JOROSCHÓ #3 —DERBI

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Miércoles cientos noventa y dos. En una remota localidad se juega un derbi. Un tipo pelea con la alcachofa de la ducha por un poquirriquitín más de agua caliente mientras se afilan sus pezones. En el piso de encima, otro se debate entre calcetines negros o marrones o esos de rayas o unas chancletas, y el bus que se le va y, mientras tanto, los pies descalzos. Porque claro. Y entonces en la otra parte del mundo a un cualquiera cualesquiera le podría pasar más bien lo mismo o, por supuesto, cualquier otra cosa, y de ahí este cuajo por la vida que llevan algunos (no digo nada) o los que escriben con un pedazo de trozo de tiza en su propio postálamo los consejos que uno no le daría ni a su adversario natural más acérrimo. Y por eso la contingencia básica se da, principescamente, entre individuos monocéfalos o, dicho en una palabra, monocéfalos. Y dale. Acto primero: Por ejemplo. Me peleé conmigo mismo por comerme la última chocolatina. Me di un garrotazo en la cabeza usando un garrote y la cabeza y me noqueé, tal que así de tranquilamente. Al final la compartimos, pero me quedé con hambre. Y por eso esta mala baba, y que tenga las comisuras sucias y como manchadas de caca. Prepucio: Antes de ello, el técnico de vodafone había discutido consigo mismo delante de mí, por un asunto penelopesco que se traían con el cable de la fibra óptica y, mientras uno lo desenredaba con vehemencia, el otro se inventaba nudos y entuertos por el otro extremo. Como en un

derbi: la lucha en casa y el vecino es enemigo como enemigo es el alcalde y yo no soy ni esto, ni aquello, ni lo otro y al final me comí una señal de las que ponen por las calles para regular la circulación como los yogures, y ésta se dobló con el contorno de mi narizota y yo caí muerto como el coyote de los cartunes. Manual del hombre recto, capítulo primero, introsucción: Recto significa Orto. Y al revés. Y así. Me tragué el pipo de una aceituna siendo bebé y ahora se piensan que soy un chico. Pues no. Dos personas se enfrentan por ver quién pasa primero y la grada eufórica. Y otra vez. Como la disyuntiva entre comerse la piza precocinada a medio cocer o esperar a que se calcine, o como cortarse la uña del cuarto dedo del pie después de haber reñido con él por una chorrada en la que ninguno llevaba la razón. Pues es que hay veces que uno se lo piensa, y bien se podría vivir sin índice, ni apéndice, ni cuarta pared. Y hay veces en las que el guarda jurado que te protege te regala un bolagoma y va y te salta un ojo: ¡Gol! Y otro tuerto para vender boletos. Lo corriente, después de todo, es el empate tácito, es decir, la derrota mutua sin victoria para nadie; y por esa misma razón los arcos de triunfo no tienen sentido en ningún sitio, como sí lo tendría, por ejemplo, el dejar el alcantarillado sin tapar, y que decida la coyuntura. Dos chelovecos con arena hasta los tobillos y no más que sendas porras portátiles. Y nada, que eso. Que se juega derbi.


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(…) Porque claro, a todos los que estamos aquí nos la suda el fútbol, ¿no? Porque si no... si no es que es difícil. Entonces, pues nada, en el fútbol hay una palabra que hay como muy añeja, suena como a colonia de puticlub, que es la palabra derbi. Derbi, ¿no? juegan dos equipos del mismo sitio, es un derbi. Un derbi. ¿de dónde han sacao esa palabra? Entonces un día se me hinchó la vena y me puse a escribir cosas a las que me sonaba la palabra derbi: Derbi suena como a barón dandy. Derbi suena como cuando una persona que apenas tiene para comer se fuma un puro. Derbi suena como a camionero parado en un puticlub de carretera. Derbi suena como al abuelo paterno de Matías Prats padre. Derbi suena como a las peores frustraciones que haya conocido el corazón de Antonio Alcántara. Derbi suena como a nodo. Derbi suena como al sirviente que lleva a cuestas los palos de golf del señorito. Derbi suena como cuando Paco Rabal se mea en las manos en Los santos inocentes. Derbi suena como a llegar el lunes a la oficina, ver que todos los compañeros se hacen gestos de complicidad y no tener ni puta idea de qué ostias está pasando. Derbi suena como a mear en parábola sobre el Manzanares desde un puente. Derbi suena como a la honda tristeza que se siente cuando te cuentan el chiste del perro llamado Mistetas. Derbi suena como a mucha gente gritando como monos. Derbi suena como a una injusticia cruel y macabra infligida sobre un varón de catorce años en un país remoto

de la que no queda rastro alguno en ningún lugar. Derbi suena como a peli porno con los matojos sin depilar. Derbi suena como a matón de colegio robándole el bocadillo a uno con gafas. Derbi suena a tanga masculino promocional con el logo de Philips. Derbi suena como a dos personas, una delante de otra, hablándose a gritos a la vez, y sin escuchar ni una palabra de lo que dice el otro. Derbi suena como cuando llegan cuatro tipos a un bar y piden un carajillo, un patxarán, un Sol y sombra y un DYC. Derbi suena como un disco de Parchís rallado. Derbi suena a “llevo toda la semana aguantando a un jefe cabrón, no follo nunca y me quiero morir”. Derbi suena como cuando ves una raja de chorizo de Pamplona tirada en el suelo, pisada por varias generaciones, y no te planteas cogerla, pero te entra hambre. Derbi suena como a un sitio decorado con estampados de leopardo y cebra en el que huele muy mal. Derbi suena como a callejón sucísimo con manchas de sangre seca en las paredes y el suelo provocadas por una salvaje pelea en la que varias personas resultaron heridas de gravedad, algunas de ellas en estado crítico, fruto de una discusión estúpida por nada. Derbi suena como a estar muy pendiente de una cosa muy triste que no sirve para nada. Y hasta aquí algunas resonancias de derbi. Con los dos primeros fascículos, las tapas de regalo. Esto último también ha sonao a derbi. Todo suena a derbi.


1973. En algún lugar del espacio aéreo del condado de San Luis, Misuri, un piloto agrícola llamado Frank engulle un pastelillo de crema de maní a mil pies sobre los campos de maíz híbrido. En su contrato, se establece explícitamente que realiza labores de fumigación de lo más rutinarias, y eso es lo que Frank dice a sus compinches de La Gamba Roja, en Creve Coeur, cuando se beben unas pintas: que simple, sencilla y llanamente, fumiga. Pero lo que Frank ignora es que, entre la pluritura de substancias y productos que él mismo reparte en diásporas por los campos de Misuri con su M18 Dromader de fabricación polaca, se encuentra oculto un curioso componente; un extraño medicamento sintetizado en un laboratorio secreto, quizá también de Polonia, del que no sabemos más nada.

Al margen de todo esto, en su fuero interno, Frank se imagina a sí mismo como el último piloto en vuelo de un escuadrón aéreo derribado por el fuego de artillería jemer en la II Guerra de Indochina, cuya misión es sanear con napalm los latifundios de Cambodia. Y así es como Frank finge que se divierte, y así palia la rutina, pero en realidad lo único que hace es regar con estelas químicas los cultivos de gramíneas.


la_cantante_calva Señor y Señora Smith Señor y Señora Martin Mary, la sirvienta

*La Cantatrice Chauve fue la primera obra dramática escrita por Eugène Ionesco, estrenada en el cabaret Théâtre des Noctambules de París el once de mayo de mil novecientos cincuenta.

El capitán de los bomberos

Interior burgués inglés, con sillones ingleses. Velada inglesa. El SEÑOR SMITH, inglés, en su sillón y con sus zapatillas inglesas, fuma su pipa inglesa y lee un diario inglés, junto a una chimenea inglesa. Tiene anteojos ingleses y un bigotito gris inglés. A su lado, en otro sillón inglés, la SEÑORA SMITH, inglesa, remienda unos calcetines ingleses. Un largo momento de silencio inglés. El reloj de chimenea inglés hace oír diecisiete toques ingleses.


