ARREBOLES EN EL CAMINO

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ARREBOLES EN EL CAMINO

JESÚS CEREZAL FERNÁNDEZ

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JESÚS CEREZAL FERNÁNDEZ

CAPÍTULO I

Patrimonio sagrado

Tierra que te vió nacer, cuna que meció tu llanto, calor al atardecer, fruto del árbol sagrado…

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Tu escudo, tu calle, los tuyos La historia de los que no tienen escudo heráldico esculpido en la fachada de la casa se recorre fácilmente, se abarca de un solo golpe de vista. Desde cualquier teso se divisa el horizonte de su ir y venir en corto, sin grades pretensiones, nunca tan lejos como para que se diluya el eco del apellido. Hurgando un poco entre cercanos y parientes se llega pronto al anclaje donde se asientan las fibras íntimas y se descubre el gozne sobre el que gira la vida de los tuyos, el canal por el que discurre la sabia del árbol al amparo del cual brotó la rama de la que cuelga tu persona, tu pertenencia… Sentado a la sombra de su copa, con oído atento, a lo que estás, puedes escuchar el rumor de historias conocidas que crecieron en el mismo suelo y colgaron del mismo tronco, que fueron y vinieron por senderos paralelos, que sembraron afanes y recogieron lo justo para salir adelante… Una vez situado puedes mirarlas a la cara, hacer tuyas sus vidas, celebrar sus éxitos y compartir sus preocupaciones…, tal vez en ese momento resuenen en el torrente de tu historia acontecimientos soñados y acariciados, en los que no estuviste presente y hoy descubres su razón de ser… Subido al tejado de la casa puedes darte de bruces con la sombra de los que por allí pasaron; escucha si dejaron algún recado para ti, algo que te oriente en tu carrera apresurada, algo que te evite tropiezos. Ellos pasaron antes que tú, te quieren bien y saben lo que dicen. Cuando te bajes siéntate a la mesa de los quehaceres, arrima tu consejo y comparte la ración mientras escuchas su relato… Abre los ojos al horizonte y verás que tu vista abarca los andares de los tuyos, los senderos que recorrieron, los menesteres en que se ocuparon…, reconócelos como algo tuyo, reten en tu memoria el rastro de sus huellas para no perderte…

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El pueblo “Tener pueblo es importante”, me dijo una vez Fernando, con la mirada puesta en la Peña y con la nostalgia en el corazón. Y es que el suyo quedó enterrado para siempre bajo una losa líquida, cuando cerraron la presa, muy a pesar de los lamentos y resitencias… Desde entonces se asoma todos los veranos, por si bajase la marea y alcanzase a divisar algunos de los recuerdos, que como fantasmas deambulan de acá para llá, buscando acomodo en cualquier rincón de los Pico de Europa, mientras lo encuentran, mientras su voluntad se doblega a un reposos permanente. En Llamas de Rueda nunca hubo maternidad y, apesar de todo, también Llamas se siente importante. Hubo un tiempo en que los niños nacían en casa. Entraban en la cocina en los brazos de la madre, y desde el primer momento recibían el calor de los suyos. Así se asomó Miguel a la vida familiar aquel florido ocho de mayo, cuando el siglo XX era aún muy niño y la primavera vestía lujos en sus enaguas. Sorprendió a los cuatro mayores, nacidos del primer matrimonio, que ya empezaban a mocear y estaban a sus cosas… Por eso Miguel, apenas levantó la cabeza, percibió algo extraño en el ambiente: ellos, los mayores, exploraban otros pagos donde aposentar su tienda. Pronto volaron del nido a probar suerte, poniéndose a refugio de la tormenta que se cernía sobre la mal llamada “Ribera del Hambre”. Pero esto no era lo normal, y por eso le sorprendió al niño. Por lo general entonces, los hijos del campo, en cuanto se tenían en pie, correteaban por la calle sin cuidados ni miedos, e iban descubriendo la vida en un mundo muy manejable: no alcanzaba más allá de la Raya Corcos, por un lado, y de las sebes de la dehesa del Plumar, por el otro. Sólo algún extraño acontecimiento les prolongaba el punto de vista un poco más allá, tal vez hasta los sembrados de Sahechores. Ya crecidos, cuando mozos, eran llamados a filas y se veían forzados a traspasar los linderos del municipio, no sin precaución y cierto recelo. Con ojos muy abiertos hacía el mozo su primera incursión en un mundo que, generalmente, le resultaba hostil y algo grande, por desconocido. Para muchos era la puerta que se abría a una realidad nueva, que era determinante para su futuro. Tal vez por eso los amigos de la mili eran para siempre, recordados, casi, como el primer amor. La luz eléctrica para alumbrar la noche, y la carretera para acercar la llamada civilización, llegaron tarde a Llamas de Rueda. Tampoco había tele-club, ni Instituto, ni otros muchos servicios que hoy disfrutan como premio los que resistieron y se quedaron a cuidar la hijuela. A cambio de las carencias había un sol radiante, primaveras floridas, campos granados de pan y ganados sueltos por la pardera a los que cuidar. Los niños, desde pequeños, jugaban a trabajar; o trabajaban jugando a ser hombres mayores; a tener una guadaña de hombre, a sentirse orgullosos de un jato lucero y de un perro mastín que vencía a los demás en la pelea. Él era su fiel aliado y compañero en la tarea de correr tras de las vacas. Aquellos niños eran profesores en Botánica y Ciencias Naturales: conocían de primera vista, por el roce diario, los árboles de la comarca y les llamaban por sus nombres. Sabían dónde anidaba la tórtola y la perdiz, el grajo y el terrero, el verderón y el pardal…, el campo no tenía secretos para ellos. Era en el aula maravillosa de montes y valles donde aprobaban con sobresaliente la asignatura fundamental para manejarse en su mundo: hacerse hombres y mujeres honrados, hacendosos y honrados.

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Los mayores no contaban los días cotizados aguardando la jubilación, ni se refugiaban en el paro obrero cuando la ruina se llevaba la cosecha. No podían darse de baja, ni ponerse enfermos, porque las labores no entendías de duelos ni de arrumacos… Aquellas buenas gentes gobernaban los asuntos comunitarios con sabiduría, acierto y generosidad solidaria. A pesar del carácter intimista y solitario, algo huraño y bastante desconfiado, se unían para compartir tareas comunales, que adquirían carácter festivo en torno a un buen escabeche y un garrafón de vino peleón. Era una manera sencilla y eficaz de aunar esfuerzos y sumar ilusiones, para hacer frente a las dificultades del día a día. Los acuerdos se tomaban en concejo, después de la misa de doce. La fiesta continuaba con la partida de bolos y un porrón de vino compartido, que pagaban los perdedores; mientras ellas, que eran el alma de la casa, se adelantaban para preparar el almuerzo. Eran los pueblos de la comarca campos de mucho canto y poco pan. Desagradecidos con los hijos del lugar, que tras bregar todo el año en las labores, apenas les devolvían los cuatro granos arrojados con esperanza en la sementera. Un día, el barro de las calles se les pegó a las “madreñas”, la soledad del invierno les caló hasta los tuétanos y puso tristeza en el semblante de la vecindad. Fue entonces cuando empezó a quebrar aquel sistema de vida vecinal en armonía, en comunión con la Naturaleza y en paz consigo mismos. Las gentes se contagiaron de la tristeza del terruño: se les agrietaron las carnes, perdieron la ilusión y emprendieron la huida hacia delante, buscando algo nuevo que saciase sus espectativas de vida mejor, de la que ya tenían alguna referencia. Cargaron sus cuatro cosas en el capazo de la ilusion, trancaron la puerta del corral y emprendieron la marcha hacia la gran ciudad, que les aposentó en el barrio del anonimato, donde aún no habia llegado el asfalto. Se acomodaron en casas de ladrillo que ellos no habían constrido e iniciaron un proceso de asimilación de costumbres nuevas que les ayudase a identificase con la realidad urbana. Poco a poco fueron despojándose de sus viejas costumbres, que les hacían parecer menos modernos y progresistas: ya no tenían sentido las tareas comunes, ni la misa de 12 en la que se encontraban con Dios y con los vecinos; ni siquiera era necesario estar pendiente del cielo, pensando en la sementera. El sueldo llegaba a casa mes tras mes como por arte de magia, lloviese o hiciera sol… Fue un proceso de cambios profundos en la sociedad rural. La nueva situación arrastró valores de identificación con el ayer, con el campo y con las costumbres heredadas que gobernaron la vida rural por muchos años.

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El retrato del abuelo No eran tiempos propicios para colecionar recuerdos y guardarlos en el arca de la posteridad. El arte gráfico era escaso, ocupados como estaban en otros menesteres: el de vivir y pesar de los pesares. Tal vez por eso la abuela Susana no posó para el recuerdo, y nos dejó la tarea de imaginarla como la auténtica madre entregada y generosa que Miguel perdió cuando más la necesitaba. Del abuelo Jesús no hubo noticias en casa hasta pasados unos años. En realidad, cuando supe de él era ya tarde para poder remediar la ausencia que imponía la distancia, y estrechar, así, los lazos de sangre en el árbol genealógico. En casa su presencia fue muy discreta. Raramente se aludía a su persona ni a su estatus social…, menos aún a las circunstancias que le llevaron a casarse tres veces, dando madrastra a sus hijos…, aunque no resulta difícil el suponerlo… Una casa de campo en los albores del siglo XX, sin mujer que la gobierne, era como un cuerpo del que había huido el alma. Sólo en ocasiones excepcionales, muy de tarde en tarde, y como a hurtadillas, afloraban en la conversación algunos datos sueltos, que apuntaban carencias afectivas, malos tratos a los pequeños, y rudeza en los modales. Eran pequeños destellos que reunidos y proyectados sobre la escena familiar daban pie a interpretar los porqués de aquel silencio. Supe que el abuelo descendía de Corcos, donde acudía puntualmente cada año a las fiestas patronales del Corpus, para mantener encendida la candela del apellido en ambiente familiar y festivo. Supe que tuvo dos hermanos: Cesáreo y Basilio; que se casó en primeras nupcias con Trinidad, de la cual tuvo cuatro hijos, todos ellos varones fuertes y sanos, a los que conocí como tíos ya pasados los años... Y poco más supe de aquél abuelo paterno, hombre recio en su fisonomía, cultivador de amistades y virtudes sociales, al que la suerte en relación con las espesas le fue muy esquiva. De tarde en tarde Miguel sentía necesidad de compartir algunos flecos del pasado que reboloteaban colgados de la percha de su infancia. No era él dado a confidencias íntimas, mas en momentos especiales dejaba escapar algunas frases entrecortadas que permitían asomarme al tesoro de recuerdos que guardaba en su corazón. En ellos había afecto y comprensión hacia el abuelo, admiración y gratitud hacia sus hermanos mayores y desorientación y perdón para la madrastra, que no supo ejercer de madre… Poco más fui capaz de interpretar de sus insinuaciones y silencios. La convivencia entre hermanos tuvo recorrido corto en la infancia. No hubo tiempo para tejer en el telar de la casa la manta común que cobijase los recuerdos. Los que pudieron volaron a otras tierras para abrirse un trozo trizo de cielo, aunque fuera bajo tierra, en la cuenca minera de Villablino. Estas anécdotas e historias arrancadas a la intimidad, al pudor y al silencio, dan pistas para interpretar que bajo el hombre curtido, adusto y fuerte, había un ser cariñoso y débil, que a penas ejerció de padre de puertas adentro. Él sufría la situación de desamor, sin ser capaz de remediarla, porque ella, su tercera esposa, no sembró la semilla del amor y de la concordia necesaria para el buen gobierno de puertas adentro. El afán con que busqué fue recompensado: llegó a mis manos una fotografía del abuelo, tal vez la única existente, o, al menos, la única localizada. En ella descubrí a un hombre adusto, de complexión fuerte, espaldas anchas y cuello robusto. Aunque de medio cuerpo, dejaba adivinar fortaleza en sus manos, entrenadas en las tareas del Pág. 7


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campo. Es la foto de su edad madura, con incipiente calvicie que hace resaltar los pómulos salientes en un rostro curtido. Sus ojos tuve que adivinarlos, porque habían huido del papel, como tributo pagado al tiempo. Dudo que al abuelo le salieran bien las cuentas. Me refiero a las cuentas de la vida, las cuentas de la casa, las cuentas del amor familiar con las que él, sin duda, soñaba mirando al futuro y poniendo los ojos en los hijos, fruto de sus entrañas. Probablemente soñó con un clan familiar numeroso y unido. Con brazos fornidos y hacendosos para aportar la energía suficiente cuando los suyos fallasen; herederos naturales capaces de llevar adelante la hacienda por él conseguida y cultivada durante largos años. No fue así… y en las cnoches de cansancio y duelo se pregunta los porqués. Cuando la sombra cubrió su cuerpo y el leñador taló el árbol viejo, cansado de resistir a las tormentas, acudieron casi todos a darle el adiós definitivo, aunque en realidad, se lo habían dado mucho antes.

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Madrastra Nada hacía sospechar que aquél niño, Miguel, que llegó a casa en el mes de mayo, cuando los panes ya florecían en las laderas, viniera para minero. Tenía todas las razones para llegar a ser un diestro labrador: ambiente rural, capital familiar para dar trabajo a varias parejas, y los días necesarios para ir aprendiendo, en la escuela del padre. La mano de obra en el campo siempre resulta insuficiente cuando las faenas apremian. Bien lo dice el refrá popular: “Lo que ayuda el niño es poco, pero quien lo desprecia es un loco”. Las cuadrillas de segadores abiertas en la solana eran el orgullo del padre… Por eso, nada hacía suponer que el niño sería minero. Se tenía por bendición del cielo tener abundantes hijos y fuertes…, retoños que asegurasen la pervivencia del apellido… Mas los sueños, sueños son… La suerte se torció y trajo la ruina al hogar, dejando la casa sin el timón de la madre, que es como decir: desangelada, sin rumbo, sin gobierno ni alma. Después, ya se sabe: para paliar las carencias llegó a casa la madrastra, que hizo buena una de las acepciones del diccionario de la Lengua Española: “Madre que trata mal a sus hijos”. Fácil de comprender si, como era el caso, los dos pequeños que quedaron en casa no eran suyos, y los suyos rondaban alrededor de su falda. Susana, la abuela, se apagó como se apagan las sombras ante la Luz cegadora que le salió al camino: cansado de resistir, su frágil cuerpo pasó a mejor vida y le dejó el puesto y la responsabilidad de la crianza a la madrastra, que, como en los cuentos de hadas, el hada mala no se aplicó a crear armonía y paz en la familia. Los dos pequeños crecieron entre sustos y disgustos, ayunos de afectos, caricias y atenciones. Bien lo pregonaba Borile. Él, que era el tonto oficial de la comarca y también desheredado de la suerte, en su torpe razonar solía repetir entre lamentos y cantares: “Madrastra, madrastra, el nombre le basta”. Su voz, que lanzaba a los cuatro vientos, ponía eco al dolor que le rebosaba del corazón y del abandono... La gente lo tomaba a chacota: se reían de él y no llegaba a entender el mensaje de su copla, su pregón de dolor. Él cantaba, cantaba por no llorar… Su canto era el eco lastimero de otros niños que, al no ser tontos oficiales, no tenían libertad para expresar cuánto dolor cabía en el pecho de un huérfano. Había pan en abundancia en la mesa de Jesús, el abuelo, me comentaba Alberta con cierta admiración. Sus segadores cubrían una ancha franja en la solana en los días de la siega. A la hora del almuerzo corría el vino en abundancia para los segadores, seguía comentando con la mente puesta en otros días, ya lejanos y añorados. Pero faltó presencia de ánimo, determinación y energía en el gobierno de la casa… Afecto en la crianza de aquellos niños, decía Alberta bajando la voz, como para no ser oída…, evitando juicios temerarios. Se fueron los que pudieron. Marcharon los mayores, los nacidos en la primera camada; los que tenían fuerzas para salir corriendo y orientar sus vidas lejos, donde no alcanzase el desamor. Los pequeños se quedaron, ¡qué remedio! Algunas noches, cuando la luna colgaba sus faroles del firmamento para que no tropezaran en sus paseos, ellos soñaban con atrapar algún rayo huidizo que les diera el beso de buenas noches. Soñaban con ser mayores, con seguir el rumbo de sus hermanos... En noches Pág. 9


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de mayor nostalgia pintaban una cocina con una madre sentada, que les esperaba a la vuelta del río, de la pradera, o de otros trabajos de niños… Fue el juez de paz, que entendía de carencias y malos tratos, quien actuó en nombre de la juisticia y, como ángel custodio, como autoridad competente, les abrió la puerta de la jaula a los dos de la segunda camada, para que aprendieran a volar… Fue así como rompieron los barrotes, saltaron la sebe y dejaron atrás aquel mal sueño cargado de penurias y carencias. Superando temores y miedos rompieron a volar en cielo extraño, que, aunque cargado de nubarrones y tormentas, hacía vislumbrar, allá a lo lejos, arreboles, aires nuevos, que apuntaban hacia un claro amanecer.

