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Violencia simbólica, sublimación de la cabeza a los tacones Ivonne Arrazola Fuentes
La violencia simbólica, es ese acto ejercido por quienes no puede sustraerse del instinto de dominación en momentos de letargo, ignorancia o libertad colectiva. Pareciera ser un acto reflejo, sin embargo posee en su intención un cúmulo histórico emparentado con el patriarcado y el poder. Para Pierre Bourdieu “la violencia simbólica es esa coerción que se instituye por mediación de una adhesión que el dominado no puede evitar otorgar al dominante (y, por lo tanto, a la dominación) cuándo sólo dispone para pensarlo y pensarse o, mejor aún, para pensar su relación con él, de instrumentos de conocimiento que comparte con él y que, al no ser más que la forma incorporada de la estructura de la relación de dominación, hacen que ésta se presente como natural” (Bourdieu, Meditaciones pascalianas: 224-225).
Lo que destaca Bourdieu en sus análisis es la forma aparente en que la violencia se libera y se domestica. El poder consiste en la implementación pausada o intempestiva de estos dos fenómenos. Para ejercer el poder o la violencia existen sólo dos posibilidades, el o la que lo ejerce y el o la que lo adquiere, lo inserta, dando continuidad al ciclo del habitus. Se concibe como normal y se alimenta del mismo significado.
En otros aspectos, la violencia institucionalizada es cosificada por el Estado. Sus leyes, sus normas y sus decretos así lo tipifican, es decir, la naturalización de la violencia institucional se ampara bajo la norma que el mismo Estado ha adscrito en sus parlamentos e incluso pudiera decir que existe una democratización de la violencia. Se hace participe a la sociedad de ese empeño estatal por hacer que la violencia simbólica no merme.
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Por otro lado, la teórica feminista Marcela Lagarde suscribe que “el poder de dominio, cuando nos cosifica o cuando nos hace ser cosificadoras de otros, impone valores, prejuicios, normas, formas de comportamiento, normas de vida, expectativas que para las mujeres, aunque sean muy importantes, son desfavorables en el desarrollo de cada mujer. Cuando vivimos en un mundo donde los prejuicios y normas forman parte de la cultura los aprendemos como si fuesen algo natural, pero ni los conflictos ni las creencias son naturales”. (Lagarde, 2006) Con ambas consideraciones, tanto Lagarde como Bordieu transitan por el mismo andén. Es decir, comprenden que tanto la violencia simbólica como las creencias naturalizadas están sujetas a un embate histórico: el patriarcado. Lagarde explica que el patriarcado se fundamenta en tres aspectos. El primero es la oposición entre el género masculino y el femenino, asociada a la opresión de las mujeres y al dominio de los hombres en las relaciones sociales, normas, lenguaje, instituciones y formas de ver el mundo. El segundo punto se refiere al rompimiento entre mujeres, basado en una enemistad histórica en la competencia por los varones y por ocupar los espacios que les son designados socialmente a partir de su condición de mujeres. Finalmente, apunta que el patriarcado se caracteriza por su relación con un fenómeno cultural conocido como machismo, basado en el poder masculino y la discriminación hacia las mujeres. (Mónica Pérez, http://www.cimacnoticias.com/noticias/04jul/s04072606.html)
Ante el panorama: patriarcado, violencia simbólica y habitus, podemos abrirnos al debate de cómo están conformadas las estructuras de poder en la vida de las mujeres, y digo de las mujeres porque existe una imperiosa necesidad de nuestra parte por reafirmarnos a través del patriarcado, sabiendo que esa necesidad se alimenta de nuestra sujeción y sumisión y porque no de nuestras carencias afectivas.
Basta con observarnos. El peinado, el tinte, a veces en rojo, rubio, café o negro, el rizado o el alaciado, la ceja bien delineada, lejos de la vellosidad que protege nuestros ojos. Nuestros labios necesitados de color, haciendo redondos nuestros deseos por un beso,
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aunque con brillo artificial. El orificio en los lóbulos, ese pinchazo que muchas veces desde pequeñas nuestras madres o abuelas nos hicieron para pender de ellos una perla, una virgen de oro, una cruz de plata, diamante, o cualquier superchería para afirmar nuestra feminidad. Los vestidos en holanes pronunciados, en corsés apretujando las emociones, en medias de seda para cautivar, el nylon para ocultar las várices y la naturalidad de nuestras piernas y que decir de las zapatillas, esos pares que rellenar nuestros clósets una y otra vez, esos tacones con los que uno intenta correr, sabiendo que al primer traspié dislocarían nuestra columna dejando lesiones permanentes, esos tacones que bien pudieran ser utilizados como arma de defensa personal, pero que nos ponen en desventaja al querer huir del agresor o durante un cataclismo.
Tal vez algunas de mis pares pensaran qué de malo hay en las frases “totalmente Palacio”, qué de malo hay en los tacones, las pelucas, los brasieres, los vestidos y las medias transparentes, nada, nada si tan sólo deconstruyéramos conciencia de que somos lo más redituable para el capitalismo, que a través de la no pertenencia de nuestros cuerpos la frase “el patriarcado a muerto” es una frase inerte, utopía de las feministas italianas, pero que es necesario volver a traducir esta consigna macrosocial, como bien lo afirma Lagarde: “El patriarcado vive en mí si yo lo alimento. El patriarcado durará hasta que las mujeres lo sostengamos con nuestras fantasías. La duración del patriarcado es directamente proporcional a nuestras fantasías patriarcales”.