El haikú, logró en todo el mundo la reputación que ya había alcanzado en su país de origen: simbolizaba un estado de espíritu cercano a la
iluminación, devenido de la tradición budista del satori, capaz de despertar, en la representatividad de lo real, un destello culminante de emoción, estética y ontológica, con ínfimos elementos expresivos. Tanto como literaria, el haikú se transformó así en experiencia fundamentalmente
espiritual: intentó fundir el mundo objetivo, o un instante determinado del mismo, con un estado de plenitud en el cual ser y estar logran fusionarse.