Jesús Cerezal Fernández
Arreboles en el camino
Señas de identidad. Por la fiesta del Santo Patrón, y en alguna que otra fecha principal, se airea el pendón y se voltean las campas para dejar patente la presencia de la Comunidad Vecinal. Son estos algunos de los elementos que aún quedan con la fuerza suficiente para convocar, unir y hacer que los hijos del pueblo sientan la llamada de la tierra que dejaron, mientras en su interior golpea la nostalgia de los días, ya lejanos, en los que deseaban crecer para subir a la torre y voltear las campanas o alcanzar a los remos del pendón que le dan firmeza mientras hondea al viento.
Arreboles en el camino Jesús Cerezal Fernández
GRANADA 2018
© Jesús Cerezal Fernández © De la edición: editorial tleo. Tleo@editorialtleo.com Arreboles en el camino. ISBN: 978-84-15099-93-2. Depósito legal: GR/677-2018 . Edita: Editorial Tleo. Granada. © Diseño y maquetación: TADIGRA. Motivo de cubierta: Aurora Montes Quesada. Imprime: Taller de Diseño Gráfico y Publicaciones, S.L. Granada. tadigra@tadigra.com puede imprimirse: Fray Carlos María Domínguez, Superior Provincial. Protocolo nº 019/2018
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A mis padres que, a falta de libros, colgaron en la estantería de nuestra casa el manual del esfuerzo, de la modestia y del amor. En él leí y aprendí, desde edad muy temprana, el arte de la gratitud y de la superación.
índice
PRÓLOGO / 13 ENCUENTRO: “Asentar la cabeza” / 17 I Patrimonio sagrado / 21 Tu escudo, tu calle, los tuyos / 23 El pueblo / 25 El retrato del abuelo / 29 Madrastra / 33 II Polvo en la galería / 37 Parte de guerra / 39 La guerra / 41 Encuentro sanador / 44 Accidente en la mina / 46 ¿Vacaciones? / 49 Quilma llena / 51 Jubilación / 53 Legítimo orgullo / 56
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III Oteando el horizonte / 59 Sembrador de ilusiones / 61 Mientras el tiempo aguante / 64 El guarda / 66 A lomos de luz / 68 El viaje / 70 Vaquero / 72 Palabra / 75 IV Labores de otoño / 77 Pescador / 79 Reteles / 83 Silencio elocuente / 86 Al tic tac de los días / 88 Reloj dormido / 91 V Ecos del monte / 95 Valdealcón, tu pueblo / 97 Tu nombre / 101 El trueque / 105 Sombras en el bosque / 108 Balar lastimero / 112 Personajes populares / 115 La guerra de las chicas / 119 Vegamián-Zona Franca / 121 El camión de los orantes / 124
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VI Confidencias / 127 Río Esla / 129 El cuadro / 132 Justina, abuela de adopción / 134 Medicina naturista / 137 VII A la llama del carburo / 141 Confabulación vecinal / 141 Amaneció / 143 Siega y sudor / 145 El traje / 147 Retrato / 150 VIII Asomados a los recuerdos / 153 La casa / 155 Arrumacos al oido / 158 La mesa está dispuesta / 160 GLOSARIO / 163 Contraportada: Dejaron de soñar la vida para construirla y vivirla juntos. Las palabras que aparecen con 1 en subíndice tienen su comentario en el glosario.
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PRÓLOGO
A
el agua de León que no cesa de producir escritores, como si aquella tierra rebosante de historia insuflara no solamente el gusto por las letras sino la capacidad de labrarla y cincelarla al gusto de uno. Cuenta Jesús Cerezal que en casa de una tía suya solían reunirse, en los veranos, algunos de los escritores contemporáneos que han creado ese círculo mágico de León en el que se encuentran autores como Luis Mateo Díez o los dos Julios: Julio Aparicio y Julio Llamazares. Nada más y nada menos. Confieso que han sido y son algunos de mis escritores contemporáneos más queridos, porque saben combinar una erudición “como las de antes”, algo más difícil de encontrar de lo que pueda parecer, con un sentido plenamente contemporáneo de la literatura. Aquella casa de verano que Jesús tan bien conocía reunió, por tanto, la flor y nata de la literatura española contemporánea. No extraña entonces, habiendo compartido un contexto cultural tan privilegiado y llegado a conocer a escritores tan completos, que pudiera empaparse de un amor por la literatura tan intenso y una forma de trabajar los textos tan completa y ambiciosa, en el mejor sentido del término. En el propio texto hay pistas que el lector debe descubrir acerca de cómo se lgo debe tener
Prólogo
crea ese vínculo con la literatura, y yo apuraría más la expresión para decir que aún puede adivinarse en la mirada del niño, porque no seré yo el primero que afirme que los escritores de verdad siempre se forjan desde la infancia, aprendiendo a mirar diferente, despacio, con amor por la vida y sus pequeños detalles. Yo creo en los prólogos que cumplen de verdad con las dos máximas fundamentales de toda palabra previa a una obra literaria: en primer lugar, que presenten adecuadamente al autor. Y, en segundo lugar, que presten un marco completo de la obra. De Jesús Cerezal (o el Padre Jesús, porque así guardo su nombre en mi memoria y porque no iba a tener este prólogo intención de esconder su condición de religioso, pues antes es motivo de orgullo y en sí misma regalo divino) habría que destacar como autor su capacidad instintiva para retener el detalle y ser capaz de ofrecerlo después en el texto. Este rasgo es imprescindible para un autor literario, pues de otra forma se arrojan textos romos e insustanciales, sin alma dentro. A ese mimo de detalle se añade otro regalo para un escritor: el de una técnica sólida, fijada en una sintaxis incorruptible y una amplitud de vocabulario admirable. Jesús se sonroja cuando le digo que leo este conjunto de textos breves y vienen a mi memoria lectora aquellos textos rotundamente poéticos de observación máxima -y aún mágica- del entorno que nos regalara el injustamente olvidado Gabriel Miró. Dejo al gusto de los lectores la posibilidad de establecer tal comparación, u otras. Lo que tienen ustedes en las manos es un libro de memoria, fundamentalmente. Decía Aludos Hule que la memoria es nuestra literatura privada, y esta definición del escritor americano puede aplicarse perfectamente al texto que tienen delante. Pero no
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Prólogo
se trata simplemente de una colección de recuerdos puesta en letra, sino de una memoria trabajada, pasada por ese proceso que yo mencionaba al principio de modelado y cincelado. A Jesús le interesa recordar esos años que constituyeron su alma, que le crearon como individuo, pero además gusta de hacerlo no de una manera caprichosa o personal, sino aspirando a la universalidad de una producción literaria. Lo que quiero decir con esto, puesto en palabra llana, es que ha sabido dar forma literaria a esos recuerdos. Por tanto lo que encuentran en el texto es la memoria no solamente como una querida secuencia de sucesos que se ofrece al lector sino como un material a partir del que se puede construir una poética. El término prosa poética está tan desgastado que uno tiene incluso cierto reparo a la hora de utilizarlo, pero en el caso del libro que ahora prologo el uso de tal denominación estaría más que justificado. Lo que tienen delante es prosa poética, y, además, bien rica. Cualquiera que le conoce lo suficiente sabe que Jesús escribe poesía, que adora la lírica y ha escrito poesía toda su vida. Quien lea esta colección de textos breves va a conocer ahora que sabe tomar de ella lo que necesita cuando torna a la prosa. Tiene una paleta de escritor bien diversificada, con una muy diversa variedad de texturas y formas de aproximarse al texto. Es, por tanto, un libro de recuerdos que recorren la vida de Jesús Cerezal, observante de una vida que en la mayor parte de los casos ya no existe, por lo que no constituye ninguna exageración afirmar que la obra, enmarcada en este siglo XXI de la invasión de lo tecnológico, también incluye un valor antropológico, ofreciendo testimonio de un modo de vida desaparecido.
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Maravíllense con la técnica, con la musicalidad de la frase, pero no la tomen solamente como una especie de sonajero con el que entretenerse, y fijen su atención fundamentalmente en el contenido, en esa mirada creativa, profundamente religiosa, necesariamente humana, que tiene un sentido de la caridad adherido a su ser en esa preciosa llamada de Dios a su servicio. Ya le comenté a Jesús, cuando hablábamos de los borradores previos a esta publicación, que siendo yo hijo de minero, mi corazón había vibrado de una manera especial con la lectura de los pasajes de la obra en los que se reproduce ese León de la cuenca minera. Constituyen mis rincones favoritos, pero estoy seguro de que ustedes descubrirán otros y designarán cualquier otra pieza para ser la más querida. Que tengan una feliz lectura. O, mejor dicho: estoy seguro de que la tendrán, pues tanto creo en el valor de la obra que van a comenzar. Rafael Ruiz Pleguezuelos Roquetas de Mar, 20 de julio de 2017
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ENCUENTRO: “Asentar la cabeza”
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por sorpresa a la familia del novio, a los amigos y hasta al mismo novio que estrenaba libertad. Terminada la guerra se avecindó en la cuenca minera de Huelleras de Sabero y Anexas sin apenas dar razón ni señales de vida a los suyos. Pensó para sí: “volver al pueblo, ¿para qué?” De momento no sentía la urgencia de volver, y sí el deseo de sosegar las andanzas, recogerse en casa y “asentar la cabeza”, como se recomendaba a los solteros de la época. a boda cogió
“El buen paño en el arca se vende”, les decían las madres a sus hijas casaderas. El dicho sonaba a advertencia, y contravenía la costumbre heredada en los pueblos de la comarca. Era costumbre que las mozas sacaran a pasear su juventud, como lo habían hecho sus abuelas, sus madres y todas las jóvenes de aquellos pueblos, generación tras generación. Ellas, en edad de merecer, paseaban su belleza joven todas juntas, a porfía, como si de una hacendera1 vecinal se tratara. Sus risas y cantares pregonaban la alegría festiva poniendo luz a la tarde. Salían cogidas del brazo ruidosas y juguetonas, desafiando al viento con su juventud y simpatía. Era una manera inocente de mostrar su presencia, y, si llegaba el caso, también
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su disponibilidad para entablar relaciones serias con posibilidades de futuro. El camino y la fauna sabían que era domingo porque se lo contaban las mozas en su pasar. Él disfrutaba de la fiesta porque le gustaba la compañía y sabía que el resto de los días la soledad era su vecina de viaje. Apenas el carromato de “Pepe el huevero”, con sus productos de supervivencia, le ponía una nota de compañía desde los lamentos de sus ballestas. Al llegar al puente, donde las aguas se asomaban a la prosperidad de la ribera, las mozas daban la vuelta por el mismo camino, ya a sol poniente, entre cuchicheos y secretillos. El sol, que escondía sus ardores tras La Collada, hacía un guiño a la ronda y les ponía un beso de luz sobre la melena, haciendo más ruidosas, misteriosas y felices las carcajadas. El encuentro de Miguel y Encarna debió de ser en este camino, el camino de la vida joven que se asoma al futuro. El destino se asomó al paseo dominguero, y la casualidad juguetona, o como dicen en Andalucía las gentes sencillas: “Porque estaba de Dios”, se encontraron. Sus miradas se cruzaron, y por esas cosas del amor, allí nació una amistad, un toque de atención, una invitación generosa que, debidamente cultivada, floreció en la unión de sus vidas. Se unieron porque estaba de Dios y tenían una encomienda que cumplir, un nido que construir y un camino que recorrer juntos. Y juntos, de la mano, sortearon los charcos que en días de invierno florecieron a su paso. Sembraron con ilusión y cariño, trabajaron la tierra fértil y rescataron las vidas que en el limbo de los bebés aguardaban las decisiones importantes de los papás. Después, con el paso de los días, puestos los cimientos y asentados los pilares, fue todo muy ajusta-
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do a las costumbres de la época: petición de mano, catequesis preparatoria, entrevista personal con Don Zacarías, celoso guardián de la moral comunitaria. Él se interesaba por el origen del novio, por su recta intención y por su moral y costumbres…, para concluir con el examen de la doctrina cristiana que, superado, suponía el visto bueno para el enlace matrimonial por parte de la jerarquía eclesiástica. Miguel y Encarna se dieron el “sí quiero” ante el altar en presencia de Don Zacarías, que actuó como testigo cualificado y presidió la boda. El acontecimiento se celebró en el pueblo de la novia, el sábado 21 de febrero de aquel año 1941. Eran días en los que aún se veía con cierto recelo por aquellos pueblos, de memoria larga y perdón lento, dar entrada a un forastero en la comunidad vecinal. Por eso era necesario que su entrada se hiciera cumpliendo todos los trámites vecinales y con las bendiciones del párroco. Eran restos, resabios adheridos a la piel de las gentes de la guerra, precauciones que se tomaban ante el desconocido. La boda fue parca en festejos y contados los invitados: los familiares de la novia, la mocedad del pueblo, que por ser costumbre participaba de pleno derecho obsequiando a los novios con su presencia y cantos de juventud. A la novia, las amigas más íntimas, le regalaban el ramo de flores anudado a sus deseos de felicidad. Al finalizar la boda, en la sacristía, un representante del juzgado les entregó el libro de familia que, con esmerada caligrafía, acreditaba que Miguel y Encarnación habían unido sus vidas en matrimonio cristiano. Se hacía constar, ante quien lo pudiera demandar, que habían constituido una nueva unidad familiar, núcleo
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de entrega y amor, de ilusión y lucha, de preocupaciones y de gozos. La fiesta, desde la sencilla alegría, invadía todo el entorno familiar y sus quehaceres. Aquel día el ganado no salió al campo. Román y Hermenegildo, hermanastros de la novia, estrenaron ropa para no desentonar en la fiesta, y, al igual que el hermano y las hermanas de la novia, sintieron el pellizco de la despedida al abrazar a la hermana, mientras se consolaban pensando que un nuevo hermano llegaba a casa. Al rostro de la abuela debió de asomar alguna lágrima de ausencia, especialmente por la del padre, que al partir le dejó la encomienda de sacar adelante aquellas cinco criaturas. El abuelo Desiderio, seguro, se unía a la celebración festiva y le pedía al Padre por la familia, reunida para celebrar el sacramento del amor. Hubo baile en el corral de la casa vieja al son de la pandereta y el tambor, que con coplas alusivas al enlace matrimonial deseaban felicidad y largos días de amor y paz a los recién casados, rogándoles que, aunque se avecindasen en el Valle de Sabero, nunca olvidasen el camino de sus paseos, las tradiciones y costumbres de sus mayores, ni a la mocedad que les acompañaba cantando como despedida esta coplilla popular: “Ya hemos llegado al punto de daros la despedida, que sea por muchos años, que feliz paséis la vida”.
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CAPíTULO I
Patrimonio sagrado
Tierra que te vio nacer, cuna que meció tu llanto, calor al atardecer, heredad, campo sagrado. Tú diste calor al día y a la noche diste un manto, para cubrir sus tinieblas, para seguir esperando.
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Tu escudo, tu calle, los tuyos La historia de los que no tienen escudo heráldico esculpido en la fachada de la casa se recorre fácilmente, se abarca de un solo golpe de vista. Desde cualquier teso se divisa el horizonte de su ir y venir en corto, sin grandes pretensiones, nunca tan lejos como para que se diluya el eco del apellido.
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urgando un poco entre cercanos y parientes se llega pronto al anclaje donde se asientan las fibras íntimas y se descubre el gozne1 sobre el que gira la vida de los tuyos, el canal por el que discurre la sabia del árbol al amparo del cual brotó la rama de la que cuelga tu persona, tu pertenencia. Al cobijo de su sombra, con oído atento y fino, podrás escuchar el rumor de historias oídas que crecieron en el mismo suelo y colgaron del mismo tronco; que fueron y vinieron por senderos paralelos, que sembraron afanes y recogieron lo justo para salir adelante. Situado ante tu historia puedes mirarlas a la cara, hacer tuyas sus vidas, celebrar sus éxitos y compartir sus preocupaciones. Tal vez en ese momento resuenen, en el torrente de tu linaje, acontecimientos soñados y acariciados a los que no fuiste invitado, y hoy descubres su razón de ser. Desde el desván de la casa puedes darte de bruces con la sombra de los que por allí pasaron. Si así fuera, presta atención. Escucha si dejaron algún recado para ti, algo que te evite tropiezos y oriente en tu carrera. Ellos pasaron cuando era de día, te quieren bien y saben lo que dicen. Después, siéntate a la mesa de los
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quehaceres, arrima tu consejo y comparte la ración mientras escuchas su relato. Mira al horizonte y verás que tu vista abarca los andares de los tuyos, los senderos que recorrieron, los menesteres en que se ocuparon. Reconócelos como algo propio, guarda en tu memoria el rastro de sus huellas para no errar la andadura.
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El pueblo “Tener pueblo es importante”, me dijo una vez Fernando, con la mirada puesta en la Peña y con la nostalgia en el corazón. Y es que el suyo quedó enterrado para siempre bajo una losa líquida, cuando cerraron la presa, muy a pesar de los lamentos y resistencias… Desde entonces se asoma todos los veranos, por si bajase la marea y alcanzase a divisar algunos de los recuerdos, que como fantasmas deambulan de acá para allá, buscando acomodo en cualquier rincón de los Picos de Europa, mientras lo encuentran, mientras su voluntad se doblega a un reposo permanente.