SRA. SMITH ¡Vaya, son las nueve! Hemos comido sopa, pescado, patatas con tocino y ensalada inglesa. Los niños han bebido agua inglesa. Hemos comido bien esta noche. Eso es porque vivimos en los suburbios de Londres y nos apellidamos Smith. SR. SMITH (continuando su lectura, chasquea la lengua). SRA. SMITH Las patatas están muy bien con tocino, y el aceite de la ensalada no estaba rancio. El aceite del almacenero de la esquina es de mucha mejor calidad que el aceite del almacenero de enfrente, y también mejor que el aceite del almacenero del final de la cuesta. Pero con ello no quiero decir que el aceite de aquéllos sea malo. SR. SMITH (continuando su lectura, chasquea la lengua). SRA. SMITH Sin embargo, el aceite del almacenero de la esquina sigue siendo el mejor. SR. SMITH (continuando su lectura, chasquea la lengua). SRA. SMITH Esta vez Mary ha cocido bien las patatas. La vez anterior no las había cocido bien. A mí no me gustan sino cuando están bien cocidas. SR. SMITH (continuando su lectura, chasquea la lengua). SRA. SMITH El pescado era fresco. Me he chupado los dedos. Lo he repetido dos veces. No, tres veces. Eso me hace ir al retrete. Tú también has comido tres raciones. Sin embargo, la tercera vez has tomado menos que las dos primeras, en tanto que yo he tomado mucho más. Esta noche he

comido mejor que tú. ¿Cómo es eso? Ordinariamente eres tú quien come más. No es el apetito lo que te falta. SR. SMITH (continuando su lectura, chasquea la lengua). SRA. SMITH No obstante, la sopa estaba quizás un poco demasiado salada. Tenía más sal que tú. ¡Ja, ja! Tenía también demasiados puerros y no las cebollas suficientes- Lamento no haberle aconsejado a Mary que le añadiera un poco de anís estrellado. La próxima vez me ocuparé de ello. SR. SMITH (continuando su lectura, chasquea la lengua). SRA. SMITH Nuestro rapazuelo habría querido beber cerveza, le gustaría beberla a grandes tragos, pues se te parece. ¿Has visto cómo en la mesa tenía la vista fija en la botella? Pero yo vertí en su vaso agua de la garrafa. Tenía sed y la bebió. Elena se parece a mí: es buena mujer de su casa, económica, y toca el piano. Nunca pide de beber cerveza inglesa. Es como nuestra hijita, que sólo bebe leche y no come más que gachas. Se ve que sólo tiene dos años. Se llama Peggy. La tarta de membrillo y de frijoles estaba formidable. Tal vez habría estado bien beber, en el postre, un vasito de vino de Borgoña australiano, pero no he llevado el vino a la mesa para no dar a los niños un mal ejemplo de gula. Hay que enseñarles a ser sobrios y mesurados en la vida. SR. SMITH (continuando su lectura, chasquea la lengua). SRA. SMITH La señora Parker conoce un almacenero rumano, llamado Popesco Rosenfeld, que acaba de llegar de Constantinopla. Es un gran espe-


cialista en yogur. Posee diploma de la escuela de fabricantes de yogur de Andrinópolis. Mañana iré a comprarle una gran olla de yogur rumano folklórico. No hay con frecuencia cosas como ésa aquí, en los alrededores de Londres. SR. SMITH (continuando su lectura, chasquea la lengua). SRA. SMITH El yogur es excelente para el estómago, los riñones, el apéndice y la apoteosis. Eso es lo que me dijo el doctor Mackenzie-King, que atiende a los niños de nuestros vecinos, los Johns. Es un buen médico. Se puede tener confianza en él. Nunca recomienda más medicamentos que los que ha experimentado él mismo. Antes de operar a Parker se hizo operar el hígado sin estar enfermo. SR. SMITH Pero, entonces, ¿cómo es posible que el doctor saliera bien de la operación y Parker muriera a consecuencia de ella? SRA. SMITH Porque la operación dio buen resultado en el caso del doctor y no en el de Parker. SR. SMITH Entonces Mackenzie no es un buen médico. La operación habría debido dar buen resultado en los dos o los dos habrían debido morir. SRA. SMITH

¿Por qué?

SR. SMITH Un médico concienzudo debe morir con el enfermo si no pueden curarse juntos. El capitán de un barco perece con el barco, en el agua. No le sobrevive. SRA. SMITH No se puede comparar a un enfermo con un barco SR. SMITH ¿Por qué no? El barco tiene también sus enferme-

dades; además tu doctor es tan sano como un barco; también por eso debía perecer al mismo tiempo que el enfermo, como el doctor y su barco. SRA. SMITH ¡Ah! ¡No había pensado en eso!... Tal vez sea justo… Entonces, ¿cuál es tu conclusión? SR. SMITH Que todos los doctores no son más que charlatanes. Y también todos los enfermos. Sólo la marina es honrada en Inglaterra. SRA. SMITH

Pero no los marinos.

SR. SMITH

Naturalmente. Pausa.

SR. SMITH (sigue leyendo el diario) Hay algo que no comprendo. ¿Por qué en la sección del registro civil del diario dan siempre la edad de las personas muertas y nunca la de los recién nacidos? Es absurdo. SRA. SMITH preguntado!

¡Nunca me lo había

Otro momento de silencio. El reloj suena siete veces. Silencio. El reloj suena tres veces. Silencio. El reloj no suena ninguna vez. SR. SMITH (siempre absorto en su diario) Mira, aquí dice que Bobby Watson ha muerto. SRA. SMITH ¡Oh, Dios mío! ¡Pobre! ¿Cuándo ha muerto? SR. SMITH ¿Por qué pones esa cara de asombro? Lo sabías muy bien. Murió hace dos años. Recuerda que asistimos a su entierro hace año y medio.


SRA. SMITH Claro está que lo recuerdo. Lo recordé enseguida, pero no comprendo por qué te has mostrado tan sorprendido al ver eso en el diario. SR. SMITH Eso no estaba en el diario. Hace ya tres años que hablaron de su muerte. ¡Lo he recordado por asociación de ideas! SRA. SMITH ¡Qué conservaba tan bien.

lástimas!

Se

SR. SMITH Era el cadáver más lindo de Gran Bretaña. No representaba la edad que tenía. Pobre Bobby, llevaba cuatro años muerto y estaba todavía caliente. Era un verdadero cadáver viviente. ¡Y qué alegre era! SRA. SMITH

La pobre Bobby.

SR. SMITH pobre Bobby.

Querrás

decir

«el»

SRA. SMITH No, me refiero a su mujer. Se llama Bobby como él, Bobby Watson. Como tenían el mismo nombre no se les podía distinguir cuando se les veía juntos. Sólo después de la muerte de él se pudo saber con seguridad quién era el uno y quién la otra. Sin embargo, todavía al presente hay personas que la confunden con el muerto y le dan el pésame. ¿La conoces? SR. SMITH Sólo la he visto una vez, por casualidad, en el entierro de Bobby. SRA. SMITH Yo no la he visto nunca. ¿Es bella? SR. SMITH Tiene facciones regulares, pero no se puede decir que sea bella. Es demasiado grande y demasiado fuerte. Sus facciones no son regulares, pero se puede decir que es muy bella. Es un poco excesivamente

pequeña y delgada y profesora de canto. El reloj suena cinco veces. Pausa larga. SRA. SMITH sarse los dos?

¿Y cuándo van a ca-

SR. SMITH En la primavera próxima lo más tarde. SRA. SMITH Sin duda habrá que ir a su casamiento. SR. SMITH Habrá que hacerles un regalo de boda. Me pregunto cuál. SRA. SMITH ¿Por qué no hemos de regalarles una de las siete bandejas de plata que nos regalaron cuando nos casamos y nunca nos han servido para nada?... Es triste para ella haberse quedado viuda tan joven. SR. SMITH tenido hijos

Por suerte no han

SRA. SMITH ¡Sólo les falta eso! ¡Hijos! ¡Pobre mujer, qué abrís hecho con ellos! SR. SMITH Es todavía joven. Muy bien puede volver a casare. El luto le sienta bien. SRA. SMITH ¿Pero quién cuidará de sus hijos? Sabes muy bien que tienen un muchacho y una muchacha. ¿Cómo se llaman? SR. SMITH Bobby y Bobby, como sus padres. El tío Bobby Watson, el viejo Bobby Watson, es rico y quiere al muchacho. Muy bien podría encargarse de la educación de Bobby. SRA. SMITH Sería natural. Y la tía de Bobby Watson, la vieja Bobby Watson, podría muy bien, a su vez, encargarse de la educación de Bobby


Watson, la hija de Bobby Watson. Así la mamá de Bobby Watson, Bobby, podría volver a casarse. ¿Tiene a alguien en vista?