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CAPÍTULO II Polvo en la galería

Bocamina del pozo de Sucesiva

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La guerra A la gente del pueblo los asuntos de la guerra les quedaban un poco a desmano, no les resultaba fácil familiarizarse con ellos. No es que no les interesasen los problemas de la Patria, es que no terminaban de entender en qué consistían y, menos aún, dónde estaba la solución. Ellos vivían retirados de los círculos del poder, en sus cosas, y no llegaban a comprender qué podían hacer. Su vida se desarrollaba sin sobresaltos: su trabajo, su aguantar hasta fin de mes, estar en paz con el cielo, sobrevivir…, y poco más. En aquellos pueblos grises, distantes de la cultura, de la política, y casi del mundo, los ecos de la guerra sonaban lejanos, casi imperceptibles. La formación política de aquellas gentes era escasa. Su ocupación, y preocupación, era llevar pan a casa para ponerlo sobre la mesa. Trabajar para poder comer y comer para poder trabajar. No entendían los discursos grandilocuentes de las gentes importantes de la ciudad, donde los señoritos se ocupaban en platicar sobre la vida en general, porque la suya la tenían resuelta. Por eso, cuando la Patria les llamó, se vieron sorprendidos. No creían que su ayuda pudiera ser útil a los encargados de resolver los conflictos sociales. No obstante, los quintos, y Miguel con ellos, avezados en carreras, relentes y sacrificios y haciendo honor al juramento de defender Patria y bandera, acudieron de inmediato a Cubillas, sin reparar en esfuerzos ni en sacrificios: generosos en la entrega, por si la fuerza de sus brazos jóvenes fuera necesaria en aquella hora recia, aunque sin entender bien si era su guerra, y qué bando les tocaba. La trompeta sonó anunciando el comienzo de la pelea entre los bandos enfrentados, y la flor y nata de cada casa acudió a la llamada, acostumbrados como estaban a participar en las tareas comunales, al toque de hacendera. El Ayuntamiento de Cubillas con todos sus pueblos, como tantos otros, se asustó y quedó impresionado por el grito de guerra que resonó en los oídos de sus gentes, de natural pacíficas, como eran . Los jóvenes se emborracharon con la amarga noticia y corrieron a apagar su sed de miedo y bravura en la taberna de Alberta, para compartir la despedida, la valentía y el miedo. Los pueblos quedaron conmocionados, tristes, vacíos. Las familias rotas y las novias casi viudas: con la esperanza colgando de las noticias y de sus oraciones. La parca afilaba el dalle para comenzar la cosecha. Tras la despedida, el sorteo. Destinos diferentes y suertes dispares y negras. Cada cual a su frente, a buscar a su enemigo, a matar a su hermano, a salvar el pellejo. Miguel participó en la batalla en puesto de alto riesgo: dotar de munición y armas a la avanzadilla, llevando en las alforjas del mulo la muerte del hermano, convertido en enemigo. Una bala perdida le atravesó el brazo en la batalla del Ebro. Tuvo así una medalla que presentar, en recompensa del sacrificio y entrega. En los hospitales de guerra improvisados en Burgos y en La Coruña, experimentó de cerca el hedor de carne podrida, y los gritos de la vida que se escapan en el frente. Después, otra vez a la lucha, la pelea continuaba… Nunca le gustó rememorar aquellos acontecimientos. Sólo se permitió velados comentarios, para dar salida a sentimientos clavados en el alma. Se los oí relatar en la intimidad de la casa, ya mayor, con dolor en el alma y la voz entrecortada, como quien huye aún de una pesadilla. Pág. 12


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Accidente en la mina La contienda terminó como terminan estas cosas: con la sangre revuelta por el odio, el valor herido en su amor propio, las ilusiones rotas por el miedo, y los caídos, los de aquí y los de allí, diseminados por los campos inmensos de la patria, que otrora daban pan para la mesa y vino para alegrar el corazón. Hoy, en la soledad y abandono, lloran aturdidos el desatino de sus hijos. La mina, que por fuera es verde y primorosa, abrió su boca para ofrecer el aliento que emanaba de sus entrañas a los que sobrevivieron y buscaban volver a la existencia. Miguel ya conocía aquella voz y acudió a la llamada. Había experimentado, con anterioridad, el calor de la galería, el jornal al fin de mes, el aliento dulzón y engañoso de los gases que habitan en las entrañas de la tierra, camuflados entre las vetas de hulla. Sabía que los ojos de búho asustado con los que el pozo le miraba, invitándole a entrar en el reino de la oscuridad, podían resultar engañosos. Había oído deambular por las galerías los espíritus de quienes, sorprendidos por el grisú, quedaron petrificados y atrapados para siempre. No obstante, él se dejó seducir y aceptó el reto… A la memoria le vienen algunas escenas vividas que le hacen reconsiderar la decisión, volviendo la mente hacia el pueblo, al padre, a la madrastra que cuida de una nueva hermana, que no ha llegado a conocer… Mientras, en el exterior del pozo, en alarmante espera, se oyen lamentos reprimidos y temores no confesados, por la suerte del hombre de la casa que no acaba de salir, mientras los comentarios crecen y la viuda se derrumba… La escena se repite con frecuencia, y la espera, también con frecuencia, termnina al atardecer, con una caja a hombros de hombres recios que reprimen sus sentimientos camino del cementerio, con las lámparas encendiadas por ofrecer a la viuda el calor de la presencia y la luz mortecina, casi apagada de su oración del minero. Una ficha no entregada en lampistería, una cadena encaramada en el techo con la ropa limpia del ausente que ya no la vestirá. El dios grisú ha celebrado el rito de la muerte y se nutrió del sudor negro y amor amargo. Después la solidaridad se pone en camino para buscar el cuerpo del sacrificio, y en procesión de luto y silencio, a ritmo de impotencia y rabia reprimida, depositarlo en la tumba. Para él acabó la jornada. Los suyos, desde la soledad y el desamparo, han de seguir viviendo, han de seguir luchando, han de cubrir su baja para que nuevamente la rueda del infortunio pueda repetir la jugada. La mina se desayuna cada día con su ración de hombres blancos a los que pinta el rostro, pacientemente, y los devuelve a la casa si le parece bien, cansados y negros. A veces retiene algunos para sí. Es su ración de vida humana. El dolor que ello produce le importa muy poco. Sus fauces alimentadas de oscuridad, dolor y muerte, se riegan y fortalecen con lágrimas de viuda, soledad de huérfanos y grisú mortífero. Después viene la “generosidad” de la empresa, que asienta sus pilares sobre la carcoma de la injusticia, y regala el carbón a la viuda, para darle calor en invierno, el aguinaldo por Navidad y una pensión de risa, para que haya alegría en la casa. La vecindad apoya en el infortunio como mejor sabe y puede: palabras de aliento y consuelo para la esposa, y consejos retóricos para los hijos, con el reto importante de mantener vivo el recuerdo del difunto.

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En los desvanes, cobertizos y cunetas, el carbón deposita su tizne que se enseñorea del ambiente, para recordar y advertir al caminante cuál es el precio de la vida en la cuenca minera: suciedad, polvo y muerte.

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¿Vacaciones? Las vacaciones eran un bien escaso: para la gente del campo no solían alcanzar. De quedar algo las disfrutaban en invierno, cuando la vida duerme en lecho frío y el personal se queda quieto para no despertarle con el ruido. O haciendo adobes, allá en el pueblo, donde el cuñado se afanaba en ampliara las cuadras… Como contrapartida tampoco necesitaban fichar para entrar al trabajo, ni demostrar al jefe su puntualidad. Eran compensaciones del sistema agrícola: lo que no iba en el sueldo iba en tranquilidad. La hora la marcaba el sol y no había sirenas que aturdiesen con sus lamentos rompiendo el silencio. El hombre del campo programaba sus faenas en función de un calendario fijo, establecido por las estaciones del año, y él miraba al cielo para interpretarlo, dejaba caer la siembra cuando había tempero y cabruñaba la guadaña cuando el grano estaba en sazón. Le quedaba algo de tiempo para rezar y preocuparse por las posibles tormentas. En la mina la cosa era diferente: se movía por programas de producción más estrictos, y no se admitían razones ni riesgos que redujeran los programas. Los convenios laborales contemplaban las vacaciones del minero y había que “disfrutarlas”. El minero necesitaba vacaciones para oxigenar sus pulmones, aunque no dispusiera de medios para desplazarse y cambiar de ambiente. En ocasiones resultaban largas y aburridas, y terminaban refugiándose en la cantina para sentir el calor del compañero y matar el rato. Como alternativa quedaba la posibilidad de cultivar alguna pequeña parcela que mantuviera vivo el interés y matara añoranzas juveniles, reportase hortalizas para la casa, y lo que era más importante: la cercanía y gratitud de Don Fulano, que tal vez se necesite... Así pensaba el pobre en sus ratos de descanso, huyendo del aburrimiento y de la taberna, mientras renunciaba a sus derechos y acortaba su porción de libertad. Llamas, que así era conocido entre los compañeros, siguiendo la costumbre de nombrar a cada cual por el pueblo de procedencia, las vacaciones las tomaba para ayudar al casero de Don Fulano en la siega de la hierba, labor de mucho ajetreo para un hombre solo. Para sus adentros pensaba: “ la recompensa ya llegará”, se decía él desde su condición de hombre cabal. Más, cuando el diagnóstico del médico privado amenazó con dar vacaciones definitivas al segador silótico, Don Fulano consideró que era precoz la jubilación, que se adelantaba mucho a los intereses de la empresa, que tenía muchos años de vida por delante y sería una lástima perder al veranero gratuito. Aún no tose lo suficiente, etc. Su conciencia de hombre de ciencia le impidieron defraudar a la empresa, cuyos intereses se le han encomendado. El minero, petrificado por dentro y sin recursos, quiere seguir creyendo que es una alucinación, que es un mal sueño, que debe haber un mal entendido. Es entonces cuando prefiere marchar, perderse en el anonimato para ocultar su decepción; para poder seguir creyendo en el hombre.

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Quilma llena Al sonar el grito de rompan filas en el frente cada soldado corrió, impulsado por el gozo, buscando el camino del pueblo; sin detenerse a hacer balance de la campaña. Fue como estampida de manada que rompe y salta el cerco que la retiene con las bridas del temor, y, de pronto, se siente libre. Corrieron veloces al escuchar la voz de la sangre en busca de los suyos, para regalarles su existencia. Pasados los primeros momentos y apagado el ardor del encuentro, la realidad se manifestó despiadada y cruda: los campos estaban dormidos y abandonados, las paneras vacías, y los ánimos apesadumbrados. La ausencia de brazos fuertes y la soledad de los pueblos dejaron muchas carencias y profundas cicatrices. El amor a la propiedad, por un lado, y la necesidad, por otro, dieron alas y coraje para ponerse manos a la obra. Con la vista en el cielo, la mente en el recuerdo y las manos en la mancera, el mozo acarició el terruño áspero y frío, para preparar la sementera. La empresa no resultó fácil. La costra creada por la sequedad y el abandono de tres años de ausencia se resistía a ceder su regazo para acoger la semilla. El trabajo y la constancia es virtud de las gentes de esta tierra, avezada en sacrificios y constante en los empeños… La sementera se inició y los granos de pan fueron arrojados al surco, donde los terrones les sirvieron de sepultura que, aunque taciturna y fría, agradeció la caricia del encuentro. Allí se inició el milagro de la vida nueva que esponjó los pulmones de las gentes, y desde la laboriosidad y la constancia, tendieron los brazos al futuro. Las primeras cosechas fueron ruines; la sequía que padeció el campo tras la guerra fue cruel, por demás. Era como si la climatología se vengase por la locura de una sociedad que malgastó sus fuerzas en peleas cainitas. La necesidad, desconocida hasta entonces en los pueblos de la comarca, creció en las paneras. El Gobierno creó en 1939 el Servicio Nacional del Trigo, intentando ordenar la despensa nacional y distribuir los escasos recursos. La cartilla del racionamiento será el libro de anotaciones más consultado por aquellos días. En él se consignaban los víveres de los que cada familia podía disponer… ¡Era tiempo de escasez! El estraperlista aprovecha su habilidad para burlar la ley y negociar con la necesidad ajena. Los frutos del campo se consiguen a precios abusivos en la ciudad, y difícilmente llegan a la cuenca minera de Hulleras de Sabero. Llamas, sabía que allá en el pueblo la panera de su hermano estaba surtida de pan blanco. Favor de hermanos: ayer te pisé el barro para los adobes de tu casa y hoy necesito una quilma de trigo para mis niños. La carga era pesada y el camino a recorrer largo. Treinta kilómetros a recorrer en bici con la carga a cuestas era empresa harto peligrosa en los tiempos de estraperlo. Pero el pan blanco era escaso y el trabajo de acarrearlo bien valía la pena.

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Jubilación Por los años cincuenta la salud del minero jubilado quedaba seriamente dañada. Se había zurrado tanto subiendo y bajando al pozo, que en su cuerpo crujían todos los engranajes. La edad establecida en el convenio labora era lo de menos, porque antes, mucho antes, el minero ya no podía con su pellejo. De nada servía mirar la fecha de nacimiento ni los años de trabajo para alcanzar la jubilación; bastaba con escuchar el pitido lastimero de sus bronqios y la dificultad preocupante con que se ventila la sangre. La silicosis se adueñaba de la salud del minero de tal manera, que conseguir la ración mínima de oxígeno le resultaba harto dificil. Esta era la causa última de la retirada del tajo. Solía llegar tarde y apenas alcanzaba a disfrutar de la condición de pensionista. Alcides, uno de los muchos jóvenes venidos de fuera, con 27 años de edad, tuvo que pedir la baja en la empresa, porque siendo silicoso como era, no le era reconocida su incapacidad laboral. La juventud era un inconveniente. Jubilados de larga duración no eran bien vistos en la empresa de Hulleras… Miguel nunca soñó con alcanzar la condición de jubilado: “en eso piensan, si acaso, los viejos y los enfermos”, se decía presumiendo de salud. Él bajaba y subía al pozo recontando las horas extras trabajadas, por si al fin algún mes libraba el “billete verde” descontando el apunte del economato. Lo de Miguel fue otra variante de los trucos con que la empresa eludía su responsabilidad de hacerse cargo de la situación del enfermo. Tuvo suerte en medio de la desgracia: una pesada lastra produjo el trágico accidente y le quebró parte del esqueleto. Quedó roto, con un importante grado de invalided, y hundido moralmente. La clavícula soldó, pero la pierna derecha se iba perdiendo. Sólo una intervención quirúrgica, de la que la empresa no se hizo cargo, pudo mantener la movilidad, aunque sin juego en la cadera. A la empresa le preocupó muy poco la cojera de Miguel. Le aconsejaba tomar aguas termales, porque sin duda, aquella incipiente cojera y cosa del rehúma… Se lo quitó del medio con una pensión por invalidez, arrancada a regañadientes y tan mísera e insuficiente que no daba para seguir respirando. La visita al Doctor Mayo alumbró, por un momento, un rayo de esperanza al anunciar la posible jubilación por silicosis. Tesis no aceptada por el médico de empresa y, por ende, el diagnóstico fue cambiado de cara a la jubilación. El retiro laboral no fue un premio jubiloso ni un reconocimiento a la labor, entusiasmo y dedicación a los intereses de la empresa, no. Fue arrinconar al enfermo por tener la debilidad de dejar su salud bajo tierra. La situación económica del jubilado “desconsiderado”, aquél que se atrevía a desafiar el diagnóstico del “Galeno” oficial amaestrado, quedaba seriamente maltrecha. Jubilarse en primer grado para seguir viviendo unos años, fue el delito que no se le perdonó a Miguel, como a tantos otros. Los efectos, reducidos a grado de miseria fueron las 500 pts. al mes, y unas cuantas paladas de carbón para calentar los cuerpos que le quedaron como pensión. La jubilación debiera ser siempre un homenaje público al veterano, que vuelve destrozado de la refriega de cada día. Algo así como el trofeo al guerrero vencedor en la batalla, ofrecido entre aplausos y laureles; nunca motivo de vergüenza, humillación y desamparo. Pág. 17


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Legítimo orgullo Todos los niños del mundo debieran aprender gramática conjugando, en todas las plazas y calles de todos los pueblos, los verbos: crecer, jugar, correr y estudiar. Así debiera constar en las ordenanzas municipales de obligado cumplimieto: tarea principal, sin la cual no se aprueba el curso. Romper zapatos y estirar la piel, para no dejar a la intemperie el esqueleto desgarbado que crece al margen de la reflexión, más alla de la conciencia, sin tener en cuenta quién soy, qué tengo que hacer mientras me descubro y porqué he de responder a la llamada de la edad temprana… Miguel, como muchos otros, no siguieron este programa. Él tuvo que crecer deprisa: no le dió tiempo a desarrollar las tareas infantiles y suspendió en felicidad: materia fundamental para recorrer los caminos de la vida con alegría. Pasó por el barrio de la infanca de puntillas, casi sin detenerse, con estrechez, mirando aquí y allá, como huyendo de la situación y dando un salto, para alcanzar mejor acomodo. Los ritmos no eran muy diferentes, a pesar de los años transcurridos, en el Valle de Sabero. Los niños de la postguerra se hacían adultos observando a los mayores, leyendo en sus caras las huellas que la mina iba labrando en sus rostros. Aprendían de sus conversaciones el vocabulario del pozo y de la taberna. Se iban preparando para lo que, previsiblemente, sería su destino y laboratorio de operaciones. Ellos, los guajes, lo imaginaban muy lejano: para un niño un año es la suma de muchos días, muchas sorpresas y algún desengaño. El tiempo para los niños da mucho de sí, tiene otra dimensión propiciada a su corta experiencia… Un año casi no se acaba nunca. El verano se le antojaba lejos, muy lejos. Las fiestas del pueblo, fecha propicia para extrenar ropa y zapatos y recibir a los familiares que venían del pueblo, tarda una barbaridad en llegar. Los mayores tienen otras unidades para medir el tiempo, se decían los niños que recordaban en la distancia de muchos días el encuentro en la era al son de la canción de moda que interpretaba la orquesta. A los mayores los días se les escurrían del calendario en la taberna, con los amigos. No obstante, tambien a ellos se les hacía largos bajo tierra, donde respirar era un acto consciente y laborioso. “Llamas” hacía sus cuentas pensando en el futuro de los suyos y pensando para dentro: cuando cumpla los cincuenta, el mayor tendrá 20, el segundo 18 y 16 el tercero. Cuatro hombres en la casa… En estas cavilaciones se perdía, alejándose de la realidad del presente, que le dejaba un sabor de boca amargo. En el presente sus hombres de futuro eran demasiado pequeños para arrimar el hombro a la carga que, tras el accidente, les resultaba especialmente. Por eso, soñaba con el futuro para mitigar la realidad… En los Valles el día venía pronto y espantaba a las sombras de la noche, que huían avergonzadas a refugiarse entre retamas de piornos, abedules y hayas, hasta dar con la boca-mina, donde ocultaba sus fechorías. Los hombres, de camino al tajo, las espantaban a grandes voces para que el niño, que ya cuidaba vacas, se sintiera protegido. Y ellas, como eran cobardes, huían a ocultarse en el hayedo. Después el Sol, que todo lo purifica, asomaba por las Ruedonas y se adueñaba de los Picos de la Peña, que encendía sus faroles para dar calor a los prados. Era la hora cuando el ganado retozaba saludando al día y los niños echaban el frío del cuerpo y se sentían seguros. Era el abrazo del padre a los pequeños, que empujados por la necesidad se adelantaban en tareas de mayores, antes que llegase el día. Otros amos, otros amaneceres con lágrimas en los ojos, otros sotos y otras vacas formaron parte del soto, del aprendizaje en el aula de la Naturalez. Los objetivos Pág. 18


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previstos para aquella generación de niños fueron cubiertos con creces: los niños crecieron, rompieron tallas, se hicieron hombres de provecho: el sueño se hizo reallidad…, porque, todo lo que un hombre sueña, lo puede lograr, si lo busca con tesón y empeño, y lo amasa con amor.

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CAPร TULO III Oteando el horizonte

La Camperona ofrece vistas privilegiadas a los que corrieron aquellos montes sin pararse a degustar su grandeza.