Llamas de Rueda, León. Pueblos de pan y de adobe, de rebaños y retamas, de sufrimiento y trabajo, de fachadas encaladas que vuelan como palomas, que llevan plomo en las alas…
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Llamas de Rueda nunca hubo maternidad, pero eso no menoscabó su autoestima ni por ello se sintió menos importante. Hubo un tiempo en el que los niños nacían en casa. Poco después entraban en la cocina en los n
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brazos de la madre, y, desde el primer momento, recibían el calor de los suyos. Así se asomó Miguel a la vida familiar aquel florido ocho de mayo, cuando el siglo XX era aún muy niño y la primavera vestía lujos en sus enaguas. Su presencia menuda sorprendió a los cuatro mayores, nacidos del primer matrimonio, que ya empezaban a mocear y estaban a sus cosas… Por eso, Miguel, apenas levantó la cabeza, percibió algo extraño en el ambiente: ellos, los mayores, exploraban otros pagos con mirada escudriñadora1 donde aposentar su tienda. Pronto remontaron el vuelo y buscaron refugio de la tormenta que se cernía sobre la “Ribera del Hambre”. Pero esto no era lo normal, y por eso le sorprendió al niño. Por lo general, entonces, los hijos del campo, en cuanto se tenían en pie, correteaban por la calle sin cuidados ni miedos e iban descubriendo la vida en un mundo muy manejable: no alcanzaba más allá de la Raya Corcos, por un lado, y de las sebes de la dehesa del Plumar, por el otro. Solo algún extraño acontecimiento les prolongaba el punto de vista un poco más allá, alcanzando a divisar los sembrados de Sahechores. Ya crecidos, cuando mozos, eran llamados a filas y se veían forzados a traspasar los linderos del municipio, no sin precaución y cierto recelo. Con ojos muy abiertos hacía el mozo su primera incursión en un mundo que, generalmente, le resultaba hostil y algo grande, por desconocido. Para muchos era la puerta que se abría a una realidad nueva, que era determinante para su futuro. Tal vez por eso los amigos de la mili eran para siempre, recordados, casi, como el primer amor. La luz eléctrica para alumbrar la noche y la carretera para acercar la llamada civilización llegaron tarde a Llamas de Rueda. Tampoco había tele-club, ni Instituto, ni otros muchos servicios que hoy disfrutan como premio los que resistieron y se quedaron a cuidar la hijuela. A cambio de
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las carencias había un sol radiante, primaveras floridas, campos granados de pan y ganados sueltos por la pradera a los que cuidar. Los niños, desde pequeños, jugaban a trabajar; o trabajaban jugando a ser hombres mayores; a tener una guadaña de hombre, a sentirse orgullosos de un jato lucero y de un perro mastín que vencía a los demás en la pelea. Él era su fiel aliado y compañero en la tarea de correr tras de las vacas. Aquellos niños eran profesores en Botánica y Ciencias Naturales: conocían a primera vista, por el roce diario, los árboles de la comarca y les llamaban por sus nombres. Sabían dónde anidaba la tórtola y la perdiz, el grajo y el arrendajo, el verderón y el pardal…; el campo era su mejor amigo y no tenía secretos para ellos. Era en el aula maravillosa de montes y valles donde aprobaban con sobresaliente la asignatura fundamental para manejarse en su mundo: hacerse hombres y mujeres honrados, hacendosos y honrados. Los mayores no contaban los días cotizados aguardando la jubilación, ni se refugiaban en el paro obrero cuando la ruina se llevaba la cosecha. No podían darse de baja ni ponerse enfermos, porque las labores no entendían de duelos ni de arrumacos… Aquellas buenas gentes gobernaban los asuntos comunitarios con sabiduría, acierto y generosidad solidaria. A pesar del carácter intimista y solitario, algo huraño y bastante desconfiado, se unían para compartir tareas comunales, que adquirían carácter festivo en torno a un buen escabeche y un garrafón de vino peleón. Era una manera sencilla y eficaz de aunar esfuerzos y sumar ilusiones, para hacer frente a las dificultades del día a día. Los acuerdos se tomaban en concejo, después de la misa de doce. La fiesta continuaba con la partida de bolos y un porrón de vino compartido, que pagaban los per-
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dedores; mientras ellas, que eran el alma de la casa, se adelantaban para preparar el almuerzo. Eran los pueblos de la comarca campos de mucho canto y poco pan. Desagradecidos con los hijos del lugar, que tras bregar todo el año en las labores, apenas les devolvían los cuatro granos arrojados con esperanza en la sementera. Un día, el barro de las calles se les pegó a las “madreñas”, la soledad del invierno les caló hasta los tuétanos y puso tristeza en el semblante de la vecindad. Fue entonces cuando empezó a quebrar aquel sistema de vida vecinal en armonía, en comunión con la Naturaleza y en paz consigo mismo. Las gentes se contagiaron de la tristeza del terruño: se les agrietaron las carnes, perdieron la ilusión y emprendieron la huida hacia delante, buscando algo nuevo que saciase sus expectativas de vida mejor, de la que ya tenían alguna referencia por la avanzadilla en la ciudad. Cargaron sus cuatro cosas en el capazo de la ilusión, trancaron la puerta del corral y emprendieron la marcha hacia la gran ciudad, que les aposentó en el barrio del anonimato, donde aún no había llegado el asfalto. Se acomodaron en casas de ladrillo que ellos no habían construido e iniciaron un proceso de asimilación de costumbres nuevas que les ayudase a identificase con la realidad urbana. Poco a poco fueron despojándose de sus viejas costumbres, que les hacían parecer menos modernos y progresistas: ya no tenían sentido las tareas comunes, ni la misa de 12 en la que se encontraban con Dios y con los vecinos; ni siquiera era necesario estar pendiente del cielo, pensando en la sementera. El sueldo llegaba a casa, mes tras mes, como por arte de magia, lloviese o hiciera sol… Fue un proceso de cambios profundos en la sociedad rural. La nueva situación arrastró valores de identificación con el ayer, con el campo y con las costumbres heredadas que gobernaron la vida rural por muchos años.
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El retrato del abuelo Es creencia de algunas tribus ancestrales que el fotógrafo tiene poderes mágicos y, al plasmar tu rostro en el retrato, se adueña de tu espíritu y te roba el alma. Por eso, y por otras cosas, se esconden para protegerse del hombre blanco que detiene la vida en la imagen ganando la batalla al tiempo. Tal vez por eso, o porque andar los caminos se hacía especialmente penoso, los recuerdos fotográficos de aquellos tiempos idos son muy escasos; en las zonas profundas de lo rural, casi inexistentes.
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o eran tiempos propicios para coleccionar recuerdos y guardarlos en el arca de la posteridad. El arte gráfico era escaso, ocupados como estaban en otros menesteres: el de vivir, a pesar de los pesares. Tal vez por eso la abuela Susana no posó para el recuerdo, y nos dejó la tarea de imaginarla como la auténtica madre entregada y generosa que Miguel perdió cuando más la necesitaba. Del abuelo Jesús no hubo noticias en casa hasta pasados unos años. En realidad, cuando se supo de él era ya tarde para poder remediar la ausencia que imponía la distancia, y estrechar los lazos de sangre en el árbol genealógico. En casa su presencia fue muy discreta. Raramente se aludía a su persona ni a su estatus social…, menos aún a las circunstancias que le llevaron a casarse tres veces, dando madrastra a sus hijos…, aunque no resulta difícil el suponerlo: las labores diarias de una casa de campo en los albores
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del siglo XX, sin mujer que la gobierne, era como un cuerpo del que había huido el alma. Solo en ocasiones excepcionales, muy de tarde en tarde, y como a hurtadillas, afloraban, en la conversación, algunos datos sueltos que apuntaban carencias afectivas, malos tratos a los pequeños, y rudeza en los modales. Eran pequeños destellos que, reunidos y proyectados sobre la escena familiar, daban pie a interpretar los porqués de aquel silencio. Supe que el abuelo descendía de Corcos, donde acudía puntualmente cada año a las fiestas patronales del Corpus, para mantener encendida la candela del apellido en ambiente familiar y festivo. Supe que tuvo dos hermanos: Cesáreo y Basilio; que se casó en primeras nupcias con Trinidad, de la cual tuvo cuatro hijos, todos ellos varones fuertes y sanos, a los que conocí como tíos ya pasados los años... Y poco más supe de aquel abuelo paterno, hombre de fisonomía recia, cultivador de amistades y virtudes sociales, al que la suerte en relación con las esposas le fue muy esquiva. Después, mucho después, haciendo mis averiguaciones, supe que su padre fue Mateo y su madre, María, mis bisabuelos paternos. De tarde en tarde Miguel sentía necesidad de compartir algunos flecos del pasado que revoloteaban colgados de la percha de su infancia. No era él dado a confidencias íntimas, mas en momentos especiales dejaba escapar algunas frases entrecortadas que permitían asomarme al tesoro de recuerdos que guardaba en su corazón. En ellos había afecto y comprensión hacia el abuelo, admiración y gratitud hacia sus hermanos mayores, y desorientación y perdón para la madrastra, que no supo ejercer de madre… Poco más fui capaz de interpretar de sus insinuaciones y silencios. La
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convivencia entre hermanos tuvo recorrido corto en la infancia. No hubo tiempo para tejer en el telar de la casa la manta común que cobijase los recuerdos. Los que pudieron volaron a otras tierras para abrirse un trozo de cielo, aunque fuera bajo tierra, en la cuenca minera de Villablino. Estas anécdotas e historias arrancadas a la intimidad, al pudor y al silencio, dan pistas para interpretar que, bajo el hombre curtido, adusto y fuerte, había un ser cariñoso y débil, que apenas ejerció de padre de puertas adentro. Él sufría la situación de desamor, sin ser capaz de remediarla, porque ella, su tercera esposa, no sembró la semilla del amor y de la concordia necesaria para el buen gobierno de puertas adentro. El afán con que busqué fue recompensado: llegó a mis manos una fotografía del abuelo, tal vez la única existente, o, al menos, la única localizada. En ella descubrí a un hombre adusto, de complexión fuerte, espaldas anchas y cuello robusto. Aunque de medio cuerpo, dejaba adivinar fortaleza en sus manos, entrenadas en las tareas del campo. Es la foto de su edad madura, con incipiente calvicie que hace resaltar los pómulos salientes en un rostro curtido. Sus ojos tuve que adivinarlos, porque habían huido del papel, como tributo pagado al tiempo. Dudo que al abuelo le salieran bien las cuentas. Me refiero a las cuentas de la vida, las cuentas de la casa, las cuentas del amor familiar con las que él, sin duda, soñaba mirando al futuro y poniendo los ojos en los hijos, fruto de sus entrañas. Probablemente soñó con un clan familiar numeroso y unido; con brazos fornidos y hacendosos para aportar la energía suficiente cuando los suyos fallasen; herederos naturales, capaces de llevar adelante la hacienda por él conseguida y cultivada
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durante largos años. No fue así… y en las noches de cansancio y duelo se pregunta los porqués. Cuando la sombra cubrió su cuerpo y el leñador taló el árbol viejo, cansado de resistir a las tormentas, acudieron casi todos a darle el adiós definitivo, aunque, en realidad, se lo habían dado mucho antes.
Retrato del abuelo Jesús.
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Madrastra Entre el bebé y la madre fluyen secretos de vida, miradas de ternura y complacencia, de entendimiento y amor. Mas, si falta aquella, difícil es ocupar su puesto. La madrastra no sintió el fluir de la vida en sus entrañas. Los afectos se parapetaron en la frialdad y floreció la ausencia y la desconfianza. Entonces todo se volvió gris, distante y frio. El amor no encontró cobijo y se replegó en su interior para huir de la frialdad y del temor.
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que aquel niño, Miguel, que llegó a casa en el mes de mayo, cuando los panes ya florecían en las laderas, viniera para minero. Tenía todas las razones para llegar a ser un diestro labrador: ambiente rural, capital familiar para dar trabajo a varias parejas, y los días necesarios para ir aprendiendo, en la escuela del padre. La mano de obra en el campo siempre resulta insuficiente cuando las faenas apremian. Bien lo dice el refrán popular: “Lo que ayuda el niño es poco, pero quien lo desprecia es un loco”. Las cuadrillas de segadores abiertas en la solana eran el orgullo del padre… Por eso, nada hacía suponer que el niño sería minero. Se tenía por bendición del cielo tener abundantes hijos y fuertes, retoños que asegurasen la pervivencia del apellido… Mas los sueños, sueños son… La suerte se torció y trajo la ruina al hogar, dejando la casa sin el timón de la madre, que es como decir desangelada, sin rumbo, sin gobierno ni alma. Después, ya se sabe: para paliar las carencias llegó a casa la madrastra, que hizo buena ada hacía sospechar
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una de las acepciones del diccionario de la Lengua Española: “Madre que trata mal a sus hijos”. Fácil de comprender si, como era el caso, los dos pequeños que quedaron en casa no eran suyos, y los suyos rondaban alrededor de su falda. Susana, la abuela, se apagó como se apagan las sombras ante la Luz cegadora que le salió al camino: cansado de resistir su frágil cuerpo, pasó a mejor vida; le dejó el puesto y la responsabilidad de la crianza a la madrastra, que, como en los cuentos de hadas, el hada mala no se aplicó a crear armonía y paz en la familia. Los dos pequeños crecieron ayunos de afecto y mendigos de caricias y de atenciones. Bien lo pregonaba Borile. Él, que era el tonto oficial de la comarca y también desheredado de la suerte, en su torpe razonar solía repetir entre lamentos y cantares: “Madrastra, madrastra, el nombre le basta”. Su voz, que lanzaba a los cuatro vientos, ponía eco al dolor que le rebosaba del corazón y del abandono... La gente lo tomaba a chacota: se reían de él y no llegaba a entender el mensaje de su copla, su pregón de dolor. Él cantaba, cantaba por no llorar… Su canto era el eco lastimero de otros niños que, al no ser tontos oficiales, no tenían libertad para expresar cuánto dolor cabía en el pecho de un huérfano. Había pan en abundancia en la mesa de Jesús, el abuelo, me comentaba Alberta con cierta admiración. Sus cuadrillas cubrían una ancha franja en la solana en los días de la siega. A la hora del almuerzo corría el vino en abundancia para los segadores, seguía comentando con la mente puesta en otros días, ya lejanos y añorados. Pero faltó presencia de ánimo, determinación y energía en el gobierno de la casa… Afecto en la crianza de aquellos niños, decía Alberta
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bajando la voz, como para no ser oída…, evitando juicios temerarios. Se fueron los que pudieron. Marcharon los mayores, los nacidos en la primera camada; los que tenían fuerzas para salir corriendo y orientar sus vidas lejos, donde no alcanzase el desamor. Los pequeños se quedaron, ¡qué remedio! Algunas noches, cuando la luna colgaba sus faroles del firmamento para que no tropezaran en sus paseos, ellos soñaban con atrapar algún rayo huidizo que les diera el beso de buenas noches. Soñaban con ser mayores, con seguir el rumbo de sus hermanos... En noches de mayor nostalgia pintaban una cocina con una madre sentada, que les esperaba a la vuelta del río, de la pradera, o de otros trabajos de niños… Fue el juez de paz, que entendía de carencias y malos tratos, quien actuó en nombre de la justicia y, como ángel custodio, como autoridad competente, les abrió la puerta de la jaula a los dos de la segunda camada, para que aprendieran a volar… Fue así como rompieron los barrotes, saltaron la sebe y dejaron atrás aquel mal sueño cargado de penurias y carencias. Superando temores y miedos rompieron a volar en cielo extraño, que, aunque cargado de nubarrones y tormentas, hacía vislumbrar, allá a lo lejos, arreboles, aires nuevos, que apuntaban hacia un claro amanecer.
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CAPÍTULO II
Polvo en la galería
Bocamina de Sucesiva, Hulleras de Sabero y Anexas, León. Tajo abierto a las tinieblas, cuchillada en el costado; boca de misterio y miedo a la que se han asomado hombres recios y valientes, donde muchos han quedado.
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Parte de guerra La guerra, seguida desde la cocina a golpe del parte de guerra diario, se vivió con muchas lágrimas, temores y ansiedad. Los días transcurrían faltos de alegría en la mesa, preocupación en el ambiente, miedo a la noticia luctuosa y ansiedad por escuchar el avance de las tropas en el frente. Desde las hondas se aprendían lecciones de geografía siguiendo las huellas del soldado de la casa en el frente.
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a muchas mujeres y niños a vivir sin el cariño y la fortaleza de los hombres de la casa, al temor a las balas, y al duelo y llanto a huérfanos y de viudas. Los afortunados, los que salvaron el pellejo y volvieron a sus hogares laureados de honores por su probada valentía. En algunos casos, cuando sus cuerpos mostraban cicatrices de valor y metralla, estas se convirtieron en motivo de orgullo familiar. Cuando desde el palacio del Paseo de la Isla de la ciudad de Burgos, el día primero de abril de 1939 se proclamó la victoria a los cuatro vientos, se cerró la emisión radiofónica para que cada cual, de vuelta a casa, arreglase sus cosas y su vida. Ahora era necesario cubrir las zanjas de la memoria que se abrieron en el frente, reparar el daño emocional y lamerse las heridas, cada cual en el rincón del hogar, al alivio del amor de los suyos… Sin solución de continuidad, porque así se lo marcó el reloj de su vida, Miguel recogió sus pertenencias, o, mejor, las que le dieron a cambio de las suyas, una a guerra condenó
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bicicleta y un reloj. Pedaleó ribera arriba a encontrarse con la galería que le esperaba con la boca abierta. El soldado, convertido en minero, en diálogo amistoso y permanente con la hulla, comenzó a labrar su condición de “silicoso”1 mientras respiraba por seguir vivo y celebrar la victoria, atento a la cicatriz del brazo, valioso recuerdo de la batalla del Ebro. Las sensaciones de Miguel por aquellos días deambulaban entre recuerdos de guerra e infancia. Ahora le asaltaba la explosión de la bomba que retumbó en la trinchera. Después, se le venía al recuerdo el horror de putrefacción y muerte en la cama del hospital donde se recuperó del balazo que le hirió en Teruel. Si remontaba el vuelo en busca de días más lejanos, huyendo de los horrores de la guerra, acudían a su encuentro sombras de niebla al rescoldo de una tejera, que le prestó una bocanada de calor por caridad, o el abrazo, casi a hurtadillas, de un padre adusto y recio. La figura de la madre yacente acudía a su mente como el espíritu delicado y débil que se fue cuando más la necesitaba. Tal vez por eso el pozo le resultó amigo fiel que le esperó paciente, más allá de los días en los que hizo la guerra, y le acogió con abrazo generoso para compartir la suerte de vivir muriendo lentamente mientras los pulmones se petrificaban.
