JOROSCHÓ #4 —REDRUM

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Nada

más entrar en el hotel te encuentras un cartel con unas letras grandes que pone: «Prohibido correr por los pasillos». Por esa misma razón los huéspedes que llevan prisa utilizan el triciclo portátil como principal medio de locomoción. Otra cosa muy distinta es orientarse por el laberíntico entramado del mismo hotel, y es que circular en un zigzag básico le puede llevar a uno al propio punto de partida, mientras que avanzar en competente línea recta asegura el estamparse de morros contra la pared del fondo sin remedio. A este efecto se le conoce como “Paradoja del entredédalo”, y desemboca en una patente incapacidad para llegar a donde se pretende de una sola pieza y sin hallar obstáculos ni vicisitudes durante el tránsito. Veamos un ejemplo: Alguien intenta llegar del punto A al punto B en un tiempo determinado, digamos un rato estándar, y sin pasar por delante de la habitación doscientos treinta y pico porque el bedel, que de esto entiende,

recomienda que uno ni se acerque; pues bien, el sujeto en cuestión practicará un recorrido a la deriva (véase joroschó #0) en el que ejecutará giros al azar y movimientos brownoideos sobre una moqueta estrafalaria que lo llevarán sin remedio a toparse con algo no contemplado en el itinerario previsto, ya sea una pareja de mellizas muertas a machetazos que le invitan a uno a jugar, una infame bacanal de personas disfrazadas de alimañas, o cualquier otra incidencia terrorífica y desagradable que haga que olvidemos la intención primera de llegar al punto B y queramos, en cambio, volver a nuestro cuarto a llorar abrazados a la almohada, no sin antes pasar, por supuesto, por la mismísima habitación doscientos treinta y pico que, de todas formas, estará bien cerrada con llave para alimentar la curiosidad, que se torna mórbida, y dejarla insatisfecha por necesidad. Esta situación hipotenúsica se puede extrapolar a multitud de escenarios y contextos, incluso a casi todas las situaciones a las que nos enfrentamos en el día-noche-díanoche de cada vida, lo que viene siendo el samsara cotidiano que nos mata de risa, y deriva, matemáticamente hablando, en lo que humildemente denominamos como «redrum»; término que podríamos traducir como la categórica necesidad de matar, mutilar, o al menos, herir de gravedad, a cuanto se nos ponga por delante en nuestro afán de alcanzar ese codiciado punto B, a veces llamado meta, que, por descontado, jamás alcanzaremos.


Sucedió tal que así: Necesitaba

unas vacaciones y un amigo (más bien un contacto) me recomendó el hotel Overlook, en medio de las montañosas rocas de Colorado. En recepción me ofrecieron muy amablemente la habitación doscientos treinta y pico, y un botones con cremallera cargó mi equipaje hasta la puerta. De propina le solté treinta monedas de plata con la facha de un monarca muerto y la cruz gamada en el envés. El cuarto era acogedor y decadente a tercios iguales, pero carecía de ventanas. También descubrí que el minibar estaba del todo vacío, aunque por lo menos la moqueta estaba chula. Saqué mi vieja Adler semiautomática de su estuche y la deposité en el escritorio, junto al cenicero. Traté de escribir algo, pero me ofusqué pronto debido a mi ya crónico bloqueo de escritor, o tal vez por esta fiebre de las cabañas que pillé el invierno pasado, y decidí salir a darme una vuelta para despejar. Agarré mi triciclo portátil sin sidecar y enfilé por los pasillos del hotel con mi habitual pedaleo suspensivo y meditabundo. Doblé la primera esquina y me encontré con más pasillo. Después a la derecha, y lo mismo, Derechaizquierda-izquierda, de nuevo todo

recto, más tarde a la izquierdaizquierda-derecha-derecha-derecha, y más pasillo otra vez. Al siguiente giro dos gemelas idénticas o quizá dos mellizas (nunca supe la diferencia) me saludaron al unísono y yo, del susto, di media vuelta y volví por donde había venido. Derecha-derecha-rectoderecha y, para cuando quise darme cuenta, estaba en medio de una orgía de peluches y un oso amoroso fumaba calumet sobre el regazo de Don Pimpón mientras Tinky Winky le practicaba un masaje con final de tragedia griega. Traté de gritar horrorizado, pero de mi garganta no salió alarido alguno y se me quedó cara de bobo ojiplástico, así que hui despavorido, dejando atrás mi triciclo, mientras en el otro rincón un Paco Pico confuso trataba de sodomizar a una lámpara. Corrí más pasillo, izquierda-izquierda-derecha-recto, y me topé con un viejales calvorota con la cabeza partida por la mitad que esperaba junto al ascensor. Apretó el botón y me dijo: «¿Sube ud.?», y entonces las puertas se abrieron y del interior emergió un torrente sanguinolento que me dejó los pantalones hechos un asco. Media vuelta y derecha-rectoizquierda-izquierda. Más pasillo. Derecha-izquierda-derecha y ya, por fin, llegué al salón dorado. «¡Lloyd!», le grité al camarero desde el umbral, «¡Burbón en vena, con nada de hielo!». El camarero se sonrió y volcó una botella vacía en el vaso de cristal. «¿Y esta broma?», musité entonces, y me desperté de súbito en mi habitación, la doscientos treinta y pico, sentado frente a mi máquina Adler con un montón de galimatías escritos. Me levanté, confundido, y fui al lavabo para darme una ducha y arrancarme las legañas, pero me encontré con una vieja


decrépita y mohosa en la bañadera que se partía de la risa mientras me enseñaba unos sobacos desnudos y feísimos. «¡Redrum!» dijo entonces Tony, el amigo que vive en mi boca. Y yo en plan: «¿Cómo, cómo?». Y el otro siguió: «¡Redrum, redrum, redrum, redrum, redrum, redrum…!». Y ya no sé qué más pasó, ni qué hago aquí, ni quién demonios me amarró las mangas de la camisa a la espalda.

T

engo un amigo que vive en mi boca. Me dice: «¡Redrum, redrum!», y eso me asusta. Cada día me interrumpe cuando trato de concentrarme en cualquier otra cosa, y por las noches dice: «¡Redrum, redrum!», y así tampoco puedo dormir. Hace meses que intento terminar mi novela, pero cuando consigo un poco de silencio y me llega algo de inspiración, susurra: «¡Redrum, redrum!», y con mi mano tacha los párrafos que tanto me costó escribir. Después me convence de que no eran buenas líneas, que mañana saldrá algo mejor, y añade: «¡Redrum, redrum!», y me olvido de lo desgraciado que soy. Luego, en el trabajo: «¡Redrum, redrum!», y siento ganas de incrustarle la grapadora a mi jefe entre los dientes. Haciendo la colada: «¡Redrum, redrum!», y me apetece llenarle a ese otro tipo el gaznate con detergente. En el bar: «¡Redrum, redrum!», y me sorprendo pensando en a cuántos podré cargarme con una botella rota antes de que consigan detenerme. Frente al espejo busco en mi mirada quizá un viso de la suya, y entonces dice: «¡Redrum, redrum!», y no sé dónde esconderme. En el desayuno: «¡Redrum!», y el café me quema en las encías. En la ducha: «¡Redrum, redrum!», e imagino cuánto champú habré de beberme para que se calle uno de estos días. Cogí el coche y me largué, más allá de las afueras, a un hotel en las montañas. Alquilé la doscientos treinta y siete y, sin más, me tumbé en la cama. «¡Redrum, redrum, redrum!», me dije esta vez, a mí mismo, y hundí mi rostro contra la almohada.


They sit in front of their TV Saying, "Hey! This is fun!" And they laugh at the artist Saying, "He doesn't know how to have fun." The best things in life are truly free Singing birds and laughing bees "You've got me wrong", says he. "The sun don't shine in your TV" Listen up and I'll tell a story About an artist growing old Some would try for fame and glory Others aren't so bold

Listen up and I'll tell a story

About an artist growing old Some would try for fame and glory Others aren't so bold Everyone, and friends and family Saying, "Hey! Get a job!" "Why do you only do that only? Why are you so odd? We don't really like what you do. We don't think anyone ever will. It's a problem that you have, And this problem's made you ill."

Listen up and I'll tell a story About an artist growing old Some would try for fame and glory Others aren't so bold The artist walks alone Someone says behind his back, "He's got his gall to call himself that! He doesn't even know where he's at!" The artist walks among the flowers Appreciating the sun He does this all his waking hours But is it really so wrong?