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Sembrador de ilusiones El labrador sabe, por experiencia, que roturar nuevos campos se hace rompiendo la tierra, con dolor y llanto. Es el sudor la sabia que le da tempero, y la fecunda. No se deben escatimar esfuerzos, porque son los nutrientes que la alimentan y forman parte del calor que la tierra sufrida y rota necesita. La primavera de 1954, con su color de vida nueva, abrió las puertas de la ilusión de par en par. La familia, nueva en estas tareas, se aplicó en preparar la sementera. Cada cual en surcos diferentes, pero todos en la parcela llamada necesidad. La tierra estaba dura, cicatera y huraña. Puso gesto displicente y la labor resultó un tanto ingrata. Algunos expertos en aconsejar acudieron, voluntarios, a guiar los primeros pasos del sembrador de ilusiones, inexperto en surcos y sueños. Los niños, ya hombrecitos, habían acreditado su valía dando carreras tras vacas ajenas en la Montaña. Su crecer y cuidado se encomendaba a las familias que los acogían con la promesa de velar por ellos y por su formación, facilitando la asistencia a la escuela, cuando las labores lo permitían. A los niños se les iban los días corriendo detrás de las vacas, detrás de los sueños, detrás de una caricia…, muy necesaria en tierra extraña. La cosa era correr, correr para crecer, crecer para ayudar y así hacer realidad las cuentas de los días y de las noches. En Llamas de Rueda el Rompidón daba la oportunidad de llevar a casa un sueldo en los días de la siega. Sueldo que, aunque menguado, ayudaba a salir adelante… Era deseo, y tradición, tener recogida la paja para las fiestas patronales, San Juan Degollado, el 29 de agosto. Era como volver a la infancia: recoger gavillas tras los segadores, participando del tono festivo de la cuadrilla que tumba espigas a ritmo de esfuerzo y gozo. Los pequeños en la casa quedaban confiados al Ángel de la Guarda, que redoblaba sus cuidados haciendo de padre y madre: era la ventaja de los niños pobres, que a falta de Aya que les cuide, les custodia el Ángel de la Guarda. Tras varios años de sementera esforzada y cosecha ruin, evaluados los resultados obtenidos, surgieron las primeras dudas. Parecía un contrasentido seguir en el empeño, cuando la suerte daba la espalda. Tal vez la vuelta al pueblo no fue la decisión más acertada... Fueron reflexiones que acudían a la mente, a tenor de los resultados obtenidos en el pueblo, en el desempeño de las labores de labranza. La inquietud y la duda había surgido y se acrecentaba cada día con el paso de los acontecimientos… El río Corcos siempre fue ruin, muy ruin; y de muy poca personalidad. Casi sin recorrido, nace a escondidas, sin tronío ni cataratas, en la Cota del Valle de las Casas. Después, su escaso caudal, se afana por tener un cauce por el que discurrir y se deja caer, con cierta lástima, por los sotos de Córcos, Llamas y Herreros, para entregar sus lágrimas al padre Esla, en el término de Villahibiera. Por eso, su nombre nunca alcanzó importancia más allá de la “Ribera del Hambre”. Mas cierto es que, si la oportunidad se presenta, hasta los ruines tienen sus modales, su amor propio y su orgullo. Y tal fue el caso que una mañana del mes de marzo de 1956, aprovechando la confusión general producida por la tormenta y la torpeza de algunos ganaderos que derrumbaron las sebes de contención, entró violento, sin ser invitado, en los domicilios del barrio de abajo. Era hora de almorzar y él se puso a la mesa. La crecida perdió el respeto a la vecindad y, las marcas de control que registraban los niveles se perdían engulledas por la riada. A borbotones irrumpió Pág. 21


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en las cocinas con ánimo destructor, y puso en danza al mobiliario: sillas, mesas y enseres, todo bailaba al son de las aguas que amenazaban seriamente con arrastrar muebles y vidas. Él, el rio, nunca supo que fue la gota que colmó el vaso de la decesión. A partir de la desgracia, sin casa y sin cosecha, ya nada les retenía en Llamas. Era necesario levatar el vuelo en busca de otro aposento donde colocar el nido. Tras cuatro sementeras abundantes en ilusión y escasas en pan, la riada, con los serios destrozos ocasionados, fue la ola decisiva que ayudó a virar el rumbo faliliar. Se puso rumbo hacia el Norte, siendo la Peña el faro que marcaba puerto. La Ribera del Esla tiene mejor tempero, pensaron, y tal vez allí grane el esfuerzo. Con gratitud e incertidumbre se alejaron como habían llegado: a hurtadillas, sin despedidas populares, sin hacer ruido. Como se va la gente sencilla que sabe que está de paso…

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Sueños de comerciante En lo alto el azul del cielo invita, abre horizontes a tonos nuevos, y la luz del nuevo amanecer alimenta el espíritu, da fuerza en la debilidad y, al fin, corona los merecimientos. Intentos de comerciar por lo menudo hubo, pero la cosa no dio cierto, que dicen los brasileños. Aquellos eran pueblos de escasos recursos en efectivo: apenas cuatro duros de la venta de unos pavos por Navidad, si la cosa vino por derecho y no se los llevó el moquillo; algo de lana, allá por san Juan, y poco más. Todo ello insuficiente para los viajes de urgencias a la capital y comprar los remedios que el doctor prescribía. Eran gentes recias, endurecidas por los vientos del Norte, acostumbradas a las renuncias y privaciones. Gentes de muy poca necesidad: se arreglaban con los frutos del huerto y con los cuatro bichos que alegraban el corral con su cacareo y daban compaña al ama, mientras el dueño navegaba entre urces y retamas. En ellos se debió inspirar quien dejó dicho en testamento que no es más rico el que más tiene, sino el que menos necesita. Con tal filosofía de vida poner tienda en el pueblo era alterar la sobriedad vecinal, obligarse a sonreir, apuntar en la libreta el cuarterón del fumador que no llevaba monedero y exponerse a perder la amistad por los olvidos… Pronto, muy pronto, cayeron en la cuenta de que no era plaza para el comercio. Decidieron abandonar la empresa, quedando el pollino atado a la estaca, y el carromato en casa del carretero por tiempo indefinido. La vida del hombre no es una carrera de la peña al llano, y del llano a la montaña, soñó una noche de pesadillas. Es, más bien, carrera de fondo en la que no cabe el desánimo y en la que hay que invertirse hasta llegar, aunque la carga de la mochila sea pesada. Hay que continuar, se dijo, para no traicionar a las ilusiones ni abandonar los sueños. Llegar, era la única ilusión que animaba la marcha. Verles crecidos, suficientes, hombres y mujeres, que afronten la vida con honradez, siendo más que uno fue… Frase repetida por los padres de entonces que, en el frente aprendieron a despojarse del orgullo… Y decidió abandonar las suertes de la heredad y dedicar sus días a vivir donde pudiera.

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El guarda Él, en camino de vuelta, se aplicó a otros oficios, en otras laderas, a otros oficios, abierto a la necesidad y a la fortaleza que surge de la fuerza de la sangrre y del amor a los suyos. La Junta Vecinal era sabedora de que gran parte de los desencuentros entre los vecinos del pueblo tenían su origen en los daños que el ganado causaba en el campo: unas veces por descuido de los rapaces vaqueros, y otras, por mala voluntad de algún vecino desconsiderado y lambrón que, haciéndose el distraído, deja pastar al ganado en prado ajeno. En su fuero interno todos reconocían que el principio del entendimiento entre las gentes de buena voluntad se basa en el respeto al otro y a sus pertenencias. De lo contrario, la armonía se rompe y las relacione se deterioran, inevitablemente. Cierto es que los animales no conocen las escrituras de propiedad de cada finca, ni distinguen los mojones que señalan las lindes. Por ello, aprovechando su condición ignorante y bobalicona, se saltan a la torera los protocolos de respeto al bien ajeno. Acordaron en Concejo, con buen criterio, acabar con los abusos que deterioraban la relación. Contratar un guarda que, investido de la autoridad del municipio, hiciera respetar la propiedad y penalizara a los infractores. La decisión fue tomada por unanimidad: signo de la buena voluntad de los vecinos. Dada la función que se le encomendaba, el guarda era considerado ángel protector de las hierbas y sembrados, por un lado; y espíritu y castigador de transgresiones y descuidos de poca monta, por otro. Preocupación de los niños vaqueros, a los que penalizaba sus descuidos, y enojo para los amos, que habían de responder ante el Concejo pagando la multa impuesta, cinco Pts., a la sazón. El éxito en su tarea radicaba en la rapidez de actuación y en la sorpresa. Resultaba enojoso, delicado y difícil, tener que demostrar la infracción ante el Concejo en presencia del infractor. Por eso, la actuación había de ser sigilosa, por sorpresa, sin coartada exculpatoria. El guarda, a veces, ejercía de hombre de paja que asustaba a los niños con su sombra alargada y brazos en cruz, como colegial castigado, pero sin querer castigar, porque por dentro era blando, cálido y comprensivo. Cariñoso con los niños que pasaban el día en el monte y que sabían carear al ganado, guarecerse de la tormenta, y jugar al hinque para sentir la presencia y cercanía de la amistad de otros niños. La funda de juez que le vistieron le caía grande: en él era un despropósito. Por eso lo dejó pronto: apenas unos meses duró la experiencia. Después se retiró para que el ganado se moviera a sus anchas y los amos pudieran seguir abusando, unos; quejándose, otros; disgustados, todos. Como antes, porque la reyerta formaba parte de su relación en la vida.

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A lomos de la luz Tampoco en las alturas se despejó el horizonte. Momentos de luz y templanza hubo, pero el fuerte de los días fueron borrascosos, batidos por el cierzo hambriento, la tormenta que se agarraba a las entrañas de la Peña como a la ubre de su madre. Bien lo notó aquella pierna que se esforzaba por mantener el paso sin alardes ni quejas, aunque la dificultad era evidente en cada cuesta del camino. La humillación de calzarse cada amanecer, para salir a hacer el monte, le llevaba en alas de la necesidad al lado de los suyos, donde la limitación era aliviada por la solicitud y el cariño. Fue regalo del señor de Hulleras de Sabero, decía a quien quisiera escucharle, mientras liaba el cigarro con parsimonia y maestría, compartiendo petaca y compañía, y contando historias del pozo en el que dejaron los mejores años de sus vidas tantos jóvenes… No era el suyo un tono lastimero y quejumbroso; sólo contaba sus pesares por pasar el rato al calor de la compaña. Comenzó por aquellos días a sentir sobre los huesos el frío de la Peña, la erosión del cierzo, el significado de la distancia, de la dependencia, de la limitación…, a percibir que los niños cuchicheaban y sonreían a su paso con mal disimulada crueldad. Sintió el mal de altura y, por momentos, deseó ser águila en vuelo, camino del llano y descansar un rato en la solana, a la sombra de una rebolla, como el profeta Elías. Luego, ya repuesto, continuaba el camino sin prestar atención a la cojera ni a la estupidez infantil. Allí, compartiendo ternura, a su modo; aquí, aplicando justicia según el Concejo le tenía encomendado. Esta le proporcionaba sustento, aquella oxigenaba la carga y hacía más llevadera la jornada… Desde la soledad del monte, en la orilla del silencio, percibía el eco que desde la distancia le repetía que el hombre de la casa debe volver cada atardecer para dar seguridad a los niños, que no tienen edad para entender las ausencias… Tarde más o tarde menos el tiempo siempre llega a la meta. El cierzo levantó la cabeza y la luz larga se coló por el portillo que se abre en lo más alto de la Peña, por largo tiempo trancado. Aprovechando un descuido recogió sus notas, echó una mirada hacia Fonrrán, para cerciorarse de que guardaría el campo en su ausencia y, puesto en alas de la luz nueva, se fue en busca de la siega del centeno, a extender la trilla, a preparar la era, a inaugurar jornada en otros pagos.

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El viaje En el camino se detuvo unos momentos, sacó la petaca del bolsillo, miró a la Peña, y, con tristeza, dijo para sus adentros: “la historia de cada uno se labra en el surco de los pesares y se riega con el agua firme de la nieve, que desciende como lágrimas de despedida”. Después lió un cigarrillo y, envuelto en la nube de sus pensamientos, siguió su camino. Debió pensar el alba que le cogería la delantera, que le encontraría entre las sábanas distraído en cavilaciones y soñando con la vuelta, que le ayudaría a preparar el atillo con los cuatro trapos de su pertenencia. Se equivocó el alba, porque una vez más le tomó la delantera. Cuando el primer rayo de vida se coló por las rendijas del ventanal que desde el corredor aguardaba a la luz cada mañana, él, en perfecto orden de revista, liaba el primer cigarrillo del día para ofrecerle el humo de sus boca como incienso de alabanza. La petaca sobre la silla, y el ato a los pies de la cama, fueron testigos privilegiados de la alegría desbordante de un corazón en camino. Testigos no hubo más. Sólo el mastín de la casa, insomne, olfateó sus pesares y advirtió el adiós callado mientras subía la calle. Ya en la collada volvió la vista para decir adiós, en silencio, a las casas que surgían como fantasmas del sueño de la noche e iban tomando forma según el sol se desperezaba. Después, miró hacia el Viso, peña noble, de corte recto y riguroso, vigía permanente, por si divisaba a los hombres que trasponían la cumbre cada mañana para adentrarse en el pozo de Correcillas. Nadie cruzaba a aquellas horas; o, al menos, a nadie vio. Abajo, en la Vecilla, donde despluman a gallos para engañar a las truchas con los brillos de sus plumas, el silencio se rompía con el ir y venir de los veraneantes que tomaban el vermú en “El orejas”, y con el bregar de los lugareños que recogen la hierba, mientras hacen un alto para ver pasar al tren, que brama su mal humor porque llega tarde a la acapital para salir de ronda. Mientras, algunos desocupados, por matar el rato se asomaban al andén para ver la vida pasar en traje de campesino, que rumiaba el diagnóstico del médico de la capital; o la silueta pálida de la niña que volvía de servir de casa del señorito, con su carga de ilusion, de recuerdos y pesares, y algunas humillaciones pintadas en las mejillas. Desde la aplataforma del bagón echó una última mirada hacia el infinito, donde la Peña guarda sus tesoros escondidos. Ocupó su asiento y saludó a los presentes que, como fantasmas, dormitaban en el espacio contiguo sin prestar ninguna atención al recién llegado. Acomodó el atillo, lió otro cigarrillo y pasó la petaca al fantasma más cercano, que la rechazó con delicadeza, evitando herir los sentimientos del nuevo compañero de viaje. Liado en el manto de las cavilaciones contempló cómo el humo del cigarrillo huía por la ventana y arrastraba los pesares de la distancia y la soledad, y daba cabida al temor y a la duda, mientras el tren partía roncaba malhumorado.

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Vaquero El pastor amanece con el día, cuando le da el sol en la cara, y con él comienza su faena. Con el ganado desgrana algunos soliloquios que nunca encuentran respuesta; a veces canta penas propias y alegrías ajenas, para no olvidar del todo el arte de la comunicación. Habla a los pájaros y les cuenta proyectos y vivencias soñadas la noche anterior, pero a ellos les gusta el aire y no atienden el sentir de los humanos, por temor a que les roben el aire. El pastor vive en el mundo desde una orilla distinta: ha de nacer entre el ganado y crecer a su lado, para conocer a cada cual por su nombre, como el buen pastor del Evangelio. Pasan muchas horas juntos, su relación es casi familiar. El niño Miguel no fue pastor ni hijo de pastores. No había heredado el conocimiento del ganado, y no le tenía afición. Fue por necesidad que guardó ganado ajeno en montes y prados lejanos. Las cornadas de la soledad le hirieron más de cuatro veces y aguantó con coraje; no estaba bien visto manifestar la debilidad en público, y menos a los extraños. Había que revestirse de fortaleza, echar buena cara a los acontecimientos, reír la gracia por fuera, y aprender a llorar para dentro, en lo secreto. El tiempo es el galeno que todo lo cura. Primero aprendes a llamarles por su nombre; todos tienen un nombre para sus dueños; si alguno no lo tiene le bautizas, y pasa a formar parte de tus preferidos por un hecho tan insignificante. Después conoces sus mañas y travesuras, distingues sus preferencias y hasta te haces un poco cómplice con ellos. Conocer y familiarizarse con el monte, con sus misterios reales e imaginarios, es un paso importante para empezar a ser pastor. Los ojos de Fonran lloran todo el año, y de su lagrimeo brota una permanente otoñada. El Violar ocultaba su misterio entre abedules blancos y helechos frondosos. Al abrigo de las sombras se escondían los rumores de la noche que asustaban a los niños pastores. Los cencerros guardaban silencio mientras las vacas rumiaban su nostalgia. Sólo cuando a la tarde el bosque da suelta a las vacas y asoman por el claro, los niños vuelven a ser niños y a sus juegos de monte, respirando gozosos al reconocer su ganado. Los niños vaqueros hablaban con el bosque, le contaban sus miedos e ilusiones… Y ellos, los niños, aprendían a distinguir las costumbres de los animales y hacían pacto de amistad con ellos. Se interesaban por la vida oculta y silenciosa que vive en sus entrañas… Saben que algunas retamas desean ser árboles y se estiran para conseguirlo. Hay plantones de árboles jóvenes arrogantes, que sueñan con hacerse adultos. Por el contrario, hay árboles de tronco leñoso, fuerte, austero, que lloran los desgarrones que la tormenta ocasiona a sus ramas secas y poco flexibles. Se les nota algo cansados y viejos. Así, en tonos variados, el lenguaje políglota del campo entonaba su sinfonía con infinidad de nuevos sonidos, que sólo el oído educado para ello es capaz de percibir. Los niños pastores saben leer el paso de la nube que dibuja fantasías blancas, el rumor del viento que atraviesa el bosque silbando furor, la vida que bulle en la espesura y asusta un poco. En el monte, lejos del calor de la casa, envuelven su cuerpo pequeño con el manto del día que les protege de la tormenta. Así no se siente tan solos. Pág. 27


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Palabra En la comarca de Ribesla casi nunca pasa nada. Por ello el mercado de los jueves, “fiesta del capazo”, entre nosotros desempeña múltiples funciones: es escaparate donde agricultores y ganaderos exhiben con cierto orgullo sus mejores frutos y ganados; tienda al aire libre donde las amas de casa abastecen las despensas; foro de reunión en el que se comentan las noticias de los pueblos de la comarca, defunciones, en su mayoría; es lugar de encuentro de amigos que en amistosa charla toman juntos los vinos. La ribera y la montaña tienen como punto de encuentro el mercado de los jueves en la plaza de Cistierna. En las noches de agosto la tertulia vecinal se trasladaba al tranco de la puerta de la casa, mientras llegaba la brisa y se anunciaba la cena. El vendedor de pimientos estaba contrariado y pensativo aquella tarde de jueves. Sentado al amor de la tertulia se lamentaba de lo bajo que había estado el mercado. Ciento veinte docenas, de la mejor calidad, decía, en la caja del camión sin poderlos vender…, casi ni regalándolos. La idea vino a la mente como relámpago: comprar barato, aprovechando la ocasión, y venderlos ribera abajo. El subconsciente mercantil le traicionó y, en un lance de imprudencia hizo la oferta: “a tres pesetas docena los compro todos”. Dijo Miguel. Se hizo silencio en la tertulia, sin dar crédito a las palabras que envolvían la oferta. Siguió la conversación y nadie dió por oída la oferta, que más bien sonó a bravata. Sólo después, en la soledad del catre, cuando los sentidos ponen en su sitio las palabras ociosas oídas durante el día, el comerciante rebobinó e hizo sus cuentas: calculó, sopesó la oferta lanzada al aire, se incorporó y llamó a la puerta para cerrar el trato, echándole el buen provecho al espontáneo comprador. Miguel, hombre de palabra, todo de una pieza, asumiendo su oferta aunque hubia sido una broma, contó ciento veinte docenas, pieza a pieza, pagó la mercancía y se acostó contento consigo mismo, para soñar con campos de hortalizas y verduras donde ganar una peseta. Al día siguiente, aquella familia comerciante improvisada, organizaron la operación y decidieron los pormenores: pueblos a visitar, precio y medio de transporte, etc. Después una flotilla de vendedores ambulantes y noveles, pujando bicis cargadas, se echaron a los caminos de la margen derecha del Esla, pregonando con osadía: “pimientos frescos, recién cortados en Fresno de la Vega”. La operación fue todo un éxito.