SR. SMITH No puedo saberlo todo. ¡No puedo responder a todas tus preguntas idiotas!

SR. SMITH Bobby Watson.

Sí, a un primo de

SRA. SMITH (ofendida) ¿Dices para humillarme?

SRA. SMITH Watson?

¿Quién?

SR. SMITH (sonriente) Sabes muy bien que no.

SR. SMITH son hablas?

¿De qué Bobby Wat-

¿Bobby

SRA. SMITH De Bobby Watson, el hijo del viejo Bobby Watson, el otro tío de Bobby Watson, el muerto. SR. SMITH No, no es ése, es otro. Es Bobby Watson, el hijo de la vieja Bobby Watson, la tía de Bobby Watson, el muerto. SRA. SMITH ¿Te refieres a Bobby Watson el viajante de comercio? SR. SMITH Todos los Bobby Watson son viajantes de comercio. SRA. SMITH ¡Qué oficio duro! Sin embargo, se hacen buenos negocios. SR. SMITH competencia.

Sí, cuando no hay

SRA. SMITH competencia?

¿Y cuándo no hay

SR. SMITH martes.

Los martes, jueves y

SRA. SMITH ¿Tres días por semana? ¿Y qué hace Bobby Watson durante ese tiempo? SR. SMITH

Descansa, duerme.

SRA. SMITH ¿Pero por qué no trabaja durante esos tres días si no hay competencia?

eso

SRA. SMITH ¡Todos los hombres son iguales! Os quedáis ahí durante todo el día, con el cigarrillo en la boca, o bien armáis un escándalo y ponéis morros cincuenta veces al día, si no os dedicáis a beber sin interrupción. SR. SMITH ¿Pero qué dirías si vieses a los hombres hacer como las mujeres, fumar durante todo el día, empolvarse, ponerse rouge en los labios, beber whisky? SRA. SMITH Yo me río de todo eso. Pero si lo dices para molestarme, entonces… ¡Sabes bien que no me gustan las bromas de esa clase! Arroja muy lejos los calcetines y muestra los dientes. Se levanta. SR. SMITH (se levanta también y se acerca a su esposa, tiernamente) ¡Oh, mi pollita asada! ¿Por qué escupes fuego? Sabes muy bien que lo digo por reír. (La toma por la cintura y la abraza) ¡Qué ridícula pareja de viejos enamorados formamos! Ven, vamos a apaciguarnos y acostarnos.


En el verano de 1882, recordado en la cultura occidental como “el verano de la tisis”, Joseph Thomson terminaba sus estudios de geología aplicada por la Universidad de Aberdeen, con casi todo notables. Debido a su inmaculado expediente (sin tener en cuenta un percance con cobalto ionizado en el que se vio involucrado durante su segundo año, en el que no hubo demasiados muertos, pero sí un par de lastimados), recibió una beca Kilt para viajar al África oriental, más concretamente a la región de Tarzania, y acompañar al profesor James Augustus Grant en una expedición de mes y medio por la sabana, con el objetivo de descubrir un puñado de especies animales, vegetales y, ya puestos a descubrir, también minerales, para pegar un pelotazo nacionalgeográfico y así pasar a los anales. Partirían la primavera próxima, y viajarían con lo puesto: tres camisas, dos pantalones (uno corto y otro largo), un chaquetón por si refresca, cuatro pares de calcetines, otro par de mudas limpias, un rifle Winchester para compartir, un plano de Sarajevo, un cuaderno de apuntes y el salacot reglamentario. Saldrían del puerto de Liverpool en mayo del ’83 rumbo Amberes, y de ahí una macedonia de ferrocarriles hasta el puerto otomano de Tesalónica, donde embarcarían de nuevo para surcar medio mediterráneo, atravesar el canal de Suez, y así hasta el puerto de Zanzíbar; un paseíto.

Las relaciones entre Thomson y el profesor Grant fueron tensas casi desde que se conocieron, allá en Aberdeen: Sucedió un día que Grant paseaba por la facultad con su pipa rebosante de tabaco, pero acusando una inoportuna carestía de fósforos cuando, fortuitamente, se topó en uno de los pasillos con el jovencísimo Thomson y fue a pedirle una cerilla, a lo que este último le respondió con un áspero “Fumar es para volcanes” y una carcajada fea. Desde entonces Grant no tragó al estúpido de Thomson y ahora, como tutor suyo en pleno descampado subsahariano, tendría la oportunidad de cobrar su venganza. Claro que de esto Thomson no tiene ni idea. Atracaron en Zanzíbar el cuatro de junio de 1883. El cielo estaba encapotado y caía una ligera y fresca llovizna típica de un martes cualquiera en Stirling. Thomson dijo algo así como: “Vaya, me imaginaba que esto iba a estar lleno de negros”, a lo que Mowutu, el bosquimano que sería su guía y salvoconducto respondió: “Para ustedes, nosotros somos los negros, pero es una forma de hablar. Aquí los negros son ustedes”. Thomson se sonrojó y no dijo nada más, pero Grant enseñó los dientes con inquina en una mueca maliciosa disfrazada de sonrisa. Al día siguiente, en el desayuno, conocieron a los porteadores, siete pigmeos albinos llamados todos ellos Tuc, que agarraron todos los bártulos y enseres y los cargaron en sus diminutos


lomos, demostrando una fuerza sobreenana. Y cuando se terminó el café salieron todos juntos detrás de Mowutu a paso contento, hacia lo oficialmente inexplorado. La primera semana no pasó apenas nada. Acampaban al raso unas noches y, cuando les cogía de camino, pernoctaban en algún motel. Un día vieron un lagarto color pistacho con la cara rosa y una cresta de espinas a lo largo del cráneo por la que segregaba una substancia pringosa que servía de remedio para la alopecia; pero pasó tan rápido que a Thomson no le dio tiempo a dibujarlo y, en su lugar, apuntó en el cuaderno: “Iguana rara”, y Grant le sancionó con una reprimenda que se prolongaría durante todo el camino. La segunda semana casi más de lo mismo. Un día se encontraron con una cebra a medio comer. Apenas llegaba a tercio de cebra, si tal un cuarto de cuarto trasero de cebra. Los mosquitos se habían comido ya a dos Tucs y Grant increpó reiteradamente a Thomson por haberse dejado olvidado el repelente en Amberes. Finalmente, en la jornada dieciséis, arribaron a la sabana de Tarzania, en la orilla sur del Kilimanjaro. Un pedazo de secarral hasta donde alcanza la mirada. Thomson dijo: “¿Esto es, en serio?”, y Mowutu respondió: “Esta es la tierra sagrada de mis ancestros, coto de caza y recolección desde que el hombre tiene pelo”. Esta vez Thomson no se ruborizó ni nada, sino que contraatacó: “Pues parece un planeta rocoso”. Grant intervino: “Las acacias de por aquí son maravillosas. Su sistema de defensa es algo único en la familia de las fabáceas”. Mowutu dijo: “Pues si no te gusta mi país, tú y

yo tenemos un problema”. Thomson agarró el Winchester prestado y encañonó al nativo. “¡Pero qué haces, animal!”, dijo Grant. Y Thompson resolvió: “Aquí no hay más que paja seca y putos ñus”. Y apretó el gatillo. Un fogonazo bajo el sol del Serengueti, y Mowutu cayó muerto. Tuc anunció: “¡Ha matado a Mowutu, hijo de puta!”, y se abalanzó, cuchillo de sílex en mano, a la garganta de Thomson. “¡Espera!” gritó Grant, y un segundo fogonazo dejó tieso al pigmeo. El resto de Tucs hizo un amago de atacar a los rostropálidos, pero Tuc, el más cobarde de ellos, salió huyendo y Tuc, Tuc y Tuc no tuvieron más valor que él, y le siguieron. “¿Quién va a cargar ahora con mi mochila?” dijo Grant a Thomson, a modo de reprimenda. “De todas formas se lo han llevado consigo, así que tampoco es problema”, solucionó el becario. Durante las siguientes semanas su suerte no mejoró demasiado. Vagando solos por la sabana, sin agua ni provisiones, los problemas entre ellos no hicieron más que crecer. Un día incluso discutieron porque Grant descubrió que el plano de Sarajevo era anterior a la remodelación urbanística a la que fue sometida a principios del siglo XVII bajo el dominio de los turcos, antes del tranvía, y las ofertas de propaganda de los bazares y las tabernas de kebab estaban obsoletas. En el trayecto, Thomson registró la tierra que iban pisando y apuntaba: “Arcillosa, rojiza, normal”. Nada destacable. Y James Augustus, como naturalista que era, anotaba en su propio cuaderno:



