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1ª edición; mayo de 2019 Todos los textos son originales de Pablo Lavilla, escritos entre diciembre de 2015 y mayo de 2017, y publicados en Ilustración de la cubierta; cabezadedolor
4 RASDRÁS | 8 NOTACIONES | 11 HAMBURGUESA JAMAICA | 12 MO | 17 20.000 LEGUAS DE TODO ALREDEDOR | 20 PIMIENTO, SERRUCHO, IMÁN | 24 DESCEREBRAMIENTO | 25 DO | 32
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¿Y ahora qué pasa, eh?
—ANTHONY BURGESS 6
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conocí conocí a hnyudi azulesglasos lotra noche, pasada la medialuna. yo repartía gasettas a los despistados mientras fumaba cancrillos para matar el hambre y alguien sugirió goborar acerca del teorema de los cordoplastos. yo apenas sé mucho, pero si tal me defiendo. y entonces otro al que nunca vi antes vino a decir nos que no teníamos nideadenada y entamó a darle a la golosa con nosequé cosmogonías de una culebralrededor del mundo y cuando empezaba a ponerse el asunto de lo más sofista llegaron los exsiameses bifurino y bifuranto, dando voces en elojio de las leyes de la termodinámica y ya terminamos siendo almenos cuatropazguatos máso menos beligerantes en medio de lacera. de espropósito y de esproporcionado. NAGUAL gritó sobre la barahúnda:Y entonces, me sabrán decir uds, después de tales muestras de peroratismo y trampargumentos, por qué yarboyarboclos decimos qhay arañas que son gigantes y planetas que son ENANOS? yo me callé y no sé si fui el primero, pero losdemás también guardaron silencio y no sehubiera oído nada entonces de no ser por los camionesdelabasura que hacen ruido en la noche. azulesglasos llegó entonces y nos saludamos con la mano.perolló me fui más tarde sin desayunarme y con la saca llena de gasettas que no ven di. al otro día me senté en un banco de la plaza de NedLudd a dejar en blanco el rasudoque y geraldino arribó de pronto y semesentó alado. chocó sus tres contra mis cinco y
me dijo quétal por mi nombre. yo asentí sisisí y nos callamos las bocazas. geraldino sacó una tela llena de pienso para pelícanos y lo repartió al rededor de nosotros. no tardaron en aparecer los ibiseremitas.lloledije Eres un ornitosádico de lo más cruel.yelmedijo Ya me sabes, a mí me gustan las cosas sencillas como la mistela con dos yelos y una mosca, los apeaderos terminales y los accidentes de teleférico acámara rápida, eso y ver cómo se atragantan los ibiseremitas los martes porlatarde, anteso después a todos nos llega el turno de ser devorados, queloaprendí en la tele. ysiguióhablando Mira, sinomecrees, esasquina dallí, el garbonzo’s, nada menos, con esas letras grandes y todo ese humus barato de factoría como reclamo para los domingueros, pues déjame decirte que antes aquello era el colmado de boris nakazan, famoso en toda la prefectura por tener unos hojos preciosos, una hermosa nariz, unos labios perfectos y unas horejas de lo más apetitosas, y, sin embargo, todaquello junto resultaba grotesco y de sagradable como si su rostro fuera un colaje de recortes con los rasgos de las más bellas personas vistasdesdefuera, y claro, no llegaban a encajar del todo, voy adecirte más, sabes ese hangar abandonado junto al río muil? pues no era para nada un hangar, ni mucho menos, eso un día fue la destilería de mhiel de zebra desta prefectura, tu no habías nacidoaún y ya nunca sabrás cuánto dedeliciosa era la genuina mhiel de zebra de san lundo, y la fundó mi bisuegrabuelo, nada menos, el francuzbeco gustavius quaga, que llegó con seis rixdales en el carmano y un par de lecciones de química que limpartió su vecino pin, y así contodo montó un himperio y calzaba un llavero gordo y abundante como los que gastan las personas con re esponsabilidades.(PUNTO)interrumpí Caramba! ahora con seis rixdales no te llega ni para
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el corcho. ygeraldinosiguióalosullo De poco le importa ya la econominflación, pues hace lustros questá criando lombrices en el muertedero con el es que leto blanco lustroso y, ya lo viste, su ecsitosa destilería reducida a borrachoso recuerdo de gerontohígados como el mío. geraldino arrojó el resto del pienso ala melé de ibiseremitas que se arremolinaba sobre los emplumados cadáveres de los que habían llegado primero y puso pies en polvo rosa sindespedirsesiquiera, abandonándome a los groncos graznidos. tan poco yo tardé enirme. malejé por la avenida y pasé sobre las dovelas dadobe del arco del fracaso. es importante que toda ciudad tenga uno, me digo a veces, para recordar a losanónimos que fracasaron antes que no sotros, y talvez también para vurlarse de todos los que fracasarán de espués. para dójicamente, este arco llevaquí desde nosecuándo, así quencierto modo sus arquitectos tuvieron écsito en su construcción aunque lo erigieran delrevés.y llo, sin darme cuenta, me quedé así sasnutado con la nananana de mis pasos y tuve que preguntarle a la milicienta por las señas de mi casa, gulando en sentido errónio. Pues cómo me va, me pregunta eldel quiosqo quando qompro ahí las qosas, Pues me va que se me va y que al final ni azulesglasos ni nopca de reseteo ni quiero bolsaplástico con la barra de pan y la banana, que vine aquí gritando y nago, de esnudo, y desdentonces sólo puedo estar de esvestido, que ni mis dhientes me pertenecen aunque un día fueran de mi mamamamá, que no tengo nideadenadadenada y que sólo me dura esta resaca queseme viene aveces y carrastro desde que nazí. yes por eso mismo que sujirieron dantebrazo el título de semibicéfalo asecas, pues de tener dos golovás, seguseguramente sólo usaría una .