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CAPÍTULO IV Labores de Otoño

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Pescador La temporada empezaba pródiga en capturas en las tablas y corrientes del Esla. Los aficionados no tenían otro tema en las tertulias de cantina. Aplicaban la lupa de muchos aumentos al éxito de la tarde anterior en tal o cual corriente, entrando en detalles de cómo la pluma se deslizaba golosa. Sabido de todos es que los pescadores adornan sus capturas reales con algunos faroles que nadie cree, pero tampoco hacen daño a nadie, y ellos se sienten mas felices e importantes. Una cosa sí parecía cierta a decir de los entendidos: había mucha trucha empozada en el Charcón y, al comienzo de la temporada, entraban a todo cebo. Saltaban, provocadoras, en las tablas de Modino y Pesquera, como queriendo romper el cerco en el que las quieren recluir los señores del hormigón, allá en Riaño. Subiendo un tanto la voz, para hacerse notar, el “Nutria” pontificaba diciendo: al atardecer, cuando el sol se da por vencido, los mosquitos bajan zumbando a celebrar sus tertulias y a emborracharse de espuma. Es el momento de amarrar una cuerda con el indio o con el pardo, y, a poca suerte que haya, nadie vuelve a casa sin traerle a la “parienta” la cena. De mañana están algo más perezosas, decía, y hay que buscarlas en el fondo, encuevadas, porque están aún soñolientas. Tal vez la moruca les estimule el apetito y pongan algo de su parte. Al medio día la cucharilla, diestramente manejada, puede deslumbrarlas; y en sus bailes de sube y baja se puede trabar alguna. En estas y otras consideraciones pasaban la tarde los aficionados, reviviendo sus triunfos y despertando el interés del pescador de secano, deseoso de graduarse en un arte que tanta satisfacción proporcina a sus socios. El novato en artes de pesca escuchaba la lección magistral del veterano, para quien el río no tiene secretos y se mueve en él como pez en el agua. Si yo pudiera, se decía…, pero el Charcón está lejos. Siete kilómetros es demasiada caminata para un aficionado tardío. Tal vez más adelante, o si el chico baja a trabajar para la ribera, pueda acercarme algún día para comprobar por mí mismo la alegría de una buena “pesquera”. En tierras de “La Ribera del Hambre” no se pesca: el conato de río no daba para peces. Si acaso cuatro “perreras” y algún barbo escurridizo que pasa el invierno soñoliento en el fondo. Nada que valiera la pena. Por eso, entre las gentes del lugar, no había afición ni arte. En el Esla la cosa es diferente… Tal vez si lograba pescar las tablas del Charcón, también él pudiera presumir de haber cubierto el cupo a media mañana, como los buenos pescadores; comentar la lucha con un ejemplar al que le asomaba el lomo por encima de la corriente en la tablada, y que le llevó la cuerda cuando ya estaba a punto de sacadera. Y lo que era más importante: demostrarse así mismo y a los suyos que si se da el día, también él sabe llenar la cesta. Como un obseso tardío iba al río día tras día a probar suerte, a matar el rato, a soñar con el gran pez que le acredite ante propios y extraños… Mientras, la cuerda se deslizaba mansa, jugando con la espuma. Y él, jugaba a echar sus cuentas a la luz del cigarrillo que aromatizaba la escena con sus humos y se divertía asustando a los mosquitos. En estos juegos y ensoñaciones gozosas se le iban las tardes de rio, cuando al fin logró para sí y para los suyos un asentamiento estable. De tarde en tarde la suerte premiaba su constancia y le obsequiaba con algún pequeño trofeo que justifica el sacrificio y mantiene viva la ilusión: unos peces, un par Pág. 30


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de barbo, una truchina que apenas da la marca, porque la grande, la que le saltaba cada tarde, trabó pero le rompió la cuerda y con ella marchó corriente arriba. Al fin, una mañana, pude verle radiante desde el disimulo con el que observaba su arte en tensar la cuerda: la suerte brillaba en sus ojos, la cuerda hundida en el pozo escitaba su ánimo sin saber que le observaba… Al fin la pieza de su vida se abatía en la sacadera. Sus agallas fatigadas por la lucha, se cerraban con los extertores de la muerte dejando a Miguel el triunfo de sentirse pescador consagrado. La trucha y yo fuimos testigos de la grandeza de aquel momento, en el que el pescador se afianzó como tal ante la sonrisa amable de los zapateros, ranas y gusarapas en general. Nunca comprendió la trucha, con su cerebro de pez, lo valioso de su lance y sacrificio, pero hizo que un hombre afianzase su autoestima y confianza en el río, y pudiera sentirse pescador y presumir, por un ratito, ante los suyos.

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Reteles Cuando la veda se cerraba, el río recogia sus lujos, se asomba a las orillas lamiendo sus heridas y tomaba el sol los días postreros de agosto en la tranqilidad de las tardes. En casa el pescador, muy cuidadoso de sus cosas, recogia el equipo con esmero, guarda los tratos con mimo y cerraba los ojos recordando la trucha madre que le entró a la saltona en repetidas tardes y quedó en el pozo. Le dejó con la miel en los labios y la esperanza a la puerta para la próxima temporada. Colgaban de un clavo en la hornera todo el otoño e invierno, esperando que, allá por San José, se abriera la veda del cangrejo. Con los reteles, en posición de espera paciente, las cañas, carretes, cesta, sacadera y otros útiles, que hablaban entre ellos de la afición al río. Visitar la hornera de vez en cuando y repasar el equipo, era una manera de matar el tiempo en las mañanas de invierno, y de asomarse al futuro, disponiéndose a recibir la temporada con los brazos abiertos. Los diálogos eran entrañables y recordaban tardes de ilusión y de éxito en temporadas pasadas. Mediado marzo, cuando asomaba el buen tiempo por lo alto de Peñacorada, hacía su entrada la temporada de pesca. Las orillas del río recobraban especial interés, la vida bullía corriente arriba y corriente abajo. Los jubilados y los niños, pescadores de bajura, eran los primeros en echarse la caña al hombro y en alir a saludar al río. Se asomaban a los pozos para comprobar que las crecidas no habían modificado su estructura, y que la palera en que amarraban las cuerdas la temporada anterior seguía firme y accesible. Había alegría en los ojos y gozo en el semblante: como si la pesca ofreciera una ocupación al que nada tenía que hacer, y les regalase el encuentro con el compañero, brindándoles la oportunidad de respirar aire puro y revalorizar su existencia. La pesca del cangrejo era considerada como un arte menor; tal vez porque los mayores, laboralmente hablando, ocupados en tareas importantes, no la disfrutaban. Cuando la temporada se echaba encima era necesario tener la licencia en la cartera. Ir legal por la vida era virtud a aprender desde la edad temprana. Los pescadores de verdad conocían hasta el último remanso y pozo del río, pero el pescador de cangrejos tenía sus manías o, mejor, sus preferencias; había lugares predilectos donde la pesquera era segura y el acceso más fácil. Convenía mantenerlos ocultos a la ambición de los competidores. Los cebos componían, igualmente, parte del rito secreto: las ranas, manjar predilecto, escaseaban hacía tiempo. Los cebos alternativos no eran igual. Se conseguían en la carnicería fácilmente, y había posibilidad de ofrecerles un menú más variado, si se sentían inapetentes. En tiempos idos, cuando abundaban, los cangrejos salían de la charca a la menor insinuación. Nadie les hacía caso por entonces, y los niños en el soto jugaban a pescar con rana y junco, mientras cuidaban las vacas. Después, con la escasez, en las oficinas inventaron el cupo de reteles y piezas. Se limitó el tamaño y la hora. Reglamentaron la pesca y perdió animación y frescura. Conseguir llenar la cesta para una merienda del preciado marisco de montaña, resultaba harto difícil. Pág. 32


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Luego llegó la epidemia y asoló las aguas; exterminó la especie y dejó las orillas del río silenciosas y tristes; como si el fantasma de la muerte se hubiera adueñado de los pozos. Desde entonces no les ponen lazos a las “paleras” por la tarde; los reteles siguen colgados en la hornera y ya no esperan la llegada de la Primavera, ni los diálogos otoñales del aficionado al río.

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Envejeció en silencio Ningún hombre debiera estar solo cuando envejece, le dice el niño al veterano pescador en el Viejo y el mar. Al menos no más solo de lo que le apetezca, diría yo. Tal vez fuera bueno colgar de la conciencia de nuestra flamante sociedad un letrero que recuerde el precepto divino. Y así, viéndolo desde la pantalla del discurrir diario, se adentre en nuestros valores. Si el guardián de valores sestea, el bullicio exterior recluye al que hasta ayer fue hombre maduro en un silencio que avanza, sembrando soledad y tedio en su corazón. Las articulaciones se endurecen, las cuerdas bucales se oxidan y los pulmones pierden fuelle y elastiicidad. Es como si una parálisis recorriera las vías de comunicación y las obstruyera, impidiéndole respirar. Él, prudente, va cediendo los trastos de la responsabilidad. Se va situando a la sombra y termina por perder el equilibrio, como borracho al amanecer; acabando por derrumbarse como pared ruinosa. Es entonces cuando se calculan las palabras y se sopesa su volumen, para no herir susceptibilidades ni ser causa de discordia. A fuerza de bajar la voz termina por ser imperceptible, se va diluyendo la honda de su presencia hasta rincones de soledad y abandono. Cuando el proceso comienza la alarma salta en su entorno: el abuelo está algo raro, parece ido, convendría que fuera al médico, etc. Y él, en su interior, contempla desde la cercanía del cariño y la distancia de la edad a los suyos de siempre, que empiezan a serle algo desconocidos. Duda de su identidad, porque se encuentra extraño en sus nuevos sentimientos y afectos un tanto desconcertantes, y llega a pensar si es el egoísmo quien ha hecho presa en su vida. Proyecta una mirada hacia su interior y descubre la nueva realidad, mezcla de presente y pasado, que le confunde. Su silencio interior merece todo el respeto: es patrimonio personal e intransferible; templo donde se celebra el culto a sus recuerdos, en definitiva: lugar sagrado e impenetrable para los demás. Por eso, si a veces da cabezadas, dejadle: está explorando el futuro porque no quiere sorpresas desagradables en el encuentro. Se adentra en el más allá en arriesgadas incursiones para preparar el camino. No le despertéis ni distraigáis: que vaya y vuelva; vosotros velad su sueño para que al retorno no le sorprenda la soledad exterior, que no tiene corazón. Tal vez se ría o hable sólo en sus correrías: son sorpresas del caminante; se ha encontrado con un viejo conocido y le saluda, le cuenta su preocupación e inquietudes… Vosotros esperad su vuelta. Por fuera no le dejéis a la intemperie, abandonado ante las dificultades de su cuerpo cansado y débil, porque su lozanía la entregó en su momento para ti, que eres sabia de su tronco.

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Al tic tac de los dias Los instrumentos que utilizaban los mayores para medir me parecían por entonces algo mágico. Despertaban en mí interés y curiosidad. Todos acataban y tenían por buenas sus pesos y medidas. Era como atribuirles la cualidad de patrón y guía en las relaciones con la vida. El reloj, por ejemplo, despertó en mí curiosidad y deseo de conocerlo de cerca desde muy pequeño. Para nada necesitaba yo saber la hora, ni tenía demasiada conciencia de lo que el tiempo significaba; de cómo se escapaba, de lo imposible que es recuperarlo… A los niños, en general, nos bastaba con oír pitar a la Foca, que pifiaba como caballo de hierro en las cuestas arriba, arrastrando su mercancía negra de carbón. La Foca sí era importante para los niños del Valle de Sabero: nos recordaba, con su gruñido metálico, las obligaciones de niños. Nos avisaba cuándo era la hora de entrar a la escuela, de llevar la arqueta de la comida para los mineros a la máquina, e incluso la hora de salir de clase. A lo mejor por eso tampoco andaba el reloj de la escuela del Cantón; porque don Atanasio, el maestro, tampoco lo necesitaba. Él subía pedaleando hasta el “bar Pilar”, descansaba un rato y tomaba café, leía la prensa, y sabía que era la hora de entrar en clase. El reloj que primero llamó mi atención lo descubrí en la mesita de noche del dormitorio de mis padres. Era de bolsillo y estaba parado. No supe si no andaba porque estaba cansado, porque estaba enfermo o había alguna otra razón para que el corazón de un reloj se parase. Yo lo quería para jugar, investigar por qué no andaba, saber dónde almacenaba los minutos que habían pasado…, no lo conseguí. Me costó una rabieta, porque no entendía que con las cosas de valor no se debía jugar. Con el paso del tiempo supe la razón: no marcaba las horas, no; pero marcaba el día de la vuelta de mi padre a casa al terminar la guerra. Él había dejado sus cuatro cosas, a modo de recuerdo, por si en el frente había mala suerte, en casa de Secundina, su hermana. Cuando volvió a retirar sus pertenencias, el reloj de sus primeros ahorros de minero había desaparecido. El relojero que lo custodiaba en depósito le entregó el que descansa, parado, en el fondo del cajón de la mesita. Un día un marchante hábil de palabra, de los que van de puerta en puerta, convenció a mi padre de su absurda fidelidad a un cacharro viejo, al símbolo de un recuerdo…, en su lugar dejó uno de campana, grandote, panzudo y feo; nada comparable con el anterior. Darle cuerda cada noche al acostarse era el último acto de mi padre antes de retirarse a descansar, y simbolizaba el despertar del día siguiente. Era como asegurarse un nuevo amanecer. Cuando todos los jóvenes españoles, sin defecto físico que se lo impidiera, iban a servir a la Patria, había expectación por conocer el destino del cachorro familiar. Si la suerte era ciega y al joven le tocaba servir en tierra de moros, con frecuencia la expectación se trocaba en preocupación y temor. Al primo Lucinio, cuando volvió de los frailes, le sortearon y el destino le llevó a Melilla. La noticia corrió de boca en boca en el ámbito familiar. En su primer permiso cumplió el encargo de mi padre: traerle un reloj de bolsillo para poder seguir haciendo sus cuentas al paso de las horas y los días. Pág. 35


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El ultimo reloj que le marcó el ritmo a mi padre, era ya de pulsera. Lo conservo en un estuche. Tampoco anda. Lo rescaté de una limpieza general en la que el cajón de la mesita de noche fue pulcramente limpiado.

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Don tiempo Como mi pade, también yo guardé un reloj viejo en el fondo de un cajón hace mucho tiempo, y allí ha estado olvidado. Desconocía cuál era la razón de estar parado: si enfermedad, vejez, cansancio o, simplemente, falta de un porqué caminar; ya que a nadie le importaba, desde que se fue su dueño. Tampoco me preocupó averiguarlo. Lo recogí del cubo de la basura como un gesto de piedad, sin saber muy bien porqué; lo dejé en el cajón de los recuerdos, haciendo montón con otras cosas sin registro ni valor asignado. Hace unos días, esperando en la ciudad la llegada del 52, mientras hacíamos cola, una señora de mediana edad le preguntó a otra, ya mayor, con las huellas de los años en la cara y en el cuello: ¿viste pasar a Don Tiempo? Ayer me crucé con él, respondió, pero iba tan rápido y tan a su aire, que no pude ni saludarle. De verdad, va siempre envuelto en la capa de las prisas y de la importancia… Siguieron la conversación, aparentemente intrascendente, una de tantas de las que se entablan en una cola cualquiera; ya se sabe: más que nada por matar el tiempo. Mientras ellas parloteaban a su aire me golpeó en la mente el tema de conversación: Don tiempo. Hablaban de él con cierta irreverencia, con desenfado y, creo yo, sin valorarlo en su justa medida. Como quien tiene mucho y no le preocupa despilfarrarlo. Me pareció que, en el fondo, se lamentaban de lo rápido que pasó el día de ayer, y el de antes de ayer, y los otros días…, pero sin preocuparse. Volví la vista 24 horas atrás para comprobar por mí mismo si no era algo exagerado su discurso y quedé sorprendido: también a mí se me escaparon de las manos las 24 horas sin darme cuenta, como anguilas escurridizas en lodazal, donde el río se junta con el mar para perderse en la inmensidad. Con cierta nostalgia pensé: tal vez por eso necesitamos del reloj en nuestras vidas y quehaceres. De lo contrario, ¿qué sentido tendrían las manecillas del reloj fabricando segundos, con su rosario de fracciones, a toda prisa, y que por ser regalos del Señor, casi ni apreciamos su paso. Me acordé de mi reloj prisionero en el fondo del cajón, sin ver la luz en años. Casi me remordió la conciencia. Hice propósito de la enmienda y le pedí al relojero que lo despertase, que le asease y le diera ánimo…, él que sabía hacerlo. Es el reloj que a mi padre le sirvió para medir su tiempo, contar sus últimos días, y hacer sus cálculos. Un reloj de pulsera, pequeño, suizo. Me repite con su tic-tac que los días que pasan no vuelven; que el tiempo es el gran capital que se nos entrega, que cada fracción del mismo es de valor incalculable… En su día le reproché sus prisas. Creo que se precipitó, aceleró el ritmo, fue un poco alocado, o, al menos, a mí así me lo pareció en aquel momento. Se adelantó y le marcó su hora antes de lo que hubiéramos deseado, pero el Señor de los días y de las horas cuenta de otra manera… Ahora, con la edad, es más reflexivo y tranquilo. Es consciente de que el tiempo ido no vuelve. Y es que el pobre, tal vez, siente complejo de culpabilidad por adelantarse en marcar la hora de la partida.

