CHAI CON MOLOCO

Page 1


1



1ª edición; abril de 2016 2ª edición; mayo de 2017 Todos los textos son originales de Pablo Lavilla, escritos entre enero de 2015 y febrero de 2016, y publicados en nubesytripas.com El diseño de la cubierta ha sido realizado por Mentiradeloro (mentiradeloro.wordpress.com)

p.lavilha@gmail.com


INDICE 1. 2. 3. 4.

CHAI CON MOLOCO / 7 UN TOROIDE TORCIDO / 9 PLEURA / 18 MIEDO Y ASCO EN EL VELORIO DE MANU / 19 5. HUEVO / 24 6. EL TURISTA / 28 7. GIZMO / 30 8. SÁNDWICH ELÉCTRICO / 34 9. NOCHE DE ALEGRÍA / 38 10. TRILOGÍA DE LA CACA / 42 11. RECORTES DEL TERRAZA / 47 12. MO / 50 13. BO / 53 14. IGUANA / 54 15. TOKIO / 57 16. TELMO / 59 17. ESCENA 440 A / 60 18. ‘ODNEIVIV / 70 19. TOGEGOBOGE / 73 20. TARDE / 75 21. PARÁBOLA DEL ANZUELO / 77 22. PREGNANCIA / 79



El guano es un bello pรกjaro. MARK TWAIN


Aquel día varitó dva malencos lonticos de klebo con maslo y odina chascha de chai con moloco y tri cucharadas del sladquino sacarro. Eso le dejó bien llenas las quischcas y scorro ucadió a rabotar a la cantora de la gasetta que era su domo desde que terminó la scolivola. Nuestro dorogo drugo es un cheloveco chudesño cuyo imya no voy a revelar. Puede scasarse de él quizá que sea un tanto odinoco, bolnoyo de straco, spugo por el sarco devenir de su chisna. Siendo tan molodo… Es un naso puglio como no hay otro; tal característica nunca ha hecho de él un sodo nadmeño y grasño, sino más bien hizo de este veco un liudo de lo más samantino y joroschó. Aun con todas sus chepucas, dignas del más glupo de los schutos, y sin colocolo en la golová que le chumlase meselos. A todo esto, era tan umno que nunca se interesobó por el dorado usy de ser bugato de dengo, lo cual consiste únicamente en cuperar un duco de vesches schutas y otros tantos golis en el carmano. Eso solo eran silaños para él. Aquel día, en que munchó klebo con maslo y chai con moloco en el desayuno, no iteó a rabotar; y es que, gulando, sus glasos se dratsaron con otros glasos, bredándose como britbas y haciendo brotar el starrio crobo en su pecho.


Su gloria era como el boloso de un ángel. Sus glasos como los glasos de una coschca, y esto hacía que a este veco se le abriera una yama entre los plechos. Sus ucos, dobos, aquella rota chudesña, dibujada por tal guba roja. Esos subos relucientes que se videaban cuando fumaba de un cancrillo y el liudo sentía celos del humo que scraicaba el gorlo de ella. No habían goborado nunca. El veco ni siquiera había slusado su golosa, la había slusado smecar, pero ese svuco al videarla le llenaba el ploto de radosto y sus nogas temblaban y tuvo un snito en el que dva lubilubaban nagos y ahí una ruca, ahí unos scharros, unos grudos, unos yarboclos, un bruco, una yasicca. Dva por cada. El acto de brojar lo maluolo y crarcar al naito sin niznos ni sabogos, poleando, nuqueando, ubivando, snuflando. Rasdrás, las nogas y la talla de una filosa que te rasrecea bien la golová. Apenas unas minutas, vono, chumchum, y nuestro veco quedó lovetado, plenio en una staja donde no hay prestúpnicos ni maluolos meselos ni polillaves que abran ocnos, plescos en la poduchca. El meselo de ponimar y ser ponimado y así ser odin bolche y joroschó. Teniendo, por fin, un litso que smotar: la china de su chisna. Pero no fue más que una spachca. Otra vez. Otra vez el viejo meselo de odina golová besuña. El veco, ese mismo naito, cuperó una bolche botella de fuegodoro con dencrom y piteó y piteó hasta caer spatado, sasnutado. Y, al día siguiente, munchó klebo con maslo y chai con moloco.


—Lo que vengo a decir —dijo finalmente César tras una dilatada perorata cuyo origen hacía rato que ambos habíamos olvidado—, es que es imposible hallar una sola prueba que refute que nuestra memoria es fiable en el más mínimo de los casos. No importa que tengas en casa un puñado de cintas VHS en las que salgas practicando windsurf en las playas del wild sur, eso no demuestra nada. —¿Sigues empecinado en eso de las granjas de humanos y en todo ese rollo de que vivimos en Matrix, eh? —No se trata de que yo me empecine o no. En serio, tío, no hay más que abrir los ojos un poco más, y en seguida te das cuenta de que todo es absurdo hasta tal punto que sería de locos creerse que de verdad esto es la realidad. —Bueno, hay quien dice que estamos tan acostumbrados a buscarle la lógica a todo que no es difícil que uno termine por volverse un completo chiflado. Al final, lo que tú mismo estás haciendo es dar una explicación lógica a todo esto, en vez de asumir que realmente todo es un absurdo así de grande y que más vale pasárselo por lo menos bien y no dejar que tanta paranoia te ablande el seso.


—Ya… tú piensa en lo que te he dicho, ya verás cómo al menos un par de veces al día descubres fallos de programación. —Lo que tú digas. ¿Mañana a la misma hora? —No, tío; mañana no puedo. ¿Te parece mejor mañana? —Perfecto. —Muy bien, pues mañana nos vemos entonces. —¡Hasta luego! —Cuídate, Juan. 10

Pagué el café y me puse la bufanda para combatir los flemáticos soplos que Céfiro ha tomado por costumbre exhalar en esta época del año. Anduve las nueve cuadras que separan el San Adolfo de mi pieza sin pensar en gran cosa cuando me encontré con mi viejo amigo Julio, cronopio desquiciado como los que ya no abundan, con un aspecto considerablemente más desaliñado del habitual y con las córneas más bien inquietas en sus cuencas demostrando claros signos de nerviosismo. —¡Coño, Juan, qué alegría verte, justo a ti te estaba buscando! —me saludó con los brazos extendidos, mostrando sin querer un pronunciado desgarrón en la axila de su trasnochada chaqueta de lana.


—¡Julio, cuánto tiempo! —exclamé yo— ¿Cómo te trata la vida? —Bien, bien, pero eso no importa. Verás, esta noche he tenido un sueño increíble y, según me levanté de la cama, sentí que tenía que contártelo precisamente a ti. Me calcé a toda prisa y vine lo antes que pude. —Pero si ya pasan de las cuatro de la tarde. —Ya. ¿Quieres que te cuente el sueño o no? —Hombre, la verdad es que ahora me pillas un poco liado. —Vale. Pues bien: Estaba yo en un columpio, quiero decir en mi sueño. No sé muy bien si estaba sentado o de pie, ya sabes cómo me gusta a mi ponerme de pie en los columpios, pero seguro que me estaba balanceando. Los arcos que iba dibujando eran amplios, amplios, amplios, pero todo esto muy despacio, muy despacio. Tan despacio que más bien parecían diapositivas desperdigadas en mi retina, que entonces no estaba en mi ojo, sino en mi coco, y daba la sensación de que cada segundo era independiente de los demás segundos, que no tenían nada que ver entre sí. A todo esto debería añadir que yo no sueño nunca, o que nunca recuerdo lo que pasa cuando estoy dormido. Y nada, luego pasaban unas cuantas cosas, pero no sé explicarlas, y al final veía a un tipo raro, con barba descuidada y un vaso de moscatel junto al cenicero, haciendo tamborilear sus dedos sobre un teclado mientras en una pantalla se iba redactando todo lo que pasaba. Quiero decir todo lo que nos pasa a ti, a mí, a todos.

11


Como si ese hombrecillo fuera Dios, o un secretario suyo, y en esa página de ordenador fuera escribiendo nuestras vidas y destinos. Me di cuenta entonces de que el mundo, lo que conocemos, no es más que una novela o tal vez un relato corto o un poema. Y de que nosotros somos los personajes. —¿En serio? —respondí yo— ¿Y por qué te dio por venir a contármelo precisamente a mí?

1

—Pues porque a raíz de este secreto que he descubierto he estado analizando mi vida de cabo a rabo y me he dado cuenta de que nunca me ha pasado nada. Al menos nada que uno escribiría en un libro. Así que he supuesto que no soy más que un personaje secundario, tal vez un extra. Pensé que, si existo, es porque ahora mismo alguien está leyendo este texto y que el protagonista de la historia sería sin duda alguien a quien yo conozco, pues en caso contrario ni siquiera existiría. —Y ese protagonista debo de ser yo. —No se me ocurrió nadie más. Mírate, tan entero y definido. Tú, Juan, eres uno. Yo no soy más que otro del montón. —Tampoco te menosprecies, eres de las personas más curiosas que conozco. ¿No te apetece subir a casa a tomar algo de vino? Aún me queda una garrafa de cuando nos emborrachábamos en el Sándwich Eléctrico, antes de que se matara Manu con aquella piel de plátano. —Claro, ¿por qué no?


Preparé un par de vasos y un cuenco de anacardos para mascar y debatimos largo rato las cualidades del universo según las premisas marcadas por el sueño de Julio. Determinamos que tanto nuestra memoria pasada como nuestro futuro estaban ya escritos, y esto me devolvió a la conversación con César, aunque vista desde otro prisma un tanto más caleidoscópico. Nos enojamos al descubrir que nuestras vidas no eran más que un par de líneas perdidas como náufragos en un océano de párrafos, que todos nuestros sueños y aspiraciones eran simples acotaciones estilísticas en el típico capítulo de relleno que no aporta nada. Nos preguntamos por la calidad del libro al que sin desearlo pertenecíamos, por cómo sería ese escritor y por qué nos había creado si no pensaba otorgarnos un minuto de gloria en el que nuestra mera existencia cobrara sentido. —¿Sabes lo que creo? —dijo Julio mientras se llenaba la boca de frutos secos— Que si yo he tenido este sueño y estamos teniendo esta conversación es porque tal vez haya un fragmento en el que nosotros mismos seamos los protagonistas y se narra justamente lo que nos está pasando ahora mismo. No sé si esto está sucediendo porque está siendo escrito en este momento o porque un cualquiera lo está leyendo. En ese caso, si varias personas lo leen al mismo tiempo, estaríamos siendo duplicados con nimias variaciones y entonces no somos realmente personajes de un libro, sino proyecciones de ese mismo libro en la mente de un lector más o menos disparatado. ¿Te das cuenta del lío en el que nos hemos metido?

