Mundos de mi niñez

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MUNDOS DE MI NIÑEZ


© José Ángel Carbajal Abal

Foto Portada: Casa donde nació el autor. Dibujos: Alfonso Manuel Philippot

Este libro se lo dedico enteramente a mi abuela, que fue el mayor apoyo que tuve para que hoy ustedes lo puedan leer. En memoria de las largas tardes que pasábamos juntos, hablando, de todo lo que aprendí de ella y animado, sobre todo, por esas noches en que le pedía a mi tía que le leyera partes del mismo. Aunque sólo conoció uno, el de Ross, sé que todos le hubieran gustado.


PRESENTACIÓN

Cuando escribí todo estos cuentos que les voy a relatar, corría el año 1980, hacía dos años que había acabado de estudiar en Murcia y me encontraba con un mundo diferente al que había vivido, hasta yo era diferente... Me llené de una gran emoción cuando encontré estos textos en una cartera vieja, porque me hablaban del interior de aquel niño que tanto echaba de menos. Y disfruté leyendo cada hoja, cada texto.. y hasta por momentos me imaginaba sentir como había senti• do él, ese niño para el que su única manera de hablar era escribir. Sé que le debo una gran parte de lo que soy ahora y me arrepiento de no haber podido estar más a su lado para explicarle todos los sentimien• tos que él no comprendía. Muchas veces pidió ayuda: lo que no en• tendía, lo que no podía saber... pero no le contestaron. Él siguió adelante. Y hoy les quiero hacer partícipe a ustedes de todo este universo que él sentía, deseando que en él también encuentren la misma paz que sentí yo: leyéndolos, soñando... porque escribir era lo único que le hacía entender. A veces el hombre quiere prolongar su edad de niño porque se siente bien en ella, porque sabe que el niño es inocencia y verdad, porque el niño lo mira todo de una manera más blanca, pero no lo consigue ... entonces se da cuenta que la edad de niño solamente es eso: una edad, no es toda la vida. Y el tiempo no te enseña a dejar de lado la niñez, pero ya el infante lo ha ido asumiendo con el paso de los años. Y hoy ese niño se ha transformado.. Y tal vez la culpa de que ese niño no haya podido ser

inmenso ha sido mía, porque yo quise escapar de ese niño cuando le vi indefenso y pobre, quise hacer de ese niño un recuerdo cuando vi lo que el mundo de los mayores me ofrecía, que era más de lo que entonces sentía ante mí... cuando no comprendí el mundo del interior ni su gran universo. 7


Por eso le guardo tanto cariño... También quiero dedicarle este libro a todas esas personas anóni• mas: vecinos, amigos, etc., que han hecho posible que hoy le esté dando mi voz a ese niño. Por el estímulo que me infundieron, por su compañía, por todos los sentimientos agradables que le han hecho sentir a él a través de mí y a mí a través de él.

POEMAS DE NIÑO

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El amor

¡Qué labor maravillosa es hacer la vida hermosa a cualquier persona ajena, demostrarle tu honradez! Ella se sentirá prendada y verá lo equivocada que estaba cuando sentía ella demasiada timidez. Toda la vida pasada se quedará como llana, sentirá que la vida es bella si se mira con sencillez. Comprenderá en ese instante que la vida tolerada es bonita y alegre SI se vive con amor.


El mar

Sueños

Soñando vi entre nubes algo brillar, me levanté y vi cruces rodeadas de luces, las de metal. Cuando estiré la mano todo marchó, sólo quedó olvidado el suspiro callado de un corazón.

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A ese mundo maravilloso lleno de habitantes tranquilos, sosegados y no golosos, cabalgando en los sus sinos. Parece un mosaico de colores de muy variadas clases, coloreados entre sus dioses y paseando por las calles. La vida azul arboleda, muy amplia y colorada disfruta como una vereda que es la mar, ¡la mar azulada!

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Pasado Alabanza Cabellos de oro, la nariz de cristal, dientes de nieve, dulce niña, do llueve tú apareces como un grito angelical, un grito suave, leve. Las aves del cielo, los pajarillos vienen a despertarte y, como cada tarde, sales a jugar con ellos, en el brillo de tu jardín granate.

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Cuando pienso en el pasado me duermo recordando el ayer; un ayer alegre y bueno que gustaba 10 terreno conocer. Un ayer donde jugaba, en que todo esperaba por volver; mas al tomarme al presente y veo que la gente es cruel, me desespero con el día y observo el mediodía cual corcel.

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Aurora Amanece

Amanece, ya campea la mañana y el sol, entre las montañas aparece, ya luce sus madrugadas. Amanece, el cielo se toma alegría, da comienzo un nuevo día que parece la dicha del alma mía. Y amanece, cantan los pajarillos, que en coro, junto a los grillos, estremecen un universo de platino.

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Desnudo entre los abetos cuajados de hojas, dormido está mi amor cierto, rosa espinosa azul: Aurora.

Pajarillos que voláis por el inmenso río del cielo, que hagáis para ella deseo cantos de ensueño. Una melodía de niño llena de amor, con letras de rocío y un trozo de Sol, letras de ardor. Tú, brisa, que caes del cielo no soples fuerte, sopla un aire suave y lento, no le despiertes, que mi amor duerme.

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Sueños infantiles

Anoche vi una estrella del universo bajar, y tanto me fue a gustar que me acerqué para verla. y tan cerca me aproximé

que pude ver lo que era: Era un arcángel de cera de un color como la miel. Angelito, angelito, en mal momento has bajado, el hombre está obsesionado... sólo hay llantos y sólo hay gritos. Todo sufre, todo calla porque no puede gritar.

No te vayan a matar por no seguir a la raya.

Y este juego peligroso

continúa y no se para. Continúa la algazara... siempre manda el poderoso.

IR

Esperanza compañera Compañera de mi alma tengo yo una perla rosa que, al llegar la madrugada, se despierta colorada con color de mariposa. Compañera de mi ara, muy preciada para ti, azucena delicada como flor enamorada capullito de alhelí. Cuando vuelas yo te miro navegar el cielo azul, olvidando mis delirios y demás pesares míos, tan sólo miro tu luz. Y me gusta ser así: de esa misma manera y este modo de vivir. Margaritas para ti, esperanza compañera.

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Era por la madrugada, Como una flor Caminando por el prado hoy le he visto pasear; y, mi alma, se ha parado y se ha negado a volar. Frente a mí, una chiquilla, con la cara celestial, se ha parado, su frente iba amarilla de cristal. Y me quedé prendado de su belleza absoluta: como una flor que ha dejado despertarse su dulzura. Algo, en ella, me extrañaba, miraba, y no veía lo que, en ella, me admiraba de su frágil vista fina. Algo, en ella, me extrañaba, y no sabía mirar buscaba, y no miraba aquel ángel cabalgar. Y, cuando, dentro del alma observé, la descubrí. Dichoso yo, que miraba esta, blanca, flor de lis.

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yo rimaba una canción sentado, en la ventana de un lóbrego balcón. La mañana clareaba y, hasta, se salía el sol, la cigarra ya cantaba su canto de flor en flor. Y yo reía a la mañana, el grillo, con su canción me saludaba en la ventana. Y cantaba el ruiseñor. Reía la madrugada y llamaba a mi gorrión. Y yo solo, en la ventana de aquel desnudo balcón. Muchas gaviotas llegaban con traje de comunión, y, a mi lado, se posaban bajo la vista del sol. La abeja, enamorada de la margarita en flor, a su lado, se quedaba esperando un corazón. Y, el viento que resoplaba tranquilo, lleno de amor, dulce brisa caminaba por el jardín, de flor en flor. 21


Te quisiera regalar Un ramo de rosas gris

te quisiera regalar, amarillas para ti con el ara de cristal. Con el ara de amapola y el ara del corazón, con el ara de la vida, con el ara del perdón. Y, a tus pies, te lo pondría dedicados con amor, con el amor que yo tengo guardado en el corazón. Virgen María, rosada flor de mi blanco rosal, para ti, mi flor gallega te quisiera regalar.

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Rosa del cielo La madrugada florece y, el nuevo día, aparece. La madrugada florece entre los carmines blancos, mientras la rosa se crece en este gran campo verde, en este gran verde campo. En aquel gran verde campo de la vida terrenal, que se levanta cantando de su sueño dulce y blando en el río de cristal. En el río de cristal del espejo omnipotente, en aquel trono real, de la selva virginal en la claridad decente. En la claridad decente que, en el cielo, puede haber, al lado de aquella fuente en donde el pájaro riente, coloca un blanco papel.

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Mis pajarillos, cantad melodías olvidadas y, en la noche, dibujadlas como brotes de azahar.

Nana

Niño mío, duerme bien en tu cama acolchonada, sueña con tu inundo de hadas hasta el gran amanecer.

Que los sueños navegantes se hagan de realidad, y, ese sueño celestial, . se convertirá en brillante.

Vida mía, velaré yo tus sueños redimidos. que no los lleve el olvido y que regresen con él.

Niño Jesús, cascabel de alegría sin final, seno de felicidad en un cansado papel. Duerme puro, ángel mío, duerme, que las golondrinas aparecen como amigas entre gotas de rocío. Duerme puro, dulce perla de la gran tierra africana, donde la miseria mana por donde, el viento, no llega. Crisálida de la noche, Aurora de la mañana, mirando por la ventana una cometa de bronce.

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La tierna fuente

La tierna fuente, el agua que mana a su alrededor, clara limpia la mañana y le da más esplendor.

El agua canta a la vida y canta a la juventud. de saber dar la alegría bajo este ciclo azul.

Primavera

en Galicia

Aparecía la primavera en los viejos ventanales de mi sola y vieja aldea, recia entre altos maizales. Y los pájaros cantaban

su blanca alegría de cristal, blanca fantasía añorada, alegría al contemplar.

su canción, y con el agua repasa su melodía de amor.

Los armarios se revestían de gala, para comprender, de la primavera, un día cristalino de atardecer.

Amor fiel, puro y sencillo que muestra su resplandor en el blanco y fugaz brillo del claro y nítido sol.

La rosa roja afloraba en su capullo de color y, en el extenso campo, daba sus notas finas de esplendor.

Ia mañana ya aparece en el velo del telón, todo el bosque resplandece bajo su humilde color

El conejo, en su madriguera, cantaba el poder navegar, fantasía azul, hacia el mar porque llega la primavera.

Yo quisiera ser cometa, corneta del ciclo riente y poder ser mensajera entre la luna y la fuente.

La vieja aldea alegre estaba porque llegaba la primavera, su verde campo se adornaba con su bello traje de seda.

El jilguero siempre baja a entonarse

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En aquella oscura ladera En aquella oscura ladera donde se alza el horizonte, en el agua cristalina beben los bravos bisontes. El sol les está observando en un trono gris de bronce, mientras sus rayos se florecen entre las nítidas flores. El jefe de la manada vigila en aquestos montes por si ve a sus enemigos, los crueles y dañinos hombres.

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Su fiera mirada oscura y sus ojos como soles, vigilando están, alertas por los altos girasoles. Todos ellos le respetan. Cabalgando entre la noche oye pisadas extrañas, pisadas fatales de hombres. Y, todos los indefensos, entre las matas se esconden, solamente uno vigila, aquel valiente bisonte.

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En el bosque esperado está cayendo la noche poco a poco, dulcemente, se presienten los temores. En la noche tenebrosa, vigilando está el bisonte la maleza, y matorrales de los crueles cazadores. Y, de repente, se escapa un pequeñito animal, y, dormido, va y se aleja del rebaño patriarcal. La manada, distraída, perdía las ilusiones y no se fijó en quién se iba a los bosques tan traidores. El pequeño se alejaba a perderse entre las flores, sin fijarse en los peligros que había, y sin temores. El peligro le acechaba en cada paso por donde caminaba lentamente, lentamente sin sabores. De pronto, llegó el olor hasta los débiles hombres de que, entre las azucenas, se escapaba un bisonte.

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Dejando, pues, la partida se fueron hacia el pequeño para cogerlo y matarlo y poder gozar con ello. El padre, que lo intuyó, despacito, fue tras ellos, con las garras afiladas en esos desnudos dedos. Y cuando, al pequeño,

vio que le iban a desgarrar, no lo pudo remediar y, sobre ellos, saltó. Los bisontes, todos, viendo a su jefe pelear, se escondieron en las ramas, las ramas de un matorral. Los cazadores caían al suelo, bajo sus garras, mientras el sol, escondido, lucía sus llamaradas. Y, de un zarpazo certero, el bisonte terminó con el último guerrero, el último cazador. En momentos de peligro, manteneos siempre alertas pues pronto puede venir el enemigo que esperas. 30

Las fiestas de mi pueblo iCómo suben los cohetes

en las fiestas de mi barrio!, parecen aerolitos que nadie quiere pararlos. ¡Qué emoción cuando suben hacia el cielo estrellado y después, allí, reparten sus colores colorados! Laberintos de colores, colores como la luz, que se vieran reflejados en el universo azul. Estrellas pluricolores, fugaces lluvias de añil, ¡cuánto quisiera yo verte! Regalarte un alhelí. Flor de blancos corazones, enredados sin final un final que descubriera toda la felicidad. Y, el mar, se viste de rosa para verlos ya pasar, entre medio de sonrisas, en medio de libertad. No faltéis a vuestra cita, cita pura de verdad, no os alejéis de mi lado, seguidme a la eternidad. 31


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Dios era poeta Dios era poeta y sus poesías eran de amor. Mi alma es poesía y, mi alma, pertenece a Dios.

Hizo, de su mundo, poesía y, la inspiración, se la dio su amor. Amor puro, amor santo, infinito amor de Dios.

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CUENTOS DE NIÑO


-La llave de la esperanzaÉrase una vez hace muchísimo tiempo... Cuando la Tierra era una inmensa bola mansa y tranquila, un pequeño pueblo que se hallaba al pie de una gran cueva. Había una corriente de agua a pocos metros de dicha aldea: allí iban a buscarla para utilizar entre ellos y por las tardes acudían las mujeres para lavar la ropa. Ellos mismos se habían fabricado sus utensilios con las espinas de los peces que pescaban en aquel río y de los animales que cazaban. Ya habían descubierto el fuego y esto les facilitaba transformar los materiales diversos en útiles. Estaban todavía en la era de los grandes monstruos. Uno de ellos precisamente había llegado hasta aquella gruta. Era un animal muy grande que los tenía atemoriza• dos: aquella bestia, con su gran llamarada, había arrasado ya muchas viviendas que encontraba a su paso. Éstas no eran muy sólidas, pues la mayoría estaban formadas por un conjunto de ramas lazadas muy sencillamente. Cuando ocurría esto, todos empleaban el agua del río para impedir que el fuego alcanzase a otras viviendas. Traían el agua en unas hojas gigantes que habían encon• trado en un bosque lejano. A veces, los hombres más fuertes de cada tribu organizaban cacerías y marchaban al amanecer para cazar animales: las mujeres se ocupaban de prepararlos. El dragón que dormía en aquella cueva también salía de noche a cazar. Vivía solo y le molestaba cuando asomaba su gran cabeza para salir, que una incesante 35



cantidad de flechas se clavasen en sus fauces; en su furia él arrojaba la llama de sus narices hacia este pueblo. Tenía amedrentados a los hombrecillos con su forma de actuar y ellos se reunían para buscar la forma de acabar con él: para ello se reunían cada tarde en una choza y dis• cutían. Todos querían hablar, pero ninguno se entendía. Cuando el sol comenzaba a declinar, se acercaban hasta el bosque para buscar provisiones y alguna que otra presa que les procurase el alimento. El animal dormía en el interior de la cueva, pero procuraban no perder de vista el poblado. Todos le llamaban Monky y creían que era una gran pesadilla para ellos: debían estar alertados a lo que pudie• se suceder. Uno de ellos se apostaba detrás de una gran roca en la entraba de la cueva provisto de una gran can• tidad de armas. y se turnaban.

Le tenían miedo. Estaban aterrados por el mal que pudiera hacerles aquel monstruo, incluso el que ya les había hecho. Una parte del pueblo estaba reducida a ceni• zas que todavía conservaban parte de las brasas encendi• das. Aquélla era una vida muy tempestuosa para una aldea tan pequeña como ésta: a los más pequeños no les importaba mucho esto, pues desde siempre habían cono• cido esa vida; pero para los mayores la realidad no era tan grata. En un tiempo habían conocido la paz y la conviven• cia: sin odio, sin maldad: aquél era sólo un sueño ya que había pasado.

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Un día llegó un niño que se llamaba Sinin al pueblo. Era un niño muy despierto y le gustaba conocer y apren•

der lo que encontraba a su paso. Cuando comprendió que temían acercarse a aquella cueva, habló con los más ancianos del lugar. Ellos le explicaron todo, Sinin les escuchaba atento. -Iré a hablar con él-afirmó rotundamente el niño. -Suerte, pequeño amiguito. Y cuando llegues apodérate de un cofrecito que guarda en el interior. Sinín partió hacia la cueva y sin llegar a introducirse completamente gritó: -Señor dragón, señor dragón. . . -Grrr... -se escuchó a lo lejos. ¿Quién osa despertarme? -Soy yo, Sinín. Y cada vez se iba introduciendo más y más con gran cautela. Llegó a una sala que parecía el centro de la cueva enorme y allí se detuvo. El animal estaba en una esquina tendido sobre unas rocas. - ¿Quién eres? -le preguntó. -Me llamo Sinín y vengo de muy lejos. Estuve en el pueblo que hay ahí fuera y vi todo lo que ha causado en él. Creo que ésa no es forma de convivir. El animal le quedaba muy alto a su estatura, aunque estaba sentado delante de él. Cayó una gota de agua; Sinín se asustó, miró hacia el dragón y vio que estaba llorando. Al rato se conmovió y le preguntó: - ¿Por qué lloras, Drak? Él sin darse apenas cuenta había pasado a tratarle como un amigo. - Hace mucho tiempo vivía aquí yo sólo con mi mujer y con mi hijito pequeño. Todos los días eran muy felices 38

con ellos a mi alrededor. La vida creía que se había hecho para nosotros y comenzaba a hacerse realidad para nues• tro pequeño. Pero un día, al volver de cazar me los encon• tré atravesados por multitud de flechas y había una casita levantada en el exterior. Creo que me enfadé mucho y es algo que atormenta mi vida cada vez que lo recuerdo y por eso quiero destruir este poblado. Sinín se quedó un rato dudando. También él tuvo que secarse alguna lágrima ante la mirada atónita del dragón. No sabía qué decirle, se había quedado sorprendido ante aquella historia y a su juicio la culpa la tenía el poblado. -No sé qué decirte: creo que la culpa es de ellos. Pero tú podrías a partir de hoy hacerles comprender lo ridícu• lo que es el odio. No conduce a nada, lo único que puede mover todo lo que se proponga es la paz. El dragón le cogió de la mano y le llevó con él. Cruzó un pequeño pasillo y llegó hasta lo más profundo de la gruta: a l l í había un cofre. Se lo enseñó y dejó que él lo abriese. -Es algo que he guardado desde hace mucho tiempo. ¡Toma!, llévaselo a ellos, que les gustará más que a mí. Sinín se agachó y abrió el cofre: allí había una llave. La tomó y recordó las últimas palabras que le habían dicho cuando salió del pueblo. -Sí, se la llevaré. Y si quieres volveré algún día para visitarte. - Está bien, Sinín, esperaré ese día. y para ese día ya todo lo encontrarás cambiado. Aquí te esperará una casita más. Sinín tenía sus ojos empañados: se los secó. Ya estaba a la altura de la puerta. -Hasta pronto, Draky. 39


-Siempre que quieras, Sinín. Sin decirse más el pequeño miró para la llave: aquélla era la llave de la esperanza y la que le había hecho olvidar todo su enfado. Luego entró en la casa donde estaban todos y se la dio al jefe. Quedaron todos muy contentos. Sinín no dijo nada, tenía la mente en la despedida del dragón.

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-El baúl de las ilusionesÉrase una vez dos aldeas. . . No estaban muy lejos una de la otra, pero tampoco se llevaban muy bien. Os las 'voy a presentar: una de ellas se llamaba la aldea feliz. Todo el mundo que vivía allí lo era. Las calles estaban llenas de alegría y en cada portal había una rosa roja. Cuando salía el sol cada mañana, los hombres salían de sus casas y se dirigían a sus trabajos, y las mujeres quedaban en casa preparando y arreglando todo para cuando llegasen sus maridos. Por su parte los niños acu• dían a la escuela que quedaba en el centro, junto a una gran plaza en donde se reunían todos a jugar. La maestra también convivía con ellos, con lo cual era más cordial la relación con sus alumnos. No era muy grande la aldea, pero todos se conforma• ban con lo que tenían. El señor Juan era el panadero y abría todas las mañanas su tienda para repartir el pan, dejando en el aire un olor exquisito que a todos embelesa• ba; un carnicero que preparaba las carnes que a todos proporcionaban los múltiples animales que tenían y al• gún otro que iban a cazar por las cercanías; un lechero que tenía tres vacas hermosas; un zapatero y un sacerdo• te. Había también una iglesia, claro que sí y estaba en• frente de la escuela. Las mujeres se encargaban de coser los trajes y diversas tareas por el estilo. Todos se ayudaban mutuamente: e r a pues un pueblo feliz. Muchas veces organizaban comidas campestres y se 41



divertían todos y los runos se reunían en torno a los, ancianos para escuchar historias hermosas.

Pero también había otra aldea no m u y lejos de allí. Aquélla era todo lo contrario a ésta. Trabajaban, sí, pero nadie se saludaba; a veces hablaban, pero no se respiraba el aroma de la otra aldea.

Aunque había días en que parecía un pueblo tranqui• lo, no era muy normal aquella forma de ser. No se pelea• ba un pueblo con el otro, pero parecía como si no quisie• ran hablarse entre sí, como si se tuviesen envidia. Los habitantes de aquí se preocupaban mucho de sí mismos. Un día pasaba por el camino un niño llamado Jesús y por el primer pueblo que pasó fue por el pueblo malo: lo primero que le extrañó fue el abismal silencio que allí había. Pero no le dio importancia y entró en él. Pronto comenzó a cruzarse con algunas personas y a saludarles, pero nadie le contestaba. Algunos, los menos, llegaban todavía a mirarle de reojo. El pequeño Jesús se sintió mal: s e sintió como des• plazado de la vida de aquellas gentes. Entró también en la aldea feliz: ésta era muy dife• rente de la aldea anterior. Todo el mundo se saludaba, hablaba por las calles, se ayudaban unos a otros. En este pueblo la vida parecía como un cuento: los niños jugaban por las calles, las madres hablaban unas con otras ... la gente vivía en paz. Y entonces se retiró de las dos aldeas: p a r t e de él enfadado y parte de él sorprendido. No quería que los hombres fuesen así, la vida misma no latía con dos caras diferentes. La felicidad debía ser lo único: la paz y el amor... y aquél que las tuviese debía mostrárselas a quienes no, porque ésa debía ser la única realidad: tal vez habría algún enfado, pero todo tendría solución. Jesús pensaba y pensaba. y un buen día tuvo una gran idea que para él era la única: buscó todo lo que le haría falta en el pueblo feliz y después partió hacia el otro. Cuando llegó a éste ya no le importaban las caras 43

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Serias ni las miradas de reojo; él se sentía portador de esa paz.


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Llegó y se lo mostró a toda esa gente: s ó l o era un baúl... entonces nadie le hacía caso, pasaban sin darle importancia. Después lo abrió y dentro había un espejo. Y todos veían su mismo reflejo en él: alguien que también era como ellos. No podían reconocerse porque nunca se habían visto así. Unos pocos se fueron quedando allí, mientras que los otros seguían sin hacerle caso. Los que se quedaban se admiraban más de aquel señor del espejo, pero no sabían por qué Jesús sonreía. Esas personas estaban viendo aquellas dos caras y una de ellas empezó a sonreír. Poco a poco todo el pueblo empezó a sonreír y a hablarse unos con los otros: la vida había cambiado. Y Jesús se fue de allí feliz y dichoso. Sus ojos estaban fijos en el cielo. Y sonreía él también, porque lo había hecho por la vida. Y le daba gracias a la vida misma.

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-Historia de un viejo relojÉsta es la historia de un reloj, de un viejo reloj de pared. Vivía en una lujosa mansión de paredes blanquísi• mas colgado del salón. Enfrente suya una potente chime• nea le abrigaba del viento frío que algunas veces se cola• ba por las ranuras de la ventana que había junto a ella. Los días le parecía muy largos, tan llenos de tristeza y amargura que su vida iba envejeciendo lentamente... pero en su pequeño corazoncito de cristal le parecía cami• nar a pasos agigantados. Notaba mucho que ya no le que• daba el joven vigor de señalar la unión de una familia. No, ya no, todo eso había pasado... le parecía no haber tenido tiempo de realizar los miles de proyectos nacidos en su primera campanada. Tenía, eso sí, muchísimos recuerdos, un cúmulo de recuerdos hermosos que llenaban aquella mente la mayor parte del tiempo: eran sus recuerdos... sueños que en al• gún rincón del planeta podrían hacerse realidad. Y todos corrían a su encuentro... Pero en el fondo y casi sin sentirlo completamente nuestro reloj se iba cansando incluso de recordar. Soñaba... y aunque aquello que aparecía hoy fuese lo mismo que había visto ayer, disfrutaba de ello como si no lo hubiese visto nunca. Y descubría muchos horizontes a través de él y hablaba de muchas cosas. En su mente se sentaban sobre el mullido césped de la casa que parecía de algodón o corrían juntos saboreando el frescor de la brisa de la mañana.


y se imaginaba cómo sería el exterior: muchas veces

había oído que se trataba de un sol hermoso y muy re• dondo como él y él se decía que sería igual que el peque• ño círculo que tenía en su cabeza, delante del que a él le gustaba sonar. Y en aquella pradera tan verde se encon• traba una niña muy chiquita con la que jugaba y se revol• caba sobre la hierba por la ladera de un... de cualquier monte: de aquél que contemplaba admirado desde la ventana. Pero ahora se sentía solo. Recordaba, algunas veces con ansiedad, que había una niña que entraba de vez en cuando en aquella espaciosa salita para darle cuerda y limpiarlo. y siempre le hacía cosquillas al limpiarle al plato: aquellas manos sedosas como de algodón que le acariciaban sus brazos de metal quizás para recomponerlos o para equilibrarlos. . Y todo aquello era maravilloso: más de una vez había soñado que no terminaría. Le miraba ordenar los sillones, la mesita de cristal, limpiar la chimenea... Pero todo aquello ya había pasado: a h o r a sólo podía jugar con aquella niña en sueños. No sabía si ella se habría olvidado ya de su viejo reloj, que en un tiempo le cuidaba como si fuese una madre misma: era el compañero de sus atardeceres y el velador de sus sueños... a él mismo le gustaba imaginar que su presencia le acompañaba en cualquier sitio donde estuviese ella. Dormían los dos juntos en aquella habitación: había una cama debajo de él y todos los días se quedaba dormido mirándole y preguntándole qué es lo que había cambiado para que él se sintiese tan viejo. Aquella niña se había ido hace tiempo y él no sabía a dónde: había llorado mucho, pero ya ni sus lágrimas le 46

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calmaban el dolor que sentía. Podía haberse ido a la casa de sus abuelos, a pasar unos días con ellos... o podía haberse ido a estudiar a otro colegio: en este caso, pronto volverían a estar juntos y podría desahogar en una sonri• sa toda la pena que sentía hoy... sí, podía ser ésa la verdad. Muchas veces era éste el pensamiento de nuestro amiguito, pero aquellos días le parecían eternidades y lo único que pensaba es que ella seguía sin venir. Se iba él también, cansado ya de aquellos pensamientos. Hace tiempo que le gustaba dar las campanadas y las daba muy contento porque sabía que le miraban y con ellas hacía felices a otras personas: se sentía en parte guardián de aquella vida, un poco pregonero de la liber• tad. Pero ahora aquellas campanadas ya no le decían nada, le sabían a huecas ... y no le decía nada aquel tinti• neo: sentía que su vida se estaba acabando. Muchas veces pensaba que la vida estaría mejor en un dejarse llevar por aquel destino: la vida ya le parecía haber perdido el ánimo que tenía. Y le parecía mentira, porque cuando todavía estaba aquella chiquita con él se sentía completamente fuerte y robusto, capaz de sobrepo• nerse a toda aquella fatiga: sabía que un día regresaría, aunque no sabía cuándo habría de hacerlo. Pero aquella ilusión iba poco a poco derritiéndose: se iba haciendo vie• jo y ya no sabía si ella llegaría a tiempo. Sentía cómo todas sus entrañas de metal estaban enmohecidas y le costaba caminar. Recordaba a su antiguo dueño, una persona anciana que todas las mañanas, casi siempre a la misma hora, acudía a la habitación para limpiarlo: él jugaba a ver si llegaba antes o después de la hora debida. Jugaba con todos los demás relojes: a l l í se sentía como en una gran 47


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familia. Había relojes de muchos tipos ... y cuando llegaba la hora, era todo un coro de voces acompasadas las que se alzaban en una sola para anunciar el paso del tiempo. El ancianito los limpiaba con sus delicadas y callosas manos, pero con la misma suavidad que una madre cuidara a su único hijo. A veces quedaba mirándole: su pequeña cabecita, el color oscuro de su piel.. se combinaba con las arrugas que había en su cara. Unos anteojos relativamente peque• ños, de un metal que relucía con la luz, se dejaban resba• lar por su nariz y permitían descubrir unos ojillos peque• ños. Unas orejas canosas, pero muy bien ordenadas fran• queaban el rostro. Todas las mañanas entraba y miraba aquellas horas y después miraba la suya, por si alguna había quedado rezagada. Y enseguida cogía el paño que guardaba en su escritorio y comenzaba a .limpiarlos. Nuestro reloj se encontraba más o menos en el medio de todos ellos, pero se sentía uno más y aquello le encantaba. Y el viejecito hablaba con ellos y les entonaba alguna de sus canciones preferidas. Nuestro reloj también recordaba aquellos días fríos de invierno: todos los relojes, por la noche, cuando el an• cianito ya cerraba todo, comenzaban a hacer resonar sus tintineos para intentar darse calor. Y entonces se contaban sus sueños y las historias más bonitas que recordaban. El ancianito entraba, cogía unas mantas que tenía guardadas en la trastienda y envolvía con cada una los relojes para que no tuviesen mucho frío. Él vivía solo en la casa de al lado y les trataba como si fuesen sus hijos: hasta algunas noches se había ido a dormir con ellos.

