con la misma agua cristalina de la serranía avileña, le agregaban melao, se tapaba a temperatura ambiente, se mantenía así hasta que aparecieran burbujas flotando en la superficie varios días después. Se colaba. El líquido oloroso, dulzón, de sabor astringente, era el que se bebía. 35


La chicha indígena: en una olla de alta cilindrada se hacía ebullir agua con especies, guayabitas, clavos de olor u otro, se le agregaba una pasta de harina de maíz mezclada con guarapo de piña. Se cocinaba a bajo fuego hasta lograr un ligero espesamiento. Se le incorporaba más guarapo de piña hasta hacerla más fluida. Ese líquido obtenido se temperaba. Se pasaba luego por una manga de liencillo. Ese colado se dejaba reposando tapado, el tiempo necesario (días) hasta convertirse en una bebida vigorosamente fermentada. El guarapo de papelón: bebida originada por los afrodescendientes para mitigar la sed producida por el arduo y esclavizante trabajo en los trapiches de los mantuanos. La bebida consistía en disolver ralladura de papelón en agua cristalina de serranía, agregarle zumo de limón en cantidad suficiente para lograr una ligera acidez.

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La rutina contemplaba un colorismo corriente en la persona del afrodescendiete encargado de las misceláneas, cuando ya pasados ¾ del día hacía su entrada triunfal al patio con el burrico cargado de vituallas y frutas tropicales entonando estrofas cantadas con su vozarrón de trueno desafinado, “un resto” de canción del África ardiente y tribal. Las fogoneras agitaban la jornada y también agregaban sus desafinadas voces al canto a sus dioses ancestrales, el resto de las ayudantes se desconcentraba de las tareas y, por momento, en el palacio Bejarano de la confitería, el orden se relajaba. Y las recetas de la granjería se detenían.

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Las Bejarano salían de un cuartito con las manos embadurnadas de harina, y limpiándose en el delantal ponían el orden correspondiente. Y chequeaban 36 | La granjería de las manumisas Bejarano

la producción, para esa hora debían estar en fase terminal. Ellas enumeraban los dulces producidos (buñuelos, pandehornos, alfondoques, alfeñiques, melcochas, papeloncillos coloreados, suspiros, arroz con leche, torrijas, gelatinas de pata de res, polvorosas, almidoncitos, golfeados, conservas de coco, rodajas dulces de concha de toronja, de naranja, tunjas, catalinas, dulce de lechosa, quesillos varios, etc.

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Las Bejarano tenían instalado en ese cuartito un laboratorio para experimentación de la confitería. Su escondite, donde se dedicaban a la preparación de la insignia de la Granjería de las Manumisas Bejarano, la emblemática torta. Pastel que las había hecho famosas en la ciudad, si ellas por ser manumisas no podían frecuentar los festines de los mantuanos, su torta sí estaba presente en todos. La preparación de la torta era un secreto que ni las mismas ayudantes conocían. Fue bautizada por los comensales como la torta bejarano y al traspasar los confines de Caracas adquirió las bondades publicitarias de ser la quintaesencia de los manjares dulces de la colonia criolla del siglo XVIII. Es probable que dejó de ser quintaesencia posteriormente al siglo donde apareció, cuando algún imitador de granjería robó la idea al descubrir su composición escudriñando por ensayo y error, partiendo del olor y el sabor de los ingredientes. Y entonces una receta circuló y se popularizó para beneficio de otros.

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La receta que se ha mantenido en el tiempo, ¡no damos fe! que sea la original, pero la que se consigue es la siguiente:

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Preparación de la masa: se machacan o trituran 9 topochos o cambures extremadamente maduros. Luego se coloca en un recipiente amplio donde se incorporan 3 tazas de pan rallado, especies molidas de clavos de olor, canela y guayabitas, 1 cucharadita de esencia de vainilla, u otras, ½ papelón rallado, 3 huevos batidos, 2 cucharaditas de bicarbonato. Los ingredientes anteriores se mezclan con una cuchara de madera hasta conseguir una masa uniforme. A la masa obtenida se le incorporan 150gr de queso blanco rallado, 100gr de mantequilla derretida y se mezcla de nuevo. Esta mezcla se coloca en un molde y se lleva al horno por aproximadamente 30 minutos. Preparación para adornar la torta: Una vez cumplido el tiempo de horneado, se baña con melao de papelón, se esparcen sobre la superficie 50gr de ajonjolí tostado.Se lleva nuevamente al horno para que se dore por 5 minutos. Preparación para la presentación: Se retira del horno y se deja enfriar, se desmolda y se separa en porciones poligonales.