En el Q, a una hora de tráfico. Un tipo de unos veintiséis años y sin agallas va pensando en peces. La gente alrededor está como ausente, sumergida en sus auriculares. Otro tipo, de tupido bigote, pliega entre sus dedos el boleto del ómnibus y se lo esconde en la manga. A continuación, estornuda estrepitosamente y un ojo se le sale de la cuenca. Después se arroja por la ventanilla de emergencia usando su cráneo para romper el cristal, en vez del martillo homologado. A unas trescientas catorce millas náuticas de allí, en el mismo instante de la eclosión, un anciano hierofante en la bañadera descubre que toda su vida se ha regido por suposiciones de terceros y se tira un prolongado pedo subacuático cuyas burbujas parecen exclamar «¡Eureka!» y entonces se desploma el edificio, dejando un cráter en el suelo y un montón de escombros.
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Esa noche, en vez de salir corriendo para casa inmediatamente después del trabajo, como solía hacerlo, me tendí en medio de la praça do ninho basura y entré en una profunda ensoñación. Hacía un calor de mil demonios y el vulturno nos llenaba la frente de sudor como si fuera el vaho de su tórrido aliento. Las pálidas sirenas gorjeaban afónicas y endebles más allá de la avenida y ni un pájaro se atrevía a agitar sus páginas de cera por el puro pavor de perderlas derretidas. Medité un tiempo incógnito y decidí que lo más apropiado, dada semejante situación de desamparo termodinámico, era buscar y encontrar un buen sitio donde beberse una jarra bien fría de cerveza y sendas chaschas de cachaça. Enfilé por la rúa sur de cerro queneau en dirección al puerto de san antonio con las chancletas colgando de los dedos y la pituitaria amarilla reseca y enrojecida. Miraba al suelo, cuidándome de las cagadas, y aburrido de las ventanas ciegas de persianas veladas. Así llegué al malecón, casi sin darme cuenta. —Sanza —me llamaban—, ¡Sanza! —era Manu. —Manu —dije yo—, ¡vaya un calor que hace! —Ya te digo —dijo él—, tengo el culo como un pantano. Eran cosas nuestras.
—¿Y qué me dices? —preguntó— ¿Cómo te va por la gasetta? —Más fu que fa —respondí—, sentado en una silla hasta pasada la medianoche, escribiendo sandeces por cuatro golis y no me como ni un cartófilo. —Si es que aquí nunca pasa nada de nada —apuntilló—. Por cierto, ¿tienes fuego? Le ofrecí una caja de cerillas de rip van winkle y él encendió su pipa bajo una luna incandescente y abrasadora. A Manu le encantaba fumar así, era todo un romántico. —¿Sabes qué? —me preguntó. —No, ¿Yo? No —dije yo.
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—Lo que más me apetece en el mundo es una jarra bien fría de cerveza aún más fría y un par de chaschas de cachaça —aclaró. —¡Justo iba furioso.
a
decir
eso!
—respondí,
contento
y
Resolvimos cruzar el malecón hasta más allá del faro, por la carretera de pequeña kingston, para refugiarnos en el patio trasero de al. El patio trasero de al era una cantina donde sólo se servía cerveza rubia, ron, y las genuinas hamburguesas de al. Este manjar era un placer reservado únicamente para los paladares de aquellos insomnes hombres de jengibre que anduvieran noctámbulos y sedientos entre las dos y las cuatro de la madrugada; a partir de entonces, al cerraba sus puertas, pero uno podía quedarse bebiendo y comiendo el tiempo que quisiera,
pues el patio trasero también trasera por la que salir.
tenía
una
puerta
Por el camino, Manu se lamentó de que no hubiera cachaça, y en cambio sí pampero; pero se contentó con la posibilidad de inflarse a plátano con chile habanero bien frito y untado de maslo de maní. Yo opinaba lo mismo.
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—Te diré lo que voy a hacer —me advirtió—; cuando llegue al patio trasero de al, pienso quitarme estos calcetines sudados y apestosos y los voy a tirar al tejado de al, muncharé una hamburguesa de res de media libra con ensalada de col y cebolla verde y nuez moscada mientras piteo una cerveza helada y, cuando termine, beberé pampero sentado al piano de al con el ardor del habanero debajo de la lengua y marihuana por el gorlo hasta la golová. —Y mayonesa —le reté—, por cuatro tragos te canto una serenata. —Me diviertes —me espetó—; voy a beberme hasta los cráteres de esa luna de moloco que visto de naito por sombrero. —Eres todo un romántico —le confirmé. Atravesamos el trecho sin farolas de la carretera de pequeña kingston esperando no pisar ningún alacrán que anduviera distraído. Saludamos al viejo Louie al pasar por delante de su chabola desvencijada y nos devolvió un gesto con su muñón de estribor y un guiño de su ojo tuerto. Louie, dorogo filibustero de las antillas estándar, más viejo que el cagar y prestúpnico como él solo; apenas lo conocemos.