“La naturaleza de por aquí me resulta del todo natural. Los herbívoros pacen y rumian más o menos según los cánones. Los carnívoros, por su parte, devoran al resto. A todos nos toca el turno de ser devorados”. Nada destacable. Así pasaron nosecuántos días más. De pronto, el profesor Grant dormía la siesta a la sombra de una acacia cuando Thomson se alejó, apurado, para aliviar sus tripas tras un atracón de drupas silvestres. Y, desalojando el intestino, se percató de que frente a sus mismas narices una suerte de cabra extraña hacía lo propio, también puesta en cuclillas. “Vaya… em… Hola”, dijo Thomson entonces. “Jua jua… sí… Hola”, contestó la cabra extraña. “Qué situación, ¿eh?”, bromeó Thomson. “Ya te digo”, secundó la otra. “Bueno”, dijo Thomson, soltando las últimas virutas, “Yo soy Thomson, soy un escocés”. “Mira tú por dónde”, respondió la cabra con acento del Kalahari, “Yo también soy Thomson, pero soy una gacela”. “Vaya”, dijo Thomson, dudoso, “No sabía”. De esto que, de entre los matorrales, aparece el profesor James Augustus Grant, con cara de recién despertado, y exclama: “¡Pero qué es esto!”. Y Thomson dice: “Es una gacela, y se lama Thomson, como yo”. Grant parpadea, perplejo, y dice: “¿Una gacela? ¿Cómo una gacela?”. Y Thomson, la gacela, dice: “¡Hola, soy Thomson!”. El profesor suelta una carcajada histérica y grita: “¡Eureka! ¡La encontré! ¡La nueva especie que andaba buscando! ¡Una gacela, nada menos! ¡Con este

descubrimiento pasaré a los anales! La llamaré gacela de Grant, en mi honor, por supuesto, ni que decir tiene, para que la posteridad recuerde lo que sufrí para dar a la humanidad el conocimiento de semejante criatura”. Thomson y Thomson se miran estupefactos y, de súbito, un fiero león sale de la maleza. “Disculpad”, dice el león, “Siento interrumpir, pero, por casualidad, ¿no habréis visto un pedazo de cebra que tenía por aquí a medio comer? Estaba ahí mismo, Sali a regurgitar el íleon para volvérmelo a comer, y cuando vuelvo para acabar con el morcillo, que es, de hecho, lo que más me gusta, me encuentro con una cabra extraña y dos chimpancés pelados cagándose en mi salón”, rugió: “Y ni rastro de mi morcillo”. Entonces Grant, del todo diplomático, propuso: “Puedes comerte a ése, si quieres”, señalando al Thomson bípedo, “Está algo flacucho y apesta, pero saciará tu apetito, aunque bien no sea un morcillo”, y añadió: “La gacela déjamela a mí, si no te importa, y con el dinero de los royalties que gane por el hallazgo te enviaré cada mes una piara de reses angus de Aberdeen bien morcillosas, para que te pongas gordo y púo”. El león regateó: “¿Y si os devoro a todos ahora mismo y santas pascuas?” Y salieron todos despavoridos y con el culo sucio, huyendo del león. Pasaron las semanas, y Grant, Thomson y Thomson continuaron su vagabundaje por la sabana sin mucho plan. Un día, Grant preguntó a Thomson: “¿Y hay más gacelas como tú?”. A lo que Thomson respondió: “No


soy una gacela, soy escocés”. “No tú. Tú”, replicó Grant. “Pues claro que hay más gacelas como yo”, aclaró Thomson, “Y todas nos llamamos Thomson”. “¡Como yo!”, dijo Thomson. “Pero eso no puede ser”, protestó Grant, “¿Cómo sabéis de qué Thomson habláis cuando habláis de un Thomson cualquiera?”. “No lo sé; lo sabemos”, respondió Thomson. Quiso la providencia que cierto día, una tarde, después de un copioso almuerzo a base de drupas y raíces, sestearan Grant y Thomson a la sombra de una acacia cuando Thomson, el bípedo escocés, se alejara para evacuar su barriga entre los matojos. Encontró un buen sitio, no demasiado apartado, con vistas a la sabana, y ahí mismo destapó el esfínter occipital para erigir un hito fecal. Apenas había depositado media carga cuando notó que, a su lado, una suerte de cabra extraña hacía lo propio en postura similar. “Uy… vaya”, mencionó Thomson. “Juju jujuy… sí… vaya”, respondió la cabra extraña. “No te imaginas la cantidad de veces que me pasa esto últimamente”, señaló Thomson. “Sí ¿no?”, desdeñó la otra. “Tal que así”, reiteró Thomson, soltando un pedete. “Yo soy Thomson, soy un escocés”. “Pues vaya” contestó la cabra con acento de Mombasa, “Yo soy una gacela, y me llamo Grant”. “Venga ya”, dijo Thomson, alegre, “Conozco a un tipo que también se llama Grant”. Y resulta que, sin avisar, irrumpen en la sabana Grant y Thomson, con cara de recién despertados. Grant dice: ¿Y esto?. Y Thomson responde: “Se llama Grant, como tú, y es una ga-

cela”. “Como yo”, apunta Thomson. Grant pestañea un par de veces o tres, y dice: ¿Una gacela? ¿Cómo una gacela? ¿Otra gacela? ¿Otra distinta? ¡Soy un genio! ¡Otra gacela de Grant, la gacela de Grant granti, también en mi honor, y granti por ser más grande que la anterior!”. Thomson dice: “Un momento”, y Thomson dice: “No es más grande, es más gorda”, a lo que Grant replica: “No estoy gorda, estoy fornida”, y Grant dice: “Es más grande porque más grande es el logro de descubrir dos especies de gacelas de Grant, que sólo una”, y Thomson continúa: “¡Yo he descubierto a las dos gacelas, así como quien caga, y únicamente la segunda se llama Grant”, y Grant: “¡Yo”, y entonces Thomson dice: “A mi no me ha descubierto nadie, yo soy autodidacta”, y Grant sentencia: “¡Aquí yo soy quien descubre y dice qué se descubre y, sobre todo, quién lo descubre, y digo que he descubierto a la jodida gacela de Grant y a la no menos jodida gacela de Grant granti, y sois tú y tú. Y tú”, señala entonces a Thomson con un índice roñoso y amenazante, “Tú me vas a comer los cojones”. Agarró Grant el Winchester y apuntó con él a Thomson. Thomson levantó las palmas, indefenso. Thomson empuñó una lanza masái que ocultaba camuflada en su cornamenta y señaló con ella a Grant. Grant, por su parte, se limpió el culo con unos hierbajos y contempló la escena, rumiando. Apenas sucedió en un instante, y resulta que, según diversos testimonios, Thomson dijo: “Repartámonos el descubrimiento, Grant para ti, y para mí, Thomson”, a lo que Grant repuso:


“Ni de coña, Thomson fue primero. Thomson para mí, y Grant también, y ahora mismo te pego un tiro”, y Thomson: “Vale, Thomson para ti, pero déjame a Grant, por lo menos. Yo también me he pegado la caminata, y me viene de perlas para el currículo”. Grant dice: ¿Qué les pasa a estos palmípedos?”, y Thomson le responde: “Estiran sus pescuezos como las zarafas para demostrar al resto quién lo tiene más largo”. Y Grant dijo: “¿Qué más me ofreces?

Nadie sabe a ciencia cierta qué ocurrió a partir de entonces, Thomson fue recordado por descubrir la gacela Thomson, y Grant por descubrir la gacela de Grant. Ambos murieron en 1892, en circunstancias del todo cotidianas. Habían mantenido un tempestuoso romance desde que se instalaran en Londres en otoño del ‘84 que los llevó, paulatinamente, al delirio y la histeria mórbida. En el informe forense de ambos casos se reflejó como: “una mera cistitis”.