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COMO UN NIÑO EN LOS BRAZOS DE SU PADRE La vida se hizo cantar al grito de bienvenida, la pena rompió a llorar allá por la galería, y el monte, que vio tu sombra, en la cuna de los días, te arrebujó en su regazo, cual madre recién parida.

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1, AL CALOR DE LA TEJERA Un horno de cocer el barro fue la estrella que le brindó algunos rayos de vida y calor, para suplir carencias…

Rondaba como lobo soledades, ausencia de compaña, peregrino, buscando entre las huellas las edades, soñadas al andar por los caminos. Atrás quedan tapiales y vacío, buscando el grito mudo de un lamento, oculto tras las sebes del estío, que acecha la alegría en su aposento. Voló su mente cual náufrago en huida buscando, como loca, el horizonte; siguió su sombra mientras hubo día, sin rumbo ni destino, sólo un nombre. Ya no sueña la madre que se ha ido, quizás sintió su vuelo en un momento; acaso comprendió que estaba vivo, que su infancia añoraba otro aposento. Granada, 2 de noviembre de 2015 Pág. 39


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CUANDO EL CANARIO CANTA… Negras son tus entrañas, ¡oh Valle de Sabero! Están petrificadas y yertas, olvidadas…, borrosas en la agenda mugrienta del poder. Por tus venas la alegría corrió con abundancia, el vino, la pelea y la tizne del carbón fueron motor y origen de sueños imposibles, que templó los rigores del tiempo en su dolor. Tus niños crecieron entre escombros de fatiga, tiznados por el miedo de un canario cantor; compartiendo lamentos de viudas tempraneras, soportando, heroínas, la ausencia del amor. Todo aquello pasó como pasa un mal sueño… de repente la boca del infierno se cerró; tus gentes huyeron cabizbajas, sin rumbo, dejando sepultados recuerdos de ilusión. Los fantasmas del Valle saltaron de alegría, se adueñaron del alma de cada callejón, borrachos deambularon celebrando la orgía de vida en abundancia que a ti nunca llegó… … Y tú, terco, resistes, lo intentas y peleas, te bates en lamentos errantes del ayer, que deambulan sombríos del río hasta la Peña, por si el dios de la mina decide renacer. Granada, 16 de julio de 2016 Nota.

Hubo un tiempo en el que los mineros, al adentrarse en el pozo donde quedaba el tajo, se hacían acompañar por un canario, compañero de fatigas, que detectaba la existencia de grisú en el ambiente, y, por lo tanto, peligro para canario y minero en la galería. Pág. 40


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ORACIÓN DEL MINERO

Aquel minero, madre, que trae la vida a cuestas, con paso decidido y amor en la mirada, va buscando la percha donde colgar el alma, porque el dios del carbón la tiene muy rondada allá en la galería, donde la vida pasa. Una mañana joven, que con volar soñaba, le cortaron los vuelos que buscan el mañana, porque el presente negro, mientras la tierra araña, siembra lucha y pelea, cansancios y desgana. Su paso, algo cansino, es historia contada, vivida desde dentro en libro que no engaña, escrito con sudor y sangre derramada por cuatro compañeros, caídos de la jaula. Por eso su mirada, buscando el infinito, va surcando los cielos, por si Cielo alcanzara, y allí decirle al Padre que apague aquél infierno, hecho de luto y llanto, de duelo y de mortaja. Pág. 41


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CAMINO DEL CEMENTERIO

Mil faroles en la noche gritan a la luna parda, con voz ronca de mineros, como de santa compaña, que hay dolor en la alturas, que hay luto por las montañas, que el alma de un compañero yace en el pozo enterrada. La tarde tiende su velo, la noche presta la capa, y la comitiva, lenta, con paso firme avanzaba, para dar reposo al cuerpo, para dar sosiego al alma, para gritarle a los vientos que fue una mala jugada. Las sombras de los faroles contra el cielo derramada, revisten a los fantasmas con sudario de mortaja, y ponen luto en los rostros, y amargura en las entrañas de la triste comitiva, que hacia el campo santo avanza. Pág. 42


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LUTO EN EL VALLE Campanas tañen a duelo, gemido ronco y opaco, anunciando a cuatro vientos que el dios mina se ha enfadado. Mujeres de pena negra corren con ansia y temor a encontrarse con sus hombres, llenas de orgullo y temblor. Ojos de esposas y madres vierten amargo su llanto, por si acaso hubiera suerte, por si el suyo se ha salvado. Negros pesares avanzan, las horas ya van pasando y la agonía se extiende, en el Valle corre el llanto. Por la calle principal, enlutada para el caso, la luz de cuatro faroles abren al cortejo paso. La noche cubre la pena, la luna rasga su manto, que hombres recios, malheridos, para dentro van llorando. Cuatro viudas, cuatro cajas, muchos niños y un quebranto caminan entre sollozos, y el cielo acoge su llanto.

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PINGAJOS De lo alto pendían las ropas, harapos en guardia tendidos al sol, esperando la vuelta del dueño que bajó a la mina en turno de piedra, de grisú y carbón. Aguardaban soñando la vuelta, temblando de miedo, con gran ilusión; porque hay turnos que no vuelven todos, que faltan mineros que se quedan dentro, rotos de dolor. Son jornadas de rabia infinita, de luto y de llanto, de mucho dolor, y los trapos viven amarrados, colgando del techo, cantando la rabia del noble minero, que atrapado en el pozo quedó.

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MINERO Tiznado sube la cuesta, mugriento de mina y polvo, cargado con mil pesares que nacieron en el pozo. Doblado de angustia amarga, cansado por fuera y roto, soportando el duro peso que lleva escrito en el rostro. Respira lento y difícil, que respirar es un logro cuando se vive en la mina y vas muriendo en el pozo.

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PAN BENDITO Minero, cuero azabache, de tez curtida en el tajo, donde peleas las horas apenas han despertado, desafiando a las sombras que rondan la galería; dime cuál es el veneno que alimenta vuestras vidas, para enterrar la existencia en el fondo de la mina. Yo les vi cuando era niño y siempre me preguntaba: ¿De dónde vienen los hombres con la cara tan pintada? Mas aquellos ojos míos, llenos de color e infancia, miraban sólo por fuera donde el carbón ocultaba la nobleza de aquel rostro, la grandeza de aquél alma, la ofrenda de luz y pan que a la tierra le arrancaba de las paneras ocultas, bajo tierra sepultadas.

Tras la tapia de los años, con la caricia del viento, se acostumbraron mis ojos al negro de cada día, al aliento mendigado mientras la cuesta subían, a la tos, fruto temprano, cosecha de galería. Pág. 46


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CAPร TULO V

Ecos del monte

Valdealcรณn, Leรณn.

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HUBO UNA GRIPE LLAMADA “MAL DE MODA” Tú acababas de llegar para dar color al viento, y descubriste las sombras que ya rondaban su cuerpo… El “Mal de moda” pasó, llevando carne en las uñas, dejando dolor y llanto, agonía y sepultura. A ti te dejó sin padre…

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Valdealcón, tu pueblo Sacralizar la memoria puede que no sea bueno, pero, indudablente, ayuda a afianzar la personalidad, y cuando las cosas no pintan bien nos libera de la dictadura del presente. Por eso, creo yo, ella con frecuencia hablaba del pueblo y sus bondades. Hablaba de los montes y los sembrados; de los prados y del soto; del ganado, del rio y de los cangrejos... Como queriendo recoger el pensamiento y, en alas del viento, traerlo al presente. A la familia y a las gentes de la comunidad vecinal los mentaba por sus nombres con cariño y admiración. Hasta tal punto que, en días especialmente nublados, acarició la idea de volver a la sombra de aquellos recuerdos. ¡Como si por arte de magia se pudieran sacar, del arca de los sueños, los recuerdos desparramados por el soto, las ilusiones cultivadas en la juventud, o los momentos invertidos en averiguaciones, tratando de poner rostro a la ausencia del padre, Desiderio, victima “ del mal de moda”. Sabía que con su partida dejó en soledad a la abuela, con la encomienda de ser padre y madre para aquellas cinco criaturas. ¡Como si fuera tan fácil! Huérfano quedó, también, el telar de sus afanes. Nadie siguió la labor del Tejerdor, y el taller fue arrinconado en la oscuridad del desvan, hasta que murió de abandono y de tristeza y soledad. ¡Ella era demasiado niña para organizar en la mesa de los recuerdos la sucesión de aconteceres, y de ahí su empeño en el cometido e ilusión! Le honra, advertirnos, que el pasado forma parte del presente, que es patrimonio familiar, que debe impregnar nuestras vidas de sentimientos de gratitud, a la par que nos crea cierta dependencia de aquellas gentes, de aquellos paisajes y costumbres…, y es que somos parte de su ser. El simple hecho de creerlo nos da solidez y confianza, nos ayuda a ser alguien, a sentirnos seguros, a pisar tierra propia bajo nuestros pies. En definitiva, ayuda a identificarnos con una tradición, unos valores, y un ambiente que configura nuestras señas de identidad. Sabemos que Valdealcón, como todos los pueblos de la comarca, eran y son de recursos pobres, de inviernos ásperos y fríos, de gentes nobles y trabajadoras. Muy similar a tantos otros pueblos de nuestra geografía montañesa. Pero tiene un algo especial, un no sé qué diferente, que invita a sentirte identificado con el barro de sus calles, la cuesta de la Collada y las flores del “Prao-Carrera”. Al menos para ella así sucedía, y eso lo cuenta. Es la ventana por la que le llegó la luz primera, la cuna que le brindó un abrazo, la escuela donde aprendió a querer. No tener pueblo, le oí decir a Don Fernando, hace que te sientas nómada e inseguro, como suspendido en el aire, vagando de acá para allá…, sin un lugar donde depositar tus afectos y experiencias, donde poder refugiarte el día que te aprieten las añoranzas, y te apetezca volver a alguna parte. Él sabía de eso, le tocó sufrir la ausencia del Valle: su pueblo quedó sepultado por las lágrimas de un pantano, y siente que las sombras de su ayer deambulan inquietas por el parque natural de Picos de Europa. La economía de Valdealcón era austera, lo justo para ir tirando, según las condiciones de aquellos tiempos: algo de cereales para el ganado en invierno, legumbres para el consumo de la casa, unas lechugas del huerto para la ensalada los días de trilla y calor, y patatas para el año. Los animales compartían la suerte pobre con los pobres, porque había pobreza para repartir y a todos alcanzaba. Ellos aportaban lo mejor de sus vidas con afán por ayudar: su fuerza bruta en la labranza, leche, lana, carne, y algun dinero de la venta de la lana, para las necesidades que Pág. 50


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escapaban del cultivo doméstico. No obstante, en la comarca pobres de solemnidad propiamente dicho, no constan en los archivos de la memoria. Cada cual tenía para su arreglo…

Estas y otras muchas cosas las recuerda en sus ratos de soledad y de ocio, y le da por comparar con los rumores actuales de las articulaciones y de la edad… La conclusión a la que llega es que allí todo era bueno: la convivencia, las labores, la juventud y risas; y aquí, por el contrario, casi todo es dolor, soledad y tardes vestidas de gris. Le cuesta entender que no es el lugar el que da agilidad y soltura a los miembros, sino los años vividos en compañía de un cuerpo que se va sintiendo cansado. Ahora su pueblo, como casi todos los pueblos de León, se muere de soledad y abnadono. Van quedando vacios y los recuerdos de los que en ellos vivieron deambulam por las calles buscando su identidad perdida. Hasta el pueblo les parece raro, acicalados como están, con farolas y pintados de asfalto. Pero ¡ay!, el alma de los pueblos ha escapado, no se ve por ninguna parte. Tal vez huyó asustada a cobijarse en el monte, cuando los vecinos se asentaron en los barrios periféricos de la ciudad, a disfrutar de la vecindad del anonimato.

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Tu nombre ¿Jezabel, Bersabé o Encarnación? Apenas hemos hecho acto de presencia en esta bendita tierra, encontramos en la mochila, recibida para hacer la travesía, muchos regalos: el don de la vida que estrenamos, la familia que nos arropa, la iglesia que nos recibe como miembros vivos en su comunidad; calles puestas para nuestros primeros pasos, la escuela preparada para ilustrarnos, etc. Hay un regalo sobremanera importante: es el nombre. Es atributo personal e intransferible, por él se nos va a identificar y distinguir como diferentes y únicos. El nos acredita como sujetos de derechos y obligaciones ante la sociedad, ante la familia y ante el mismo Dios. Por eso es tan importante la elección de este regalo, que hemos de llevar con nosotros el resto de nuestros días. Se podrá acicalar, pulir y retocar con diminutivos cariñosos más o menos ñoños, pero el nombre es el nombre y, a la hora de la verdad, es lo que cuenta. En el mercado de la elección hay nombres sonoros, rotundos y contundentes que, a los niños de familias de alta alcurnia, les engrandece y hasta parece que resaltan su abolengo, pero puestos a niños de origen humilde les hacen pretenciosos; en ellos suenan fatal. Es como si renegasen de los suyos. De ahí el esmero y cuidado que ha de ponerse en la elección. Las tendencias al uso marcan moda en nuestros días y hacen que, al pasar lista en clase los maestros, suenen a reparto de papeles de novela; del culebrón que tantas lágrimas arrancó frente a la pantalla en horas de siesta o a caricia zalamaera de gato en “casa bien”. Éste no fue el caso. Al llegar ella a casa la costumbre era diferente: se consultaba el Martirologio para poner a la criatura bajo la protección del Santo del día. Como alternativa, se podía seguir la tradición familiar, señal de respeto y aprecio por él los parientes… El resultado solía ser llamativo y sonoro: nombres griegos o latinos se encarnaban en la criaturita y su rostro quedaba transfigurado, remontándose a una cultura lejana y desconocida en el vecindario. Así, en los pueblos de la comarca, florecían rapaces a los que si no veías la cara podrías considerarles venidos de otros planetas. Conocí un Aítalas Apapeles Epipodio, todo para uno; a Verdenosa, a Joyada y muchos otros. Oí hablar de dos gemelos que atendían por Diómedes y Bonayunta, regalo de pareja para un parto. Hay en la comarca otros muchos mártires del santoral y del mal gusto del párroco que, con frecuencia, imponía el nombre a los bautizos. Nombres para otras épocas y culturas que, trasplantados e injertados en el tronco de gentes sencillas, les hacen extraños en su casa. Tu caso fue diferente. No se atuvo a ninguna de las pautas en uso; aunque, muy en el fondo, aparecen en las Sagradas Escrituras, y en ellas, creo yo, se inspiró tu padrino. Él, se llamaba Esteban, tuvo ganas de romper moldes, ganas de fastidiar al párroco, a la vecindad y atí misma. Te presentó a la pila bautismal como Jezabel. Suena, además de reina mala, a venganza contra algo o contra alguien. Sólo se necesita asomarse al relato que de ella hace el Libro 1º de los Reyes: fue una pagana sin escrúpulos que persiguió a los profetas de Yahveh. Ordenó el asesinato de Nabot para arrebatarle la viña heredada de sus mayores, y regalársela al Rey Ajab, su marido, que se había Pág. 52


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encaprichado de la parcela. Claro, terminó sus días de mala manera y oí contar que los perros la arrastraron por las calles. Puede que eso no tenga mucho rigor histórico, que tal vez sea leyenda popular para darle mayor dramatismo a su fin. Por eso digo que fue una mala jugada hacerte tal regalo, aprovechando tu indefensión, cuando tú aún no podías protestar. Don Julián, el párroco, no consintió el atropello y salió al paso de la situación con el nombre de Encarnación, misterio gozoso de nueva vida. Así la llamaron desde que salió de la pila bautismal, y así te conocimos. Don Julián mostró gran sentido común al ponerte un nombre cristiano, Encarnación, al anotarte en el libro de bautismos haciendo constar, a hurtadillas, también el pagano, para evitarte idas y venidas el día de mañana, cuando sea necesario hacer constar tu personalidad. Que en el Registro de Gradefes había un escribano ilustrado en cuestiones reigiosas, se desprende de la habilidad para resolver el caso: te inscribió como Bersabé, nombre bíblico existente en paralelo, en la lista de los nombres permitidos a los cristianos. Bersabé fue una localidad Palestina, cuya etimología más acertada parece significar pozo del juramento. En estas tierras se asentó Abraham, cavó un pozo y el rey Abimelec le garantizó respetar la propiedad con juramento. Cuenta la historia que entre los antiguos cristianos vivieron allí muchos como ermitaños y, en los primeros siglos del cristianismo, fue sede episcopal. Hoy sus ruinas dan testimonio de viviendas y edificios públicos que indican su importancia. Al final, un expediente de rectificación de errores en el juzgado, consiguió que Jezabel y Bersabé se siguieran enmascarando ante la realidad familiar y social que siempre la conoción como Encarnació. Nombre con el que te hemos conocido, llamado y querido.