Tenía en la parte posterior una cama con abundantes mantas: no estaba muy nueva, pero le servía para pasar la noche. El viejo Ismael, que así se llamaba, tenía un sueño muy pesado y no se enteraba de aquellas veladas. Siem• pre roncaba y cuando quedaba a dormir entre ellos lo ha• cía también allí, era la admiración de todos: aquello les daba gracia y en cuando uno comenzaba a reír, conta• giaba todo aquel jolgorio a los demás. Para ellos Ismael era un buenazo: casi todos habían nacido en aquel taller de la trastienda de sus manos y los mimaba con todo el cuidado que podía tener. Era entonces cuando nuestro viejo reloj de pared se despertaba y comenzaba a mirar a su alrededor con pena. De vez en cuando oía cómo entraba en aquel cuarto en donde estaba recostada la pequeña alguna que otra per• sona: no le importaba quién fuese, porque ya no sentía la compañía que había sentido en otro tiempo. Ya no sentía que alguien entraba para darle cuerda o incluso para mi• rar la hora: todo esto le agradaba y le hacía feliz, le hacía sentir algo poeta ... pero ahora sólo podía contentarse con verlos entrar aunque no se fijasen siquiera en él. Volvía a dormir en sus pensamientos. También recordó el primer día que vio la luz: estaba acostado sobre una mesa más larga que él y veía a un señor que hurgaba con sus manos en las entrañas abier• tas. No podía levantar su cabeza, aunque sentía latir to• dos sus miembros segundo a segundo. Sentía el platillo que descansaba sobre un paño: sabía que si se lo quitaban se iba a romper; notaba pequeños tironcitos. Aquel señor no le hacía daño: sus dedos se desliza• ban por todo aquel lío de maquinaria sin que dañase al bebé, como si conociese a la perfección a su criatura. Jun-

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to a aquel señor, aunque se encontraran a la espalda de

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Ismael había muchos instrumentos de diversos tamaños y formas que tenían dos agujas como él. Eran otros relojes nacidos de sus manos en aquella mesa de operaciones. Parecían expectantes a lo que pudiese ocurrir, como si se hubieran dado cita para contemplar algún grandioso acontecimiento. Todos eran distintos, pero semejante a como era él no encontró ninguno: se imaginaba cómo sería por lo que imaginaba. Le gustaba imaginarse que sería un chaval alto, fuer• te ... diferente a todos los demás. No quería vivir según adonde le llevaran. Imaginarse que su casa sería una mansión lujosa llena de brillos... Aquello le despertaba otra vez... y nuevamente volvía a aquella solitaria habitación. Y tenía una lágrima en cada lucero: le daba pena no haber salido nunca de .aquella tienda. Allí sí se sentiría como en una familia. Y entonces se daba cuenta que aquellos sueños tardarían mucho en verse realizados... y lloraba más aún. Eran las agujas quienes le secaban las lágrimas: ellas buscaban hac~r1ecompañía. Y se la hacían, sí, pero nuestro querido reloj de pared extrañaba mucho a aquella niñita de los largos cabellos oscuros. Mirando a través de la ventana, de lo poco que podía ver y se quedaba extrañado al descubrir, sólo cuando oscurecía un disco de color naranja que se sumergía en el agua. Aquel disco se parecía a sus mismos ojos: intentaba imaginar quién sería el que a aquellas horas todos los días se asomaba a su ventana. Tal vez él podría llevarle un mensaje a su pequeña amiguita y decirle lo solo que se encontraba aquella casa desde que se había ido ella.

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Poco llos recuerdos: pensaba que ya nunca volvería a ser todo como era antes, que ya sólo viviría cuando estuviera dor• mido. Veía una y otra vez cómo entraban en la habita• ción para buscar cosas en el armario, pero él se sentía so• litario en aquella esquina. Un día pensó: -Voy a soñar, a imaginarme cómo me gustaría a mí que fuese el mundo ... debe ser muy bonito, aunque yo sólo lo conozca por oídas. Y también lo que pudiera des• cubrir a través de mi ventana: este sol... me pregunto si su luz llegará también a todos mis hermanos y a todos los hombres que hay sobre la tierra. ¡Qué suerte poder disfrutar de toda esa belleza!: son felices ellos, me hacen feliz también a mí. Voy a llamar a mis dos amiguitas. ¡Despertad, amiguitas! Quiero sentiros conmigo. Al momento las dos gemelas se despertaron. La mayor lo hizo primero. -Uahh -terminó de bostezar. Yo estoy ya en punto. ¡Qué

sueño más largo, parecía no despertarme más! -¡Hola, amigas! -les dijo el reloj ya más feliz. La menor, que lo había hecho más tarde, aún se frota• ba los ojos para terminar de despertarse. El viejo reloj se animó un poco: ya tenía dos amigas más que se iban a quedar con él para siempre. Ya iba a poder hablarles y sanar así el dolor que llenaba su vida. Se quedó un rato mirándoles con asombro, imaginándose a la vez un futuro más alegre. Y más aún cuando en el fondo se sentía como el padre de aquellas dos manecillas. Cuando por fin pudo hablar, balbuceó: -¡Hola!, ¿qué tal estáis?


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-Mira, hermanita: -dijo

la mayor,

que había estado

observándole un buen rato- un reloj que habla: sería nuestro

amigo. En mis sueños jugaba con un corazón más grande y redondo que yo que me acariciaba cada hora y me hacía escu• char una campanita en el oído con la suavidad de una nube. -Pues yo soñé también con todo eso que tú me cuentas. Creo que tú y yo somos una misma realidad. - ¡Hola…! - le respondieron las dos a la vez. El reloj les había estado escuchando, maravillado ante esa realidad. En un momento había olvidado el dolor de todos aquellos años. -Yo me llamo "reloj de pared”... y reconozco que ahora vosotras me habéis descubierto una nueva reali• dad.

- Nosotras nos llamamos manecillas": yo soy la mayor y ésta es mi hermana, la menor. Creíamos que toda la realidad era solamente un sueño, porque nadie nos había despertado. Nos une el lazo maravilloso de la unidad. H

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- Ahora que ya nos conocemos no me voy a sentir tan solo. Con vosotras voy a poder sentirme más feliz. Aquélla también era una ilusión más. Fue pasando el tiempo. . . ya nuestro reloj le parecieron lustros. -Creo que me estoy haciendo viejo. Ya os he contado toda mi vida, pero todavía siento un vacío inmenso por aquella chiquilla que un día fue mi esperanza. Se fue y no sé cuándo volverá. Y mi mayor pena es que vosotras, aunque llenáis los momentos de tristeza que yo siento y lo hacéis maravillosamente, no podréis llenar mi recuer• do. No sé cuándo volverá: temo no poder volver a verla.

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-No seas tan pesimista, reloj: nosotras te avisaremos cuan• do se acerque. Nosotras necesitamos de ti y mientras viva la es• peranza estaremos contigo. Además, tú eres joven... y la Juventud sigue necesitando de ti: todas las palabras que nos di• ces están esperando ver el sol de un nuevo día. Creo que no tie• ne razón de ser el rendirse tan pronto. -Es verdad -continuó la otra. Hay una fuerza oculta realmente misteriosa en toda la vida. Y quiere sostenerse du• rante toda la eternidad. No podremos sustituir a la preciosa niña de la que se enamoró tu vida, pero pondremos toda nuestra fuerza para que ese día llegue y te encuentre como te dejó. -Nos la tienes que presentar... -¿Vosotras creéis que podré volver a verla?

-Claro que sí. La vida está encantada de servir a la felicidad y confiará en ti porque sabe que tu mente es hermosa y no quiere conocer la maldad. . –Si ya al nacer joven te sientes viejo, creo que al morir viejo te sentirás Joven.. y no querrás morir. Sentirás perdida toda una vida. -Pero... ¿y la experiencia? I

-Esa experiencia te dará más conocimiento de la vida y podrás enseñársela a quien la desconozca. Creo que esto sería aprovechar que tú seas un reloj y nosotras unas manecillas. Y la vida, feliz de verte a ti otra vez alegre, te traerá a tu amigui• ta. ¿Sabes?, creo que en un mundo tan ancho y extenso como el que tú nos has descrito, creo que debe haber muchos más que aun no conocen lo que es una sonrisa. 1

A partir de ahora nuestro reloj ya no volvería a sen• tirse más triste. Todos los días las suaves manecillas le despertaban con suaves melodías y él hada balancearse su péndulo. Esto le llamaba la atención sobre todo; ahora el tiempo parecía más rápido, pero no le importaba, pues 54

él confiaba en que ese tiempo fuese a parar a manos de los que no conocían la felicidad. No podía olvidar del todo a su amiga, soñaba con verla aparecer un día cual• quiera otra vez. A aquel reloj ya no le importaba que fuesen o no a verlo los que habitaban en aquella casa, para él la vida es• taba allí, frente a sus ojos, dentro de aquel cuadradito de cristal. Pero tenía un remordimiento: p e n s a b a que aquella felicidad no podría durar toda la vida. Era eterna, sí, pero ¿quién sabe cuándo se querría marchar? Había oído y ha• bía visto muchas otras historias de felicidades que pronto habían desaparecido y aquella idea le aterrorizaba. Esa noche no durmió: no quería soñar con la destruc• ción... y al llegar la mañana se hizo el dormido para que le despertasen sus amiguitas. - Despierta, grandullón. No te vayas a quedar dormido aho•

ra que ya está amaneciendo. Aquello le gustaba: el secreto de aquel instante sólo estaba entre ellas y él Sólo puedo decir que era mara• villoso.

-Hay que mirar de frente el nuevo día y tú nos vas a ayudar como siempre. Pero nuestro amiguito tenía su mente en otros pensa• mientos y no se fijó en aquellas palabras, aunque sonreía mientras les miraba. A este dolor moral se había sumado otro dolor: uno físico. El reloj se encontraba mal, le dolían las entrañas ya veces no podía respirar serenamente. Él sabía cuál era el porqué de aquella enfermedad: desde que se había marchado la pequeña no se habían fijado en él para nada y ahora sentía cómo la cuerda se estaba apagando. Parecía como si a la misma vida no le 55


gustase aquella felicidad, que también se estaba apagan• do. Las manecillas le animaban, sí, pero había un dolor todavía más profundo y él no sabía qué podía pasarle a su amiga. - Daría mi vida por saber dónde está -le decía a sus manecillas. Total, creo que no vale más la pena estar tris• te.

-No digas eso, reloj. Cuando estaba ella aquí tú eras feliz... ¿Y ahora piensas en rendirte? No, amiguito: mientras exista la esperanza, la vida tendrá fuerzas para seguir adelante. Lo que sí te puede dar pena es la cantidad de personas que llegan a rendirse antes de conocer la verdad. No, reloj, creo que la luna te está esperando para presentarte de nuevo a tu amiga. Creo que debiste quererle mucho. Yo siempre he pensado si está bien eso de volcarse tanto en alguien. No sé, cuando llegue un momento así podrás darte por vencido muy pronto, ¿no crees? Pero también es como si disfrutases más de aquellos días.

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-No estoy del todo de acuerdo contigo, manecilla -le respondió. Yo mismo creo que le podría dar algo a esta realidad, además de hacer resonar estas campanadas a la hora en punto. No sé, pero me parece que la realidad sin el punto de vista que tengo yo está incompleta: incomple• ta sólo para mí, porque es mi visión la que quiere vivir. Y en esa incorrección entra el resto de la realidad. Y nece• sito que me ayudéis a dar todo lo que hay dentro de mí. Todo, manecilla, y eso exige que me vuelque en lo que haga. Porque lo principal es esa necesidad. Creo que perder el tiempo, como dicen a veces los humanos, para mí es callar todo esto. Puede que al final no diga nada, que apenas tenga importancia, pero pienso que me llevaría a sentir un poco más la vida.

Éste soy yo, manecilla. y para ser el que en verdad quiero ser, tengo que encontrar esa sonrisa: creo que es ella. Puede que esté equivocado, pero me da igual con tal de estar plenamente convencido de las palabras.

-Me gusta, reloj, me gusta lo que has dicho yeso es más que una vida ... nosotras te ayudaremos a que te sientas bien. En ese momento la agujita notó dentro de él una sensación extraña.

-¿Qué te pasa, reloj? -No os lo quería decir, porque me sentía muy feliz hablando con vosotras, pero mi tiempo se está acabando y pronto he de marchar ... A un sitio donde jamás podréis estar conmigo. Pero no quiero que estéis tristes, hay que luchar hasta el fin. La vida es para morirla o para vivirla completa• mente: no hay otra alternativa. Así que quiero que estéis alegres para que le digáis a ella todo lo que os dije yo.

-No, reloj. Tienes que decírselo tú: tú tienes que estar aquí. A todo esto no tengo dicho nada de ella. Ella se había ido a casa de su abuela, a pasar unos días. Ya se iba a poner en camino para volver, pues su abuela se había de• cidido venirse a pasar un tiempo a casa de sus hijos. El reloj no lo sabía, las manecillas todavía no se habían apercibido de aquel regreso: estaban demasiado ocupa• das en animar a nuestro amigo, el reloj. Sus dolores eran cada vez más intensos, el único sentimiento que le queda• ba ya era el de dejarse llevar sin oponer resistencia: estaba tumbado en el suelo a merced de la tempestad. Aquellas manecillas ya no sabían qué hacer para ayudarle. -La duodécima hora será la última para mí. Aquellas palabras resonaron vacías en aquel pequeño compartimento de cristal. Las manecillas se miraban una 57

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a la otra sorprendidas: nunca le habían visto así. Tuvieron miedo. . . aunque aún le quedaban unos minutos. No po• día irse, no, ellas también sentían sus dolores. . . De repente empezaron a sonar aquellas fatídicas cam• panadas: cada una era como una derrota para ellas. Si se iba él se irían ellas también. . . y sus vidas no querían irse todavía. Por eso sufrían. Cuando había dado algunas campanadas, la manecilla mayor se sintió moverse un poco: se creyó inútil y por .vez primera se sintió sola. El reloj ya estaba completamente vencido; al menos eso era lo que demostraba: los ojos cerrados, el color cada vez más pálido: sólo esperaban a que llegase alguien para retirarlo. No podía dejarse perder alguien así como así. ¿Quería eso decir que la esperanza había muerto?: se sentían des• orbitados. Cuando llegó la hora y dio el último golpe el péndulo, la manecilla mayor no se había rendido del todo todavía, pero sintió que tenía que irse. Aquella historia no podía terminar así, de esa forma, así que le dio un beso. Aquello fue maravilloso: volvieron a despertarse los tres y se miraron entre sí. Aquello había animado a nues• tro reloj. Era el peldaño que le había faltado durante toda su vida. Ya era ridículo dejarse vencer: t o d a v í a le quedaban fuerzas. Todo su ser había cambiado. Le miraba con unos ojos esplendorosos y felices a aquella aguja mayor. Todo había cambiado: ya no quedaban vestigios de aquel malestar interior. -¿Por qué? -balbuceó. 58

La aguja se le quedó mirando a sus ojos, sin decir nada, y le dio otro. . Aquello no era un sueño. Nuestro amiguito se sintió feliz: eso había llenado su vida. Al instante llamaron al timbre. Fue a abrir alguno de los que vivían en la casa. Pero fue mayor su felicidad cuando descubrió, por lo que pudo escuchar, que quien había llegado era su ami• guita con la abuela que había vuelto. Y entonces comprendió que los milagros existen.

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-Dedicártelo a ti-

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A ti Ya mí nos gusta. Mi corazón quiere que te comunique... Algo como muy especial, me dijiste un día: yo para ti. No sé por qué, pero aquellas palabras también fueron muy especiales para mí. Un sentimiento que había em• pezado a profundizar en Pepi, un sentimiento que era la primera palabra de la vida que me hacía sentir amigo, una palabra que traslucía abiertamente todo el espíritu de una confianza que quería empezar conmigo ... También esa palabra era amistad, sí, pero había descubierto ante ella una sensación muy particular. "Confiar en mí", tam• bién me dijo... y eso me dejaba volar. La confianza, esa sensación que siempre había sentido tan arraigada a mí, tan íntimamente ... había sido una de las semillas que an• taño habían quedado disueltas en el aire. Allí estaba, la semilla ya había crecido y ahora quería hacerse realidad. "Confiar en mí", eso había sido lo que yo siempre había esperado. Solamente por esa palabra había sido un rebel• de, un iluso y hasta un temerario. Era una carta o tal vez un teléfono: una amiga, pero allí estaba su canción; la verdad es que no pensaba hallarla más veces: sólo mi es• peranza se mantenía viva. Ella me había mostrado su fru• to... no, no era solamente una palabra. Era como una eternidad, me decía que ya no tenía por qué seguir va• gando, que ya podía conocer su hogar. Y hablaba bajo mi sombra: "lo que a ti y a mí nos gusta". ¿Quién era yo para que tú pronuncies mi nom• bre?, ¿por qué tú estás aquí, frente a mí, y hablas con-

migo? No sabía qué decirte, pero tampoco quería pensar en ello: la realidad se había fijado en mí, la vida misma conocía todo mi corazón y también quiso hacerse parte mía... ¿por qué?, no lo sé todavía. ¡Ven, acércate, quédate conmigo!: déjame hablar de la felicidad. Porque podía contar contigo, yo sabía que eso era cierto, pero tú te quisiste adelantar a mis preguntas. No dejaste ni que la duda llegase a mí, quisiste destruirla: e r a eso lo que yo necesitaba. Y te quise dedicar ese momento, toda esa vida, pero tú te volviste a adelantar a mis preguntas y quisiste llenar ese espacio vacío dejado al marchar, alguno no conocido hasta ahora. Llenarlo para toda la vida. .. y yo, al compás de tu sonrisa, si me dejas seguirte.

Amor en ella Corta el aire, su aire, buscando la felicidad que le espera tras un opaco velo en el tiempo de una noche que vela una madrugada. Las primeras luces le traen la sonrisa, él corre a su encuentro. Corta el aire, separa el viento, sus piernas, tersas y seguras, avanzan llenas de felicidad. Sabe que le espera, la aurora ya le trajo el canto de su perla. Y él corre. Su mirada ya no existe, está aguardando el color de aquellos ojos. Y allí renacerá. N o ve nada. Sólo quiere 61

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la luz que alumbrará su cansancio. Tampoco oye. Sus oídos esperan aquella voz tan familiar en sus sueños para abrirse y volver a vivir. Corre y corre. Sabe que el tiempo le ha conducido a ella para permitirle contemplarla. El amor . de sentirse querido, de sentirse uno más en la lucha de la vida, compartiendo. Y sentir que también eres necesario, que alguien necesita de ti. Corre, muchacho! Y corre feliz porque ella te está esperando.

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Amor, sí, yo te veía llegar desde la otra orilla del río... ¿Cómo poder penetrar en la mente de tantos niños de cuentos y de fantasías? Siento que sólo tú, en ese blanco nacimiento con el que limpias todo este mundo posees la respuesta: tanto te he buscado y jamás he oído pronun• ciar tu nombre... solamente tú misma esencia se hacía vida dentro de mí. Toda mi esperanza te buscaba, ¿sabes? Ella misma quiso un día ponerse en el camino de las estrellas y hacerse eternidad como tú y nunca conocer el odio que revolvía sus entrañas. Quería hacerse un poco de ti: siempre había soñado contigo... y poder transfor• mar a su paso la vida que se movía a su alrededor. Tener así unos ojos casi mágicos, unos ojos como dos luceros para buscar esa realidad que pregonaban sus pensamien• tos, unos ojos capaces de abarcar todo este universo. 62

Amor, sí, tú vienes hasta mi ser vestido de una blan• cura purísima y me alimentas de esas fuerzas necesarias para soñar. Nadie puede crecer ante ti ni maltratarte ni ofenderte: todos seguimos siendo uno, como en aquellos días en que retozábamos ante tu mirada. Ahora ya hemos crecido un poco, hemos aprendido de lo que tú siempre nos quisiste enseñar, incluso tú misma tienes un fulgor diferente para con nosotros. Pero siempre nos gusta reco• nocer que en el fondo seguimos siendo un poco niños: lo necesitamos, amor, tú bien sabes que es así... el dolor no puede perdurar por siempre como un azote para tu fami• lia. Sí, así es, tú quieres ser parte nuestra en estos momen• tos. Y llevar contigo el sabor a toda una esperanza de ilu• siones para la realidad: todo tu mensaje, para que sepa• mos sonreír otra vez como tú. Amor, esta claridad me hace cerrar los ojos: entonces quiero ser feliz entre tus flores, quiero agarrarme fuerte• mente con los ojos bien despiertos a la cola de las aves y escuchar la lluvia, el mensaje de sus gotas transparentes. Amor. . . y se me hunde la mirada en ti. No puedo sujetarme. Mis manos quisieran cogerte, estrecharte entre sus viles dedos. y tú te dejas... ¿por qué? No, no me lo digas: quiero seguir soñando, quiero seguir acariciando todo este alrededor: en él también están grabadas tus pisadas... ¿y por qué no?, también una parte de ti. Para siempre se acordarán de tu nombre y de todas tus pala• bras. Porque tú has sido quien les trajiste la hermosura de la madrugada y eso no lo olvidarán tan fácilmente. Ahora ya no te irás de vacío, no te irás sin un recuerdo de la felicidad nuestra. Este paisaje quiere ser todo tuyo y postrarte sus ilusiones a tu voluntad. Y tú les harás cono-

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cer la luz de tu corazón, esa luz infinita que hoy ha llega• do hasta aquí. Amor, ¿cómo poder penetrar en la mente de tantos niños de cuentos y de fantasías? Ahora ya he encontrado esa respuesta: eres la única estrella para la cual tengo reservada toda una vida en su nombre ... está aguardan• do solamente a que brille de nuevo el sol. Porque él tam• bién quiere participar de tu aire y hacerse fuerte a través de ti: como los árboles, que son testigos infatigables de tus obras maravillosas. Ellos comprenden todo aquello que tú les quieres decir. Y esperan siempre atentos, contemplando el cielo, esperando a que llegues. . . sí, tú, como el mensajero de toda esa plenitud. Amor, ahora ya te conozco: t ú eres esa dicha... más, mucho más blanca de lo que yo me había imaginado. Tú eres ese ánimo, esas fuerzas que nos impulsan a caminar. Tú nos conoces: para ti somos eternidades dispersas que buscan la verdadera libertad de nuestras ilusiones ... y sabes que sólo la encontraremos a tu lado. Tú eres lo que siempre hemos querido recrear en nuestros corazones, re• cogiéndote del aire que gravita a nuestro alrededor. Así es como eres: tú, todo lo que queremos conseguir. Pero, ¿qué me falta?