Paramos en la esquina de crimson con melmac porque yo tenía que mear, y Manu aprovechó para recargar la pipa y consumir otra cerilla de rip van winkle con una bocanada de humo voluptuosa. Descargué entre unos matojos, obnubilado con el halo que se refractaba en rededor de la blanca pupila del glaso nocturno. Fue un alivio. Le dije a Manu que se adelantara, que debía pensar un asunto antes de sentarme. Y fui a ocultarme en la cydonia del otro lado del sendero. Canela y nuez moscada, respiré. El límpido rostro de cabello verde y ojo púrpura. Una suerte de díptero se puso a practicar sus bailoteos brownoideos a mi alrededor y al principio me sentí molesto. Pensé en esas curvas asintóticas que trazamos sin querer y entonces lo sentí por la mosca, por no saber tampoco a dónde ir, como yo, pero con alas de plástico y el uchasño zumbido que rasrecea el mosco y no le deja a uno ni dormir. Agarré un cancrillo y me lo llevé a los labios. Absorto aún por esa luna. Busqué a rip van winkle en el fondo de mis bolsillos sin hallar más que pelusa y restos de pañuelos descosidos. Apuré el paso entonces, acordándome de Manu, y me tropecé con una raíz reseca y mustia que asomaba como un asa de la tierra ya muy vieja y descuajeringada. No me torcí el tobillo por tutatix, y por estos reflejos felinos y afilados que no sé de dónde me vienen. Doblé el recodo con las rodillas renqueantes y fue entonces cuando me topé con el calcinado y humeante solar al que se había visto reducido el patio trasero de al. Un pedazo de carne chamuscada en medio de las brasas era todo lo que quedaba del pobre pobre viejo al, como un lúgubre homenaje a las piezas de
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res molida que, a pocos metros de donde yacía, él mismo cocinaba. Manu estaba sentado un tanto más allá, encogido y curvo como un coatí con la mirada desorbitada. Entre sus dedos temblorosos, rip van winkle dormitaba con una sonrisa torpe y joroschó, y la espiga de marzo ahí ensartada, y con orejas de liebre.
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Abandoné la agarré un avión a en el jardín de un barba plateada que que me aburriera o
gasetta a la mañana siguiente y cabo plátanos, donde me albergué dedón samantino y bolnoyo con una me ofreció cobijo y lectura hasta se me secara el clinamen.
Y desde entonces que no me he vuelto a quejar más que de un dolor de muelas que arrastro desde que universo garcía me sacudió con su minutero el día del hunyadi gras, y de estas cervicales agarrotadas de tener el codo en alto. Ya no quedan ni las cenizas de al, y jamás he vuelto a probar un bocado de esa hamburguesa tan de esa época como era su hamburguesa jamaica; ni yo ni nadie, pues ya no hay chef que la ofrezca en su carta. Y de Manu, pues sólo sé que regresó al sándwich sin su pipa y con un perenne antojo de potasio y anacardos. No tengo la menor idea de qué intrigas se traerá entre manos, ese bribón de tez rubicunda; ni de qué hará allá, en su san lundo propio, con los pulmones transparentes como una pecera entre las costillas.
Ayer no, ayer no, al otro, ocurrió una cosa. Circulaba distraído por la A-440 con una mano descansando sobre el volante y la otra escrutando los diales en busca de la emisora apropiada cuando algo impactó contra el parabrisas dejando una deliciosa mancha sanguinolenta con forma de charco y un manojo de plumas desperdigadas alrededor. Aceleré la marcha. Lo sentí por el pájaro, pero yo ya poco podría hacer, así que activé los limpias. Tenía prisa por llegar a casa y cortarme las uñas, pues me estaba quedando sin calcetines. Y además estaba todo aquel asunto de la fiesta de bienvenida de Bubbs, en el Diapasón, a la cual ya llegaba tarde hasta para la despedida. Dejé el coche en la esquina de Pachydermes con Testudo y enfilé la calle cuesta arriba cargando a mis espaldas el regalo para Bubbs; un pesado paquete cuyo contenido ignoraba. Cosas de los muchachos, les encantan las sorpresas. Cuando aún me quedaban unas cuatro cuadras para llegar a mi departamento, a la altura de la rúa Parnaso, me topé con el viejo Mo. Mo era el viejo mimo de mi barrio, tan viejo como el barrio mismo, y mimo desde antes de ser viejo; todo un personaje. Mo llevaba cada lado del rostro pintado de un color: El izquierdo era blanco como un periódico usado, y la fingida sonrisa rosa le llegaba hasta la oreja. El derecho, en cambio, era negro como una ceguera, y en la mejilla lucía un cuarto menguante pintarrajeado en dorado, o tal vez fuera una banana mojada.
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Me paré junto a él, pues me hizo un gesto con su dedo corazón enfundado en un guante blanco, y le pregunté que qué le pasaba. —¿Qué te pasa, Mo? —le dije. Mo se señaló a sí mismo con ambos pulgares y después dirigió su dilatado índice hacia mi cintura, como refiriéndose a mi trasero, y al final se puso a dar patadas al aire con sus babuchas color crema. Yo le dije: —Así que quieres patearme el trasero, ¿eh?