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La guerra Dio mucho que hablar: antes, durante y después de los acontecimientos. Aunque los motivos del Alzamiento y las estrategias militares no alcanzaban a comprenderlos, la juventud se hizo presente en el Ayuntamiento para dejar constancia de su valor y arrojo. Porque aquella juventud era así: generosa, valiente, irreflexiva y bien dispuesta.
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pueblo los asuntos de la guerra les quedaban un poco a desmano, no les resultaba fácil familiarizarse con ellos. No es que no les interesasen los problemas de la Patria, es que no terminaban de entender en qué consistían y, menos aún, dónde estaba la solución. Ellos vivían retirados de los círculos del poder, en sus cosas, y no llegaban a comprender qué podían hacer. Su vida se desarrollaba sin sobresaltos: su trabajo, su aguantar hasta fin de mes, estar en paz con el cielo, sobrevivir…, y poco más. En aquellos pueblos grises, distantes de la cultura, de la política, y casi del mundo, los ecos de la guerra les sonaban lejanos, casi imperceptibles. La formación política de aquellas gentes era escasa. Su ocupación, y preocupación, era llevar pan a casa para ponerlo sobre la mesa. Trabajar para poder comer y comer para poder trabajar. No entendían los discursos grandilocuentes de las gentes importantes de la ciudad, donde los señoritos se ocupaban en platicar sobre la vida en general, porque la suya la tenían resuelta. Por eso, cuando la Patria les llamó, se vieron sorprendidos. No creían que su ayuda pudiera ser útil a los enla gente del
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cargados de resolver los conflictos sociales. No obstante, los quintos, y Miguel con ellos, avezados en carreras, relentes y sacrificios, y haciendo honor al juramento de defender Patria y bandera, acudieron de inmediato a Cubillas, sin reparar en esfuerzos ni en sacrificios: generosos en la entrega, por si la fuerza de sus brazos jóvenes fuera necesaria en aquella hora recia, aunque sin entender bien si era su guerra, y qué bando les tocaba. La trompeta sonó anunciando el comienzo de la pelea entre los bandos enfrentados, y la flor y nata de cada casa acudió a la llamada, acostumbrados como estaban a participar en las tareas comunales, al toque de hacendera. El Ayuntamiento de Cubillas con todos sus pueblos, como tantos otros, se asustó y quedó impresionado por el grito de guerra que resonó en los oídos de sus gentes, de natural pacíficas, como eran. Los jóvenes se emborracharon con la amarga noticia y corrieron a apagar su sed de miedo y bravura en la taberna de Alberta, para compartir la despedida, la valentía y el miedo. Los pueblos quedaron conmocionados, tristes, vacíos. Las familias, rotas y las novias casi viudas: con la esperanza colgando de las noticias y de sus oraciones. La parca afilaba el dalle para comenzar la cosecha. Tras la despedida, el sorteo. Destinos diferentes y suertes dispares y negras. Cada cual a su frente, a buscar a su enemigo, a matar a su hermano, a salvar el pellejo. Miguel participó en la batalla en puesto de alto riesgo: dotar de munición y armas a la avanzadilla, llevando en las alforjas del mulo la muerte del hermano, convertido en enemigo. Una bala perdida le atravesó el brazo en la batalla del Ebro. Tuvo así una medalla que presentar, en
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recompensa del sacrificio y entrega. En los hospitales de guerra improvisados en Burgos y en La Coruña experimentó de cerca el hedor de carne podrida, y los gritos de la vida que se escapan en el frente. Después, otra vez a la lucha, la pelea continuaba… Nunca le gustó rememorar aquellos acontecimientos. Solamente se permitió velados comentarios, para dar salida a sentimientos clavados en el alma. Se los oí relatar en la intimidad de la casa, ya mayor, con dolor en el alma y la voz entrecortada, como quien huye aún de una pesadilla.
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Encuentro sanador
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con los brazos abiertos para darle la bienvenida, acaso porque él tampoco anunció su intención de volver. Desde las barricadas del frente y desde las trincheras de los días había soñado con el pueblo muchas noches de pesar y de balas, pero sin llegar a encontrar el momento propicio para armarse de valor y romper, de una vez, el silencio que con la ausencia había visto crecer en su interior sin poner ningún remedio. La vuelta podía esperar, no le urgía. Al fin y al cabo, los mayores también se habían alejado de la propiedad familiar. Miguel iba posponiendo la vuelta más de lo que hubiera sido prudente para no dejar languidecer los recuerdos, que a no querer tienden a desvanecerse si no se les da calor. Cuando llegue la fiesta, se decía, o, quién sabe, acaso para la siega del pan… Eso, para la siega del pan, que una ayuda en los días en los que la faena arrecia siempre viene bien. En estas cavilaciones se refugiaba buscando excusas, sin encontrar un hueco en el calendario de sus afectos que le diera el empujón para al retorno, ni la razón suficiente que justificase su presencia. Sentía, claro está, la urgencia de la llamada. Oía a la voz de la sangre decirle que le correspondía un puesto en la mesa por la fiesta de San Juan, cuando ya el grano estaba en la panera y la paja en el pajar. Sospechaba que el corazón del padre suspiraba por verle sentado a su lado, como sacramento de unión de afectos y corazones. A veces imaginaba que le susurraba al oído, con los ojos nublados por los años y la emoción, que era hora del encuentro, de la vuelta a casa, del abrazo de paz… Que lo pasado, pasado… adie le esperaba
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Fue por San Juan cuando, venciendo temores e impulsado por la fuerza de las ganas, se dejó vencer por la voz del corazón y se acercó al encuentro con el pasado. Aprovechó la misa del patrón, dándole así un tinte de arrepentimiento y gozo a su llegada, pues no estaba bien visto sentarse a la mesa de la fiesta sin dejarse ver y saludar antes a la mocedad en la misa mayor. Después, en el ruedo de la sobremesa, fluyeron recuerdos, se acortaron distancias, se diluyeron en la nebulosa de los años fríos y lágrimas de infancia. El torrente de hermandad y de cariño abrió las compuertas de la sangre con la fuerza del amor que brota de corazones recios y nobles. Tras el regreso a casa, desvanecidos recelos y distancias, reverdecieron algunos brotes del viejo tronco familiar, sin sabia por largo tiempo, por mor del destino. Tres fueron los matrimonios del abuelo Jesús, para, al fin, morir viudo. Fácil resulta imaginar la falta de atenciones, cuidados y cariño con la que cada camada creció como tributo de orfandad. Los mayores rompieron filas buscando vientos mejores. Hubieron de valerse por sí mismos para enfrentarse a la vida, para salir adelante, para conquistar la luz cada amanecer. Les faltó tiempo para crecer juntos, para llorar juntos, para conocerse y contarse las penas. Por eso, el reencuentro resultó sanador de viejas heridas, reparador de algunas injusticias y momento feliz en el que se encendía una luz de hermandad en el horizonte que brotaba del tronco envejecido por las refriegas del día a día.
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Accidente en la mina El revuelo en la bocamina, la ansiedad y la angustia por tener noticias, a la vez temidas y deseadas, era señal inequívoca de que la tragedia rondaba el pozo y hacía temer lo peor. Con frecuencia los temores se confirmaban y, entonces, las escenas de llantos y lamentos alzaban el vuelo, extendían sus alas más allá del hayedo para ocultarse en las cuevas y… eran tardes de mucha desorientación y preguntas, de llanto contenido y algún que otro velatorio.
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a contienda terminó como terminan estas cosas: con la sangre revuelta por el odio, el valor herido en su amor propio, las ilusiones rotas por el miedo, y los caídos, los de aquí y los de allí, diseminados por los campos inmensos de la patria, que otrora daban pan para la mesa y vino para alegrar el corazón. Hoy, en la soledad y abandono, lloran aturdidos el desatino de sus hijos. La mina, que por fuera es verde y primorosa, abrió su boca para ofrecer el aliento que emanaba de sus entrañas a los que sobrevivieron y buscaban volver a la existencia. Miguel ya conocía aquella voz y acudió a la llamada. Había experimentado, con anterioridad, el calor de la galería, el jornal al fin de mes, el aliento dulzón y engañoso de los gases que habitan en las entrañas de la tierra, camuflados entre las vetas de hulla. Sabía que los ojos de búho asustado con los que el pozo le miraba, invitándole a entrar en el reino de la oscuridad, podían resultar engañosos. Había oído deambular por las galerías los espíritus de quienes,
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sorprendidos por el grisú, quedaron petrificados y atrapados para siempre. No obstante, él se dejó seducir y aceptó el reto… A la memoria le vienen algunas escenas vividas que le hacen reconsiderar la decisión, volviendo la mente hacia el pueblo, al padre, a la madrastra que cuida de una nueva hermana, que no ha llegado a conocer… Mientras, en el exterior del pozo, en alarmante espera, se oyen lamentos reprimidos y temores no confesados, por la suerte del hombre de la casa que no acaba de salir, mientras los comentarios crecen y la viuda se derrumba… La escena se repite con frecuencia, y la espera, también con frecuencia, termina al atardecer, con una caja a hombros de hombres recios que reprimen sus sentimientos camino del cementerio, con las lámparas encendidas por ofrecer a la viuda el calor de la presencia y la luz mortecina, casi apagada, de su oración del minero. Una ficha no entregada en lampistería, una cadena encaramada en el techo con la ropa limpia del ausente que ya no la vestirá. El dios grisú ha celebrado el rito de la muerte y se nutrió del sudor negro y amor amargo. Después la solidaridad se pone en camino para buscar el cuerpo del sacrificio, y en procesión de luto y silencio, a ritmo de impotencia y rabia reprimida, depositarlo en la tumba. Para él acabó la jornada. Los suyos, desde la soledad y el desamparo, han de seguir viviendo, han de seguir luchando, han de cubrir su baja para que nuevamente la rueda del infortunio pueda repetir la jugada. La mina se desayuna cada día con su ración de hombres blancos a los que pinta el rostro, pacientemente, y los devuelve a la casa si le parece bien, cansados y negros. A veces retiene algunos para sí. Es su ración
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de vida humana. El dolor que ello produce le importa muy poco. Sus fauces alimentadas de oscuridad, dolor y muerte, se riegan y fortalecen con lágrimas de viuda, soledad de huérfanos y grisú mortífero. Después viene la “generosidad” de la empresa, que asienta sus pilares sobre la carcoma de la injusticia y regala el carbón a la viuda, para darle calor en invierno, el aguinaldo por Navidad y una pensión de risa, para que haya alegría en la casa. La vecindad apoya en el infortunio como mejor sabe y puede: palabras de aliento y consuelo para la esposa, y consejos retóricos para los hijos, con el reto importante de mantener vivo el recuerdo del difunto. En los desvanes, cobertizos y cunetas, el carbón deposita su tizne que se enseñorea del ambiente, para recordar y advertir al caminante cuál es el precio de la vida en la cuenca minera: suciedad, polvo y muerte.
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¿Vacaciones? Días de holganza y descanso, pocos. Pareciera que el minero hubiera de pedir disculpas por no tener prisa y disponer de unos días para no hacer nada. Como si la tos y el cansancio fuera una debilidad inconfesable para él, que alumbra sus días con el candil de las prisas y del activismo soterrado.
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as vacaciones eran un bien escaso: para la gente del campo no solían alcanzar. De quedar algo, las disfrutaban en invierno, cuando la vida duerme en lecho frío y el personal se queda quieto para no despertarle con el ruido. O haciendo adobes, allá en el pueblo, donde el cuñado se afanaba en ampliar las cuadras… Como contrapartida, tampoco necesitaban fichar para entrar al trabajo, ni demostrar al jefe su puntualidad. Eran compensaciones del sistema agrícola: lo que no iba en el sueldo iba en tranquilidad. La hora la marcaba el sol y no había sirenas que aturdiesen con sus lamentos rompiendo el silencio. El hombre del campo programaba sus faenas en función de un calendario fijo, establecido por las estaciones del año. Él miraba al cielo para interpretarlo, dejaba caer la siembra cuando había tempero y cabruñaba la guadaña cuando el grano estaba en sazón. Le quedaba tiempo para rezar y pedirle al Santo Patrón que fuera cuidadoso en detener las tormentas. En la mina la cosa era diferente: se movía por programas de producción más estrictos, y no se admitían razones ni riesgos que redujeran los programas. Los convenios laborales contemplaban las vacaciones del minero y había
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que “disfrutarlas”. El minero necesitaba vacaciones para oxigenar sus pulmones, aunque no dispusiera de medios para desplazarse y cambiar de ambiente. En ocasiones resultaban largas y aburridas, y terminaban refugiándose en la cantina para sentir el calor del compañero y matar el rato. Como alternativa quedaba la posibilidad de cultivar alguna pequeña parcela que mantuviera vivo el interés y matara añoranzas juveniles, reportase hortalizas para la casa, y lo que era más importante: la cercanía y gratitud de Don Fulano, que tal vez se necesite... Así pensaba el pobre en sus ratos de descanso, huyendo del aburrimiento y de la taberna, mientras renunciaba a sus derechos y acortaba su porción de libertad. Llamas, que así era conocido entre los compañeros, siguiendo la costumbre de nombrar a cada cual por el pueblo de procedencia, las vacaciones las tomaba para ayudar al casero de Don Fulano en la siega de la hierba, labor de mucho ajetreo para un hombre solo. Para sus adentros pensaba: “la recompensa ya llegará”, se decía él desde su condición de hombre cabal. Mas, cuando el diagnóstico del médico privado amenazó con dar vacaciones definitivas al segador silicoso, Don Fulano consideró que era precoz la jubilación, que se adelantaba mucho a los intereses de la empresa, que tenía muchos años de vida por delante y sería una lástima perder al veranero gratuito. Aún no tose lo suficiente, etc. Su conciencia de hombre de ciencia le impidió defraudar a la empresa, cuyos intereses se le han encomendado. El minero, petrificado por dentro y sin recursos, quiere seguir creyendo que es una alucinación, que es un mal sueño, que debe haber un mal entendido. Es entonces cuando prefiere marchar, perderse en el anonimato para ocultar su decepción; para poder seguir creyendo en el hombre.
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Quilma llena Es la quilma costal generoso, recio y servicial, amoldado a la grupa de la caballería camino del molino. En su vientre florece el grano, oro que alimenta la mesa del campesino. Allí entregará la carga dulce y gratificante que se transformará en harina. Harina que se convertirá en pan blando por la magia del hurmiento 1 y la caricia de las manos hacendosas de la madre. Es la quilma “el cuerno de la abundancia de los pobres y vagabundos”, dice P. Trapiello.
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l grito de,
rompan filas en el frente, cada soldado corrió, impulsado por el gozo, buscando el camino del pueblo, sin detenerse a hacer balance de la campaña. Fue como estampida de manada que rompe y salta el cerco que la retiene con las bridas del temor, y, de pronto, se siente libre. Corrieron veloces al escuchar la voz de la sangre en busca de los suyos, para regalarles su existencia. Pasados los primeros momentos y apagado el ardor del encuentro, la realidad se manifestó despiadada y cruda: los campos estaban dormidos y abandonados, las paneras vacías y los ánimos apesadumbrados. La ausencia de brazos fuertes y la soledad de los pueblos dejaron muchas carencias y profundas cicatrices. El amor a la propiedad, por un lado, y la necesidad, por otro, dieron alas y coraje para ponerse manos a la obra. Con la vista en el cielo, la mente en el recuerdo y las manos en la mancera, el mozo acarició el terruño áspero y frío para preparar la sementera. La empresa no resultó fácil. La costra creada por la sequedad y el abandono de tres años de ausencia se resistía
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a ceder su regazo para acoger la semilla. El trabajo y la constancia es virtud de las gentes de esta tierra, avezada en sacrificios y constante en los empeños… La sementera se inició y los granos de pan fueron arrojados al surco, donde los terrones les sirvieron de sepultura que, aunque taciturna y fría, agradeció la caricia del encuentro. Allí se inició el milagro de la vida nueva que esponjó los pulmones de las gentes, y desde la laboriosidad y la constancia, tendieron los brazos al futuro. Las primeras cosechas fueron ruines; la sequía que padeció el campo tras la guerra fue cruel, por demás. Era como si la climatología se vengase por la locura de una sociedad que malgastó sus fuerzas en peleas cainitas. La necesidad, desconocida hasta entonces en los pueblos de la comarca, creció en las paneras. El Gobierno creó en 1939 el Servicio Nacional del Trigo, intentando ordenar la despensa nacional y distribuir los escasos recursos. La cartilla de racionamiento será el libro de anotaciones más consultado por aquellos días. En él se consignaban los víveres de los que cada familia podía disponer… ¡Era tiempo de escasez! El estraperlista aprovecha su habilidad para burlar la ley y negociar con la necesidad ajena. Los frutos del campo se consiguen a precios abusivos en la ciudad, y difícilmente llegan a la cuenca minera de Hulleras de Sabero. Llamas sabía que allá en el pueblo la panera de su hermano estaba surtida de pan blanco. Favor de hermanos: ayer te pisé el barro para los adobes de tu casa y hoy necesito una quilma de trigo para mis niños. La carga era pesada y el camino que recorrer largo. Treinta kilómetros que recorrer en bici con la carga a cuestas era empresa harto peligrosa en los tiempos de estraperlo. Pero el pan blanco era escaso y el trabajo de acarrearlo bien valía la pena.