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El trueque Comercio sobre un carromato Los días transcurrían casi planos, monótonos, sin pulso que alterase la concordia que cada amanecer desparramba…, sólo en la lejanía rompía el silencio el rodar cansino y carretero del comercio ambulante y señorial, del que sabe ganarse la vida sirviendo a la comunidad vecinal, alejada del progreso y feliz en sus carencias. A los pueblos de León, pequeños y mal comunicados, el comercio tardó en llegar. El aislamiento, por un lado, y la escasa población por otro, hacía poco apetecible a los comerciantes instalarse entre aquellas gentes. De las novedades comerciales tenían noticia cuando por necesidad de “ir al médico” se acercaban a la ciudad. Los desplazamientos suponían un trastorno importante, dadas las escasas comunicaciones existente en los años cincuenta entre el pueblo y ciudad. “Pepe el Huevero” actuaba de cordón umbilical que abastecía a las gentes de la comarca en sus menesteres más perentorios. Venía de Gradefes con un carromato que chirriaba y se lamentaba por el camino, tirado por un mulo cansado de tropezar toda su vida en los mismos baches. Su llegada al pueblo era anunciada por algún perro desocupado que se hacía el valiente, y aparentaba no conocer a Pepe. Los chiquillos salían a su encuentro bulliciosos, contentos y felices por la novedad del visitante. Las amas de casa, que ya llevaban tiempo esperándole, le recibían con aparente enfado por su tardanza. En su tienda rodante Pepe llevaba casi de todo lo que las gentes del pueblo necesitaban. La abuela Isabel compraba telas para el vestido de la niña, azúcar y aceite para hornear pastas, latas de sardinas y de escabeche. En fechas extraordinarias, como la Navidad o las fiestas del pueblo, añadía a la cesta de la compra algunos licores finos para obsequiar a los invitados. El pago era en especie: tanto género…, tantas docenas de huevos. Precio fijo y sin el menor regateo, sin IVA ni descuento. Y las señoras del lugar, pertenecientes a un grupo social desconfiado por naturaleza y receloso ante lo desconocido, ni dudaban ni recelaban del precio que el marchante les pedía; lo pagaban con unas docenas de huevos de corral y se despedían preguntándole para cuándo su próxima visita, como si del novio se tratara. Debió de ser el último comerciante del trueque o el primero del servicio a domicilio, no sabría decir… La economía de la zona era austera, como austeras han sido siempre las manifestaciones de la vida en estos pueblos. La cosecha es siempre una incógnita; por una causa o por otra, raro es el año que no hay que lamentar una tormenta que apedrea los cereales y el viñedo. En una agricultura de minifundios como ésta, cada familia era autosuficiente y cultivaba un poco de todo. Cereales para amasar todo el año y alimentar al ganado. Legumbres y hortalizas las que en la casa se necesitaban. Las proteínas se aportaban con la matanza allá por San Martín, cuando el gocho sentía que le palpaba el amo los lomos; la carne fresca la suministraba el pastor del rebaño con algún cordero modorro, mas la nada desdeñable aportación de animales de corral La venta de ganado y de lana, por San Juan, y los pavos en el mercado navideño, en la ciudad…, todo ello aportaba el escaso dinero en efectivo que circulaba en la economía familiar. Pág. 54


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Sombras en el bosque Ya se sabe que las guerras fabrican héroes: suelen ser los más valientes, los más jóvenes, los que más arriesgaron en la batalla. A ellos se les tributa el honor de ser fusilados, como en el cuadro del Dos de Mayo. Quisieron salvar a la Patria y son sus heroes-mártires, al menos en la memoria de quienes les esperaban: sus madres y sus novias. Así ella lo recordaba, reflexionaba y lo revivía para sus adentros. El fin del conflicto lo recibimos todos con alegría, porque estaban cansados y desangrados por las heridas de la pelea. Cada cual lo celebró a su manera, se decía: sentándose en rincones diferentes para lamerse las heridas en intimidad y sosiego; haciendo balance de los desgarros sufridos, de los laureles cosechados, de lo absurdo que se veía desde la perspectiva del guerrero que vuelve con las botas embarradas y el corazón destrozado, cansado y algo endurecido. El recuerdo más sentido para el que quedó en el campo. Quedaban heridas abiertas que curar, muchas heridas, y no se cerraban con la publicación del decreto anunciador del final de la contienda. Cada cual traía en su mochila dolor suficiente como para no confiar del todo en el vecino que le había tocado en el bando contrario y que se sentía humillado o victorioso, según el caso. Lo prudente parecía mantenerse alerta y administrar la victoria con cautela. Pronto se oyeron rumores que rompieron la paz que nacía en los corazones. A las afueras del pueblo, aparecían y se perdían sombras con formas humanas; unas veces por la eras y otras por el corcho o por la cañada. Hasta en Valderubiela les habían imaginado, en amaneceres de siega y acarreo. Iban y venían en ritmos confusos, como si de fantasmas burlones se tratase. Costaba dar crédito a los comentarios y más bien parecía una broma macabra, pero los perros en los carrales confirmaban los rumores con ladridos lastimeros y su testimonio era concluyente. Nadie logró identificar a los aparecidos, porque cubrían sus rostros tras un embozo, y caminaban a grandes zancadas, como si tuvieran prisa o huyeran del presente. El monte prestaba servicios comunales a toda la vecindad sin cobrar nada por ello; no hacía distinciones entre contendientes de un bando y otro, ni preguntaba qué batallas había librado cada cual. Algunos de los excombatientes optaron por adentrarse en la espesura y adueñarse de su interior como si de propiedad privada se tratase. Establecieron impuestos que cobraban a quienes se acercaban a participar de arboledas y pastizales. Como en el monte no había bancos, los cobraban en especie: un cordero para celebrar cualquier trato de respeto y amistad, o el calzado del pastor, si venía al caso y la necesidad lo urgía. Al pastor le resultaba incómodo y molesto volver a la tarde a casa descalzo, contando historias de fantasmas que no resultaban creíbles. Le habían dicho, para convencerle, que a ellos no se les permitía entrar en los mercados: le tomaban su calzado con cierta conmiseración. A la tarde volvía para encerrar el ganado con los pies llagados y la experiencia de haberse comunicado con seres del más allá, que necesitan zapatos. La liturgia de su ocultamiento requería la frecuente aportación de pastores y ganaderos, con lo que daban gracias a la diosa necesidad por depararles algún que otro Pág. 55


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festín. Así intentaban equilibrar, de algún modo, las diferencias que la contienda había establecido y que no les parecían justas. Pronto la realidad se vistió de fábula, y con el nuevo traje corrió de boca en boca hasta cobrar categoría de romance en las plazas y mercados. Las ciudades se pusieron alerta y movilizaron el sistema de seguridad para reprimir los abusos: hubo batidas, carreras y sonaron algunos disparos. Las sombras se fueron desvaneciendo como hoy se desvanecen de su mente, y de ellas nunca más se supo.

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Balar lastimero… La cabra de Valporquero Verdad o mentira, cuento o superstición, venganza o casualidad, cobardía o crueldad. ¿Quién sabe? decía ella, rememorando los romances y coplillas que servían de noticiario a las gentes de la comarca. No se sabe. A ciencia cierta nadie sabe si aquel contar y no parar de las gentes de la comarca, entre curiosas y asustadas, se debía a un extraño suceso natural, o si tomaban carta de naturaleza las explicaciones sobrenaturales que algunos presentían conceder a tan extaño acontecimiento. Un animal “berraba” aquí y allá, entre retamas y carrascos, como alma en pena que no encuentra lugar aparente donde reposar su esqueleto calcinado, cansado de ir y venir, desde “Pico Lutero” hasta el Valle, desde que falleció el presunto incendiario. El rumor se extendió y alcanzó cotas de notoriedad en la comarca; las gentes acudieron para comprobar por sí mismas el alcance del extraño fenómeno. Doña Antonia, señora de bien y conocida rezadora, llegó al lugar de los hechos acompañada de un séquito de devotas para interceder con sus oraciones, y, si fuera necesario, dar parte del hecho ante a la autoridad. El pastor les contó los hechos según él los recordaba, y su relato tenía visos de veracidad. Es la única, dijo, que da señales de vida, si es que vive. La tarde anterior pastaba por estos pagos libre de cuidados y con toda naturalidad, triscando aquí y ramoneando allá…, ella, y el rebaño entero. Eran de raza alpina, muy selecta, desparasitadas, sanas y muy bien alimentadas, sí señora. Ahora bien, se sentían libres, dueñas del monte y de su entorno; no respetaban sembrados ni rastrojeras. A eso las tenía acostumbradas, abusando de su poderío… Hay muchos puntos oscuros que nadie atina a explicar, continuaba relatando: el silencio de la Sultana y de Caín, fieros como ninguno en el valle, y aquella noche callados…, como perros mudos. ¿Por qué el resto de las cabras, ágiles como gamos, no saltaron la cerca de la corraleta para salvar sus vidas? ¿Por qué no subieron las llamas a lo alto en la noche, como oración de alma en pena, siendo que el olor a lana quemada cubrió los montes y valles de la comarca? La grasa corrió formando regueros de sebo cárcava abajo. ¿Qué sin razón pudo turbar la mente de una alimaña para llegar a ensañarse contra animales indefensos, presos en su propia corte? Son preguntas sin respuesta lógica, que hacen más misteriosa y más vil la matanza. Se habló de abusos, de miedos e intimidaciones; de amenazas, revanchas y venganzas ruines…, pero sin llegar a convencer a nadie. Las rencillas venían de antiguo, pero los acontecimientos han ido demasiado lejos, dijo el pastor. Es muy doloroso oír, hoy aquí y mañana allá, cómo el animal reclama un reposo digno para el alma de Agustín, que, a decir de las malas lenguas, fue la chispa de la venganza. Su alma recorre errante los pastizales y fuentes donde la cabra pastaba y bebía. Hoy, poco se puede hacer por ella, si no es rezar para que consiga el reposo y descanso eterno que reclama con voz lastimera. Estos y otros razonamientos se hacía el pastor en voz alta, y Doña Antonia y su cofradía le escuchaban mientras seguían desgranando oraciones muy quedo, para interceder por el alma de la cabra de Valporquero, sin lograr percibir un mensaje que justificase su inquietud y la de toda la comarca.

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No es el único suceso desagradable, seguía diciendo el pastor, que atormenta a esta comarca. Y continuaba, sintiéndose protagonista: “Han asaltado a algunos domicilios de los ricos, justo al día siguiente de vender ganados en la feria. Hay perros que han celebrado el miedo de la Sra. Juana con un festín de chorizos y jamones, ocultos en el leñar, por temor a las sombras que caminan en la noche. En el monte se ven cruces de palo, señales de muerte y de miedo, víctimas de la más ruin y cobarde venganza…Recen, señoras, recen; tal vez rezando se recobre el juicio perdido”.

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CAPÍTULO VI

La corriente sabia de sus pesares

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Son escenas de vida diaria en el ruedo del valle, en la corrida del camino, a la sombra del tendido…, en la plaza sin burladeros ni defensas donde lidiaba la faena. La corriente, que descendía de lo alto a borbotones, con su fuerza salvaje y arrogancia juvenil, bien conoce los pesare que ruedan por los caminos. Ella escuchaba curiosa las cuitas y suspiros que florecían de sus labios de espuma, y observaba cómo los recogía y se alejaba al rebufo del viento. Lágrimas y cuidados no le interesaban: podrían lastimas su risa y amedrentar al brillo de sus olas. El economato era diferente. Allí no cabian sueños, descuidos ni poesía.Y es que cada cual tiene asignada su tarea: Era el economato lugar propicio para confidencias entre amigas, para compartir noticias familiares o, en algunos casos, programar ilusiones entre compañeras, mientras se espera llenar el capazo. Acaso la foto para el recuerdo del día que se entrenó traje, con lo que ello significa de hombría y de esperanza en el mañana, fueron señas de identidad que marcaban el paso inexorable del tiempo y los niños se hacían hombres... Con estos juegos se entretenía ella mientras lavaba ropa de la mina y niños, y la tendía en la pradera de la esperanza como tendal de sueños y cabilaciones.

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Río Esla Tras la boda en el pueblo se asentaron en Sabero, al calor de la hulla, donde el esposo picaba el pan de cada día como tantos otros, que dejando la labranza buscaban prosperar a la sombra del pozo, en la falda de Peñacorada. Ella, se ocupaba en sus tareas, mientras la corriente seguía su rodas y envolvía sus pensamientos.

El Esla era manso y muy recatado en sus formas. Así lo veía ella en días de tender la ropa al clarear la mañana. Nada ostentoso ni creído. A pesar de su origen montañés se adaptaba con normalidad y elegancia a otras tierras y otras gentes. No hacía alarde de grandeza y se deslizaba por la ribera sin ruidos ni sobresaltos. Donde tenía margen se ensanchaba para compartir con las orillas algunos secretos descubiertos en la montaña, o simplemente, para contarles los rumores oídos al pasar. Sabía adaptarse a las circunstancias y, si éstas lo requerían, tocaba a queda y recogía sus aguas discretamente para deslizarse con el menor ruido posible entre gargantas profundas y estrechas. En la caída amortiguaba el golpe en colchón de espuma procurando no armar demasiado alboroto. Detenía por unos instantes su marcha para visitar el pozo y su entorno, saludar a las truchas encuevadas, y tomarse un respiro en forma de remolino. Como todo el mundo, tenía sus días malos. El cambio de tiempo le sacaba de quicio, y le ponía especialmente de los nervios la tormenta: los truenos le asustaban un montón, el pedrisco le irritaba; nunca consintió que le apedreasen. Lo consideraba una falta de respeto y consideración. En esos momentos era mejor mantenerse alejado, porque en su desatino podía cometer cualquier barbaridad. En el trato con las gentes su comportamiento era correcto y delicado. Mostraba particular atención a los niños, que, curiosos y sin apenas mantenerse en las aguas, se empeñaban en escudriñar sus fondos con arriesgados buceos. Con disimulo les rodaba un canto para que pudieran hacer pie y no sufrieran las mofas de sus amigos y el mal trago de su fracaso. Con los pescadores era menos afable y comprensivo. Les consideraba intrusos que se adentraban en sus aguas revolviéndolo todo sin ninguna consideración. Además, si alguna pieza de su propiedad se acercaba a curiosear, podía verse enredada en sus engaños. Más de cuatro zancadillas les puso al cruzar la corriente para que cayeran en la cuenta de sus abusos. Su mayor admiración y cariño se lo reservaba para las señoras del Velle. Ellas no se permitían ni juegos ni abusos de ningún tipo. ¡Para juegos estaban ellas! Creo que no sabían nadar y el fondo les daba especial miedo. Cuando el niño curioso e inconsciente se metía a la corriente, el río se frenaba por precaución, para evitar el dolor a la madre. En baldes de latón traían las señoras su cargamento de ropa y tizne; con suciedad de mina, suciedad de niños, suciedad de sudor y llanto. En actitud orante, sobre el cajón de lavar, con la tabla lavadera por testigo y aliada, frotaban y frotaban para dejar las uñas en el fondo y las ropas limpias. Allí se daba rienda suelta a las confidencias: hablaban de infidelidades, de accidentes laborales, de dificultad para llegar al fin de mes, y de otros sueños menos confesables. Pasados los años ella volvió al río y quedá desorietada. Ya no es el mismo, me dijo. Le han hecho no sé cuantas operaciones y le han fajado con cemento y bridas de acero para Pág. 61


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coartar su libertad de movimientos. Le ha resultado casi desconocido. Ya no saluda a las gentes, como solía y se siente importante, porque le dedican a fecundar otras tierras y producir mejores cosechas. Ha perdido frescura y espontaneidad, y aunque anda por los mismos caminos de antes, las truchas comentan que está insufrible y frío, con aires de grandeza. Alterna con señoritos que navegan por sus aguas con barcos de vela… Pero a los niños y a las señoras del valle ya ni les habla.

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El cuadro Las casas por dentro hay que meterlas en calor. Sus paredes, además de delimitar los espacios, dan intimidad y protegen contra las agresiones del frío y de la intemperie, sí; pero les falta algo. El alma hay que ponérsela poco a poco. con calor y detalles, con dedicación y cariño. Las casas, tienen alma, y esta es quien anima la vida por dentro. El alma familiar está constituida por muchos y variados elementos: los miembros de familia, los animales de compañía que comparten calor y comida, los muebles que proporcionan confort y acomodo…, y todo aquello en lo que depositamos cariño y apego. Por eso era importante el cuadro colgado en la cabecera de la cama, comentaba ella: no era su valor artístico ni económico, apenas una lámina de 50 X 70 en blanco y negro; tampoco su valor religioso, el Ángel de la Guarda con sus ojos vendados, conduciendo a los niños de la casa con delicadeza y cuidado. El valor real se lo daba la parte de ilusión depositada en la decoración de la habitación de los niños. Representaba la confianza en el futuro y daba alegría y seguridad al presente. Era signo de afianzamiento en el amor matrimonial y su prolongación en la casa. Colgaba en la cabecera de la cama de los niños, con la encomienda de velar por ellos. En la de los padres el retrato de bodas, ratificando el compromiso contraído por amor. Cuando el infortunio quebró de una pedrada la ilusión familiar, el cuadro se removió de susto ante el anuncio del accidente. Fue quien mejor captó la situación y comprendió que probablemente tendría que abandonar su paño de pared y sacrificarse para socorrer, con algunas pesetillas, el infortunio de la familia. Tal vez algún día lograse retornar a su sitio o acompañar el sueño de otros niños que pudieran dormir con mayores recursos y poseer un ángel para ellos solos. La solidaridad de las gentes se manifestó de forma espontánea, recuerda con gratitud: a las aportaciones voluntarias de los compañeros del pozo se unía la posibilidad de participar en la rifa benéfica del cuadro; nadie conocía el motivo del mismo, ni el dolor que para su alma de cartón suponía abandonar el hogar, pero todos contrubuyeron. Fue un ambiente festivo el que rodeó la venta de las participaciones. Era el momento de contar en público la pena que embargaba el corazón y cómo la mina se comportaba mal con los que le regalaban cada día su sudor, dedicación y desvelos. Le tocó al vendedor de pescado que frecuentaba el barrio, y me alegré dentro del dolor de la despedida, porque supe que el corazón de aquél hombre volcó su cariño en la ayuda e iba a seguir volcándolo en mi Ángel de la Guarda.