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Se llevó las manos a la cara como en aquella película de Munch, la del crío solo en casa, y, en un instante, se había encaramado a la farola trepando como un simio y me amenazaba desde lo alto con el puño y haciendo muecas de exabruptos. Caí presa del pánico. Desde luego, eso no me lo esperaba. Dejé el paquete en el suelo y, con las manos temblorosas, me apresuré a sacar unas monedas del bolsillo y las arrojé en su sombrero. Tiré también la cartera y unos cromos que no tenía repetidos y salí huyendo calle abajo. Atravesé la praça do Ninho Basura como un salivazo de neutrinos y, al doblar por rúe Flâneur, me crucé con mi casera, maldita, y la esquivé de un quiebro. Galopé por los bordillos como si la acera fuera lava y terminé subido, no sé cómo, a la escalera de incendios de aquel edificio de ladrillo mustio y color de plomo que tan poco nos gusta y que tanto evitamos. Desde arriba, desde arriba huele a polvo en Estagira. El cielo se ve blanco como un oso polar albino y los coches no se escuchan, se oye un río. Un torrente de sollozos y quejidos en todas direcciones. Desde arriba lo sentí así y sentí pena. Y olvidé a Mo. Y me bajé.
Llegué al Diapasón con una suela rota y la cremallera del forro atascada a medio abrigar. Me senté frente a Policarpo el fructífero bajo las torres del momento y solicité un chorrito de bilis negra que empapara la cerveza. —Se te ve hecho un asco —dijo Poli. —Yo qué sé —mascullé—. ¿Ha llegado Bubbs? —Perdió el tren, ya sabes, la resaca. —Eso está bien, yo hoy maté a un pájaro. —¡Bah, seguro que se lo merecía! —¿Y éstos? Quiero decir, ¿No vienen? —Hasta mañana no creo que aparezca nadie por aquí, no hasta que llegue Bubbs. Tú has ido a recoger el regalo, ¿Verdad? —Sí, sí, está donde Mo. Me la ha jugado otra vez. —Estupendo. —Oye, ¿Tú sabes qué pollas es? —Ni idea, ya sabes cómo les gustan las sorpresas.
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Un ejército de silencio deambulaba silbando alientos de noche por cada esquina. Las ventanas sordas humeaban cándidas y llenas de sueño. El pequeño hombre absurdo sigue la consigna entonces; esto es encender o apagar el farol según convenga.
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Me levanté de una voltereta y me sacudí el sosiego con otro giro y sendos aspavientos. Se trata de mi primera noche en la pajarería, nada menos, y quiero llegar bien guapo y vacío de cuajo. Si realmente hay algo que caracteriza al barrio de San Lundo, es que uno jamás pasa dos veces por el mismo pedrusco; como mucho uno puede zigzaguear como un alfil en manga corta para evitar andar en círculos, pero siempre se acaba virando a la deriva por el disco geográfico sin rumbo ni despedida. Libis, disfrazado de dandy o de flâneur nocturno, sopla callado su copita de ajenjo y se mancha el cuello de la camisa, sin darse cuenta. Luego de un rato, lo ves flotando, justo ahí, levitando delicado, deslizándose con los pies sin suelo. —Toc, toc. —¿Quién es? —Yo, ¿y tú? —Pues yo también.
Antes este chaflán no era más que un solar en penumbra con escombros acá y acullá y una peste a meados inquebrantable. Después vino el ladrillo y se instaló con él el gordo de Nerev, con sus cuchillos resplandecientes despedazando tripas y chacina a doscientos lembos la libra, envueltos en las sanguinolentas páginas sepia de los diarios. Más tarde los vecinos se cansaron de la casquería y Nerev se marchó sin más. Era una tarde soleada. Fue a ocupar su lugar un extraño como de otro mundo. Se hacía llamar Reaunoff y vendía cornucopias de latón y jarabe de membrillo. Pero la verdad es que, si acaso, le comprábamos sólo las estampas de correos cuando necesitábamos algo de cambio para llenar la giba. Éste se fue otro día, por la mañana, dejando un rastro amarillo gallina hasta el cielo y un tacto como a serrín contra los tímpanos; un auténtico engorro. Después de la segunda fermentación se produce una carbonatación natural, y llegaron los lunáticos de Ille di Gazy, y se defenestraron por el palomar dejándose las colillas encendidas y provocando el famoso incendio de Testudo del setenta y seis. A continuación, granizó. Luego las pestes, aquella plaga incómoda, los tres seísmos y sus respectivas réplicas, la huelga de peleteros, otra vez el solar en penumbra, los escombros, los meados, los etcéteras, el cisco de las pulgas y, por fin, la pajarería de la señora Levono, coincidiendo con la apertura del bulevar de Pachydermes; emblemático epiperímetro y tendón calcáneo de la carismática prefectura lundonita.
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La señora Levono disfrutaba de su viudez y de una hidrocefalia congénita a partes iguales; placeres que sólo competían con una verdadera e imperturbable devoción por el fumar en sandía. Hábito que adquirió en su lejana juventud, allá en las medianas Antillas moldavas.