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Jubilación Con frecuencia llegaba tarde, y a veces, muy tarde. Apenas les daba tiempo a cruzar la meta y la función había terminado. Por eso, digo yo, que tal vez fuera bueno invertir el tiempo: partir desde la meta, para, al menos, otear el horizonte y calcular el trayecto que recorrer desde el cajón del triunfo.
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cincuenta la salud del minero jubilado quedaba seriamente dañada. Se había zurrado tanto subiendo y bajando al pozo que en su cuerpo crujían todos los engranajes. La edad establecida en el convenio laboral era lo de menos, porque antes, mucho antes, el minero ya no podía con su pellejo. De nada servía mirar la fecha de nacimiento ni los años de trabajo para alcanzar la jubilación; bastaba con escuchar el pitido lastimero de sus bronquios y la dificultad preocupante con que se ventila la sangre. La silicosis se adueñaba de la salud del minero de tal manera que conseguir la ración mínima de oxígeno le resultaba harto difícil. Esta era la causa última de la retirada del tajo. Solía llegar tarde y apenas alcanzaba a disfrutar de la condición de pensionista. Alcides, uno de los muchos jóvenes venidos de fuera, con 27 años de edad, tuvo que pedir la baja en la empresa, porque siendo silicoso como era, no le era reconocida su incapacidad laboral. La juventud era un inconveniente. Jubilados de larga duración no eran bien vistos en la empresa de Hulleras… or los años
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Miguel nunca soñó con alcanzar la condición de jubilado: “en eso piensan, si acaso, los viejos y los enfermos”, se decía presumiendo de salud. Él bajaba y subía al pozo recontando las horas extras trabajadas, por si al fin algún mes libraba el “billete verde” descontando el apunte del economato. Lo de Miguel fue otra variante de los trucos con que la empresa eludía su responsabilidad de hacerse cargo de la situación del enfermo. Tuvo suerte en medio de la desgracia: una pesada lastra produjo el trágico accidente y le quebró parte del esqueleto. Quedó roto, con un importante grado de invalidad, y hundido moralmente. La clavícula soldó, pero la pierna derecha se iba perdiendo. Solo una intervención quirúrgica, de la que la empresa no se hizo cargo, pudo mantener la movilidad, aunque sin juego en la cadera. A la empresa le preocupó muy poco la cojera de Miguel. Le aconsejaba tomar aguas termales, porque, sin duda, aquella incipiente cojera y cosa del reuma… Se lo quitó del medio con una pensión por invalidez, arrancada a regañadientes y tan mísera e insuficiente que no daba para seguir respirando. La visita al Doctor Mayo alumbró, por un momento, un rayo de esperanza al anunciar la posible jubilación por silicosis, tesis no aceptada por el médico de empresa; por ende, el diagnóstico fue cambiado de cara a la jubilación. El retiro laboral no fue un premio jubiloso ni un reconocimiento a la labor, entusiasmo y dedicación a los intereses de la empresa, no. Fue arrinconar al enfermo por tener la debilidad de dejar su salud bajo tierra. La situación económica del jubilado “desconsiderado”, aquel que se atrevía a desafiar el diagnóstico del “Galeno” oficial amaestrado, quedaba seriamente maltrecha. Jubilarse en primer grado para seguir vi-
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viendo unos años fue el delito que no se le perdonó a Miguel, como a tantos otros. Los efectos, reducidos a grado de miseria, fueron las 500 pts. al mes y unas cuantas paladas de carbón para calentar los cuerpos que le quedaron como pensión. La jubilación debiera ser siempre un homenaje público al veterano, que vuelve destrozado de la refriega de cada día. Algo así como el trofeo al guerrero vencedor en la batalla, ofrecido entre aplausos y laureles; nunca motivo de vergüenza, humillación y desamparo.
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Legítimo orgullo Preocupado por el porvenir hacía sus cuentas en el librito del papel de fumar. Como a la lechera del cuento, no le salieron los cálculos; las previsiones de futuro no tuvieron en cuenta sus cálculos y torcieron el rumbo. Hubo de navegar en otras aguas, surcar otras tormentas, remontar otras corrientes… Ellos le regalaron, como ofrenda por sus desvelos y preocupaciones, el derecho a sentir un legítimo orgullo.
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del mundo debieran aprender gramática conjugando, en todas las plazas y calles de todos los pueblos, los verbos crecer, jugar, correr y estudiar. Así debiera constar en las ordenanzas municipales de obligado cumplimiento: tarea principal, sin la cual no se aprueba el curso. Romper zapatos y estirar la piel, para no dejar a la intemperie el esqueleto desgarbado que crece al margen de la reflexión, más allá de la conciencia, sin tener en cuenta quién soy, qué tengo que hacer mientras me descubro y por qué he de responder a la llamada de la edad temprana… Miguel, como muchos otros, no siguió este programa. Él tuvo que crecer deprisa: no le dio tiempo a desarrollar las tareas infantiles y suspendió en felicidad, materia fundamental para recorrer los caminos de la vida con alegría. Pasó por el barrio de la infancia de puntillas, casi sin detenerse, con estrechez, mirando aquí y allá, como huyendo de la situación y dando un salto, para alcanzar mejor acomodo. odos los niños
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Los ritmos no eran muy diferentes, a pesar de los años transcurridos, en el Valle de Sabero. Los niños de la postguerra se hacían adultos observando a los mayores, leyendo en sus caras las huellas que la mina iba labrando en sus rostros. Aprendían de sus conversaciones el vocabulario del pozo y de la taberna. Se iban preparando para lo que, previsiblemente, sería su destino y laboratorio de operaciones. Ellos, los guajes, lo imaginaban muy lejano: para un niño un año es la suma de muchos días, muchas sorpresas y algún desengaño. El tiempo para los niños da mucho de sí, tiene otra dimensión propiciada por su corta experiencia… Un año casi no se acaba nunca. El verano se le antojaba lejos, muy lejos. Las fiestas del pueblo, fecha propicia para estrenar ropa y zapatos y recibir a los familiares que venían del pueblo, tarda una barbaridad en llegar. Los mayores tienen otras unidades para medir el tiempo, se decían los niños que recordaban en la distancia de muchos días el encuentro en la era al son de la canción de moda que interpretaba la orquesta. A los mayores los días se les escurrían del calendario en la taberna, con los amigos. No obstante, también a ellos se les hacían largos bajo tierra, donde respirar era un acto consciente y laborioso. “Llamas” hacía sus cuentas pensando en el futuro de los suyos y pensando para dentro: cuando cumpla los cincuenta, el mayor tendrá 20, el segundo 18 y 16 el tercero. Cuatro hombres en la casa… En estas cavilaciones se perdía, alejándose de la realidad del presente, que le dejaba un sabor de boca amargo. En el presente sus hombres de futuro eran demasiado pequeños para arrimar el hombro a la carga que, tras el accidente, les resultaba especialmente pesada. Por eso, soñaba con el futuro para mitigar la realidad…
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En los Valles el día venía pronto y espantaba a las sombras de la noche, que huían avergonzadas a refugiarse entre retamas de piornos, abedules y hayas, hasta dar con la boca-mina, donde ocultaba sus fechorías. Los hombres, de camino al tajo, las espantaban a grandes voces para que el niño, que ya cuidaba vacas, se sintiera protegido. Y ellas, como eran cobardes, huían a ocultarse en el hayedo. Después el sol, que todo lo purifica, asomaba por las Ruedonas y se adueñaba de los Picos de la Peña, que encendía sus faroles para dar calor a los prados. Era la hora cuando el ganado retozaba saludando al día y los niños echaban el frío del cuerpo y se sentían seguros. Era el abrazo del padre a los pequeños, que, empujados por la necesidad, se adelantaban en tareas de mayores, antes de que llegase el día. Otros amos, otros amaneceres con lágrimas en los ojos, otros sotos y otras vacas formaron parte del soto, del aprendizaje en el aula de la Naturaleza. Los objetivos previstos para aquella generación de niños fueron cubiertos con creces: los niños crecieron, rompieron tallas, se hicieron hombres de provecho: el sueño se hizo realidad…, porque todo lo que un hombre sueña lo puede lograr, si lo busca con tesón y empeño, y lo amasa con amor.
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CAPÍTULO III
Oteando el horizonte Nunca pensó Llamas que su vida y la de los suyos pendiera de un hilo. Tampoco sospechó que ese hilo pudiera ser cortado por el capricho del destino, y que todo el proyecto soñado se derrumbase como castillo de naipes. Él estaba a lo suyo, que era lo ajeno, entregado con afán y entusiasmo a mantener la relación de amistad que a ambas partes parecía interesar. En la vida de Miguel siempre hubo mucha entrega que, a cambio, recibió poco agradecimiento.
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el jornalero salía cada mañana a labrar la jornada, armado de ganas e ilusión. A la tarde, cuando recibía el jornal, se sentía feliz y afortunado porque había logrado un día más poner el sustento en la mesa. Confiando en la Providencia añadía para sus adentros: “mañana será otro día, y cada día trae su afán”. Con la conciencia tranquila de quien se sabe en las manos del Dios Providente, descansaba seguro, poniendo sus sueños a buen recaudo. Cada mañana salía a pelear la corrida de la vida tras la vecera1, a cuidar las propiedades ajenas, a cumplir la palabra empeñada de hombre recio, de hombre entero, de hombre apaleado por la suerte que, a pesar de todo, no rinde pleitesía al abandono ni al desánimo. or eso
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Siguió volando de árbol en árbol, de la Peña a la Ribera, del pozo al campo; convencido de que el que busca encuentra y que la suerte en algún lugar debía descansar. Así, labrando jornada tras jornada, iba logrando llevar a la mesa el jornal para seguir viviendo.
La Camperona, Olleros de Sabero, León. La Camperona ofrece vistas privilegiadas a los que corrieron aquellos montes sin pararse a degustar su grandeza. Hoy, que ha adquirido notoriedad, la visitan los suyos y, al volver, se entretienen en considerar la fidelidad de los picos de siempre que siguen allí aguardando, para darles el abrazo de bienvenida.
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Sembrador de ilusiones El sembrador, muy de mañana, con el costal al hombro se hace a la heredad para depositar la semilla de su confianza. Sin confidentes, en comunión e intimidad con la tierra, la derrama “a manta de dios” con generosa abundancia. Después, mira al cielo y le encomienda el resto, mientras él sueña la cosecha.
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l labrador sabe,
por experiencia, que roturar nuevos campos se hace rasgando la tierra, con dolor y llanto. Es el sudor la savia que le da tempero y la fecunda. No se deben escatimar esfuerzos, porque son los nutrientes que la alimentan y le dan el calor que la tierra sufrida y rota necesita. La primavera de 1954, con su color de vida nueva, abrió las puertas de la ilusión de par en par. La familia, nueva en estas tareas, se aplicó en preparar la sementera. Cada cual en surcos diferentes, pero todos en la parcela llamada necesidad. La tierra estaba dura, cicatera y huraña. Puso gesto displicente y la labor resultó un tanto ingrata. Algunos expertos en aconsejar acudieron, voluntarios, a guiar los primeros pasos del sembrador de ilusiones, inexperto en surcos, sueños y sembrados. Los niños mayores habían acreditado su valía allá en la Montaña, corriendo tras vacas ajenas en la Montaña. Su crecer y cuidado se encomendaba a las familias que los acogían con la promesa de velar por ellos y por su formación, facilitando la asistencia a la escuela, cuando las labores lo permitían. A los niños se les iban los días corriendo detrás de las vacas, detrás de los sueños, detrás de una caricia…, muy necesaria en tierra extraña. La
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cosa era correr, correr para crecer, crecer para ayudar y así hacer realidad las cuentas de los días y de las noches. En Llamas de Rueda la siega del centeno en el Rompidón daba para llevar a casa un sueldo en los días de la siega. Sueldo que, aunque menguado, ayudaba a salir adelante… Era deseo, y tradición, y motivo de orgullo tener recogida la paja para las fiestas patronales, San Juan Degollado, el 29 de agosto. La fiesta de la siega era como volver a la infancia recogiendo las gavillas tras los segadores, participando del tono festivo de la cuadrilla, que tumba espigas a ritmo de esfuerzo y gozo. Los pequeños en la casa quedaban confiados al Ángel de la Guarda, que redoblaba sus cuidados haciendo las veces de padre y madre: era la ventaja de los niños pobres, que a falta de aya1 que les cuidase, les custodiaba el Ángel de la Guarda. Tras varios años de sementera esforzada y cosecha ruin, evaluados los resultados obtenidos, surgieron las primeras dudas. Parecía un contrasentido seguir en el empeño, cuando la suerte daba la espalda. Surgieron las dudas, llegaron las preguntas… Tal vez la vuelta al pueblo no fue la decisión más acertada, se reprochaba impotente ante la adversidad. Fueron reflexiones que acudían a la mente, a tenor de los resultados obtenidos en el pueblo, en el desempeño de las labores de labranza. La inquietud y la duda habían surgido y se acrecentaba cada día con el paso de los acontecimientos… El río Corcos siempre fue ruin y muy menguado en caudal y corrientes, de muy poca personalidad y escaso recorrido. Nace medio a escondidas, sin tronío ni cataratas, en la Cota del Valle de las Casas. Después su escaso caudal se afana por tener un cauce por el que discurrir y se deja caer, con cierta lástima, por los sotos de Corcos, Llamas y Herreros, para entregar sus lágrimas al padre
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Esla, en el término de Villahibiera. Por eso su nombre nunca alcanzó importancia más allá de la “Ribera del Hambre”. Más cierto es que, si la oportunidad se presenta, hasta los ruines pierden los modales empujados por su amor propio y su orgullo. Y tal fue el caso que una mañana del mes de marzo de 1956, aprovechando la confusión general producida por la tormenta y la torpeza de algunos ganaderos que derrumbaron las sebes de contención, entró violento, sin ser invitado, en los domicilios del barrio de abajo. Era hora de almorzar y él se puso a la mesa. La crecida perdió el respeto a la vecindad y las marcas de control que registraban los niveles se perdían engullidas por la riada. A borbotones irrumpió en las cocinas con ánimo destructor, y puso en danza al mobiliario: sillas, mesas y enseres, todo bailaba al son de las aguas que amenazaban seriamente con arrastrar muebles y vidas. Él, el río, nunca supo qué fue la gota que colmó el vaso de la decisión. A partir de la riada, sin casa y sin cosecha, ya poco o nada les retenía en Llamas. Necesario fue levantar el vuelo en busca de otro aposento donde colocar el nido. Tras cuatro sementeras abundantes en ilusión y escasas en pan, la riada, con los serios destrozos ocasionados, fue la ola decisiva que ayudó a virar el rumbo familiar. Se puso rumbo hacia el norte, siendo la Peña el faro que marcaba puerto. La Ribera del Esla tiene mejor tempero, pensaron, y tal vez allí grane el esfuerzo. Con gratitud e incertidumbre se alejaron como habían llegado: a hurtadillas, sin despedidas populares, sin hacer ruido. Como se va la gente sencilla que sabe que está de paso…
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Mientras el tiempo aguante “Porque el existir del hombre se alimenta de fantasías circulares”, dijo alguien, dejó rodar las suyas rumbo al viento, buscando el engranaje para seguir rodando los caminos… Secándose las lágrimas miraron adelante con la mano en la mancera1 para roturar los campos plantándole cara al viento.
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n lo alto el azul del cielo abre horizontes a tonos nuevos. La luz del nuevo amanecer alimenta el espíritu, da fortaleza a la debilidad y, a veces, corona los merecimientos. Intentos de comerciar por lo menudo hubo, pero la cosa no dio cierto. Aquellos eran pueblos de escasos recursos en efectivo: apenas cuatro duros de la venta de unos pavos por Navidad, si la cosa vino por derecho y no se los llevó el moquillo; algo de lana, allá por san Juan, y poco más. Todo ello insuficiente para los viajes de urgencias a la capital y de los remedios que el doctor prescribía. Eran gentes recias, endurecidas por los vientos del norte, acostumbradas a renuncias y privaciones. Gentes de muy poca necesidad: se arreglaban con los frutos del huerto y con los cuatro bichos que alegraban el corral con su cacareo y daban compaña al ama, mientras el dueño navegaba por un mar de urces y retamas que, hacinadas, trasportadas y vendidas a los hornos, ayudaban a los escasos ingresos. En ellos se debió inspirar quien dejó dicho en testamento que “no es más rico el que más tiene, sino el que menos necesita”. Con tal filosofía de vida poner tienda en el pueblo era alterar la sobriedad vecinal, obligarse a sonreír, apuntar
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en la libreta el cuarterón del fumador que no llevaba monedero y exponerse a perder la amistad por los olvidos… Pronto, muy pronto, cayeron en la cuenta de que aquella no era plaza para que el comercio floreciese... Abandonada la empresa, apenas recién nacida, el pollino quedó atado a la estaca, el carromato en casa del carretero por tiempo indefinido, y la ilusión petrificada como fantasma de los aciertos. La vida del hombre no es una carrera de la peña al llano y del llano a la montaña, soñó una noche de pesadillas. Es, más bien, carrera de fondo en la que no caben los desánimos y en la que hay que invertirse hasta llegar, aunque la carga de la mochila sea pesada. Hay que continuar, se dijo, para no traicionar a las ilusiones ni abandonar los sueños. Llegar era el sueño, el motor que alentaba la ilusión y que alimentaba la marcha. Verles crecidos, suficientes, hombres y mujeres recios que afrontan la vida con honradez, siendo más que uno fue… Frase repetida por los padres de aquella generación que, de tanto mirar al suelo, perdieron orgullo y arrogancia. Decidió abandonar “las suertes” de la heredad, raquíticas y escasas, y poner rumbo a la ribera donde la hierba crece generosa, las ranas croan al amanecer y te saludan con sus saltos en la charca, y la Peña te mira majestuosa, invitándote desde la distancia a cobijarte en sus misterios y a descubrir sus encantos.
