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Emparedados y emparedadas: El voto de las tinieblas

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postres más sencillos. Por ello, recomendaban vivir en forma austera, comiendo cosas sencillas y disfrutando de lujos ocasionalmente.

Lucrecio, filósofo romano (99-55 a.C.), autor del poema De rerun natura (Sobre la naturaleza de las cosas), fue un epicúreo. De el es la frase: “La religión es una enfermedad nacida del miedo y causante de sufrimiento”.

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Emparedados y emparedadas

El voto de las tinieblas, una macabra costumbre

Hay que distinguir entre emparedados y emparedadas. Los primeros, en lengua castellana, son bocadillos de dos rebanadas de pan entre las que se ponen distintos tipos de alimentos, y que los yancófilos llaman pomposamente sandwiches; en tanto que las segundas describen a mujeres

enterradas vivas entre cuatro paredes.

El emparedamiento, también conocido como voto de tinieblas, fue una práctica común en la España medieval. Esta macabra costumbre se llevaba a cabo a finales del siglo XVII, lo mismo en Madrid que en Barcelona, Granada o Valencia, conforme a dos

modalidades principales: la primera, como castigo

a aquellas mujeres que, a juicio de sus juzgadores, clérigos o parientes, habían cometido delitos pecados o incurrido en conductas

incorrectas.

Un claro ejemplo de esta forma de castigo son las llamadas momias de Llerena, localidad de la provincia de Extremadura. Al tratar de localizar vestigios arqueológicos en la Iglesia de Nuestra Señora de Granada, en el referido pueblo de Llerena, se encontró un muro que al parecer escondía algo detrás, y al derribarlo se descubrió una puerta desvencijada que al ser abierta mostró multitud de cadáveres, muchos momificados y con gesto de horror en sus rostros.

La otra modalidad común en España era el llamado voto de tinieblas que voluntariamente

profesaban mujeres, aconsejadas por sus confesores, y que consistía en ser encerradas entre cuatro paredes, generalmente en edificios anexos a iglesias o parroquias, dejando solo una pequeña rejilla por las que les pasaban algunos alimentos. Se decía que estas infelices mujeres se aislaban totalmente del mundo para dedicarse a la vida contemplativa y de oración.

Se apartaban de la realidad cotidiana para vivir en la completa soledad. Y la forma más eficaz de experimentar su convivencia con Dios era encerrarse entre cuatro paredes y allí pasar el resto de sus días. Esta práctica se realizó durante siglos en la España medieval.

Fray José Teixidor, en sus Antigüedades de Valencia, escritas a fines del siglo XVIII, refiere:

“Llamábanse semejantes mujeres, inclusas, reclusas, ermitañas o emparedadas, y se encerraban entre cuatro paredes, no en castigo de su mal vivir, sino libre y voluntariamente, con la aprobación de sus confesores y el consenso de sus parientes, para hacer penitencia, entregarse a la contemplación y conseguir otros fines buenos”.

Marco Antonio de Orellana, en su Tratado histórico-apologético de las mujeres emparedadas, ensalza el prodigioso fruto y buen olor a santidad que difundieron dichos emparedamientos, como un hecho consentido, admirado e implantado en forma generalizada en toda España.

Los cubículos de emparedamiento florecieron en todas partes. Desde los ubicados dentro de las propias parroquias para que las emparedadas alcanzaran a oír la misa diaria, hasta los construidos dentro de conventos, casas urbanas o fincas rurales.

En Córdoba sabemos de la amplia práctica de emparedamientos, por el Libro del Limosnero, de Isabel la Católica, donde la Reina ordenó entregar diversas sumas de dinero para alimentos de las emparedadas en las iglesias de Omnium Sanctorum, de San Nicolás, de Santiago, de Santa María de la Huerta o de Santo Domingo, donde una de las emparedadas era ciega.

Actualmente la mujer sigue recibiendo trato similar. Y algunas lo aceptan y hasta lo disfrutan. El

síndrome de Estocolmo vive, pero afortunadamente abundan las que cultivan su inmenso talento libre de prejuicios.

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