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La señora Levono ofrecía a su clientela toda clase de paja y aprestos inútiles. Desde agujas hechas de hilo hasta volúmenes colosales repletos de datos irrelefantes. Se dice que inventó el caviar de beluga mediante técnicas científicas de pseudomitosis pluricelular, a partir de medio cetáceo y tres cuartos de barril de cangrejo de pantano y un pellejo de rana bermeja para la acrimonia. Cosas suyas. Se le atribuyen también un buen puñado de hallazgos patalquímicos de dudoso rigor, pero al menos lo intentaba. Y también sabía tejer gorritos de piscina con tu nombre, y todo ello con los codos en las piernas y en los brazos sendas rodillas. Pero nadie iba a la pajarería de la señora Levono para adquirir nada de eso, ¡qué disparate! Ni siquiera íbamos para reírnos de su enorme cabezota, ni de su nariz en forma de barbilla, ni de su frente como una trompa de tapir; todo eso lo teníamos muy visto ya. La razón por la que la pajarería de la señora Levono era nuestro sitio más preferido del mundo era por el dulce fárrago que se respiraba con la parte de atrás del cerebelo y que nos despejaba los meselos dispersándonos en la atmósfera de escafandra con aroma a quife y aguamelón. Algo raro de explicar. Los lunes fuera de quicio, domingos bífidos; el genuino patrimonio genital de San Lundo. Sin embargo, aquella noche no fue para nada lo que yo esperaba. Libis me zancadilleó los tobillos con sus tentáculos de anguila y me desvanecí más de lo debido. Me calcé un charco y una gotera por sombrero. Pisé una mierda, crucé en rojo, me salté la acera; todo esto sin querer. Y justo cuando me paré para intentar entenderlo, se me subió la cucurbitácea a la
cabeza y me mordí una uña ese poquito más de más que supura rojo caldo y escuece y duele como una crinolina con rubeola. Todo un fiasco, un desastre, el culmen del fracaso impertérrito. Sin más remedio, volví a mi pieza con un tercio de pólice descuajeringado. Así, en zigzag, tropezando por la rúa. Al fin y al cabo, San Lundo no es lugar para quien va escuchando el eco de sus propios pasos mientras mira el pavimento, ni para los que coleccionan panoplias de decoro entre las amígdalas. Me perdí en la geografía, tras la ventana, con un pie desnudo por fuera de las sábanas y veinte mil leguas de todo alrededor. Después de todo, ¿qué es un sueño, sino un pequeño hombre absurdo que enciende y apaga un farol? 23
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Los autobuses de mi ciudad son de un verde pimiento y además huelen a rancio y, con los adoquines, traquetean de lo lindo y uno piensa que todo el fuselaje está a medio giro de tuerca para venirse abajo y desperdigar a la tripulación por los arcenes, aún con los cascos puestos. A mí me gusta todo ese jaleo y mirar por la ventana; además, si uno está atento, cuando el semáforo se enciende rojo y el bus se detiene, casi puede escuchar cómo se coordinan los susurros de los auriculares en una sintonía como de hormiguero. Un día viajaba yo. Más que de pie, iba colgando de la manija y balanceándome por inercia en cada curva. Pensaba en todo esto y en los gobios, los atunes, las percas, en cómo sería ser muil, pez globo o incluso ese tiburón que tiene el hocico como un serrucho. Ya quedaba poco para mi parada, cuando el tipo de enfrente, sin saludarme siquiera, estornuda como jamás he visto a nadie y se le salta un ojo. Qué asco. Aquella bola ocular desorbitada era como un imán para mis pupilas y no pude evitar mirar, petrificado, sin saber qué puñetas hacer. Entonces el tipo se tiró de cabeza por la ventana y nadie se hubiera dado cuenta si no llega a ser por el frío de tardo otoño que penetró en el vehículo en ese instante. Más tarde, a eso de las nueve, regresé a la casa de mi viejo y loco tío abuelo, donde me hospedaba, y no encontré más que un socavón insondable en medio de la acera.
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Hace un tiempo, me sometí una novedosa terapia de descerebramiento. No sé cuánto con certeza, porque de eso mismo se trata. Y funciona de maravilla; a mitad del proceso no podía recordar más que mi nombre y mi talla de alpargatas, poco más; y a duras penas conseguía balbucharlar silogismos con cierta coherencia, pues cualquiera de mis pupilas, indistintamente, se distraía con los carámbanos de saliva que pendían elásticos de entre los pelos de mi barbilla; y así perdía el hilo del discurso, oblongo y viscoso, como lianas de baba deslizándose por las plieguecomisuras de los belfos y con cara de bobalicón. Durante aquel periodo no soñé nada, eso creo. Tampoco me preocupé. Sí lo hice después, al cabo de un rato, cuando empecé a soñar ovejas contando pablos. La primera noche pasaron treinta y cuatro mil ciento noventa y nueve pablos, coma uno. Y cada noche las ovejas, que eran un montón, pero no tengo ni idea de cuántas, continuaban rumiatando pablos, contando desde donde lo habían dejado la noche anterior, más dos pablos con setecientos diez milipablos como corrección para adaptarlo al calendario de los pestañeos. Y, de todas las ovejas que había, estoy casi seguro del todo de que ninguna era una oveja propiamente dicha; lo que tú o yo o incluso cualquiera tildaría de óvido. Para nada. Ni siquiera se acercaba a la definición más elemental de placentario ungulado. No eran ovejas de ninguna manera. Ni de lejos. Ni en un siglón de años. Qué va. De todas formas, así vistas, con el traspárpado granate y semiopaco, parecían ovejas de cualquier modo. Ovejas contando pablos. Cangrejos contando aguacates ¿Qué más da? Noche tras noche trasnochando. Nombres contando limas, números contando cifras y ovejas contando pablos ¿Y ahora qué, eh? Ahora somos un gúgol.