1


—En que nos has metido —apuntillé yo. —Sí. ¿Y si es un libro de mierda de un escritorzuelo de pacotilla? ¿Qué me dices? Joder, Juan, estoy que no me lo saco de la cabeza. ¿Y si se trata de una novela policíaca y tú o yo o los dos somos víctimas de un asesinato? ¿Y si esto que vivimos no es más que el trasfondo de un prólogo aburrido que introduzca un contexto en el que realmente no ocurre nada? No sé si voy a ser capaz de dormir una noche más con todo este bullicio entre mis sienes. Y es que lo pienso y me doy cuenta de que, si todo esto es ciertamente un cuento, ni siquiera puedo decir que éstas de aquí sean mis sienes. ¿Qué tengo entonces? ¿Quién soy? ¿Qué?

1

La pieza se había sumergido en una palpable penumbra y encendí una lámpara para remediarlo. El vino se había terminado hacía rato y, siendo domingo, no tenía solución para aquello. Mientras tanto, Julio seguía dándole la vuelta al mundo montado a lomos de sus propias cavilaciones. —Si hasta se me quitan las ganas de seguir hablando —masculló—, pues no voy a decir nada que ese cabrón no haya escrito ya. Y encima el tío se lo tiene que estar pasando de puta madre escribiendo cómo me vuelvo loco. —¿No habíamos quedado en que si estamos vivos ahora es porque alguien está leyendo el texto? —No, Juan, eso era un supuesto, que no me escuchas. —Entonces estamos siendo escritos ahora mismo.


—Exacto. —Pues entonces es bien fácil, sólo tenemos que hacer algo que el escritor no se espere o no sea capaz de imaginar para salirnos del relato. En ese instante, con sendas pupilas rebosantes de un misterioso fuego fatuo, Julio se levantó de súbito y se arrojó por la ventana abierta sin mediar palabra. —¿Qué haces? —le dije, asomándome por la misma. —Lo que tú has dicho. Imaginé que no me pasaría nada si me tiraba por la ventana sin que estuviera previsto. —Pues claro que no te ha pasado nada, idiota, ¡estamos en un bajo! —Eso puede significar que el escritor ya planeaba defenestrarme por algún sitio resultando yo ileso como un superhéroe. —Yo creo que lo que significa es que estás rematadamente loco y que no tienes remedio. —Piensa lo que quieras, yo sé la verdad. —Ah, ¿sí? ¿Y de qué te sirve? —Pues… —empezó a decir mientras se frotaba una rodilla que se había raspado por la caída— Pues para que el autor bastardo se dé cuenta de que yo también existo, que estoy aquí y que no pienso ser un figurante más en su circo de sílabas.

1


—Entonces prueba otra cosa, porque me da a mí que esto no ha funcionado.

1

Julio se quedó dubitativo, y le ayudé a volver al piso con cierto esfuerzo. Tenía los pantalones manchados de polvo y verlo así me inspiró lástima. Le recomendé que se diera una ducha y que comiera algo, que se tomara una siesta y que ya vería las cosas de otro modo al despertar. Que en cualquiera de los casos el asunto, digo el mundo, es así, es lo que hay y no hay más. Que nos parece raro todo porque lo único que no cambia es el perpetuo cambio al que estamos sometidos. Que cuando nos sentimos raros nosotros mismos es porque no estamos del todo sincronizados con nuestro alrededor y que en esos casos prácticamente lo único que uno puede hacer es esperar un rato y a ver qué pasa. Se fue cabizbajo, con la cabeza hecha un trompo a punto de desequilibrarse, pero con cierta inercia aún. Julio era real en ese momento. Real de veras. Y yo también me sentí real entonces y fue como verse a uno mismo en un espejo inmaculado y además dentro del propio ojo y… no sé, es una sensación extraña harto difícil de explicar. Volví a mi escritorio y no podía concentrarme. Todo se había transfigurado en un revoltijo de impulsos eléctricos entre axones y dendritas. Me vi fuera de mí, pero consciente aun así de la sinergia por la que se van definiendo los acontecimientos que uno digiere día a día. La sincronía de ciertos instantes. Lo azaroso del devenir del tiempo.


Me llegué a la tienda y compré una botella de moscatel para acompañar los cigarrillos. Iba atrasado en la crónica sobre el Derby de Sherry que tenía que escribir, pero, aun así, me permití el lujo de garabatear unas cuantas páginas para mí mismo. Unas cuantas páginas acerca del viejo lunático que para mí es Julio. Sabiendo que nunca le confesaría que ese tarado que se dedicaba a jugar a ser dios decretando gestas y opiniones… era yo sin darme cuenta.

1


1

Bien, no sé cómo empezar esto. Es todo muy confuso. Las sienes me palpitaron al principio, estaba tumbado, y sentí como si la garganta se me precipitara hacia la pleura. Pleura. No estoy seguro de si se dice así. Pleura. Da igual. Me incorporé y la pieza se quedó así, torcida. Busqué las gafas en la mesilla y me topé con mi dentadura en su tarro, como un mal sueño. Mi cuerpo estaba definitivamente al derecho, tal vez algo inclinado. Sin duda eran mis ojos, o algún cable acá metido, los que se decidían a quedarse del revés. Lo achaqué a que serían cosas de la gravedad y me planté frente al espejo y saludé al que hay tras él. No me vi muy diferente, al fin y al cabo, ¿quién mira a quién? O eso que dicen. No sé. De todas formas, cada uno se fue por su lado y ya no nos volvimos a encontrar. Me puse mi sudadera verde, la de Carpio el carpintero. Y unos pantalones tal que así. Y lo de arriba por sombrero. Aboclé mis calcetines contra ese mueble de allí, dejando en el zócalo onduladas dunas de arena para gatos, con caca y demás; un asco. Y después compré bombillas, pero sólo se me ocurrió una, y bastante floja. De modo que, en fin, no sé cómo me dio por empezar esto. Supongo que ya no me palpita ni una sien, y me siento bien sentado. Me estoy bebiendo una cerveza y… bueno, ahora después me lio un cigarro. Mis dientes, los que sean, siguen en su sitio, juicio arriba, juicio abajo. Evidentemente. Y por el momento, en lo que respecta a la pieza, la de acá, tan torcida como siempre, quién sabe, los cimientos, quizá qué.


Trataba yo de alcanzar con unos escuálidos dedos que me eran ajenos una pieza de fruta reluciente que pendía de esa rama aterciopelada vestida con cuentas de colores bien brillantes, y, al ver que por más que mi brazo se estirara como el del Señor Elástico jamás alcanzaría siquiera a arañar la resplandeciente pulpa, me situé en una pastilla de jabón del tamaño de un tapir malayo y procuré ponerme cómodo. ¡Ring, ring! Sendos rayos relampagueaban reflejándose en los charcos del suelo. ¡Ring, ring! Apunté con mis pies al cielo y tiré de mis orejas para hacerme un burka de cartílago. ¡Ring, ring! Volaba un pájaro. ¡Ring, ring! ¿O quizá… soy yo…, que estoy yendo… muy… despacio? ¡RING, RING! Despegué la cara de la almohada y entre las legañas divisé el origen de mis tormentos; el teléfono se estremecía con enojo. ¡Ring, ring! Ahora silencio. Estoy en casa, y tras las cortinas se adivina un sol. Mis párpados están como pegados y visto la ropa de antes de ayer, pero al menos estoy en casa. Estoy despierto. El desorden habitual no parece haber experimentado cambio alguno. Mi caos sigue siendo mi caos. Y además es miércoles. Estoy despierto.

1


¡Ring, ring! Es César: Malas noticias, Manu ha muerto. ¿Qué ha pasado? Ada lo encontró desnucado en el rellano del club, al parecer resbaló con una piel de plátano. Sí, a Manu le encantaban las bananas. Eso. Qué lástima. Yo aún no me lo creo. Ya. En una hora es el velorio. ¿San Lundo? Sí. Me visto y voy. Vale, nos vemos. Estoy frente al lavabo. Miro las cuencas de mis ríos en el espejo. Me enjuago la cara. Manu… Mis pupilas se reflejan en el cristal y en ellas, que son de vidrio, se refleja el propio cristal y me parece que aún sigo colocado.

0

No tengo camisas blancas, me visto con un polo gris. La corbata negra de cuando acabé el instituto no aparece por ningún cajón y no sé si abrocharme todos los botones del cuello o dejar un par de ojales desnudos. Tengo unos vaqueros sucios que pasan por negros y una chaqueta oscura que pinta como nueva. Los calcetines son blancos y tienen tomates, pero eso con las zapatillas puestas no se nota y ya estoy listo. Estoy en el autobús. No hace calor, pero mi espalda suda como una cascada de residuos y una señora me escudriña de reojo con cara de estar oliendo mi alma perturbada y no gustarle nada. A propósito de estos pensamientos, se produjeron una serie de movimientos peristálticos en mis tripas que literalmente me tocaron en la punta del agujero desde dentro y yo di un respingo metiendo aire. Un sudor frío que apestaba a muscimol me recorrió la frente y lamenté no haber ejecutado un desahucio intestinal antes de salir de casa. Rayos.


Próxima estación: San Lundo. Pulso el botón. Clic. César espera en la puerta fumando yerba. Me ofrece unas caladas. Nos damos un abrazo. Yo le pregunto por el baño y él me dice que aguante, que el acto va a empezar. Yo digo: ¿Acto? Y él abre la puerta y me acompaña dentro. Estamos en un mausoleo iluminado por antorchas. Ada llora mientras deja un ramo de mandrágoras a los pies de Manu, que está en un sarcófago como el de Tutankamón, de oro de imitación y ornamentos de sucedáneo de turquesa. Alicia ocupa un asiento, se ve con mejor aspecto que yo, aunque sus ojos están tristes y ausentes; así también es preciosa. Mafalda se mira las palmas de las manos sentada más allá y, al otro lado, Wanda piensa o dormita con solemne templanza. Mis tripas musitan algo. Tirito. Me enfado con mis entrañas por no dejarme llorar a mi amigo. Me siento junto a César en un banco con el culo apretado. Nadie habla. El sarcófago seudoegipcio ocupa el centro de gravedad de la cripta y a mí me repta un escalofrío por el espinazo. Se me escapa un pedo, a Melvin se le levantan las orejas como a un zorro acechando un conejo. Se revuelve en su asiento, olfateando. Buscando al culpable, tal vez dudando de su propia inocencia. Pronto sólo quedó el aroma de la brea quemada en las antorchas y no hubo más pesquisas. Sollozos pasajeros. Nadie habla. Nadie habla y me duele la barriga.