Everyone, and friends and family Saying, "Hey! Get a job!" "Why do you only do that only? Why are you so odd? We don't really like what you do. We don't think anyone ever will. It's a problem that you have, And this problem's made you ill." Listen up and I'll tell a story About an artist growing old. Some would try for fame and glory Others just like to watch the world


Hacia la mitad de la jornada y a

mediodía, me encontré y subí en la plataforma y terraza trasera de un autobús y vehículo de transporte en común abarrotado y casi completo de la línea S y que va de la Contrescarpe a Champerret. Vi y observé a un hombre joven y viejo adolescente, bastante ridículo y no poco grotesco, cuello delgado y gaznate descarnado, cordón y trencilla alrededor del sombrero y gorro. Después de un atropello y confusión, dice y profiere con una voz y tono lacrimosos y llorones que su vecino y coviajero le empuja y le importuna adrede y aposta cada vez que alguien baja y sale. Dicho esto y tras abrir la boca, se precipita y se dirige hacia un sitio y un asiento vacíos y libres.

Dos horas después y ciento veinte minutos más tarde, lo encuentro y vuelvo a verlo en la plaza de Roma y delante de la estación de SaintLazare. Está y se encunetra con un amigo y compañero que le aconseja y le incita a que se haga añadir y coser un botón y un círculo de hueso en su abrigo y gabán.


TEOFRASTO PARACELSO: ¡Ay de mí, otra vez pelando panoyas! ¡Yo, amalfitano como el que más, pelando panoyas! ¿Para qué? ¡Para un atajo de depravados! ¡Ingratos! ¡Yo, que tuve que cruzar el Tirreno oculto en un barril sin lavabo propio, perseguido por la Inquisición Española como consecuencia de mis descubrimientos y avances en la ciencia gastronómica! ¿Así me lo pagan? ¡Así me lo pagan! ¡Necios! ¡Pelando panoyas en un burdel!

T

eofrasto Paracelso (no confundir con Teofrasto Paracelso, alquimista, médico y astrólogo suizo) es un tipo normal y amalfitano que pasa las noches laborando en la cocina del Casino Felice, un lupanar obscuro, mancebía por excelencia de la angosta aldea de Estrómboli, en Estrómboli. Teofrasto no es conocido por sus platos, pues nunca firmó ninguno, pero él mismo se enorgullece de preparar un kalanchoe e funghi con salsa de cilantro para quitarse el sombrero, aunque no lo pida nadie, y el bomodojopo de alcapárragos también le queda de rechupete, los mejores alcapárragos del archipiélago, dice él a menudo, pero esto apenas aparece en las comandas. Lo que más se solicita en el Casino Felice, olvidando los licores y los orificios, es pez con papas y mazorcas de maíz. Esta noche, la noche del veintipico de setiembre, Teofrasto Paracelso se encuentra sentado en un taburete de madera de olmo, frente a un cubo de plástico, pelando panoyas.

Por el ventanuco de la cocina, a espaldas de Teofrasto, aparece el busto ecuestre de Juan Hunyadi, alias Azote de los turcos, que regenta la taberna del Casino Felice, sobre todo esporádicamente y para fastidiar a Paracelso, en opinión de este último. BUSTO ECUESTRE DE JUAN HUNYADI: ¡Oye tú, amalfitano! ¡Deja de quejarte y pela esas panoyas, que esta noche viene el condeduque de Filicudi! TEOFRASTO PARACELSO: ¡Ya va, ya va! (Aparte, entre dientes, como un amago de susurro, perfectamente oíble) Será idiota, por mí como si viene a cenar con su puta vieja. BUSTO ECUESTRE DE JUAN HUNYADI: ¡Tú pela esas panoyas! Que al seboso le pirra el maíz en manteca y los perineos. TEOFRASTO seboso dices?

PARACELSO:

¿Qué

BUSTO ECUESTRE DE JUAN HUNYADI: ¡El condeduque de Filicudi! TEOFRASTO PARACELSO: ¡Por mí como si viene con su puta vieja!


BUSTO ECUESTRE DE JUAN HUNYADI: ¡Por todos los húsares de Hungría, tú pela esas panoyas! Y siguió Teofrasto Paracelso cogiendo panoyas del cesto (o del saco, en su defecto), pelándolas, y dejándolas en otro cesto (éste sí que tiene que ser un cesto de todas todas), listas para cocinar. Panoya tras panoya hasta que alguien se aburra y se largue. (Pasa una concubina con un cartel con el palabro ELIPSIS inscrito, al estilo de las azafatas de los combates de boxeo). Coge otra panoya, la pela, y al cesto, y otra panoya, y la pela, y así. De pronto, una panoya en particular se revuelve en el cesto (o el saco). PANOYA: ¡Espera, no me peles! ¡Soy una panoya que habla! TEOFRASTO PARACELSO: ¡Lo que me faltaba! ¡Ahora una panoya que habla! PANOYA: Y no sólo eso; también recito y tarareo. Perdóname la vida, hazme el favor, anda. Y te concederé tres deseos. Teofrasto hundió la manaza en el saco (o en el cesto) y, a tientas, agarró la panoya parlante (que era, en efecto, la única que palpitaba) y la sacó del mismo (lo que fuere). La examinó. Se trataba de una panoya vulgar y corriente a ojos vista, pero si cualquiera se fijara en ella detenidamente, podría localizar unos grandes ojos de panoya en uno de sus costados, que bien podrían ser sus ojos, e, inmediatamente debajo, una boca enorme de amarillas muelas por la que, definitivamente, podía hablar, recitar e incluso tararear, aun siendo, a fin de cuentas, una simple panoya.

TEOFRASTO PARACELSO: verdad que concedes deseos?

¿De

PANOYA: ¡Pues claro! En ese instante, el grano de maíz de la punta de esta panoya en particular, conocido en los círculos agrimensores como cariópside zero, lo que es el picacho del olote, vaya, pues ese grano justo estalla y se metamorfosea en palomita de almidón, dejando a la panoya una calvicie incipiente en plena cocorota, apenas flanqueada por un par de lacias espigas. Y así fue cómo Teofrasto Paracelso indultó a la panoya de ser pelada y la adoptó como su vástago, pupilo y heredero, otorgándole el humilde, gentil, democrático y desinteresado sobrenombre de Panocchio.


«El sándwich», decía, «fue inventado por el conde de Sandwich». Estupefacto por la noticia, la volví a leer y me estremecí con un temblor involuntario. Mis ideas se arremolinaron mientras evocaba los sueños, las esperanzas y los inmensos obstáculos que debieron acompañar el invento del primer sándwich. Se me humedecieron los ojos cuando miré por la ventana las centelleantes torres de la ciudad y experimenté una sensación de eternidad, maravillado por el lugar inextirpable del hombre en el universo. ¡El hombre, el inventor! Los cuadernos de anotaciones de Da Vinci se cernieron sobre mí —valientes hipótesis para las más elevadas aspiraciones de la raza humana. Pensé en Aristóteles, Dante, Shakespeare. El primer folio de sus obras. Newton. El Messiah de Handel. Monet. El impresionismo. Edison. El cubismo. Stravinsky. E=mc2…

Estaba

hojeando una revista mientras esperaba a que Joseph K., mi basset, terminara su acostumbrada consulta de cincuenta minutos todos los martes con un psicoterapista de Park Aveneu (un veterinario junguiano que, por cincuenta dólares la sesión, se empeña en convencerle de que los mofletes no son una desventaja social), cuando, por casualidad, di con una frase al pie de la página que atrajo mi atención tanto como la notificación de un cheque sin fondos. Sin embargo, no se trataba más que de uno de esos artículos de las rúbricas pseudoculturales, tipo «Conozca usted la vida de…» o «¡A que no lo sabe!», pero su evidencia me sacudió con la fuerza de las primeras notas de la Novena de Beethoven.

Me concentré con firmeza en la imagen mental del primer sándwich conservado en una vitrina del Museo Británico y dediqué los tres meses siguientes a la elaboración de una breve biografía de su gran inventor, el conde de Sandwich. Aunque mis conocimientos de historia no son muy brillantes y aunque mi capacidad para novelar los hechos supera por mucho la del común de los aficionados al ácido, espero haber captado al menos la esencia de este genio ignorado y deseo que estas notas sueltas induzcan a algún verdadero historiador a trabajar sobre él a partir de estos datos. 1718: nace el Conde de Sandwich en una familia de aristócratas. El padre está encantado por haber sido nombrado jefe herrador de Su Majestad el Rey, posición de la que disfruta


durante bastantes años hasta que descubre que no es más que un herrero y renuncia amargado. La madre es una siempre hausfrau de extracción germánica cuyo sencillo menú consiste esencialmente en manteca de cerdo y avenate, aunque a veces demuestra cierta imaginación culinaria al confeccionar un postre de natas, huevos, vino y azúcar. 1725-1735: asiste a la escuela donde aprende a montar a caballo, y latín. En la escuela toma contacto por primera vez con los embutidos y muestra especial interés por los cortes muy finos de roast-beef y de jamón. Para cuando se gradúa, esto se ha convertido ya en una obsesión y, aunque su tesis sobre «El análisis y los fenómenos concomitantes de la merienda de la tarde» llama la atención de los profesores, sus compañeros de estudio le consideran estrambótico. 1736: ingresa en la universidad de Cambridge, a instancias de sus padres, para seguir estudios de retórica y metafísica, pero muestra poco entusiasmo por los mismos. En constante rebelión contra todo lo académico, es acusado de robar pan y de llevar a cabo experimentos antinaturales con ese material. Las acusaciones de herejía determinan su expulsión. 1738: desheredado, se refugia en los países escandinavos donde, durante tres años, estudia intensivamente el queso. Fascinado por la gran variedad de sardinas que encuentra, anota en su cuaderno: «Estoy convencido de que existe una realidad permanente, más allá de lo que aún ha podido lograr el hombre, en la yuxtaposición de los alimentos. Simplifica, simplifica». A su regreso a Inglaterra,