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Justina, abuela de adopción Tener una abuela cerca, aunque fuera prestada, le daba a los niños seguridad, cariño y confianza. A los padres, en aquella sociedad cercana y de buena vecindad, les ayudaba en la crianza de los niños tener cerca alguien de confianza a quien encomendar los cuidados infantiles… A la abuela, la añadía una dimensión de cercanía y plenitud que colmaba sus deseos de sentir cerca la alegría de los pequeños. Así lo vivían la madres, compartiendo el cariño de los pequeños con generosidad y mutuo provecho. Mas, cuando la ruina entra por la puerta no hay forma de echarla de casa. Se adueña de los espacios, se esconde en los rincones y, poco a poco, va haciendo su labor de zapa destructora. Sucede, sobre todo, si encuentra al personal donde anidar. En casa de la abuela Justina las defensas debían de estar muy bajas, según tengo entendido. La alimentación era escasa, a decir de los vecinos, y doña enfermedad, que se percató de la situación, se aposentó e hizo de las suyas… Tisis, lo llamaban por entonces. Enfermedad que minaba los pulmones y derrumbaba al enfermo. Doña tisis tenía tendencia a expandirse contagiando a los que rodeaban al enfermo. Razón por la que los Doctores recetaban el aislamiento del resto de los miembros de la familia. Los niños no entendían de contagios, de enfermedades, ni de peligros por cercanía afectiva. Sabían, eso sí, que la señora Justina era una buena mujer, que les quería y les manifestaba el cariño a su modo. La habían adoptado por abuela, por ausencia y lejanía de las abuelas de verdad. Sus hijos, mayores, también les querían, y con ellos se sentían cómodos y seguros. El Doctor dijo que el peligro era el afecto, el trato diario, la relación cercana, o sea: todo lo que les hacía felices a unos y a otros… ¡Ironías de la vida! Don Fructuoso, médico de cabecera, y de la empresa, pulsó la alarma del traslado y sentenció la separación: “Debéis cambiaros de casa, cuanto antes mejor”, les dijo a los padres. ¡Como si fuera tan fácil cambiarse de casa, romper los afectos, mudarse de barrio y de vecinos…, encontrar nuevos amigos! Allí, en el cantón, había buena vecindad, se conocían todos. Había disposición para ayudarse los unos a los otros. Selina era la niñera con la que contaban los niños en caso de necesidad por ausencia de la madre. Cerca del cantón, apenas cruzar la carretera, en un bajo o semisótano oscuro, plantaron la tienda provisional, dada la premura de la orden del Doctor. Fueron sólo unos meses…, tiempo suficiente para sentir la cálida y amistosa acogida de Marcelina, madre de los Tatos. Dos niños gemelos, tan pequeños, tan pequeños, que compartían una hemina a modo de cuna y les venía grande. La casona era la más alta del Barrio de Abajo. Dos plantas y bajo tenía. Mucha altura para la edificación de los pueblos de la época. Nos instalamos en la planta baja. En el primero vivía Amparo con su señora madre, Bernarda, que dejó pronto el Barrio pasando a mejor vida. Amparo emigró para Argentina a la sombra de un hermano, no sabría decir si para probar suerte en las américas, o para paliar la soledad en la que quedaba a la muerte de su madre. Me inclino, más bien, que por lo segundo. En el segundo piso vivía Dionisia, a quien los niños llamaban “la loca” por sus rarezas: coleccionar palos que amontonaba en su leñar. Tenía manía persecutoria a los chavales, Pág. 64


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con los que la relación era francamente poco amistosa, nunca supe porqué. Creo que su locura era postiza, de mentiras, interesada; para poder crearse un mundo a su medida que le permitiera olvidar que su hijo Amable, al igual que su marido, dejaron la vida en la mina. Lola, su hija, pudo ser el refugio de su viudez y el calmante que mitigase el dolor por el hijo perdido, pero como la tenía a su lado constantemente le prestaba poca atención. Ella vivía permanentemente sumida en el recuerdo negro del pozo que se tragó su razón de ser y de existir. Lola tenía novio. Era la chica más guapa y elegante del barrio, y, tal vez, del Valle. Eso nunca se le reconoció oficialmente, pero los niños lo sabíamos de más y de sobra.

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Medicina naturista Hubo un tiempo en que los encuentros familiares eran escasos. Los recursos no llegaban para viajes. Los desplazamientos resultaban largos e incómodos, aunque la ilusión ponía alas en los pies y vendas en los ojos. Sólo razones de enfermedad, alumbramiento o solidaridad con los que habían quedado en el pueblo trabajando el capital, eran motivos que justificaban un viaje y movilizaban a las familias. Ello ponía un rayo de esperanza en el calendario de la ilusión unos días en el año. La fiestas patronales del pueblo, o la enfermedad grave de algún familiar cercano, abrían un paréntesis en la lejanía y el personal se permitía el lujo de hacer el viaje. El trayecto a recorrer a pie, desde Gradefes a Valdehalcón, no era largo, tres kilómetros, apenas. Pero la distancia se alargaba mucho cuando el recorrido se hacía cargando con gente menuda. Se aprovechaba el camino para sembrar ilusiones en los corazones de los pequeños: se les embobaba contándoles historias, que de ser verdad hubieran resultado bonitas. Se les decía que ya quedaba poco para llegar. Que después de la curva se veía la torre de la iglesia en la que anida la cigüeña y daba el aviso de la presencia de caminantes machacando el ajo. Que la abuela había horneado pan de un blanco especial que sólo ella sabía amasar… Luego, cambiando de tema, se describía el paisaje, diciéndoles cuál era la viña que el abuelo plantó hace muchos años, y que daba unos racimos grandes y dulces con los que el abuelo hacía vino para beber en casa todo el año. El río, menguado de caudal, ponía música en el valle. En los pozos profundos había cangrejos grandes que salían a comer a las orillas y mamá y los otros niños sabían pescarlos con una rana atada a un junco, a modo de juego, mientras cuidaban las vacas en el soto…, y así aguantaban el cansancio y recorrían el trayecto, mientras acudían a la memoria otros días, recuerdos de otros viajes camino del molino, cuando ir a Gradefes era ver comercios y saltar los límites del propio pueblo, para descubrir que un poco más allá había otros campos, otras gentes y, ¿por qué no?, otras posibilidades. Pronto tuvo la intuición que la sabia joven de los pueblos buscaba otros aires, desde los que la voz del progreso llamaba a romper las hombreras del cesto de apañar, que sujetaba a la tierra e impedía prosperar… así, en este juego, entre bromas y veras, se avistaban las casas más allá del caño; se llegaba al pueblo y se ensanchaban los pulmones y el corazón se encogía un poco, imaginando, ahora en serio, cómo sería el recibimiento, porque con el tío nunca se sabía… Al voltear las campanas recordando que era la fiesta del pueblo, y sin poder delimitar dónde terminaba el recuerdo y comenzaba la realidad, se entraba por las puertas de casa, para recoger y dar cariño, almacenado durante tiempo, fruto de largas ausencias; para besar a la abuela, un poco más arrugada que el año pasado y con el talante de siempre, dispuesta a ceder el puesto de jefa de cocina y el gobierno de las viandas que habían de preparar. Las gentes de la comarca tenían en gran estima y admiración a Don Zacarías, cura párroco de Sahechores, a la sazón; tanto por su celo pastoral en la cura de almas, como por sus conocimientos de plantas medicinales, en las que es rica la comarca, y con cuya aplicación remediaba los males del cuerpo. Pág. 66


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Aunque el respeto, rayano en el miedo a la “loba” era mucho, el corazón de una madre vence todos los temores por la salud de su niño. Tras los golpes en la puerta, en demanda de ayuda, se oyó a la “loba” decir: “dejar en paz a don Zacarias”… El hombre de Dios respondió con calma, con la calma de los pacíficos, desde su despacho, “déjales, mujer, déjales pasar”… Se interesó por la salud del niño, le reconoció con ojo experto y le recetó, con magistral acierto, la pócima saludable que había de fortalecerle y devolverle su menguada salud: tanto de hinojos del camino del cementerio, tanto de tomillo del que recoge la Sra. Dolores y bellotas añejas del pajar del señor Ramiro. “Yo rezaré por él…”, y se produjo el milagro.

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CAPÍTULO VII

A la llama del carburo…

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Confabulación veninal A la luz del día nuevo los vecinos se confabulaban con el sol, para ahorrar la llama del carburo, y lo colgaban, como si de un ajusticiado se tratase, de un clavo debajo de la escalera. Era la manera de agradecer al sol su presencia, y de despedir a la luz esforzada y mortecina que se empeñaba en poner algún destello de claridad en la noche en la que la vecindad vivía. Con la nueva luz se despertó ella del sueño acariciado en la penumbra de la noche. Sueño que le hablaba de sudor y siega, de gabillas y morenas, de “posibles” para que el mayor estrene un traje de hombre, por tanto tiempo soñado y acariciado. Hablaban los sueños, también, del retrato que inmortalizase el esfuerzo, para hacer de él testimonio creíble para las generaciones venideras…

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Amaneció La madre despertó temprano para recibir la ración de día que llamaba a la puerta con insistencia. La noche se le fue entre sueños y pesares, de un lado para otro, de preocupación en preocupación, sin conciliar el sueño ni encontrar postura ni reposo. Cerró los ojos, ya despiertos, y tuvo la impresión que la noche le fue hostil, parca en parabienes y recibimientos, escasa en acogida y cariño. La vecindad dormía, se dijo, y los elementos no prestaron atención a su llegada; tal vez fue eso, pensó para sus adentros. Despertar en el campo, se dijo, disimulando la nostalgia, es diferente: ni la columna de humo de la “Foca”, ni el ronquido del “Federal” limpiando su carburador animan a la llegada del día. A cambio oyó bramar a las vacas que saludan al pasar, en tono amistoso, mientras se despertaban del todo. En la distancia sonaba el tilín, tolón, de las cencerras que ofrecían el concierto mañanero para ayudar a levantarse a los vecinos. Asomada a la ventana, de reojo, miró hacia el norte donde la Peña peinaba cabellera blanca. Allí quedaron los fríos y los miedos, los recuerdos y amistades, las ilusiones y desengaños, y ahora acudían a su mente al comenzar el nuevo día… Aquel amanecer una nube veló el horizonte y lo cubrió de tristeza, de temor y nostalgia… Cerró los ojos intentado descubrir en la mañana la suerte que el destino les reservaba, pero, celoso de su saber, ocultó sus intenciones marcando distancias… Frente a la casa, por encima del pilón en el que las vacas se miran cada atardecer mientras beben, formando parte del nuevo paisaje, vio que le miraban las cigüeñas vecinas. Ellas observaban desde lo alto sus dudas y movimientos, mientras hacían con su cuerpo un garabato en el aire, desde el chopo que las vio nacer. Fue entonces cuando les contó sus pesares y temores; les dijo que el carburo le negaba la luz cada noche, que las tinieblas se adueñaban de la cocina al caer la tarde, que necesitaba volar a lugares de libertad luminosa que le prestasen su destello para iluminar su estancia. Una mañana oyó a las cigüeñas decirles a los niños que también ellas eran emigrantes, que recordaban otros paisajes, que extrañaban la nueva charca…, pero, olvidando pesares, se esforzaban por conseguir alimentos de supervivencia. “Es la charca de tierras movedizas”, les dijeron, símbolo del engaño de las hectáreas que recorren la propiedad del pueblo. Tierras que no rentan para salir de la miseria… Las cigüeñas, venidas de lejos, eran leves, laboriosas y atrevidas. Se afanaban, cada día, cada madrugada, sobrevolando charcas para conseguir alimento, sorprendiendo a las ranas soñolientas y descuidadas, que se consideraban las reinas del río mientras jugaban saltando de piedra en piedra.

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Siega y sudor Luchaba contra la pobreza que cruzaba el Valle, alzaba los brazos como quien da puñetazos al aire, en combate desigual. Eran días de madrugar para salir a buscar la luz que alumbra sus claras por entre los tesos, pintando siluetas, para dejarse caer en los trigales. Los segadores desperezaban la garganta al fuego de una copa de aguardiente, que siempre fue bebida de los hombres recios de aquellas tierras, y con la guadaña al hombro se echaban al camino con fuego en el estómago y alegría en el corazón. Dispuestos a ganar unas hebras a la tarea antes que el rocío se sintiera avergonzado y escapase por entre los matorrales. Las liebres, encamadas en el bardo, con un ojo cerrado y otro en vigilia, alertaban a los gazapos del paso de la cuadrilla que esparramada por la solana ponía una nota de color sobre las tierras rojas y duras, que ahora peinaban rubia cosecha. La codorniz que crió su pollada al amor del surco, tras el cavón más discreto, y camufló su presencia entre cantos y espigas, huye amedrentada por el frío del acero, recoge sus crías y corre a ocultar su debilidad en el cercano bajo bosque. Son sus armas y sus artes… Al calor de la mañana los segadores traen coplas entre dientes, que se crecen al divisar el caballo mensajero del desayuno y descanso. Es hora de relajarse, de compartir tarea y cazuela, de sentir la cercanía de los otros…, para todos, menos para ella. Ella no canta ni comparte descanso, ni cuenta ocurrencias como los demás. Con la preocupación en el alma atropa la mies que tiende el segador, como autómata deposita las gavillas sobre la morena, rastrea las espigas díscolas, desempeña su tarea…, pero su mente, su preocupación, sus cuidados están en la casa, cerca del pilón, al lado del río que es poca cosa, pero un día se crecerá y mostrará su cara asesina. Por eso ella teme. A las cigüeñas que viven en frente les tiene encomendado que echen un ojo a los niños, que jueguen con ellos a machacar el ajo para preparar las sopas, (que se quedan solos mientras ella se procura un jornal), que mientras la cuadrilla descansa ella les dará una vuelta, que son muy pequeños y el padre está en la montaña de guarda para ver de abrirse camino. Los niños lo saben y se cuidan solos. El Ángel de la Guarda contó a las cigüeñas que velaba por ellos, que eran buenos niños, que él les sonreía cada mañana cuando se despertaban buscando la mirada de mamá y no la encontraban. Y así crecen, así se van arreglando, así saben de sacrificio y de campo, de tórtolas y de soledad, de urces y de cosechas. Ya a la noche, cuando las cigüeñas se recogen y hacen equilibrios para descansar sobre una pata; las liebre vuelven al bardo para soñar con galgos trancados y huertas radiantes, la cocina se llena de luz y de madre que, con los huesos molidos y el corazón agrietado, es ella quien condimenta la cena con presencia, sabiduría y cariño.

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El traje Los roperos parroquiales son signo de abundancia y escasez. Los inventaron doña Caridad y doña Solidaridad, para tapar agujeros en la economía quebrada de algunas familias inmigrantes y de unos pocos desarraigados sociales. Desempeñan funciones nada desdeñables: limpian cajones y perchas de los armarios en las casas bien; relajan, un poquito, las conciencias. A la vez defienden del frío y renuevan el ropero de quienes no se preocupan demasiado de marcas ni de etiquetas. Hubo un tiempo, ya lejano, en el que no existían roperos parroquiales, ni posibilidad de cambiar el vestuario cada temporada. Se aprovechaban los trapos, aunque para ello hubiera que zurcir y remendar, para pasar con ellos otra temporada. Las ropas se heredaban de los hermanos mayores, que a su vez las recibían de algún pariente cercano, al que ya no le cubrían las carnes. Era la hijuela que pasaba desde el mayor al menor como dote y patrimonio familiar. Estrenar, lo que se dice estrenar, era cosa del mayor de los hermanos, y cuando se podía. Por las fiestas patronales, generalmente, se hacía un esfuerzo y se rompía la regla. Todos se ponían algo nuevo, por aquello de que era una vez al año, que los familiares solían acudir y pasaban revista a los niños, comprobando lo ricos que estaban y lo mucho que habían crecido... Una pena que el pantalón les quedase corto. Algunas huchas se rompieron para poder completar el lote de ropa nueva. Por eso no había ropero parroquial entonces: porque había pocas sobras y muchas faltas. La ropa nueva se compraba de talla grande, con perspectivas de futuro; pensando en que el niño tenía que crecer y el traje debía durar. Por eso, más que niños con traje nuevo, parecíamos espantapájaros, a los que se les vestía con ropas amplias que ondeaban al viento, para ahuyentar las malas ideas y las vanidades del lujo. Guardo una foto así, todo un tesoro. Aunque está amarillenta por el paso de los años, aún no ha encogido ni el pantalón ni las mangas de la chaqueta. En ella me acompaña mi madre, sonriente, joven, guapa y feliz de ver cómo crece el hijo mayor y lo bien que le sienta el traje nuevo. Fue tomada por San Juan Degollado, fiestas patronales de Llamas. No recuerdo otros trajes anteriores en mi ropero personal, tal vez los hubo, pero no los recuerdo. Sí hubo traje de primera comunión. Un camión inoportuno me salpicó al pasar mientras tomaban mi foto, tal vez el “Federal”, que era el único que había en el barrio, y nos convocaba al subir la cuesta de Ampudia, dándonos las buenas noches. A veces el “Federal” tardaba en arrancar por las mañanas, era como si su carburador se hubiera contagiado de la silicosis de los mineros o hubiera sufrido una angina de carburador, y quisiera quedarse un rato más en la cochera. Entonces los niños del barrio, que íbamos a la escuela, oíamos su tos ronca, nos agrupábamos a su alrededor para ver qué le pasaba y, sin mala intención, sonreíamos. Tal vez por eso se vengó y salpicó mi traje blanco de primera comunión. Lo recuerdo porque las manchas han quedado en la fotografía, ya amarilla, como un trozo del pasado, de un día feliz, que desayunamos juntos todos los niños de primera comunión con las catequistas, que tomamos chocolate y nos invitó el párroco. Y luego, me salpicó el Federal.

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Retrato Es una página que cuenta, con letra menuda, la cara de una ilusión teñida de esfuerzo y de fe en el futuro. Manifiesta el deseo de rebobinar el pasado para borrar sombras que velaban la alegría y la confianza y les hacían andar por los caminos de la preocupación. Por eso está en la galería como prenda del ayer para el recuerdo. A su lado cuelgan otras, vestidas de infancia y pantalón corto, de falditas que dejan al aire piernas menudas y zapatos nuevos, que salieron de la hucha para la fiesta del pueblo, que era día de estrenar… Algunas atesoran juventud, piel tersa, mirada inquieta, años mozos con ardor juvenil que el marco a duras penas sujeta como promesa del mañana, que está tardando en llegar. Con el paso de los años se cubrió la pared de caras nuevas, de sonrisas jóvenes, de los que quisieron sumarse a la galería de la vida y compartir el rincón de los recuerdos… Allí cuelgan, certificando que la vida sigue, que la armonía se cultiva desde el amor en los encuentros. Aquél mediodía el papel recogió sudor que chorreaba esfuerzo y pintó sombras alargadas de trilla y polvo, de sed y calor, de lucha y esperanza. Así tatuó el artista, con pluma de plata, a hurtadillas de la prisa, la imagen para enmarcar. Ellos apenas detuvieron el paso; no era oportuno detenerse a recomponer el gesto para el futuro, teniendo el presente tan ocupado… El ceño fruncido y la cabeza humillada, dice, es fruto del escaso oficio del retratista, que no tuvo habilidad para iluminar las sombras y dejó la luz derramarse desmandada, a su aire, hiriendo la retina y entornando los párpados para defenderse de su osadía. (En su descargo decir que pasaba por allí camino del moro para decir adiós) Sus bordes se van apagando y la textura siente cómo se diluye la fuerza de los años mozos; el brillo se siente extraño a estas alturas porque son ya muchas las heladas que hubo que soportar. El fondo, de terciopelo verde, es agradecido. Resalta la luz y la ilusión de los rostros, más allá del cansancio acumulado en los días de siega y trilla. Sobre su fondo descansa el ser de aquellos dos seres que dedicaron juventud y empeño en la tómbola de los días, por si la suerte les beneficiaba. El marco es de oro-ilusión, de deseo-fuerte, de espejismo-ensoñación, de mentira-barata…, como tantas otras realidades en la sala de exposición de la vida… Pero la ilusión, el espejismo y la mentira, ayudaban a pasar los días.

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CAPร TULO VIII: Asomada a los recuerdos

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Y vio que partían hechos hombres, tal como los había soñado… Les vió partir uno a uno, cada cual a su puesto: hechos hombres y mujeres de provecho, como siempre los habian soñado. Ahora era su turno. A ella le quedaba vijilar el entorno, cuidar la huerta, mantener aseada y dispuesta la casa, con la mesa preparada, por si quisieran volver… Su puesto estaba allí, porque allí donde decidieron tomar aposento tras las posadas conocidas. Desde allí, desde su CASTILLO, que era su casa, con la mirada vijilante y viva, muy viva, acunaba los recuerdos, cuidaba a los nietos, su mayor tesoro, y esperaba la fecha de su partida… Mientras tanto, ella supo que la madurez y los años debilitaban el rosal de su existencia, que cada rosa tiene sus espinas, y aguardó paciente la suya para realizar su ofrenda floral, como regalo de Reyes.