1


Estoy sentado. Sigo sentado. Un tipo vestido de Elvis oficia el funeral. No entiendo una palabra. Hay una culebra en mi vientre que se revuelve. Edgar sale a continuación y recita de un papel arrugado unos versos negros como el envés de los párpados, para terminar con una desquiciada palabrería que me trajo a la mente al monstruo de Frankenstein. Sudo. Sigo sudando. Mi tez es como musgo fresco en la mañana o un filete en la nevera. Tirito. Mi esfínter está tocando a la puerta de atrás con un ariete de barro blando y con este silencio tan alto no me oigo ni pensar. Eco canta ahora. El gran concierto en el cielo, de los Pink Floyd. Mi cabeza se obnubila y la anguila comienza a oscilar y se desliza a escondidas de mi retina distraída y me pringa. Se siente húmedo y cálido ahí abajo y ni me atrevo a moverme. Catástrofe. Busco un agujero. Que se abra el cielo. Que Tutatis nos aplaste sin miramientos. Que desaparezca, por favor, esta pasta diarreica de mi pantalón. Melvin se agita de nuevo. Yo miro mi regazo y aprieto los dientes para teletransportarme. Kenzo susurra a Néstor que ya empieza a oler a muerto y yo apenas consigo aguantarme una carcajada histérica que brotó de mi glándula pineal en forma de llanto. Estoy llorando ahora. Todos lloran conmigo. Mis calzoncillos empapados y además me falta un amigo. Todos lloran. Siguen llorando.


Aprovecho el diluvio para encaramarme a una góndola y, remando con las manos, me escabullo sin despedirme y dejando tras de mí el nauseabundo aliento de mis mondongos. Huir. ¿Dónde huir, si está todo ya ocupado? Escapar. Desvanecerse en un desván. Huir. Tratar de. Escapar.


Gómez irrumpió en la habitación con brusquedad. —¡Alguien se ha comido el último huevo! —vociferó— ¡Era mi cena y lo sabíais y de aquí no se va ningún menda hasta que el culpable se descubra! Harry encendió el canuto que descansaba entre sus labios y Torpe alargó el brazo para que se lo pasara. Yo dije que no había tocado los huevos de nadie y seguí mirando la tele. Ponían un documental de lémures. Gómez se interpuso entre Madagascar y nosotros y se cruzó de brazos con el ceño fruncido esperando una respuesta. Nadie movió un dedo, y al rato se fue a la cocina blasfemando entre dientes. Torpe se levantó entonces para ir al baño, yo me llevé dos dedos a la boca mirando a Harry y éste me alcanzó el porro con un gruñido ahogado. Respiramos. —Harry. —¿Eh? —¿Qué piensas que se dicen los pájaros cuando cantan? —¿Cómo?


—Yo creo que sólo hablan de comida. Ya sabes, bichos, gusanos y todo eso. —Ah. En eso, regresó Torpe, y nos preguntó si alguna vez, después de mear, no se nos había quedado una gota en la punta de la pija que nos mojara el calzoncillo. Apenas tuvimos tiempo de responder, cuando nos dimos cuenta de que el pantalón de chándal de Torpe estaba todo empapado de la bragueta a las rodillas, y claro, nos descojonamos hasta que Gómez olvidó sus pesquisas y se vino con nosotros. Empezaron los anuncios; un viejo en una vieja ciudad en medio del desierto se pone una mano de visera y descubre en el horizonte un coche deportivo que se acerca a toda velocidad levantando una densa polvareda y que frena derrapando en plena plaza mayor. Una supermodelo sale del vehículo detrás de sus propias piernas piernas piernas y, sonriéndonos a nosotros, nos aconseja que nos enjabonemos el pelo tres veces al día con un champú hidratante de esencia de cacahuete y que abramos una cuenta de ahorro al nueve por ciento en un banco de las islas Tokelau y que para el estreñimiento no comamos kiwi, sino unos comprimidos. Para mí la pantalla había empezado a perder interés y me quedé embobado con las cáscaras de pipas del cenicero. Me sumí en ese letargo durante toda la publicidad y el resto del programa, y, cuando quise darme cuenta, estaban dando el tiempo y por toda la geografía se habían dispuesto


huevos bien fritos y relucientes y entonces Gómez se volvió a cruzar de brazos. —¿Quién coño se comió mi huevo? Accedí a ayudarle a investigar, pues de todas formas pretendía acercarme a la cocina para prepararme un sándwich. Lo primero que hice fue enchufar la destartalada tostadora y meter el pan entre chisporroteos. Luego le dije a Gómez algo como: “Lo primordial es buscar en la basura”. Miramos bajo el fregadero y el cubo estaba lleno a rebosar con las pieles de banana cayendo como lianas por los bordes, pero no vimos cáscaras de huevo. Examinamos los elevados pilares de platos y ni rastro de clara, tanteamos con los dedos entre las cajas de pizza vacías y ni media yema. Le dije que buscara en la nevera, pero rechazó la idea alegando que ya había mirado. Trasladamos las indagaciones al resto de la casa y, no dándonos por vencidos, nos aventuramos a buscar también por la calle. Miramos en el parque y en el estanco, donde yo aproveché para comprar un mechero naranja, y después buscamos en un par de bares y en tantas botellas. Pero el huevo no aparecía. Regresamos exhaustos y haciendo eses. Me acompañaban, al menos, tres Gómez, y todos parecían tan borrachos como yo. —Me meo por no llorar —dijo uno de ellos, y se sacó la chorra entre dos contenedores donde lo echó.


Yo me apoyé en una farola torcida y lancé la vista al final de la calle, a nuestro edificio, aquel edificio de ladrillo del que brotaba una nube negra y densa. Y así me quedé hipnotizado con las voluptuosidades de aquella nube, las llamaradas que se adivinaban en mi ventana y la música del chorro de Gómez sobre el asfalto. Después cantaron las sirenas, y así fue como naufragamos.


Si alguien me preguntara por esos locos del sándwich eléctrico me haría el sueco un buen rato antes de confesar que sí que los conozco. Una noche salí a ver el partido con un amigo, hacía tiempo que no iba por ahí y al sentarme junto al grifo empecé a sentirme como un apócrifo ambulante y no moderé ni lo más mínimo el consumo. Seguro que hice el ridículo montones de veces, pero entonces no me importaba un carajo. Conocí conocí al amigo de un amigo y, cuando quise darme cuenta, alguien me había puesto un peta entre los labios y unas gafotas enormes con lentes verde pistacho. Estaba en un antro que debía de ser su club. Alguien disfrazado de gorila bailaba tango con una lámpara y otro tipo con los ojos inyectados en sangre y ampliados ridículamente tras unos cristales de culo de vaso vaciaba un frasco de paté en la pecera sucia y los muiles lo engullían todo en una orgía de escamas y aleteos. La música era un galimatías indescifrable que aun así tiraba de nosotros como si fuéramos marionetas arrítmicas a las que se le cae la baba por las comisuras de los labios. Alguien ha puesto azúcar en mi ginebra de la victoria y se sabe amarga. Hubo una sacudida sutil. Busqué caras conocidas. Aquello parecía un baile de máscaras de carne empapadas en sudor. Rostros ebrios. Contoneos embriagados. Me sentí extrañamente sumergido en una salsa. Los pavos arrastraban un barril sobre la alfombra y las pavas libaban tequila y limas apostadas en la barra de la


esquina. Vi mis manos de reojo y no parecían las mismas. Se abrían latas con llaves, espuma por las camisas, el suelo una película pegajosa y fría. Un gordo se había quedado dormido en el sofá y el hombre simio saltaba sobre su barriga. Una tía maúlla en el rincón con los dorados rizos resbalándose por su espalda. Otra mastica un palo con los dientes y ni esta boca es mía. Me acerco a la nevera y busco una gaseosa. Otro tipo me rodea con un brazo, y echándome el humo en la cara, me recita en verso algo que no entiendo y me alcanza el vino tinto y nos ponemos a beber. A partir de entonces se diluyen los recuerdos, y se posan al fondo que es como un disco mojado que nunca se llega a colmar. Miradas derretidas. Olor a sal y alcohol. La constante sensación de estar bajo el vuelo de los cuervos negros. Hilaridad desencajada. Euforia embebida por la autodestrucción compartida. No me sentía feliz, me sentía liberado de todo. Gozando del terror de quien baila junto a un precipicio. Sin alas para volar, sabiendo que, para caer, no sirven


Destrozamos la cafetera eléctrica con un martillo y una escultura de salón horrible y esparcimos los restos sobre la alfombra. Esto nos dio la idea de quitarnos los calcetines para ver si en algún pie aparecía el rostro de cualquier profeta dibujado en sangre y pelusas. Para merendar optamos por unas tostadas con aceite, pero Pete puso la ruedecilla del tostador al cinco, en vez de al dos y un tercio, y se nos quemó el pan. Nos tomamos el aceite a cucharadas, pero así no es lo mismo. 0

Pete se sentó en el alféizar de la ventana con las piernas apoyadas en la mesilla del teléfono mientras yo buscaba algo más que destruir. Me entretuve un rato arrancando pedazos de la pintura del techo y dejando que cayeran al suelo para que se hicieran trizas. Entonces Pete agarró el palo de la fregona e intentó partirlo con la cabeza, pero como era de plástico, sólo se dobló. Encontré un cajón lleno de mecheros y me dediqué a lanzarlos con todas mis fuerzas para que explotasen contra la pared. Fue entonces cuando vi a Iggy agazapado en una esquina. Llevaba un chaleco naranja fosforito y un casco prusiano con Paco Pico sobre la visera, y no hacía más que mascullar insultos y sandeces mientras encendía y apagaba frenéticamente el interruptor de la luz.


Pero no había bombillas ya: Pete se había ocupado de ello con su vieja escopeta de perdigones. Ahora se envolvía en kilómetros de papel higiénico como en una pupa y me pedía que le alcanzara el rollo de aluminio para no quedarse a medio metamorfosear, y que le preparara una pipa. Yo hice ojos sordos y miré los discos en la estantería y encontré un grifo con gafas de sol redondas y al abrirlo salió chicle rosa líquido y un par de minutos después nos vimos tumbados panza arriba en el suelo con las piernas sobre el sofá y de nuestras bocas brotaban pompas. Graznó el portero automático y perdimos el equilibrio. Iggy se arrastró como un varano y escondió la cabeza en el tambor de la lavadora con una lengua bífida silbando entre sus dientes. Yo me hice el muerto, y Pete se encerró en el baño de un portazo. Volvió a chillar. Pánico. Ahora silencio. Pete, susurré, Pete. ¿Qué? Llaman abajo. Yo paso de abrir. ¿Y si es alguien? Yo paso. Me asomo entonces por la ventana y entrecierro los ojos para enfocar la vista. Parece Néstor, pero sólo distingo de él el remolino de su coronilla. Desde arriba todo el mundo se parece. Chst, Néstor, digo desde lo alto. Néstor levanta la cabeza y achina los ojos, me reconoce con una sonrisa cegada por el sol. Ábreme, dice desde abajo.