conoce a Nell Smallbore, la hija de un verdulero, y contrae matrimonio. Ella le enseñará todos sus conocimientos sobre la lechuga. 1741: residente en el campo con una modesta herencia, trabaja día y noche, apretando con frecuencia el cinturón para ahorrar y comprar comida. Su primera obra completa (una rebanada de pan, otra rebanada de pan encima de la primera y un trozo de pavo encima de las dos rebanadas) fracasa miserablemente. Desilusionado hasta la amargura, regresa a su estudio y vuelve a empezarlo todo de nuevo. 1745: después de cuatro años de frenética labor, está convencido de haber alcanzado la antesala del éxito. Expone ante sus colegas dos trozos de pavo con una rebanada de pan en medio. Todos rechazan su obra salvo David Hume, que presiente la inminencia de algo grandioso y le alienta a seguir. Enardecido por la amistad del filósofo, vuelve a su trabajo con renovado vigor. 1747: en la miseria, no puede darse el lujo de trabajar con roast-beef o pavo y se dedica al jamón que es más barato. 1750: en primavera, expone tres trozos consecutivos de jamón, uno encima de otro, y hace una demostración que sólo despierta cierto interés en círculos intelectuales y que pasa desapercibido para el gran público. Tres rebanadas de pan apiladas aumentan su reputación y, aunque todavía no se evidencia un estilo maduro, Voltaire muestra su interés por conocerle. 1751: viajes a Francia donde el filósofo-dramaturgo que acaba de lograr interesantes resultados con pan y


mahonesa. Los dos hombres se hacen amigos, y se inicia una larga correspondencia que termina abruptamente cuando a Voltaire se le acaban los sellos postales. 1758: su creciente aceptación entre los manipuladores de la opinión pública hace que la Reina le encargue «algo especial» con motivo de un almuerzo con el embajador de España. Trabaja día y noche experimentando con cientos de posibilidades y, por fin, a las 16 horas 17 minutos del 27 de abril de 1758, crea la obra que consiste en varias tajadas de jamón cubiertas, por encima y por abajo, por dos rebanadas de pan de centeno. En un golpe de inspiración, adorna la obra con mostaza. Es el éxito inmediato, y queda encargado para el resto del año de los almuerzos del sábado. 1760: cosecha un éxito tras otro creando «sándwiches», como se los denomina en su honor, con roast-beef, pollo, lengua y casi cualquier fiambre concebible. No satisfecho con repetir fórmulas ya tratadas, busca nuevas ideas y elabora el sándwich combinado por el cual recibe la Orden de la Jarretera. 1769: en su residencia de campo, recibe la visita de los hombres más ilustres del siglo; Haydn, Kant, Rousseau y Ben Franklin se detienen en su casa, algunos disfrutando de sus admirables creaciones, otros con pedidos para llevar. 1778: aunque físicamente cansado, todavía investiga nuevas formas y escribe en su diario: «Trabajo hasta altas horas de la noche y tuesto todo lo que encuentro en un esfuerzo por mantener el calor». A fines de ese

mismo año, su sándwich abierto de roast-beef caliente provoca un escándalo por su franqueza. 1783: para celebrar su sexagésimo quinto cumpleaños, inventa la hamburguesa y hace giras personales por las grandes capitales del mundo preparando hamburguesas en salas de concierto ante numerosas y agradecidas audiencias. En Alemania, Goethe sugiere servirlas con panecillos, una idea que deleita al conde que, más tarde, dice del autor de Fausto: «Este Goethe es un gran tipo». Estas palabras deleitan a Goethe, aunque al año siguiente los dos hombres rompen su relación por una desavenencia en torno a los conceptos de crudo, medio hecho y hecho. 1790: en una exposición retrospectiva de su obra celebrada en Londres, sufre un súbito ataque de dolores en el pecho, y se supone una muerte inminente, pero se recupera lo suficiente para supervisar la construcción de un monumento al sándwich de barra promovida por un grupo de talentosos seguidores. Su inauguración en Italia produce serios disturbios y allí permanece incomprendido salvo por unos pocos críticos. 1792: cae víctima de un genu varum que no puede tratar a tiempo y fallece mientras duerme. Es enterrado en Westminster Abbey, y miles de personas presencian sus funerales. En esa ocasión, el gran poeta alemán Hölderlin resume sus logros con una manifiesta reverencia: «Liberó a la humanidad del almuerzo caliente. Todos estamos en deuda con él».


MARY (entrando) Yo soy la criada. He pasado una tarde muy agradable. He estado en el cine con un hombre y he visto una película con mujeres. A la salida del cine hemos ido a beber aguardiente y leche y luego se ha leído el diario.

Los mismos y MARY.

SRA. SMITH Espero que haya pasado una tarde muy agradable, que haya ido al cine con un hombre y que haya bebido aguardiente y leche. SR. SMITH

¡Y el diario!

MARY La señora y el señor Martin, sus invitados, están en la puerta. Me esperaban. No se atrevían a entrar solos. Debían comer con ustedes esta noche. SRA. SMITH ¡Ah, sí! Los esperábamos. Y teníamos hambre. Como no los veíamos llegar, comimos sin ellos. No habíamos comido nada durante todo el día. ¡Usted no debía haberse ausentado! MARY dio el permiso,

Fue usted quien me

SR. SMITH nadamente!

¡No lo hizo intencio-

MARY (se echa a reír. Luego llora. Sonríe) Me he comprado un orinal. SRA. SMITH ¿quiere abrir la entren el señor y favor? Nosotros rápidamente.

Mi querida Mary, puerta y hacer que la señora Martin, por vamos a vestirnos

La señora y el señor SMITH salen por la derecha. MARY abre la puerta de la izquierda, por la que entran el señor y la señora MARTIN.


Una tal Marietta, casada y des-

graciada, tenía un amante, también desgraciado. Su infelicidad se debía principalmente a su carácter y no sólo a las tribulaciones de su relación. Se encontraban para llorar y estar tristes. El amante, que se llamaba Paride Germi, le prometía que un día se matarían en el hotel, y la tal Marietta (de soltera Noeres) lo abrazaba y lloraba y decía «Prométemelo» y Paride Germi respondía «Te lo prometo». Nótese que si hubieran tenido un carácter diferente hubieran podido ser unos amantes normales o casi normales. Pero se complacían en la desgracia como otros se complacen en la felicidad.

Así que se citan en el hotel, el hotel Regina de la calle Makallé, a las diez de la mañana. Paride Germi tenía un revólver. Probablemente quería disparar a la tal Marietta y luego dispararse echado en la cama junto a ella. Pero el primer disparo, como se puso en claro en comisaría, se le escapó demasiado pronto y le perforó una pierna. Luego disparó a Marietta, que suplicaba y lloraba. Pero la pistola era vieja y marró el tiro. Las balas se remontaban a la última guerra mundial, eran residuos bélicos del calibre nueve, y luego se vio que el latón estaba todo oxidado. Paride Germi declaró más tarde que la susodicha Marietta le besaba la mano con una fuerza desesperada y le suplicaba que la matara. Como era una pistola automática, tuvo que armarla de nuevo, pero lloraba tanto que no veía nada y

Marietta estaba talmente encima de él y sollozaba de un modo tal que se le escapó otro tiro accidental que le atravesó el zapato y el pie. Este disparo le hizo mucho daño, mientras que el del muslo apenas lo había notado. Luego llamaron a la puerta porque los disparos habían hecho mucho ruido. Paride Germi declaró, con mucha presencia de ánimo, que hasta él los había oído. Marietta imploraba «Acaba conmigo» y añadía otras palabras delirantes de amor. Paride Germi sentía que se desmayaba, sobre todo a la vista del zapato lleno de sangre. Pero se le escapó otro tiro; Germi afirma que no entendía de armas, que nunca había manejado ninguna y que aquella pistola era muy sensible o tenía un defecto en el gatillo. Además, le temblaban las manos al pensar hasta qué punto había llegado la peripecia. La bala atravesó una pared y rompió el espejo de la habitación vecina, donde un cliente se puso a pedir socorro. Antes de que el portero echase la puerta abajo, junto con un mozo y el guardia jurado Silvio Mèsoli, Paride Germi aún tuvo tiempo de disparar un último tiro apuntando con más calma. Pero dice que no veía absolutamente nada y que deliraba, y que en lugar de herir a Marietta en el pecho había atravesado otra vez la pared divisoria. Después de lo cual había sido inmovilizado y desarmado, sin que opusiera resistencia. Entregó espontáneamente el revólver, que aún contenía dos balas. Fue condenado por homicidio, con los atenuantes genéricos habituales, y perdió el uso del pie. El caso sucedió en Génova, el 6 de octubre de 1950, y se hizo famoso.