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El guarda Él, en el camino de vuelta, se aplicó afanosamente a otros oficios en otras laderas, sin desdeñar ninguno. Con renovado esfuerzo y empujado por la diosa necesidad, experimentó, con renovada ilusión los oficios que los días le brindaban… Fue su motor la confianza, el ser humano, su fuerza, la necesidad; su entrega, la llamada de la sangre y del amor a los suyos.
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a Junta
Vecinal era sabedora1 de que gran parte de los desencuentros entre los vecinos del pueblo tenían su origen en los daños que el ganado causaba en el campo: unas veces por descuido de los rapaces1 vaqueros, y otras por mala voluntad de algún vecino desconsiderado y glotón que, haciéndose el distraído, deja pastar al ganado en prado ajeno. En su fuero interno todos reconocían que el principio del entendimiento entre las gentes de buena voluntad se basa en el respeto al otro y a sus pertenencias. De lo contrario, la armonía se rompe y las relaciones se deterioran, inevitablemente. Cierto es que los animales no conocen las escrituras de propiedad de cada finca, ni distinguen los mojones que señalan las lindes. Por ello, aprovechando su condición ignorante y bobalicona, se saltan a la torera los protocolos del respeto al bien ajeno. Acordaron en Concejo, con buen criterio, acabar con los abusos que crispaban los nervios y deterioraban la relación entre los vecinos y contratar un guarda que, investido de la autoridad del municipio, hiciera respetar la
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propiedad y penalizara a los infractores. La decisión fue tomada por unanimidad, signo de la buena voluntad de los vecinos. Dada la función que se le encomendaba, el guarda era considerado ángel protector de las hierbas y sembrados, por un lado; y espíritu y castigador de transgresiones y descuidos de poca monta, por otro. Preocupación de los niños vaqueros, a los que penalizaba sus descuidos, y enojo para los amos, que habían de responder ante el Concejo pagando la multa impuesta: cinco pesetas, a la sazón. El éxito en su tarea radicaba en la rapidez de actuación y en la sorpresa. Resultaba enojoso, delicado y difícil, tener que demostrar la infracción ante el Concejo en presencia del infractor. Por eso, la actuación había de ser sigilosa, por sorpresa, sin coartada exculpatoria. El guarda, con su corazón de padre, a veces ejercía de hombre de paja que asustaba a los niños con su sombra alargada y brazos en cruz, como colegial castigado, pero sin querer castigar, porque por dentro era blando, cálido y comprensivo. Cariñoso con los niños que pasaban el día en el monte y que sabían carear1 al ganado, guarecerse1 de la tormenta y jugar al hinque1 para sentir la presencia y cercanía de la amistad de otros niños. La funda de juez que le vistieron le caía grande: en él era un despropósito. Por eso lo dejó pronto. Apenas unos meses duró la experiencia. Después se retiró para que el ganado se moviera a sus anchas y los amos pudieran seguir abusando, unos; quejándose, otros; disgustados, todos. Como antes, porque la reyerta formaba parte de su relación en la vida.
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A lomos de la luz Sobre el látigo de luz cabalga el gran jinete del amanecer que, con su rayo, desvanece las tinieblas. Su espíritu pone en fuga a los duendes y pesares de la noche y vence en la contienda a las quimeras, que alimentan sueños imposibles, hijos del deseo y de la necesidad.
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alturas se despejó el horizonte. Momentos de luz y templanza hubo, pero el fuerte de los días fueron borrascosos, batidos por el cierzo hambriento y la tormenta que se agarraba a las entrañas de la Peña como a ubre de madre que se entrega mientras la criatura pide con rabia su alimento. Bien lo sabía aquella pierna que se esforzaba por mantener el paso, sin alardes ni quejas, aunque la dificultad era evidente en cada cuesta del camino. La humillación de calzarse cada amanecer, para salir a hacer el monte, le llevaba en alas de la soledad al lado de los suyos, donde la limitación era aliviada con solicitud y el cariño. Fue regalo del señor de Hulleras de Sabero, decía a quien quisiera escucharle, mientras liaba el cigarro con parsimonia y maestría, compartiendo petaca y compañía, y contando historias del pozo en el que dejaron los mejores años de sus vidas tantos jóvenes… No era el suyo un tono lastimero y quejumbroso; solamente contaba sus pesares por pasar el rato al calor de la compaña. Comenzó por aquellos días a sentir sobre los huesos el frío de la Peña, la erosión del cierzo, el significado de la distancia, de la dependencia, de la limitación…, a ampoco en las
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percibir que los niños cuchicheaban y sonreían a su paso con mal disimulada crueldad. Sintió el mal de altura y, por momentos, deseó ser águila en vuelo, camino del llano y descansar un rato en la solana, a la sombra de una rebolla, como el profeta Elías. Luego, ya repuesto, continuaba el camino sin prestar atención a la cojera ni a la estupidez infantil. Allí, compartiendo ternura, a su modo; aquí, aplicando justicia según el Concejo le tenía encomendado. Esta le proporcionaba sustento, aquella oxigenaba la carga y hacía más llevadera la jornada… Desde la soledad del monte, en la orilla del silencio, percibía el eco que le repetía desde la distancia: el hombre de la casa debe volver cada atardecer para dar seguridad a los suyos, que no tienen edad para entender las ausencias. Tarde más o tarde menos el tiempo siempre llega a la meta. El cierzo levantó la cabeza y la luz larga de la primavera se coló por el portillo que se abre en lo más alto de la Peña, por largo tiempo trancado. Aprovechando un descuido recogió sus notas, echó una mirada hacia Fonrán para cerciorarse de que guardaría el campo en su ausencia, y, sobre las alas de la luz nueva, se fue en busca de la siega del centeno, a extender la trilla, a preparar la era, a inaugurar jornada en otros pagos.
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El viaje El viaje lo emprendió rumbo a la sorpresa, por si la suerte descansara por aquellos pagos… Como viajero errante, sin fortuna ni padrón, que se mueve al son del infortunio por si la suerte esquiva se apiadara de su trasiego, de su ir de posada en posada, para sentirse vivo y resistir en el ring sin aceptar la derrota.
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se detuvo unos momentos, sacó la petaca del bolsillo, miró a la Peña, y, con tristeza, dijo para sus adentros: “La historia de cada uno se labra en el surco de los pesares y se riega con el agua firme de la nieve que desciende como lágrimas de despedida”. Después, lió un cigarrillo y, envuelto en la nube de sus pensamientos, siguió el destino que el camino le marcaba. Debió pensar el alba que le cogería la delantera, que le encontraría entre las sábanas distraído en cavilaciones y soñando con la vuelta, que le ayudaría a preparar el hatillo con los cuatro trapos de su pertenencia. Se equivocó el alba, porque una vez más le tomó la delantera. Cuando el primer rayo de vida se coló por las rendijas del ventanal que desde el corredor aguardaba a la luz cada mañana, él, en perfecto orden de revista, liaba el primer cigarrillo del día para ofrecerle el humo de su boca como incienso de alabanza. La petaca sobre la silla, y el hato a los pies de la cama, fueron testigos privilegiados de la alegría desbordante de un corazón en camino. Testigos no hubo más. Sólo el mastín de la casa, insomne, olfateó sus pesares y advirtió el adiós callado mientras subía la calle. n el camino
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Ya en la collada volvió la vista para decir adiós, en silencio, a las casas que surgían como fantasmas del sueño de la noche e iban tomando forma según el sol se desperezaba. Después, miró hacia el Viso, peña noble, de corte recto y riguroso, vigía permanente, por si divisaba a los hombres que trasponían la cumbre cada mañana para adentrarse en el pozo de Correcillas. Nadie cruzaba a aquellas horas; o, al menos, a nadie vió. Abajo, en la Vecilla, donde despluman a gallos para engañar a las truchas con los brillos de sus plumas, el silencio se rompía con el ir y venir de los veraneantes que tomaban el vermú en “El orejas”, y con el bregar de los lugareños que cargan los carros con el heno, mientras hacen un alto para ver pasar al tren, que brama su mal humor porque llega tarde a la capital para salir de ronda. Algunos desocupados, por matar el rato, se asomaban al andén para ver la vida pasar en traje de campesino, que rumiaba el diagnóstico del médico de la capital; o la silueta pálida de la niña que volvía de servir de casa del señorito, con su carga de ilusión, de recuerdos y pesares, y algunas humillaciones pintadas en las mejillas. Desde la plataforma del vagón echó una última mirada hacia el infinito, donde la Peña guarda sus tesoros escondidos. Ocupó su asiento y saludó a los presentes que, como fantasmas, dormitaban en el espacio contiguo sin prestar ninguna atención al recién llegado. Acomodó el hatillo, lió otro cigarrillo y pasó la petaca al fantasma más cercano, que la rechazó con delicadeza, evitando herir los sentimientos del nuevo compañero de viaje. Liado en el manto de las cavilaciones contempló cómo el humo del cigarrillo huía por la ventana y arrastraba los pesares de la distancia y la soledad, y daba cabida al temor y a la duda, mientras el tren que partía roncaba malhumorado.
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Vaquero Hoy, quienes los visten desconocen el oficio, y hasta me atrevería a decir que pocos, o ninguno, corrieron tras las vacas. Desconocen, por lo tanto, sus ardides y cornadas cuando salen a la dula, por abrirse un hueco en la manada.
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con el día, cuando le da el sol en la cara, y con él comienza su faena. Con el ganado desgrana algunos soliloquios que nunca encuentran respuesta; a veces canta penas propias y alegrías ajenas, para no olvidar del todo el arte de la comunicación. Habla a los pájaros y les cuenta proyectos y vivencias soñadas la noche anterior, pero a ellos les gusta el aire y no atienden el sentir del vaquero, por temor a que les roben el aire. El pastor de verdad, al que le importa el ganado, vive en el mundo desde una orilla distinta: ha de nacer entre el ganado y crecer a su lado, para conocer a cada cual por su nombre, como el buen pastor del Evangelio. Pasan muchas horas juntos, su relación es casi familiar. El niño Miguel no fue pastor ni hijo de pastores. No había heredado el conocimiento del ganado, y no le tenía afición. Fue por necesidad, por lo que guardó ganado ajeno en montes y prados lejanos. Las cornadas de la soledad le hirieron más de cuatro veces y aguantó con coraje; no estaba bien visto manifestar la debilidad en público, y menos a los extraños. Había que revestirse de fortaleza, echar buena cara a los acontecimientos, reír la l pastor amanece
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gracia por fuera, y aprender a llorar para dentro, en lo secreto. El tiempo es el galeno que todo lo cura. Primero aprendes a llamarles por su nombre; todos los animales tienen un nombre para su dueño; si alguno no lo tiene lo bautiza, y pasa a formar parte de sus preferidos por un hecho tan insignificante. Después se va conociendo su carácter, mañas y travesuras; distingues sus preferencias y hasta se hace un poco cómplice con ellos. Conocer y familiarizarse con el monte, con sus misterios reales e imaginarios, es un paso importante para empezar a ser pastor. Los ojos de Fonrán lloran todo el año, y de su lagrimeo brota una permanente otoñada1. El Violar1 ocultaba su misterio entre abedules blancos y helechos frondosos. Al abrigo de las sombras se escondían los rumores de la noche que asustaban a los niños pastores. Los cencerros1 guardaban silencio mientras las vacas rumiaban su nostalgia. Solo cuando a la tarde el bosque da suelta a las vacas y la luz poniente hace posible su identificación, al asomar al claro los niños vuelven a ser niños y continúan con sus juegos de monte, respirando gozosos al reencuentro con su ganado. Los niños vaqueros hablaban con el bosque, le contaban sus miedos e ilusiones. Ellos, los niños, aprendían a distinguir las costumbres de los animales y hacían pacto de amistad con ellos. Se interesaban por la vida oculta y silenciosa que vive en sus entrañas. Saben que algunas retamas1 desean ser árboles y se estiran para conseguirlo. Hay plantones de árboles jóvenes arrogantes, que sueñan con hacerse adultos. Por el contrario, hay árboles de tronco leñoso, fuerte, austero, que lloran los desgarrones que la tormenta ocasiona a sus ramas secas y poco flexibles. Se les nota algo cansados y viejos. Así, en tonos variados, el lenguaje políglota del campo entonaba su
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sinfonía con infinidad de nuevos sonidos, que solo el oído educado para ello es capaz de percibir. Los niños pastores saben leer el paso de la nube que dibuja fantasías blancas, el rumor del viento que atraviesa el bosque silbando furor, la vida que bulle en la espesura y asusta un poco. En el monte, lejos del calor de la casa, envuelven su cuerpo pequeño con el manto del día que les protege de la tormenta. Así no se sienten tan solos.
La vaca. Sea pinta, blanca o barcina1, con su mirada perdida desde los ojos vidriosos, termina por atraer la atención y el afecto del niño vaquero, que con alma de infancia se comunica con ella en la soledad del bosque, en las horas muertas que pasan en compañía.
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Palabra Gran maestra y señora que sirve la mesa en las tertulias de los elocuentes. Látigo de la justicia, que azota los silencios de la ignorancia e invita a compartir la mesa en la tertulia de los sabios, poniendo una mueca de amor en el filandón de las noches de invierno. Bálsamo que suaviza y acaricia las heridas de la ignorancia… Tú haces al hombre dueño y señor de sus asuntos; das credibilidad a los compromisos adquiridos tras un apretón de manos; tú rubricas los acuerdos en la feria de los días…
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n la comarca de Ribesla casi nunca pasa nada. Por ello el mercado de los jueves, “fiesta del capazo”, entre las gentes sencillas de la comarca de Ribesla desempeña múltiples funciones: es escaparate donde agricultores y ganaderos exhiben con cierto orgullo sus mejores frutos y ganados; tienda al aire libre donde las amas de casa abastecen las despensas; foro de reunión en el que se comentan las noticias de los pueblos de la comarca, defunciones, en su mayoría; es lugar de encuentro de amigos que en amistosa charla toman juntos los vinos. La ribera y la montaña tienen como punto de encuentro el mercado de los jueves en la plaza de Cistierna que arbitra cierta equidistancia entre el Páramo y la Montaña. En las noches de agosto la tertulia vecinal se trasladaba al tranco1 de la puerta de la casa, mientras llegaba la brisa y se anunciaba la cena.
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El vendedor de hortalizas frescas estaba contrariado y pensativo aquella tarde de jueves, y se lamentaba, para la concurrencia, de la poca venta que había conseguido de su carga de pimientos de calidad extraordinaria. Sentado, al amor de la tertulia, pensaba en alto y decía: “ciento veinte docenas, de la mejor calidad, en la caja del camión y casi ni regalándolos se los llevan”. La idea vino a la mente como un relámpago: comprar barato, aprovechando la ocasión, y venderlos ribera abajo. El subconsciente mercantil le traicionó y, en un lance de osada imprudencia, hizo la oferta: “a tres pesetas docena los compro todos”, dijo Miguel. Se hizo silencio en la tertulia, sin dar crédito a las palabras que envolvían la oferta. Siguió la conversación y nadie dio por oída la oferta, que más bien sonó a bravata. Solamente después, en la soledad del catre, cuando los sentidos ponen en su sitio las palabras ociosas oídas durante el día, el comerciante rebobinó e hizo sus cuentas: calculó, sopesó la oferta lanzada al aire, se incorporó y llamó a la puerta para cerrar el trato, echándole el buen provecho al espontáneo comprador. Miguel, hombre de palabra, todo de una pieza, asumiendo el riesgo de su oferta, contó ciento veinte docenas, pieza a pieza, pagó la mercancía y se acostó contento consigo mismo, para soñar con campos de hortalizas y verduras donde ganar una peseta. La familia en pleno se aplicó a la operación comercial: recuento, llenado de sacos y cestos, distribución de rutas y medios de transporte. La flotilla de vendedores ambulantes y noveles, pujando bicis cargadas, se echaron a los caminos de la margen derecha del Esla, pregonando con inconsciente osadía: “pimientos frescos, recién cortados en Fresno de la Vega”. La operación fue todo un éxito y los beneficios muy sustanciosos.
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CAPÍTULO IV
Labores de otoño El tic-tac, tic-tac machacón y repetido del reloj de la torre, que con su pregón enhebrado en lo alto recuerda a los vecinos que están de paso, que el tiempo se les escapa, que él está en lo alto para recordarse, le hizo caer en la cuenta. Nunca antes le prestó atención. Sonar, sonaba, ¿cómo no?, pero él estaba en otros asuntos y nunca puso en el sonar del viento su atención. Bastaron unos días de aposentamiento en casa para descubrir la nueva realidad: nuevos vecinos, cuestas nuevas, sensaciones para estrenar y, claro está, nuevos sonidos. Apareció el reloj con su monótono compás y, poco a poco, le resultó un sonido familiar que le saludaba con su tic-tac diario y le brindaba su mensaje, que él descubría agradecido como regalo deseado. El reloj le hizo caer en la cuenta de que el nido era confortable y seguro. Y como la tarde iba cayendo, el árbol familiar plantado con sus manos, regado con el llanto de la esperanza, florecía para gloria de su jardín ahora que se sentaba a su sombra. Nada raro era que un amanecer los polluelos criados al amparo de su tronco emprendieran el vuelo, para descansar mientras se esperaba el regreso. Cabía soñar con corrientes de agua donde matar el rato, aprender las costumbres de las truchas y visitar los pozos de los que oía hablar en la cantina mientras jugaba la partida.