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-La pequeña MarinaÉrase una vez un bosque muy grande y muy espeso a la vez. No es que los árboles fueran muy altos, pero por su frondosidad y cantidad de hojas se hacía muy difícil mi• rar a través de ellos. El sitio desde el cual se erguían di• chos monumentos estaba salpicado de múltiples matorra• les amontonados. No obstante, a pesar del abundante ramaje, había ya formados muchos caminos. Aquello parecía un laberinto dada la diversidad de senderos. Era muy fácil perderse entre ellos; sin embargo la gente del pueblo, que había nacido y crecido allí, cono• cía muy bien cada palmo de terreno. Este pueblo del que os he hablado quedaba un poco alejado del bosque. Había un camino que lo comunicaba con aquél y a muchas familias les gustaba ir a dar una vuelta o incluso a comer hasta allí con cuidado de no in• ternarse en él ni de aventurarse a explorar aquello. Se sentían muy animados con aquel paraje, porque el sol se colaba por entre los pequeños huequecillos que encontra• ban en tan abundante follaje. No ocurría como en el pue• blo, que lo recibían sin defensa alguna y era fácil ver las calles totalmente despobladas por estar todos en el bar o en sus casas. En este camino que conducía del pueblo al bosque, en el medio más o menos, había una casa. Sus paredes eran blancas como la cal y tenía un pequeño fuertecillo junto a ella. No era muy grande, pero allí vivían muy felices dos padres y una hija. 65

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Todas las mañanas y antes de que saliera el sol, la madre o a veces la hija se acercaban hasta el pueblo para comprar alimentos y otras cosas necesarias. La niñita se llamaba Marina y tenía siete años. Vivía también muy contenta, jugando todos los días después de estudiar con sus amiguitas del pueblo. Todas juntas formaban una pandilla bastante numerosa: niñas y niños se reunían todas las tardes en las proximidades de la arboleda y se divertían con los juegos que sabían. Nuestra amiguita iba también muchos días a jugar con ellos, pero otros se quedaba en casa ayudando a sus padres o haciendo cualquier otra tarea. Los demás lo sa• bían, por eso cuando se reunían en el pueblo y faltaba ella no se alarmaban, no, ni iban a buscarla porque, sabían que estaba ocupada. Muchos días ya había faltado porque sus padres ha• bían salido o se habían quedado a comer en el pueblo. Se quedaba en casa y se ocupaba de arreglarla para que sus padres estuviesen contentos. Cosa que era cierta pues ellos se sentían muy orgullosos con ella y cada vez que la veían era todo un desfile de sueños el que pasaba por sus mentes en aquellos momentos. De todas formas nunca estaba sola pues su corazón de oro le había hecho amiga de todos los animalillos del bosque, que se acercaban muchos días hasta su casa para que les diese de comer. Y todos los pajarillos se posaban en su ventana para entonar en su honor sus más lindas melodías. También había animales grandes, pero vivían en lu• gares más profundos del bosque, por lo que los peque• ños pobladores de sueños nada tenían que temer. Marina también era amiga de aquellos, pues un día se había in-

ternado en el bosque y llena de miedo porque se había perdido había empezado a llorar ... Y éstos, enternecidos por la blancura y la belleza de la niña, le habían ayudado a salir. Como veis también conocía a estos habitantes y les quería mucho. Algunos días se acercaban hasta la casa para verla. Un día estando con sus amiguitos en el pueblo oyó una conversación. Quiso retirarse, pues sabía que es muy feo escuchar conversaciones ajenas, pero al advertir que se trataba sobre aquel bosque, se interesó más por escu• charla. - Parece que en lo más profundo del bosque hay una casa medio destartalada en la que habitan tres cazadores. Dicen que parecen ogros porque no quieren hablar con nadie y nunca han venido al pueblo. Viven solos rodea• dos de árboles y se alimentan de las presas que cazan... y los animales caen uno tras otro en sus dientes. Como sigan así me temo que pronto va a desaparecer la fauna de nuestro alrededor. Marina, sorprendida por la tan tenebrosa historia que había escuchado, se acercó a ellas y les preguntó: -¿Son tan malvados como dicen? En sus dos ojitos como de cristal relucía una luz de asombro y de esperanza a la vez. -¡Oh, hijita! -exclamaron ellas. Eso y más. No sé si le conté -prosiguió dirigiéndose más hacia la otra señora que hacia la pequeña-, la vez que se adentraron dos ni• ños por allí: parece ser que salieron alarmados por lo que allí habían visto ... y desde entonces nadie ha vuelto a pi• sar aquellas tierras. En la mente de Marina se desarrollaba la idea de ir a visitarles. Cuando llegó a casa, cuando ya se oscurecía el 67

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sol y se estaba acostando en la cama, se quedó mirando la ventana que dejaba ver, medio entreabierta, cómo ilumi• naba una luna blanca sobre la inmensidad de los árboles. Aquella luna era redonda como su cara y de un color que parecía el suyo a la luz del sol. En total: que la luna le recordaba a otra niña que era el vivo retrato de ella. Y le hablaba y le preguntaba muchas cosas, porque dentro de su inocencia de chiquilla sentía cómo le contestaba. Y cuando sus dos lunas áureas comenzaban a tamba• learse con el peso de la noche, cuando llegaba hasta ella el sueño, se despedía sabiendo que mañana acudiría como cada jornada a posarse en el marco de su ventana. La luna aparecía rodeada de una aureola entre amarilla y roja que se abría a un paisaje rojo y marrón. Y a Marina le gustaba mucho dormirse bajo aquel resplandor. Por eso muchas noches se quedaba dormida contem• plando aquella ventana, como si quisiera extender o pro• longar en sus sueños la maravilla de vivir. Todas las mañanas se levantaba y arreglaba la habita• ción. Iba a tomarse el desayuno y después limpiaba la co• cina que ya había dispuesto de antes. En su mirada la luz de un nuevo día le iba presentando las sonrisas que vería después. Su madre, que siempre se levantaba antes que ella y bajaba al pueblo, le dejaba sobre la mesa una nota con todo lo que tenía que comprar para hacer la comida. Ella la leía... y lo compraba todo. Cuando ya lo había compra• do se arreglaba y se dirigía al colegio de su pueblo, donde iba a encontrarse con todas las amigas... y así comenzaba un día maravilloso como los demás. Su sillita estaba junto a la ventana y algunas veces se quedaba sentaba con la vista fija en el universo. La maes-

tra lo sabía ... y cuando la miraba así, intentaba imaginar• se el fantástico mundo de su alumna que llenaba su pen• samiento. Varias veces observó cómo una solitaria lágrima roda• ba por sus resplandecientes mejillas. La profesora sabía que Marina se había encontrado con sus amiguitas del bosque y no se podía imaginar el sueño que latía dentro. Otras veces veía llegar hasta la ventana a alguno de aque• llos pajarillos y cómo Marinita plantaba sus dos perlillas en ellos. Parecía que hablaba con el reflejo que despren• dían de ellos. Y cómo le contestaban con sus picos que parecían de plata. El sol entraba lenta y suavemente a través de los cristales yeso hacía más agradable el mo• mento. y la maestra no le prestaba mucho la atención a eso, pues sabía que Marina estudiaba mucho y nunca había tenido una queja de ella. Sin embargo, fortalecida quizás por el resplandor de aquella fugaz lágrima, se dejaba deslizar hasta su silla para suavemente acariciar su largo y fino pelo color de madrugada. y Marina en cuanto sen• tía aquellas caricias reclinaba su cabeza sobre la cintura de la maestra. Cuando salió de la escuela le preguntó a una vecina para que le informase más sobre aquellos cazadores tan terroríficos. -Así es, pequeña niñita. Tienen buena parte del bos• que cubierto de trampas, de hoyos profundos que exca• van en el suelo y que cubren de ramas para que los ani• males no los detecten y caminen confiados. y todos los días acuden a verlos para comprobar si han cazado algu• na presa. Llevan una escopeta cada uno por si les atacan por sorpresa.

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Estaba desde entonces muy asustado por la suerte que correrían los animalillos que allí cayesen y cada día que• ría cuidar más y más a sus visitantes. Pero sabía que éstos no corrían mucho peligro porque tenían sus nidos cerca del pueblo, en el extremo del bosque. Sin embargo pensa• ba también en los otros que caerían en sus trampas... y que eran sus amigos también. Un día, después de clase, cogió un poco de comida y partió hasta lo más oculto del bosque. En su mente estaba la idea de ir a ver a aquellos cazadores para que dejasen de matar animales. Conocía muy bien esas trampas, pues su abuelo había sido también cazador y le había llevado a . muchas cacerías con él y le había enseñado las que ha• cían. Caminaba pues segura y tranquila observando el suelo, pero no veía ninguna por allí. Cuando ya empezaba a sentir el cansancio de haber . caminado toda la mañana, se sentó a comer lo que había llevado y le daba las migas a todos los pajarillos que se agolpaban a comer a su alrededor, alegres por la bondad de nuestro visitante. Un rato más tarde se puso en pie, cogió la comida que le quedaba y siguió caminando. Cuando algunos pasos después se dio cuenta que ya se había adentrado mucho, comenzó a descubrir pequeñas trampas en el suelo que estaban muy bien disimuladas, las hojas cubrían total• mente el hueco en la tierra, lo cual hacía muy difícil que los animales se diesen cuenta de ellas. Siguió caminando: la tierra estaba cada vez más seca y apenas se veían ani• males sobre ella ... tan sólo algunas liebres en los árboles y gacelas en manadas. Recordaba que su abuelo, en una de sus múltiples correrías por el bosque, le había hablado de un cierto

arroyo situado en un claro del bosque. Este arroyo era un pequeño riachuelo que cruzaba el extenso bosque y daba de beber a la multitud de animales que lo poblaban, habi• tantes que acudían varias veces al día para calmar su sed. Y recordaba también la cantidad de veces que su abuelo le había dicho que era mejor colocar allí las trampas. Al mismo tiempo que pensaba aquello sentía una an• gustia interior que crecía a cada paso que ella daba. Pen• saba en los infelices animales que acudirían a beber y po• drían caer en cada una. Pero un poco después se sintió agotada y se sentó so• bre una roca echándose contra las raíces de un árbol que alIado se levantaba. Acusaba el cansancio del camino y, aunque el sol no la azotaba, era la sed la que causaba es• tragos en aquella niña que no estaba acostumbrada a pa• sar tanta sed. Cuando se levantó y abrió los ojos, se encontraba delante del arroyo que había pensado. Aquello era muy hermoso: el agua era tan cristalina que dejaba ver perfec• tamente su interior ... el agua cristalina se mezclaba con un color azul claro. No tenía mucha corriente, más bien se podía clasificar como agua mansa. . Quedó un largo rato con los ojos clavados en aquel paisaje y sintió ganas de acercarse a beber allí. No tardó mucho en percatarse de la presencia de una trampa cerca del arroyo ... estaba muy bien disfrazada, ella casi no la habría descubierto si no se hubiera dado cuenta de una estaca clavada en el suelo que indicaba el peligro. Seguramente la habían colocado los cazadores para no caer ellos, pues cabía la posibilidad de que se olvidasen. De todas formas aquel riachuelo invitaba mucho a los animales a que se acercasen a beber. 71

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Una vasta pero ordenada arboleda se levantaba en la otra orilla del riachuelo. También ella aparecía reflejada en las aguas del arroyo y se combinaba con el color azul del cielo. Así pues, todo junto, resultaba un paisaje muy apacible. Allí se quedó Marina soñando. Y en sus sueños veía a muchos animales hermosos reposando a la orilla de aquel regato. Cantaba con ellos y le hacía muy feliz llenar su mirada de todos los que allí acudían a saciarse la sed. De pronto, uno de ellos se retiró de la manada y Ma• rina se imaginó que iba a caer en una trampa: era la rea• lidad que le despertaba de un mundo de sueños. Se des• pertó pues, y se quedó mirando el regato frotándose los ojos con fiereza: sin querer lo estaba enojada con aquel hoyo que no le había dejado seguir soñando. Una y otra vez cerraba los ojos para intentar seguir soñando, pero por más que lo intentaba era imposible. El susto que le había dado aquel cervatillo no le dejaba volver a soñar y le mantenía bien despierta: se había enfadado con ellos, sentía como si algo suyo hubiese caído allí. No había pasado mucho tiempo cuando vio aparecer por entre los árboles una gacela. No era muy difícil ima• ginar que lo que ella buscaba era beber. A la muchacha le asomó una dulce sonrisa a los la• bios y, al instante, revivió aquel sueño. -¡No! -gritó con todas sus fuerzas, al mismo tiempo que de un brinco se echaba a correr hacia aquel desafor• tunado animalillo. La mente de Marina sólo pensaba en sacar a aquella gacela del peligro que la esperaba, que la misma trampa le auguraba, así que cuando ya estaba a punto de llegar a ella, un mal paso le hizo caer a ella en él. 72

La gacela al ver todo eso huyó despavorida por entre los árboles. Sus saltos eran enormes, corría lo más que podía hasta que por fin desapareció entre los matorrales. Quedó, pues, la pequeña Marina allí tirada boca aba• jo y bastante magullada por la caída. Inconsciente, aun• que la caída no había sido muy aparatosa, parecía que respiraba con alguna dificultad. Al rato regresó la temblorosa gacela y vio a la infeliz chiquilla sin sentido. Y junto a ella dejó algunas lágrimas . que se estrellaron contra el suelo y llegaron hasta ella ... embelesada por aquella belleza, se sentía incapaz de pensar: sólo miraba a aquella muchacha reposar en el agujero casi sin vida. Cuando se dio cuenta de dónde estaba y también de la criatura que había dentro del hoyo que en el fondo le había salvado la vida, se dio la vuelta y se volvió a aden• trar en el bosque, pero viendo que ella sola no podía sacar a la pequeña de allí, fue a pedir ayuda al resto de los animales que había en los alrededores. A los pocos minutos todo un coro de animales asus• tados se amontonaba en tomo a la trampa descubierta: las miradas de todos ellos miraban la niña que yacía en el fondo. Los padres de la niña desafortunada estaban conven• cidos de que la pequeña estaba en casa de su abuela, al otro lado del pueblo, escuchando multitud de historias que siempre le gustaba escuchar. Muchas veces le pedía a su madre que le dejara ir allí y la madre confiaba mucho en Marina. Cuando se despertó Marinita y abrió los ojos se encon• traba en una habitación de madera, bastante rudimenta• ria. Las paredes estaban formadas por una serie de 73


troncos dispuestos uno encima de otro. Lentamente se .incorporó y alarmada gritaba: -Tengo que darme prisa: la trampa... la gacela va a caer. . . Una mano le tranquilizó sobre los hombros y le volvió a recostar sobre la cama. Marina, sorprendida, dirigió la mirada hacia el lugar donde había sentido aquella mano fuerte... y vio la figura de un hombre sentado sobre un taburete. Aquel hombre no era muy mayor, pero se notaba que la dureza de su trabajo le había dado una gran fuerza. Su piel era oscura, propia de los hombres que trabajan en el campo y pasan largas horas bajo un sol plomizo. Marina no sentía miedo. Sus ojos estudiaban a aquel misterioso personaje una y otra vez y miraban también el resto de la habitación en la que se encontraba. Y miró los troncos y una pequeña ventana rompía

tan• ta monotonía. Aquella ventana no era muy grande, pero estaba situada enfrente de la cama y desde ella podía contemplar el amanecer. - y a despertó - tronó la voz de aquel hombre. Era una voz seca, pesada... y le asustó un poco. A los pocos segundos aparecieron dos más. Uno lleva• ba una oscura barba y tenía en la mano un recipiente con agua. -Incorpórala un poco, Mat -dijo éste. y Mat cogió a Marina suavemente por el cuello para incorporarla. Ella se admiró: a q u é l l a s eran unas manazas, pero no le hacían daño. El extraño sujeto le elevó suavemente la cabeza y le aproximó aquel recipiente para que bebiera. Después vol• vió a echarla sobre la cama.

-¿Cómo te encuentras, pequeña? -le preguntó otro, que se había sentado sobre la cama. -Debo volver con mis padres -exclamó ella, dando muestras de querer levantarse a toda prisa-, deben estar preocupados. Uno de ellos le calmó diciendo: -No puedes, pequeña. Todavía estás muy débil. -Ya recuerdo... Había una trampa, aquella gacela iba a caer. Quise evitarlo. . . - Y caíste tú, bonita. Te encontramos como muerta bo• ca abajo. Si los animales del bosque no nos hubieran lle• vado hasta ti... - Entonces son ... - Los cazadores, pequeña. Así es. Pero tenemos que contarte una historia. -Hace muchos años vivíamos en aquel pueblo de donde procedes tú, pero un día hubo un malentendido y como estábamos limpiando las escopetas tuvimos miedo y el gatillo se disparó... y aunque la bala salió hacia el aire, nos echaron del pueblo. Desde entonces buscamos sobrevivir en este bosque: l a soledad nos ha vuelto de es• ta manera. Ella les escuchaba, aunque su mente se escapaba a un paraíso de sueños todos bellos. -Pero están matando -les riñó Marina- a todos los animales del bosque y están haciéndole daño a nuestro pueblo. Ya hacía dos días que faltaba de la casa de sus padres y ellos ya sabían que no se encontraba en casa de su abue• lita, lo cual les ponía más nerviosos todavía. Las gentes estaban muy tristes, todos querían mucho a la pequeña Marina y se iban preguntando unos a otros en


dónde estaría. Casi todos pensaban que se encontraría en el bosque perdida o incluso muerta, una idea que les ate• rraba. Pero sus padres estaban tranquilos: ellos confia• ban mucho en su pequeña y sabía que estuviera donde estuviera se acordaría de su casa. Cuando empezaba a atardecer un pajarillo, el más querido por la niñita, se acercó al pueblo y gritó: -¡Ya viene!, ¡ya viene!... - ¿Dónde? -preguntaron sorprendidos. - Allí, en el bosque. Vienen hacia aquí. .. Todos los habitantes se dirigieron hacia la entrada del bosque. En sus corazones sólo esperaban ver a Marina, aunque no se habían dado cuenta que el pajarillo les ha• bía hablado en plural Al poco aparecieron los tres cazadores y sobre los hombros del que estaba en el medio, Marina. En los rostros expectantes de todos podía verse una cara de descontento y tristeza. Sólo sus padres salieron de entre aquel tumulto. -¡Marina, mi pequeña! -exclamó la madre, con los ojos empapados en lágrimas. - Mamá -gritó ella Marina corrió hacia su madre y se tiró en sus brazos. Un buen rato estuvieron abrazadas y después, dirigién• dose a ellos, les dijo: -Gracias, señores. Estos tres señores vienen a quedarse entre nosotros. Y me han prometido que en cuanto amanezca irán al bos• que a quitar todas las trampas. Y nos ayudarán en el pue• blo. Y desde entonces volvió a ser la aldea feliz. 76

-El niño felizÉrase una vez un niño muy pequeñito llamado Miguel... Miguel vivía triste, muy triste: en el pueblo no lo querían y él tampoco tenía amigos porque era feo. Todos los niños eran guapos: él era el único feo y a veces lle• gaban a reírse de él Todos los días los pasaba solitario en su habitación. Ésta era de un color oscuro, le daba al en• torno un carácter de tristeza. Tras los blancos cristales de su carcomida ventana veía a toda la gente reír y cantar. Nadie le quería, pero él se sentía en su interior contento porque veía a los demás alegres. Un día, a través del cristal de su ventana, vio brotar el arcoíris ... esa visión le hizo olvidar el que nadie le qui• siera y se dijo: - ¿Dónde nacerá el arco iris? Quisiera hablar con él. .. Aquel día su cara brilló de una manera especial, más vi• va. Salió por la mañana de su casa y partió hacia aquel lugar en donde le había visto despertarse. Le preguntó a un caminante: -Dígame, por favor, ¿dónde nace el arcoíris? - ¿Buscas tú el arco iris, hijo?: el arcoíris no existe. Ante esta respuesta nuestro niño se quedó muy triste. -Eso es mentira -se dijo-. Yo tengo que encontrar el arcoíris. y echó a andar... Caminó mucho, atravesó ciudades y ciudades, muchos días veía el amanecer despertarse de• trás de las montañas yeso le daba fuerzas para seguir, 77


siempre hacia ellas. Cada vez lo veía más cerca y asoma• ba una sonrisa en su cara cada vez que lo sentía... hasta que después de mucho tiempo caminado llegó a una casi• ta al pie de una montaña: siempre había visto aparecer allí su banda de colorines y buscaba aquella felicidad tan hermosa.


Vivía allí un viejecito solitario, el niño entró en la casa y le dijo: - Mire, vengo de muy lejos buscando el arcoíris. El me está esperando ... ¿sabe dónde se encuentra? -Sí, hijito -le respondió aquella persona-. El arcoíris se encuentra detrás de esta montaña. A Miguel le brilló entonces su cara. Subió corriendo la montaña y allí detrás apareció el arcoíris. Miguel se sentó y empezó a hablar con él: -¡Hola, arco iris!, ¡qué alegre estoy! ¿Me dejas cogerte un trocito? -Sí, Miguel- le respondió el arcoíris sonriendo.

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Y el arcoíris le contó muchos cuentos y jugó con él. Pero cuando ya anochecía, Miguel se despidió de él. - Arcoíris, me tengo que marchar. En el pueblo ya de• ben estar muy preocupados por mí. -Bueno, Miguel. Me gusta ser tu amigo. Anda. . . y vuelve cuando quieras. Miguel se alejó, intentaba no llorar y miraba muchas veces su pequeñito arco iris en la mano. Y seguía hablan• do con él, no quería que él estuviese triste por alejarse. Cuando llegó al pueblo ya todo había cambiado: era fiesta y todos jugaban a coro. Le llamaron y estuvieron jugando con él durante toda la noche. Y se sintió de nue• vo alegre. Fue corriendo hacia su ventana y mirando a la lejanía, aquella montaña, murmuró: -Gracias, arcoíris.

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-Alegre despertar-

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Era un niño soñador... siempre estaba en la escuela, pero se pasaba la mayor parte de la clase mirando por la ventana cómo pasaban las nubes y tenía en la cabeza la idea de querer llegar a ellas. Cuando salía de casa siempre se dirigía a un peque• ño olivo y se sentaba a su sombra esperando que pasasen ellas por allí. -Buenas tardes, señora nube -le decía a cada una cuando la veía pasar. Él sentía en su interior una respuesta yeso le bastaba, aunque ellas no le respondiesen. Dentro de sí oía cada vez más aquella llamada, ellas le estaban esperando. -Debo ir hasta ellas, quiero verlas, quiero viajar a donde quieran llevarme. Aunque todos le dijesen que aquello era una fantasía, una idea imposible ... él se repetía que no era verdad: na• die se lo quería decir. No tenía por qué enfadarse, por• que ellas no lo querían. Un día, mientras paseaba por el parque, oyó las voces de dos señores que hablaban: -No debo escuchar -se dijo-. Es falta de educación y está mal. Pero escuchó la palabra "nube" y el ansia de nuestro amiguito le hizo acercarse. - Hay un ermitaño -decían ellos- en aquella gruta y dice que se ha refugiado allí para hablar con las nubes.

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-Debo ir a verle -pensó. y se sintió más satisfecho de todo lo que pensaba. Era un ánimo oculto que le daba un bienestar especial. Y un día partió hacia aquel lugar con un poco de pan y un abrigo. Hacía mucho calor y la subida era muy pesa• da, pero Jaime caminaba ajeno a todo eso y sólo pensaba en que iba a hablar por fin con aquel ermitaño. Al rato llegó a aquel lugar y habló con é1. -Señor, he oído que usted le habla a las nubes y ellas le contestan. Yo también les quiero hablar. -Si, pequeñín, hablo con ellas y ellas me han hablado mucho de ti. Todas las mañanas bajan hasta las laderas del monte para jugar conmigo. Quédate y podrás hablar con ellas. -Sí, señor -le contestó Jaime muy contento. "Mañana podré”... -se repetía lleno de ilusión. Llegó la mañana y Jaime se levantó muy temprano sentándose sobre una roca. De pronto se le acercó el ermi• taño. - ¿Quieres hablar con las nubes? Ven conmigo. Y le llevó hasta una verde pradera. Allí estaban ellas, posadas, y se quedó hablando y jugando con ellas. Al atardecer volvió a casa muy contento.

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6-1-1985 Llegan las fiestas del Año Nuevo. Olvidar, olvidar. . . sí, éste es tiempo de olvidar: olvidar al viejo ladrón de las ilusiones. En la alegría de una casa feliz, hay un niño que no le escribe a los Reyes Magos. Dime, niño, ¿por qué no les escribes?: es el tiempo de las ilusiones, el tiempo de vi• vir la felicidad. Dime, niño: ¿por qué no sonríes?, ¿en• viaste ya tu carta a los Reyes Magos? -No, porque hay una ilusión única en mi sonrisa yen ella está el centro de mis esperanzas. Siento que toda la felicidad está en contra de ella y además no quiere com• prenderla: un beso, un beso limpio sólo por amor. De na• da me vale vivir una realidad fantástica si mi vida carece de ella. Ella me educó para que yo sea un chavalín como vo• sotros, ella me enseñó la verdadera hermosura de la vida y ahora, cuando de verdad siento renacer la ilusión y las esperanzas (comprensión), siento que es como un sueño realmente derrotado... y toda una vida se ha ido a la destrucción con él. Hace pocas semanas soñaba con este día: miraba, en la pantalla grande de un corazón, unos días felices y llenos de Navidad, pero a medida que el tiempo iba pasando me estabas haciendo comprender que solamente era una ilusión. Y no sé si voy a tener fuer• zas para llegar al año que viene, siento que a veces la mis• ma realidad es ingrata. En todo este tiempo yo he tratado de ver más aquella felicidad que posee el espíritu. Pero ahora me siento fracasado... y lo peor del caso es que ya me siento agotado, sin fuerzas para buscarla de nuevo. 82

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Puedo parecerte un gandul, puedo parecerte que así no voy a ninguna parte, incluso un rendido ... pero mis pala• bras, todas mis palabras, han querido llenarse de la Navi• dad y ser ciertas, sin un asomo de mentira. Pero todo es maldad y mis palabras ya se sienten vacías.

- Ya, así que triste . Tú que continuamente has pregonado lafelicidad, tú que te has hecho guardián de mi sonrisa ... Tú no puedes sentirte jamás abatido: ya sabes que eso te pone triste. "Nadie sabrá que hoy has cambiado un poquito”... sí, aquel poema que en su día tal vez te dijo muy poco, ya sabes que hoy también quiere hablar contigo. Mira, la sonrisa no es una so• la... y tú te has querido rodear de ellas. Todas te quieren ver feliz, porque creo que tú les hiciste feliz a ellas un poquito. ¿Hoy quieres que ellas se sientan desanimadas? No eres tú sólo quien depende de ti mismo: es toda una vida quien depende de ti. Quisiste hablar conmigo para que te dijera algo... ya ves. Yo te puedo decir muchas cosas, pero quizás tú no las entenderías todas: yo quiero que las encuentres por ti mismo. Ahora vas a volver a la realidad y a mirarla de nuevo, pero con la cara dis• tinta. Ya te has renovado: que se note dentro de ti. Cuando ibas a dar la paz me dijiste que lo único que puede calmar la tempes• tad es el alivio de una sonrisa sincera... Yo te animo a que sigas haciendo de tus palabras una vida.

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-Enamorado de la vida... -

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Un día te dije que quería ser tu novio ... Creo firme• mente que los novios deben ser un chico y una chica que hayan sido los mejores amigos antes. ¿Por qué? a mí siempre me extrañó el episodio de una chica que quería ser mi mejor amiga ... y se casó con otro. No sé, me extra• ñó porque todo ese periodo de amistad nos había permi• tido conocernos mejor ... nunca he creído que haya men• tira en esas palabras: me repugnará el creerlo. Pienso que el que tú seas la mejor amiga de un chico y que después te vayas con otro, implica que todo ese periodo de amis• tad en que uno profundizó más en el otro ha sido un tiempo perdido ... y hay que volver a intentar la recons• trucción, pero de otra manera. Tal vez esté equivocado y entren en este tema los guapos, los feos, los elegantes, los malvestidos... Para mí sinceramente siempre creí que eso era lo de menos. Yo más bien me autodefiniría como no muy guapo, me llamó la atención el horóscopo que defi• nía a los Scorpios con esas mismas palabras me gustó, sí, yo nunca dije que fuera lo contrario, aunque tengo escu• chado multitud de opiniones y aún no sé si todas son sin• ceras. Aquel día te lo dije tal y como lo creía: me molesta• ba callarme, necesitaba hablarlo con alguien. Me lo tomé en serio, de verdad, pero me estaba riendo: e r a la felici• dad de haberte encontrado por fin. Creo que el que me haya consagrado a poeta desde hace algún tiempo, me ha ayudado a ver y a cantarle a la belleza de la vida: me ha hecho preparar aún más el amor sincero hacia una mujer, la mujer con la que quiera casar84

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me. De mayor sólo le pediré fidelidad y amor, los dos pilares sobre los que yo comencé esta amistad. Lo demás como me ocurre a mí irá creciendo con el tiempo. . . Yo me sentiré feliz, habré encontrado a quien entre• garle esta amistad. No creo que esté tan equivocado. Pero después de hablar contigo pensé. .. y descubrí que yo estaba plenamente entregado a este amor. De tan• to escribir, de tanto cantarle a la vida, me he enamorado profundamente de ella. Y creo que tu estrella, cuando quiera buscarme, me encontrará soñando con ella...