Llevaba días sangrando y a veces, me gusta verme guapa solo para mí. “Es más mío lo que sueño que lo que toco, yo no soy de aquí…” parecía que Jorge me hubiera dedicado una canción. Espero que la lechuga sobreviva, una mujer sabia es aquella que sabe cuidar las plantas. La que tiene dinero. Libertad. La que no se odia. La que no se arrepiente. La que se quiere. Fuerza. Para lo que da el primer café del día; ahora mismo podría ir corriendo a recorrer el mundo tanto como no salir de la cama en dos semanas. “de todos lados un poco…” Con dos libros, tomate y pan llegaba a cualquier sitio. Ahora pienso si llevarme el spray pimienta o el taser.

La lechuga viva secó sus hojas y

la cocina se veía más triste. La ola de calor que nos había dejado dormidos (un poco más) desató en una tormenta eléctrica que nunca había deseado tanto. Con este panorama y Jorge Drexler de banda sonora, tampoco se le puede pedir un sábado al domingo. Cambiando la maceta me detuve a mirarme en el cristal, ya casi no me requería de esfuerzo observarme un rato de vez en cuando. Parecía una revista de photoshop y vidas surrealistas. Me sonreí con mis labios rojos que reflejaban mi falda de cuero. Botas altas y camiseta que dejaba ver todo lo que yo quería. Eso para cambiar la maceta... en casa... y ¿por qué no?

Cuando aún estudiaba para demostrarlo en un papel y conocí a Tesla, jugaba a apagar con mi mente las farolas de las calles. Ahora, cuando camino sola y el sol ya no está, sólo pido que la farola no se apague hasta que yo llegue a la siguiente. Me cambio al chándal, es más cómodo. En casa y en las miradas de las calles cuando las casas parecen estar vacías, cuando sabes que tus gritos sólo se quedarían haciendo eco. Igual es pensar demasiado cuando aún ni terminé el café. Aquí sigo yo, justificando el escalofrío que aún siento de la noche de ayer. De ella o mío. De todas.


Pero a veces hay en el orgasmo

un terrible elemento paranoico que no libera una dulce simpatía sino un veneno que se descompone en el cuerpo — Siento un odio lívido hacia mí mismo y hacia todo, lejos de ser un alivio la sensación de vacío es ahora como si mi energía vertebral hubiera sido robada a propósito por una energía hechicera — Siento que fuerzas malignas se congregan a mi alrededor, fuerzas malignas que vienen de ella, del hijo, de las paredes de la cabaña, de los árboles, incluso la imagen de Dave Wain y Romana me parece maligna — Dejo a la pobre Billie llorando y corro al arroyo a tomar agua pero siempre que hago una cosa así tengo que volver a pedirle disculpas, pero cuando la veo de nuevo “ella está haciendo algo más” la miro de reojo y ya no tengo ganas de pedirle disculpas — Murmura algo con el rostro escondido entre las manos y al lado el niño llora — “¡Dios mío, debería meterse en un convento!” pienso mientras corro de vuelta al arroyo — El agua tiene de pronto un sabor distinto como si alguien hubiera derramado gasolina o kerosén río arriba — “Deben ser esos vecinos que quieren acercarse a mí, eso” — Pruebo cuidadosamente el agua y estoy seguro de que es eso lo que pasó.

Estoy sentado como un idiota al lado del arroyo observando a Dave Wain que se acerca dando grandes zancadas con un pez en el sedal y su alegre acento del oeste como si no pasara nada raro “Bueno, me quedé ahí dos horas ¡y mira lo que traje! una infestada pero hermosa y patética trucha, un sagrado arco iris del mar que voy a limpiar ya mismo —Ahora bien, la forma de limpiar un pez es la siguiente”, y se arrodilla inocente frente a arroyo para mostrarme cómo — No puedo hacer otra cosa que mirar y sonreír — Dice: “Estoy preparado para irme de excursión a Farollone Island en los próximos dos años, con canarios salvajes iluminando el bote, cientos de kilómetros mar adentro — Estoy tratando de juntar dinero para comprarme un bote de pesca, pescar es una actividad mejor que cualquier otra y estoy decidido a reorganizar completamente mi vida con ese objetivo, aunque veo la imagen severa de Fagan chillando con una caña Roshi, pero ya verás con qué rapidez se pueden pescar cientos de arenques y limpiar un salmón en un minuto y medio, y además uno anda por ahí en camisa y usa gorros de lana tejida — Conozco absolutamente todo acerca del tema y estoy escribiendo un artículo definitivo sobre cómo el trabajo duro de la limpieza es la salvación para todos — Cuando uno está ahí afuera hay una luz muy prístina, pescar es —Eres un cazador — Los pájaros encuentran los peces para ti — El clima te guía — Las angustias se disuelven en la fatiga y todo va bien” — Mientras me pongo en cuclillas pienso que tal vez Billie le esté contando a Romana lo que ocurrió en la cabaña y Dave lo sabrá en un rato


aunque entiende bastante bien lo que está sucediendo — Lo ha insinuado varias veces, como ahora, “Parece que estuvieras pasando el peor momento de tu vida, ese chico Elliott puede enloquecer a cualquiera y Billie es una mujercita un poco nerviosa — Ahora es así como se sacan las espinas, con este cuchillo” — Y me asombra el hecho de que yo no pueda ser tan útil ni humanamente sencillo ni lo suficientemente bueno para hablar de una manera común para hacer que los demás se sientan mejor, como Dave, que está ahí, alto, con las mejillas chupadas de haber bebido durante las últimas semanas, pero que no se lamenta ni se queja en un rincón como yo, por lo menos hace algo, se pone a prueba — Despierta otra vez en mí esa sensación de que soy la única persona en el mundo que está desprovista de humanidad, mierda, es la verdad, así es como me siento — “Ah, Dave, algún día tú y yo iremos a pescar a tu campo de minas abandonado en el Río Rogue y entonces nos sentiremos mejor” — “Tenemos que picar mucho para la salsa, Jack”, y dice “Jack” con tristeza un poco como solía hacerlo Jarry Wagner en nuestras ascensiones de vagabundos del Dharma a la montaña donde nos confiábamos nuestros dolores, “sí, y bebemos demasiados tragos DULCES, ya sabes todo ese azúcar sin nada de comida no hace más que alterar tu metabolismo y llenarte la sangre de azúcar hasta el punto de que no tienes siquiera la fuerza de una gallina; tú especialmente no has bebido durante varias semanas otra cosa que oporto y manhattans dulces — Te prometo que la carne pura y sagrada de este pez te curará” (cloquea).

De pronto miro el pescado y me siento muy mal otra vez, vuelve ese viejo sistema de muerte, salvo que ahora voy a hincar en él mi enorme y saludable diente anglosajón y desgarrar la carne triste de un ser vivo que hace una hora nadaba feliz en el mar, y Dave piensa lo mismo y dice “Ah, sí, esa boca pequeña succionaba ciega y feliz en las aguas de la vida y ahora mírala, está donde fue rebanada la cabeza, no debes mirarla, nosotros grandes pescadores borrachos vamos a usarla para nuestra cena sacrificial, por eso cuando la cocinemos voy a decir una plegaria india por él, con la esperanza de que sea la misma plegaria que usaban los indios del lugar — Jack, ¡podemos empezar a divertirnos y pasar una gran semana!” — “¿Una semana?” — “Creí que veníamos para quedarnos una semana” — “Oh, ¿dije eso?... Me siento muy mal con todo… voy a volverme loco con Billie y Elliot y también conmigo… quizás yo tendría, quizás tendríamos que irnos o algo, creo que me moriré aquí” — Y naturalmente Dave está desilusionado y yo lo arranqué de sus asuntos para traerlo nuevamente aquí, otro motivo para que me sienta como una rata.


“No puedo dormir”. Y yo me reía y le decía: “Pero si aún no lo intentaste siquiera”. Y es que yo siempre he tenido problemas para dormirme, y por eso nunca he estado despierto del todo.