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La torta bejarano en el siglo XVIII se vendía bien, gustaba al paladar, a pesar de ser un pastel dulce manumiso traspasó las puertas de las mansiones mantuanas, eclesiásticas y de las autoridades coloniales. La leyenda la consagró como “la dulce viajera” que salió de los confines de la Capitanía General de Venezuela y llegó a ser conocida en la América hispana llena de gritos libertarios. También, relatos no confirmados históricamente, cuentan que el gran Simón Bolívar sintió pasión por el deguste de dicha torta desde su época de párvulo, cuestión que lo acompañó en sus hazañas libertarias. 38 | La granjería de las manumisas Bejarano

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Nacida de las hermanas Bejarano, sin el conocimiento analítico de las proporciones, donde la cuantificación de los ingredientes un tanto comunes, las hermanas los mezclaban encerradas en la práctica del ensayo y el error, dio a la granjería criolla su dulce vernáculo, es decir, nominación de origen.

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Las hermanas Bejarano podían estar tranquilas con su fama de confiteras, tenían el reconocimiento, pero ellas, quisieron volar y convertir su condición de manumisas en la de pares sociales de la clase colonial dominate. Fueron más allá al desafiar a los antiguos amos, los mantuanos y blancos: Las hermanas Bejarano haciendo uso de su condición de súbditas sociales españolas, se informaron de la existencia de una Real Cédula promulgada por Carlos IV: Gracias al Saca. En Aranjuez, el 10 de febrero de 1795.

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La Real Cédula promulgaba el derecho al ascenso o el acercamiento a la clase social criolla, dominante y vernácula: la blanca originaria, racista por antonomasia, para aquellas personas dentro de los clasificados como pardos, zambos y quinterones que pudieran sufragar su compra mediante el pago en alta suma de doblones de oro (reales de vellón) a las arcas empobrecidas de la Corona Española de Carlos IV9.Una  7

9. La actitud del rey, Carlos IV, con ese decreto ley, era una paradoja para los súbditos de las lejanas tierras americanas, pero tuvo una razón de ser: la misma estaba enmarcada en que la situación política de España era muy débil y que el monarca estaba cercado tanto por problemas económicos como amorosos, ya que la reina tenía un favorito de alcoba, el ministro Godoy, además se iban sumando los principios de la Revolución Francesa, que tuvieron cercadas a las monarquías europeas. Con el fin de de facilitar la introducción de reformas y la tranquilidad política, quizás, la corte española, sintió que así mantenía una paz en las colonias de ultramar.

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manera rápida, que encontraron las manumisa Bejarano para blanquear su sangre.

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Con un jurisperito graduado en la Universidad de Salamanca, que conocía al dedillo la jurisprudencia del Tribunal de Cortes Españolas de Carlos V, interpusieron su deseo acompañados de los recaudos necesarios y la correspondiente talega repleta de doblones de oro. 3La causa duró el tiempo que el jurisperito empleó para realizar el viaje Caracas-Madrid-Caracas en goleta y organizar todas las diligencias del caso de la ascensión social de las Bejarano.

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Cuando el jurisperito regresó con noticias positivas para las manumisas, la habladuría reventó en la comarca con disgusto de los mantuanos que las calificaron de “igualadas”, y para el resto de la sociedad colonial; zambos, mestizos, manumisas pobres, que las consideraban simplemente como “brejeteras”.

el 14 de marzo de 1796 elevara a España su protesta por la compra de los títulos de Don y Doña. Un activo militante de oposición fue el obispo Francisco Ibarra. A pesar del descontento social, la población de Caracas continuó disfrutando de las granjerías y de la emblemática torta de las manumisas-blancas (por decreto real).

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Durante el tiempo prudencial, las Bejarano se volvieron algo presumidas aunque aparentaban humildad, su nueva posición social las acreditaba a tener un comportamiento adecuado, pero debían aprender los códigos del protocolo de la casta social dominante en la Capitanía General de Venezuela, a donde ingresarían por decreto real, establecido como norma durante los casi trescientos años de sometimiento a la América por la España imperial.