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-La feliz enamorada -

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Hace muchos, muchos años... la tierra era una inmensa bola azul y verde. Los hombres todavía no habían puesto su pie sobre ella y la vida trans• curría apacible y muy feliz. Todos eran felices, el sol y la luna ansiaban con todas sus fuerzas despertarse en todos los lugares para poder ser testigos del gozo de vivir. Muchas veces eran ellos mismos quienes se paraban a dialogar y a contarse las incidencias de aquel viaje. Lo que más le gustaba al sol era introducirse en la espuma de la nube para sentir sus dulces caricias y entre los dos regar todo aquel inmenso campo que se extendía a sus pies. En uno de los muchos paisajes que podían verse ha• bitaban dos conejillos. Era una pradera siempre llena de una hierba verde y fresca y con un frondoso árbol en ella en cuyo interior se guardaba la casita infantil de aquellos dos habitantes. Ellos eran muy curiosos y cuando comenzaba el sol su jornada salían alegres de su tronco y corrían a lo largo de aquel prado. Se imaginaban ser descubridores y bus• caban a un lado y a otro. Y con sus voces llenas de ale• gría despertaban a los vecinos que habitaban por los alrededores. Pero éstos no se enfadaban, no; al contrario, les gustaba asomarse a las ventanas para disfrutar de aquella felicidad. La hierba también se despertaba cada mañana, pero siempre antes que ellos: era el amor. Y en cuanto llegaban 86

a ella los primeros rayos del sol, abría sus ojitos para ba• ñarse de ternura y escuchar las coplas que entonaba el amanecer. El rocío le vestía con un traje de luces porque le gustaba dejarse caer sobre ella. Estaba enamorada del sol y éste siempre le correspon• día con sus mejores galas, con una parte especial de todas ellas. -Buenos días, esposo mío -le saludaba ella cada vez que le veía aparecer tras las montañas-. ¿Qué tal te has levantado hoy? - Muy bien, querida. y él sonreía todas las veces que escuchaba aquellas palabras. La hierba también sonreía llena de felicidad mientras sentía que se iban derritiendo los bordados transparentes con los que había confeccionado su traje. Pero para ella era el detalle agradable de las mañanas: el detalle que le decía que todo seguía siendo feliz. Así iban pasando los días en aquella pradera. Todas las mañanas sentía los saltos de nuestros dos pequeñitos compañeros a su lado y los sentía siempre cerca: todo eso le decía que querían compartir aquella felicidad. Un día uno de ellos se acercó en un momento de la tarde para hablar con ella. - Buenos días, señorita hierba. -Buenos días, mi querido Cap. ¿Quieres hablar conmigo? -Sí, así es. Una pregunta turba mi inteligencia de co• nejo y se me hace muy difícil su respuesta, incluso cuan• do darle una cierta explicación. y venía a preguntártela a ti.

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La hierba hablaba muchas veces con ellos, era su pro• fesora siempre que ellos venían a preguntarle algo, inclu• so algunos días era ella quien les daba clases. -Lo que quieras, Cap -respondió dulcemente ella-. Si te la puedo resolver con una contestación mía, no dudes en que te la daré. -Sí, podrás. Porque se refiere a ti. - Mejor entonces. Pregunta, pues, que te responderé con sumo gusto para quitarte esa interrogación tuya. -Está bien -sonrió Cap-. Tú estás enamorada del sol, ¿verdad? -Así es, amiguito. -y él también estará enamorado de ti, supongo. -Claro que sí, mi querido amigo. También él lo está. -Mi pregunta venía sobre eso. - Pregunta pues, Cap. Me gustará contestártela. - Todas las mañanas el rocío te viste con un traje reluciente de novia: él se siente más contento y a ti te lo hace también. Pero después viene el sol y te despoja de él, de• jándote como estabas al principio ... y tú me dices que si• gues enamorada de él. Creo que eso me gustaría que ,me lo explicases, pues no lo alcanzo a ver bien. -Esta pregunta, Cap, voy a intentar respondértela de una forma sencilla para que puedas entenderla mejor. Siéntate aquí, a mi lado, y escucha esta historia que te voy a contar. Así lo hizo el conejillo, a pesar de la pegajosa melena que recubría su cuerpo. Y hecho esto, la hierba comenzó su relato. - Dios, que nos creó a todos nosotros y creó todo un mundo a nuestro alrededor, nos regaló la hermosura, la felicidad y sobre todo la vida para que nos desarrollemos

y hagamos brotar el amor: un amor puro que nos impulse aún más en la vida a ser eso mismo: vida para todos. Y en todo ese amor que derramó sobre la tierra estábamos tú y yo Y todo cuanto nos rodea como una pequeña parte de• dicada a glorificar a nuestro Creador: todos los dones que Él confió en nosotros. La vida, pues, consiste en ser felices con lo que cada uno tiene aunque sea mínimo, pero debe• mos pensar que esa cualidad se completa con otra que tal vez puede desarrollarse lejos de nosotros. Y a través de esta aparente pequeñez estamos colaborando con Él en un plan de salvación. y en concreto a ti te diré que este don tan maravilloso del amor está en donde pueda haber un poco de felicidad. Yo soy feliz porque el sol me da la vida para entregársela a los demás ... y esa entrega cuenta también con el sol, que recoge ese detalle de felicidad que es el rocío que la noche había depositado en mí. El amor no tiene en cuenta el lujo ni la belleza que muestre una sonrisa, sino que es algo que todos llevamos muy dentro de nuestro corazón. Y es algo que ni el tiempo ni la distancia ni el silencio ni la tristeza podrán jamás borrar. El amor no consiste en cubrirse de fragantes perfumes ni de lujosos y caros trajes, sino en mostrarse sencilla y humil• demente como siempre se ha sido. El amor no está en los ojos ni en las manos ni en la piel: está en nuestro corazón. La hierba detuvo aquí su explicación y se fijó en la mirada de Cap. Ésta le seguía atentamente con una mira• da de asombro: sus ojos parecían estáticos, grandes y ju• bilosos, como si quisieran penetrar en ella. La hierba si• mulando haber oído una pregunta prosiguió: - Así es, querido amigo. Porque el amor es el que te despierta todas las mañanas y te impulsa a pregonar su nombre de amistad y fraternidad a todo el mundo. Y es el

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"

que te recubre de un traje transparente de pureza: un tra• je en lo más íntimo del alma. Un mundo maravilloso que se extiende a pasos agigantados desde esta pequeñez y no conoce las fronteras ni las medidas. Una única naturaleza inmutable e infinita que lleva impresa en la frente el ver• dadero sentido de nuestra libertad. Como un peregrino que carga sobre los hombros el dolor de sus miembros fa• tigados y llama a tu puerta buscando un sitio en tu esta• blo en donde hospedarse para pasar la noche. Hubo una segunda pausa al final de estas palabras, como si quisiera reordenar todo cuanto estaba diciendo. -y ese mundo- continuó, pero empleando un tono diferente al que antes había usado- está en nosotros, en todos esos pequeños detalles que llevan grabado su nom• bre. Su aliento nos envuelve a cada momento esperando a que le tendamos los ojos, la boca y todo nuestro ser. No como un feroz tigre que espera a su presa para devorarla, sino como una blanca paloma que espera a que le abra• mos nuestro corazón y le alberguemos allí, huyendo del frío.

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- TartamudónÉrase una vez una casita muy chiquitita... que se encontraba en el claro de un crecido y frondoso bosque. Una casita muy llena de colores, todos formando un paisaje más, y estaba rodeada de un pequeño jardincito con flores. Este jardín estaba rodeado, o cercado se pudie• ra decir, por largas tiras de maderas blancas formando vallas que lo separaban de todo su alrededor. Ya estába• mos en tiempos de la primavera y aquellas flores estaban muy bien cuidadas y protegidas del viento que sacudía de vez en cuando. Estaban dispuestas en bandas ordena• das que dejaban un caminito entre ellas para poderlas cuidar más fácilmente y de esta forma facilitaba también Aquel bosque, que se levantaba como una muralla detrás de la casa de nuestro cariñoso acompañante, mos• traba un color verde, verde profundo, como si de un telón se tratara; la lluvia también era amiga de aquel lugar y cuidaba con toda su ternura aquellos vestidos, hasta su cuidado le llevaba incluso a cambiarlo varias veces al año según el tiempo que dominase: eran las distintas estacio• nes. Estos árboles no estaban muy juntos, era el abundan• te follaje que había entre ellos el que le daba aquel carác• ter de tapiz. De la otra parte de aquella espesa arboleda había un lago. No era muy grande, pero maravillaba por su tran• quilidad y su armonía. El lago tenía una forma redonda y en la claridad de sus aguas se veía el reflejo de todo aquel

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entorno. Todas las mañanas se escuchaba el continuo ron• roneo de sus aguas acompañando el dulce trinar de los pajarillos que acudían hasta aquel lugar . Desde la casita se oían muy bien. y aquí empieza nuestra historia: vivía en ella un señor llamado Tartamu• dón. Se llamaba así por su lentitud, ya que parecía muy lento al querer desarrollar cualquier tarea. Era éste un defecto que ya le venía de nacimiento y allí vivía feliz porque en el pueblo sentía que no estaba a gusto: tal vez porque se sentía como si nadie le quisiera prestar aten• ción. Quizás nunca se hubiese llegado a sentir solo total• mente, pero había muchas veces en que notaba que había algo que le faltaba. También era muy lento en el hablar y no encontraba el apoyo que podía necesitar. A veces se sentía mal, muy mal... y se sentía desligado del cordel que le ataba a la vida. Por eso pensaba que su mejor sitio era estar allí, soli• tario: él vivía feliz y no se sentía el trozo sobrante de todo. Y aquello lo pensaba muchas veces: era su manera de estar feliz. A pesar de todo cuanto pudiese deprimirle tantas veces, él se sentía feliz. Al principio sí había notado aquel cambio y echaba en falta todo, pero ahora que llevaba va• rios meses allí ya se sentía bastante acomodado y le encantaba tener sus propias diversiones. Sus nuevos vecinos, el bosque y el lago, le parecían excelentes compañeros. Le encantaba pasar entre ellos, no le echaban nada en cara y todo le proporcionaba la com• pañía que siempre había deseado encontrar. Por la maña• na podía salir a escuchar el gorjeo madrugador de los pa• jarillos y sentirse como un padre al cuidar todo aquel 92

huerto. y Tartamudón salía a dar un largo paseo por todo aquel bosque y hablaba con los árboles, con los pájaros ... él sentía que ellos también querían hablar con él. Aquello le hacía muy feliz: le gustaba pasarse horas y horas ha• blando. y detenerse luego ante el lago y depositar allí su sombra para que se meciese en las aguas... y se sentía libre al lado de ella. El lago le contestaba. Las ondas al moverse, sus con• tinuos balanceos intermitentes: todo hablaba con él. Cada vez se fijaba más en ellas, veía una sombra que hablaba como él, que le sonreía. En aquellos momentos se sentía muy a gusto y llegaba a olvidarse de todas las preocupa• ciones. Hasta le parecía sentirse libre para pensar en to• dos sus sueños que eran el mundo. Oía el murmullo del agua, oía cómo resbalaba el agua sobre las orillas... y ésas eran las palabras que siempre había querido escuchar. Jamás cambiaría aquellos momentos, ni por todo el oro del mundo los cambiaría, como muchas veces había oído expresar: aquello era lo que siempre había estado buscan• do. El pueblo no se encontraba muy lejano, pero la única razón por la que él no bajaba era porque no quería sentir• se lejos de aquella familia. Él no era así, en el fondo daba las gracias por haber encontrado todo aquello. No le importaba el hecho de haber tenido que cambiar de vida, se pudiera decir. Nada, todo le ayudaba a olvidar y a agradecer... Cada vez que llegaba tarde en los días últimos de la semana, se sentaba tranquilamente a las puertas de su casa en espera de que llegase un niño, su amiguito, para escuchar de sus labios un cuento maravilloso que pudiera hacerse realidad... Otras veces se acercaba hasta la vieja 93


casita de un viejo labrador que, según le decía, llegaba de muy, muy lejos.

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Aquel niño y este labrador hacían la vida de nuestro querido Tartamudón un poco más entretenida. A él le gustaba mucho oír hablar de aquellos viajes. Desde allí se veía más claramente el pueblo y el caminito que llevaba hasta aquella casa. Ya caía la tarde, se marchaba el labrador y Tartamu• dón quedaba más animado. Entonces salía a recorrer otra vez el borde del lago y le contaba algunas de las aventu• ras que había oído. Todos los días le esperaba aquel per• sonaje enigmático de las profundidades, que a él le pare• cía una sombra aunque nunca estaba quieta, y le gustaba hablar con él.

Cualquier persona que pasara por allí en aquellos momentos diría que se trataba de un loco: hablando solo, sin que alguien le escuchase. A él algunas veces también le había parecido ser eso, pero se respondía que alguien por amor. Y nunca concluía su pensamiento. Sabía que allí había ese alguien que le escuchaba pacientemente: se sentaba sobre aquella roca pequeñita e introducía sus pie• cecitos en el agua. Veía el ondear de su reflejo y se sentía dentro de aquel misterio tan hermoso, más cerca de aquel ser profundo. Cuando ya el anochecer descendía por aquellas mon• tañas, Tartamudón levantaba su cabeza al cielo y apreta• ba fuertemente sus ojos, pues también se sentía miembro de aquella oscuridad. Y volvía a su casa después contento de haber visto a la bailarina de aquel lago. Y así pasaban los días para Tartamudón, aunque al• gunos de ellos no los pudiese llenar tanto como quisiera. No importaba, cada dá le decía algo nuevo: estaba cam- . biando la vida para él. Una mañana Tartamudón salió como todos los días hacia del lago. -¡Socorro, socorro! -escuchó. Alarmado corrió hacia allí: en su cabeza estaba la idea de que aquel ser misterioso le llamaba a él.. corría sin pensar en otra cosa. Cuando llegó al sitió de dónde provenía aquella voz la volvió a escuchar, una voz que brotaba del lago mismo, como si se estuviera ahogando. Rápidamente, sin quererlo pensar, se echó al agua para ir hasta ella, sin pararse a pensar que él no sabía na• dar tampoco. Consiguió acercar hasta la orilla a aquella

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y se quedó mirándole: él sentía hablar al árbol, aquel

tan misterioso secreto que Tartamudón había querido lle• varse consigo. -A sus estrellas- murmuró él. Y escuchó una voz: - No, no se fue. Aquí siempre le tendréis. Cada vez que miréis el lago... Aquella estrellita es el alma que ha querido dejaros.

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Amiga: Yo he sido siempre un chiquillo. Creí cuando estabas a mi lado como un niño, con todas las excelencias de un niño... Tú empezaste siendo para mí como un nido: nun• ca pude tenerte mía. Hoy me siento ya cansado, fatigado, viejo y sólo puedo acordarme de ese adiós ... ¿no pensaste nunca que el tiempo es lo más solitario en la tierra, que no tienes un eco para darle? ¡Si supieras!, algunas veces me sentía feliz, disfruté y lo hice en serio, pero me ilu• sioné demasiado y eso fue lo peor. Y perdí algún detalle, detalle que ahora busco y no encuentro. ¡Si supieras!, mi corazón está vacío. Sólo cartas, cartas a mi soledad, pala• bras desordenadas y pobres que yo he dejado sin orden. ¡Cuánto daría por que alguien me interrumpiese ... o esas melodías que tanto aprendí un día!, ¡qué vacía está el alma para alguien que no aprendió a darlo todo!: tal vez nunca lo tuve, no lo sé. Desde el suelo se ve todo tan plano ... Hasta sueño que falte él y yo me hunda. ¿De qué?, ¿por qué quieres quitarme del mundo?: todo el mundo que pasa por mi lado, todo el horizonte. Nunca supe decir que te quería, por eso siempre fui un borracho; incluso no supe decírtelo hoy, mientras acariciaba los hombros que tú arrimabas suavemente hasta mí. Hay tantos secretos, tantos misterios errantes ... Y aun así no quiero decirte que te vayas porque hoy me siento solo, pero a veces es necesario recordar a todos los que pasaron a tu lado, a todos los que hoy son parte de tu recuerdo. Yo sufro al verlos de piedra, al verlos inertes, como 99


dormidos: el tiempo acabará por olvidarlos. ¿Qué hicie• ron? Me acerqué a ellos y ahora... tal vez ya no estén, se hayan ido. Como tú: tú creciste, ellos crecieron. ¿Y aho• ra?, yo les quería: no me dijeron que no eran para mí. Fueron las únicas que no se rieron. . . y estaban cuando yo les necesité. La vida es cruel. ¿No eres tú la tristeza? ... yo no te vi cuando gritaste. Pero quiero hablar contigo cuando me sienta solo. y hoy, porque no hay estrellas ni espejos de muchos colo• res, porque mis ojos son pequeños. Sentirse solo es como una pobreza que se siente dentro, muy dentro. . . para ella no existe el sol de tantas veces. Amiga, quise decirte que me había enamorado de ti, tal vez fuera peor y diese un rodeo como queriendo no enfrentarme a esta realidad, a la cruda realidad de todos los días, al saber que me siento abandonado, desesperado algunas veces, pero yo aprendí que la calma también tie• ne un semblante de mujer. Tal vez tú lo descubriste y por eso ya no vuelvas ... sí, yo sé que volverás, pero otra vez no sabré decírtelo y terminaré diciendo que no me impor• ta, que tú no ibas a ser para mí ... no sé qué me quedaría de ti, diré que me siento cansado. Yo antes no pedía tanto, todos sabían que con una sonrisa me volvería el más feliz del mundo, por eso nadie me la daba ... Creo que me conduje mal por este universo y al final vienen... Y todas se van. A veces pienso si sería mejor si yo no existiese: no hay nada que me llene. y al acercarme a ti tengo miedo, sólo miedo. Por lo menos sé que nadie es capaz de sentir mi tristeza. No, que no la conozca, no la entenderán. Yo sí, .pero necesito momentos de calma: de calma y de paz. y si el mundo quiere que me encuentre solo, es ahora cuando necesito compañía, pues cuando ya 100

sepa vivir de mi esfuerzo supongo que terminará mi vida.

y yo gritaré: ¡al fin!... Tú has tenido niños: n i ñ o s y niñas, yo busqué la sensibilidad. Pero nunca me di cuenta que la sensibilidad engaña. . . y los semblantes se descubren falsos y gélidos. Yo no me di cuenta, de verdad, te lo juro: no puedo ha• blar con nadie de los detalles que me interesan. Cada día es uno distinto.

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MI CUENTO A TI, ROSS


Sur Hoy me siento triste. Hoy mi corazón está llorando. Llorando por la muerte de Sur. Sur es el nombre de un perro que llegó a nosotros de la mano de mi hermano. Un caluroso día de Septiembre del año pasado, porque estaba abandonado. Yo estaba con una colección de insectos y lo trajo en una caja de madera. Era pequeño, casi un cachorro. Yo me quedé mirando un rato largo para el perro, pensando en muchas cosas, en muchos sueños que podían hacerse realidad ahora. Mis ojos temblaban, los suyos saltaban de felicidad. Cuando lo hubimos visto todos nos llenamos de alegría porque pronto se haría uno más de la familia. Pronto aprendió a andar y acorrer. Y cuando corría parecía como una ráfaga de aire puro que vuela a ras del suelo. y daba gracia cuando paraba, se caía en el suelo con las patas abiertas. 105


y la alegría, que se había perdido

la encontró bajo una moto. Pero lo más maravilloso en él fue que, aún viéndose morir, tuvo fuerzas para venir a nuestra casa a damos un adiós temporal. Nos quería decir algo, algo que pretendía demostrarnos. Y nosotros no le entendíamos, o mejor, no queríamos entenderle. Y le dejábamos sufrir atado por el cuello con una correa. Pues bien, hoy ya goza de esa libertad, esa libertad que buscaba y que en nuestra casa no quisimos darle. Hoy ya es libre. Sur se marchó de nuestro lado. Se marchó, pero su recuerdo lo llevaré en el corazón. Colgado en todas las paredes de la casa. Apareció en nuestra vida de incógnito, inesperado, y se marchó igualmente sin licencia ni equipaje. Señor Dios Padre, ¿por qué te llevaste a Sur? ¿Por qué precisamente hoy que era cuando empezaba a vivir? Esta casa ya nunca volverá a ser lo que era antes con su compañía, volverá a ser triste y solitaria. Preguntas y más preguntas, miles de preguntas sin respuesta, preguntas que se lleva el aire al pasar por la ventana abierta del corazón.

en nuestra casa, floreció de nuevo. Él nos la trajo. Poco a poco fue creciendo y los días a su lado se iban con el viento como hojas débiles perdidas en la inmensidad del suelo. Le llamamos Sully y el apodo de tambor porque cuando movía el rabo lo hacía tan aprisa que parecía un tambor. y le llevábamos en el corazón. Ni siquiera había cumplido 7 meses. Pienso que Dios sólo quiso que hiciese rebrotar en nosotros la alegría. y sólo eso. El mejor recuerdo que ha quedado en mí y quedará siempre eran sus ganas de libertad. Lo que más le gustaba a Sur era correr, jugar, saltar, ladrar a las personas que pasaban. En una palabra: VIVIR. Y siempre le teníamos atado para que no escapase. Yo creo que él ya sabía desde un principio cuándo y cómo iba a morir. Sólo quería acelerar la vida, aprovecharla todo lo que pudiese. Ese día, al verse suelto, se fue a vivir, a buscar la libertad de todo animal. Y saliendo de una pequeño vereda

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Padre, sólo quisiera pedirte un deseo que espero que me concedas: Cuando nos lleves a todos para tu morada santa y cuando la paz brille entre las personas, déjame estar de nuevo con Sur, sentirlo a mi lado sería para mí como un regalo tuyo. Vivir con él, compartir su alegría, sus ganas de vivir. HASTA PRONTO, SUR. 31-IV-1980

Eres parte de la historia de esta casa... de nuestra casa de Mallón. Tú la viste levantarse en este suelo tan querido por ella, tú la viste crecer entre las sonrisas de to• dos nosotros, que ya ansiábamos estrenarla. Pero iba creciendo poco a poco, paso a paso, como tu feli• cidad en nuestro corazón. Quizás pensabas en esos momentos que ya habías encontrado tu morada, quizás algo miedoso co• menzabas el camino de la vida, quizás sabías que aquí ten• drías un cobijo... nosotros ya te considerábamos como un hijo más. Tú viste colocarse piedra sobre piedra, sueño sobre sue• ño, sabías que cada piedra guardaría tus ladridos juveniles. Tus ojos, tus dos grandes ojos oscuros, guardaban en toda su eternidad nuestra familia. Una familia como las demás, quizás algo más traviesa y ruidosa, pero tú eso ya lo sabías. Por esta razón quisiste venir a formar parte de nuestra unidad, para ser alguien más unido a nuestra suerte y a nues• tro futuro. Tuvimos que pasar muchas alegrías, ¿verdad?, pero tam• bién muchas necesidades. y tú no te entristecías, creo que era porque así lo habías querido. La casa iba creciendo, tú crecías con ella. Tu edad estaba tan ligada a nosotros, que habías co• rrido velozmente atravesando el aire para alcanzamos. Eras recuerdo de otro amigo que se había marchado de nuestra vida, eras la compañía que iba a hacer falta en esta casa

vacía. Y aquí estabas tú, arropado entre negro y marrón, dulce• mente acariciable. Siempre habíamos soñado con un pastor alemán y tú, aunque no lo eras del todo, nos lo trajiste. Tu hocico largo y puntiagudo, coronado en una bandera de negro color, dibujaba nuestros sueños hechos realidad.