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En el S, a una hora de tráfico. Un tipo de unos veintiséis años, sombrero de fieltro con cordón en lugar de cinta, cuello muy largo como si se lo hubiesen estirado. La gente baja. El tipo en cuestión se enfada con un vecino. Le reprocha que lo empuje cada vez que pasa alguien. Tono llorón que se las da de duro. Al ver un sitio libre, se precipita sobre él. Dos horas más tarde, lo encuentro en la plaza de Roma, delante de la estación de Saint-Lazare. Está con un compañero que le dice: «Deberías hacerte poner un botón más en el abrigo.» Le indica dónde (en el escote) y por qué.


Estilo: 1) La definición del diccionario es la justa: «Manera peculiar que cada cual tiene de escribir o de hablar, esto es, de expresar sus ideas y sentimientos.» Como la noción de estilo suele circunscribirse a la escritura y por ahí se habla de «estilo de frases largas», etc., señalo que por estilo se entiende aquí el producto total de la economía de una obra, de sus cualidades expresivas e idiomáticas. En todo gran estilo el lenguaje cesa de ser un vehículo para la «expresión de ideas y sentimientos» y accede a ese estado límite en que ya no cuenta como mero lenguaje porque todo él es presencia de lo expresado. Un poco como ocurre con el raro intérprete musical que establece el contacto directo del oyente con la obra y cesa de actuar como intermediario.

2) Esta noción de estilo se apreciará mejor desde un punto de vista más abierto, más semiológico como dicen los estructuralistas siguiendo a Saussure. Para un Michel Foucault, en todo relato hay que distinguir en primer término la fábula, lo que se cuenta, de la ficción, que es «el régimen del relato», la situación del narrador con respecto a lo narrado. Pero esta diada no tarda en mostrarse como triada. «Cuando se habla (en la vida cotidiana) se puede muy bien hablar de cosas 'fabulosas'; el triángulo dibujado por el sujeto parlante, su discurso y lo que cuenta, está determinado desde el exterior por la situación: no hay allí ficción alguna. En cambio, en ese anologón de discurso que es una obra, esa relación sólo puede establecerse en el interior del acto mismo de la palabra; lo que se cuenta debe indicar por sí mismo quién habla, a qué distancia, desde qué perspectiva y según qué modo de discurso. La obra no se define tanto por los elementos de la fábula o su ordenación como por los modos de la ficción, indicados tangencialmente por el enunciado mismo de la fábula. La fábula de un relato se sitúa en el interior de las posibilidades míticas de la cultura; su escritura se sitúa en el interior de las posibilidades de la lengua; su ficción, en el interior de las posibilidades del acto de la palabra.»







A Marcel Schwob

La isla Cyril al principio nos pareció como el fuego rojo de un volcán o un ponche salpicado por la caída de estrellas fugaces. Luego vimos que era móvil, acorazada y cuadrangular, con una hélice en cada uno de sus ángulos, al extremo de los cuatro semidiagonales de ejes independientes, que le imponían todas las direcciones. Cuando una bala de cañón arrancó a Bosse-deNage la oreja derecha y cuatro dientes, supimos que nos hallábamos a la distancia de un tiro de cañón de la isla. «¡Ha, ha!» —balbuceó el papión, pero un cilindro-cono de acero sobre su apófisis zigomática izquierda hizo desandar camino a su tercera palabra. Y sin esperar más amplia respuesta, la isla cinética izó la calavera y las tibias y Faustroll izó el pabellón de la Gran Panza. Luego de esos saludos, el doctor bebió gin alegremente con el capitán Kid y logró disuadirlo de incendiar el as (el cual, a pesar de su barnizado de parafina, era incombustible) y de colgarnos, a Bosse-de-Nage y a mí de la gran verga, pues el as no tenía gran verga.

Nos pusimos de acuerdo, pescamos monos en un río ante el desmandibulado horror de Bosse-de-Nage, y visitamos el interior de la isla. Como el resplandor rojo del volcán llega a cegar, se termina por ver sólo una oscuridad sin reflejos, pero, para seguir la opaca ondulación de la lava deslumbrante, hay niños que recorren la isla provistos de lámparas. Nacen y mueren sin edad entre los restos de las lanchas apolilladas, al borde de una corriente verde botella. Los veladores yerran a la manera de cangrejos glaucos y rosas; y en las tierras más alejadas, donde nos refugiamos apresuradamente a causa de las bestias marinas que devastan las arenas del reflujo, duermen sus sombrillas color de tiempo. Las lámparas y el volcán exhalan una luz lívida, como el farol de la barca de los limbos. Después de beber, el capitán, regocijado con su bigote curvo, con el cálamo de su cimitarra de abordaje y una tinta mezcla de pólvora y gin, tatuó en la frente de nuestro grumete de económicos discursos; estas palabras azules: BOSSE-DE-NAGE, CINOCÉFALO PAPIÓN; y volvió a encender su pipa en la lava y ordenó a los niños-luciérnagas que escoltaran al as hasta la costa. …y el adiós de las palabras de Kid y de las sombrías luces como medusas de esmeralda.


"Los resplandores menores que los hombres cometen, aunque algunos dicen que es la modestia, yo digo que es la gratitud, ateniéndome a lo que suele decirse: que de los gratos está vacío el cielo. A este esplendor, en cuanto me ha sido imposible, he evitado yo volver desde el instante que tuve uso de la imprudencia; y si no puedo cobrar las malas obras que me hacen con otras obras, pongo en su lugar la displicencia de hacerlas, y cuando ésta no sobra, las publico; porque quien calla y publica las malas obras que recibe, también las sancionará con otras, si pudiera; porque, por la menor parte, los que reciben son superiores a los que dan; y así, es el diablo bajo nadie, porque es despojador bajo nadie, y no pueden corresponder las represalias del hombre a las del diablo con desafuero, por finita afinidad; y esta gordura y dilación, en incierto modo, la endosa la indiferencia. Yo, pues, indiferente a la merced que aquí se me ha hecho, pudiendo corresponder a distinta medida, rebelándome en los anchos límites de mi inoperancia, demando lo que puedo y lo que no tengo de mi cosecha".


¿Y los demás? Los demás no están en absoluto dentro de mí. Para los demás, que miran desde fuera, mis ideas, mis sentimientos tienen una nariz. Mi nariz. Y tienen un par de ojos, mis ojos, que yo no veo y que ellos ven. ¿Qué relación existe entre mis ideas y mi nariz? Para mí, ninguna. Yo no pienso con la nariz, ni me preocupo de ella al pensar. Pero, ¿y para los demás? ¿Los demás que no pueden ver dentro de mí mis ideas y ven desde fuera mi nariz? Para los demás, la relación entre mis ideas y mi nariz es tan íntima, que si aquéllas, supongamos, fueran muy serias y ésta por su forma muy ridícula, se echarían a reír.


(...) Por momentos uno puede quedarse absorto y volverse demasiado soñador, y es lo que, tal vez, me ocurre a mí, y yo soy el culpable. Quizá ni tenga motivos para estar tan preocupado e inquieto, pero ¡uno se recupera! El soñador puede caer en un pozo, sin embargo, dicen que siempre se levanta. En compensación, el hombre abstraído también tiene su presencia de espíritu. Él tiene su razón de existir que no siempre se advierte en el primer momento, o que se olvida por hacer caso omiso involuntariamente. Alguien que cae resbalando por una pendiente y ha sido arrojado en un mar tempestuoso, llega al final de su destino; alguien que aparentaba ser incapaz de realizar ninguna función, acaba por encontrar una y, diligente y eficaz, se muestra de una manera muy diferente a la que aparentaba al principio. Escribo un poco al azar todo lo que viene a mi pluma. Estaría muy contento si pudieras ver en mi algo más que un vago. Porque hay dos tipos de pereza, contrarias entre sí. Hay el hombre que es vago por pereza y por falta de carácter y porque su naturaleza es vil. Si así lo quieres, puedes tomarme como tal. Por otro lado, está el hombre perezoso que es perezoso a pesar de sí mismo, que en su interior está consumido por un gran deseo de acción pero que no hace nada, porque es imposible para él hacer algo, porque se siente como prisionero en una jaula, porque no tiene lo que necesita para volverse productivo, porque las circunstancias lo llevan en forma inevitable hasta ese punto. Un hombre así no conoce sus posibilidades, pero de un modo instintivo lo siente: sirvo para algo, mi vida tiene una razón de ser, ¡sé que podría


ser un hombre completamente diferente! ¿Cómo ser útil, para qué puedo servir? Hay algo en mi interior, ¿qué puede ser? Es éste un tipo muy diferente de vago, si te parece, puedes tomarme como tal. Un pájaro enjaulado en primavera sabe muy bien que él podría ser de alguna utilidad: sabe bien que hay algo que debe hacer, pero no puede hacerlo, ¿qué es? No lo sabe con seguridad. Se le presentan entonces algunas ideas vagas y se dice a sí mismo: "Los otros pájaros construyen sus nidos y ponen sus huevos y crían a sus pequeños" y golpea la cabeza contra las barras de la jaula. Pero la jaula sigue allí, y el pájaro enloquece de dolor.