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Las Bejarano sabían que el coste administrativo de su ascenso social había sido oneroso, pero siendo manumisas habían provocado la sentencia. Después de esto, actuarían y se comportarían como súbditas ciudadanas blancas. El jurisperito les recomendó hacer uso del derecho en un tiempo prudencial, cuando se calmaran en el valle caraqueño las súbitas reacciones a la decisión real de “blanqueo” de las manumisas.

Las mujeres se volcaron en hacer uso del caudal acumulado para parecerse a las damas mantuanas. Modistos, zapateros, maestros de protocolo, estilistas, comerciantes de mercancía para las damas de alcurnia, importada desde las principales colonias, como la Española, México, Cuba, Curazao (donde era posible conseguir productos de embergadura en los comercios sefardistas), así como desde Madrid, desfilaron casi a diario por la fábrica de dulces a ofrecer los servicios, pues olieron que podían desplumar a las manumisas ante su desespero por presumir ser blancas mantuanas caraqueñas.

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La Cédula Real produjo la consternación de los mantuanos, cuyas acciones se centraron en acabar con la misma, utilizando su poder para que el Ayuntamiento 40 | La granjería de las manumisas Bejarano

La apariencia la montaron… Cuando se instalaron en una mansión suntuosa, de largo balcón que permitía observar la extensa Plaza de San Jacinto. La 41


edificación en su arquitectura interna contaba con grandes zaguanes, con escalera de caracol, patios internos de arcos con archivolta, descansaban sobre capiteles persas para separar el jardín de los granados (tratando de imitar el estilo mudéjar), del otro jardín, más tropical, plantado de árboles frutales como mango, tamarindo y cambures, de la cocina, del salón de repostería, así como del salón de caballería donde aparcaban la berlina –está última comprada en el Puerto de la Guaira, traída de La Habana y conducida a través de la serranía de El Ávila por el serpenteado e irregular Camino de los Españoles– y un discreto espacio cenador estilo granadino.

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El tiempo prudencial se terminó. Las Bejarano se decidieron tirarse al ruedo social. Para ello escogieron un domingo en la misa de 10am.

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El poder eclesiástico desde la fundación de Caracas, repartió los establecimiento religiosos donde se realizaban los oficios litúrgicos establecidos basando la selección al usufructo del privilegio de castas sociales: la Basílica Mayor para los mantuanos, la iglesia de Altagracia o, en su efecto, la de La Candelaria, repartida entre zambos, mestizos, manumisas. Allí se reunía la feligresía para cumplir el sagrado mandamiento católico de asistir a misa todos los domingos y fiestas de guardar.

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Las Bejarano crearon expectativas ciudadanas cuando salieron de su mansión en la berlina conducida por el cochero y se enfilaron hacia la Basílica Mayor, como “Doñas”.

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Las expectativas en la población de a pie era como una fiesta. Detrás de la berlina, que se movía al paso de los caballos que la tiraban, les seguían niños y mujeres negras, que reían y mostraban una alegría que no les pertenecían, pero que por nada se perderían: la osadía de las “brejeteras” de asumir públicamente y desafiar el poder blanco en su condición de manumisas-blancas por decreto real.

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Eran las 10am del peculiar domingo. En la Basílica Mayor, cuya construcción estaba dibujada arquitectónicamente como cruz latina, las naves estaban repleta de los súbitos del rey en tierras americanas, cada quien ocupaba su asiento protocolar sentado en los bancos eclesiásticos organizados por jerarquía, de adelante hacia atrás (desde la nave principal), comenzando por las autoridades oficiales, las familias mantuanas, cuyas mujeres tenían cerca las niñas huelepedos...

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Cuando los sonido del órgano daban sus acordes para el comienzo de la misa, desde la zona del coro, y los clérigos afinaban sus voces para los cantos gregorianos aprendids en la abadía de los monjes Benedictinos del monasterio de Silos de Burgos, España, con la solemnidad de los asistentes se escuchó un canto mágico medieval como Alleluia... Luego, al interpretar Christe Redemptor, las voces afinadas fueron opacadas por una bullaranga que venía de afuera del recinto cristiano. Inmediatamente se supo el origen. La osadía de las manumisas-blanca por decreto real quebrantó la paz dominical de la misa de 10am.