El

día que Olivia me dejó me quedé sentado sobre una piedra cosa de una hora o así bajo el sol de invierno y, entretanto, me fumé como cuatro cigarrillos observando una cagada llena de moscas azules mientras pensaba en qué lindo había amanecido y, sin embargo, menudo día de mierda. Después regresé a casa y saludé de mala gana al peludo, que miraba la tele desde el sofá. Le dije: “Quedé hoy con Olivia, al final hemos roto para siempre”. “Para siempre”, repitió él, imitándome con sorna, y yo me indigné súbito. Enfilé escaleras arriba, hacia mi cuarto, mientras él preguntaba en voz alta por si quedábamos como amigos o qué, y yo contesté “No sé”, con mala baba, y me encerré de un portazo. Al principio pensé en tumbarme afuera, al terrado, con el deseo de abrasarme bajo el sol y que el viento, después, barriera inertes mis cenizas. Pero me pareció demasiado dramántico hasta para mí, y resolví acostarme en el colchón, y me escondí bajo la colcha aún con el abrigo y los zapatos puestos. Traté de dormir. No me sentía cansado, pero sí somnoliento. Miré el teléfono y busqué su nombre. No puedo dormir. Me gustaba eso de ella, justo eso mismo: Se acostaba nerviosa, por alguna entrega o por algo, y, antes incluso de cerrar los ojos, mencionaba:

Sonó una alarma programada para las cinco catorce y enseguida me levanté y preparé una cafetera. Agoté el culo de un tetrabrik en mi taza favorita desde siempre, la blanca con globos azules globos rojos globos amarillos y pensé en que llevo usando la misma taza casi treinta años y ahora es, por mucho que me encante, como si no la viera. Sorbí el café caliente después, una vez listo, y me sentí como fuera del propio cuerpo, como si mi cerebro estuviera situado un palmo más allá de donde realmente debería estar mi cerebro y por eso lo veo todo como quien mira por encima del hombro de otro. Antes de las seis me fumé otro cigarro sentado en la plaza del Ovladí, y vi a un chaval que se acercó nada más que para beber de la fuente, y a un agente de parquímetros mojándose las manos en la misma, poco después, para atusarse el pelo patrás, de frente a nuca. Miré los árboles y me acordé de cuando los del sándwich eléctrico nos encaramábamos, ya borrachos, a sus copas y, ocultos por las ramas, asustábamos a los transeúntes en las noches de verano haciendo ruidos como de alimañas. Qué tiempos y tal y luego me fui a la utoescuela. De camino meditaba: “¿Y qué le digo a Goliat cuando me pregunte que qué tal?”. Y me decía a mi mismo que le dijera, sencillamente: “Bueno, he tenido días peores”, para dejar claro de antebrazo que no estoy pasando una


buena racha, pero, vamos, que tampoco se ha muerto nadie, ni tengo de repente un cáncer ni nada de eso. Así que al final me subí al coche y a la pregunta respondí: “Bien”, así como un graznido, y no hablamos más del tema y, salvo por una calle en la que me descuidé y entré a contramano, la clase transcurrió sin incidentes ni heridos de gravedad, y lo cierto es que, durante todo ese rato, no pensé más que en dónde estaría la línea continua del asfalto más larga y más continua del planeta. Y en quién la pintaría. Si lo hizo de aquí para allá o de allá para aquí, incluso en si formaría, por pura casualidad, un circuito cerrado de algún modo y, por tanto, de una continuidad infinita osease ilimitada ad libitum. En fin, a las siete Goliat me ordenó estacionar junto a los contenedores y yo hice eso mismo y, al salir del coche, me puse el sótano en los auriculares y enfilé el camino de vuelta a casa. Pensé: “Debería coger una botella de whisky y unas birras para pasar la tarde, digo yo, o no va a haber aquí quien duerma”. Subí hasta la tienda de cosas del casco viejo y agarré una gaseosa, un fuegodoro de ocho años y una botella de detergente y lo pagué todo con tarjeta mientras le susurraba a la cajera: “La cerveza me la voy a tomar en el Diapasón” (y creo que por eso no me devolvió el cambio, que la vi asustada). Cargué con todo en mi mochila y proseguí hacia el Diapasón. Recuerdo pensar: “¿Vaya, y qué le digo a Policarpo cuando me pregunte que qué tal?”. Es más: “¿Y si me pregunta por Olivia?”. Pero al final abrí la puerta de cuajo, una vez hube llegado, y le solté:

“¡Hola, Policarpo! ¿Qué tal?”. A lo que él me espetó: “¿Que qué tal? ¿Que qué tal? ¿Y qué carajo te importa a ti qué tal estoy?”. Yo sonreí y le dije: “Pues justo así es como estoy yo”. Y sonreí, y sonrió, y ocupé mi banqueta, en un extremo, junto al chaflán de la barra, y él me sirvió una cerveza sin que yo la pidiera y no pude evitar no ocultar otra sonrisa y ahí fue cuando pensé: “¿Por qué andaba yo triste?". Policarpo me agasajó además con un plato de pimientos y yo, tal que así, de golpe, me puse a lloriquear: “¡Ay, ay, Olivia odiaba los pimientos!”. Y él dijo: “¿Pero qué cojones te pasa, tontolava de la cabeza?”. A lo que yo repliqué: “Bueno, no los odiaba, pero le sentaban gordos”. Todo esto entre sollozos y con espuma de cerveza en el bigote. Agarré una servilleta (de bar, inservible), retiré los berretes de mis comisuras y me soné los mocos de la pituitaria. Entró un gentilhombre y Policarpo corrió a atenderle. Yo fui al baño: “¡Ocupado!”. Me dije: “Juraría que cuando entré no había nadie, y, sin la menor clase de duda, llevo aquí, al menos, un buen rato”. Pero tras la puerta se oía inconfundible El Chorro Musical. “¿Quién va?”, dijo alguien al otro lado. “Yo”, dije yo, “¿Te falta mucho?”. “¡Pof!”, respondió el quídam, y entonces me alejé de allí. Cogí la mochila, me abrigué, y dejé un par de juancarlos sobre la barra. “¡Hasta luego, Poli!”, mencioné al salir, con prisa, “Buen clima”. Me arrojé al frío y pensé: “Qué frío”. Caminé por las nocturnas calles solitarias y pensé: “Cuando escriba todo esto no pondré topicazos rollo: Nocturnas calles solitarias. Ni tampoco diré que, entre párrafo y párrafo he


estado llorando, porque quedará demasiado patético. Y al final pondré que llegan unos cuantos compinches al Diapasón y a partir de ahí se suceden una serie de vicisitudes de lo más estrambóticas, influenciadas por la ingesta masiva de alcohol y sustancias, que resultan ser un acto de catarsis desmedida que me hace olvidar esta pena y resurgir del todo renovado. También meteré al Chorro Musical, porque me apetece, y tal vez use algo de nadsat o colaré algún vocablo apocopeideo tipo: patrás. Y fórmulas latinas ad hoc o del estilo, y un par de palabras raras. Lo que no se me ocurre es qué alter ego ponerle al peludo. Tampoco estaría mal que, al final, después de todo, apareciera Bosse-deNage y me seccionara el cuello en dos feas mitades y quien leyera esto dijera: Pero, si muere al final, ¿cómo es que lo ha escrito? No sé, igual debería escribirlo a modo de diario, o una epístola a mi yo de antes de ayer, o tal vez escribir sobre cualquier otra cosa. Qué frío. Me cago en mis muertos, qué frío. Si Olivia estuviera aquí le diría que menudo frío y le besaría la punta de la nariz, que de seguro estaría sonrosada y fría”. Me dije, ya en voz alta: “¡Ay, caramba!”, y galopé hasta el portal de mi casa, atravesé el vidrio de la entrada usando mi propio cráneo y subí las escaleras panza arriba y cuadrúpedo, haciendo un tirabuzón en el último peldaño. Todo perfectamente calculado para que, con el movimiento rotatorio de mi propio cuerpo en particular y aprovechando la fuerza centrífuga resultante del mismo y las dos primeras leyes de la dermodínamica, las llaves salieran despedidas de mi bolsillo, se introdujera en la cerradura

la equivalente, aún girando sobre sí misma con tal inercia que incluso llegara a abrir la mencionada cerradura para que yo entrara en la casa incólume y la puerta se cerrara justo a mi paso. Pero me tropecé con yo que sé qué, y me partí la nariz de nuevo. Y ahora heme aquí, escribiendo sentado, borracho y solo. Escribiendo sobre lo solo y lo borracho que me siento. Y con la misma duda que al principio del “¿Y qué hago yo ahora?”, así, sentado en una piedra mirando las moscas en la mierda, soñando con volverme estatua de piedra, para no existir, o en mosca, para no pensar, o incluso en mierda; pero no ser yo, no ser yo ahora, que no quiero, que no me gusta, que no puedo. Qué difícil. “¿Y qué hago yo ahora?”, no, digo: “¿Qué estoy haciendo?” Y de esto que irrumpe en mi cuarto Bosse-de-Nague con una mueca feroz y, sin mediar más palabra que un escueto y tautológico: “¡Ha ha!”, me regala una dentellada que desgarra mi garganta en dos feas mitades, feísimas, horrendas. Dejándome el tiempo justo y necesario, entre que me desangro y agonizo y tal, para escribir esto y ya más nada.