La técnica de descerebramiento es tan protosimple como nociva, si no se aplica en capas uniformes, como la crème patissière, y con un palustre flexible, pero no demasiado flexible. Primero se saja la epidermis con cualquier suerte de escalpelo por el ecuador del cráneo, o tal vez mejor por el trópico de cáncer, más o menos sobre la línea de las cejas, las marrones. Esto es para marcar el camino del corte ulterior, así que, en su lugar, también se puede utilizar un boli, o un rotu, o algo por el estilo, algo que pinte o cercene. A continuación, se procede a serrar el cráneo por el surco trazado. Antiguamente, los patacesores que oficiaban tales prácticas en lúgubres mazmorras del Prenacimiento, hacían uso de una humilde sierra de Gigli enrollada en torno a la testa para descapuchar al paciente en un santiamén relativo. Ahora, con los tiempos que corren, que resbalan, que vuelan, se secciona la cubierta de la cocorota con un puntero láser y ya sólo queda rascar un poco la corteza y extraer los lóbulos del relleno sin dejarse ni media meninge, ni siquiera una migaja de bulbo raquídeo. Apenas sin dolor, aunque, después de eso, como cualquiera puede comprender, uno se queda con el sistema límbico hecho un ascazo. Desperté, como ya dije, con la pechera empapada de babazas y un par de tuercatornillos de mariposa en sendas sienes. Yacía en un panal reseco y mohíno que apestaba a espray ambientador, en lo alto de una araucaria. Pasé ocho días y tres noches atrapado en aquella puta conífera sin saber cómo bajar. Por estas latitudes el sol oscila raro. Y, al fin, en el crepúsculo vespertino del cuarto octavo día, pasó por mi lado una cigarra fumando celtas y comprendí que ese árbol no era tan alto ni tal, ni tampoco el panal, por cierto, si no que se trataba de un zarzal completo y una vejiga de rinoceronte mustia, respectivamente. Le pregunté a la cigarra que qué tal, y le pedí ayuda para libertarme del matojo, que se me estaban clavando las espinas todas en el culo, le dije:—¡Oye tú, cigarra! ¿Qué tal?
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—Ni fu, ni fa —respondió, expeliendo una generosa bocanada de humo. —Pues ayúdame entonces a salir de este punzarbusto, que se me están clavando las espinas todas en el culo. Se negó en rotundo, mencionó algo acerca de sus competencias, y algo más, no sé qué de unas hormigas, y que tenía cosas que hacer, dijo: —Me niego en rotundo. Soy una cigarra ¿No lo ves? Lo único que tengo que hacer es estridular aquí y allá y rascarme bien la barriga. Por aquí pasa una formipista ¿No la ves? Enseguida desfilarán las hormigas por aquí mismo y yo estaré frotándome para ellas, a ver si, con suerte, me dejan un poco de grano o una pizquita de néctar que pitear. 28
—Pierdes el tiempo —le contesté, dando voces—. Todo el mundo sabe que los himenópteros no sueltan ni media. —Tú no me has oído estridular —me espetó —No, eso es cierto —concedí. —Pues te advierto —me advirtió— que yo estridulo como ninguna, pedazo de nalgaespín. Cuando yo estridulo la gente se marea y dice: “¡Uh, uh! ¿De dónde sale? ¡Uf, uf! ¡Nos tienen rodeados!” Y es que, cuando yo estridulo, no se oye nada más. —¿Y crees que a las hormigas les gusta que les estridulen al oído mientras se desloman el tórax? ¡Eres una majadera! —Pues ahí te quedas, cabeza de chorlito, con tu culopincho. Y se fue zumbando a estridular a otro lado. Otra semana después —ésta de sólo dos días, pero una noche que bien podría haberse titulado “Era básica y obscura”— desperté acurrucado entre los marchitos restos del zarzal. Mi
trasero estaba curado y las ovejas ya habían computado un gúgolplex de pablos y empezaba a temer quedarme sin espacio, aun con esta cabezota lesa y bien diáfana. Me aseguré de estar justo debajo de la vertical y, cuando estuve seguro, enfilé hacia adelante —que es, de hecho, la única dirección por la que sé caminar. Mí no ser un intelectual. No tardé con encontrarme con alguien. Lo cierto es que venía escuchando desde lejos unos plañillantos desconsolados. Era un tipo gordesmirriado, de barriga esférica y piernecillas de jilguero. Digo que era un tipo, pero bien podría decir que se trataba más bien de siete octavos de tipo. Estaba ahí postrado, sobre un tocón bañado en sangre, con las rodillas hincadas en el barro. Gritaba de dolor y se sujetaba un medio antebrazo del que borbomanaba un chorro de sangre espesa como natillas. La cimitarra se mantenía clavada en la madera y, frente a las dislocadas encías del infeliz, su mano escindida y sanguinolenta parecía querer despedirse mediante un intrincado y macabro lenguaje digitado de espasmos y contracciones que ninguno de los presentes supimos descifrar. —¡Qué es lo que has hecho, animal! —le grité. —¡Justicia! —profirió orgulloroso. —¿Justicia de qué? ¡Estás chiflado! —¡Soy un ladrón! —exclamó— ¡Y de la peor calaña! —hizo una pausa dramática para gimotear y me miró a los ojos con semblante suspensivo y sobreactuado—. Y a los ladrones por aquí se les cortan las manos. —Con que eres un ladrón, ¿eh? —solté una carcajada— ¡Já! ¿Y se puede saber qué es eso que has ladroneado para tener que muñonizarte? —¡Ladroneé mi tiempo! ¡Lo confieso! —se derrumbó sobre el tocón— ¡Escatimé con los instantes, y los momentos los guardé