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La aparición de las Bejarano, al contraluz de la puerta de la nave principal, disfrazadas de mantunas y con sus huelepeos incluidas, produjo la consternación de la casta social a la que ellas pretendían abordar, cundió la entropía, las doñas miraban hacia el contraluz y se persignaban, cuestión que imitaban las mantuanitas aspirantes a doñas. Los jóvenes mantuanos observaban a las morenas de cuerpos estilizados dentro de la vestimentas mantuanas, y algunos suspiraban su machismo con delicadeza contenida. El obispo trató de calmar a su feligresía, pero su voz no alcanzaba a ser oída entre la gritería de gallinero que se formó, los clérigos cantantes guardaron silencio monacal, y se cubrieron su cabeza con el capucho, y en fila, y las manos en posición de oratorio se retiraron.

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Las Bejarano sintieron en carne propia el rechazo de los miembros de la clase social a la que habían ascendido por decreto real. Más aún cuando las doñas en una concertada protesta lo manifestaron tapándose las narices con delicados pañuelos de encajes.

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El jurisperito les recomendó hacer uso del derecho que les asistía, recurriendo a la autoridad de Carlos IV. En Madrid, interpusieron una interpretación de la Cédula Real y, con el pago en doblones de oro, se consiguió un decreto de acatamiento obligatorio por parte de los súbditos de la Capitanía General de Venezuela.

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El decreto firmado por el rey, sugería, posiblemente redactado en términos siguientes:

…He resuelto concederle (como se concede) a las demandantes hermanas Bejarano la facultad del disfrute de los beneficios propios de la clase alta de la sociedad colonial en la Capitanía General de Venezuela. ¡Ténganse por blancas, aun siendo negras…!

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Aunque no existía prensa escrita que reflejase un acontecimiento de tal naturaleza, el cotilleo en el valle caraqueño lo crearon los bulos que corrieron boca a boca.

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Las Bejarano recibieron el golpe en sus estimas, y decidieron contraatacar, pues ellas sentían que sus derechos habían sido vulnerados. Recurrieron a las autoridades civiles y eclesiásticas, que no intercedieron en el asunto.

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Se terminĂł de imprimir en octubre de 2009 en el Sistema Nacional de Imprentas MĂŠrida - Venezuela. La ediciĂłn consta de 500 ejemplares impresos en papel Ensocremi 55gr



Diseño Gráfico: YesYKa Quintero - Sistema de Imprentas Nacional / Zayda Paredes - Fundecem


Sí, durante la conquista y toda la época colonial hubo Resistencia: indígenas y negros lucharon incesantemente contra la dominación, contra muerte y vejaciones. Las Bejarano, por destino, escogieron otro camino para su reivindicación y liberación: la cocina. A través de su Granjería fueron invadiendo los paladares de españoles y mantuanos hasta obtener una considerable fortuna que les pudo comprar la “blancura” (¿mofa?); mediante Cédula Real se les permitió ir a misa de blancos como cualquier “cristiano” en esa sociedad postiza. Ernesto Valiente Madriz expone un relato, que aparte de describir la elaboración de dulces que hicieron famosas y acaudaladas a estas tres negras, revela un ímpetu rebelde mezclado con ingredientes minuciosamente escogidos para obtener una torta que trascendería los tiempos. El lector sabrá muy bien desmenuzar todo lo que parece ingenuo en La granjería de las manumisas Bejarano, y ver que la lucha se puede hacer incluso con melao.

ERNESTO VALIENTE MADRIZ (Caracas, 1945) Biólogo, Profesor Titular de la Universidad de Los Andes. Ha publicado ¡Cuidado mi hijo es todo un macho! (Noveleta, 1987), El Arcángel más tonto del empirio (Novela, 1989), Profesores: ¡Nos estáis haciendo viejos! (junto a M. Pérez, 1994), El Jorobaíto Jesús de los Arcángeles (Novela, 1999), Instructivo para la elaboración del documento Estudio Académico del Currículo Universitario (junto a M. Pérez, J. O’Callaghan, B. Fontal y L. Quintero, 1999), Cuello de cisne (Novela, 2002), Globalización / Antiglobalización ¿Es esa la cuestión? (Ensayo, 2004) y Panfleto sobre mi madre (Novela, 2008).


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