Los dioses habían condenado a

Sísifo a rodar sin cesar una roca hasta la cima de una montaña desde donde la piedra volvía a caer por su propio peso. Habían pensado con algún fundamento que no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza. Si se ha de creer a Homero, Sísifo era el más sabio y prudente de los mortales. No obstante, según otra tradición, se inclinaba al oficio de bandido. No veo en ello contradicción. Difieren las opiniones sobre los motivos que le convirtieron en un trabajador inútil en los infiernos. Se le reprocha, ante todo, alguna ligereza con los dioses. Reveló sus secretos. Egina, hija de Asopo, fue raptada por Júpiter. Al padre la asombró esa desaparición y se quejó a Sísifo. Éste, que conocía el rapto, se ofreció a informar sobre él a Asopo con la condición de que diese agua a la ciudadela de Corinto. Prefirió la bendición del agua a los rayos celestes. Por ello le castigaron enviándole al infierno. Homero cuenta también que Sísifo había encadenado a la Muerte. Plutón no pudo soportar el espectáculo de su imperio desierto y silencioso. Envió al dios de la guerra, quien liberó a la Muerte de manos de su vencedor.

Se dice también que Sísifo, cuando estaba a punto de morir, quiso imprudentemente poner a prueba el amor de su esposa. Le ordenó que arrojara su cuerpo sin sepultura en medio de la plaza pública. Sísifo se encontró en los infiernos y allí, irritado por una obediencia tan contraria al amor humano, obtuvo de Plutón el permiso para volver a la tierra con objeto de castigar a su esposa. Pero cuando volvió a ver este mundo, al gustar del agua y el sol, de las piedras cálidas y el mar, ya no quiso volver a la sombra infernal. Los llamamientos, las iras y las advertencias no sirvieron para nada. Vivió muchos años más ante la curva del golfo, la mar brillante y las sonrisas de la tierra. Fue necesario un decreto de los dioses. Mercurio bajó a la tierra a coger al audaz por el cuello, le apartó de sus goces y le llevó por la fuerza a los infiernos, donde estaba ya preparada su roca. Se ha comprendido ya que Sísifo es el héroe absurdo. Lo es tanto por sus pasiones como por su tormento. Su desprecio de los dioses, su odio a la muerte y su apasionamiento por la vida le valieron ese suplicio indecible en el que todo el ser se dedica a no acabar nada. Es el precio que hay que pagar por las pasiones de esta tierra. No se nos dice nada sobre Sísifo en los infiernos. Los mitos están hechos para que la imaginación los anime. Con respecto a éste, lo único que se ve es todo el esfuerzo de un cuerpo tenso para levantar la enorme piedra, hacerla rodar y ayudarla a subir una pendiente cien veces recorrida; se ve el rostro crispado, la mejilla pegada a la piedra, la ayuda de un hombro que recibe la masa cubierta de arcilla, de


un pie que la calza, la tensión de los brazos, la seguridad enteramente humana de dos manos llenas de tierra. Al final de ese largo esfuerzo, medido por el espacio sin cielo y el tiempo sin profundidad, se alcanza la meta. Sísifo ve entonces cómo la piedra desciende en algunos instantes hacia ese mundo inferior desde el que habrá de volverla a subir hasta las cimas, y baja de nuevo a la llanura. Sísifo me interesa durante ese regreso, esa pausa. Un rostro que sufre tan cerca de las piedras es ya él mismo piedra. Veo a ese hombre volver a bajar con paso lento pero igual hacia el tormento cuyo fin no conocerá. Esta hora que es como una respiración y que vuelve tan seguramente como su desdicha, es la hora de la conciencia.

En cada uno de los instantes en que abandona las cimas y se hunde poco a poco en las guaridas de los dioses, es superior a su destino. Es más fuerte que su roca. Si este mito es trágico lo es porque su protagonista tiene conciencia. ¿En qué consistiría, en efecto, su castigo si a cada paso le sostuviera la esperanza de conseguir su propósito? El obrero actual trabaja durante todos los días de su vida en las mismas tareas y ese destino no es menos absurdo. Pero no es trágico sino en los raros momentos en que se hace consciente. Sísifo, proletario de los dioses, impotente y rebelde, conoce toda la magnitud de su condición miserable: en ella piensa durante su descenso. La clarividencia que debía constituir su tormento consuma al mismo tiempo su victoria. No hay destino que no se venza con el desprecio. Por lo tanto, si el descenso se hace algunos días con dolor, puede hacerse también con alegría. Esta palabra no está de más. Sigo imaginándome a Sísifo volviendo hacia su roca, y el dolor estaba al comienzo. Cuando las imágenes de la tierra se aferran demasiado fuertemente al recuerdo, cuando el llamamiento de la dicha se hace demasiado apremiante, sucede que la tristeza surge en el corazón del hombre: es la victoria de la roca, la roca misma. La inmensa angustia es demasiado pesada para poderla sobrellevar. Son nuestras noches de Getsemaní. Pero las verdades aplastantes perecen al ser reconocidas. Así, Edipo obedece primeramente al destino sin saberlo, pero su tragedia comienza en el momento en que sabe. Pero en el


mismo instante, ciego y desesperado, reconoce que el único vínculo que le une al mundo es la mano fresca de una muchacha. Entonces resuena una frase desesperada: "A pesar de tantas pruebas, mi edad avanzada y la grandeza de mi alma me hacen juzgar que todo está bien". El Edipo de Sófocles, como el Kirilov de Dostoievsky, da así la fórmula de la victoria absurda. La sabiduría antigua coincide con el heroísmo moderno. No se descubre lo absurdo sin sentirse tentado a escribir algún manual de la dicha: "¡Eh, cómo! ¿Por caminos tan estrechos...?" Pero no hay más que un mundo. La dicha y lo absurdo son dos hijos de la misma tierra. Son inseparables. Sería un error decir que la dicha nace forzosamente del descubrimiento absurdo. Sucede también que la sensación de lo absurdo nace de la dicha. "Juzgo que todo está bien", dice Edipo, y esta palabra es sagrada. Resuena en el universo feroz y limitado del hombre. Enseña que todo no es ni ha sido agotado. Expulsa de este mundo a un dios que había entrado en él con la insatisfacción y la afición a los dolores inútiles. Hace del destino un asunto humano, que debe ser arreglado entre los hombres. Toda la alegría silenciosa de Sísifo consiste en eso. Su destino le pertenece. Su roca es su cosa. Del mismo modo, el hombre absurdo, cuando contempla su tormento, hace callar a todos los ídolos. En el universo vuelto de pronto su silencio se alzan las mil vocecitas maravillosas de la tierra. Llamamientos inconscientes y secretos, invitaciones de todos los rostros constituyen el reverso necesario y el premio de la victoria. No

hay sol ni sombra y es necesario conocer la noche. El hombre absurdo dice que sí y su esfuerzo no terminará nunca. Si hay un destino personal, no hay un destino superior, o, por lo menos, no hay más que uno al que juzga fatal y despreciable. Por lo demás, sabe que es dueño de sus días. En ese instante sutil en que el hombre vuelve sobre su vida, como Sísifo vuelve hacia su roca, en ese ligero giro, contempla esa serie de actos desvinculados que se convierte en su destino, creado por él, unido bajo la mirada de su memoria y pronto sellado por su muerte. Así, persuadido del origen enteramente humano de todo lo que es humano, ciego que desea ver y que sabe que la noche no tiene fin, está siempre en marcha. La roca sigue rodando. Dejo a Sísifo al pie de la montaña. Se vuelve a encontrar siempre su carga. Pero Sísifo enseña la fidelidad superior que niega a los dioses y levanta las rocas. Él también juzga que todo está bien. Este universo en adelante sin amo no le parece estéril ni fútil. Cada uno de los granos de esta piedra, cada trozo mineral de esta montaña llena de oscuridad, forma por sí solo un mundo. El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre. Hay que imaginarse a Sísifo dichoso.


Combatiendo constantemente por y para los dioses. AquĂ­ desmereciendo sus favores e intentando no convertirlos en deudas. Te podrĂ­a decir muchas cosas pero me debes tanto que ya no importa.


Es en valde, esto es una caza. Esto va de podios, va de sepulturas... De ver quiĂŠn cava antes la suya. Con los ojos vendados y a palazos por la vida. De mecha corta, acortando la memoria y puliendo la piedra para borrarla de la faz de mi consciencia.


Así no tropiezo caminando a oscuras por el túnel con una mala estrella por si el día me cubre las demás con las nubes. Entre sábanas y circos, entre leyendas y epopeyas, temiéndole al dolor y no a la muerte, que a tientos siempre llega.