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N os viniste a hacer compañía, a jugar y a corretear con no• sotros. Habías encontrado por fin una casa libre de cadenas ni enfados que te privasen de tu libertad. ¿Te acuerdas de Sur?, aquel perrillo que jugaba sin cesar contigo: estaba contento de haberte encontrado. Te mordía, te arañaba y saltaba encima tuya, creo que quería hacerte más fe• liz aunque también enfadarte un poquito, yo lo sé. Pero tú le dejabas y sólo sonreías y aún le acariciabas con tu hocico cari• ñoso su cabeza de peluche blanco y negro. No paraba de hacer• te enfadar, pero tú le dejabas, creo que era porque te gustaba estar así. Levantabas tu hermosa cabeza, sonreías y volvías a cercarla después entre tus robustas patas. Otras veces, quizás para hacerle más feliz a él también, te levantabas tú mismo y salías a corretear con él. Te sentías su padre y él todavía era un cachorro. A los pocos meses se fue, ¿te acuerdas?, yo sé que sí, Tú también sentiste su ausencia, Ross. Nuestras miradas lángui• das, nuestras cabezas gachas. . . todo clamaba que Sur se había ido. No sé si tú le viste desfallecer; quizás si, Ross, por eso ya no sonreías como antes. Tu misma realidad te decía que algo le había pasado, que Sur ya no estaba entre nosotros. No sé, pero creo que tú, en tu silencio también lloraste su partida. Mas sa• bías que no se había ido del todo, que algo suyo había queda• do entre nosotros: el ambiente, ese aroma a libertad, las hojas frescas que habían escuchado sus ladridos, ya no podían jamás marchitarse. Las nubes, las estrellas que habían seguido sus pasos. . . ahora guardaban su corazón para siempre con ellas. y ese mismo camino, tu vida estaba a la par de él y seguro que te parecía como si lo vieses. Tú, en tu interior, un interior que podía asemejarse al co• fre de las maravillas que fingimos los humanos, podías todavía jugar con él, seguir jugando como siempre lo habías hecho.

yo sé que continuabais hablando de nosotros. Tú, en tu mun• do silencioso, tenías inmensos prados para recorrer y abundan• te rocío para refrescar tus doloridas pezuñas, la vida eta toda una pradera para ti y erais los dos los únicos que la poblabais. Muchas noches te sentíamos llamarle y hablar con él. En tu cara resplandecía una sonrisa, aquélla que mostrabas siem• pre que estabas a su lado. Le sentías, Ross, creo que sabías que él aún llenaba tu vida y que te esperaba para seguir viajando juntos. Y tú le acariciabas, como siempre le había gustado, y le tranquilizabas. Yo sé que nos querías, Ross, querías quedarte entre noso• tros un tiempo para llenar ese vacío que había quedado a nues• tro alrededor. Querías consolamos, creo que anunciamos que Sur no se había ido del todo. Yo también lo sé, Ross, me parece que sé el por qué: él estaba en ti y tú en él y los dos erais uno sólo. Él era tu hijo, Ross Y tú su padre y su madre, porque él era lo único que tenía y él era lo único que tú tenías. Un día se fue y nadie te dijo nada. Vagabas y vagabas por la casa buscando sus huellas, pero no le encontrabas. Yo sé que tú, en tu soledad, sabías que su deseo había sido dejar un pe• queño corazoncillo entre nosotros. Y seguías contento, porque sabías que ya para siempre le sentirías en ti mismo, más cerca• no a ti que toda esta realidad. Siempre había sido hijo tuyo y la misma eternidad te decía que un día le habrías de encontrar. Y le encontraste, .Ross, te quedaste con él y le mimaste como si fueras tú mismo. Tú también sentiste su ausencia: n o s o t r o s te veíamos como pasear muy desanimado por los pasillos soñolientos de esta casa. Todo te recordaba a él, ¿verdad, Ross?, creo que yo tam• bién lo sentía. Te pasabas la mayor parte del día durmiendo, tumbado en el suelo. Soñando, creo que soñabas siempre con 111

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Y él porque seguía estando contigo. Siempre había sido así, creo que algo me decía que a ti te faltaba parte del corazón sin su presencia. \ Corriste a su encuentro y te llenaste de felicidad al recibirle. Aunque tú no 10 supieras, Ross, eran esas ganas de vivir las que nos movían. Siempre estaba detrás tuya, como si él supiera que tus pasos eran la luz donde los suyos iban a encontrar siempre su morada. y él sabía que tú le llevarías a la eternidad, a esa eternidad en donde los perros se vuelven almas también. Mucho te gustaba ladrar con él, ¿te acuerdas?; ladrarle a toda la gente. Fundías tu alma en la suya y latía sólo una entre vosotros. y a la gente ladrabas sin cesar, no es que te gustara hacerlo porque sabías que todos te tenían mucho miedo: era el sol, la madrugada que empezaba a nacer en la felicidad. y la luz estaba entre vosotros. Cuando se hubo ido de nuestro lado, muchas veces te veíamos vagar y vagar por el campo, olisqueando en todos los sitios a donde llegases: seguías buscando su rastro. Tú sabías que no se había ido, Ross, porque la vida misma requería su presencia, podía decirse que necesitaba de ella. lbas de aquí para allá, ollas en ésta o en aquella flor: tú sabías que no se había ido. No, Ross, estaba en ti y lo sabías. Sabías que se había ido, sí, pero para quedarse contigo para siempre. y ya no te gustaba ladrar, ni correr ni saltar al palo bus• cando las estrellas. No sé si las encontraste y sabías que ellas estaban allí, creo que no. Sur se había llevado consigo toda la alegría y él la encontraría primero porque ya formaba parte de ella. No, Ross, ya no te gustaba ladrar: tan sólo lo hacías cuan• do era necesario, cuando algún intruso cualquiera entraba en el campo. Porque, en tu inconsciencia, odiabas a todos los que habían podido llevarse a Sur separándole de tu lado, a los que

te hubiesen robado la sonrisa. Todavía le esperabas, sí, yo lo sé ... esperabas que volviese algún día y el tiempo no te impor• taba. Saltabas algún que otro palo, pero con el rencor' de mor• der. Te hicieron mucho daño, ¿verdad, Ross? La vida es así. y te volcaste en los gatos ... No, Sur no se había ido del todo, seguía allí yeso tú bien lo sabías. Los gatos habían enten• dido tu mensaje y acompañaban tu soledad intentando llenar el vacío que había dejado Sur. No sé si tú lo llenarías con ellos, pero sí sé que volvías a sonreír. Uno de ellos se acostaba bajo tu hocico para llenarse de tu calor, ¿te acuerdas? También él había sufrido las inclemencias del tiempo. Ellos poco a poco también iban creciendo y tú, que ya te habías sentido padre de Sur, te volvías a sentir progeni• tor. Los lamías, los sacabas a pasear ... nosotros teníamos que aprender de ti, Ross. Para ellos fuiste el primero que conocie• ron en esta vida. No te importaba ser un perro y ellos gatos, no: tú eras su padre, necesitabas ser su padre y ellos te acogían. y en tu tristeza, había uno que te consolaba; siempre había uno, porque todos te querían. y muchas veces, Ross, éramos nosotros, cualquiera de nosotros que nos sentábamos a tu lado para recordar, para hablar con la eternidad que tú representa• bas. y sentías nuestra mano acariciando apenas suavemente tu castaña cabeza cubierta de pelos, que más bien parecían tejidos de colchón calientes. y tus dos orejas siempre puntiagudas, siempre alertas al más leve murmullo del aire, parecían veletas en el viento que señalaban las nubes. y más tarde llegó Sura, ¿te acuerdas? Sí, aquella perra tan fea que llegó de no sé dónde; recuerdo que tú también hacías tus amores con ella. Era fea, pero no te importaba ni tampoco que fuera vieja. También recuerdo que no nos sentíamos tan atraídos hacia ella como hacia ti. Tú estabas feliz yeso era lo 113

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único que importaba. No sé de sus crías cuántas dimos o ma• tamos, pero con nosotros quedaron dos hembras: ya te sentías nuevamente padre. Fue pasando el tiempo y las perritas fueron creciendo. Hasta que murió Sura y tú tuviste que hacerte padre y madre a la vez de aquellos nuevos habitantes. También fue creciendo la prole y de alterado en la época de celo pasabas a ser conservador y bondadoso. No sé qué sentías en aquellos momentos. Quisiera saberlo para compartir contigo aquella felicidad que debía ser muy hermosa para ti. Pienso que tú, en tu gran corazón, considera• bas a los nuevos inquilinos como hijos y volcabas todo tu corazón en ellos. Las vecinas estaban contentas al verte pasar y hasta se reían porque pasabas frente a sus portales. ¡Estabas tan gracio• so! Ibas tú y en fila india los demás perritos uno a uno, todos de mayor a menor. Y todos estaban muy contentos. Eras el dueño de nuestra casa. Nadie osaba acercarse a ella si no te había dado el pase a ti. Ni siquiera acercarse a la moto o a cualquier otra cosa nuestra pues tú eras el mejor guardián. Volvías a vivir. Te gustaba perseguir a los gatos, a cual• quiera, y cuando los cogías no los mordías, no, sino que les acariciabas con tus temerosos y agudos dientecillos. Y otras veces te enfadabas con ellos, ¿te acuerdas?, porque ponían furiosa a mamá. Se diría que tu corazón estaba en ella. La gente, admirada, decía continuamente que cuando te fueses quien más lo iba a sentir sería ella. Porque cada rincón de esta casa llevaba tu aliento. Y los patos, ¿te acuerdas, Ross, de los dos patos? Te daba rabia porque a ellos les gustaba picarte yeso te molestaba. Pe• ro no lo hacían con mala intención, ¿sabes? Creo que también se sentían jubilosos de que tú fueses su padre. 114

Cuando mi madre preparaba la moto, ¿te acuerdas, Ross? Quería ir al pueblo para trabajar en la tienda y tú lo sabías. Abrías aún más tus grandes ojos esperando una palabra, una sóla palabra que diese paso libre a la libertad que en ti se guar• daba y que, entre nosotros, se veía libre para lanzarse a la vida. y con esos ojos brillantes y enormes parecía como si quisieras albergar toda la realidad en sus dos grandes mágicas esferas, porque la realidad te pertenecía. En tu mirada la estrella de la felicidad asomaba a tus radiantes ojos color de madrugada y esperaban expectantes alguna palabra tuya. Tan sólo vivían para ella, ¿verdad, Ross? Yo lo sabía, te sentías feliz y tenías ganas de hablarle a todo la existencia. Tu boca, al mismo tiem• po abierta, quería empaparse del amor puro que vendría a recibir tu cabalgata por aquel camino. No te importaban las piedras, ¿verdad?, eso era lo de menos. Vivía tu corazón yeso era realmente lo que te movía. Tú sabías que habías encontra• do la libertad y ya jamás se iría de tu lado. Parecía como si llorases de alegría. Ya habías encontrado lo que desde siempre te había estado perteneciendo. Y mi madre sabía que tú solamente esperabas una palabra suya y por eso estabas furioso, queriendo morder las ruedas. Y cuando decía: "¡vamos!", saltabas como un vuelo sobre la su• perficie de la naturaleza agitando tus alas al compás del viento, como queriendo abrazar con ella toda la vida que alcanzabas a comprender. y comenzabas a correr ... parecía como si nadases en el inmenso cielo azulado. Siempre delante de la moto, como fiel guardián de sus esperanzas, como guardián de sus ilusio• nes. Querías vivir, ¿verdad, Ross? Aprovechar tus días, llevar la luz del sol a tus ojos y llenarla con tus pisadas. Sólo querías vivir esta realidad y llevar cada amanecer en tu corazón para que cada día fuese una nueva vida, una nueva ilusión para lle• narse de sonrisas. 115


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¿Te acuerdas, Ross? Otras veces te sacaban a pasear y tú sólo querías correr, abarcar espacios en cada zancada, que se abrían para ti cada vez más para concederte la realidad de los sueños que habías conseguido hallar. Y todo el prado sonreía contigo: t ú cruzabas como un susurro la vasta llanura, la realidad no te podía ver pero las flores, esos tesoros de colores maravillosos y vivos, contempla• ban asombrados cada uno de tus pasos y guardaban en sus corazones, en sus pequeños corazoncillos de cristal, todas tus imágenes de luz. Las flores, que brillan con unos colores más profundos que los nuestros, dibujaban en cada realidad nueva tu alegría. Y a ti te gustaba: d a r l e s felicidad, darles alegría. . . sí, todo eso te gustaba. Porque ésa era la realidad que siempre habías llevado muy dentro de ti. Cuando yo te tiraba palos, ¿te acuerdas, Ross? Te los ponía a la altura de mi cintura y tú con un impulso magistral los cogías en el aire y los mordías y luego me pedías que te lo colocase otra vez. Y cada vez saltabas más alto. Preparabas tus patas traseras al mismo tiempo que ponías rígidas las de de• lante para darte impulso: era tu salto eterno. Y atravesabas el viento como una llamarada de ardiente fulgor. Tú querías alcanzar las estrellas, Ross, eso era para mí. Y yo lo sabía, lo supe desde el primer momento. Porque habías bajado de una de ellas y seguro que queridas agradecerle haberte enseñado el gozo de vivir en libertad. Tu mirada surcaba incansablemente el ancho cielo buscando su brillo. Ella te sonreía, se alegraba de que fueras feliz y tú buscabas sin cesar su sonrisa. Cuando saltabas, querías hen• chirte de su eternidad, Ross. Tu alegría se veía reflejada en tu semblante, en el brillo de tus dos caracolillos, en la valentía de tu hocico.

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Un día, Ross, dejaste la correa prendida en una verja, ¿te acuerdas? Todavía gozabas de esa libertad que había nacido en ti: te gustaba correr, aprovechar cada momento de tu vida. Aquel día te alejaste de nuestra casa porque nosotros no que• ríamos tenerte preso y te introdujiste por una verja, pero al sa• lir la dejaste allí colgada. ¿Te acuerdas cómo se puso mi ma• dre?: se disgustó mucho. Pero el señor que vivía allí, Olimpio, nos conocía y nos la devolvió. Creo que a ti no te gustaba la correa y por eso la habías dejado allí. Pero no era mayor pro• blema porque no te sujetábamos con ella. Al principio sí, porque habías llegado a nuestra casa hacía poco tiempo y teníamos miedo de perderte tan pronto. Ade• más, Ross, vivíamos en un pueblo y temíamos a los coches y a la carretera. Y a las personas que pasasen. Tú estabas agrade• ciéndonos a tu manera que te hubiésemos recogido. 'Eras muy agradable, Ross, nos gustaba sacarte a pasear por el pequeño retiro que había junto a la capilla, bajo aquel grupo de árboles dispuestos en hilera. Hasta nos peleábamos por sacarte, por• que junto a ti nos sentíamos mucho más seguros. Eras preludio de todo lo que sería nuestra vida contigo. Y todas nuestras ilusiones de tener un nuevo hijo, un hijo de cada uno y de toda la familia a la vez, se realizaban en ti. En tus grandes y redondos ojos aparecíamos todos nosotros y en cada uno una sonrisa. Se siente tu partida, ¿sabes, Ross? Ya desde algún tiempo andabas malito y nosotros, en nuestra inconsciencia, no supi• mos notarlo. Mi madre sí, ya su corazón empezaba a sangrar y a predecirle que te ibas a marchar de nuestra casa pronto. Ya comenzaba a llorar, a llorar por ti, ¿sabes, Ross?: tú le habías dado y le seguías dando la compañía de un hijo, de aquel hijo que quería encontrar en todos los momentos de su vida, tu simple presencia le era suficiente para que encontrase a cada 117


piedra un amanecer y a todo nubarrón oscuro un nuevo alien• to que transformarse en vida. ¡Tan sólo te falta hablar!", decía ella muchas veces. Pero yo creo que hasta tú entendías lo que hablábamos nosotros. Y detrás de esa figura de perro obe• diente creo que tú ocultabas un alma, el alma de una persona bondadosa y feliz. Aquél eras tú, Ross y todos te queríamos. Con tu sonrisa llenabas la soledad que invadía esta casa a veces. . Yo sabía que tú no hablabas ni entendías, que era vano hablar contigo porque eran palabras perdidas... No, Ross, no eran vanas; muchas veces llegaba a dudar todo aquello que 1

decían. Te necesitábamos, Ross, porque contigo olvidábamos en parte las preocupaciones y la misma vida a tu lado se hacía más feliz. Muchas veces estábamos ciegos, porque vivíamos sin temor al futuro y a las murallas que pudiésemos encontrar. No nos importaba que un día te fueses, no nos habíamos parado siquiera a pensarlo. Nos habíamos volcado en cuerpo y ti. Y tú sufrías, yo lo sé, porque nos estábamos hacienalma en do daño a nosotros mismos. Ya estabas malito desde hace unos días antes: t e faltaba seguridad al caminar, te tambaleabas hacia los lados ... ya no te gustaba correr: no tenías ni ganas para hacerlo. No tenías ga• nas ni de obedecer: a q u e l l o sí que era raro. Y vomitabas... y no comías. Aquella mañana mi madre se fue a la tienda a trabajar y tú te recostaste en el césped en la parte frontal de la casa. Mi her• mano y yo nos fuimos a trabajar en el seto porque te vimos muy tranquilo. Cuando llegó al mediodía ella, tú ya no estabas allí, y nos pusimos a buscarte nerviosos. Ella se presentía que

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nos ibas a dejar: su expresión era la misma que la que hubiera puesto su fuera a perder un hijo. Cuando te encontramos por fin estaba echado contra la maleza de silvas en el campo contiguo a nuestra casa. Cuando te quisimos sacar de allí se acercó hasta nosotros una jornalera llamada Isabel y nos ayudó a sacarte. La primera en encontrar• te fue mi madre y gritó: “Aquí está... ¡Ross!, ¡Ross!"... y aun• que había un buen grupo de silvas, ella echó las manos para sacarte de allí. Isabel con la herramienta que tenía intentaba separar las silvas que había sobre ti y dejar un amplio margen para cogerte. Mi madre se echaba cada vez más a ti. Cuando por fin te pudo sacar y mi madre te podía coger, te cogió la cabeza, te abrazó y estrechándote contra ella como queriéndote sacar de allí, te abrazó una vez más y lloró. "No te vayas, Ross" -era lo que suspiraba. Pero una expresión de dolor y miedo, de pena y terror que yo no había visto jamás en rostro alguno... Todos: Nacho, Esperanza, Isabel y yo permanecía• mos mudos contemplando aquella escena. Estoy seguro que todos teníamos la intención de decirte algo. para intentar ani• marle, pero habíamos enmudecido de repente. Creo que toda la vida en aquel instante eras tú y mi madre. .Ya no estabas entre aquellas silvas. Estábamos angustia• dos... sí, ésa era la palabra: angustiados a estar allí, como me• ros espectadores sin saber qué hacer, sin saber qué hacer para detenerle el llanto a mi madre. De pronto Nacho dijo: "Saco el coche y lo llevamos al veterinario. Un rato después ya estaba el coche fuera y después de colocar una manta en el asiento trasero del coche -a lo largo- me dijeron a mí que me sentara con él levantándole un poco la cabeza. Era horrible: s u s ojos parecía como si quisieran salir pau• latinamente de sus órbitas. Ya no les importaba la belleza del paisaje, permanecían absortos en su más cercana realidad, co119

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mo queriendo resumir toda una vida a nuestro lado en unas miradas entre tiernas y dulces en el horizonte. Ya algún tiempo antes habías ido a visitar al veterinario. No sé a qué fue, pero por aquella vez nos había regalado un perro palleiro hembra (creo que se debe escribir así). No sé si su nombre se lo pusimos aquí por fea o ya lo traía puesto. No, Ross, se lo pusimos aquí, ahora lo recuerdo en memoria de otro amigo desaparecido: S u r . Como era muy fea le llamamos Sura. Tú la conociste, yo no me acuerdo ningún detalle de ella, supongo que no fallaría si digo que ella siempre estaba conti• go. En época de celo tuvimos los mayores problemas con ella, pues estaba a disposición del primero que pasase. En el campo de silvas creo que había hecho un túnel que daba a la otra par• te y lo cruzaba todo él. y por allí se escapaba para recibir a los otros perros. Y como esas silvas estaban muy crecidas podía ocultarse en ellas que nosotros no la veíamos. Tú también le querías mucho y te juntabas con ella para hacer prole. Re• cuerdo que muchas veces andábamos detrás de Ross para que no se contaminase. Cuando pasó la época ésa todo volvió a la calma y Ross te lamía y estaba a tu lado. Pero aquello ya era agua pasada y no le importaba. Unos días después, en el sótano, ella dio a luz a dos perros. Digo a dos porque son los que aún viven. Lo cierto es que si nacen muchos los matamos al poco de nacer con cloroformo. No sé si esto también lo hicimos allí, creo que no porque a mi madre le gustaban mucho los animales y sólo te teníamos a Ross y a ti. Tú fuiste el padre y el cirujano jefe, pues los lamiste y los cuidabas. A veces, de tanto lamer, acostum• brabas a comértelos. Varios gatos parieron en aquellos tiem• pos. Recuerdo un detalle: parió una y le dejamos un hijo, pero al poco tiempo había desaparecido. Los primeros gatos que

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llegaron a esta casa fueron tres: uno naranja, otro blanco y ne• gro y otro a colorines. Las dos crías de Sura fueron creciendo: una era de color naranja claro y ya indicaba que no iba a crecer mucho. La otra era del mismo color de Sura, tenía una mancha de color claro a la altura del hocico, también castaña pero más clara, que rema• taba en su negro hocico. Pronto se acostumbró a ir siempre contigo. Cuando murió Sura no recuerdo muy bien ni cómo fue, ella murió de vieja. Porque ya debía de tener muchos años. A ti te impedimos que te acercases a ella. El campo era muy grande y a todos los enterramos en él, aunque ella no sé dónde quedó. La perra naranja se llamó Marilín. Era muy juguetona y se movía muy deprisa, tal vez por eso la denominaron así, Mi madre repetía muchas veces que parecía una perrita de circo. No era muy grande. Tampoco tenía mucho pelo. A la oscura le llamaron Pasota. La razón para ponerle ese nombre era que parecía muy tranquila. Mientras el primer nombre fue más bien obra de mi madre, el segundo fue de mi padre. La mancha castaña clarita se extendía también hasta los ojos, se elevaba por encima de ellos y después volvía a descen• der por el otro lado de la cabeza. Cuando te sacaba yo para pasear, casi siempre por el mis• mo camino, recuerdo que me detenía cuando tú te parabas a oler, porque allí ibas a hacer algo. Me gustaba sacarte conmigo, . todos se quedaban mirándote. Incluso te sacaba por las noches. Tú no te lanzabas a nadie, solamente a los borrachos y recuer• do que alguna vez lo hiciste aSÍ: en esos momentos era muy difícil sujetarte, pero solamente en esos momentos. Mi madre, y todos nosotros con ella se preguntaba si tú habías sido perro policía antes, pues ya debías tener algunos meses cuando te encontró mi padre en Vigo, pero ésa fue la pregunta que nunca 121

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. nos revelaste y a la que nosotros no supimos darle respuesta. De todas formas nos gustaba pensar que eso pudiera ser cier• to: alguien te había tenido que enseñar todo lo que sabías. Además eras muy obediente. Todos se quedaban boquiabier• tos mirándote. Alfonso le había dejado una moto a mi madre, una ves• pino blanca para que pudiera desplazarse de un lugar a otro. Y allí también estabas tú, siempre ibas con ella. Lo que nos ad• miraba mucho es que tú siempre corrías más que ella, siempre querías ir delante de ella como si quisieras protegerle de cualquier peligro. Claro está que los animales quieren más a las personas que les dan comida y mamá siempre subía de Ramallosa con sobras que le daban, pero creo que entre tú y ella había una relación muy superior a todo eso. Cuando la moto iba a arrancar y comenzaba a hacer ruido tú te volvías como loco intentando morder la rueda delantera: creo que era porque estabas contento. Y mi madre se quedaba muy sorpren• dida y muy feliz al mismo tiempo. Ella se subía a la moto y allí te preparabas tú para empezar acorrer. Y en cuanto la moto se ponía en movimiento, allí salías tú disparado hacia la carretera. A aquellas horas no pasaba nin• gún coche, parecía como si ellos compartiesen tu misma ale• gría. De todas formas mi madre acostumbraba a mirar por si viniese alguno. Y salías disparado, no te gustaba quedar atrás. Cuando recuerdo esos momentos, me imagino la cara de ale• gría que pondrían las vecinas. Siempre preguntaban por ti, pero en cuanto te veían pasar, sabían que detrás venía mi ma• dre con la moto. Mientras estaba trabajando en la tienda, tú te quedabas recostado sobre la acera mirando a las distintas personas que pasaban. Nadie te tenía miedo y todas se admiraban. Yo creo que en aquellos momentos hablabas contigo mismo de la vida 122

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y te acordabas de Pasota. Yo un día me dije que, como el nom• bre de Marilín y Pasota era muy largo, les llamaría Surote y Surita, porque una era más grande y la otra más pequeña y de ahí pasaría a llamarlos Sulote y Sulita, para desembocar en Sulote y Suri. A Sulote me gustaba más llamarlo por aquel nombre porque se decía más fácilmente que el que le había puesto mi padre y más rápido a la vez. Para mí en aquel mo• mento era preferible un nombre corto para poderlo decir rápi• damente. A Sulita siempre le llamé Suri y hoy le llamo siempre así. Cuando llegabas tú de Ramallosa acudían todos los perros hasta el portal para recibirte. Y tú entrabas y te separabas de ellos para acostarte, Sulote iba contigo y se sentaba sobre tus muslos. Tú soplabas en aquel momento, como echando el can• sancio de aquel viaje y a la vez llenarte de aquel entorno que se había hecho tan familiar para ti. Y aunque resoplases también varias veces porque Sulote pesaba, no te importaba, no, al contrario, así era como te encontrabas bien. Cuando salías con la finca, bien delante de la moto o bien conmigo eras de lo más obediente: si se paraba la moto te para• bas tú... y eras obediente a todo cuanto te dijésemos. Otras veces eras tú quien te marchabas para hacer tus ne• cesidades. Y te ibas a recorrer aquel camino tan conocido para ti. Y al rato regresabas a casa otra vez después de haber pasea• do. Creo que también estabas tú cuando compramos los dos patos. SÍ, ahora lo recuerdo, también estabas tú porque me acuerdo que iban detrás d e t i . Ya han pasado dos o tres años y todavía nos acordamos de ti. Allí donde mi madre y nosotros te enterramos, coloca• mos un rectángulo de piedras con algunas plantas para seña-

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a llamar Mimo. Al perro ése de la chepa le acertamos a llamar Chepi todos nosotros, creo que la idea fue de Nacho. Los gatos también fueron desapareciendo: el gato de pintas tuvo una cría también de pintas, no sé si tuvo alguna más, pero hoyes la única que se conserva. Creo que nunca su• pimos adónde se había ido aquella gata. A esa gata le había• mos llamado Claudia, porque le gustaba revolcarse sobre la hierba y saltar abundantes veces. Habíamos visto una película un poco antes en que Claudio era tartamudo, así que todos convinimos en llamarle así. Hoy tenemos a la hija y le llamamos Claudita. Un día le empezó a salir el ojo derecho hasta que varias semanas des• pués le cayó. Creo que fue porque algo le había entrado en él,

al menos eso fue lo que le parecía a mi madre. Algo más tarde y para colmo, apareció la gata con el rabo en carne viva, parece ser que alguien se quiso quedar con un pedazo de aquella piel tan bonita. Unos días después también le cayó. Le quedó un pequeño rabito. y le dolía cada vez que le tocábamos allí. Rosiño y Mino al principio parecía que iban a quedar pe• queñitos, pero aún crecieron bastante. El gato blanco y negro creo que fue el que nos dejó a dos que todavía tenemos: a uno le llamamos Chus porque un día le encontramos estornudando y al otro le llamamos, aunque no con un nombre fijo, el gato de la perilla o el barbitas porque tiene una mancha negra por de• bajo de la boca. ¡Ah!, ahora lo recuerdo, tú sin duda también te acordarás del gato negro. Mi madre lo cuidaba en Ramallosa cuando ya todos habíamos venido a la casa de Mallón: en la parte de atrás de la ferretería había un huerto pequeño con un pozo en donde iba mi madre a lavar la ropa. Creo que sí, porque le gustaba mucho ir a tu lado para que le acariciases. Y se echaba y se rozaba con tu gran hocico. También tenemos un gato gris, creo que nació de Chus. Un día este gato tuvo una cría y teníamos miedo de que se la comiese algún perro. Al final fue lo que ocurrió, pero no supi• mos quién fue, seguramente Sulote. Compramos también nueve gallinas rojas y alguien nos regaló otra blanca y un gallo. Teníamos un enrejado enfrente del hórreo de la otra casa. Y comenzamos pronto a tener hue• vos y a venderlos. Tú seguro que también te acuerdas de tres canarios. Una señora de Ramallosa, Esperanza, nos dio dos periquitos: que• ríamos hacerles hablar. Un día mi madre había dejado uno encima de la chimenea y cuando regresó lo había comido un gato: sólo había dejado

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larlo. Creo que aquella vez te habíamos llevado hasta el veteri• nario. Algún tiempo después llegó a nuestra casa otro perro. Creo que también era un pastor, oscuro, pero tenía un bulto enorme a la altura del cuello. Todos los días por la mañana bajaba hasta la plaza de Ramallosa y el carnicero le daba un poco de carne. Contigo siempre estaba Sulote y cuando llegó la época de celo, te relacionabas con él. No sé si ibas también con otras perras, aunque creo que no: vosotros dos erais los grandes enamorados. No sé si tú llegaste a ver a los hijos de Sulote. Ni sé si tuvo más de dos, el caso es que le dejaron solamente dos. No, tú ya habías muerto yesos dos hijos se parecían mucho a ti y le gustaron. Uno en especial a ti, su color era todo oscuro. A ése mi madre 'le quiso llamar Rosiño, en memoria tuya, porque mucho te llamaba a ti Rosiño. El otro, cuando ya hubo crecido un poco más se dio cuenta que era muy mimoso y le comenzó