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para luego! ¡Escondí los ratos bajo llave y me usurpé hasta las estaciones! ¡Soy un vil ladrón y ahora que me hago viejo lo comprendo! —escrutó la espantosa herida de su medio antebrazo, aún sangrietante— ¡Sólo me estaba ladroneando el tiempo a mí mismo! ¡Me ladroneé la vida sin darme cuenta! ¡Qué estúpido que soy! Fíjate si soy estúpido, que traté de ejecutar yo mismo mi castigo sin ser consciente de que, después de desprenderme de una mano, no podría librarme de la otra. —Ya sabes lo que dicen: Una mano rebana la otra. —Creo que no es así. —En cualquier caso, puedo ayudarte. Si quieres, te siego la que te queda en un periquete. 30
—No funcionaría —musitó. —¿Y por qué no, eh? —inquirí, ofendido— Me ofendes. —Pues porque yo soy la víctima que ha de vengarse por todo el tiempo que le ha sido ladroneado —respondió, resoluto—, y porque, si tú me cortas la mano, yo tendría que cortarte a ti la correspondiente. No tienes ningún derecho a aparecer de la nada, cuando nadie te ha llamado, y pretender amputarme la única mano que me queda, demonios. —Vale, vale —ejercité un aspaviento—. Sólo pretendía ayudar. —Pues poco favor me haces. —¿Sabes qué? Creo que ahora me has ladroneado el tiempo también a mí. Me cobré cuatro dedos por aquello, que guardé en mi bolsillo. Y me largué de allí, dejando al desgraciado con sólo un pulgar para dictaminar justicia. Me arrastré por un páramo, taciturno, como quien vaga cargando a cuestas su propio cadáver; así de mal. Y fui a toparme con una ringlera de
hormigas. Una hormiga decía: “¿Os habéis enterado?”. Y las demás coreaban: “¿De qué, de qué?”. Y seguía la primera: “¡La cigarra se ha muerto! ¡Escarchangelada de frío durante el invierno!”. “¡Hurra, hurra!” gritaban unas, “¡Oé, oé!” clamaban otras, “¡Viva, viva! ¡Ya no joderá más con ese maldito chirrío!”. Y la cáfila se desantenizaba de la risa. La primera volvió a hablar: “¡Eso le pasa por no trabajar!”. “¡Por no trabajar!”, chascaturreaban las demás. “¡Por no trabajar!”, repitió la anterior. “¡Por no trabajar!”, redundaron las otras. —¡Basta, basta! —grité yo, tapándome los oídos— ¡La cigarra sólo intentaba amenizaros la brega estridulando para vosotras ¿Y así se lo pagáis? ¡Pues tomad caucho, canallas! Pisoteé hormigas andando como un funámbulo durante, lo menos, tres leguas, y, después, me detuve a descansar a la sombra de una araucaria. Claro está que, antes de eso, llevé a cabo las pesquisas pertinentes para tener la certidumbre de que, efectivamente, se tratara de una araucaria auténtica. Y así era, por el momento.
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32 Tras una elipsis imprevista, abrí un ojo en silencio, procurando no despertar al otro. Tenía sed, lo cual no es raro, yo suelo tener sed a menudo; pero se suponía que el descerebramiento era mano de Ubú con la potomanía. Miré mis manos y ya no eran eso; eran pezuñas. Y mi pellejo habíase cubierto como de una capa de fibra de algodón bastante cómoda y esponjada. Intenté balar, aterrorizado, y de mi hocico brotó un alarido simiesco, para nada digno de una oveja, y se despertó mi otro párpado, y así fue como descubrí que, después de todo, me la habían vuelto a jugar con la araucaria, y que, desde el principio —y esto lo explica todo—, estaba yo y mis gúgoles de pablos confinados en un batiscafo, sumergidos en medio del oceazul. Pablo le dijo a Pablo: “¡Haz algo, que nos hundimos!”. Y Pablo le contestó a Pablo: “¿Qué quieres que haga yo? ¡Esto es un batiscafo! ¡Se supone que tiene que estar hundido, es así como funciona!”. “¿Y a mí qué me cuentas, eh?”, respondió Pablo a Pablo, “Seguro que tú tampoco sabías qué diantres era un jodido batiscafo antes de todo esto!”. “Basta, basta, Pablos”, dijo ahora Pablo, “Dejad de discutir y atentos: Está pasando algo”.
Ayer no, al otro, ocurrió una cosa. Amanecí en un banco del parque Rodol, pasado el mediodía. Rezumando los síntomas de la cruda veisalgia por la boca del estómago hasta el filo de las uñas. Por lo que alcanzaba a recordar, las vestales habían olvidado mi rostro y mi nombre al tercer chorrito de atrabilis, y, a partir de ahí, se puso la atmósfera en negro y, entre medias, perdí un zapato. Un chasquido líquido y ovalado sucedió bajo mi trasero cuando fui a incorporarme, dejándome los pantalones impregnados de albumina y un antiestético pringue de feto de pichón. Bostecé. Lo sentí por el pájaro, pero en el fondo pensé que le había ahorrado una vida de amarguras y polución, así que me aboclé los trozos de cáscara del trasero y me largué de allí. Enfilé el camino a casa hecho un guiñapo y con el paso cruzado. Unas garras beige verdoso asomaban por el desgarrón de mi calcetín desamparado y me hedía el aliento a mierda. Francamente, necesitaba una ducha. Además, estaba todo aquel asunto de la consunción del dipsomaníaco deshumedecido cuando se mezcla con una categórica urgencia por cagar. Tomé rúe Flâneur para despejarme con la brisa estancada del río y dejé atrás el Sol Naciente con apurados andares y un nudo forzado y tirante en la punta del orificio; justo como aquel que anda transfigurándose de caracol a babosa sin cuestionarse el calendario, una entelequia.