1


Le dije con mímica que Pete estaba en el baño, que ahora salía; y él hizo aspavientos con la cabeza y gritó que le abriera o que le tirara las llaves. Le saludé con la mano y volví adentro, y, entre que Néstor y Mario (el mecánico de enfrente) se intercambiaban miradas cómplices en el desconcierto, Pete salía del baño con el pelo y la camiseta empapados y apretaba el botón. Néstor llenó la nevera y se sentó en el sofá sin reparar en que Iggy se había transformado en un lagarto de cincuenta kilos cuyas piernas de ñandú asomaban por la boca de la lavadora. Tampoco se dio cuenta de que Pete había arrancado de su maceta el cactus que tanto me gustaba y se había plantado inmóvil en su lugar con la pantalla de la lámpara en la cabeza; ni de que, sobre la tierra desperdigada por el suelo, un puma había dejado un rastro de huellas. Había oscurecido y ya sólo se adivinaban las cosas por su silueta. Iggy se había aletargado en su refugio y ya apenas respiraba de vez en cuando. Pete optó por probarse todos sus abrigos al mismo tiempo y, así vestido, meterse en la bañera. Néstor y yo, mientras tanto, mezclamos mejunjes en la coctelera y logramos un brebaje que rezumaba una neblina de jade aterciopelado. Probamos unos sorbitos y las sienes se nos estiraron hacia arriba cosa de un metro o así y las orejas se nos pusieron de punta y hasta se nos enroscaron hacia arriba las uñas de los pies. De debajo de la alfombra empezaron a salir comadrejas y roedores y yo hice como que no pasaba nada porque los demás tampoco hacían


nada al respecto. Empecé a dudar: ¿Sólo yo veo las alimañas, o es que resulta que son imaginarias del todo? Por el rabillo del ojo vi como Néstor se sacudía algo del hombro y no supe si se trataría de polvo o era de uno de esos ratones. No me atreví a preguntarle. La habitación siguió inundándose de esta manera durante una eternidad, y entonces vino alguien y rompió el silencio. Esparció los restos sobre la alfombra. Después dijo: Si ahora venís todos así, como estáis de desnudos, conmigo a la mesa, y os pregunto qué tenéis pinchado en el tenedor, decidme, ¿Sabríais responder? Aquello fue un momento helado y aterrador. Y me vi desde fuera de mi cuerpo como siendo una copia de yo mismo, pero mucho más pequeño y levitado, y desde esa perspectiva se advertía un laberinto dibujado en mi contorno en cuyo final no aguarda una esfinge, sino un agujero. Un agujero en la roca por el que se oye respirar.


Cuando aún me faltaban tres tramos de escaleras por subir para llegar al club, ya empecé a oír el retumbar de la música a un volumen desmedido. Las noches en el Club del Sándwich Eléctrico eran así, gente de todos los colores apostada en los diversos sofás desvencijados, apoyados por cada esquina, incluso tendidos en los cajones y las rendijas, bañados en una atmósfera de cerveza y humo con el suelo pegajoso y el inventado pretexto de celebrar tertulias filosofoculturales donde exponer las distintas expresiones artísticas de la caterva. Pero siempre nos poníamos borrachos demasiado pronto y terminábamos haciéndonos los simios por las paredes mientras unos cuantos tocaban los instrumentos con el bullicio habitual en estas mermeladas. Sin embargo, al cruzar el umbral después de haber hecho girar en la cerradura mis llaves con el llavero de King-Kong, descubrí que aquella noche no sería para nada parecida a las demás. Para empezar, no había nadie, y esperé un instante a que todos salieran de sus escondites de un salto y corearan al unísono “¡Feliz cumpleaños!”, aunque no fuera tal día (eran cosas nuestras). Pero, definitivamente, no había nadie. Supongo que el último en salir se habría dejado encendida la minicadena con el álbum de Can en bucle y a todo trapo.


Cambié el disco por uno de los Maytals y me senté en una butaca roída por el espíritu de una rata que habitó aquí años atrás y que nunca hemos visto y me puse a ojear un cuaderno de recortes de Krishna Andavolu. —¿Qué hay de nuevo, viejo? —dijo entonces Manu, que llevaba todo el rato tumbado en un vetusto diván comiéndose un plátano mientras buscaba figuras en las manchas del techo como quien mira las nubes. Yo pegué un respingo. —Joder, Manu, vaya susto —le saludé. —No te sentí llegar. —Ni yo a ti —admití—, ¿qué haces? —No demasiado: inflarme a potasio, a ver qué pasa. —¿Te estás comiendo mis plátanos? —¿Son tuyos? —preguntó mientras palpaba la piel del último— Creía que aquí todo era de todos. Ése era el trato. —Sí, ya, tienes razón —titubeé—. Pero pienso que no es compartir si soy yo el que los compra siempre y tú el que se los come. Al menos podrías dejarme alguno, cabrón. —Bueno, no te pongas así. También soy yo el que pasa la escoba casi todos los días y a ti no te he visto nunca barrer. —Porque, a diferencia que tú, yo no voy dejando el piso lleno de mierda —repliqué— ¡Mira cómo está esto, todo lleno de pellejos de plátano!


—¡Que son bananas, capullo! —¡Ya te daré yo a ti bananas! Nos enzarzamos en una pelea de dibujos animados, con una nube gris incluida de la que salían patadas y puñetazos y una silla que se hacía añicos contra una espalda y una cacerola que hizo clonk en otra cabeza y acabamos exhaustos, panza arriba, sobre la mugrienta alfombra otomana discutiendo si la mancha del techo junto a la lámpara de araña descuajeringada era un perrito o un caballo. —¿Por qué demonios luchábamos? —preguntó Manu en una carcajada. —No eran demonios, eran —contesté. Y nos echamos a reír.

bananas

—¡Mosquis! —exclamó Manu mientras miraba un reloj que tenía garabateado en la muñeca con tinta china— ¿Has visto qué hora es? ¡Llego tarde! —¿Tarde a qué? —respondí, pero Manu no me escuchó porque salió disparado hacia la puerta como una suerte de conejo blanco y sin despedirse. Se oyó un slisshh acompañado de un “¡Mierdra!” seguidos inmediatamente por un catapún catapún chispún y, después, silencio. Fui a ver qué pasaba y encontré en el rellano una piel de banana al borde de la escalera, con un rastro pringoso como el de un caracol que hubiera derrapado. Me asomé entonces por el hueco para ver la planta baja y ahí estaba Manu esparcido en una postura rarísima. Con un brazo para allá y una


pierna para acá como un egipcio contorsionista y el cuello de una lechuza. —¡Manu! —le grité— ¿Tarde a qué? —volví a gritar, pero ya no respondió.


A eso de las nueve me puse unos pantalones, me enjuagué la boca y marché al Noche de Alegría. Por el camino me encontré con El Cejas, bastante desmejorado, blandiendo un chubasquero por sombrilla en plena noche y con el vulturno condensándosele por la frente calva y sin un pelo. Le hice un gesto con el mentón, pero él miró hacia otro lado como fingiendo estar investigando, buscando pistas, perdiendo el rastro. También yo me desentendí y crucé el umbral de la tasca apartando la cortina de abalorios con un brazo y saludando a las moscas que pasaban con el otro. Cinco ojos se me clavaron, cinco; contando con el vago de Sagres, que se llevó un disgusto jugando a los dardos aquella vez. Pazzi volcaba una bolsa de hielo en el cubo del derretido y me sonrió una mueca a medio desdentar. Julio, por lo pronto, sólo me miró aferrándose al tubo medio vacío y con el ceño fruncido como una concertina. Me sequé el sudor de las manos en las perneras, hice crujir mis pulgares, y atravesé la maraña de taburetes para llegar a la barra. —Pazzi, Pazzi —farfullé—, Pazzi, dame algo sin alcohol, que hoy me siento enfermo. Pazzi me enseñó otra vez su incisivo amarillo e hizo saltar la chapa de una botella de cacao con un tenaz giro de muñeca.


—Gracias —le dije—, esto voy a tomármelo ahí atrás, en el patio, con lo mío. Salí por la puerta trasera y me senté en la silla oxidada de la esquina, junto al fresco. Encendí un canuto, me recosté un poco, así, y respiré observando a través del humo aquella blanca sonrisa blanca tumbada en medio del vacío del cielo nocturno. —¡Ay, quién durmiera así de feliz sin ni una estrella alrededor! —me pensé— ¡Quién pudiera conciliarse y ser un sueño y no un letargo! —¿Interrumpo? —era Sagres— Estaba ahí dentro… y olí… ya sabes. —Ya sé —mascullé, fastidiado—. No, claro, siéntate. —Bien —dijo, acercando otra silla—. ¿Qué hacías? —Oler —Sagres rió, yo torcí el gesto; se había sentado a mi izquierda dejándome ver sólo su parche. —Yo llevo todo el día apestando a pescado frito —empezó a decir, hurgándose la roña bajo las uñas—. Ya sabes… —Sí, es jodido. —Y encima ahora no los pesco como antes ¿sabes? y se me escurren y me salpico por todos lados. Mira como tengo esta mano. Pero lo peor no es esto, ni el aceite hirviendo, ni el olor, ¿Sabes qué es lo peor?


—Escucha Sag... Joao —dije con la mirada azul—, Joao, he tenido un día raro hoy y estoy muy cansado. Sólo quiero tomarme mi cacao y embotarme un poco. ¿Qué te parece… qué te parece si me lo cuentas en otro momento? Giró la cabeza primero, para orientarse hacia la tasca, y enseguida su cuerpo la siguió adentro. Yo me quedé mirando cómo la puerta se cerraba y, meditabundo, sorbí el cacao, fumé otro poco, y me lamenté por no escuchar.

0

Posé la colilla en la repisa del ventanuco y volví dentro. Me levanté muy rápido, pensé, me da vueltas el qué y el suelo. Esos dos me están mirando otra vez y ahora me falta el ojo del tuerto. Maldito chocolate de sucedáneo de plástico, maldita viscosidad, malditos mis pantalones. ¿De dónde sale tanto barro? —Chico —dijo el ceño fruncido de Julio—, chico, muchacho, vaya carita que llevas, ¿Qué te has tomado? —Lo tengo por las rodillas —musité, y me dio un calambre en el puente. Me quedé suspendido por la tripa de una catenaria y al caer, ingrávido, fui a dar con la copa de una nube o una suerte de superficie atmosférica y justo debajo se podía respirar y la esclerótica empalidecía aliviada y no sé qué más, todo fue un número. Las luces se extinguieron. Se oyó un grito. —¿Quién llama? —mi voz afónica.


Ahora un chasquido. Y otro, y otro, y otro. Y se me escapó algo por un descosido del bolsillo que me rozó la mano con un tacto agrietado y frío, como un ruido sordo o un beso partido. No hay nadie alrededor, pensé en la oscuridad, no hay nadie conmigo. No encuentro qué estoy buscando. No sé ni lo que he perdido. Me he olvidado de olvidar, y ya sólo recuerdo lo que nunca fue mío. —¿Pero a quién quieres engañar —éste era Julio, clavando su pupila azul en mi pupila—, si sólo te mientes a ti mismo?