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de él la cabeza. A mi madre le dolió mucho porque era el que había tenido en Ramallosa, quien le había hecho compañía to• do este tiempo, pero no le duró mucho. Ahora tenemos los dos canarios restantes y las dos periquitos. Hace unos meses mi madre se trajo de Vigo un pastor belga. La verdad es que al principio mi madre quería que mar• chase porque lo que tenía oído de él era bastante malo, pero la verdad es que se quedó: a mi hermana le gustaba mucho tenerlo. De todas formas, mi madre no quedaba muy confor• me, porque por encima de todo no le recordaba en nada a ti,

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Ross. Las gallinas, ya desde hacía algún tiempo habían cogido la costumbre de saltar el enrejado en el que estaban a comer hierba, a remover en la tierra y a poner en cualquier sitio. Recuerdo que aquellos días resultaban catastróficos. y la ma• yor parte de culpa reconozco que era mía pues debía cuidarlas al máximo, sobre todo para comprobar en dónde ponían hue• vos. Había sembrados de verdura y a veces se desplazaban hasta allí. Yo me veía negro. Tal vez las cuidaba muy a mi manera yeso no era suficiente: fueron tiempos muy difíciles. y yo procuraba aprender cada vez más para cuidarlas mejor: espiaba desde la ventana de la cocina, caminaba por el campo esperando escuchar el sonido de alguna que había puesto, buscaba por las esquinas... No creía yo en el fondo que hubiera que esforzarse mucho para cuidarlas y era ésa la verdad, muchas veces tenía que ser mi madre quien me recordase aquella tarea. Poco me acuerdo de aquella época, pero supongo que no serían muchos los quebraderos de cabeza. Lo que se hizo un poco impertinente fue el hallar esos postouros. Más de una vez exclamé que can-

Otro problema que aparecía al lado de éste era el peligro de que algún perro se fuera a por ellas: Sulote, Suri, Rosiño, Mimo y alguna cría más que íbamos dando. A propósito, a Chepi se le abrió el agujero: d e c í a n que ha• bía sido producido por el golpe de un coche. Se le abrió y expulsaba aquello todo. Mi madre quería tenerlo porque le recordaba mucho a ti, a pesar de que le decíamos que era me• jor dejarlo. No sé por qué, pero recuerdo que un día vino el veterinario a verlo y dijo que era mejor matarlo. No me acuer• do cómo murió, supongo que allí... ¡Ah, no!, creo que fue porque el veterinario le inyectó algo. También lo enterramos en el campo. Poco tiempo después aquella pena ya le había desaparecido a mi madre. Un día ella dijo que lo mejor era cortarles las alas a las gallinas. y así lo hizo, aunque tuvo algo de miedo a cortarles más de la cuenta. Algún tiempo después todo seguía siendo igual, se ve que no les había cortado lo suficiente. Yo vivía en parte un poco alterado por el cacarear de alguna gallina que indicase que había puesto huevos. Y encontré algunos, mi ma• dre encontraba otros. Entonces era cuando más me preocupaba Doc (ése era el nombre del pastor belga). Era de color negro con una mancha más clara en la parte inferior de la pierna. Mi hermana decía que solamente lo había traído para que le cuidásemos mientras era pequeño, pero yo bien sabía que era mentira. Cuando las gallinas estaban fuera, Doc las perseguía hasta llevarlas a la jaula. Mi hermana pequeña repetía que Doc era un buen pastor porque las conducía hasta allí. Una vez sé que yo le dije que un día acabaría comiéndolas, pues me fijaba que él se echaba al cuello de las gallinas. Pero no pasaba nada, aunque algunas veces mi madre también lo temía.

taban por todos lados. 126

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Desde hacía algunos meses, Sulote quería salir conmigo a donde fuese. Un día que fui a la tienda fue conmigo hasta la puerta y con sus ojos abiertos me indicaba que me quería acompañar. Así que le llevé conmigo. -Como Ross, ¿no, Sulote? -le repetía constantemente. Por aquellos días le dije a mi madre que Sulote había em• pezado a salir conmigo a donde fuese. Me preguntó si él no le tenía miedo a los coches, pero yo le contesté diciendo que Sulote pretendía buscarte a ti haciendo lo mismo que hacías tú, recorriendo los mismos caminos, oliendo por donde tú habías pasado. De esta forma me sentía como un puente que unía su corazón con el tuyo, aunque fuese sólo a través de las palabras que yo le decía. Y yo también me sentía más feliz. Siempre que me preparaba para salir se levantaba de donde estuviese acostado y acu• día a la puerta para salir: algunas veces se encontraba en el sótano y no me escuchaba, otras era yo quien me olvidaba de llamarle y él me cogía a la altura de la carretera para ir conmi• go. Él me obedecía, aunque no por miedo, y yo sabía pararme un poco antes de la carretera para que no cruzase sin cuidado. Después me acercaba a él y lo cruzaba. Llegó la época de celo y, ya en la primera y desde enton• ces, mi madre se fijó en que Sulote no quería saber nada de perros, creo que fue ella quien comentó que Sulote sólo había estado enamorado de ti y aunque ya te habías ido seguía estándolo. ¿Sabes?, fue quien más sintió tu muerte y, aunque no le dejamos mirarte, sentía que tú ya no estabas. Un día Doc apareció mordiendo una gallina: la había matado y se la estaba comiendo. Aquello enfadó mucho a mamá y le pegó con la escoba de la cocina, aunque fuese ante las protestas de mi hermana. A mí también me dolió aquello,

porque era yo quien tenía que haberla cuidado. Mi madre decía que si él iba a quedarse aquí debía ir aprendiendo a cui• dar las cosas de casa. Y tenía que utilizarse el palo. Empezaron a construir una casa enfrente de la nuestra, pero en el otro campo, y para ello derribaron el trozo de muro que daba a la carretera en el fondo del campo: entonces sí había peligro de que salieran los perros por ahí. Había que cuidarlos un poco más, por de pronto no había problemas. Los sábados por la tarde acostumbraba a bajar hasta el pueblo para ir a buscar pan. Un día, cuando estaba a la altura de la nueva casa me di cuenta que Sulote salía por allí para como queriendo ir conmigo. No me vi con las fuerzas suficien• tes para decirle que no, así que le llevé a mi lado: no iba a ladrarle a alguna persona porque nunca lo había hecho ni iba a meterse con otro perro porque tampoco lo había hecho estando conmigo y fuera de la casa, así que lo llevé. Y caminaba tran• quilo, porque tampoco iba a querer relacionarse con otro: mu• chos lo habían intentado, pero él seguía siendo fiel a ti. Yo pienso que él sigue esperando encontrarse contigo un día y es su misterioso mundo de sombras y de ladridos el úni• co que cuenta. Todos los viajes que había salido conmigo ha• bían sido en viajes más o menos cortos: a la tienda de Chicha, que queda a tres o cuatro metros de la carretera; a la tienda de Spar, que queda en la carretera general un poco más alejada que ésta ... ¡ah!, y creo que también fui un día al otro Spar que está en el crucero de San Pedro. De todas formas, Ramallosa quedaba más lejos. En cuanto a los coches tampoco me preocu• paba mucho, porque ya estaba acostumbrado a cruzar aquí en nuestra carretera. Una señora me preguntó un día o murmuró tal vez, al igual que mi madre lo dijo, que el día que le ocurra algo al Sulote se lleva también mi vida. Y yo pensé también eso otras

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veces. Realmente con Sulote es parte de mi vida la que desapa• rece y a ella le doy también un valor tan importante como mi misma vida. Cuando me pongo a pensar en ese instante y digo que me moriría con él, esto tiene un gran significado para mí, no sé, es un sentimiento horroroso; creo que sería imposible de definir. Siempre que caminaba con Sulote iba hablando con él. Y él me miraba con unos ojos radiantes y llenos de ganas de vivir. Por todo eso lo llevé conmigo. No eran órdenes las que yo le daba, yo no quería que fuesen órdenes y me gustaba pensar que ella tampoco las tomaba de esta manera. Al menos no me obedecía igual que si fuese una orden, tal vez por eso me volcaba tanto en su cariño. La llevé conmigo. Y encontraba algún rasgo de diferencia entre aquella vez y las otras en que lo hacía yo solo. Cuando lo hacía yo solo me distraía cantando y soñando conmigo mismo, pero todo aquello me dejaba un espacio en blanco, o sea, que notaba que me faltaba algo. No lo pensaba tan seguro, es ver• dad, pues aquélla era la realidad única que conocía. Pero el día que apareció Sulote en el camino dispuesto a ir conmigo, que• riendo ir conmigo, comprendí aquello que me faltaba. Esta nueva realidad era más completa y más feliz que la otra y creo que cuando cualquier persona, sobre todo soñadora, conoce un paisaje y desemboca en otro más bello que el anterior, com• prende que éste fue como un río que le conducía al otro. Y así fue: Sulote iba a mi lado. De vez en cuando se dete• nía a oler en cualquier esquina. Aquello me recordaba a ti, Ross, porque cuando tú te detenías a oler yo lo hacía contigo. Y nunca te equivocabas: allí hacías alguna de tus necesidades, aunque otras veces te parabas a oler y no hacías nada. Pero no olías tan a la esquina, y apenas detenía mi paso. Con Sulote pasaba lo mismo: yo me detenía, pero él no tenía el olfato tan 130

aguzado como el tuyo: de todas formas no fallaba tantas veces. Y aquello era motivo para que yo hablase con él y le recordase cómo eras tú. Siempre que estaba conmigo y notaba que muy alegre, le decía: “¡Sube, sube!", señalando mi cintura. Y él echaba sus dos patas delanteras a mi cintura y yo le acariciaba repitiéndole tu nombre. Aquello le gustaba, creo que le hacía más feliz. Cuan• do estaba muy contento tenía que tener mucho cuidado por• que se lanzaba con mucho impulso y me tiraba hacia atrás. Pero casi todas las veces ya estaba muy prevenido a lo que po• día suceder. Aquello te gustaba también mucho a ti y te ponía un palo cada vez más alto, pero no me gustaba que lo mor• dieses. Mientras iba a Ramallosa me fijaba en él y me pregunté por qué me gustaba tanto ir con ella y yo mismo me respondí que me sentía más protegido así y tenía la mente más despierta de esta forma. Varios perros salían a su paso para olisquearle, pero él no les prestaba la menor importancia. A veces se retra• saba ella también olisqueando, pero enseguida le llamaba y se separaba de sus visitantes para venir conmigo. -Este camino te va a resultar distinto -le decía yo-, por• que tú nunca has venido por aquí. Supongo que lo que más te sorprenderá es ver la carretera y tantos coches en ella, pero tú tienes que venir conmigo: de todas formas, pronto aprenderás. Creo que Ross vino algún día por aquí... y pienso que tú lo buscas, le sigues buscando. Cuando llegó al pueblo se extrañó al ver tantas luces subir y bajar. Era de noche y yo preferí caminar arrimado a las casas, lejos de las luces. Le dije: “ Vamos, Sulote" y eché a correr siempre mirándole a ella. Ella cambió de lado y se dirigió a la carretera: yo me detuve. Pero no había entrado todavía en la

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calzada por donde circulaban los coches, cuando volvió a la acera debido a que venía un coche. No sé si frenó un poco, supongo que sí. Yo te llamé y te traje hasta mí, te eché la mano a la cabeza y te acaricié suave• mente. Después llegaste conmigo hasta la tienda de Gloria. La chica me preguntó por él. -No está acostumbrado a venir aquí -le dije. Todos los días suele ir conmigo hasta las tiendas, pero camina libremente por la carretera porque no pasan casi coches y va por donde le apetece. Pronto se acostumbrará a bajar a Ramallosa. Cogí las barras de pan y te llevé otra vez hasta Mallón. Creo que fue aquel día cuando se lo comenté a mi madre, que Sulote había ido conmigo: ella se sorprendió y me preguntó si no le había tenido miedo a los coches. Unos días más tarde, creo que al sábado siguiente, quise bajarle conmigo. Y le llamé, pero mi madre me dijo que no le llevase porque podía cogerle un coche. No comprendí del todo por qué había dicho aquellas palabras, pero no le llevé con• migo. Aquella vez ya no tenía ganas de bajar cantando, no si• quiera de bajar alegre: lo único que iba pensando era que Sulo• te no bajaba conmigo. Me sentía deprimido y en aquella incon• sciencia mía intentaba entretenerme hablando contigo y con él a través de ti. Al llegar a la tienda la chica me preguntó por ella, mi compañera. -No, hoy no ha venido conmigo -le dije yo, creo que también le había extrañado ella un poquito. Realmente lo pasé mal aquel día. Unos días antes, Doc había matado a otra gallina, aquélla fue la gota que desbordó el vaso. Mi madre se enfureció mu-

chísimo y repetía que aunque fuese a palos iba a aprender. De• cía que el día anterior le había visto perseguir a una. El sábado mi padre levantó la verja un poco más. Aquellas dos gallinas eran las únicas que salían fuera y ponían en el campo de silvas a la altura del garaje. y había otro problema, un nuevo quebradero de cabeza: Mimo, desde hace tiempo, solía comerse los huevos que encontraba. Ya se había comido muchos y, con este nuevo postouro, allí se quedaba esperando acostado junto a aquellas piedras esperando que saliese la desafortunada gallina. Mi madre me decía muchas veces que tenía que haber algún postouro más, a lo que yo le respondía que nunca les oía cantar. Y me extrañaba mucho más porque a veces escuchaba a alguna gallina cantar por el campo, pero no había puesto nin• guno. Dos, había matado a dos gallinas que salían. Resulta que en aquel enrejado había un árbol y solían salir por allí. Al prin• cipio, cuando estaba más bajo se subían al tejado de la caseta y desde allí saltaban. O también saltaban hasta el poste que había junto a la puerta y salían. Pero mi padre colocó allí todo el alambre que había subido mi madre de la tienda. Y ya no salían las gallinas fuera, pero pronto encontramos otro problema: los hoyos. Y para colmo, había algunos en don• de se habían plantado zanahorias y otras hortalizas. A ti también te gustaba hacer hoyos, ¿te acuerdas?, aun• que no mucho. Mi madre quería enseñarte metiéndote allí el hocico y pegándote, pronto debiste aprender porque recuerdo que no te pegábamos mucho. Además, tú eras muy listo para aprender. A veces mi madre comentaba: "En verdad debió 'estar educado como un perro policía". Y tengo ganas de pillar a alguno haciéndolos, pero al final me arrepiento y no los bus• co.

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Además, todos los gatos me tienen miedo. Siempre ando detrás de ellos porque se acostumbran a subir al mostrador de la cocina a coger la comida. El gato gris, creo que es una gata, en cuando me ve aunque sea de lejos y esté dentro de la casa se pone a chillar de lo lindo con un maullido largo y muy monó• tono: me da una rabia... Aquel maullido le sorprende a mi madre, que siempre me está repitiendo el miedo que me tienen. El gato negro también hace lo mismo. Claudia no tiene tanta voz para maullar así, pero siempre encuentra un lugar por donde escaparse. Y nos reímos todos de ella porque deci• mos que sólo nos ve a la mitad, con su ojo único. El barbitas también se me escapa y Chus igual, el único que no me tiene miedo es el naranja. Hace tiempo mi madre estaba muy contenta con este gato porque maullaba para salir y maullaba también para entrar. Era un maullido alto y constante, parecía monótono, pero así era mejor porque se escuchaba bien. Se arrimaba a la puerta de la cocina cuando quería entrar y maullaba desde allí. Después se subía a una silla o se recostaba en una cesta en donde se colocaban los periódicos y las revistas ya pasadas y se prepara• ba a dormir. Más tarde, cuando quería salir, maullaba otra vez pero junto a la puerta del pasillo para que le fuese a abrir la puerta principal de la casa. Este detalle también hacía brotar alguna sonrisa entre nosotros y sobre todo en mi madre. "Es un gato muy exigente y muy suyo +decíamos todos- y quiere que se le respete", pero todos sonreíamos en ese ambiente tan familiar que se respiraba. Mi hermano Quico les daba de comer junto a los perros por la noche, en un lugar aparte: primero a ellos pues les abría la puerta para que saliesen y luego le daba a él: comía muy despacio. Algunas veces, cuando llegaba mi madre al medio• día en la moto, les daba una bolsa de comida que subía de

Ramallosa y creo que él era el que menos comía, pues cogía un trozo y se apartaba de todos para comérselo. Desde hace tiempo le habían aparecido en las patas algu• nas heridas. No sé quién dijo que podía ser la sama, no sé. Ca• minaba despacio y cojeaba algunas veces por el dolor que de• bía sentir, pero nunca se quejaba. Pero él también se daba cuenta de que era el único superviviente de toda aquella fami• lia primera y quería alegrar un poco más el corazón de mi ma• dre, llenar un poco por momentos el vacío que sentía. Recuerdo que hubo días en que mi hermano se olvidaba de abrirle y se orinaba en la cocina. Recuerdo que a mi madre, ya todos con ella, nos preocupaba porque causaba mal olor. Y además era bastante grande. Y ese olor, según ella, se mantenía cierto tiempo en el aire. Yo no sé, porque me fallaba el olfato desde hacía algún tiempo, a no ser que el olor fuera muy in• tenso. Creo que a él también le pesaba haberlo hecho así: desde hace algún tiempo hasta hoy ya no lo hace. Muchas veces cuando me encuentro solo +tú sabes que . me gusta en parte vivir del recuerdo-, me siento a ver la larga lista de firmas que tengo: son de las convivencias y de las dis• tintas excursiones. Me gusta recordarlas, con ellas revivo una parte de mi vida en que me encontraba feliz y puede decirse que me hace revivir aquellos momentos. Pero tú, Ross, eres co• mo un recuerdo vivo y si mi dolor es tan grande para no morir te recuerdo y vivo un poco de tu vida: no sé por qué es el me• jor alivio que me queda. Hace una semana llevé a Rosiño. Una señora me preguntó por qué le había buscado un nombre tan extraño y mamá le respondió que lo leyera al revés. A ti muchas veces te había lla• mado Rosiño: s ie mp r e te llamaba así. Murió justamente el 612-1984.

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Mi hermana mayor, que se había quedado en casa me dijo . que fuese a buscar tabaco. Yo cogí a Sulote y fui a la tienda de Chicha, al llegar recordé que allí nunca lo habían tenido, pero había otra señora. Creo que esperé y le pregunté por si acaso, y me dijo que no. Cuando me dispuse a marchar oí el chillido de un perro a la altura de la carretera. Fui corriendo y recuerdo que crucé sin mirar, pero con la suerte de que no venía nadie. Subí el camino -digo subí porque está un poco sobre el nivel de la carretera debido a unas cuantas piedras: quedaba, por lo tanto, encima de la hilera de ramas, una especie de seto. Allí estaba R o s i ñ o chillando en el suelo, casi no podía levantarse. Me acerqué a él para ver si podía calmarle un poco y vi que no podía ponerse en pie debido a un golpe o a una especie de ro• ce: a una herida que tenía en la pierna derecha sobre la rodilla. Le intenté coger en brazos para llevarlo a casa y me di cuenta que le dolía toda la pata, que aquello era peor que lo que apa• rentaba. Así que le cogí de forma que las patas quedasen hacia arriba, con el fin de que aquélla malherida quedase libre. y le llevé rápidamente hacia casa y después de decirle a Mariora que me abriese, o no me acuerdo si abrí yo. Lo acostamos en la cocina sobre una alfombra y con la pata herida suelta. Al mis• mo tiempo de cogerle del suelo, cuando ya le tenía en brazos, observé que la pata herida la tenía como muerta (Cuando cogía a cualquier animal de esa forma las dos patas traseras queda• ban hacia arriba: a Rosiño no, una le quedaba así, pero la otra la tenía como muerta). Cuando salí al camino me encontré con Julio que pasaba en moto. Yo le expliqué que podía haber sido un coche o una moto y me contestó que para él era mejor matarlo porque la pierna le iba a quedar así. Cuando lo había dejado acostado fui a buscar el tabaco y llevé a Sulote. Unas semanas antes había llevado a Sulote y a Rosiño. Le llevé a él porque quería salir y,

porque me temía que me iba a seguir. Hubo otro día que que• ría salir y yo le dije que no y le ordené que se fuera. Y se fue. No me siguió. Habían venido también conmigo días antes Doc y Scubi. A Doc no le había vuelto a llevar porque no era muy obediente y se metían mucho con él, lo cual pensaba que sería negativo para cuando se hiciese mayor. También había venido conmigo otro día Scubi. Pero él se pasaba todo el día de aquí para allá con Sulote y a la altura de la carretera, cuando se detenía Sulo• te, lo hacía también él para echarse encima. Así que no temía mucho por él. Aquel día había venido conmigo Scubi. Chicha tenía des• de algún tiempo antes un perrito, creo que era un pequinés. Cuando. llegué a la tienda y entré, Scubi se había quedado jugando con él. Mientras despachaba, yo me quedé mirándolo. Salieron al camino y se dirigieron hacia la carretera. Entonces yo salí al camino temiendo que quedaran debajo de un coche. Cuando los vi ya estaban casi cruzando la carretera: e n t o n c e s fue cuando más temí porque iban jugando. Me quedé estático, sin saber qué hacer: pensaba que si le llamaba sería peor, por• que se iba a distraer. Y entonces no les dije nada, lo dejé. Afortunadamente no pasó nada, así que volví a entrar en la tienda. Creo que fue entonces cuando oí a Rosiño gritar. En un primer momento no reaccioné: n o pensaba que fuera alguno de los nuestros. Pero después me acordé de Scubi y fui corrien• do. y entonces fue cuando encontré a Rosiño en ese campo. Parecía no poder mantenerse en pie, aunque lo intentó varias veces. Creo que cuando me dirigía hacia la carretera me crucé con el perro de Chicha y con Scubi, pero en ese momento sólo estaba pensando en Ñosiro. Cuando lo había colocado sobre la alfombra se acercó Mariora y me preguntó, yo le respondí lo mismo que le había

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dicho a Julio y fue entonces cuando le noté más directamente esa herida. Yo había procurado dejársela al aire para que no le doliese. Creo que Mariora estaba muy nerviosa y también me parece que quería llamar a mi madre que estaba en la tienda. Habíamos echado a los perros que estaban dentro, no sé quié• nes eran, pero supongo que Doc por temor a las gallinas. Cuando le vi la herida y le tocaba la piel para ver que tal respi• raba, me dijo. Mariora: “ ¡Deja ya de manosearlo!". Estaba ner• viosa. Sin embargo era una herida limpia: no salía de ella sangre. No era muy profunda, pero se veía que había alcanzado una capa blanca. N o podía moverla, la seguía manteniendo colga• da. Aquél había sido un golpe bastante fuerte, pero no temía• mos por él. También me extrañó un poco porque de haber sido una moto se hubiera desviado y chocado tal vez y de haber sido un coche le hubiera pasado algo parecido. Yo no sé si por nerviosismo o por alguna influencia externa comenzaba a pen• sar que había sido un balín de escopeta, alguien que le hubiera cogido rabia y que el balín hubiera caído por allí. Pensé en ir a buscarlo, pero no fui y aún no he ido. La respiración le empezó a dificultar. Creo que Mariora se puso más nerviosa y yo le intenté tranquilizar diciendo que no creía que se fuese a morir por aquel golpe. Pero pienso que yo estaba en otros pensamientos, porque un rato después ella me preguntó: ¿está muerto?". Me fijé en él y vi que los ojos los tenía blancos: "Supongo que sí" -le contesté. Ella se quedó estática. N o sé si fue entonces cuando intentó llamar a la ferre• tería, a mi madre. Sé que de allí le dijeron que en ese momento no estaba, pero no sé si fue entonces. Creo que ella se fue de la cocina y yo fui a lo de Chicha. Iba extrañado, no sabía por qué podía morir por un golpe así. De todas formas yo veía un lado un tanto real, no sé si un 11

tanto egoísta aunque me parece que no: no me dio mucha pena. Podía ser el que más se pareciese a ti, pero al fin de cuen• tas era el que hacía hoyos, el más desobediente y el más ladra• dor. Enseguida corría a ladrar a la verja, lo que nos traía de cabeza y como la encontrase abierta enseguida mordía al que pasara: eso era lo peor. Al principio decíamos que era ésa la misión de un perro, pero poco a poco iban viéndose las com• plicaciones. Ahora los obreros habían derribado el trozo de muro que daba al camino por el fondo de la huerta y aquél era el mayor peligro. Hace unos meses, cuando se estaba empezando a cons• truir la casa y estaban los obreros, el peligro era la parte infe• rior del campo que estaba abierta: salían los perros y se iban a ladrar allí. Recuerdo un día que, creo que el perro fue Sulote o Rosi• ro, aunque no recuerdo muy bien, apareció con una bolsa de comida. Aquello fue partirse de risa. Creo que en la casa está• bamos Quico, mi madre y yo: Quico fue a devolverla. Pero más tarde apareció Rosiño mordiendo un rollo de cuerda, creo que nylon, envuelta en un rollo de madera y fui yo. Aquellos obreros también nos enfadaban porque mi ma• dre, que notaba que siempre le faltaban pisejos me dijo que fue• ra a ver si eran ellos quienes cogían y yo fui. En efecto, vi en• trar uno. Me acerqué a preguntarle y sólo dijo que iba a coger dos ... En aquel momento no supe qué hacer: pensé en echarles una bronca pero no supe cómo hacerlo, así que volví a casa y le dije a mi madre que sí, que eran ellos. No sé por qué lo hice, pienso que vi bloqueadas mis primeras intenciones. Ella se enfureció: ¡Si es que hay que desconfiar!, ¡no saben lo que significa que haya un muro!". No sé si me dijo que fuese a coger las que quedaban, el caso es que yo no aguantaba con 11

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ella así. y fui allí y cuando llegué ya no estaban, todavía que• daban algunas. y me salió una palabrota. Recuerdo que en Murcia, a los pocos meses de haber lle• gado después de salir de la Cruz Roja de Vigo, me sentí inde• fenso buscando el calor de los chiquillos que había allí. y no lo encontré... no sé por qué pudo ser, tal vez porque aún me sentía un poco dormido. y pienso que como cualquier niño que no conoce lo que es y lo que significa la vida y quiere sentirse uno más, me intenté poner a la altura de ellos: había oído algunas palabrotas, así que las empecé a decir yo también casi inconscientemente. Al poco tiempo ya me sentía como uno más de todos ellos. Recuerdo que andaban muy detrás de mí y eso me gustaba porque me hacía sentir un poco como ellos. Mucho tiempo después, no sé si alguna vez las llegué a decir en esta casa, me paré a pensar. Decía: “puta", "hijo de puta", "maricón" y muchas más. No tenía por qué citar aquí estas tres, que quizás son las peores, pero, sinceramente, me gusta pensar que yo pude ser un desgraciado. Un día, cuando ya co• nocía el significado me paré a pensar. "¿Por qué?", me pre• gunté varias veces. y dejé de decirlas, aunque creo que las fui sustituyendo por otras más débiles hasta que desaparecieron por fin. Ahora reconozco que hay muchas otras dentro de mí, aunque no como aquéllas. Pero procuro contenerme: aquel día no pude y a la cara no, pero las dije. Uno creo que estaba junto al muro y los demás comiendo. "¡Cabrones!", fue lo que mur• muré. "Eso no", me dijo el que estaba en el muro. "¿Y tú me lo dices? ¿Qué queréis que os diga?, ¿tú crees que está bien lo que habéis hecho?". "Te dijimos sólo dos... ". "Ya, y eso te lo crees sólo tú". "Para alimentaros todos vosotros a cuanta ajena, ¿no? Además, no visteis que estaba yo allí y a mí me dolió que en140