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No había llegado a cruzar la línea imaginaria que delimita las fronteras de mi barrio cuando, sin advertencia previa, fui a tropezarme con Imperator Furiosa. Furiosa era una antigua novia que tuve, mi orbe, mi vía lechosa; pero ya pasaron muchos ayeres desde aquel pretérito, y ya ni hablamos, ni nos olemos. Furiosa lucía un iris pardo y el otro gris, y la melena ensortijada deslizándose por las clavículas. Aún conservaba, después de todo, la candidez primigenia en los lóbulos de las orejas, y ese viso de frescura que reverdece la pupila hasta el haz de His como sumergido en una marmita de esencia de ocalito.
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Se paró junto a mí, pues percibió que había reparado en ella. Me miró de arriba abajo, sobre todo abajo, a los mitílidos de mi pie. Movió la cabeza levemente a un lado y al otro con gesto compasivo y, sin terciar palabra, giró sobre sus hermosísimos tobillos y siguió su camino. Yo le grité que esperara. —¡Espera! —le grité. Furiosa, sin volver la mirada, tendió su esbelta mano atrás, como ofreciéndomela, y apresuró la marcha. Yo le dije: —¡No puedo seguirte! ¡Espera! Me enjugué las legañas y otra vez corrí tras ella, como en aquella película de Motorizado Marx, la del loco del troglodomo en el desierto, y, de pronto, descubrí que de aquellos preciosos dedos suyos colgaba otra figura, parecida a mí, pero con pelo en la cabeza y la sonrisa cosida. Caí de rodillas contra el asfalto. Lloriqueé de un modo vergonzante unos instantes y me deshice del zapato que aún me quedaba. El aspecto del calcetín era, a grandes rasgos, similar a su análogo, aunque quizá de un matiz tirando más a ocre que a gris castaña. Decidí despojarme también de ellos y salí huyendo calle arriba.
Desboqué por callejuelas sin apellido sin fijarme en los tendidos eléctricos, desnudos, y, cuando me di cuenta de que me encontraba practicando la fuga en dirección contraria, crucé el río por el puente de la fusa y agarré en equilibrio el raíl del tranvía, con la nariz apuntando a la colina de Ubú Roi, y los restos de huevo resecos en la culera. Conseguí mantenerme erguido el tiempo suficiente como para poder apreciar, desde una posición privilegiada, la flagrante parábola que trazó mi cuerpo cuando fue a estamparse contra el suelo con tremendo batacazo. Salí entonces despedido, cosa de tres yardas en trayectoria oblicua, esta vez en parábola ascendente, reboté en una señal de STOP, y terminé colándome, no sé cómo, por la boca de una alcantarilla que alguien se dejó un día abierta y que nunca nadie cerró. Desde abajo, desde abajo huele a humo en Estagira. El suelo se ve negro como un oso negro carbonizado y se escucha cómo el tiempo gira sobre sí mismo y, al fondo, se oye un río. Un reguero de dudas y memorias en todas direcciones. Desde abajo lo sentí así y sentí pena. Y olvidé a Furiosa. Y me subí. Llegué al Diapasón descalzo y sin duchar. Me aposté en el córner y suspiré longo. Policarpo el fructífero bajo las torres del momento puso ante mí una crátera de cerveza y un cadencioso chorro de Pancrenoir, sin yo solicitarlo. —Olvida lo que te dije ayer —dijo Poli—; hoy sí que estás hecho un asco. —Yo qué sé —mascullé—. ¿Y Bubbs, ha llegado ya? —¿No te has enterado? Le detuvieron en la frontera para ver qué había en su culo. —Pues hablando de lombrices, yo hoy maté a un pájaro. —¡Bah, hay más peces en el mar!
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—¿Y éstos? Quiero decir, ¿tampoco van a venir hoy? —Ya sabes cómo son los muchachos; les encantan las sorpresas. Creo que podrían aparecer en cualquier —se calló, y yo aproveché para darle un largo tiento a la amarga envilecida y pensar en el tiempo que pasé con Furiosa, cuando por la noche resplandecían tres lunas sin mácula en el cielo, y en el tiempo que pasó desde entonces, y en cómo ahora, con el recuerdo viejo, parece que aquello duró sólo un— momento. Por cierto, ¿Has recuperado el regalo de Bubbs? —Yarboclos, lo olvidé por completo. —Estupendo.
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—No te vayas a preocupar, mañana por la mañana buscaré a Mo y lo arrancaré de sus dedos muertos. —Allá tú, entonces. Pero nada de sorpresas.
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INTERLUDIO A LA SIESTA DE PAM BAOBAB CLINAMEN JO SEMIGERSIFLORO GARCÍA FUGU PO MATAR A UN RUISEÑOR UN VIAJE A LA ÍNSULA DE LOS CINOCÉFALOS LEMNISCATA
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