1


Hay una grieta en el techo que me observa. La veo tumbada en el rincón, al otro lado de la pieza, como unos labios de alabastro. Enciendo un cigarro de estraperlo y trato de ahuyentarla con el humo como trazando un círculo de sal en el que no pueda agarrarme. Desde que me quedé cojo de una mano, hace un mes o así, me suelo descubrir distrayéndome con la alquimia del samsara o con un metrónomo, y no consigo concentrarme en la historia. Quiero decir que no sé qué quiero contar; y tampoco se me ocurre siquiera cómo empezar. Supongo que podría decir que todo comenzó una mañana en la que me dolía un punto del cráneo y no podía evitar pulsarme con el dedo para hacerme más daño. Apretaba un poco, torcía el gesto y el dolor se aliviaba en cuanto liberaba la presión; pero volvía a pulsar una y otra y otra vez, preguntándome por qué demonios me dolería tanto el coco. Al cabo de unas horas ya me había encontrado nuevos focos de dolor por todo el cuerpo. Por entre las costillas brotaron pequeños síndromes, crecióme una glándula junto a la escápula y en las plantas de los pies sendos traumas encallecidos; y no dejaba de apretar todo aquello con el dedo como practicando una sinfonía de dolencias, y me regocijaba en el malestar porque así palpaba mis vacíos. Así pasé prácticamente toda la tarde hasta que me dio por preguntarme por qué


no me dolería también la muela y probé a pulsarla para descubrir que, lo que en realidad me dolía, después de todo, era el dedo. * * * Me até la uña en cabestrillo y me acerqué a la tasca para charlar con Policarpo el fructífero bajo las torres del momento. De camino miré a los viejos mirando los escaparates de los gimnasios donde muñecos hinchables vibraban con los electrodos aplicados en sus culos y sudaban sus sobacos, el polen me hizo estornudar y los ojos se me enrojecieron; y para cuando conseguí llegar al Diapasón, los mocos me colgaban de la barbilla y sorbía como un tapir rozando el vómito. —No quiero esta noche la botella blanca —balbucí al entrar—, dadme la botella negra de la ceguera—. Poli descorchó un litro del desasosiego y colmó dos vasos sobre la barra. A mi lado dormitaba un anciano llamado O’Mbl que además tenía la barba sucia de vino, y en la única mesa dos carcamales se repartían las fichas del dominó con palillos entre los dientes. —Si vieras a mi sobrino —decía uno de ellos—, el muy inútil… El otro día vino a casa mi hermana a traerme la comida, ya sabes, y me cuenta que su hijo, Marco, siempre va con la paranoia de que se ha cagado encima, o que no se ha limpiado bien el culo y lleva todo lleno de mierda. El tío viaja en el metro con la angustia de que la gente puede oler la peste y que saben que es él el que la lleva encima. Y siempre va pálido por ahí y con el viejo sudor frío por la espalda. —¡Qué me dices! —dice el otro.


—Te lo digo. Y resulta que hacía tiempo que había olvidado ese asunto y solía ir más relajado cuando, la otra noche, sentado esperando el bus, sintió cómo una gota de meado serpenteaba por su uretra y se asomaba por el orificio. Se encogió de súbito, así, apretando los muslos, preguntándose de dónde carajo habría salido aquella gota, si no tenía ganas de mear. Miró alrededor, buscando sin éxito algo que le distrajera y le hiciera olvidar el dorado torrente que amenazaba con empapar su dignidad, ahogándole en la más profunda de las vergüenzas: Mearse encima. —Estás hecho todo un poeta. —Son estos tragos, que me divierten. En fin, llega el autobús, Marco se sube, y enseguida percibe las miradas clavándosele por los costados; vuelven los sudores, se pone a temblar. Lanza furtivos vistazos a las perneras de sus pantalones para cerciorarse de que no hay un charco bajo sus pies. No lo hay, y respira. Pero enseguida vuelve a mirar de reojo y palpa disimuladamente su pene intentando averiguar qué le está pasando. —¿Y qué le pasó al final? —A eso voy; el muy mamarracho se empieza a marear y se baja en la siguiente parada. Está como a tres cuartos de hora de su casa y a esas horas ya no tiene cómo regresar más que a pie. De repente, le da una punzada en el estómago que le llega hasta el ojete y salpica su calzoncillo con la pasta caliente y húmeda y se echa a llorar ahí mismo. —Joder, sólo faltaba que le lloviera.


—También llovía. Y se había tumbado en un charco de meados. —¡Vaya nochecita! —Si yo te contara… * * * Apuré el vaso y pedí a Poli que lo rellenara mientras yo cambiaba el agua a la aceituna, la historia me había estimulado el esfínter y tenía que abrir la veda. Zozobraba intentando mear dentro y, con la mirada estrábica, perdida en el chorro que yo mismo había creado, me quedé pensando en Marco, reducido a un despojo de caca, sudor y lágrimas y solo en medio de una ciudad ciega y sorda que nada más que apunta con el dedo que nos duele y vi que el rollo de cartón ya no tenía papel, y pensé que jamás volvería a salir de casa sin uno. Tiré de la cadena de la que colgaba una etiqueta con la inscripción “fin del mundo” y me acerqué al lavabo un instante, aunque no me lavé las manos antes de salir. Cuando volví a ocupar el taburete junto a la barra, descubrí que había llegado otro parroquiano al Diapasón, un tipo calvo, que por cierto se llamaba Ruskin, y que bebía cerveza mientras contaba en voz alta cómo le había dejado su mujer. —Estaba yo, tranquilamente en mi sofá, viendo el combate, cuando viene Gloria, mi mujer, y me suelta: Ruskin (así me llamo), he visto una rata en el cuarto de baño. Esperé a que terminara el asalto mientras bebía mi cerveza, ya sabéis


cuánto me gusta a mí beber cerveza mientras veo cosas, y cuando terminó, me levanté y cogí la escopeta para matar al bicho con la culata. Pues bien, entro en el baño, y descubro que la rata está agazapada sobre la taza, meando dentro del váter, y que justo después trepa hasta la cisterna y tira de ella. Imaginaos cómo nos quedamos Gloria y yo, Ruskin. Llamamos a la tele y hasta nos hicieron un vídeo reportaje y todo y luego empezaron a llamarnos para dar espectáculos en grandes teatros, incluso llegamos a vender los derechos de imagen de la rata para una telenovela de tres temporadas con película como colofón. Después llegaron las revistas de cotilleos y los paparazzi, no sé si recordaréis aquella dichosa rata. —Pues… no —dijimos todos a coro. —Total, pues que esa rata se ha ido con mi mujer. ¿Y sabéis que me dijo ella? ¡Que era porque el jodido roedor al menos no dejaba la tapa del váter levantada! ¡Já! —Eso es justo lo que suele pasar cuando uno descuida alguno de esos arbustos—musitó O’Mbl, para asombro de todos, tras despertarse con uno de sus ronquidos. —¿Qué quieres decir con eso? —Que deberías haber aplastado aquella rata cuando se trataba sólo de una simple rata.


Lo primero que pensamos al ver al Pony entrar sin zapatos fue qué coño habría hecho con ellos. —Se te ve muy ligero —dijo Pete, señalando los tobillos de éste con el dedo. —Sí, los zapatos, ya… —balbuceó el Pony mientras agarraba el whisky que le alcanzaba Teo— se los he vendido a un yonqui por un cartón de vino y tres cigarros; olvidé la cartera en casa, son cosas que pasan.

* * *

A la hora del cierre siempre hay un par que se quedan acá y acullá, desperdigados por la barra como las migas de otra, pero de pan, y sin olivo al que volver. Disimulan eructos con tos de pantomima y dan vueltas a sus vasos con los dedos esperando a que el hielo se derrita y les engañe la marea. Si acaso apartan los pies cuando pasa la escoba, incluso puede que se vayan pasado un rato. Pero siguen ahí siempre, junto al grifo, y esas gargantas no descansan.

* * *


—Yo estoy, por ejemplo, que no aguanto — mencionó—. Es un sinvivir, un tormento. Los días se me deslizan con el desasosiego del que no quiere ni mirar y sólo me sale quejarme. La culpa siempre es de los demás y en cuanto me paro un poco veo que tal vez, quizá, sea un poco mía y si me detengo del todo ya no puedo evitar culparme a mí, que no he hecho nada, y justo de eso se trata y al final, mira, no sé. Es como cuando… yo qué sé.

* * *

Melvin alcanzó el lavabo y cerró el pestillo soltando un resoplido. Casa, aquí nadie te mira. Se sentó sobre la taza sin mirar si estaba mojada y se apoyó de costado contra la pared con las pupilas perdidas en sí mismas. De fondo se percibía la música de las cañerías y el bullicio del bar en la sala contigua. Alguien meaba en el váter de al lado y otro más allá perdía la dignidad por la boca en el siguiente. Verás cómo vuelvo yo ahora, si no es haciendo zigzag por las esquinas y con la baba derretida en las mejillas. Verás cómo me encuentro justo con sus ojos y se me desconcha el yo al verme visto por ella. Verás cómo me olvido de todo y mañana me sonrío y me engaño y no me entero.

* * *


—Lo triste, después de todo —dijo con la voz rota, casi en un susurro— es que ni siquiera me acuerdo de la última vez que nos vimos, qué le dije, o cómo llevaba el pelo. No recuerdo si era de día o de noche ni si me importaba de algún modo. Ya sólo me acuerdo de mí tratando de recordarla y eso me pesa en los párpados y entonces me entra el sueño y me duermo y después nada, no los tengo.

* * *

Los martes y los jueves, cuando nos pilla entre semana, sacamos los trastes a pasear y las bolsas de plástico del chino repican como las campanas de San Miguel y el aire caliente del subterráneo nos embota el coco y háztelo tú, que yo tengo las manos sudadas.

* * *

Por detrás, bien al fondo, una oruga sin narguile hacía oes con un canuto y mascullaba entre sendas tenazas que no hay más fraude que uno mismo, cuando se sienta frente al espejo. Después el humo. Y se desvanece.


Ayer no, ayer no, al otro, ocurrió una cosa. Circulaba distraído por la A-440 con una mano descansando sobre el volante y la otra escrutando los diales en busca de la emisora apropiada cuando algo impactó contra el parabrisas dejando una deliciosa mancha sanguinolenta con forma de charco y un manojo de plumas desperdigadas alrededor.