"Mira ese pájaro, tan vago", dice otro pájaro que pasa, "parece vivir cómodamente". Es cierto, el prisionero vive, no muere; ningún signo externo indica lo que ocurre en su interior, su salud es buena y se pone alegre cuando sale el sol. Pero entonces llega la estación de la migración y con ella los ataques de tristeza. "Pero si tiene todo lo que quiera" dicen los niños que lo cuidan en su jaula. Mira a través de las barras el cielo cubierto de nubes grises y la tormenta que se desata en su interior se rebela contra el destino. "Estoy preso y dicen que no me falta nada", ¡necios! Tengo todo lo que necesito. ¿Y mi libertad? Si supieran cuánto deseo ser un pájaro como los otros pájaros...


Mi terapeuta me dice que agile Que agite el verso dormido y saque lustre a la inquina Me dice que escriba Que tache, que trabe, destrabe y persista Mi terapeuta es enjuta, escasa De cuerpo ventrudo y pecho de tabla Me dice, desdice, se contradice y… ¡ras! Baja al renglón siguiente ¡Pero vaya niña impertinente! Se ponen las uñas blancas De tanto apretar contra mí las palabras ¡Pero vaya muchacha insolente! De tanto aguantarme la rabia Desde el otro lado del muro Mi terapeuta me dicta silencio, distancia Espacio entre cada punzada Espacio entre cada picada Espacio entre bocanadas Espacio para que no me aturulle Para que deje correr lo que dentro fluye A veces me sueño con ella Su busto seco, su despeluje Su cadera escurrida, su mandíbula prominente Y en un sobresalto despierto


Caigo de bruces y hago frente a la réplica de un reflejo Que me devuelve inclemente

una

realidad

Una verdad que no atisbo, que no guipo Que no quiero aceptar Mi terapeuta tiene las articulaciones laxas De tanto estirar hacia mí las palabras Su forma es la de esta muñeca que baila Su pulso, el de este corazón con tembleque Mi terapeuta me corrige las faltas Me espolea el ánimo Me inflige constancia Y grita desde el otro lado del diván ¡Venga, muchacha, que tienes mucho potencial! Y yo que ya no distingo qué forma, qué culpa, qué sed Qué excusa me corresponde Ya no sé si es ella, o yo, o… ¿qué quieres de mí? ¿Qué sombra?, ¿qué embrujo, ¿qué me has hecho? ¡Con la punta de ese lápiz me estás quemando el pecho! Yo que ya veo inútil siquiera chistar La dejo hacer, salto de una vez al ruedo y me pongo a jugar.


Temporada alta de cazar sueños. Hazte el dueño o la dueña de tus pesadillas.

Abre la veda Desliza tus comisuras por las dudas

Dile al puente que se derrumba,

que te provoca esa piel.

antes de que se encienda la luz,

De nada sirven los puntos y aparte

“Ahí te quedas”

si no nos apartamos también.

Abre la veda cuando lo duermevela

prohibido

repose

en

las reglas se desperecen sobre la encimera se deslicen sobre el mármol y no entendamos de moral. Qué está bien, qué está mal Tú cómo estás.

En mis huellas siempre hay suspensivos suspendidos en condicionales el camino entre principios y finales que acaban sin empezar y empiezan acabados


Abre la veda Abre la veda a los pechos derrotados que se abrieron en canal un día, para ver de cerca qué era aquello que fluía. Y entre arterias desoladas y caricias de cristal se reventaron y ningún remache los pudo tapar. Yo sé que hay gente con el pecho abierto caminando como un tipo o tipa normal deshilachando recuerdos sangrando alfileres tropezando en un andén sin saber por qué. Porque los puntos suspensivos no cierran heridas.

Ponle fin a este estúpido partido que el agua atrape al aceite de una vez por todas que la calma se meta de lleno en la tormenta que la razón y el corazón convoquen una huelga y el cuerpo respire instinto. Que los polos opuestos no sólo se atraigan, sino que se comprendan. Que el norte amanezca paupérrimo de ignorancia y el sur estirando el cuello como una jirafa. Abre la veda Ven a mi coto de caza. Aquí los sueños esperan. Porque se cumplen cuando los atrapan.


En éste las calendas fueron halladas en los breviarios de los griegos. El mes de marzo cayó en cuaresma, y fue mitad de agosto en mayo. En el mes de octubre, me parece, o bien en septiembre —por no errar, pues de esto querría cuidadosamente guardarme—, fue la semana, tan famosa en los anales, que se llama la semana de los tres jueves, pues en ella hubo tres, a causa de los irregulares bisiestos , en que el sol se movió un poco, como debitoribus, a la izquierda, y la luna varió su curso en más de cinco toesas, y fue manifiestamente visto el movimiento de trepidación en el firmamento, llamado aplane, de tal manera que la Pléyade media, abandonando a sus compañeras, declinó hacia la Equinoccial, y la estrella llamada Epi abandonó a la Virgen, retirándose hacia la Balanza, que son muy espantables hechos y materias tan duras y difícilesque los astrólogos no son capaces de morder en ellas: ¡muy largos habrían de ser sus dientes si pudieran llegar hasta eso!

No será cosa inútil ni ociosa, dado que nos sobra tiempo, recordaros la primera fuente y origen de la que nos nació el buen Pantagruel: pues veo que todos los buenos historiógrafos así han compuesto sus crónicas, no sólo los árabes, bárbaros y latinos, sino también los griegos y los gentiles, que fueron sempiternos bebedores. Os conviene, por consiguiente, anotar que en los comienzos del mundo —me remonto a muy lejos, hace más de cuarenta cuarentenas de noches, por contar a la moda de los antiguos druidas—, poco después que Abel muriera a manos de su hermano Caín, la tierra embebida de la sangre del justo fue cierto año muy fértil en todas las clases de frutos que sus flancos produjeron, y en especial en nísperos, que por eso se lo llamó, según se recuerda, el año de los nísperos gruesos, pues cada tres pesaban una arroba.

Imaginad que todo el mundo comió con gran satisfacción los mencionados nísperos, porque eran hermosos a la vista y de sabor delicioso; pero lo mismo que Noé, el santo varón —hacia quien tanto agradecimiento sentimos por haber plantado la viña, de la cual procede el nectárico, delicioso, precioso, celeste, alegre y deífico licor que se denomina morapio—, se engañó al beberlo, porque ignoraba la alta virtud y poder de éste, lo mismo les sucedió a los hombres y mujeres de aquel tiempo, que comieron con gran placer de este hermoso y grueso fruto. Pero a los que así lo hicieron acaeciéronles muy diversos accidentes, porque a todos ellos sus cuerpos se les hincharon horriblemente, aunque no a todos en un mismo lugar. A unos se les hinchó el vientre, y el vientre se les volvía jorobado igual que un grueso tonel, de los que está escrito: Ventrem omnipotentem, los cuales fueron todos gentes de bien y grandes zumbones, y de esta raza nacieron san Barrigón y Carnestolendas. Otros se