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La casa: castillo y cuna Disponer de una “casina” para iniciar la vida como matrimonio independiente tenía gran importancia y era muy conveniente. La relación de la pareja se intensifica sin la presencia de la madre, siempre dispuesta a tutelar los primeros pasos de los esposos. Fortalecía los lazos de la jóven pareja y defendía de las intromisiones ajenas. La filosofía popular expresaba este sentir diciendo: “el casado casa quiere”. En algunos pueblos de León, donde el concepto de familia era muy rico, y los haberes pocos, sus gentes tenían conciencia de pertenecer a un grupo que se necesitaban unos a otros. Algunos municipios, con bienes comunales, se implicaban y preocupaban por ayudar a los jóvenes recién casados. La dote que el pueblo daba a los recien casados, podía ser: un solar donde edificar la casa, una corta de madera para la construcción de la vivienda, y una parcela para sembrar, el año en que se repartían suertes. Era un buen empujón para arrancar con entusiasmo a vivir el proyecto de vida en común y sentirse miembros de la comunidad vecinal. El tirón del terruño hunde sus raíces en estos acontecimientos entrañables, vividos día a día y desde la cercanía y el sudor del presente. Tareas como pisar el barro para hacer adobes, levantar las paredes sobre el solar de la dote popular; acarrear la madera para cubrir de aguas la casa y ver correr a los niños por delante de la puerta son sello de comunión imposible de romper. Por eso, pueblos abandonados a su escasa suerte durante décadas por la administración, siguen llamando desde la distancia a quienes, forzados por la necesidad, hubieron de abandonarlos. El deseo de estabilidad, por un lado; el despuntar de la economía familiar, por otro; y la legítima aspiración de tener su propia casa, fueron razones suficientes para que la familia se estableciera en Cistierna. Allí cavaron los cimientos, fijaron las paredes y empezaron a colgar las vivencias que aún perviven en el ambiente. La calle Cantil, donde la familia decidió fondear y amarrar su barca, tiene sus ventajas e inconvenientes. A cien metros de la plaza, es un balcón natural que pone a los pies de sus vecinos el regalo de la ribera cada mañana, como postal maravillosa. Su entorno natural es privilegiado: envuelta en aroma de pino y peña, los pulmones se esponjan disfrutando de la vida. La dificultad natural es la cuesta, corta, pero desafiante. La cuesta que abre las puestas de la calle cada mañana, habla en diferente idioma, según los inviernos que ha cumplido el caminante. Para el niño es el trampolín que le desplaza de un salto a encontrarse con los amigos en la fuente de la plaza; para el joven es la oportunidad de sentir sus facultades en pleno desarrollo y la recorre de cuatro zancadas; el hombre maduro pasea sus 50 m. con agilidad y moderación, sin esfuerzos ni cansancio. Pero el anciano, ¡ay como le cuesta la subida al anciano! Los silóticos conversan en voz baja y tono lastimero con la cuesta cada vez que bajan a jugar la partida. Miran al repecho con ojos implorantes, calculan sus fuerzas antes de emprender la hazaña de la escalada diaria. Luego, piden permiso a su caja torácica y pactan la subida a ritmo cadencioso y lento, agradeciendo a la vida cada inspiración, como regalo que reciben de San Guillermo y de la Peña.

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Achaques - Arrumacos al oído Si yo supiera ordenar las palabras de manera que quedasen sonoras y bonitas, te escribiría cuatro piropos agradecidos por tu entrega de madre, por tu tesón en la vida y por tu generosidad sin medida. Aunque sólo fuera por dar rienda suelta a algunos sentimientos que lleva uno dentro, y que es bueno que se aireen y vean la luz. Sucede que no soy literato y el orden de las palabras se me resiste; por eso me tengo que conformar con pedirle a mi pluma que garabatee, al dictado, lo que te diría si no estuvieras lejos para oírme. Le digo, para que te cuente, que te han ocurrido hechos que han cambiado profundamente tu vida: cuando el ritmo de los días, pasados los años, empezó a haceros algo de justicia por tantos sinsabores vividos, papá se fue a descansar de su dura jornada. Su cuerpo frágil no soportó por mucho tiempo la alegría de ver a sus hijos situados e independientes, y con la satisfacción del deber cumplido se retiró sin hacer ruido, como había vivido, en un abrir y cerrar de ojos. El hecho nos dolió en el alma a todos, pero a ti te dejó un vacío inmenso; de pronto te sentiste como suspendida entre el cielo y la tierra y sin alguien a tu lado con quien compartir las discordias y alegrías de cada día. Le cuento, también, que habías soñado con una familia grande alrededor de la casa, donde todos juntos compartiéramos trabajo y mesa, penas y alegrías. Te resistes a aceptar que tu deseo es un sueño al que la realidad no atiende; que las crías aprenden a volar y hacen los nidos en otros pagos. No quieres aceptar que son sueños, y los sueños son el regalo que Dios da a las madres como premio a sus desvelos amorosos. Después le diré al papel que te encuentro algo mayor y cansada. Es natural a tus 84 años. Son la huellas del tiempo que van produciendo desajustes en esta máquina de huesos y músculos que el Señor nos entregó al comenzar el camino por este mundo. Ya sé que esto no cura, pero consuela y pretende ayudarnos a vivir en plenitud cada instante de vida que se nos sigue regalando. Vivir es querer seguir viviendo, poner buena cara aunque la realidad venga a contrapelo, es darse a los demás y dejarse amar por ellos. Siempre te oí manifestar un especial cariño y respeto por las personas ciegas, y gran temor a perder la vista. Ser ciego, dices, es muy triste, la oscuridad te envuelve y te aísla; es muy triste, muy triste… Momentos hubo en que tus ojos cansados se ocultaban tras una tela sutil que velaba la nitidez de la vida y no te permitía percibir con claridad la realidad exterior. Por algún tiempo temimos algo grave que te privase de la luz, pero la pericia del cirujano te devolvió la claridad y tus ojos chispean de alegría y destellan de contentos cuando nos ves llegar. Lees, lees mucho más que en tus años jóvenes; ahora tienes tiempo para todo, porque casi no tienes obligaciones y hasta te duermes con el libro en la mano recreando tus sueños de encuentro diario en la misma mesa.

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Sola en casa y con la mesa puesta Hoy, que vuelvo de casa, necesito anotar, aunque sea con trazos gruesos y de corrida un sentir que viene persiguiéndome tiempo atrás. Es como un hormiguillo que se mete en el alma, te niega el oxígeno de lo razonable y te hace un nudo en la garganta, a la vez que te sustrae las palabras y las soluciones a tu alcance se escapan, te dejan a la intemperie. Es un sentir formado de la observación de gestos recogidos aquí y allá, un día tras otro, de tu cara y tu semblante, mamá. Hasta hoy no me he decidido, tal vez por pudor, a confiárselo al papel; pero ahora que acabo de llegar de casa y te he dejado con el semblante triste y el ánimo decaído abriré la puerta de los sentimientos para contárselo al ordenador, que sabe guardar secretos y anotar sentires. Nos reunimos todos. Acudimos desde la distancia, algunos vinieron de lejos, con bastante sacrificio y mucha ilusión, tú lo sabes, para estar a tu lado y hacerte un poquito más feliz este día en el que cumples 86 años. Te da mucha alegría, dices, pero no disfrutas plenamente el hoy jubiloso por pensar en el mañana, que nadie lo tiene eguro. Ni toda la alegría del encuentro es capaz de borrar el rictus de dolor y sufrimiento que se refleja en tu postura ante la vida. Es como si mirases el futuro con el cansancio acumulado por los años, con preocupación y desconfianza. Y, esa misma tristeza, no te permite disfrutar de la alegría del momento presente. Debe tener un nombre en el diccionario: depresión, o algo así lo llaman los médicos. Y diría que los efectos son nefastos, devastadores. Ni el cariño de todos los tuyos que te rodean te libera de sus garras. Tu fortaleza de siempre, tu arrojo ante las dificultades que te han tocado vivir, tu resistencia a dejarte vencer por las contrariedades, te animan a seguir siendo autosuficiente y disponer de tu rincón particular donde rumiar el presente; pero no puedes hacerlo con la calidad de vida que mereces. Te resistes a dejarte atender, a dejarte acompañar, a ser una carga, dices tú, para los que te quieren. Te refugias en tu soledad, ceñida de independencia y muy apoyada en debilidad. Tú no sabes explicarlo, es normal, el dolor tiene pocas explicaciones que convenzan, mamá. Te limitas a decir: “vosotros no sabéis lo que me pasa”… Esa frase encierra todo un tratado sobre el sufrimiento. Te cobijas y te repliegas en tus pocas fuerzas y ahí te haces la fuerte y la valiente sacando a relucir otros tiempos, otras situaciones, que no son comparables… Como sabes nos preocupamos por ti, pero no acertamos con la fórmula para ayudarte a salir de la situación que te bloquea. Las cosas podrían ser de otra manera, pero son así, o las hacemos así. Que te dejemos en tu rincón, con tu autonomía y tus escasas fuerzas es todo lo que nos pides, y a veces nos asalta la tentación de complacerte… pero no parece que tengas las fuerzas suficientes para poner a raya tus dolencias y ordenar las medicinas que te ayudan en esta difícil tarea. Después te contaré lo que tú sabes: lo mucho que te debemos, lo mucho que te queremos… ¿por qué no queremos que te quedes sola, que te abandones? Tal vez nuestro amor de hijos está salpicado de egoísmo y no respeta tu derecho a descansar cuando te apetezca, porque queremos encontrarte en pie, fuerte y valiente para que nos recibas a la vuelta desde otras tierras y otras casas, que también son tuyas… pero, es distinto, ¿verdad, mamá? Pág. 79


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*. LA ESPERA Los avatares del tiempo me hicieron crecer de prisa, alejado del terruño, sin disfrutar sus caricias, viviendo en otras riberas, respirando de otras brisas. Mas, si la distancia es larga y el amor urge presencia, se cuelgan puentes del aire, se alargan las ilusiones, se atajan las inclemencias, y rien los corazones. Así una y otra vez, con la frecuencia del llanto, remaba bajo aquél puente que la dirección marcaba, corría buscando alivio a guarecerme en su manto. Los rigores de la noche se asomaban al camino, animando los esfuerzos de aquél remar tan brioso y me regalaban sueños de luces y de cariño

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*. NOCHE CERRADA EN PESARES Estaba la luna en celo rondando sobre los tesos, la nieve pintó con lujos la bajera de su enagua, y en la grieta de la roca, donde guarece sus miedos, la loba lanza lamentos cortantes como guadañas. Del otro lado del Viso donde las sombras se alargan, el lobo le grita al viento con aullidos y amenazas, y en la cárcava vecina se despeñan sus afanes, rompiendo contra las rocas quejas, llantos y pesares. La oscuridad de la noche, con sus lutos y promesas, alumbra fantasmas y hambres que pacen en las laderas, y la loba se recoge, los recuerda, los inventa, para saciar la amargura de aquél hambre tan severa. Así le sorprende el día, ahuyentando las tinieblas, acurrucada, aterida, luchando contra quimeras, tiritando en la guarida, soñando con lunas nuevas, preñadas de corderillos que mitiguen sus dolencias. Ella, ni cantos ni risas, ni descanso ni reposo, que su afán está en la casa donde los niños despiertan, y no hay nadie que les cuide, nadie que oriente su día, nadie que lave sus caras y ordene su algarabía.

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* DEL VIEJO EL CONSEJO La luz del amanecer desveló sombras antiguas, ocultas tras la cortina en un rincón del desván, y escondidas bajo el polvo, mortecinas y apagadas, guarecen su noche en vela en sábanas de cristal. Allá en el rincón del fondo, tras los gozos y alegrías, en el baúl de las penas, con atuendo desgarrado, roto de tan larga espera, de los suyos olvidado, calla un recuerdo muy hondo expiando su pecado. Cuando en la noche la calma se adueña del aposento, y la vecindad recobra la apariencia de otros días, él oculta la tristeza en su conciencia encerrado, y vive pesar y miedos, llorando desconsolado. Un pensamiento mayor, algo canoso y cercano, conocedor de congojas, de dolores y de llantos, le hablaba de esta manera, como se habla a un hermano: rompe ya las ataduras, deja de gemir en vano, abre los ojos al día, que el rincón se ha iluminado. Hoy canta a la libertad porque soltó las cadenas, juega con harapos viejos que en el desván se avecinan, goza de paz y de luz, y se siente muy seguro, porque el corazón del Padre perdona como ninguno.

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PRESENTIMIENTO Sentada a la puerta de tu casa, con la calma de quien ya mucho ha vivido, esperaste el tiempo señalado, no quisiste darle plante a su figura, ni partir para otras tierras, fugitiva. No entonaste lamentos ni aleluyas que turbasen la quietud de tu morada, te arropaste con toquilla de recuerdos, te recostaste en el rincón de tus pesares, y allí la recibiste, tranquila, serena, resignada. Lo viviste en silencio, con reserva, para dentro, sin lanzar al aire los ayes de la espera confiada, como se vive el misterio que inunda la existencia: dejando correr las penas y los días, generosa, entera, peregrina, en calma. Sólo un gesto, un adiós en despedida, que no es galante partir sin decir nada, quebró por un momento la entereza, cuando la vecina se asomó a decirte adiós, tu partida en la suya se delata. A Rafaela, buena vecina y amiga de mamá, que compartió con ella ratos de soledad e historias de otros días, y supo en su despedida, que no volverían a verse en la calle Cantil. A sus 97 años Rafaela se desplazó en tren desde León a Cistierna un 7 de enero, 14 grados bajo cero, para darle su adiós. El viaje lo hizo sola. Sobran comentarios…

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PESARES DE MI JILGUERO En agosto no le oí cantar, como solía, cargado de razón cada mañana; debió de avecindarse en otros pagos, rotas las ilusiones que al viento pregonaba. Era su trino vivo y melodioso, con él me despertaba alborotado, animando a sus crías que aún dormían, sacudiendo su pereza, porque el día había llegado. Pero tuvo noticias el jilguero, mi vecino, que la Dueña ya no estaba para oirle, que partió con el regalo de su vida para el Niño, y él también remontó el vuelo a lo invisible. Ya no pinta de colores la mañana, ni bebe el resplandor del sol que brilla; no canta, alborotado, su concierto, sólo busca, desorientado, la otra orilla.

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PÉTALOS Tarde de cortos paseos, senderos de sombras largas, bajan rumores de luto por donde ella paseaba, buscando rastros de ayer que hagan posible el mañana. Mientras, la luz se retira, los niños corren y cantan, ponen contento en el aire y dulzura en las miradas, de abuelos y paseantes, que de la “Fuentona” bajan. Al cruzarse, todos ellos, miran con mirada franca, sabiendo, como ellos saben, que en la cuadrilla alguien falta, alguien que era norte y guía y que el ritmo les marcaba. La luz, que lee el silencio, extendió su capa parda, recogió sombras y engaños pululando en las retamas, que rindieron su perfume para exhalarlo mañana.

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*. FLORES PARA TU VENTANA Era la mañana fría, fría de una muerte helada, que paraliza, que aturde, y que las ganas desgarra. Están las gentes ausentes, están las puertas cerradas, para que el miedo no entre, para que el amor no salga. Cerradas a cal de llanto porque la pena rondaba, y amenazaba llevarse a quien por allí pasara, buscando jardín de flores, que poner en la ventana, por donde vuela la vida, por donde el alma se escapa. El río suelta sus vahos hechos de nieve en la altura, sobre sus cantos rodados huyen de la noche oscura, y el alba se desparrama desorientada, llorosa, corriendo como una loca en pos de su cima airosa. Lirios de color de lirio, morados como la pena, quieren asomarse al agua, beber su suerte morena, y los cristales de hilo les hieren en la mejilla lastimando su perfume, que busca la luz del día.

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*. DEL AGUA MANSA… Relataba con frecuencia, en horas de intimidad, para compartir recuerdos que no quería olvidar, los apuros de otros tiempos, las hieles de cada día, los malos ratos pasados, los afanes y alegrías. Era por el mes de junio, el sol rompía barreras, y se asomaba a los piornos, y acampaba en las praderas. Traía tintes rojizos mercados en otras ferias, que regalaba a la espuma para celebrar la fiesta. El niño, como era niño, no sabía de quimeras, se sorprende de los lujos que la corriente refleja, y corre tras sus encantos de luces y de embeleso, sin advertir el engaño, queda de sus redes preso. La madre, como era madre, su corazón se alborota, se encara con la corriente que a su tesoro arrastraba, y como loba que cría, se lo arrancó a dentelladas sin atenerse a razones, porque aquél sol la cegaba.

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*. ECOS DEL VIENTO Por los caminos del viento, envuelto en ropa de día, cubre sus pasos un año, recupera la alegría de sus voces, de otros ecos, de otras risas ya baldías. Yo los atrapo y retengo, sujeto su melodía que se me escapa cantando, de esta ribera a su orilla, donde la vida perdura y hasta las tinieblas brillan. Ya se sosiegan las ganas de llorar por la partida, ya se serenan los duelos, aunque la dolencia siga, porque el viento ha susurrado que allí se goza, se alaba, que allí se vive por siempre, en una paz infinita. Sentimientos compartidos con los hermanos en la celebración familiar del primer centenario de la partida de mamá.

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ARREBOLES EN EL CAMINO

INDICE

PARTE I: LLAMAS DE RUEDA Capítulo I: El Pueblo, tu barrio, lo tuyo Patrimonio sagrado: Los tuyos El pueblo

Capítulo II: Polvo en la galería La guerra Accidente en la mina Vacaciones Quilma llena Jubilación Legítimo orgullo

Capítulo III: Albol para hacer nido Sembrador deilusiones Sueños de comerciante El guarda A lomos de luz El viaje Vaquero Palabra

Capítulo IV: Labores de Otoño Pescador Reteles Envejeció en silencio Al tic tac de los dias Don tiempo

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PARTE II: VALDEALCÓN Capítulo V: Ecos del monte Valdealcón, tu pueblo… Tu nombre El trueque Sombras en el bosque Balar lastimero… La cabra

Capítulo VI: El agua conocía sus pesares Río Esla El cuadro Justina, abuela de adopción Medicina naturista

Capítulo VII: Vida en la penumbra Amaneció Siega y sudor El traje Retrato

Capítulo VIII: Asomada a los recuerdos La casa Achaques Sola en casa

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