Por fin, una mañana, se miró en el espejo, que sonriente le devolvió un rostro curtido y atezado, erosionado por los vientos que soplaron de todas las direcciones, una piel que prestaba sus servicios para envolver sentimientos y suspiros, un corazón magnánimo y agradecido que devolvía con elegancia la sonrisa a la vida. Después, ya en la cocina de siempre, contempló una mesa preparada y servida con pan caliente para cuando ellos decidan volver a respirar cariño y a alimentarse en la mesa de todos.
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Pescador Cuando el pescador llegó al río la tarde ya iba de caída y el mosquito se precipitaba sobre la corriente para encelar a las truchas. No pudo llegar antes, se entretuvo recorriendo los caminos, pero la hora era buena. Para entonces la corriente bajaba calmada y mansa, invitaba a la reflexión y al sosiego. El remolino era imperceptible, se había olvidado de su arrogancia y se sumó al correr suave de las aguas. Por eso, el diálogo con los peces se convirtió en conversación amistosa, íntima y afable, mientras la brisa templaba el encuentro.
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a temporada empezaba pródiga en capturas en las tablas y corrientes del Esla. Los aficionados no tenían otro tema en las tertulias de cantina1. Aplicaban la lupa de muchos aumentos al éxito de la tarde anterior en tal o cual corriente, entrando en detalles de cómo la pluma se deslizaba golosa. Sabido es que los pescadores adornan sus capturas reales con algunos faroles que nadie cree, pero tampoco hacen daño a nadie, y ellos se sienten más felices e importantes. Una cosa sí parecía cierta a decir de los entendidos: había mucha trucha empozada en el Charcón al comienzo de la temporada, entraban a cualquier cebo. Saltaban, provocadoras, en las tablas de Modino y Pesquera, como queriendo romper el cerco en el que las quieren recluir los señores del hormigón, allá en Riaño. Subiendo un poco la voz, para hacerse notar, el “Nutria” pontificaba diciendo: “al atardecer, cuando el
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sol se da por vencido, los mosquitos bajan zumbando a celebrar sus tertulias y a emborracharse de espuma. Es el momento de amarrar una cuerda con el indio o con el pardo, y, a poca suerte que haya, nadie vuelve a casa sin traerle a la “parienta” la cena”. La concurrencia reía el farol y ya pensaba en bajar hasta el Charcón. “Por la mañana están algo más perezosas, decía, y hay que buscarlas en el fondo, encuevadas, porque están aún soñolientas. Tal vez la “moruca”1 les estimule el apetito y pongan algo de su parte. Al mediodía la cucharilla, diestramente manejada, puede deslumbrarlas; y en sus bailes de sube y baja se puede trabar alguna”, seguía diciendo el Nutria. En estas y otras consideraciones pasaban la tarde los aficionados, reviviendo sus triunfos y despertando el interés del pescador de secano, deseoso de graduarse en un arte que tanta satisfacción proporciona a sus nuevos amigos. El novato en artes de pesca escuchaba la lección magistral del veterano, para quien el río no tiene secretos y se mueve en él como pez en el agua. “Si yo pudiera”, se decía…, “pero el Charcón está lejos. Siete kilómetros es demasiada caminata para un aficionado tardío. Tal vez más adelante, o si el chico baja a trabajar para la ribera, pueda acercarme algún día para comprobar por mí mismo la alegría de una buena pesquera”. En tierras de “La Ribera del Hambre” no se pesca: el conato de río no daba para peces. Si acaso cuatro “perreras”1 y algún barbo escurridizo que pasa el invierno soñoliento en el fondo. Nada que valiera la pena. Por eso, entre las gentes del lugar, no había afición ni arte. En el Esla la cosa es diferente… Tal vez si lograba pescar las tablas del Charcón, también él pudiera presumir de haber cubierto el cupo a media mañana,
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como los buenos pescadores; comentar la lucha con un ejemplar al que le asomaba el lomo por encima de la corriente en la tablada, y que le llevó la cuerda cuando ya estaba a punto de sacadera1. Y lo que era más importante: demostrarse a sí mismo y a los suyos que si se da el día, también él sabe llenar la cesta. Como un obseso tardío iba al río día tras día a probar suerte, a matar el rato, a soñar con el gran pez que le acreditase ante propios y extraños… Mientras, la cuerda se deslizaba mansa, jugando con la espuma. Y él jugaba a echar sus cuentas a la luz del cigarrillo que aromatizaba la escena con sus humos y se divertía asustando a los mosquitos. En estos juegos y ensoñaciones gozosas se le iban las tardes de río, cuando al fin logró para sí y para los suyos un asentamiento estable. De tarde en tarde la suerte premiaba su constancia y le obsequiaba con algún pequeño trofeo que justifica el sacrificio y mantenía viva la ilusión: unos peces, un par de barbos, una “truchina”1 que apenas da la medida, porque la grande, la que le saltaba cada tarde, trabó, pero le rompió la cuerda y marchó con ella corriente arriba. Al fin, una mañana, pude verle radiante desde la distancia: con verdadera devoción observaba su arte y tensaba la cuerda. La suerte brillaba en sus ojos cansados de esperar: la cuerda hundida en el pozo excitaba su ánimo sin saber que le observaba; mientras la levantaba, la pieza de su vida se abatía entre la vida y la muerte en el fondo de la sacadera1. Sus agallas, fatigadas por la lucha, se cerraban boqueando el último suspiro, mientras el pescador sentía la caricia del triunfo y el orgullo de sentirse pescador ante los amigos de tertulia. La trucha y yo fuimos testigos de la grandeza de aquel momento, en el que el pescador se
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afianzó como tal ante la sonrisa amable de zapateros1, ranas y gusarapas1 que presenciaron el momento. Nunca comprendió la trucha, con su cerebro de pez, lo valioso de su lance y sacrificio, pero hizo que un hombre afianzase su autoestima y confianza en el río, y pudiera sentirse pescador y presumir, por un ratito, ante los suyos.
Es el pescador buscador de silencio en comunión con las balsas de la orilla, con los cantos rodados de siempre, con sus amigas las truchas. Ellas juegan al engaño para poner a prueba la paciencia de su amigo el pescador. Hasta que una tarde, entre dos luces, en un lance de amor, a su empeño se ceban y se dejan engañar como recompensa.
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Reteles Engaños, trampas y señuelos para golosos e incautos, crustáceos que se asoman al precipicio de la orilla sin calcular el riesgo que se oculta entre las redes y la maleza. Tardes de merienda y pradera en armonía con el rio y sus asuntos, mientras los cangrejos iban entrando en procesión al cerco que se les ofrece.
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uando la veda se cerraba, el río recogía sus lujos, se asomaba a las orillas lamiéndose las heridas y tomaba el sol los días postreros de agosto en la tranquilidad de las tardes. En casa el pescador, muy cuidadoso de sus cosas, recogía el equipo con esmero, guarda los tratos con mimo y cerraba los ojos recordando la trucha madre que le entró a la saltona en repetidas tardes y quedó en el pozo. Le dejó con la miel en los labios y la esperanza a la puerta para la próxima temporada. Colgaban de un clavo en la hornera todo el otoño e invierno, esperando que, allá por San José, se abriera la veda del cangrejo. Con los reteles, en posición de espera paciente, las cañas, carretes, cesta, sacadera y otros útiles, que hablaban entre ellos de la afición al río. Visitar la hornera de vez en cuando y repasar el equipo, era una manera de matar el tiempo en las mañanas de invierno, y de asomarse al futuro, disponiéndose a recibir la temporada con los brazos abiertos. Los diálogos eran entrañables y recordaban tardes de ilusión y de éxito en temporadas pasadas.
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Mediado marzo, cuando asomaba el buen tiempo por lo alto de Peñacorada, hacía su entrada triunfal la temporada de pesca. Las orillas del río recobraban especial interés, la vida bullía corriente arriba y corriente abajo, saludando a la fauna oculta entre matorrales que se unía a la fiesta de la primavera. Los jubilados y los niños, pescadores de bajura, eran los primeros en echarse la caña al hombro y salir a saludar al río. Se asomaban a los pozos para comprobar que las crecidas no habían modificado su estructura, y que la palera1 en la que amarraban las cuerdas la temporada anterior seguía firme y accesible. Había alegría en los ojos y gozo en el semblante: como si la pesca ofreciera una ocupación al que nada tenía que hacer, y les regalase el encuentro con el compañero, brindándoles la oportunidad de respirar aire puro y revalorizar su existencia. La pesca del cangrejo era considerada como un arte menor; tal vez porque los mayores, laboralmente hablando, ocupados en tareas importantes, no la disfrutaban. Cuando la temporada se echaba encima era necesario tener la licencia en la cartera. Ir legal por la vida era virtud que aprender desde la edad temprana. Los pescadores de verdad conocían hasta el último remanso y pozo del río, pero el pescador de cangrejos tenía sus manías o, mejor, sus preferencias; había lugares predilectos donde la pesquera era segura y el acceso más fácil. Convenía mantenerlos ocultos a la ambición de los competidores. Los cebos componían, igualmente, parte del rito secreto: las ranas, manjar predilecto, escaseaban hacía tiempo. Los cebos alternativos no eran igual. Se conseguían en la carnicería fácilmente, y había posibili-
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dad de ofrecerles un menú más variado, si se sentían inapetentes. En tiempos idos, cuando abundaban, los cangrejos salían de la charca a la menor insinuación. Nadie les hacía caso por entonces, y los niños en el soto jugaban a pescar con rana y junco, mientras cuidaban las vacas. Después, con la escasez, en las oficinas inventaron el cupo de reteles y piezas. Se limitó el tamaño y la hora. Reglamentaron la pesca y perdió animación y frescura. Conseguir llenar la cesta para una merienda del preciado marisco de montaña, resultaba harto difícil. Luego llegó la epidemia y asoló las aguas; exterminó la especie y dejó las orillas del río silenciosas y tristes; como si el fantasma de la muerte se hubiera adueñado de los pozos. Desde entonces no les ponen lazos a las “paleras”1 por la tarde; los reteles siguen colgados en la hornera y ya no esperan la llegada de la primavera, ni los diálogos otoñales del aficionado al río.
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Silencio elocuente Ningún hombre debiera estar solo cuando envejece, le dice el niño al veterano pescador en “El viejo y el mar”. Al menos no más solo de lo que le apetezca, añadiría yo.
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bueno colgar de la conciencia de nuestra flamante sociedad un letrero que recuerde el precepto divino. Y así, viéndolo desde la pantalla del discurrir diario, se adentre en nuestros hábitos y costumbres. Si el guardián de valores sestea, el bullicio exterior recluye al que hasta ayer fue hombre maduro en un silencio que avanza, sembrando soledad y frío en su corazón. Las articulaciones se endurecen, las cuerdas bucales se oxidan y los pulmones pierden fuelle y elasticidad. Es como si una parálisis recorriera las vías de comunicación y las obstruyera, impidiéndoles respirar. Él, prudente, va cediendo los trastos de la responsabilidad. Se va situando a la sombra y termina por perder el equilibrio, como borracho al amanecer; acabando por derrumbarse como pared ruinosa vencida por la erosión de los años. Es entonces cuando se calculan las palabras y se sopesa su volumen, para no herir susceptibilidades ni ser causa de discordia. A fuerza de bajar la voz termina por ser imperceptible, se va diluyendo la honda de su presencia hasta rincones de soledad y abandono. Cuando el proceso comienza la alarma salta en su entorno: el abuelo está algo raro, parece ido, conal vez fuera
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vendría que fuera al médico, etc. Y él, en su interior, contempla desde la cercanía del cariño y la distancia de la edad a los suyos de siempre, que empiezan a serle algo desconocidos. Duda de su identidad, porque se encuentra extraño en sus nuevos sentimientos y afectos un tanto desconcertantes, y llega a pensar si es el egoísmo quien ha hecho presa en su vida. Proyecta una mirada hacia su interior y descubre la nueva realidad, mezcla el presente con el pasado, y la confusión avanza despiadada. Su silencio interior merece todo el respeto: es patrimonio personal e intransferible; templo donde se celebra el culto a sus recuerdos; en definitiva, lugar sagrado e impenetrable para los demás. Por eso, si a veces da cabezadas, dejadle: está explorando el futuro porque no quiere sorpresas desagradables en el encuentro. Se adentra en el más allá en arriesgadas incursiones para preparar el camino. No le despertéis ni distraigáis: que vaya y vuelva. Vosotros velad su sueño para que al retorno no le sorprenda la soledad exterior, que no tiene corazón. Tal vez se ría o hable sólo en sus correrías: son sorpresas del caminante; se ha encontrado con un viejo conocido y le saluda, le cuenta su preocupación e inquietudes… Vosotros esperad su vuelta. Por fuera no le dejéis a la intemperie, abandonado ante las dificultades de su cuerpo cansado y débil, porque su lozanía la entregó en su momento para ti, que eres savia de su tronco.
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Al tic tac de los días Onomatopeya cansina por repetida, que pinta, a golpe seco, el río de las horas por el que se deslizan los suspiros de la existencia.
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los instrumentos que utilizaron nuestros mayores para medir los diferentes aspectos de la vida. Me parecían, por entonces, algo mágico que despertaban en mí interés y curiosidad por su capacidad de consenso entre las gentes del pueblo, e incluso más allá de los límites del territorio. Todos acataban y tenían por buenos sus cálculos, pesos y medidas. Era como atribuirles la cualidad de patrón y guía en las relaciones con la vida. El reloj que dormía en el cajón de la mesilla de noche, por ejemplo, despertó en mí curiosidad y deseo de conocerlo de cerca, desde muy pequeño. Para nada necesitaba yo saber la hora, ni tenía demasiada conciencia de lo que el tiempo significaba; de cómo se escapaba, de lo imposible que es recuperarlo… A los niños, en general, nos bastaba con oír pitar a la Foca, que piafaba1 como caballo de hierro en las cuestas arriba, arrastrando su mercancía negra de carbón. La Foca sí era importante para los niños del Valle de Sabero: nos recordaba, con su gruñido metálico, las obligaciones de niños. Nos avisaba cuándo era la hora de entrar a la escuela, de llevar la arqueta de la comida para los mineros a la máquina, e incluso la hora de salir de clase. A lo mejor por eso tampoco andaba el reloj de la escuela del Cantón; porque don Atanasio, el maestro, iempre me admiraron
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tampoco lo necesitaba. Él subía pedaleando hasta el “Bar Pilar”, descansaba un rato y tomaba café, leía la prensa, y sabía que era la hora de entrar en clase. El reloj que primero llamó mi atención lo descubrí en la mesita de noche del dormitorio de mis padres. Era de bolsillo y estaba parado. No supe si no andaba porque estaba cansado, porque estaba enfermo o porque había alguna otra razón para que el corazón de un reloj se parase. Yo solo lo quería para jugar, para investigar por qué no andaba, para que me contase dónde almacenaba los minutos que se habían ido…; no lo conseguí. Me sentí infantilmente frustrado. Con el paso del tiempo supe la razón: no marcaba las horas, no; pero marcaba el día de la vuelta de mi padre a casa al terminar la guerra. Él había dejado sus pertenencias más valiosas, a modo de recuerdo, por si en el frente había mala suerte, en casa de Secundina, su hermana. Cuando volvió a retirarlas para recuperar el pasado, el reloj de sus primeros ahorros de minero había desaparecido. El relojero que lo aceptó en depósito le entregó el que descansa, parado, en el fondo del cajón de la mesita. No era el suyo, pero lo aceptó como tal y le agradeció la espera. Un día, un marchante hábil de palabra, de los que van de puerta en puerta ofreciendo baratijas como si de auténticas joyas se tratara, convenció a mi padre de su absurda fidelidad a un cacharro viejo, al símbolo de un recuerdo… A cambio de él le entregó uno de campana, grandote, panzudo y feo; nada comparable con el reloj de la mesilla. Darle cuerda cada noche al acostarse era el último acto de mi padre antes de retirarse a descansar, y simbolizaba la continuidad, la esperanza en el futuro, el despertar del día siguiente. Era como asegurarse un nuevo amanecer.
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Cuando todos los jóvenes españoles, sin defecto físico que se lo impidiera, iban a servir a la Patria, había expectación por conocer el destino del cachorro familiar. Si la suerte era ciega y al joven le tocaba servir en tierra de “moros”, con frecuencia la expectación se trocaba en preocupación y temor. Al primo Lucinio, cuando colgó los hábitos, le sortearon y el destino le llevó a Melilla. La noticia corrió de boca en boca en el ámbito familiar y casi produjo consternación. Tan distante y peligroso se consideraba el destino. En su primer permiso cumplió el encargo que mi padre le hiciera: traerle un reloj de bolsillo para poder seguir haciendo sus cuentas al paso de las horas y los días. El último reloj que le marcó el ritmo a mi padre, es de pulsera. Lo conservo en un estuche. Tampoco anda. Lo rescaté de una limpieza general en la que el cajón de la mesita de noche fue pulcramente despojado de elementos que el tiempo fue depositando en su interior, y que hoy parecen innecesarios.
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Reloj dormido Como mi padre, también yo guardé un reloj viejo en el fondo de un cajón hace mucho tiempo, y allí ha estado olvidado. Desconocía cuál era la razón de estar parado: si enfermedad, vejez, cansancio o, simplemente, falta de un por qué caminar, ya que a nadie le importaba, desde que se fue su dueño. Tampoco me preocupó averiguarlo. Lo recogí del cubo de la basura como un gesto de piedad, sin saber muy bien por qué; lo dejé en el cajón de los recuerdos, haciendo montón con otras cosas sin registro ni valor asignado. Tiempo atrás este viejo reloj, pensé, se afanó en medir el tiempo que se le fue de entre sus diminutas manecillas.