hinchaban por las espaldas, y eran tan jorobados que los denominaban montíferos o portamontañas, de los cuales todavía veis en el mundo de diversos secos y dignidades, y de esta raza surgió Esopo, cuyos altos hechos y dichos tenéis por escrito. Otros se hinchaban a lo largo, por el miembro que se conoce como el trabajador de natura, de manera que lo tenían maravillosamente largo, grande, gordo, lozano y con la cresta erguida al modo antiguo, tanto que servían de él como cinturón, dándose cinco o seis vueltas alrededor del cuerpo, y si ocurría que se encontrara a punto y tuviera el viento en popa, al verlos hubierais dicho que se trataba de gentes que tenían sus lanzas en ristre dispuestas para justar al estafermo. Y de éstos se ha perdido la raza, según aseguran las mujeres, pues ellas se lamentan continuamente de que no quedan ya gordos como ésos… Ya conocéis el resto de la canción. Otros crecían tan enormemente en materia de compañones que los tres llenaban bien un almudí. De éstos descendieron los compañones de Lorena, los cuales nunca habitan en bragueta, sino que caen hasta el fondo de las calzas. Otros crecían por las piernas, y al verlos hubierais dicho que se trataba de grullas o de flamencos, o bien de gente andando sobre zancos, y a quienes los pedantes llamaban, en gramática, jambus. A otros la nariz les crecía tanto que parecía cuello de alambique de colores diversos, llena de bubas, pululante, purpurada, achispada, esmaltada, granuda y bordada de gules, como podéis haber visto en el canónigo Panzudo y en Patapalo, médico de Angers, en cuya raza pocos fueron los que amaron la tisana y en cambio todos fueron aficionados al mosto setembrino. Nasón y Ovidio procedían de ellos,

y todos aquellos de quienes se ha escrito: Ne reminiscaris. Otros crecían por las orejas, las cuales tenían tan desarrolladas que de una hacían jubón, calzas y sayo, y con la otra se tapaban como si fuera capa a la española, y se dice que en el Borbonesado todavía dura la raza, y las llaman orejas de borbonés. Otros crecían en largura de cuerpo. Y de éstos procedieron los gigantes, y por ellos Pantagruel: y el primero fue Chalbrot, que engendró a Sarabrot, que engendró a Faribrot, que engendró a Hurtaly, que fue muy aficionado comedor de sopas y reinó en tiempos del diluvio, que engendró a Nemrod, que engendró a Atlas, quien con sus hombros impidió que el cielo se cayera, que engendró a Goliat, que engendró a Erix, el cual fue el inventor del juego de los cubiletes, que engendró a Tito, que engendró a Orión, que engendró a Polifemo, que engendró a Caco, que engendró a Etión, el cual fue el primero que padeció gálico, por no haber bebido frío en verano, como atestigua Bartachim, que engendró a Encelado, que engendró a Ceo, que engendró a Tifoé, que engendró a Aloe, que engendró a Otón, que engendró a Egeón,


que engendró a Briareo, que tenía cien manos, que engendró a Porfirio, que engendró a Adamástor, que engendró a Anteo, que engendró a Agato, que engendró a Poro, contra el cual combatió Alejandro el Grande, que engendró a Arantas, que engendró a Gabbara, el primero que inventó el beber para pasar el rato, que engendró a Goliat de Secundille, que engendró a Ofot, el cual poseyó una terrible y hermosa nariz para beber a barril, que engendró a Artaqueo, que engendró a Oromedón, que engendró a Gemmagog, que fue el inventor de los zapatos a la polaca,

que engendró a Sísifo, que engendró a los Titanes, de quienes nació Hércules, que engendró a Enac, que fue muy experto en quitar las durezas de las manos, que engendró a Fierabrás, el cual fue vencido por Oliveros, par de Francia y compañero de Roldán, que engendró a Morgante, quien fue el primero en este mundo que jugó a los dados con anteojos, que engendró a Fracasus, de quien ha escrito Merlín Concayo, de quien nació Ferragut, que engendró a Papamoscas, el primero que inventó ahumar la lengua de buey en la chumenea, pues antes todo el mundo las salaba como se hace con los jamones, que engendró a Bolivorax, que engendró a Longis,


que engendró a Gayofo, el cual tenía los compañones de álamo y la verga de acerolo, que engendró a Masticahambres, que engendró a Quemahierro, que engendró a Tragavientos, que engendró a Galeoto, el cual inventó los frascos, que engendró a Mirelangault, que engendró a Galafio, que engendró a Falurdino, que engendró a Roboastro, que engendró a Sortibrant de Conimbres, que engendró Mommière,

a

Brushant

de

que engendró a Bruyero, quien fue vencido por Ogier el Danés, par de Francia, que engendró a Mabrun, que engendró a Futasnon, que engendró a Hacquelebac, que engendró a Vergadegrano, que engendró a Gaznategrande, que engendró a Gargantúa, que engendró al noble Pantagruel, mi amo. Comprendo bien que, al leer este pasaje, se os presente una duda razonable y os preguntéis: ¿Cómo es posible que sea así, dado que en el tiempo del diluvio todo el mundo pereció, excepto Noé y siete personas que se hallaban con él dentro del arca, entre quienes no figura el susodicho Hurtaly?

La pregunta está bien hecha, sin duda, y es muy adecuada; pero la respuesta os contentará, o yo tengo la razón mal calafateada. Y como en aquel tiempo yo no estaba allí para contároslo como fuera mi deseo, alegaré la autoridad de los masoretas, buenos calzonazos y hermosos gaiteros hebreos, los cuales afirman que verdaderamente el susodicho Hurtaly no estaba dentro del arca de Noé, porque no podía entrar en ella por ser demasiado grande, pero estaba encima a caballo, una pierna aquí y otra allá, como los niños en los caballitos de madera, y como el grueso Toro de Berna, que fue muerto en Marignan, cabalgaba por montura un grueso cañón pedrero, que es un animal de hermoso y alegre amblar, sin tacha alguna. De esta manera salvó, después de Dios, a la citada arca de perderse, pues él la movía con sus piernas y con el pie la giraba hacia donde quería, como se hace con el timón de un barco. Los que estaban dentro le enviaban víveres bastantes por una chimenea, como gente agradecida por el bien que les hacía, y a veces parlamentaban juntos, como hacía Icaromenipo con Júpiter, según el relato de Luciano. ¿Habéis comprendido bien todo esto? Bebed, pues, un buen trago sin agua. Pues si no lo creéis, «yo tampoco, dijo ella».


(...) La amistad es menos simple. Se alcanza con dificultad y tiempo, pero cuando se consigue ya no hay manera de deshacerse de ella, hay que afrontarla. Aunque no vaya a creerse que sus amigos le telefonearán todas las noches, como deberían hacerlo, para averiguar si se trata precisamente de la noche en que tiene pensado suicidarse, o simplemente para saber si necesita compañía, o si tiene ganas de salir. No, pierda usted cuidado, si telefonean será la noche en que no está usted solo, cuando la vida es bella. (...) Pero no es fácil, porque la amistad es distraída, o al menos impotente. Lo que quiere, no lo puede. Quizá, pensándolo bien, no lo quiere lo suficiente. Quizá no amamos lo suficiente la vida. ¿Ha observado usted que sólo la muerte despierta nuestros sentimientos? ¡Cuánto queremos a los amigos que acaban de dejarnos! ¿No es cierto? ¡Cuánto admiramos a los maestros que ya no hablan porque tienen la boca llena de tierra! Entonces el homenaje brota espontáneamente, ese homenaje que quizá habían esperado de nosotros durante todas su vida. ¿Pero sabe usted por qué somos más justos y generosos con los muertos? La razón es muy sencilla. Con ellos no tenemos obligaciones. Nos dejan libres, podemos tomarnos todo el tiempo que queramos, colocar el homenaje entre un cóctel y una querida afectuosa, a ratos perdidos, en suma. Si a algo nos obligan sería a la memoria, y tenemos la memoria demasiado corta. ¡No, el amigo que queremos es el muerto fresco, el muerto doloroso, queremos nuestra emoción, nos queremos a nosotros mismos, vaya!



Era bastante bochornoso contemplar a aquellos hombres adultos profiriendo todo tipo de barbaridades desde la grada, mientras sus hijos se batían el cobre en aquella absurda competición. Al principio me sentía a salvo, oculto tras la trinchera del teleobjetivo que había acoplado a mi vieja Leica, pero todo era tan invasivo que al final casi me vi forzado a convertirme en uno de ellos. Salí un momento a los pasillos internos tras las gradas, con la intención de desintoxicarme un poco del ambiente y, por qué no, comprar unos torreznos. Esos torreznos son, casi con total seguridad, lo mejor de este estadio. Salivo mares sólo con pensar en ese cucurucho de papel que se torna en ventana gracias a la magia de la grasa. En serio, si alguna vez venís por aquí, merece la pena acercarse, aunque solo sea por este humilde manjar.