Me tiro al abismo sin esperar, veo un destello, voy a por la panacea.

texto;_oja_dementa ilustra;_andrea_angelina


Salí

de la habitación con calma, aparentada, pero calma a fin de cuentas. Es cierto que ya en ese momento me sorprendió que el Padre Lanthimos estuviera sodomizando una gallina en el pasillo, pero su cordial saludo hizo que me pareciese una escena rutinaria. Doblé la esquina para dirigirme al pasillo F4. Me encanta ese pasillo, bueno, en realidad es exactamente igual que todos los del hotel, pero es en ese dónde está el cuadro más fascinante que he visto en mi vida. Es un lienzo de tamaño estándar, que no sé a cuántos centímetros cuadrados equivale eso, en el que está representada una escena loquísima: todo es como si fuera este mismo hotel, ¿vale? A la izquierda del cuadro hay un encargado de mantenimiento abriendo o cerrando con llave una puerta y a través de la pequeña rendija que queda, se intuye la silueta de una especie como de

perrito caliente gigante; el tipo transmite bastante sosiego a pesar de lo que hay más allá en el cuadro; a la derecha del todo, en la otra punta, hay una bruma negruzca, como el humo de quemar un plástico, repleta de ojos rojos, que parece estar brotando de la habitación 615, no sabría decir si son varias criaturas o una sola, es bastante inquietante; pero mi parte favorita del cuadro es justo la central, ahí hay un amasijo de cadáveres sin orden aparente, pero tan grande que parece imposible que el conserje no lo haya visto o que una extraña neblina los haya matado, pero, sin duda lo más loco es que debajo de esa pila mortuoria hay un hombre con cara de agobio intentando coger algo del bolsillo de sus vaqueros mientras espera que el bedel acuda a salvarle o ese algo nebuloso lo devore… —Es tucibi. —Qué? —Lo que el tío ese está buscando en el bolsillo. —¿Qué? —Sí, fíjese bien. ¿No ve una línea rosa en el bolsillo? Ahora sí que lo veía, lo que pasa es que yo no tenía ni idea de qué diantres era el tucibi. De lo que tenía aún menos idea era de cómo había sabido el Doctor Dupieux que era justo eso lo que me estaba preguntando y tampoco tenía la más mínima certidumbre sobre por qué sabía él que esa línea rosa era la movida aquella. Me giré para pedirle que me explicara qué se suponía que era el tucibi, pero cuando lo hice sólo me dio tiempo a ver cómo se despedía con la mano mientras las puertas del ascensor se cerraban.


Abandoné la visión del cuadro para continuar mi camino. Bajé por las escaleras hasta llegar a la segunda planta. Por el camino me crucé con el General Korine, que iba tan apresurado que ni me saludó. Salí al larguísimo corredor cubierto que rodeaba esa fachada del edificio y me dirigí a la máquina de hielo que había al fondo, aparentando calma aunque sabía que nadie me veía. Llegando a la máquina me eché la mano al bolsillo y descubrí con desagradable sorpresa que mi cartera no estaba allí. Otra vez vuelta a la habitación tratando de disimular mi intranquilidad. Salí de la habitación, ahora ya sí con la cartera en el bolsillo y es cierto que me sorprendió de nuevo el violento exhibicionismo del Padre Lanthimos, que ahora le practicaba una felación a un manatí. Pero el amistoso saludo del animal hizo que me pareciera que todo estaba en orden. Tiré por el pasillo F4 hasta que llegué al cuadro, me quedé

mirándolo, con la esperanza de que el Doctor Dupieux volviera a aparecer y me ilustrara sobre el tucibi. Pero en su lugar apareció el General Korine, tan apresurado como antes y mascullando algo así como que no había seiscientos quince. De nuevo ni me saludó. Como el Doctor no aparecía, doblé la esquina y bajé por las escaleras hasta la segunda planta. Salí al corredor y entonces vi al Doctor entrando en su coche en el aparcamiento, me saludó con la mano justo antes de cerrar la puerta, por lo que seguía sin saber qué era el tucibi. Llegué a la máquina de hielo, eché mano a la cartera y entonces me di cuenta de que esa no era la máquina de hielo. Ya empezaba a ser incapaz de impostar la calma, pero deshice el camino a ver si me encontraba.


No sé cómo lo hice, pero llegué a la habitación sin ser consciente de en qué punto me había equivocado al bajar. Revisé que todo estuviera en orden y volví a salir del cuarto, con el pensamiento informático en la cabeza de que entrar y salir haría que esta vez todo marchara bien. Es cierto que me impactó descubrir al Padre Lanthimos besuqueando el cuello de un canguro vestido de personaje de anime, pero el repentino sprint que el General Korine hizo para tirarse por la ventana del pasillo mientras gritaba que sólo eran cinco pisos y no seis tuvo un efecto amnésico en mí. No era la primera vez que el General bajaba a recepción por la vía rápida, aunque siempre consigue que me sorprenda. Bajé por las escaleras hasta la segunda planta, doblé la esquina y llegué al pasillo F4. No pude evitar echar un vistazo más al desconcertante cuadro, pero no me detuve demasiado. No por falta de ganas sino porque sabía que Dupieux no se hallaba en el hotel y eso me condenaba a seguir sin resolver mis dudas sobre el tucibi. Salí al corredor y avancé hasta la máquina de hielo que ahora sí era la máquina de hielo. Saqué la cartera del bolsillo con la satisfacción de saber que por fin iba a apaciguar aquello que me impedía mantener la calma. Entonces me di cuenta de que no había traído nada para transportar el hielo. Estaba jodido. No pensaba volver a la habitación sin mis cubitos. Estaba a punto de hacer una especie de hatillo con mi camiseta cuando una mano llamó mi atención dándome unos golpecitos en el hombro. Era el Doctor, que me tendía una cubitera con el precio puesto. Quise preguntarle de

una vez por todas qué era el condenado tucibi, pero Dupieux me hizo callarme poniendo su dedo índice sobre mis labios para luego alejarse lentamente andando de espaldas, hasta que llegó a las escaleras y comenzó a subirlas hacia atrás, como en un mal sueño. Regresé a la habitación con la cubitera a rebosar. Cerré la puerta tras de mí con el pie como quien llega a casa con un ramo de flores y una botella de champán en la otra mano. Allí estaba él esperándome en la bañera, con la disfunción eréctil de un ducados negro ya consumido en la boca. Me arrodillé y comencé a distribuir los hielos estratégicamente mientras me juraba a mí mismo que no volvería a ocurrirme esto. Aquel pobre salmón no se merecía un final tan trágico.


Tú, diente león Que si anulas el cerebro paracaidistas van al rescate Tú, siente león que vuela semilla en verso desgranando su aire de mente Tú, vente león que penetre en mí todo recuerdo germinando así leve simiente Tú, muerde león Marfil hincado, no deja preso habiendo dado todo su arte Tú, diente león


U

n trozo de sandía en el suelo había desaparecido bajo una horda de hormigas. A esa hora de la tarde el suelo de la terraza le abrasaba los pies. El calor se le pegaba a los leggings y al pelo, y hacía más intenso el olor que procedía del desagüe. El zumbido de un moscardón se mezcló con el chirrido de las poleas. Sólo un par de horas antes su madre había tendido la última colada, pero la ropa ya había empezado a acartonarse. Se limpió el sudor de la frente con la camiseta y se quedó un momento observando su reflejo en el cristal de la puerta. Era cierto, ella también podía ver los cambios. Pero no había caído hasta entonces en que eran la causa de que él la hubiese empezado a mirar de otro modo. Aún no sabía muy bien por qué, pero estaba segura de que algo la había incomodado esta vez especialmente. No creía que hubiese sido la manera de acudir a ella. No había sido imperativo. No era propio de él. Había procurado siempre cuidar las formas para no asustarla. Una insistencia

medida resultaba más eficaz que una orden. En cierto modo, la muchacha había sido su mascota, por lo que estaba acostumbrada a ceder y consentir sus extravagantes caprichos aunque ingenuamente creyese que tomaba con total libertad la decisión de participar o no en el juego. Quizá, debido a que ambos desempeñaban eficazmente su papel en la relación, no solía haber muchas peleas en casa. «¡Uña y carne! Se han criado sin envidias el uno del otro». No. Debía de ser otro el motivo. Posiblemente la falta de costumbre había enrarecido el ambiente. Desde la última vez había pasado demasiado tiempo y a decir verdad, una parte de ella deseaba enterrar el recuerdo en su memoria. Creía que sin necesidad de verbalizarlo, ambos habían acordado no volver a sacar el tema. Mientras él se recreaba en el movimiento pidiéndole en un susurro que tuviese paciencia, ella se había quedado mirando con expresión cansina el cascado juego de porcelana del chinero. Un suave hormigueo en las mejillas, seguido de un calor repentino, la hizo apartarle la mano con violencia y saltar de inmediato de sus piernas. Fue como si la mezcla de asco y humillación tan solo por haberse permitido sentirlo, hubiese llegado a alcanzar una temperatura insoportable en una fracción de segundo. Un calor que había conseguido crisparle los nervios hasta el punto de enfurecerla. El mismo calor que se acumulaba en las baldosas de la terraza y que en ese momento, mientras trataba de contenerse, la seguía quemando desde las plantas de los pies hasta la coronilla.