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trarais como ladrones". En el campo que hay junto a la carre• tera teníamos plantados algunos pies de verdura. Chicha nos dijo hace tiempo si podía coger de ellos, porque a ella verdura no le quedaba. Mi madre le contestó: "Mientras hay es de todos, repartiéndolo". "Si me los hubierais pedido, yo os hubiera dado algunos, pero guardaría otros para ella. Le gustan mucho, ¿sabes? (Creo que les dije que así serían más educados y no entrando a lo zorro). A mí me da igual, porque no me importa mucho comerlos -cuando hay sí-, pero a ella le ponéis de mal humor. No os hubiera dado todos, pero al menos hubiera repartido. Sé que a ella le hubieran gustado mucho, pero pienso que tal vez sería lo mejor. En cambio ahora voy a hacer todo lo posible por impediros comer de la fruta. No sé si lo cumplí al pie de la letra, el caso es que a veces les llevaba manzanas. El día en que Sulote trajo el cordel (Sulote o Rosiño, creo que éste), lo cogí, se lo enseñé a mi madre y luego lo devolví. Fue días más tarde. Cuando se lo entregué, uno de ellos dijo: "Nuestro amigo". No sé si los miré o dije algo, sólo sé que me pareció mal aquella palabra. "Amigo por conveniencias", murmuré. No era ése el verdadero significado de la palabra, habían violado su esencia. Recuerdo, aunque tal vez suene mal, que me parecieron unos cerdos y me dio asco estar allí. Así que corrí para marcharme. No volví por allí que yo recuerde, tal vez para llevarles alguna manzana. Alguitas veces pensaba en Rosiño. No me daba mucha pe• na, no. Mi madre, al principio que había nacido él, se le notaba ilusionadísima porque era casi tu vivo retrato, pero después a medida que iba creciendo empezó a entristecerse un poco porque se le veía rebelde y desobediente. Yo le notaba muy preocupada y nerviosa, atentos la mayor parte del tiempo 141


tenerlo guardado en casa. Los incesantes ladridos era lo que más nerviosos nos ponían, porque siempre temíamos que ocurriese algo. Podía haberse muerto mejor otro cualquiera, pero había que aceptar que le había tocado a él y pensando en él había unas ventajas. Cuando mi hermana me preguntó eso, yo le contesté: supongo que sí. Al llegar tiempo después mi madre, creo que no sabía el estado de Rosiño, porque el recado se lo habían dado al subir ella en moto. Y cuando se lo dijimos le dio muchísima pena. "El que más se parecía a Ross", decía entre lágrimas. En aquel momento reconozco que no sé lo que pensé, porque no esperaba que se lo tomase así: algo sí, pero no tanto. Yo estaba equivocado: creo que mamá te sentía a ti cuando él estaba vivo. Algunas veces yo había entrado en su habitación para ver la hora en el reloj o para buscar cualquier otra cosa y me había quedado mirando unas fotos en donde estabas tú. y a ella se le notaba feliz en cada una. Muchas veces había comentado que Mimo había sacado tus ojos, pero R o s i ñ o era el que se parecía más: la nariz, la cara, la mirada ... Y todo aquello se le pasó por la mente en aquel instante. Un rato después ella dijo que había que enterrarlo, así que traje la carretilla. Lo cogimos en el plástico y lo enterramos. Lo pusimos junto a ti, Ross, y seréis los dos quienes estaréis jugando en ese cielo tan hermoso. Mi madre lloraba: te había querido muchísimo, los niños también son un poco rebeldes durante la infancia~ Comprendí, todavía no era tarde, que un niño, que incluso ni un padre puede ni podrá ponerse nunca a la altura de una madre. y entonces sentí más aquello. Un día sí habías venido conmigo, pero aquella vez no te había visto. Había venido hacia la puerta con Sulote y sólo había venido con nosotros Scubi, incluso cuando estaba al final del camino 142

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al pie de la carretera miré hacia atrás y no te vi. Pensaba que la culpa había sido mía. No sé si cuando estábamos con él nos vio algún perro, cuando estábamos en la cocina (Scubi, ahora que recuerdo, pero Mimo también lo debió ver o es que ahora nota que ya no está), porque ahora parece de un mimoso completo: cuando lo miras acostumbra a subirse a tu cintura y, como le digas algo en ese momento, lo tienes pegado a ti para el resto del día. Al principio mamá le preguntaba, o decía para sí, que notaba su falta, pero eso tal vez fue peor. Conmigo sigue teniendo el mis• mo miedo que tenía, sobre todo cuando me ve hacer algún movimiento extraño. Un poco menos por lo mimoso que es, pero igual. Como entre en la cocina y sólo esté él, le abro la puerta para que salga y se va chillando: ésta no sé si es una manera de defenderse o es una manera de fastidiarme porque llama más el genio de mi madre que le molesta. Pero no sé quien lleva la peor parte, porque otras veces estamos él y yo solos ... Sigo siendo así de pillo, Ross, como tú me conociste. No recuerdo si el otro día te conté la vez primera que vino Sulote conmigo a Ramallosa. . . creo que sí, me parece habértelo contado. Hubo un segundo sábado que bajó. El único inconvenien• te fue que cuando subía a la acera me echaba a correr para que corriese conmigo y él salía a la carretera: resolví entonces que la próxima vez lo llevaría conmigo caminando por la acera junto a las casas. El cruzar la carretera y el parar no tenía gran• des dificultades. Había varias personas esperando el autobús. Me pregunté qué tal vez hubieran pensado que llevaba al perro para hacer que la gente se fijara en mí: aquello me turbó un poco, porque no era la verdad (y tú bien lo sabías, Ross, al igual que cuando bajaba contigo me sentía más protegido). Me recordaba a ti y yo me sentía más feliz en aquellos momentos. 143


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Esta segunda vez te bajé a la ferretería. No sé por qué era, creo que era por la tarde, pero recuerdo que se quedó en la puerta Paco que estaba enfrente. y aún hubo una tercera vez, aquélla sí que fue una odisea: era una mañana, mi madre no bajaba porque le dolía la cabeza. Llamé a Sulote ya en la verja y desde allí le llevé. Pero cuando llegó a Ramallosa se, detuvo. ¡Ah!, recuerdo que en la segunda vez, cuando ocurrió lo del coche, que Sulote salió un poco más de la cuenta y lo crucé, me arrodillé con una sola pierna en la acera de enfrente y le abra• cé: hablé con él y le intenté avisar de aquello que había sucedi• do. Esta vez se detuvo donde empezaba la acera: l e intenté llevar llamándole, me adelantaba un poco y le volvía a llamar. Pensé en cogerle en brazos, pero no lo hice. Miraba con cierta cara de extrañeza la carretera y los coches que pasaban.

mente estarían todos durmiendo. Así que subí por las escaleras velozmente. No lo hallé. Me acerqué a la otra y le llamé tam• bién, pero no bajó. Pensé que tal vez él se hubiera vuelto a ca• sa, pero creí que el muro que tenía en recinto era un poco alto. Después vi a algunas personas salir y supuse que a él le había pasado igual. Marché, pues, y a la altura del bar Pampín pasó Mari Carmen, una chica de la Cabreira y me paró su coche para llevarme. Subí a él, pero fijándome en si le veía. Se lo iba contando a ella. No tenía miedo, porque muchas veces había vuelto desde la tienda de Chicha o desde la que está en la carretera y no había pasado nada. Pero estaba preocupado por lo que pasaría ella sin mí. Reconozco que había estado mal aquello que le había hecho, dejándole encerrado, pero me pare• cía necesario en aquel momento. Él seguramente que ya me habría perdonado.

-Es de día, Sulote -le dije-. No cambia nada. ¡Ven, vamos! Pero él seguía sintiéndose extraño, como si le atemorizase todo aquello. Intenté empujarle desde el cuello, pero me daba pena cogerle de esa forma. Un último intento, pero vi que no podía: sus patas parecían plantadas en el suelo. Como mi ma• dre había quedado en cama y le corría mucha prisa llevarle aquello, resolví dejar a Sulote allí, en el recinto de aquella casa. Era un edificio alto con varios pisos y tenía un pequeño pradí• to con dos columpios para los niños. y le dejé allí suponiendo que al regresar me estaría esperando. y bajé al pueblo a hacer los recados. La verdad es que no quedaba tranquilo, sentía co• mo si me faltase algo, un pedazo de mi vida misma. Pensaba continuamente que si le hacían algo nunca me lo perdonaría. Pero no temía, porque me aliviaba pensando que él me estaría esperando. Cuando volví no le encontré: las puertas de los pisos -de los dos- estaban abiertas. Así que me acerqué hasta ellas y le llamé, pero no quise hacerlo dos veces porque segura-

Cuando me dejó en la Cabreira fui andando hasta mi casa. Iba pensando en él, pero ya estaba mejor porque pensaba que me estaría esperando en casa. Al llegar entré directamente a darle a mi madre lo que me había pedido. y cuando volví a salir al campo le vi llegar. Aquel encuentro fue maravilloso: él, en su tierna mirada, tenía una expresión llena de felicidad. y por un momento parecía como si olvidara todo lo que había pensado. Había vivido una pequeña aventura. Hoyes 20 de diciembre y al subir mi madre de Ramallosa y después de comer se agachó en la terraza, creo que para acariciar al perrito blanco. Suri tuvo, no sé si te lo dije, una cría blanca a la que le llamaremos Luna y otro blanco, pero con pintas marrones, ay le llamamos Sol. Isabel, la jornalera, se ríe y dice que sólo faltan las estrellas. En la terraza pusimos un portal, ¿sabes, Ross?, y allí guardamos a los perros. No me acuerdo si le matamos al resto. Ahora tuvo uno blanquito: es gordito, todavía no ha crecido mucho. Mi madre se quiso aga-

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char y al mismo tiempo Mimo se quiso subir a ella y le echó las patas: le hizo daño con una en el ojo. Cuando yo se lo vi, pare• cía habérsele roto alguna vena o algún vaso porque lo tenía rojo. Es muy exagerado, pero tú bien sabes por qué te lo digo. Fue a la habitación y no sé qué fue a hacer. Cuando más tarde entré en la cocina estaba Mimo allí y le di una patada. No sé por qué lo hice, tal vez sentí dañada una parte de mí por culpa suya. A ella se lo negué. . . no sé por qué. Pero no 'tuvo nada, porque fue al médico por la tarde y creo que sólo le recetó unas gotas y le dijo que había estado a punto de perder el ojo. Después de haber hecho eso Mimo le mordió al peque• ñito. Y entonces mamá sé que le pegó. Por la noche, mientras cenaba, se volvió a acordar de ti: Mimo sacó los ojos tuyos, pero de Rosiño era toda la boca. En el sitio donde te enterraron a ti colocaron algunas piedras en círculo y unas flores cortadas de tallo y plantadas así. Creo que le dijeron que crecerían. N o sé, unas flores corta• das de rama y medio enterradas en el suelo, creo que se han de secar. Creo que te dije que me gustaba decirle a Sulote: “ ¡Sube, sube!". Muchas veces me encuentro ante él y se lo digo, parece como si él sólo estuviese esperando ese momento para que le acaricie en la cabeza. Todo ha de aprender y al principio creí que bajo esa carita de niño bueno se ocultaba una parte mala. Pero fue aprendiendo. Me gustaba mucho jugar al fútbol, ¿te acuerdas, Ross? SÍ, en el campo que hay aquí al lado, muchas veces te llevaba con• migo. Hoy llevo a Sulote ... bueno, desde hace algunos años; cuando se aburría volvía para casa: parecía tu aprendiz, ¿sa• bes?, aunque le faltaba algo de ti. Ayer viernes por la tarde, cuando ya Mariora estaba aquí, dijo que el nombre de Doc era muy difícil de pronunciar y dijo 146

también que era más sencillo llamarle Ross, muchas veces le había llamado así por no salirle el otro. Creo que es una bonita idea, ¿no crees?, así mamá volverá a sentirse con el tiempo más segura. Sulote todas las mañanas que entra en la cocina o que me lo encuentro allí, se coloca delante mía esperando que le diga "¡sube!" Y le acaricie. Y ya va aprendiendo, ¿sabes, Ross? Hoy, ya en Navidades, estaba delante mía y yo le noté ese ímpetu que tenías tú por subirte a mí y le acaricié. Dos veces le dije "¡siéntate!" y las dos veces lo hizo. Varias veces le pegué a Doc porque removía el suelo o por cualquier otra cosa, y después de haberle pegado yo notaba que lo sentía, era como si se diese cuenta de por qué eran esos golpes y me agradeciese el haberlo hecho. Tal vez sea porque estoy más con él o por alguna otra cosa, pero a mí me obedece 'bastante. Y parece como si él supiese que es un perro y para hacerse manso, obediente y para crecer hay que pegarle. Y lo agradece, da la impresión como si él quisiera ser pacífico y obediente y le gustase la paz. El otro día fui a ver a don José, el maestro, creo que ya te hablé de él. Yo lo encuentro cada vez más optimista: tiene la bicicleta de hacer ejercicio y la radio y estuvo dos horas largas hablando conmigo. Eso le anima mucho, ¿sabes?, yo siento que le gusta mucho hablar del pasado, de todos esos recuerdos tan felices para él. Y a mí me gusta oírle hablar, creo que es bueno dejarle hablar. y se acuerda siempre de ti, un día que bajaba por la cuesta de la Cabreira y subías tú delante de la moto de mi madre. Y tú casi te echas sobre él.,; Yo le noto más feliz cuando recuerda eso. Hoy mi madre subió de la ferretería y me dijo a mí que le llevase la leche a una chica a la que también se la dejan allí en 147


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Ramallosa, junto con la suya. No hizo falta que llamara a Solo• te, apareció como si me estuviera esperando. -Así te animas a ir por la carretera y te familiarizas con los coches. Puedo llevarte por el camino, pero yo no temo por ti. Cuando bajaba por la carretera se colocó a mi izquierda, en la cuneta. Pasaron varios coches y después se quedó la carretera sola. No pasaba nadie y él se quedó un poco rezaga• do. Pero en un momento pasó a mi derecha y salió un poco a la carretera. Yo le llamé y con el dedo le señalé a mi izquierda..., y se cambió de lado. No sé si lo hizo porque yo le mandé o porque él quiso, pero me agaché a acariciarle. -Así vas aprendiendo, Sulote. Él sonreía. Después llegó conmigo hasta la casa de la chica. Cuando fue a subir se colocó a mi derecha y empezó a apurar un poco. Yo tenía unos zapatos que me podían caer, pero apuré tam• bién. Él iba cada vez más deprisa, pensé una carrera hasta la entrada. No podía correr muy bien, pero hice todo lo posible. Llegamos los dos juntos, creo que iba yo un poco por delante. -Te gané, Sulote, esta vez te gané. Luego pensé en qué pensaría la gente si me viese hablar con él, pero no me importaba: ya estarían acostumbrados. Ya estamos en el fin de año. Hace unos días bajé a Sulote al pueblo: e r a un sábado por la noche. -Ahora ya ves, Sulote. El primer día te portaste muy bien y también era de noche. No te me vayas a detener y tenga que llevarte un poco en brazos. Tal vez tenía más miedo yo. Le bajé por el banco para que no se detuviese en los edifi• cios en donde se había detenido aquella vez, pero en cuanto llegó al banco se detuvo. -Vamos, Sulote, no me hagas lo mismo. e

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Ella solamente me miraba a mí. -Sulote, que tengo prisa. Si fuera como el otro día por la mañana no me importaría, pero ahora ya está oscureciendo. Pero seguía quieta. Miraba la carretera y los coches y otra vez a mí. -Bueno, está bien. Fui hacia él y le cogí en brazos. -Ahora no te puedo dejar en una verja porque quiero que vengas conmigo. Y no voy a dejar que te vayas por tu cuenta porque después tendría que irme solo. Le dejé en la puerta del supermercado para que entrase él solo, pero le tuve que coger de nuevo. Después quise llamar a mamá y tuve que cruzar a donde los taxis. Cruzó bien, pero estaban comunicando. Estaba allí la mujer taxista y estuve hablando un rato con ella, me preguntó por ti. Cuando volví a llamar seguían comunicando, así que me fui hacia casa. Al llegar resulta que había llevado mal el recado y me dijo que fuera a casa de la tía a llevarle una bolsa y de paso lo com• prase en el crucero. A finales de año comenzamos a llamarle al pastor belga Ross, como tú, porque Doc es un poco difícil. Mi madre fue la primera que dijo que sí, para que le recordara a ti, pero no se te parecía en nada porque era mucho más tonto. Todos le llama• mos Ross, pero yo muchas veces me equivoco. Resulta que, si hace unos días había que guardar los patos porque comían en los sembrados, ahora hay que guardarlos de los perros. Un día había visto a Doc, entre tú y yo va a ser mejor llamarle así, ladrarles. El día de la convivencia, el 29 y el 30 dijo mi madre que todos y sobre todo él habían estado ladrándole al pato blanco: había un montón de plumas blancas por el suelo. Así que hay 149


que guardarlos por eso; todavía no les vi hacerlo. Hoy, cuando fui a abrir las gallinas, quisieron guardarse ellos mismos. Suri tuvo cinco crías: dos hembras y tres machos. Las dos hembras las mató Quico el otro día y hoy dos de los machos. No está bien que te lo diga a ti, pero ¿qué quieres que haga• mos? Es mucha comida, nadie los quiere y se vuelven malos. Dice mi madre que uno sí se lo pidieron, ojalá no sea como los otros que primero los pidieron y después los dejaron. Primero les damos cloroformo y se quedan dormidos. No se enteran. Los demás guardados para que no lo vean. Cuando lleguen junto tuya explícales por qué no los quisi• mos. Y juega con ellos mucho, para que conozcan la alegría que aquí no encontraron. Y sé que les hablarás de todos estos problemas. Sé que contigo estarán mucho mejor que con nosotros. No sé si te conté que hace ya un mes y algo me dije que , ya sabes, iba a empezar a ensen-ar a Sulote: tú “ ¡siéntate!”, "¡corre!" Y cosas así. "Salta" no, porque no le veo con muchos ánimos de hacerlo. Todos los días que voy a la tienda de la carretera le digo "[para!", para hacer que se siente. Y ahora ya me obedece. No lo hace así en la tienda de Chicha, porque ellos tienen un perro pequeño que no deja de molestarle. Ella, al que se acerque a ella, primero le huele un poco y después se va. Hace dos semanas fui a casa de Isabel la jornalera y le lle• vé conmigo. Era ya tarde y comenzaba a oscurecer, pero al ir todavía se veía un poco y el suelo estaba lleno de barro. Fui por donde había menos, hasta me subí a un campo casi al final cuando vi que el camino estaba casi imposible. Al regresar ya no se veía nada, pero Sulote me fue guiando. Y no me manché nada, sólo una vez que quise hacerme el listo. Al principio que teníamos a Doc, él se subía a Mariora cada vez que llegaba y a ella le daba rabia. Mi madre le decía

que le acariciase un poco para tranquilizarle. A mí me gusta cada vez más decírselo a Sulote. y siempre estoy esperando que haya un momento libre para decírselo. Ayer bajé a Sulote por la mañana. Ya no pensaba volver a bajarle conmigo, pero él se plantó ante la verja y le llevé con una condición: si no quería entrar en el pueblo, yo no iba a insistir: le dejaría en aquellos pisos para que se fuera hasta ca• sa, así que bajé ... y volvió a ocurrir lo mismo. Entonces le dejé allí y fui a la ferretería: mi madre quería darme un recado para Isabel, pero como estaba hablando con una señora esperé. No habían pasado ni dos minutos, ni uno siquiera y ya me sentía intranquilo por él. Fui hacia los pisos en donde le había dejado y allí estaba, esperándome. Entonces le mandé sentar, pensan• do que me esperaría. Cuando me dio por fin el recado y subí ya no estaba. -Se me habrá ido a casa -pensé. Y comencé a caminar. En aquellos edificios estaban dos señoras hablando. Les pregunté si habían visto pasar a Sulote. -No -me dijeron. Pensé que tal vez no le habían visto pasar, aunque confie• so que me intranquilicé un poco. Seguí caminando y al rato vi a un niño que se dirigía al pueblo por aquel mismo camino. y le pregunté: -¿Vienes desde muy arriba? -Sí, desde la Cabreira. -¿Viste pasar un perro hacia arriba? -No -hizo un gesto como de querer recordar y después rectificó-. ¡Ah, sí!, uno marrón con una mancha clarita en la ca• beza. -Es Sulote -pensé yo. Se volvió a casa. 151

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Todas las veces que entra en la cocina, al primer sitio que va es a ver si hay comida, de la que le pone a los gatos, pero creo que eso lo hacen todos los perros. Además, siempre quie• re subirse a mí, como tú, que estabas deseando la palabra "¡Su• be!". Hoy me pasó algo muy divertido con Sulote. Era por la mañana. Hoy por fin vuelvo a quedarme solo. Y fui a lo de Chicha a buscar un bolígrafo. Llevé a Sulote. Al ir le quise ha• cer sentar al pie de la carretera, pero se me había adelantado un poco y le dejé. Pero a la vuelta lo hice. Ella venía a mi lado, me paré y le dije: "¡sienta!". De treinta o más veces que se lo dije, a la primera sólo lo hizo en una, suele hacerlo más a la ter• cera y le tengo que ayudar en algunas otras. Esta vez se lo dije una y ella ya se había adelantado un poco, así que volvió y se puso a mi izquierda. Se lo dije otra vez y me cambió al otro lado. Entonces le dije: "¡cruza!" Y crucé. Pero mi sorpresa fue que, al darme la vuelta, ella seguía allí sentada. Después vino, pero me hizo gracia aquello. Para que te vayas dando cuenta, hoyes 10 de Enero y por la mañana. Ya he comenzado, desde el martes, a quedarme solo. Cuando se había ido mi madre, un rato más tarde, me di cuenta que Doc no estaba en la cocina. Tenemos miedo, sobre todo mi madre y yo, por los patos, aunque ayer era Sol quien iba detrás de ellos. Le llamé y al rato apareció en la puerta de la casa. Venía cojeando de una pata, como tú los últimos días. Pensé que simplemente se había lastimado persiguiendo los patos. Pero no era así, porque ellos seguían recostados bajo las jaulas de los conejos. Entonces lo dejé en la cocina y hora y media más tarde le abrí para que saliera, supuse que afuera estaría más a gusto: se sentó primero en las escaleras y luego se tumbó en la hierba; la pata la llevaba colgando. Más tarde la• dró uno de ellos y me asomé a la ventana por si iba a ladrar él '1

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también: lo hizo. Yo le llamé, pero como si nada. Fue hasta el portal negro y después se vino. Le llamé para que entrase, pues iba a dolerle más, pero él se recostó otra vez sobre la hier• ba y lo dejé. Recuerdo que también a ti esos días te gustaba es• tar solo, creo que será mejor que llame a mi madre, pero me parece que él ya está vacunado contra ese virus que te mató a ti. No, lo que ocurría era que se había clavado algo en el pie o se había hecho daño. Pero le pasó muy pronto. Algunas veces, sobre el mediodía, me asomo a la ventana de la cocina. Y está Sulote al pie de la puerta para entrar. Me gusta jugar con él, me gusta abrazarle. Hay una especie de ge• mido como lastimero de cuando se quiere conseguir algo y pe• dís para que os lo den, un llanto cariñoso y vosotros os expre• sáis también a través de él. y cuando me asomo a la ventana y está ella allí, rápidamente se coloca mirando hacia mí y hacien• do ese sonido. Y a mí me gusta imitarlo, como una manera de acercarme más a él. No me sale muy bien, no, pero creo que ella me entiende. Y también lo hace ella. Mamá, algunas veces que me vio, se reía. Otras veces que voy hacia las gallinas, Su• lote me llama de esa manera desde la terraza, porque la puer• ta está cerrada y ella no sabe salir. Perdóname si me equivoco a veces. Debía haberle empezado a llamar con un nombre más femenino, pero si me pongo a buscar estoy seguro que no llegaría a encontrarlo. Todavía me sigo confundiendo entre él y ella, espero que tú me entien• das. A veces en casa también se confunden y dicen que es así, así... y ella mira asombrada, pero es igual, porque cuando yo le abrazo y le acaricio y le beso y ella me mira... se da cuenta que es alguien más, si, alguien más. A mediados de Enero le empezaron a salir a Ross heridas de ésas que te salieron a ti un día. Tiene miedo cuando le echan de la poción aquélla, como tú. A mi madre un día le 153


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mordió intentándolo sujetar y se enfadó diciendo que si lo ha• cía otra vez le mataba. A ti no te gustaba, pero te decía que era por tu bien y parecías aceptar lo. Él ni eso y ella le sigue te• niendo pánico. Hoy por la mañana, Mariora creo que está de baja estos días y por eso no fue a Vigo, yo fui a la Pintora. Como siempre que salgo, llevé a Sulote conmigo a pasear.· Ayer mismo vinie• ron Palmira e Isabel y Doc no les hizo nada; al contrario, estu• vo toda la tarde con nosotros. Al atardecer, cuando ya se iban ellas me enfadé, son de esos enfados que tengo normalmente. Cuando por fin se hubieron marchado me mandaron a La Pintora y marché con ella: necesitaba ir con ella, era una espe• cie de desahogo. Y vine como nuevo ... creo que es esa sensa• ción de seguridad que te comenté hace tiempo. Pues esta mañana fui a buscar Fortuna para mi hermana y se presentó Doc en la verja, así que lo llevé. No tenía miedo de él, sólo un poquito porque en La Pintora había dos pastores también, pero me obedeció y no hizo falta que le gritara. Des• pués vine. Más tarde fui a la casa de Isabel y también vino con• migo. Sólo tuve que gritarle un poco en la Cabreira, porque un perro que estaba atado le quiso ladrar y él se quedó un rato mirándole. Luego tuve un poco de miedo porque Isabel tam• bién tiene un pastor alemán. Pero no pasó nada, ni se ladraron, aunque él estaba atado en un muro algo alejado; es más, en un momento creo que estuvieron juntos. No sé si te dije que Suri tuvo cinco cachorros, creo que cinco, Quico sólo dejó uno marroncito: mi madre se lo quiere dar a Concha Prado. Lo tenemos en la cocina porque hace unos días estuvo algo malito, en una caja. Y Chus también se acuesta allí. Todos los días por la mañana, cuando todos se han ido y mi madre está en el fallado en su plancha, entro en la cocina y 154

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Sulote está aguardándome para subirse a mí. y lo hace con la rapidez de un rayo. Muchas veces me asomo a la ventana, sobre todo cuando llega mi madre y ya está puesta la mesa, no quiere que salga de allí. Sulote siempre está esperando y me gusta hacerle rabiar desde la ventana, pero después se sienta con las patas en el escalón inferior al que está su cuerpo. Ahora siempre llevo a Doc conmigo: siempre que voy a lo de Chicha y le llevo tengo que dejarle fuera por culpa de algu• nas señoras que me parecen impertinentes hasta el extremo. Sí, muy bonito", “¿Es belga?”, pero imbéciles : “ ¡Huy, qué miedo!", "No le dejes acercarse. ¡Llévate a ese bicho!". Por eso me . resultan odiosas. Bueno, peor para ellas, porque a veces tiene la manía de subirse al cristal de la puerta, y Chicha también es como ellas. Muchas veces le decía que le iba a llevar por aquel camino por donde te llevaba a ti. Cuando iba a salir sólo estaba él fue• ra, Su lote debía estar sobre aquel cesto casi triangular que su• bimos de Ramallosa o sobre aquella caja de cartón llena de ropa vieja que estaba cerca de las escaleras y no le llamé, por• que allí debía estar más cómodo. De todas formas, cuando salí aún esperé un poco por si había oído la verja. Pero no salió y marché. Lo único que no me gusta de Doc es que no acabo de enseñarle que se pare al llegar a la carretera: supongo que ten• dré que hacer igual que con Sulote. Al llegar allí quise sacarlo y le dije a Chicha que me pusiera maíz que luego vendría. Y lo saqué, lo mismo que hacía contigo, iba siempre delante, como tú, y se paraba a oler, pero no hacía más que eso. ¿Te acuerdas de la casa que iban a hacer: aquélla que esta• ba después del crucero con dos cuestas simétricas? Ya está terminada, Doc también se subió por la primera como tú. En la 11

