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Ana Palacio El envés de nuestra energía

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El envés de nuestra energía

Ana Palacio // Abogada internacional. Antigua Ministra de Asuntos Exteriores del Gobierno de España y profesora visitante de la Georgetown University

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La invasión de Ucrania ha agudizado tendencias que llevan años afirmándose: el cuestionamiento del orden liberal internacional; el revanchismo ruso; la fracturación de la globalización. Las repercusiones de este cataclismo –más allá del escándalo, el dolor y la repulsa que contemplamos– se centran en el sector energético europeo, pero afectan al planeta. Ondas de choque que tienen su origen antes de la guerra. Problema inducido, en parte al menos, por los que no han querido ver el envés de nuestra energía; la ecuación mundo a la que nos enfrentamos. fiables; el ombliguismo de nuestras políticas en la UE; y la financiación de la transición energética.

Remontémonos a la “verdad incómoda”, expresión acuñada por Al Gore dieciséis años atrás para predicar la influencia de la acción humana en el cambio climático. Idea que encerró con apabullante rotundidad el economista japonés, Yoichi Kaya, en la consagrada como “Identidad de Kaya”, que traduce el impacto del hombre en las emisiones de CO2 y el calentamiento planetario. La contaminación atmosférica se correlaciona, en última instancia, con cuatro variables: población; Producto Interior Bruto (PIB) per cápita; intensidad energética (energía consumida por unidad de PIB); e intensidad de carbono (CO2 emitido por unidad de energía consumida). Lo que significaría, en teoría, disponer de cuatro palancas para rebajar la contaminación atmosférica.

Pero no. La hipótesis de recortar población o riqueza solo se aguanta sobre papel. Hoy, apostar por frenar la expansión demográfica o disminuir la prosperidad no es un camino planteable. El desafío sistémico consiste, pues, en hacer compatibles el crecimiento económico y el desarrollo humano con la reducción de emisiones. Descolla el Sur Global: para 2050, se espera casi una duplicación de habitantes en África.

En este contexto, un aspecto orillado -pese a su extraordinaria relevancia- es la divergencia de modelos climáticos respecto de las emisiones de carbono. Los números que barajamos son estimaciones o aproximaciones. No tenemos métricas “contantes y sonantes”. Paradigmático es el cálculo del denominado “coste social del carbono”, la contabilización de externalidades negativas partiendo del efecto en la salud y la productividad. No pueden ser más variados tanto los enfoques como los parámetros seleccionados. Así, en documentos de autoría reputada, las cifras (por tonelada de CO2 emitido) bailan desde la decena de dólares hasta la astronómica cantidad de 100.000 dólares (de la Universidad de Chicago en 2020). Y esta incertidumbre permea todos los estudios sobre los que estamos determinando nuestro futuro. Ejemplo es la horquilla entre las previsiones más elevadas y las más bajas para la demanda del petróleo en 2050, que equivale al total de nuestro consumo hoy.

La carencia de benchmarks comunes trasciende a la misma definición de “sostenible”, hecho visualmente registrado por el gráfico que el Financial Times publica ya en 2018 (“Comparison of ESG scores from FTSE and MSCI”). Compara la calificación de diferen-

El desafío sistémico consiste, pues, en hacer compatibles el crecimiento económico y el desarrollo humano con la reducción de emisiones

La ofensiva ha sacado a la superficie las contradicciones de la Unión Europea. Y su reverberación internacional. Hablamos de los Estados miembro, puesto que la Unión Europea de la Energía está lejos de completarse. El mix energético (nacional) se decide en cada capital, lo que ha conducido a un peligroso espejismo: la Energy Union se había entendido –erradamente- fuera de Europa (y por muchos ciudadanos europeos) como una especie de mercado interior. Los bombardeos rusos han desvelado la tramoya, con Alemania a la cabeza. A la vez que proclamaba su devoción a las energías renovables, ha consolidado una adicción al gas –y al petróleo, aunque pasa en sordina– rusos.

Esta discordancia del discurso oficial europeo con la realidad global crea un riesgo estratégico que precisamos afrontar. En este enredo, destacan tres hilos en los que, a menudo, no se reparan y que dificultan nuestros esfuerzos para llegar a un futuro descarbonizado: la disparidad de modelos y la falta de medidas

tes empresas según dos de las más usadas metodologías para evaluar ESG (los tres vectores corporativos: medio ambiente, social y gobernanza). En lugar de agruparse en torno a la bisectriz, observamos una chocante dispersión.

Colectivamente, seguimos consumiendo casi 100 millones de barriles de petróleo al día. Y aunque la UE se porte en abanderado del “verdeo” (que no descarbonización) –arrumbando la seguridad energética en su omnicomprensivo Green Deal–, el Sur Global demanda energía. Desde África, llega potente el mensaje de “Estamos dispuestísimos a contribuir a la descarbonización. Déjennos primero carbonizar.” Mundialmente contado, al menos una de cada diez personas no tiene acceso a electricidad. Y mientras Europa acepta abiertamente su dependencia del gas y sale a los mercados en pos de alternativas a las fuentes rusas, seguimos defendiendo en organismos multilaterales y agencias de desarrollo la exclusiva consideración de proyectos renovables. Este doble rasero que ya se venía denunciando, en particular desde África, hoy se vuelve insostenible.

También parte de nuestras incoherencias el Fondo Verde del Clima (Green Climate Fund), iniciativa subrayada por la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático para apoyar a los países en desarrollo en su transición energética. Tras su conceptualización en Copenhague en 2009, “Occidente” estableció la meta de recaudar 100.000 millones de dólares antes de 2020; en 2020, los países participantes habían prometido 10.300 M, de los cuales se habían confirmado 8.300 M. Hoy, los montos siguen igual.

Estas incongruencias se hacen sentir en otros ámbitos. La espiral de precios del gas natural está vinculada –además de otros factores– al dogmatismo verde. Tras años de inversión escasa en upstream (exploración-producción), estamos viviendo las consecuencias. Frente a los que proponen un corte brusco con el gas ruso y un giro hacia renovables, se impone el realismo: las necesidades de gas de la UE rondan los 500 bcm/año (billion cubic meters, de la métrica común del comercio del gas). Rusia nos provee casi un tercio (143 bcm) por gasoducto (además del licuado –GNL– por barco). Las alternativas inmediatas son pocas y dificultosas. Nos falta infraestructura; no la hemos querido financiar.

La transición energética es el gran reto de nuestra generación y las venideras. Contrastando con el reduccionista Green Deal, nos abruma una crisis moldeada por nuestras discrepancias y desatada por el Kremlin. Es hora de desideologizar. De encontrar un equilibrio pragmático entre la descarbonización y la seguridad energética y de precios. De reconocer que nuestro mundo –el Sur incluido– exige energía fiable, constante, asequible.

Urge claridad de objetivos, medios y métricas para conseguirlos. La Unión Europea podría y debería liderar este esfuerzo. Para ello, tendremos que sobreponernos a la tendencia a mirarnos el ombligo. Y tendremos que afrontar la realidad total: el objetivo de la neutralidad de carbono es el haz de nuestra política. Pero toca abordar, al tiempo, el envés: el envés de nuestra energía. n

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