0

Aceleré la marcha. Lo sentí por el pájaro, pero yo ya poco podría hacer, así que activé los limpias. Tenía prisa por llegar a casa y cortarme las uñas, pues me estaba quedando sin calcetines. Y además estaba todo aquel asunto de la fiesta de bienvenida de Bubbs, en el Diapasón, a la cual ya llegaba tarde hasta para la despedida. Dejé el coche en la esquina de Pachydermes con Testudo y enfilé la calle cuesta arriba cargando a mis espaldas el regalo para Bubbs; un pesado paquete cuyo contenido ignoraba. Cosas de los muchachos, les encantan las sorpresas. Cuando aún me quedaban unas cuatro cuadras para llegar a mi departamento, a la altura de la rúa Parnaso, me topé con el viejo Mo. Mo era el viejo mimo de mi barrio, tan viejo como el barrio mismo, y mimo desde antes de ser viejo; todo un personaje. Mo llevaba cada lado del rostro pintado de un color: El izquierdo era blanco como un periódico usado, y la fingida sonrisa rosa le llegaba hasta la oreja. El derecho, en cambio, era negro como una ceguera, y en la mejilla lucía un cuarto


menguante pintarrajeado en dorado, o tal vez fuera una banana mojada. Me paré junto a él, pues me hizo un gesto con su dedo corazón enfundado en un guante blanco, y le pregunté que qué le pasaba. —¿Qué te pasa, Mo? —le dije. Mo se señaló a sí mismo con ambos pulgares y después dirigió su dilatado índice hacia mi cintura, como refiriéndose a mi trasero, y al final se puso a dar patadas al aire con sus babuchas color crema. Yo le dije: —Así que quieres patearme el trasero, ¿eh? Se llevó las manos a la cara como en aquella película de Munch, la del crío solo en casa, y, en un instante, se había encaramado a la farola trepando como un simio y me amenazaba desde lo alto con el puño y haciendo muecas de exabruptos. Caí presa del pánico. Desde luego, eso no me lo esperaba. Dejé el paquete en el suelo y, con las manos temblorosas, me apresuré a sacar unas monedas del bolsillo y las arrojé en su sombrero. Tiré también la cartera y unos cromos que no tenía repetidos y salí huyendo calle abajo. Atravesé la praça do Ninho Basura como un salivazo de neutrinos y, al doblar por rúe Flâneur, me crucé con mi casera, maldita, y la esquivé de un quiebro. Galopé por los bordillos como si la acera fuera lava y terminé subido, no sé cómo, a la escalera de incendios de aquel edificio de ladrillo mustio y color de plomo que tan poco nos gusta y que tanto evitamos.

1


Desde arriba, desde arriba huele a polvo en Estagira. El cielo se ve blanco como un oso polar albino y los coches no se escuchan, se oye un río. Un torrente de sollozos y quejidos en todas direcciones. Desde arriba lo sentí así y sentí pena. Y olvidé a Mo. Y me bajé. Llegué al Diapasón con una suela rota y la cremallera del forro atascada a medio abrigar. Me senté frente a Policarpo el fructífero bajo las torres del momento y solicité un chorrito de bilis negra que empapara la cerveza. —Se te ve hecho un asco —dijo Poli. —Yo qué sé —mascullé—. ¿Ha llegado Bubbs? —Perdió el tren, ya sabes, la resaca. —Eso está bien, yo hoy maté a un pájaro. —¡Bah, seguro que se lo merecía! —¿Y éstos? Quiero decir, ¿No vienen? —Hasta mañana no creo que aparezca nadie por aquí, no hasta que llegue Bubbs. Tú has ido a recoger el regalo, ¿Verdad? —Sí, sí, está donde Mo. Me la ha jugado otra vez. —Estupendo. —Oye, ¿Tú sabes qué pollas es? —Ni idea, ya sabes cómo les gustan las sorpresas.


La otra tarde estaba yo mirando a las palomas mientras las sombras se nos ponían largas, e hice un gesto a Bo con la mano estirada para pedirle otro papel. —Te advierto —dijo con una profunda voz— que esto que te ofrezco tiene, al menos, una pega—. Agarré la mortalha y pensé en mi papel, en quién es quién, en qué pantalla. Me vi tiritando y siendo títere de un guión y eso no me gustó nada. Elegí una butaca y me puse a mirar, pero apenas se entendía nada entre acto y acto y, aburrido y con el culo dormido, regresé a las palomas y al tabaco de estraperlo desmigajándose entre mis dedos. —Dame otro —apunté—, que se me voló—. Me lo alcanzó, lo extendí, y lo lié con destreza para terminar lamiendo la única pega. Y entonces lo entendí, lo encendí, —Bo —tosí—, este papel es perfecto—.


Al salir por la portezuela del rellano cerré los párpados e imaginé que daba vueltas sobre mí mismo y que el fingido hilo que dibujaba el eje sobre el que giraba configuraba el profundo ojo del remolino en que me había transformado. Hice esto para evitar marearme. Levanté la mirada y ya nada estaba del derecho. Por ejemplo, la calle Lampo debería estar a mi izquierda y sin embargo se encontraba justo debajo de mí. Algo parecido ocurría con la pajarería de la señora Levono, que acostumbraba a ocupar el local del chaflán de rúa Testudo con Pachydermes, dos cuadras a mano derecha, y esta vez se había instalado junto a mí, justo a tres palmos de la manga de mi chaqueta. Pasé, al menos, un buen rato sin moverme del sitio. Meciéndome acompasadamente con el respirar de los adoquines. En cada bar exquisito se bebía vino joven y las farolas lucían ramos de flores amarillas cada doce pasos, más o menos. De las alcantarillas pude apreciar que emanaban todas las meteduras de pata de la semana pasada, según qué edificios anduvieran cerca. Algo llamó mi atención por un flanco y, al volverme, lo demás se vino conmigo y tuve que estirar bien la espalda para que no me molestara tanto peso. Cargué con todo, lo viejo, lo nuevo y también esos enchufes resfriados que se visten con


el polvo y que tosen esputos eléctricos cuando se les hace cosquillas con alguna clavija bien afilada. No por nada, más bien por si acaso algún día los necesito. Deambulé por las orillas de cemento desoyendo las fachadas y procurando escuchar algo en cada pieza, como quien juega con la rueda de una radio y se desplaza resbalando entre diales sin saber qué día es ni si tras la persiana se esconde una luna, una persona, o si se trata tan sólo de una piedra perdida en el firmamento o tal vez un níscalo pisoteado en el asfalto. Se oye un ruido blanco que envejece y se hace gris, se enmudece, se asesina; hay una vieja canción que entorna sus brillantes pupilas al verme así, tan sentado y con los pies colgando de una página, y acaricia en silencio mi contorno, que se embelesa acurrucado. No logro recordar esa palabra, esa que es blanda como un trozo de domingo un octubre por la tarde. No consigo acordarme de aquel verbo, aquel verbo cálido que nos esculpía arrugas de alegría en cada poro. He olvidado esta sílaba, y la otra, y se me aprietan los labios bajo los dientes con las cortinas echadas y la tetera rebosando, vacía. Y yo que quería escribir sobre los cordones de unos zapatos. Trepé erguido por la calzada y pateé una lata vieja que se cruzó a mi paso. Busqué respuestas y no hallé más que mentiras. Indagué para ver si encontraba, al menos, alguna pregunta y me vi solo


y con la duda, atiborrado de pragmatismo y jarabe de eucalipto para la tos. Al final supe deslizarme como un lagarto por los canalones y ya se sabe: desde arriba se ve todo como subido a algo. Y todo es más pequeño, pero uno no es necesariamente más grande. Y a todo se le adivina la incipiente calva en la coronilla desde esta perspectiva. Y con la lengua silbando entre unos dientes de reptil uno no oye verdaderamente lo que se dice por ahí, sino que palpa las atmósferas y se escabulle cuando es lo más útil. Así pues, me deshice. Aparté las escamas que me sobraban y las dejé bajo el escaño de la cocina, junto a las macetas secas y las bombillas derretidas. Apuré un último aliento, magullado, y cubrí de cenefas las bisagras de mis sienes. Hay que ser más líquido, tener algo de vapor —leí escrito en cada quicio—, un tanto menos de carne y, sin duda, menos de superficie.


Aquella noche salí con las prisas y los cordones sin atar. No hay tiempo, me decía el reloj, no vas a llegar. Las luces y los escaparates corrían a mi alrededor y en dirección contraria, y el perenne bullicio de la ciudad vibraba a cada paso entre restaurantes de fideos y carteles luminosos y parpadeos y ojos rasgados. Doblé una esquina y me encontré con otra, zigzagueé, esquivé carritos de pescado, crucé la calle, chilló un claxon, cantó una sirena, calló el tráfico con la luz roja al otro lado y me encontré otra vez perdido en este desorden urbano tan cuadriculado. Pausa. —Perdone —le dije a un nativo de rostro serio y trajeado—, ¿Sabe usted dónde está eso que ando yo buscando? Me hizo, al menos, tres reverencias, y se fue saludándome con la mano, diciendo algo así como que no hablaba mi extraña lengua, o que tenía más prisa que yo, o que no sabía nada de nada y se limitaba a disimular bien vestido como yéndose al trabajo. Miré al cielo y era púrpura. Había dejado de llover esa misma tarde y desde entonces las aceras sólo lloraban por debajo de los charcos. Vi mi reflejo


en uno y me reconocí, pero no era mío, era del charco. Hacía frío, como un viento mentolado, y entonces caí en que no sabía ni volver, que ya ni era tarde ni pronto, que la hora se había pasado. Tiempo. El tiempo se detuvo. Fue apenas un segundo, pero yo lo percibí; un instante helado en el que las cebras caminaron por sus pasos y las cuerdas de los cometas allá arriba oscilaron conformando un acorde suave y curvo como el contorno de una guitarra. El silencio se hizo sólido entonces, pero, como ya dije, no fue más que un soplo. Cuando todo regresó a su normalidad aparente yo seguía en mi lugar, estupefacto. Nadie parecía darse cuenta de todo lo que giraba alrededor y continuaban con sus andares sin moverse del sitio y ahora la luz verde, continúe, ya me aparto. Finalmente, di con el camino de regreso y llegué a mi pieza bien cansado. Aboclé mis pies impregnados de la humedecida pelusa de calcetín y me quedé observando el indeciso palpitar del filamento en su bombilla. Ahora me enciendo, ahora me apago. Y entre tanto ese murmullo me arrulló, me alejó, me llevó a otro lado.


—No recuerdo haberme desvanecido —mencionó Telmo, llevándose una mano al cogote—, tan sólo me desperté. La ciruela amarilla a medio comer que yacía en el plato frente a Telmo no respondió, sino que permaneció oxidándose con quietud y la pepita casi desnuda. En el suelo, los fragmentos de un vidrio seguían húmedos y en silencio. También calló el palpitar bajo los tímpanos y se tornó mero pulso de metrónomo. Telmo miró alrededor y en seguida percibió que algo en la pieza había cambiado. —Creo que soy yo —musitó, y parpadeó un par de voces. Desoyó ambas pestañas y regresó al sordo metrónomo. Y Éste se volvió espiral, y esta última un crótalo del desierto. Y, al final, arena. Un chasquido devolvió la pieza a su lugar, y Telmo suspiró con un sueño velado entre los labios. Se palpó los dedos y no halló más que yemas. Se levantó, dio un par de pasos; pero no se movió del sitio. Volvió a sentarse, y no tardó en morder otro pedazo de la ciruela. Telmo sonrió, y miró al vacío mientras masticaba. Y así olvidó que había despertado. Después de todo, se durmió. Y, al final, arena.