M

etí el dedo en mi globo de chicle y salió un árbol. Era marrón como el jengibre y con patas de gallo que habían cantado ya muchos amaneceres. Era raro, nunca había visto un junco marrón pero bueno, hoy en día las bombas existen y nadie se extraña. La caja de pandora ahora era la goma de mascar, que dice que allá donde estemos, debemos mecernos con el viento. Que las ciudades, a veces parecen más bonitas cuando te vas a ir de ellas, que a las decisiones las puede vencer el azar y que, si algo arde, nuestras manos han de ser las cerillas.




Me miro en el espejo del baño y

contemplo al ser estùpido y obnubilado que me devuelve la mirada. Aunque las migrañas han desaparecido hace rato, me cuesta enfocar mi vista en el reflejo y, por un momento, me viene a la mente aquella canciòn de Los ilegales. Debo dar gracias a que el dolor haya cesado, al menos por un rato. De todas formas tarde o temprano volverà la pesadilla, siempre vuelve. El gato me observa desde el marco de la puerta, se acerca y se enrosca entre mis tobillos maullando desesperado, y cuando me clava las uñas apenas siento el dolor punzante de sus garras. Distraìdo le aparto de una patada y le estrello contra los azulejos de la pared; hace dìas que no le doy de comer y me fascina la desesperaciòn con la que suplica. Aparto la mirada del espejo porque sencillamente no puedo soportarme. Ese maldito aparato me aguarda silencioso en el salòn, esperando para asesinar mi imaginaciòn lentamente con la porquerìa que todo el mundo consume. Arrastro los piès por el pasillo en penumbra mientras escucho en el piso contiguo a mi vecino, ese

gordo calvo, sudoroso y malencarado, propinar otra paliza a su hija. Es una banda sonora casi diaria a travès de las paredes que parecen de papel, por eso sè que papaìto se ha bajado la bragueta màs de una vez frente a ese bollito de 15 años, y la ha demostrado que la niña de papà es toda una mujer para darle amor. Cierro la puerta del salòn enmudeciendo el sonido de la tortura adolescente y me acomodo en el sofà, apartando latas de cerveza y la piel y huesos de pollo que se hunden entre los cojines. Ya no recuerdo cuando me cansè de pelear por mi vida, supongo que cuando la enfermedad empezò a agravarse, cuando los dolores ya superaban mi deseo de vivir. Què importa toda esa mierda ahora. El mando a distancia, la llave a ese mundo alienado y artificial que voluntariamente he aceptado. Enciendo la tele y dejo que mi cerebro sea bombardeado con la bazofia por la que babean todos los idiotas del paìs. Estoy absorto en los rostros que veo desfilar por la pantalla, recreàndome en las fantasìas que me despierta cada uno de ellos... Ahì està Belèn Esteban. Còmo disfrutarìa estrangulando a esa puerca asquerosa; apretar el cuello de esa estùpida zorra con toda la fuerza que mis manos me permitiesen y aplastar su tràquea bajo la presiòn de mis dedos, mientras sus ojos se salen de sus òrbitas como si fuesen a estallar de un momento a otro... y ahì està Jorge Javier, la maricona del Tomate. Me encantarìa lanzarme sobre èl y apuñalarle una y otra vez en el pecho, incrustando la afilada hoja del cuchillo de carnicero en su esternòn y reirme mientra se ahoga en su propia sangre... y ese cochinillo de Paquirrìn.


Imaginar a ese chon espasmòdico dentro de un horno industrial me producirìa un gran placer, con sus gritos en aumento mientras su piel se va dorando y su bello se chamusca, mientra se golpea de dolor y angustia buscando una salida que no encuentra, como un animal atrapado en un cepo. Hago zapping. Mercedes Milà, Sànchez Dragò, Rafael Mora, ese idiota cocainòmano de Ciudadanos... no soporto a toda esa basura humana soltando la perorata imbècil que sale de ese apestoso agujero que tienen en la cara, y siento que las migrañas acuden otra vez a mi cabeza como si hubieran estado esperando el momento adecuado. Joder, otra vez no, por favor, pienso. Mi mente se desdobla, los rostros que veo en la televisiòn giran cada vez màs ràpido, el sonido de sus voces en aumento, se convierten en un remolino que atraviesa la pantalla e inunda el salòn. Bla, bla bla... BLA, BLA, BLA! No soporto ni sus caras ni sus voces... El odio pasa a convertirse en una mezcla de miedo y desorientaciòn, todo da vueltas a mi alrededor envolvièndome en su espiral de locura. Un acuciante mareo me invade y creo que voy a vomitar, y tras una lucha con mi estòmago finalmente lo hago: me inclino y vomito sobre mis pies los

restos del pollo del mediodìa, y mi mente vuelve a centrarse en un punto. El remolino empequeñece, se retrae, regresa al interior de la pantalla. Todo vuelve a la normalidad mientras los efluvios àcidos de mi vòmito llegan hasta mi nariz. Su olor me resulta reconfortante. Me quedo derrumbado sobre el sofà, vacìo de toda emociòn despuès de esta especie de anti orgasmo, hasta que miro mi reloj y me sorprendo de lo que parecìa tan solo un rato se ha convertido en dos horas. Apago la televisiòn. En el piso contiguo no se oye nada, todo està en silencio y me pregunto si al fin habrà matado a esa pobre mocosa; pero entonces surge un leve gemido, en algùn lugar al otro lado de la pared. Lo odio, pero debo salir a la calle. Tengo que ir a la farmacia a comprar las drogas legales que me proporciona el estado, para combatir los efectos de las drogas ilegales que el estado me proporciona de otras formas. Cuando solo recibes mierda te acabas por convertir en eso mismo, incluido lo que escribes. ¿Nunca tuviste una pesadilla y al despertar te diste cuenta de que la realidad es mucho peor?


Siempre hay que intentar salar

poco a las personas al principio de la cocción. En términos generales, el agua que sirve para cocer a las personas debe estar salada como máximo con una cucharilla de café de sal gris por cada dos litros de agua. Es preferible añadir sal fina cuando la gente está ya cocida y cuando hemos podido probarlos. Un tipo recalentado está más salado al día siguiente debido a la reducción y a la evaporación del líquido.

Coja a un inocente, desnúdelo, pisotéelo, dele patadas, mátelo, córtelo en trozos de un mismo grosor y métalo en la olla con un gran trozo de mantequilla, sal, pimienta, especias, chalotes y perejil picado. Déjelo freír un tiempo, añada un trago de vino blanco y un poco de caldo. Cuando el inocente empiece a hervir, retírelo del fuego y sírvalo sobre un mantel bien apurado. Cómalo discretamente mientras habla de otra persona.

Bese a mamá en las mejillas y después córtela en dos, échela en agua hirviendo y arránquele la cabeza que sonríe con bondad —le cortará el apetito—; puede desosar la columna vertebral y todos los huesos. Prepare patatas cocidas, que cortará en rodajas y pondrá en una ensalada. Mezcle pequeños trocitos de mamá con la lechuga y eche un chorro de aceite de oliva antes de servir. No olvide poner algunas rosas blancas en el plato: protegerán el mantel y, además, a mamá le gustaban tanto...


Para tres o cuatro personas, corte en rodajas un kilo de hígado de suiza, a continuación, eche a la sartén un trozo de mantequilla, del tamaño de una bola de nieve, y deje que se derrita. Cuando esté caliente, introduzca los trozos de hígado de suiza. Deje que se doren y canten todo lo que quieran. Cuando pueda picarlo con el tenedor sin que salga sangre, no se castigue más: el hígado está listo. Colocar entonces las lonchas en una fuente y echar por encima un vaso de vino blanco (preferentemente chablis).

Deshuese al misionero, quítele la grasa, la ropa y los accesorios que lo sobrecargan. Píquelo con una o dos cebollas y un poco de perejil. Cuando el misionero esté bastante desmenuzado, ponga en una cazuela un cojón de mantequilla, en el momento en el que esté fundido vierta el picadillo, al que añadirá un poco de tocino que rehogará en mantequilla y espolvoreará con un poco de pan rallado. Cuando el pan rallado esté bien mezclado con el picadillo, eche unas tazas de caldo, sal, pimienta y sírvalo con costras alrededor del plato. Si el misionero no tiene costras, no lo dude, coja de las suyas, nadie lo notará.

Dore en la sartén cuatro o cinco lonchas de hígado de hombre normal como se hizo con el hígado de suiza. Cuando las lonchas estén casi hechas, coja papel de periódico, al que echará aceite. Luego, añadirá un poco de tocino, perejil, cebollino o cebolletas y lo picará todo; coloque encima una loncha de hígado, condimente con finas hierbas y un trocito más de tocino, envuelva el hígado en el papel de periódico y métalo todo en el horno a fuego lento. Servir mostrando la página de sucesos.

El gilipollas se sirve con un poco de aceite y un chorrito de vinagre.





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