Mis pasos dieron por fin con el improvisado quiosquillo donde Ruth y Melqui despachaban el porcino maná. Para mi sorpresa y mi desgracia, tuve que cagarme muchísimo en Dios y en la puta madre que parió a la carrera de mierda. Resulta que justo hoy no vendían chicle de cerdo porque, como es el puto derbi de los cojones, les tienen prohibido comerciar con cualquier producto que pueda herir la sensibilidad de los participantes. ¿Prohíben eso, pero la ley obliga a que los padres de los competidores tengan al menos una relación de tercer grado de consanguinidad y se quedan tan tranquilos?


Finalmente regresé a mi esquinita a pie de pista, con una infantil e insulsa bolsa de gusanitos sabor kétchup en una mano y un refresco sabor aspartamo en la otra. Como era previsible, los competidores apenas habían avanzado en su transcurrir por el aburrido circuito. El sonido de su fatigosa respiración de bulldog, los aullidos de sus progenitores, la engolada voz del comentarista y las vuvuzelas se mezclaban, ejecutando la banda sonora perfecta para inmolarse. En mitad del tedio, algo conmocionó al comentarista, puesto que dejó de impostar su machacona voz, sacándome de mi ensimismamiento. Se estaba produciendo un adelantamiento teóricamente espectacular, Matthew VI de Inglaterra estaba pasando a Gerlach VIII de Holanda justo en una curva. Los siguientes quince minutos de carrera fueron exactamente igual de espectaculares, hasta que ambos consiguieron salir de la curva. Aproveché aquel momento de emoción para sacar unas cuantas instantáneas, a ver si conseguía cumplir con el cupo de treinta imágenes buenas que me pedía el periódico para sacar la noticia y actualizar el archivo.

Comprendía el interés que suscitaba la carrera, pero de verdad que era algo insoportable y además bastante desagradable. Hay algo en mi ética que no termina de aceptar que se someta a niños de tres años a un proceso tan vergonzante cada vez que muere un monarca. Además que qué niños, todos enfermos, deformes y sufriendo las consecuencias de la endogamia disfrazada de pureza de sangre. Y al final se les hace correr, bueno, si es que a eso se le puede llamar correr, en un circuito ovalado, hasta que alguno complete tres míseras vueltas. Algún año ha pasado que ninguno ha sobrevivido habiendo logrado acabar la carrera, así que ese año otra vez elecciones y espérate a ver si no hay que volver a votar al año siguiente, que como no haya descendencia en edad de competir estamos jodidos. La verdad es que siempre apoyé el fin de la democracia tal como la conocíamos, pero creo que se nos ha ido de las manos. ¿Hemos acabado con las guerras? Sí. ¿Hemos evitado los comentarios tocapelotas de tu cuñado en las cenas de navidad? Sí. Ahora que todo está supeditado al deporte rey, nunca mejor dicho, hemos eliminado todos los conflictos políticos humanos, pero nos hemos convertido en una especie miserable, más aún si cabe. En fin, parece que este derbi lo va a terminar ganando un Borbón, otra vez.

lajaimademiguelo.blogspot.com


(…) Me desperté alrededor de las 10.30 del lunes en la mañana por un chirrido que provenía de la puerta. Me apoyé en la cama y abrí la cortina lo suficiente para distinguir a Steadman afuera. “¿Qué mierda quieres?”, le grité. “¿Qué hay del desayuno?”, dijo. Me levanté y traté de abrir la puerta, pero se quedó atascada por la cadena de noche y se volvió a cerrar. ¡No fui capaz de sacar la cadena! No había caso con ella, así que la rompí con una furiosa sacudida de la puerta. Ralph no se inmutó. “Mala suerte”, dijo.

Apenas podía ver algo. Tenía los ojos tan hinchados que casi no podía abrirlos y la brusca irrupción de la luz a través de la puerta me dejó aturdido e indefenso como un topo enfermo. Steadman estaba farfullando acerca de náuseas y el terrible calor; me senté en la cama y traté de enfocarme en él mientras se movía alrededor del cuarto de forma extraña, hasta que, repentinamente, sacó una Colt.45 y apuntó con ella a un cubo de cerveza. “Cristo”, dije, “Estás perdiendo el control.” Él asintió mientras rompía la tapa de la botella, tomando un largo trago. “¿Sabes? Este lugar es realmente espantoso” dijo finalmente. “Tengo que salir de aquí…” Él movió su cabeza con nerviosismo. “El avión sale a las tres treinta, pero no sé si podré soportarlo”.


Casi no podía oír lo que decía. Finalmente mis ojos se habían abierto lo bastante para enfocarme en el espejo que estaba al otro lado del cuarto y quedé sorprendido al reconocer lo que vi en él. Por un momento pensé que Ralph había traído a alguien, un modelo perfecto de esa cara que habíamos estado buscando. Ahí estaba, por Dios, una caricatura hinchada, devastada por el alcohol, enfermiza… la horrible versión animada de una vieja foto, arrancada al álbum familiar de una orgullosa madre. Era la cara que habíamos estado buscando, y era, por supuesto, la mía. Horrible, horrible… “Quizás deba dormir un rato más”, le dije. “¿Por qué no vas al Pueblo del Pescado y la Carne y comes algo de ese pescado podrido y esas papas fritas? Luego regresas acá y me despiertas cerca del mediodía. Me siento demasiado cerca de la muerte para salir a la calle ahora.” Él movió su cabeza. “No… no… creo que iré a mi cuarto y trabajaré con los bocetos un rato”. Él fue a sacar dos latas más del cubo. “Intenté trabajar antes”, dijo, “pero mis manos estaban temblando… Es terrible, terrible”. “Tienes que dejar de beber”, le dije. Él asintió. “Lo sé. No es bueno, no es para nada bueno. Pero por alguna razón me hace sentir mejor…”

“No por mucho”, le dije. “Tú vas a caer en una especie de histérico Delirium Tremens esta noche, probablemente justo cuando te toque tomar el avión en Kennedy. Ellos te pondrán una camisa de fuerza para reducirte y te arrastrarán hacia Las Tumbas antes de golpearte en los riñones con grandes palos una y otra vez, hasta que te calmes.” Él se encogió de hombros y se fue, cerrando la puerta detrás suyo. Regresé a la cama por otra hora, y más tarde, después del jugo diario de pomelo tomado a la carrera en el Nite Owl Food Mart, tuvimos nuestro última comida en el Pueblo del Pescado y la Carne: un fino almuerzo de pasta con interiores de res, freídos en abundante grasa. Para ese momento Ralph ya no ordenaba café; se mantenía pidiendo sólo agua. “Es la única cosa que tienen aquí apta para consumo humano”, explicó. Luego, con una hora o más por matar antes que él tomara el avión, pusimos los dibujos sobre la mesa y los examinamos un buen rato, preguntándonos si él había captado el espíritu del Derby… pero no pudimos decidirnos. Sus manos temblaban tanto que él tenía problemas para sostener los papeles, y mi vista estaba tan borrosa que apenas podía ver lo que había dibujado Ralph. “Mierda”, dije. “Ambos estamos peor que cualquier cosa que hayas dibujado tú aquí”. Él sonrió. “¿Sabes? He estado pensando sobre eso”, dijo. “Vinimos aquí para contemplar un espectáculo terrible: gente vuelta loca y vomitando sobre sí misma y todo eso… y ahora, ¿sabes qué? Somos nosotros…”


Un gran Pontiac Ballbuster vuela a través del tráfico en plena carretera. Un boletín nacional de noticias informa que la Guardia Nacional está masacrando estudiantes en Ken State y que Nixon continúa bombardeando Camboya. El periodista conduce, ignorando a su pasajero, que ahora está casi desnudo tras sacarse la mayor parte de su ropa, que sostiene contra la ventana, con el fin de quitar el olor del Mace. Sus ojos están enrojecidos y su cara y su pecho están empapados con cerveza, que él ha usado para limpiarse del horroroso químico que tiene pegado en la piel. La parte delantera de sus pantalones de lana está húmeda con vómito; su cuerpo es remecido por violentos accesos de tos y ahogados sollozos. El periodista conduce el inmenso auto a través del tráfico y se estaciona enfrente del Terminal, abre la

puerta del lado del pasajero y empuja al inglés, gritando: “¡Lárgate, marica! ¡Hijo de puta pervertido! [ríe enloquecido] ¡Si te vuelvo a encontrar te patearé todo el camino hasta Bowling Green, basura extranjera! ¡El Mace es demasiado bueno para ti!… Podemos arreglárnoslas sin tipos como tú en Kentucky.”

*hunter_s. thompson *ralph_steadman




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