INT. BAR EL DIAPASÓN – NOCHE POLICARPO sacude un trapo polvoriento sobre las botellas del estante para envejecerlas. PEPE arma un solitario castillo de naipes una y otra y otra vez. GERALDINO corrompe los crucigramas inventando vocablos con tinta azul, negra y roja de nadsat. BOSSE-DE-NAGE escribe haikus en sánscrito con surcos de hez marrón verdoso trazados por el pólice oponible de su pie izquierdo.

0

GERALDINO (sin levantar la vista del periódico) Oye, Poli, ¿cuándo demonios vas a librarte de ese maldito cinocéfalo papión? POLICARPO (se lleva el trapo al hombro con un gesto brusco que levanta una polvareda) Cuando pagues los tragos que debes, pedazo de filibustero. BOSSE-DE-NAGE (apunta a Geraldino con el dedo manchado) ¡Ha ha! GERALDINO Ya sabes que me tienen congelado hasta que pase la sequía. Anda, sé dobo y convídame a algo de pitear.


Un poco de fuegodoro, nada más. Que el grasño dengo no machuque esta vieja amistad. POLICARPO (llena un vaso de licor) Esto corre por tu cuenta. Y más te vale que al primate no le falte la ginebra porque yo no respondo de lo que se le ocurra y vaya a pasarte a ti. BOSSE-DE-NAGE ¡Ha ha!

ITIMANOK entra en el bar. CAMPANILLA DE PUERTA. Se tambalea y casi resbala antes de llegar al taburete. GERALDINO ¡Vaya un malchico pianitso! Oye, tú, ¿tienes un cancrillo? ITIMANOK Me pasó algo. Me pasó algo. Oiga, señor, caballero, póngame una copa, haga el favor. POLICARPO (cubre el fondo de un vaso con hielo) ¿De qué lo empapo? ITIMANOK Wiski. (pausa) Decidí emborracharme porque no le vi mucho sentido a esta vida,

1


apenas nada. Y, bueno, ya sabéis, últimamente estoy mal. (pausa) Me metí en un templo obscuro y abovedado donde hacen poesía con las luces bajas. La gente tiene sus poemas, otros sólo dicen mentiras. (bebe del vaso que le sirve Policarpo) Me tomé dos wiskis, tres, cuatro… y decidí salir al escenario. Salí y les dije: Me tomé tres cervezas de más, me tomé cuatro tragos de más, y no es suficiente para olvidar la rabia que se me come por dentro. (bebe otra vez) Les hablé, les hablé hablándoles y les seguí hablando como pude. Me arranqué pedazos y se los arrojé salpicando sus caras de sangre y bilis. Me aplaudieron bajando del escenario. Poetas vinieron, escritores… (bebe otra vez) Me pidieron mi nombre. (bebe otra vez) Y me dijeron que ojalá volviera algún día. Me dijeron que les había inspirado. (pausa) Volví a salir y rabié y rabié y rabié y rabié. Estoy muy rabioso. Estoy MUY rabioso. Rabié. Rabié con toda la rabia que el alcohol te puede brindar un mierdcoles. (bebe otra vez) Y lo que me queda por beber, porque yo no me voy aún.


(bebe otra vez) Me volvieron a felicitar. (pausa) ¿Y cómo me felicitan? ¿Cómo, Pepe, me felicitan con todo el daño que llevo dentro? (pausa) No lo entiendo. (pausa) Pero allí estaban felicitándome. Todos ellos. (bebe otra vez) Allí estaban. BOSSE-DE-NAGE (alza su copa de ginebra) ¡Ha ha!

DISOLVENCIA A: PLANO GENERAL. TIME-LAPSE. Nadie se mueve apenas, excepto Itimanok: bebe cuatro copas más mientras habla y después sale por la puerta.

DISOLVENCIA A: Entran PAMBL y BAIJ. CAMPANILLA DE PUERTA. Solicitan un par de cervezas y se acomodan en la mesa del rincón.


PAMBL (da un trago a la cerveza en RALENTÍ) En fin, lo único que digo es que yo sólo miro con asco a los que miran con asco. Y no hay nada más que hablar del tema. Que al final hacemos loxodromos de cada piedra y acabamos sin saber adivinar la luna en nuestro cenit. BAIJ (da un trago a la cerveza en RALENTÍ) Hablando de loxodromos, yo ayer percibí la vida en toda su planitud asintótica. Me senté en el retrete con el periódico en el regazo y le pinté bigote a todas las fotografías. A algunos les puse un parche en el ojo. A otros que sonreían les usurpé algunos dientes y a los que no poblé de un lustroso entrecejo los rematé con sendos cuernos como guinda del pastel. GERALDINO (levanta la vista del periódico) ¡Así que eres tú el de los bigotes! PAMBL (bebe) Sí, las distracciones no son mal negocio, pero esta tristeza sigue aquí hablemos de lo que hablemos y, mientras se disipa el jiste, mis ideas se escabullen y ya oíste lo que dije: ¿Mi comida favorita? Pues tal vez la sopa, pero mejor digo lo que sea que esté munchando en ese


momento, un lontico de manteca, una galleta, un puñado de alpiste… Tal vez sea lo peor que coma en mi vida, pero sin duda lo mejor que podré comer entonces. Es fácil: Río de tristeza porque lloro de la risa. BAIJ Sé de lo que hablas, yo me dejé crecer la barba para así amortiguar sus besos y mírame, con este abrigo ceniciento y esta cara mala, ¡Qué mala! ¡De espanto! Como esas noches sin luna, con la negra cúpula negra que refleja el negro de mis ojos así de negros por estar así, sin luna. GERALDINO (retórico) ¡Tócate los yarboclos! ¿Es que no puede uno venir aquí sin tener que slusar a un atajo de liudos perpetuando una interminable retahíla de sandeces? BOSSE-DE-NAGE ¡Ha ha!

DISOLVENCIA A: PLANO GENERAL. TIME-LAPSE. Cada cual bebe esporádicamente de sus copas. Bosse-deNage se desplaza intermitentemente por la estancia adoptando las más esperpénticas


posturas. Pambl y Baij se van. Pepe culmina un nuevo castillo, lo desbarata, baraja, y vuelve a empezar.

DISOLVENCIA A: Entra el DR. ORANGJO. CAMPANILLA DE PUERTA. Media chaqueta le cuelga del codo, deja un maletín viejo sobre la barra y se deja caer en un taburete.

POLICARPO ¿Qué va a ser? DR. ORANGJO Una Poderosa, y un puñado de manís, por favor. GERALDINO (sarcástico) ¿Y a ti que te aflige, eh? ¿Qué chepuca, qué meselo scvata tu quijotera? ¡Adelante, cuéntanos qué rascasos te rasrecean el rasudoque! BOSSE-DE-NAGE (termina de dibujar una cabeza de caballo seccionada a todo detalle con el pólice oponible de su pie izquierdo y apunta con él al Dr. Orangjo) ¡Ha ha!


DR. ORANGJO (mastica manís y bebe cerveza) Voy a tratar… No sé. Voy a intentar explicar todos estos sentimientos para explicármelos a mí mismo. Toda esta ansiedad, remolinos, ventiscas, temblores. Este reflujo gástrico palpitando, este yo-quésé-qué, esta hipoventilación alveolar: Creo que estoy enamorado. (mastica manís) Hace un par de años ya que rompí con Amanda y las heridas, pues ya veis, siguen sangrando. (bebe cerveza) Sólo me tengo a mí mismo, me decía a menudo. Sólo yo tomo mis decisiones y asumo nada más que los riesgos que yo quiera. Y todo el daño que sufra, toda herida que me haga, toda llaga, será por mi propia mano. (bebe cerveza) Pero la encontré a ella. No la buscaba. Yo estaba conmigo mismo, tranquilo, con mis riesgos, mis decisiones, mi cepillo de dientes… Supongo que todos piensan que estar enamorado es algo así como flotar sobre un colchón de nubes bajo la templada lluvia de un arcoíris… Nada de eso: Estoy incómodo y la ansiedad me aprieta la tripa. Las mariposas se me salen todas por la glotis y apenas atino a vocabulizar lo que siento por ella. (mastica manís)


Yo la quiero. La quiero como persona. Como individuo independiente y con su vida. Con su existir. La quiero a ella por ser, no por ser ella. (bebe cerveza) Pero, y esto es lo que me colma de desasosiego, ¿por qué este anhelo constante, esta espera inasumible? ¿Por qué he de necesitar de su atención para sentirme seguro de que ella siente algo parecido por mí? (mastica manís) Pero quiero, de veras, quererla sin más y que vuele libre y con ello ser también yo feliz… pero esto me lleva otra vez a que tal vez algún día desaparezca… (bebe cerveza) Personalmente, todo esto me provoca un dilema, la verdad. PEPE ¿Y ella qué opina de este rasdrás? DR. ORANGJO Ella me regaló un te quiero un hermoso día. (pausa) Y yo, mudo, sólo supe darle las gracias. Geraldino recoge su bolígrafo y se despide de Policarpo con un gesto típico de lundonita, educadamente. Policarpo recoge su vaso y lo deja en el fregadero,


marchito. El Dr. Orangjo termina el cuenco de manís, concreta la botella de Poderosa, se despide y se va. Bosse-de-Nage dormita sobre el parpadeo de la máquina de tabaco y masculla ha ha entre ronquidos. Pepe apura su vaso de fuegodoro, lo posa en la barra. RUIDO SORDO. Saca un arma. Se va por la puerta. CAMPANILLA DE PUERTA. POLICARPO ¡Oye, Pepe! ¿Dónde vas con esa pistola?

PLANO GENERAL. TIME-LAPSE. Policarpo limpia la barra, barre el suelo y apaga las luces. AMANECE. Todo vuelve a empezar.

FUNDIDO A NEGRO.


“Todo aquello no fue más que chai con moloco; el viejo juego de caer lovetado en una merienda desnuda donde cada cual queda helado al descubrir lo que hay emparedado en su sándwich”.