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n cierto día,
esperando en la ciudad la llegada del 52, mientras hacíamos cola, una señora de mediana edad le preguntó a otra, ya mayor, con las huellas de los años en la cara y en el cuello: “¿Viste pasar a Don Tiempo? Ayer me crucé con él, respondió, pero iba tan rápido y tan a su aire, que no pude ni saludarle. De verdad, va siempre envuelto en la capa de las prisas y de la importancia”. Siguieron la conversación, aparentemente intrascendente, una de tantas de las que se entablan en una cola cualquiera; ya se sabe: más que nada, por matar el tiempo y esperar la llegada del 52. Mientras ellas parloteaban sin tema, sin esquema ni sentido, me llamó la atención que se preguntaran y hablase de “Don tiempo”. Hablaban de él con cierta irreverencia, con desenfado y, creo yo, sin valorarlo en su justa medida. Como quien tiene mucho y no le
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preocupa despilfarrarlo. Me pareció que, en el fondo, se lamentaban de lo rápido que pasó el día de ayer, y el de antes de ayer, y los otros días…, pero sin preocuparse ni medir el registro que había dejado a su paso. Volví la vista 24 horas atrás para comprobar, por mí mismo, si no era algo exagerado su discurso y quedé sorprendido: también a mí se me escaparon de las manos las 24 horas últimas sin darme cuenta, y los siete días de la semana, y las cuatro semanas del mes… Así alcancé a traer al recuerdo la sucesión de los años que han pasado por este cuerpo compañero, como anguilas escurridizas en lodazal, donde el río se junta con el mar para perderse en la inmensidad. Con cierta nostalgia pensé: tal vez por eso necesitamos del reloj en nuestras vidas y quehaceres. De lo contrario, ¿qué sentido tendrían las manecillas del reloj fabricando segundos, con su rosario de fracciones, a toda prisa, y que por ser regalo del Señor, casi ni apreciamos su paso? Me acordé de mi reloj prisionero en el fondo del cajón, sin ver la luz en años. Casi me remordió la conciencia. Hice propósito de la enmienda y le pedí al relojero que lo despertase, que lo asease y le diera ánimo, él que sabía hacerlo. Es el reloj que a mi padre le sirvió para medir su tiempo, contar sus últimos días, y hacer sus cálculos. Un reloj de pulsera, pequeño, suizo. Me repite con su tic-tac que los días que pasan no vuelven; que el tiempo es el gran capital que se nos entrega, que cada fracción del mismo es de valor incalculable… En íntimo diálogo con él le hablé de su ausencia en casa, le reproché sus prisas en marcarle la hora, cuando al fin había logrado aposentarse y le toca disfrutar de la herencia que el camino le entregaba…
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Creo que su reloj se precipitó, aceleró el ritmo, fue un poco alocado, o, al menos, a mí así me lo parecía. Se adelantó y le marcó su hora antes de lo que hubiéramos esperado, pero el Señor de los días y de las horas cuenta de otra manera, me dijo mi reloj. Ahora, con los años cumplidos, es más reflexivo y tranquilo. Es consciente de que el tiempo ido no vuelve. Y es que el pobre, tal vez, siente complejo de culpabilidad por adelantarse en marcar la hora de la partida.
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CAPÍTULO V
Ecos del monte Hoy, hablar del pueblo, entre las gentes de la ciudad, tiene un cierto sentido de nostalgia, recuerdos y juegos de niño. Los políticos, gente seria y acostumbrada a manejar el lenguaje, se refieren al Pueblo, en primer término, como multitud o masa de votantes que depositan su confianza en ellos pensando que serán los mejores administradores de la cosa pública. Antes no era así, acaso porque al despoblarse los pueblos en busca de acomodo y supervivencia en las capitales se llevaron consigo, a modo de recuerdo, su identidad y sus raíces. O, acaso, porque el afán de poder de algunos les llevó a adueñarse del sentir y del pensar de las gentes a las que hoy llaman Pueblo. El pueblo de verdad, al que ella se refiere en sus recuerdos, es el pueblo con barro en las calles, con el caño donde lavaban las mujeres de la vecindad, cuando había vecinos, y de espadaña con nido en la torre. Ese es el pueblo que cada verano espera su llegada y llenaba de luz sus ojos, de añoranza sus sentidos y de nostalgia el corazón. Por eso le gustaba tanto volver al pueblo y respiraba hondo al cruzar el río; por eso sonreía a la cigüeña de la torre, con un guiño de complacencia que era un saludo de bienvenida, mientras le regalaba el garabato de su cuerpo.
El bosque. Es el bosque lugar de encantos, misterios y sorpresas. De sus ramas informes igual pende la vida hecha nido , alegrĂa en vuelo, que la sombra embozada en capa de susto . El diĂĄlogo entre los habitantes del bosque ilustra al caminante que, curioso, se adentra en su intimidad, si sabe escuchar el lenguaje del misterio.
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Valdealcón, tu pueblo Pagos dispersos, abiertos y entrañables. Fuente de inspiración y añoranza, donde la infancia se explayó en descubrimientos y la juventud se abrió al amor. Cuna donde se recibió el arrullo mimoso de los tuyos, que gozosos recibieron tu llegada… Es por eso lugar cálido y bendito donde las penas se pintan de luz y las privaciones se visten de lujosos recuerdos.
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acralizar la memoria puede que no sea bueno, pero, indudablemente, ayuda a afianzar la personalidad, y cuando las cosas no pintan bien nos libera de la dictadura del presente. Por eso, creo yo, ella con frecuencia hablaba del pueblo y sus bondades. Hablaba de los montes y los sembrados; de los prados y del soto; del ganado, del río y de los cangrejos... Como queriendo recoger el pensamiento y, en alas del viento, traerlo al presente. A la familia y a las gentes de la comunidad vecinal los mentaba por sus nombres con cariño y admiración. Hasta tal punto que, en días especialmente nublados, acarició la idea de volver a la sombra de aquellos recuerdos. ¡Como si por arte de magia se pudieran sacar, del arca de los sueños, los recuerdos desparramados por el soto de los días, las ilusiones cultivadas en la juventud, o los momentos invertidos en averiguaciones, tratando de poner rostro a la ausencia del padre, Desiderio, víctima “ del mal de moda”! Sabía que con su partida dejó en soledad a la abuela, con la encomienda de ser padre y madre para aquellas cinco criaturas. ¡Como si fuera tan fácil! Huérfano
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quedó, también, el telar de sus afanes. Nadie siguió la labor del Tejedor, y el taller fue arrinconado en la oscuridad del desván, hasta que murió de abandono y de tristeza y soledad. ¡Ella era demasiado niña para organizar el desván de los recuerdos y la sucesión de los aconteceres¡ Tal vez de ahí su empeño en volver a cada instante. Le honra advertirnos que el pasado forma parte del presente, que es patrimonio familiar, que debe impregnar nuestras vidas de sentimientos de gratitud, a la par que nos crea cierta dependencia de aquellas gentes, de aquellos paisajes y costumbres…, y es que somos parte de su ser. El simple hecho de creerlo nos da solidez y confianza, nos ayuda a ser alguien, a sentirnos seguros, a pisar tierra propia bajo nuestros pies. En definitiva, ayuda a identificarnos con una tradición, unos valores, y un ambiente que configura nuestras señas de identidad. Sabemos que Valdealcón, como todos los pueblos de la comarca, eran y son de recursos pobres, de inviernos ásperos y fríos, de gentes nobles y trabajadoras. Muy similar a tantos otros pueblos de nuestra geografía montañesa. Pero tiene un algo especial, un no sé qué diferente, que invita a sentirte identificado con el barro de sus calles, la cuesta de la Collada y las flores del “Prao Carrera”, que cada primavera vuelven a pintar de colores las lágrimas del invierno. Al menos para ella así sucedía, y así lo cuenta a quien quisiera escuchar. Es la ventana por la que le llegó la luz primera, la cuna que le brindó un abrazo, la escuela donde aprendió a querer. No tener pueblo, le oí decir a un amigo, hace que te sientas nómada e inseguro, como suspendido en el aire, vagando de acá para allá…, sin un lugar
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donde depositar tus afectos y experiencias, donde poder refugiarte el día que te aprieten las añoranzas y te apetezca volver a alguna parte. Él sabía de eso, le tocó sufrir la ausencia del Valle: su pueblo quedó sepultado por las lágrimas de un pantano, y siente que las sombras de su ayer deambulan inquietas por el parque natural de los Picos de Europa. La economía de Valdealcón era austera, lo justo para ir tirando, según las condiciones de aquellos tiempos: algo de cereales para el ganado en invierno, legumbres para el consumo de la casa, unas lechugas del huerto para la ensalada los días de trilla y calor, y patatas para todo el año. Los animales compartían la suerte pobre con los pobres, porque había pobreza para repartir y a todos alcanzaba. Pero ellos ponían de su parte y aportaban, con su esfuerzo, lo mejor de sus vidas: unos, su fuerza bruta en la labranza; otros, leche, lana, y carne, para el sustento de la mesa e incluso algún dinero, escaso, para las necesidades más perentorias que escapaban del cultivo doméstico. No obstante, en la comarca, pobres de solemnidad, propiamente dicho, no constan en los archivos de la memoria. Cada cual tenía para su arreglo familiar, con buen gobierno y laboriosidad. Estas y otras muchas cosas las recuerda en sus ratos de soledad y de ocio, y le da por comparar con los rumores actuales de las articulaciones y de la edad. La conclusión a la que llega es que allí estaba el paraíso terrenal con todos sus frutos y encantos. Allí todo era bueno: la convivencia, las labores, la juventud y las risas; y aquí, por el contrario, casi todo es dolor, soledad y tardes vestidas de gris. Le cuesta entender que no es el lugar el que da agilidad y soltura a los miembros, sino los años vividos en compañía de un cuerpo que se va sintiendo cansado.
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Ahora su pueblo, como muchos otros pueblos de León, se muere de soledad y abandono. Se ha quedado vacío. Los recuerdos de los que en ellos vivieron deambulan por las calles buscando su identidad perdida. Precisamente ahora, que lucen farolas de forja en las esquinas y calles asfaltadas por las que nadie pasea. Y es que, ¡ay!, el alma de los pueblos ha escapado, no se ve por ninguna parte. Tal vez huyó asustada a cobijarse en el monte, cuando los vecinos se asentaron en los barrios periféricos de la ciudad, a disfrutar de la vecindad del anonimato.
Valdealcón, León. Por sus calles paseó una gripe llamada “MAL DE MODA”. Tú acababas de llegar para dar color al viento, y descubriste las sombras que ya rondaban su cuerpo… El “Mal de moda” pasó, llevando carne en las uñas, dejando dolor y llanto, agonía y sepultura. A ti te dejó orfandad, sin padre, con frío y llanto en la cuna, con lágrimas al partir y un recuerdo por fortuna.
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Tu nombre
¿Jezabel, Bersabé o Encarnación? Por él eres quien eres, alguien distinto, diferente y valioso. Eres tú, con toda la carga de lujos que te diferencian y te hacen único. Es igual como se escriba o se pronuncie…, lo importante es que te designa a ti.
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acto de presencia en esta bendita tierra, encontramos en la mochila, recibida para hacer la travesía, muchos regalos: el don de la vida que estrenamos algo confusos y desorientados, la familia que nos arropa con mimo y delicadeza, la iglesia que nos recibe como miembros vivos en su comunidad. Encontramos, también, calles puestas para nuestros primeros pasos, inciertos y dubitativos, y la escuela, preparada para ilustrarnos en la carrera que nos espera, etc. Hay un regalo sobremanera importante: es el nombre. Es atributo personal e intransferible, por él se nos va a identificar y distinguir como diferentes y únicos. Él nos acredita como sujetos de derechos y obligaciones ante la sociedad, ante la familia y ante el mismo Dios. Por eso es importante la elección de este regalo, que hemos de llevar con nosotros el resto de nuestros días. Se podrá acicalar, pulir y retocar, con diminutivos cariñosos más o menos ñoños, pero el nombre es el nombre y, a la hora de la verdad, es lo que cuenta. En el mercado de la elección hay nombres sonoros, rotundos y contundentes que, a los niños de familias de alta alcurnia, les engrandece y hasta parece que resaltan su abolengo, pero puestos a niños de origen penas hemos hecho
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humilde les hacen pretenciosos; en ellos suenan a hueco, algo postizo, sin fundamento en la realidad. Es como renegar de su origen y cuna. De ahí el esmero y cuidado que, generalmente, los padres ponen en la elección del nombre. Las tendencias al uso marcan moda en nuestros días y hacen que, al pasar lista en clase los maestros, los nombres suenen a reparto de papeles de novela. Se toman prestados del culebrón de sobremesa que ameniza las tardes de sala de estar, mientras el ama llora frente a la pantalla en horas de siesta. Éste no fue el caso, porque en aquellos días no había telenovela para entretener al personal. Al llegar ella a casa la costumbre era diferente: se consultaba el Martirologio para poner a la criatura bajo la protección del Santo del día. Como alternativa, se podía seguir la tradición familiar, señal de respeto y aprecio por los parientes. El resultado solía ser llamativo y sonoro: nombres griegos o latinos se encarnaban en la criaturita y su rostro quedaba transfigurado, remontándose a una cultura lejana y desconocida en el vecindario. Así, en los pueblos de la comarca, florecían rapaces a los que si no veías la cara podrías considerarles vecinos de otro planeta. Conocí un Aítalas Apapeles Epipodio, todo para uno; a Verdenosa, a Joyada y muchos otros. Oí hablar de dos gemelos que atendían por Diómedes y Bonayunta, regalo de pareja para un parto. Hay en la comarca otros muchos nombres tomados del santoral y del mal gusto del párroco que, con frecuencia, imponía el nombre que los bautizados debían llevar. Nombres para otras épocas y culturas que, trasplantados e injertados en el tronco de gentes sencillas, les hacen extraños hasta en su casa.
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Tu caso fue diferente. No se atuvo a ninguna de las pautas en uso. Aparecen en las Sagradas Escrituras, y en ellas, creo yo, se inspiró tu padrino. Él, que se llamaba Esteban, tuvo ganas de romper moldes, de fastidiar al párroco, a la vecindad y hasta a su ahijada, que eras tú. Te presentó ante la pila bautismal pidiendo para ti el nombre Jezabel. Suena, además de a reina mala, a venganza contra algo o contra alguien. Solo se necesita asomarse al relato que de ella hace el Libro Primero de los Reyes: Fue una pagana sin escrúpulos que persiguió a los profetas de Yahveh. Ordenó el asesinato de Nabot para arrebatarle la viña heredada de sus mayores y regalársela al Rey Ajab, su marido, que se había encaprichado de la parcela. Claro, terminó sus días de mala manera y te oí contar que los perros la arrastraron por las calles. Puede que eso no tenga mucho rigor histórico, que tal vez sea leyenda popular para darle mayor dramatismo a su fin. Por eso digo que fue una mala jugada hacerte tal regalo, aprovechando tu indefensión, cuando tú aún no podías protestar. Don Julián, el párroco, no consintió el atropello y salió al paso de la situación con el nombre de Encarnación, misterio gozoso de nueva vida. Así se la conoció y así se la llamó siempre, desde que salió de la pila bautismal. Así te conoció la vecindad, quedando en el olvido el intento del padrino. Don Julián, el párroco, mostró gran sentido común al ponerle un nombre cristiano, Encarnación. Mas, al anotarle en el libro de bautismos, hizo constar, a hurtadillas, también el pagano, para evitarte trastornos documentales, idas y venidas, el día de mañana, cuando fuera necesario hacer constar tu personalidad, cosa que nos ocupa en estos días.
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Que en el Registro de Gradefes había un escribano ilustrado en cuestiones religiosas, se desprende de la habilidad para resolver la situación: te inscribió como Bersabé, nombre bíblico existente en paralelo, en la lista de los nombres permitidos a los cristianos. Bersabé fue una localidad Palestina, cuya etimología más acertada parece significar pozo del juramento. En estas tierras se asentó Abraham, cavó un pozo y el rey Abimelec le garantizó respetar la propiedad con juramento. Cuenta la historia que entre los antiguos cristianos vivieron allí muchos como ermitaños y, en los primeros siglos del cristianismo, fue sede episcopal. Hoy sus ruinas dan testimonio de viviendas y edificios públicos que indican su importancia. Al final, un expediente de rectificación de errores en el juzgado, consiguió que Jezabel y Bersabé se siguieran enmascarando ante la realidad familiar y social que siempre la conoció como Encarnación, nombre con el que te hemos conocido, llamado y querido.
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El trueque
Comercio de puerta en puerta Yo te doy, tú me das; los dos quedamos servidos. Sin demasiados cálculos ni ventajas… Fue un sistema de comercio válido, basado en la necesidad, en la confianza y en la buena vecindad. Lo importante era que los dos quedábamos servidos: yo con lo tuyo y tú con lo mío. Te doy de lo que tengo, me das lo que necesito.