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última casa antes del crucero había un niño y se quedó mirán• dolo. En el prado anterior había una cabra y Doc permaneció un rato fijo en ella. Al regresar y en el primer crucero se encon• tró con un pastor alemán tal vez un poco más grande que tú. Allí tuve un poco de miedo, pero no pasó nada. ¿Recuerdas un muro con un pequeño alambre encima?: a l l í había un perro muy grande. Pues ladró y Doc también lo hizo. Un rato, por• que enseguida le llamé. Le había sacado sobre todo porque ha• bía dos señoras muy repelentes, cuando volví sólo había una y me quedé fuera con él. Resulta que el perrito no le importa a Doc, pero lo que no aguanta son los gatos negros y aparecieron dos ... Cuando se tranquilizó un poco aún intentó perseguirlos, por eso lo quise meter en la tienda. Entonces fue cuando suce• dió aquel episodio desagradable que te conté. Total, sólo fui a coger el maíz: me cayó repelente. Cuando entró en la verja se puso a morder y a jugar con Luna. Hablando de gatos negros, tal vez pueda ser por eso que el nuestro tarda mucho en aparecer. Al hijo de Luna, Scubi, es al que le tengo más odio: es el que enfada más a mamá. Resulta que Palmira nos suele dejar un conejo macho para cruzar con una hembra nuestra. El chis• me del agua está casi roto, no se sujeta bien. Reconozco que es culpa mía, pero nunca había pasado nada y creí que no tenía por qué pasarlo. Pero ayer encontré a orillas del césped, junto a las piedras, a Mimo, Luna y él comiéndose ese conejo. Yo hacía varios días que no tocaba el agua. Se lo dije a mamá y ella se puso negra: l e s pegó en el sótano. Era por la mañana y llovía mucho, pero me mandó enterrarlo. Yo fui. Me estuvo bien, Ross, hace días tuve un enfado con ella cuando no debía tener• lo y le hice poner muy triste. y lo enterré en la basura. Después me llamó desde la tien• da y me dijo que buscara a Mimo, pues no lo había visto por la 156

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mañana. Lo encontré diez minutos más tarde. ¿Te acuerdas cuando te empezaste a poner malo y querías estar solo, que te metiste detrás de la caseta bajo el muro? Pues allí estaba. Al principio fui hasta el fondo del campo, pero enseguida me su• puse que debía estar allí. Ahora al mediodía acabo de cometer la mayor tontería de la historia. Resulta que hace tiempo quise decirle a Mariora lo de que Doc salía conmigo, pero tuve miedo y no lo hice. Ahora le comenté a mi madre lo del gato negro y mi padre, sentado en la mesa con el periódico, se levantó inmediatamente y con el dedo en alto, un gesto muy suyo, gritó: "Nunca más, ¿eh?, nunca más". Mamá, como queriendo suavizar aquella brus• quedad y como le sigue teniendo miedo, dijo: "No, a Doc no. · Puedes llevar a Sulote, pero a Doc no". Yo me marché dicien• do: “Bueno, él no me importa”... pero allí quedó una tristeza mía y no comprendo el por qué. Que es malo y hay que tenerle miedo ya lo sé, pero sigo sin comprenderlo del todo. Hoy mi madre dijo que lo del conejo pudo ser un perro muy grande que debe vivir en la Cabreira. Una vez lo vi yo Junto a la casa de Marisa y por los castaños que hay allí. Ayer, como por la noche ladraban los perros salió a ver y ese perro estaba por donde los conejos. Se convirtió en moda el tener perritos, ¿sabes? Creo que la idea partió de Mariora sobre todo con Doc. Yo me quedo con Sulote, mi madre con Mimo y Malena con Scubi. A las Damas Apostólicas le envenenaron uno, creo que pastor alemán, y le pidieron uno a mi madre. Les iba a dar a Scubi: come mucho y allá estará bien. Siempre que están co• miendo los demás, sobre todo Sulote y Doc algún hueso, él siempre está esperando para cogerlo. Y casi siempre lo consi• gue. No sé si te conté el hecho de que, cuando se ponía la comida encima, él cubría con su cuerpo todo el plato. 157


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A BIas le gusta jugar con el Doc y mi padre le llama "va• liente" porque mete su cabeza en la bocaza del Doc. Ayer así jugando chilló, nos pareció que le había hecho daño, pero no era así: se le había atascado una uña del pie en un diente. El sábado se lo llevaron mi madre y Malena allí, a Scubi. Lo quería llevar mi madre en coche el jueves, pero estaba muy sucio y ella sola en coche no se atrevía. No lo quería llevar andando por si olía el camino de vuelta. Lo lavó Malena el sá• bado por la mañana y se lo llevaron por la tarde: a l llegar le esperaba un hueso. Muchas veces decía mi madre que se iba a llevar a Sulote, yo le respondía que iba a regresar como tantas veces. Pero ella añadía siempre que era el único que se enten• día conmigo. Resulta que anteayer, en cuanto le saqué la moto y dadas las ganas que tenía Doc por salir, en cuanto la dejé colocada fui con él hasta el final del camino. Pasaron varios coches, pero él se arrimaba a la orilla. Apareció por allí también el perro de Chicha, pero Doc no quiso saber de él. y venía un coche, así que fui a coger a Doc, pero el canijo ése se le acercó, lo asustó y por poco queda debajo de un coche. Cuando salió mi madre me dijo que ya no sacara más ni a él ni a Sulote: a él no me importa, pero a Sulote... Un día te dije que me faltaría algo si no le llevase, ahora sé que entre tú y ella quisisteis descubrir• me un poco el gran conflicto de mi rebelión. y ya creo haberla solucionado: me gusta pensar que ése sea el gran mensaje de Sulote. Hoy día 23 de Marzo de 1985 murió el gato amarillo. N o sé si te dije que Rosiño había muerto e1 6 de Diciembre del año pasado: 1984. Ya se encontraba mal desde hace tiempo el gato amarillo: ya no llamaba para' salir a evacuarse y lo hacía en la cocina, solía retirarse a donde los palos o en las cañas. Estos días no 158

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había venido a comer, sé que dijo mamá. Isabel estaba en el campo de Marisa, allí había hecho una casita y fue a plantar patatas con Johnny. Cuando vine sobre la una para ir a com• prar pienso. Estaba sobre las cañas cubierto de meadas. Quico y yo lo enterramos. Y hoy también al mediodía, Gil el novio de Marlora le trajo a Doc un collar como el tuyo. A mamá le gustó: s o b r e aquel pelo negro reluce. Marlora dijo que se portaba muy bien siempre que salía: no se alejaba mucho y no hacía mucho escándalo. Yo le dije que eso mismo lo hacía conmigo y volvie• ron a echarse contra mí Mariora y papá: ella decía ¡cómo le atropellen... " y él ya sabes. Pero no pasó nada. A mí me da miedo. De todas formas, Ross, algunas mañanas lo saco, viene conmigo hasta lo de Chi• cha y a veces hasta doy una vuelta por allí. Otras veces, como hace unos días, me mandó que fuera a La Pintora y lo llevé conmigo. Lo que me da un poco de miedo, pero solamente al princi• pio, es que a veces se coloca detrás de la persona y hace un gesto como de echarse. Pero creo que eso es lo de menos, aun• que es mejor prevenirlo. Cuando voy a salir y no quiero llevar• le, lo guardo en el sótano o en la terraza, en la cocina me da un poco de miedo porque un día tiró el televisor pequeño. A veces por la tarde estando alguien en casa me da pena salir a com• prar por la terraza y verlo allí, cuando cierro la puerta impi• diendo que salga. Entonces le digo: “Espera a por la mañana". Con el que no se lleva del todo bien es con el perro de Chicha, Timba. Hoy, porque estaba suelto, vino a pelear al campo de pa• tatas. ¿Te acuerdas de la casa más alta que hay enfrente, pero un poco más arriba?, ¿no la que está en la esquina, sino la que está un poco más adentro? Allí también tienen un belga, pero 11

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hembra y el otro día vino el chico y la trajo. Se quedó en la verja, pero estuvieron oliéndose un rato. Al principio pensé que Sulote lo confundía con Doc, pero no era así. Todos, Mimo y Sol, incluso él quiere montarla, pero ella no quiere saber nada. También Chicho tiene dos pastores y cuando llevo conmi• go a Doc va a darse un garbeo por allá: lo llamo y no pasa na• da. Después, cuando entro, penetro por el mostrador con Sulo• te, pero le llamo. y cuando sólo voy con Sulote, es ella quien entra. Algunas veces me llega a molestar cuando él entra por la mañana: al primer sitio que va es a ver si hay comida, pero cada vez lo hace menos. Antes era Doc quien perseguía a los patos, ahora son ellos los que se meten. A Doc le persiguen siempre que le ven, sobre todo el negro que es con quien más se metía. Pero quien más le gusta es Sulote. A mí me da rabia, no sé si ella se metió con ellos alguna vez; quienes sí continúan haciéndolo son Mimo y Sol. A veces les cogen entre los dos: cuando oímos los ladridos y los aleteos sabemos que son ellos. O también me pican a mí. Muchas de ellas es cuando les doy maíz, parece como si les molestara que no les dé tanto de comer. A veces juego con ellos levantándolos en alto, pero con la panza hacia arriba o cogiéndoles por la cabeza procurando no hacerles daño. El pato negro es el más cabezota cuando quiere picarme. Hoy me preguntó mi madre que cómo les llamaba, para llamarlos y me puse a silbarles. Sulote, casi siempre que está dentro, se mete por debajo del banco de la cocina para rascarse. Otras veces soy yo quien lo hago, le debe picar la espalda. Ahora, a los patos, también les ladra BIas y va detrás de ellos. Doc y BIas siempre están jugando, pero tanto si está

comiendo un hueso como si está comiendo en una olla profun• da, le ladra a BIas. Si es un pato lo deja. Y cuando viene Mario• ra y BIas se acerca a ella se vuelve muy celoso. Creo que a Mimo voy a volver a cogerle odio: el otro día enterré pollo que ya estaba pasado y un topo muerto al final de la hilera de verdura. Ya procuré hacer un hoyo grande y hon• do, pero cuando volví por la noche le vi venir de allí. Fui y me encontré el hoyo levantado. Le olí la boca a Mimo y él había sido. Llegó la época de celo. Creo que empezó hace unos días, Doc y Sol están muy enamorados de Sulote, sobre todo me di cuenta ayer: la persiguen, la acosan. Pero hoy les hice sufrir, porque guardé a Sulote durante toda la mañana en la cocina y por la tarde en el sótano. Cuando llegó él se acostó en la caja que hay cerca de la escalera de la derecha, aquellos dos escalo• nes: tiene una especie de almohada. Hace unos días vi a Doc intentando enamorarse de Suri, pero a ella la debe creer muy pequeña. Por la tarde de hoy quise acercarme hasta el campo de Marisa a coger lechugas y le quise llevar conmigo, pero al cruzar aquellas piedras rojas que rodean el prado se detuvo y le volví a la cocina. Cuando veo que los patos van hacia él me duele un poco y siento que a él también, no sé si alguna vez les atacaría: ella se sienta y los patos se van. Cuando estaban todos en la cocina por la tarde y como tenía que ir a la tienda de la carretera, aproveché para llevarle a ella, así salía un poco. Y tenía ganas. Cuando estaba en la tienda, un chico, un niño más bien de 13 o de 14 años, me preguntó por ti, me preguntó si ya no estabas entre nosotros. Yo le respondí que no, pero no pude decirle más porque tenía mucha prisa. Ahora por la noche me asusté, porque Quico les daría de cenar y los guardaría en el sótano. Tenía miedo por ella: no me

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gusta que le huelan: ronca y si Doc le pone una pata encima se revuelve con intención de morderle. Cuando terminó la tele y Quico se levantó para darles de comer, le pregunté si iba a guardar a todos. Me respondió que sí y yo le dije que a Sulote no, porque le ladraba a todos porque querían meterse con él. Él me dijo que le metiera en la habitación conmigo... Antes de eso entró en la cocina: a l l í estaban Doc, Mimo y Mariora. Entramos Sulote, Quico y yo. Ella se acostó tras la mesa, Doc andaba tras ella. Y yo le iba diciendo que Sula te ladraba a quien le tocase y Doc estaba enamorado. Entonces Sulote ladró y Mariora dijo que dejara de picarles. Me enfadé, pero al rato dijo Quico que no era verdad lo que había dicho ella. Por eso cuando los fue a llevar al sótano y cuando los iba a llevar a la cocina me dijo que me metiera con ella en la habitación. Cuando estábamos en la habitación, yo me quedaba acari• ciándole; sé que te parecerá ridículo, pero había una lágrima en mis ojos. Estaba con ella acariciándole, pidiéndole la pata y no sé por qué, pronuncié tu nombre. Ella se sorprendió, había oído algo conocido. y se me que• dó mirando con cara de asombro y de esperanza a la vez: yo me agaché hasta su altura y le abracé con fuerza. No sé lo que decía, creo que solamente repetía su nombre. Cuando le solté, empezó a rascarse. Aquí no, Sulote, que dormimos nosotros", pero ya me había hecho sonreír. Sé que quise salir y ella salió conmigo. Pero Quico me dijo que volviera a la habitación. y volví. Después me dijo que la bajara al sótano para que comiese entre todos. Pero después de comer la trajo otra vez a la habitación. Y durmió con nosotros. Chicha me dijo que su perro también estaba enamorado. Muchas veces iba al campito en donde tienen el pozo, a la altu• ra de la carretera y se quedaba mirando el nuestro y comenza-

ba a aullar. Por eso muchas mañanas se acercaba a oler el por• tal negro: todos estos perros se ponían histéricos a ladrar. Por la mañana me desperté cuando mi madre se iba a marchar. No estaba Sulote en la habitación, entre las dos camas y me levanté. Pero pronto me acosté de nuevo porque supuse que estaría en algún otro lugar de la casa, al quedar todas las puertas abiertas. Cuando iba a acostarme el día anterior, a Doc lo quise encerrar con Mariora en su habitación, pero ella dijo que no. Se acercó mi madre a la habitación y Quico le preguntó si había llevado a Sulote al sótano, le dijo que sí. “Allí no" -dijo él. Yo me asusté, pero pensé también que no le pasaría nada. Me levanté; mamá me dijo que era muy temprano, pero me levanté igual y fui al sótano. Ella estaba allí, en la caja, con Sol y Mimo. Después subí a preguntarle si le sacaba la moto, me dijo que iba a ir en coche y que le abriera el portalón: llevé conmigo a Sulote. Cuando estaba abierto me recosté sobre uno de los bloques y ella se sentó a mi lado. Después salió el coche y la devolví al cajón del sótano. Ahora está allí y Doc en la co• cina. Chillaba cuando me desperté hasta que cinco o seis minu• tos más tarde le gritó mi madre. Pero voy a echarlo para traer a Sulote. Ayer viernes cuando hablaba con Sulote me estremecí un poquito porque no me movía el rabo. Sin embargo ahora vaya bajar a Ramallosa y creo que voy a bajarla conmigo. Le quise ir a despedir a la cocina, pero no quiero dejarla con ellos. Bajé a Sulote. Me detenía cuando intentaba hacer sus nece• sidades: tenía miedo que al final se detuviese. Pues se detuvo, en lo de Montaña. Yo intenté llevarle y le llevé, pero se detuvo otra vez en el comienzo de la acera. Entonces le dije que se fuera y se fue. Mientras estaba abajo me sentía intranquilo, pero me tran• quilicé más tarde. Cuando subí él ya estaba arriba. Fui a la

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' tienda de Chicha y me dijo que muchas veces era Sulote quien se acercaba hasta allí y se ponía a oler, buscándome. El perro de Chicha, uno más pequeño que Suri, se acerca hasta el sótano para ver a Sulote y le ladra a Ross cuando lo ve acercarse a ella. El primer o el segundo día que Sulote durmió en nuestra habitación, Sol empezaba a llorar desde abajo. Entonces Quico fue y le hizoun gesto como de pegarle. Y se calló. Ayer por la noche, mientras estábamos viendo la tele todos en el salón, empezó a aullar. Bajó mi padre y le pegó, pero tuvo que hacer• lo también un rato después. Cuando terminó la película bajé yo un momento y lo encontré muy mansito. Ahora duerme ella en nuestra habitación y Quico se sorprende porque se acuesta entre las dos camas y no hace nada de ruido. El primer día al despertarme vi que ella no estaba en la habitación. Me levanté a toda prisa y fui a la cocina, pero allí tampoco estaba, así que me dirigí al sótano. Me encontré con mamá y me dijo que la había bajado al sótano. Entonces fui más nervioso, pero me tranquilicé cuando la vi. Mimo, Doc Y Sol estaban junto a ella, pero ella se había subido al cesto trian• gular de la ropa. Ya no me da tanto miedo. Mamá dice que só• lo te quería a ti. El día se lo va a tener que pasar en la cocina, así que, cuando salga, yo le llevaré a pasear. Hoy por la mañana le llevé a la tienda de la carretera. Cuando salí del campo le tiré una piña que había tirado antes a Sol porque se quería acercar, cogí una piedra y se marchó. Pero nos seguía a una prudente distancia y después de la casa del dentista se le acercó. Así que se la tiré y le di, pero se marchó por un camino sin chillar. El perro de Chicha lo veo todos los días por el campo y ya me estoy enfureciendo. Hoy por la mañana le estaba pres• tando sus servicios a una perrilla en medio de la carretera.

A veces me gusta salir con Sulote a pasear simplemente, igual que lo hacía contigo. Y me adentré por un camino de San Pedro que yo no conocía. Y llegué a un camino que' iba entre árboles altos, un camino que estaba muy oscuro. Tuve miedo, pero menos mal que llevaba a Sulote conmigo. Pensaba que era el fin del mundo, no sabía a dónde había llegado: sólo veía un camino entre árboles oscuros y me fui despacito como había llegado, hablándole a Sulote y sintiendo un frío en la espalda que nunca había sentido. No sabía a dónde había llegado, me daba miedo aquel camino. El gato "barbitas" tuvo tres gatitas y los tuvo sobre una caja en la guarida de los patos. Quico iba a matarlos, pero van pasando los días. Más tarde, una mañana, sólo apareció uno. El primer temor fue que un perro, seguramente Doc, se los hubie• se comido. Y quedó esa solución: l o s dos gatitos habían salido de la caja y un perro se los había comido. El que quedó, o la que quedó. . . no sé, aunque me parece que es una hembra. Al principio pensé que te lo había contado ya, pero parece que no porque miré unas cuantas hojas atrás. Es negra. Yo le dije a mi madre que se iba a marchar cuando se hiciese mayor, al igual que lo hizo el gato negro, pero ella supone que no. Malena, según dijo mi madre, lo pasa muy mal, creo que o í que lloró... así que lo guardó en su habitación, que es la de N acho. Mientras iba creciendo tuvo crías Chus, tuvo tres en el fallado: todavía son pequeñas, uno a pocos más meses. A veces cojo a Chus y la saco a la calle, porque evacúa en una manta, según dice mi madre hace tiempo, se le baja a veces. El que sí trae de cabeza es el gatito de barbi, porque todas las mañanas está en la cocina y no hace más que ver la puerta del pasillo un poco abierta y se lanza a correr. Y me tiene parte de la mañana buscando por las habitaciones. El otro día fue a la de Malena, después a la de mi madre y después quiso subir al desván,

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pero no pudo y lo cogí. Hoy se me volvió a escapar y como tar• daba un cuarto de hora en encontrarlo volví a la cocina y lo dejé. Estaba esperándome allí. Chus ya no parece tenerme tanto miedo y Barbi tampoco, aunque a veces parece que sí. Quienes siguen igual que antes son Claudia y la gris, al principio quisieron llamarle Griselda. Mimo ya no me tiene miedo y siempre está esperando a que le diga ¡sube!". Cuando le digo "ven a la cocina" o a cual• quier otro sitio, entonces sí se muestra muy cauteloso. Muchas veces lo que me trae de cabeza es el señor que pa• sa por las mañanas ante esta casa: salen todos como flechas a ladrarle. O cuando se ponen a ladrar otros perros de aquí cerca. O algún visitante inoportuno. O también el perro de Chicha, cuando viene a darse un garbeo por aquí. Mimo se me queda mirando con esos ojos que parecen de mármol, pero tú bien sabes que a eso nadie me gana. Pasó el periodo en celo de Luna y esto parecía un barrio público. Como con Sulote no pudieron aprovecharon con ella: toda mi rabia y mi odio afloró entonces. No sé por qué, Ross, no sé cuál es la razón. Mi madre está cansada de los perros, está cansada de murmurar que no llega el dinero y siempre que hay perritos se queda con alguno. Y gatitos. . . ya verás el negro de Barbi y los tres de Chus: llevan ya dos o tres meses. Voy a empezar a llevarme mal con Mimo: lo pillé tres ve• ces pegado a Luna y dos a Doc. Una sóla vez quedé conforme, porque estaba Luna y Mimo frente a la puerta de la cocina y estaba yo solo en casa: salí disparado y les pegué una patada. Me caí, pero quedé más tranquilo. Eso fue un lunes, el domin• go en el baile una amiga me dijo que tal vez esas preocupacio• nes y ese lío que yo tengo fueran a causa de los perros. Me gustaría decirle a alguien o a mí mismo que sólo lo hago por ella. Pero es imposible. El caso es que sólo los veo pegados 11

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cuando hay alguien y entonces no puedo hacer nada. Ross, ayúdame, siento que me voy a volver loco por ayudarle. No es sólo aquella chica, otras me dicen que mejor es que olvidase los problemas, por ejemplo, de los perros. No sé si será todo el odio mío el que descargue, todo el que tantas veces almaceno: muchas veces lo pensé de mi padre, pero ahora pienso que soy yo mismo. Una vez que estaban Mimo y Luna un rato se cansó mi madre y dijo: "Ya basta" y los separó: aquel fue el único ins• tante que me tranquilicé. Otro día estaban unos señores ahí en la puerta y los dos perros pegados, yo no podía hacer nada. Les tiraba unas piedritas, pero me daba hasta miedo darles; ahora es Suri la que está y siguen igual. Yo me sigo sintiendo atado, pero ¿a quién le voy a decir que lo hago sólo por ella? Lo que hacía alguna vez era meter a todos en la terraza o ir de vez en cuando para pillar los, pero entonces estaban quietos. Hoy los mantuve separados toda la mañana y cuando quise meter a Doc en la cocina y quiso andar con Suri había llegado Quico. En aquel momento les pegué como si no estuviera y él me dijo que saliera de la cocina. ¿Es qué no pueden ver la realidad, Ross? Doc llegó con una pata mal y cuando Quico quiso ver si era un pincho, Doc le echo los dientes y le hizo un rasguño. Aquello era para pe• garle y yo me alegré en el fondo, pero cuando vino mamá dijo que eso había sido por haberle tocado la pata ... y se calló. No pasó nada. Otras veces quise sacar a Doc por la terraza y no quería: se escapaba por la casa. Ni por la escoba me obedecía, así que le agarré de una pata debajo de la mesa y le saqué gritando. Entonces entró Quico y me pregunto qué hacía: yo le respondí que me había mordido. Era mentira, pero supongo que sería para calmar aquella tempestad. 167


No sé por qué será, Ross. Podía disfrutar, vivir... y me pongo así por unos perros. He intentado decirme que era el escribirte, pero creo que no es ésa la razón: cuando discuto con ellos no estoy pensando en ti. Me dijo un niño que había visto una perra igual que Sulo• te por los Cotros, pero más grande. El otro día, cuando mamá se cansó de ver a Doc con Luna, le dijo a Mariora que se lo tenía que llevar. Ella contestó que se lo iba a dar a los guardianes de perros, no sé si era la perrera, pero ya sabes, todo queda en palabras... Un día murió Sulote. No recuerdo qué día fue, pero sí que 10 sentí en el alma. Tanto le quería, tanto me daba rabia que ella fuese tan buena, que muchas veces cuando me quedaba solo en casa le subía hasta la cocina y le daba algo de comer. Yo hablaba con ella, ¿sabes, Ross? y ella me respondía con su mirada y yo le entendía cuando me hablaba. Y le acariciaba y algunas veces le daba besos. No sé si ella entendía que el beso es un detalle humano, pero seguro que sí lo entendía, porque alguna vez escuchaba su voz entre mis brazos. Necesitaba estar con ella a solas: a veces el mundo se rompía para mí, a veces necesitaba estar con ella, a veces... por eso buscaba la soledad para compartirla con Sulote. Pero nunca piensas en que un día te va a faltar cuando te sientes libre. y eran silencios que compartíamos, momentos a solas ... a veces me daba rabia cuando no podía estar con ella, por eso cuando podía le daba de comer en mis manos, quería que supiese que yo estaba con ella.

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ÍNDICE


POEMAS DE NIÑO El amor Sueños El mar Alabanza Pasado Amanece Aurora Sueños infantiles Esperanza compañera Como una flor Era por la madrugada Te quisiera regalar Rosa del cielo Nana La tierna fuente Primavera en Galicia En aquella oscura ladera Las fiestas de mi pueblo Dios era poeta

011 012 013 014 015 016 017 018 019 020 021 022 023 024 026 027 028 031 032

CUENTOS DE NIÑO La llave de la esperanza El baúl de las ilusiones Historia de un viejo reloj Dedicártelo a ti La pequeña Marina El niño feliz Alegre despertar 6-1-1985 Enamorado de la vida La feliz enamorada Tartamudón Amiga:

035 041 045 060 065 077 080 082 084 086 091 099

MI CUENTO A TI, ROSS

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Muchas veces hemos pensado que la “edad del niño” tal como empieza se acaba… y decimos: “No, yo ya no soy un niño, soy un hombre”… Y fingimos que ésa es la realidad; pero nos engañamos. No nos damos cuenta de que necesitamos que ese niño esté ahí, como testigo de nuestros pasos, de nuestra vida; como un apoyo. Que necesitamos que ese niño no se vaya. Que nos preste sus sueños.

A pesar de que muchos me decían: “Ya que te marcaste un camino, continúa por él y no mires atrás”… y yo estaba en principio de acuerdo con esas palabras, cuando me quedaba a solas no lo estaba, no. Porque me ponía en el lugar de aquel niño y aquel ni ño también pensó que podía aportar algo y yo no soy quién para negarle la palabra. Tenía imágenes, emociones, como el escritor que es hoy; tenía sueños… tal vez su mayor pecado fue soñar.

JOSÉ ÁNGEL CARBAJAL ABAL


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