0

Al principio la novedad eran unos cascabeles de latón púrpura colgados de las orejas y una sonrisa hunyadi y joroschó garrapateada en la frente de sien a sien. Después esporas y vistazos y la imagen de dos caballos amarillos y descapotables levantando estelas de polvo bronceado con sendas amapolas por sombrero ornamentadas con espigas. Bajo nuestras cabezas una espiral logarítmica de pipas de girasol y sobre nuestros pies la remanencia de la tiza en el asfalto dibujando una rayuela. Y respirar, el respirar en casa otra vez; eso también estaba. Como siempre, llegué tarde, pero antes de que fuera nunca, así que… Y luego las farmacias apagaron sus cruces verdes y mi ventana se quedó encendida con el susurro del frío condensándosele en las mejillas. Pero no estoy aquí, es sólo un decorado. Estoy aquí, y a veces, roto en el suelo, con la cáscara derramándoseme y la duda éterna palpitándome el hipotálamo, solo, con este esguince


de cerebelo y este tiritar ontológico, a veces, digo, me salgo y me olvido y me escucho hablándome de no sé qué relojes y cuando miro la hora ya pasó y me arranco un pelo marrón y se va el tren y ya no busco; me encuentro perdido. Ha habido un momento… y luego ocurrió otra cosa: Un silencio límpido y tranquilo, esa nota desnuda que despunta sobre el vano y que se oye con los ventrículos como el blanco de las páginas en las que escribo sobre ti. Y eso. Y la porcelana formaba un perfecto loxodromo elíptico y el agua al fondo reflectaba los tubos fosforescentes. Y pensé: “A pesar del permamoho de la esquina, ¡Qué buen baño para desmayarse!” Y así pasé media primavera varado en un bar con el fantasma de Patsy Cline revolcándose en el cáterin del Cabaret Lenin con extra de anchoas; un desastre. En fin, terminé con un hemisferio y un meselo a cada lado, y cada polo derretido y, en vez de palo, un cucurucho, y, con la macedonia más idónea en un bol, que era medio coco hueco, perdí la cabeza, es decir, perdí el sombrero, y ya me di por vencido. ¿Que cómo salí de aquella, me dices? ¡Que cómo entré! Y así sigo. Columpiándome con los pies colgando y las manos en los bolsillos. Culpándome de cada uno de esos vacíos. Armando barcos de papel que se hunden en los párrafos que nunca escribo. Odneiviv, le dicen, viviendo al revés. Yo qué sé. Y es que todos los días se parecen a todos los días y, por tanto, eadem mutata resurgo. No sé si premio o castigo.

1


Apuro una cerilla hasta la yema y me curo con saliva. Aboclo la ceniza de mis calcetines. La luna se esconde detrás de los semáforos y se quiebra mi lápiz y estoy despierto, en un desierto, sin minas de grafito. Un desierto de todo, un desierto de… ¿qué es desierto? ¿Vacío de qué o repleto de arena? Un desierto de todo, lleno de todo, un desierto de. Despierto.


¿Dónde está el pez? Apesta bajo la mesa, pero no está ahí, ya he mirado. Huele a asesinato de un pedazo del ser, a mala suerte, a culpa. Hay una mosca en cada sopa y los lagartos escapan del terrario con la parsimonia de un grifo que gotea herrumbre y cal. Rostros de porcelana me miran así de pálidos y la urraca sobre la estantería parece haber sido disecada por un taxidermista daltónico. Había un retrato en la pared de un tipo de espaldas y aquello era porque el pintor no sabía dibujar narices debido a otro trauma de la infancia ¿Dónde está el pez, si de todas formas las nucas se le daban de fábula? Bajo la alfombra de piel de dálmata se aprecian quizá cúmulos de polvo, pero del pez ni idea, y hasta el ruido de los electrodomésticos está averiado y el silencio suena turbio y frío como el café derramado sobre el mantel. Los párpados de la ventana lucen aún las huellas de los dedos de un ancestro extraviado que un buen día empezó a arrancarse una costra en la rodilla y, cuando quiso darse cuenta, se había quedado sin cuatro capas de pellejo y con aún menos vergüenza. En esas no hay botón que te libre, como cuando te precipitas por el hueco del ascensor o te quedas sin semillas ¿Y el pez? Que cuando trato de encontrarlo, ahí mismo aparece otra cosa. La otra noche, sin ir más lejos, le hicieron la cesárea al gallo de la familia y le extrajeron una fiebre taciturna y tramposa con las manos húmedas y ladrillos en los bolsillos; después hicieron caldo con los restos y de ahí vienen las


moscas. Pero más tarde, cuando se hizo pronto, el cirujano licuó un puñado de glándulas que tomé sin pan ni nada y aquello me quemó en la boca del estómago y la boca misma protestó mascullando que para qué. Y es que las propias tripas nuestras nos ven como fetichistas de los lazos en el cuello, que cuando no nos visten las corbatas nos subimos al cadalso. Que, por la noche, antes de dormir, guardamos los globos oculares en tarros de aguardiente sin darnos cuenta de que es justo cuando más los necesitamos, que corremos las cortinas cuando amanece y apartamos las arañas de las esquinas sin saber que lo que hacían era tejer la bufanda que nos arroparía la tormenta del martes siguiente y así nos quedamos con los calcetines llenos de agujeros y desoyendo la voz que nos insta a que afinemos. A todo esto… ¿Dónde está el pez?


por la tarde naranja naranja azul y comisuras en los labios. por la tarde la espuma reseca espuma agrietada somnolienta del café que ya no fue. por la tarde negro el cielo negra la acera negra la farola. por la tarde huele a basura huele a mierda y por la tarde pasa un camión que pasa una moto que pasa la tarde por la ventana. por la tarde no hago nada. por la tarde fumo el hábito y me visto de ceniza y con el polvo me hago un peinado. por la tarde la desenvoltura de los panales de plástico y las ramas secas. por la tarde dioses de luz, ídolos de barro. por la tarde enciendo la bombilla enciendo la lámpara soplo suspiro no me entiendo me apago. por la tarde las estrellas, las cansadas, jumdirillas, apretadas. por la tarde azul azul negro y la blanca sonrisa blanca púrpura. por la tarde ojos descalzos, tripa roja, pies vacíos y callados los dedos.


por la tarde miro al techo. por la tarde me sonrío. por la tarde me distraigo, también lloro, parpadeo largo, tumbado y tendido, rendido, y me dejo caer caer caer por los resquicios parpadeo resquicios parpadeo parpadeo. por la tarde el hielo se derrite y sube la marea. por la tarde damos vueltas y más vueltas para que las agujas giren y den vueltas y giren y se haga tarde. por la tarde se esfumó el ímpetu de las tostadas crujientes tostadas y sólo quedan los escombros del váter cigarro café váter y una amnesia. por la tarde estoy cansado. por la tarde no hago nada. por la tarde lo hago mal. por la tarde me repito. por la tarde me repito que por la tarde de mañana no será como hoy por la tarde o como ayer por la tarde, que es lo mismo. por la tarde es lo mismo. por la tarde otra vez.


Mordí el anzuelo y la encía me sangraba a borbotones toda descosida y ¡Ay, la vieja dentera! Escupí flema y mala baba y me quedé así, con ese gusto a hierro en las pupilas y el paladar arenoso y un palpitar atrás, bajo la muela. Al tratar de decir algo, yo qué sé, o preguntar por qué coño qué, la mandíbula se me salía tal que así y con el mismo chasquido volvía al sitio y ¡Ay, el rechinar quejumbroso de los dientes! Ni deambulando sin camino dejaba atrás mi desdicha, mi desgracia, mi oh, joder, vaya putada. Me tuve que dejar las uñas crecer para así poder hurgar en mi propio cerumen y sacarme las voces que se habían quedado ahí pegadas, volví a hacer pelotillas con la pelusa del ombligo sólo para tirárselas al vecino cuando anduviera distraído ¿Y qué carajo si tras tantas larvas me quedo mirando las lentejas que planté? Si después de lo que viene después uno sólo puede seguir o volver a otro principio. Es lo que pasa cuando te crías entre crustáceos, que acabas enredado entre las algas o bien crujiente y con el pecho lleno de sopa. Y te miras al espejo y en verdad te ves bien y esa sonrisa te sonríe y esas arrugas en las comisuras de los párpados ¿cómo podrían tratarse de un disfraz? Pero son esas ojeras, esa misma lobreguez velada en la mirada la que humilla al rostro y lo delata. La misma que también sonríe en la llana cara del cristal y se derrama líquida entre los síndromes y ya no sé qué devora a quién ni a qué hora se paró el reloj ni por qué me


encuentro ahora como si no estuviera buscándome. Agarré, pues, una pieza de madera y lie en ella el sedal. La brisa enmudeció y una nube se deshizo al fondo, cerca del cielo. Una suerte de escarabajo vino a posarse en mi pie descalzo y moví los dedos para ver que hacía. Me distraje con un pestañeo y al volver, ya no estaba. Y agarré la última larva y la ensarté en el anzuelo. Y después volví a morderlo.


Aún quedan residuos entre las muelas de mi quijotera, y las encías se dan sedadas con la remanencia de aquel velo. Aquel vuelo sesgado bajo el cielo negro en duermevela. Con agujeros por pupilas y vistiendo como piel las hojas secas, que se caen, que se embelesan. Ese pálpito, ese rubor, como lo llamen; Esa llama que apago con las yemas y se queda en cada dedo como un dolor poroso y liberador que saboreo como el cortarse con un libro o el albor de una marea. A la mierda, qué más da. Lo que importa ya nos avisará cuando llegue, yo qué sé, que nos pille donde sea. Las páginas que he ido guardando las enterraré algún día bajo una equis en un mapa y diré por ahí me equivoqué, que solo me fui para volver y que, si a veces me escondo es porque, a ver, a veces me tengo que esconder. Y que si alguna vez mentí fue porque me engañé a mi primero. Ay, qué extraño es olvidar, qué duro desertar de un sueño y regresar a la calma donde nada pasa excepto el tiempo, que es de sal, y se cansa de descansar tirado así de tranquilo, estirado como un hilo o mil kilómetros. ¿Qué esperaba? ¿Despertar frente al mar y dispersar los cirros, los delirios, con un gesto? ¿Apartar de un plumazo todo el plomo, todo el peso, de este cuerpo? ¿O tal vez nada de nada o, más bien, justo lo opuesto? Elige un espejo y dile que no, que mejor otro día. Que yo no soy del todo el hoy, pero tampoco soy Universo García, y, por eso, el poso de este dolor lo ahuyento aullando. Que, si dudando ya me cuelgan


0

los pies por encima de la cabeza, imagínate el vértigo que se me vierte cuando me asiento sobre certezas. Ay, ahora tengo mucho en lo que no pensar; tanto que decirme, tanto que escucharme, oídos sordos que hacer, tantas bocas que callarme. Que, si mi hogar está donde está mi trasero, ahora encuentro que mi trasero no está donde lo dejé, o que han cambiado la cerradura y mi llave se ve intrusa. Soy orfebre de la excusa destartalada, alquimista de la aprensión, mequetrefe a secas, quincalla, fruslería. Ahora elige otro espejo y dile que no, que me siento mejor, que sonría. Que, si pasa lo que pasa, es porque pesa lo que pisa y que, a veces, con las prisas, lo que pesa es lo que pasa y lo que pasa es sólo brisa. Alivia el escribir, es mi tesoro, mi sonrisa. Mi pedazo de no ser que apacigua la virulencia movediza de mis tripas. Da igual. Vuelve a empezar. La vida es corta. La muerte es lenta. Finge que esto no es un sueño y despierta soñando. Que la esfinge no es nada sin su acertijo y, esto me lo dijo un viejo, que el laberinto no está en los muros, sino en el seso. Y que hay un pez en mi barriga. Y por debajo sólo hay hueso.

Y que hay un pez y me cuesta respirar, y al hablar sólo digo tonterías. Y que a la vez voy volando sobre un mar, y cada vez me parezco a mis mentiras.

Pero hay un pez en mi barriga, es verdad.


1




Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.