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casi planos, monótonos, sin pulso que alterase la concordia que cada amanecer desparramaba. Solo en la lejanía rompía el silencio el rodar cansino y carretero del comercio ambulante y señorial, del que sabe ganarse la vida sirviendo a la comunidad vecinal, alejada del progreso y feliz en sus carencias. A los pueblos de León, pequeños y mal comunicados, el comercio tardó en llegar. El aislamiento, por un lado, y la escasa población por otro, hacía poco apetecible a los comerciantes instalarse entre aquellas gentes. De las novedades comerciales tenían noticia muy de tarde en tarde: cuando por necesidad de “ir al médico” se acercaban a la ciudad. Los desplazamientos suponían un trastorno importante, dadas las escasas comunicaciones existente en los años cincuenta entre el pueblo y la ciudad. “Pepe el Huevero” actuaba de cordón umbilical que abastecía a las gentes de la comarca en sus menesteres más perentorios. Venía de Gradefes con un carromato que chirriaba y se lamentaba por el camino, tirado por un mulo cansado de tropezar toda su vida en los os días transcurrían
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mismos baches. Su llegada al pueblo era anunciada por algún perro desocupado que se hacía el valiente, y aparentaba no conocer a Pepe. Los chiquillos salían a su encuentro bulliciosos, contentos y felices por la novedad del visitante. Las amas de casa, que ya llevaban tiempo esperándole, le recibían con aparente enfado por su tardanza. En su tienda rodante Pepe llevaba casi de todo lo que las gentes del pueblo necesitaban. La abuela Isabel compraba telas para el vestido de las niñas, azúcar y aceite para hornear pastas, latas de sardinas y de escabeche para las ensaladas del mediodía en la temporada de la siega. En fechas extraordinarias y significativas, como la Navidad o las fiestas del patrón del pueblo, añadía a la cesta de la compra algunos licores finos para obsequiar a los mozos en la diana mañanera, según era costumbre, y a los invitados en la tertulia de sobremesa. El pago era en especie: tanto género, tantas docenas de huevos. Precio fijo y sin el menor regateo, sin IVA ni descuento. Y las señoras del lugar, pertenecientes a un grupo social desconfiado por naturaleza y receloso ante lo desconocido, ni dudaban ni recelaban del precio que el marchante les pedía. Lo pagaban con unas docenas de huevos de corral y se despedían con un mal fingido enfado, preguntándole para cuándo su próxima visita, como si del novio se tratara. Debió de ser el último comerciante del trueque o el primero del servicio a domicilio, no sabría decir. La economía de la zona era austera, como austeras han sido siempre las manifestaciones de la vida en estos pueblos. La cosecha es siempre una incógnita; por una causa o por otra, raro es el año que no hay que lamentar que una tormenta apedreó los cereales
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y el viñedo, dejando a la intemperie los proyectos de la economía familiar. En una agricultura de minifundios, como esta, cada familia era autosuficiente y cultivaba un poco de todo. Cereales para amasar todo el año y alimentar al ganado. Legumbres y hortalizas, las que en la casa se necesitaban. Las proteínas se aportaban con la matanza, allá por San Martín, cuando el gocho sentía que le palpaba el amo los lomos. La carne fresca la suministraba el pastor del rebaño con algún cordero modorro, más la nada desdeñable aportación de los animales de corral. La venta de ganado y de lana, por San Juan; y los pavos en el mercado navideño, en la ciudad…, era el escaso dinero en efectivo que circulaba en la economía familiar.
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Sombras en el bosque Ya se sabe que las guerras fabrican héroes: suelen ser los más valientes, los más jóvenes, los que más arriesgaron en el campo de batalla. A ellos se les tributa el honor de ser fusilados, como en el cuadro del Dos de Mayo. Quisieron salvar la Patria y son sus Héroes-Mártires, al menos en la memoria de quienes les esperaban: sus madres y sus novias.
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l fin del conflicto lo recibieron todos con alegría, porque todos estaban cansados y desangrados por las heridas de la pelea. Cada cual lo celebró a su manera: sentándose en rincones diferentes para lamerse las heridas en intimidad y sosiego. Haciendo balance de los desgarros sufridos, de los laureles cosechados, de la absurda pelea fratricida. Desde la perspectiva del guerrero que volvía con las botas embarradas y el corazón destrozado, cansado y algo endurecido, el recuerdo más llorado y sentido era para el que quedó en el campo de batalla y ya no se le esperaba. Quedaban heridas abiertas que curar, muchas heridas, y no se cerraban con la publicación del decreto anunciador del final de la contienda. Cada cual traía en su mochila dolor suficiente como para no confiar del todo en el vecino al que le había tocado en el bando contrario y que se sentía humillado o victorioso, según el caso. Lo prudente parecía mantenerse alerta y administrar la victoria con cautela, prudencia y cierto recelo. Pronto se oyeron rumores que enturbiaron la alegría y rompieron la paz que empezaba a florecer en
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los corazones. A las afueras del pueblo, aparecían y se perdían sombras con formas humanas; unas veces por la Eras, otras por la fuente del Corcho o por la Cañada. Hasta en “Valderubiela” las habían imaginado, en amaneceres de siega y acarreo. Iban y venían en ritmos confusos, como si de fantasmas burlones se tratase. Costaba dar crédito a los comentarios y más bien parecía una broma macabra, pero los perros en los corrales confirmaban los rumores con ladridos lastimeros y su testimonio era concluyente. Nadie logró identificar a los aparecidos, porque cubrían sus rostros tras un embozo, y caminaban a grandes zancadas, como si tuvieran prisa o huyeran del presente. El monte prestaba servicios comunales a toda la vecindad sin cobrar nada por ello; no hacía distinciones entre contendientes de un bando y de otro. No preguntaba qué batallas había librado cada cual. Algunos de los excombatientes optaron por adentrarse en la espesura y adueñarse de su interior como si de propiedad privada se tratase. Establecieron impuestos que cobraban a quienes se acercaban a participar de arboledas y pastizales. Como en el monte no había bancos, cobraban en especie: un cordero para celebrar cualquier trato de respeto y amistad, o el calzado del pastor, si venía al caso y la necesidad lo urgía. Al pastor le resultaba incómodo y molesto volver a la tarde a casa descalzo, contando historias de fantasmas que no resultaban creíbles. Le habían dicho, para convencerle, que a ellos no se les permitía entrar en los mercados: le tomaban su calzado con cierta conmiseración. A la tarde volvía para encerrar el ganado con los pies llagados y la experiencia de haberse comunicado con seres del más allá, que necesitaban zapatos.
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La liturgia de su ocultamiento requería la frecuente aportación de pastores y ganaderos, con lo que daban gracias a la diosa necesidad por depararles algún que otro festín. Así intentaban equilibrar, de algún modo, las diferencias que la contienda había establecido y que no les parecían justas. Pronto la realidad se vistió de fábula, y con el nuevo traje corrió de boca en boca hasta cobrar categoría de romance en las plazas y mercados. Las ciudades se pusieron alerta y movilizaron el sistema de seguridad para reprimir los abusos: hubo batidas, carreras y sonaron algunos disparos. Las sombras se fueron desvaneciendo como hoy se desvanecen de su mente, y de ellas nunca más se supo.
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Tu sombra. Por mucho que te empeñes y te afanes, tu sombra será siempre tu fiel compañera. Puede que no repares en ella, tal vez no la reconozcas, pero siempre será tu buena o mala sombra…
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Balar lastimero
La cabra de Valporquero Verdad o mentira, cuento o superstición, venganza o casualidad, cobardía o crueldad. ¿Quién sabe?, decía ella, rememorando los romances y coplillas que servían de noticiario a las gentes confiadas de la comarca.
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o se sabe.
A ciencia cierta nadie sabe si aquel contar y no parar de las gentes en corrillos, lavaderos y tabernas era fábula o realidad. Lo cierto es que, entre curiosas y asustadas, daban cuerpo de verdad a un extraño suceso del que las gentes hablaban, sin conocer su naturaleza, alcance, origen o castigo. Un animal “berraba” aquí y allá, entre retamas y carrascos, como alma en pena que no encuentra lugar aparente donde reposar su esqueleto calcinado, cansado de ir y venir, desde “Pico Lutero” hasta el Valle, desde que falleció el presunto incendiario. El rumor se extendió y alcanzó cotas de notoriedad en la comarca; las gentes acudieron para comprobar por sí mismas el alcance del extraño fenómeno. Doña Antonia, señora de bien y conocida rezadora, llegó al lugar de los hechos acompañada de un séquito de devotas para interceder con sus oraciones, y, si fuera necesario, dar parte del hecho ante la autoridad. El pastor les contó los hechos según él los recordaba, y su relato tenía visos de veracidad. Es la única, dijo, que da señales de vida, si es que vive. La tarde anterior pastaba todo el rebaño por estos pagos, libre de cuidados y con toda naturalidad, tris-
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cando aquí y ramoneando allá…, ella, y el rebaño entero. Eran de raza alpina, muy selecta, desparasitadas, sanas y muy bien alimentadas, sí señora. Ahora bien, en honor a la verdad he de decir que se sentían libres, dueñas del monte y de su entorno; no respetaban sembrados ni rastrojeras… A eso las tenía acostumbradas, abusando de su poderío… Hay muchos puntos oscuros que nadie atina a explicar, continuaba relatando: el silencio de la Sultana y de Caín, perros fieros como ninguno en el valle, y aquella noche callados, como perros mudos. ¿Por qué el resto de las cabras, ágiles como gamos, no saltaron la cerca de la corraleta1 para salvar sus vidas? ¿Por qué no subieron las llamas a lo alto en la noche, incendiando las tinieblas, como oración de alma en pena, siendo que el olor a lana quemada cubrió los montes y valles de la comarca? La grasa corrió formando regueros de sebo cárcava1 abajo. ¿Qué sin razón pudo turbar la mente de una alimaña para llegar a ensañarse contra animales indefensos, presos en su propia corte? Son preguntas sin respuesta lógica, que hacen más misteriosa y más vil la matanza. Se habló de abusos, de miedos e intimidaciones; de amenazas, revanchas y venganzas ruines…, pero sin llegar a convencer a nadie. Las rencillas venían de antiguo, pero los acontecimientos han ido demasiado lejos, dijo el pastor. Es muy doloroso oír, hoy aquí y mañana allá, cómo el animal reclama un reposo digno para el alma de Agustín, que, a decir de las malas lenguas, fue la chispa de la venganza. Su alma recorre errante los pastizales y fuentes donde la cabra pastaba y bebía. Hoy, poco se puede hacer por ella, si no es rezar para que consiga el reposo y descanso eterno que reclama con voz lastimera.
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Estos y otros razonamientos se hacía el pastor en voz alta, y Doña Antonia y su cofradía le escuchaban mientras seguían desgranando oraciones muy quedo, para interceder por el alma del pirómano que sin piedad condenó a la cabra de Valporquero a un despiadado berrar1, sin hallar barranco ni cárcava1 donde reposar sus lamentos. No es el único suceso desagradable, seguía diciendo el pastor, que atormenta a esta comarca. Y continuaba, sintiéndose protagonista: “Han asaltado a algunos domicilios de los ricos, justo al día siguiente de vender ganados en la feria. Hay perros que han celebrado el miedo de la Sra. Juana con un festín de chorizos y jamones, ocultos en el leñar1, por temor a las sombras que caminan en la noche. En el monte se ven cruces de palo, señales de muerte y de miedo, víctimas de la más ruin y cobarde venganza…Recen, señoras, recen. Tal vez rezando se recobre el juicio perdido.
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Personajes populares Personajes renombrados, más o menos ilustres, reconocidos socialmente, los tienen todos los pueblos. Cada cual con sus manías, sus medallas y sus cuitas. Son personajes públicos que, por el hecho de serlo, se les admira, se les respeta y hasta se les quiere como un patrimonio común que hay que mantener para poderlo airear cuando los forasteros llegan al pueblo. Ellos lo saben, claro que lo saben, y, con frecuencia, explotan sus habilidades y con ellas van condimentando la convivencia vecinal con el beneplácito de la vecindad.
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n V aldealcón paseaban su figura algunos muy dignos de mención y de tener en cuenta, que se refugiaban en la credulidad de las almas buenas y abusaban de su buena fe, arruinando la alegría y la espontaneidad con la que aquellas gentes veían pasar las estaciones. Tenían una bruja, un loco y otro. El otro era un personaje ilustre en la comarca, singular, de difícil catalogación. Había otras especies y subespecies, pero estas tres eran las más renombradas más allá del Prado Carrera, donde las casas perdían sus dominios.
La Bruja. La bruja tenía nombre y apellidos, aunque no sea prudente darles notoriedad en el papel después de tantos años tratando de recobrar la cordura y la buena relación. Ella, por lo general, vivía recluida en sus dominios, que raramente iban más allá del corral, la tenada1 o la cuadra. Se movía más bien entre las sombras y la penumbra de la noche, en las que fácilmente se fundía dado el color de su atuendo y ves-
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timenta. Allí, entre las sombras y los cuatro animales del corral, transcurría su existencia. Mas la higiene obligaba, y de vez en cuando, más bien en los cambios de estación del frío al calor, se hacía necesario acercarse al río para airear los malos humores del invierno pegados a las mantas, y encomendar a la corriente los sudores corporales que se refugiaban en sábanas y enaguas. Eran días de inseguridad y de nervios, de dejarse ver por la mocedad que retozaba rio arriba mientras perseguían algún barbo y embarraban las aguas. Todo sin mala intención ni pretender molestar. Sólo juego de mozos que barruntaban la primavera y lo celebraban meciendo sus cuerpos desnudos en la corriente. Más ella no lo interpretaba así. Ella, remangándose las sayas, los maldecía con todo el poder de su brujería, y los apedreaba con todas sus fuerzas. Se oyó que algunas de sus maldiciones surtieron efecto y causaron daños irreparables en la salud física del joven que más la importunaba. Verdad o mentira, no lo sé; pero así se oyó en la vecindad y así se contó en filandones1 de nieve y miedo. El Loco. El Loco, por su parte, resultaba inofensivo. Se asomaba a las tertulias de las señoras mientras ellas cosían al sol, en el huerto de la abuela; les decía alguna impertinencia que ellas le reían, tal vez por picardía o piedad, como si de una gran ocurrencia se tratara. Se sentaba un rato a observar el ritmo laboral de las mujeres y, al poco tiempo, volvía al corral de su casa. Allí, sentado, contaba y recontaba los racimos de la parra, que ya pintaban1, y a los que las avispas rondaban impacientes. A veces se descuidaba y daba una cabeza, pero la mayor parte del día la pasaba en diálogo con las moscas que acudían a catar1 el delicioso
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néctar que colgaba del ambiente. Su vuelo circular y su zumbar constante le hacían daño en los sentidos. También el loco tenía nombre, pero preferible será silenciarlo, y esta vez, por el respeto que me merecen esos locos tan cuerdos que son los únicos capaces de decir la verdad, su verdad, más allá de lo políticamente correcto. De él se hablaba menos más allá de los límites de la calle donde vivía y soñaba, donde sí era conocido, popular y querido porque nunca confundió sus miedos con la vida, ni el vuelo de las avispas con el ruido que perturbaba su mente. El Ilustre. Del otro, del tercero, del personaje ilustre, ¿qué decir? Sus facetas fueron tantas, sus correrías tan frecuentes, sus habilidades tan celebradas, que me causa un respeto imponente. Diré, para empezar, que el Tío Pío tuvo algo de taumaturgo, mucho bufón y bastante de mago. Que fue veterinario sin carrera por ciencia infusa, que fue habilidoso embaucador con sus decires y ocurrencias y muy provocador. Personaje con este perfil resultaba imposible de abarcar en los términos del pueblo. Para recoger su herencia habría de trasponer los linderos de la comarca, escuchar los relatos de los juglares populares que traen y llevan de pueblo en pueblo; interrogar a la Guardia Civil y hasta prestar atención a los sermones de algún que otro presbítero de la comarca, con quienes con frecuencia compartía sobremesa amenizando sus encuentros. Tarea ardua y difícil de recoger, como se puede entender sin mayor esfuerzo. Por eso, y por abreviar mi relato, diré, a modo de respetuoso homenaje, que: ante todo, y sobre todo, el Tío Pío fue un hombre cabal e íntegro que vivió riéndose de su suerte, no siempre buena; que aceptó la doble ración de aceite ricino
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como paga de su insolencia, que prestó declaración en el cuartel siempre que fue requerido, que tomó el pelo a la suerte cuando las cosas se torcieron. Pero, ante todo y sobre todo, diré que fue respetado, querido y admirado; hombre de una sola pieza que tuvo la desgracia de nacer en un tiempo y lugar que no le correspondía por su actitud juguetona, arrogante, valiente y desenfadada ante la vida.
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La guerra de las chicas
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reclutadas para ir al frente. Se quedaron en casa, al frente de la situación, cubriendo la retaguardia en las tareas más urgentes: dando ánimo a la tropa que quedó desasistida de las fuerzas mozas, y arrimando el hombro en el gobierno del ganado y tareas de labranza. En una primera fase, fue tarea importante de las chicas asistir a los desmayos de las madres, que quedaron rotas al ver partir a los hombres de la casa cargados de ilusión, miedo y patriotismo, sin entender nada de nada… Para ellas, las madres, quedaban las noches de insomnio, los miedos al frente, el retumbar del proyectil del mortero y las balas perdidas que pudieran segar las flores del jardín de su vida. En su corazón se abrió el buzón de la espera desesperada del cartero que anunciase la salud del soldado que se batía en el frente como lo hacen los hombres defendiendo a la Patria. A ellas, a las chicas, se les encomendaba mantener encendida la antorcha de la esperanza en un mañana sin tensiones, sin balas ni trincheras, aunque en sus horas de soledad llorasen, a hurtadillas de la madre, la ausencia del padre, del hermano o del novio, con el que ya habían proyectado planes de vida juntos. Pasaron los fríos del primer invierno y, poco a poco, se calmaron algo los ánimos. Entendieron que debían seguir viviendo y creyeron que algo se debía hacer: su resistencia debía de ser activa, suplicante, animosa y constante… Al amparo del coro de la iglesia surgió un coro juvenil de rezadoras que, apenas veían aparecer a los “rojos” por el alto (siempre eran los mozos del pueblo vecino), se reunían a la sombra del templo donde se iniciaba un rosario llas no fueron
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de misterios infinitos, todos ellos dolorosos, encendidos en lágrimas de súplica y amor, que se prolongaba hasta quebrar el aguante de los rondadores que, cansados de esperar, trasponían el término de la Collada entre voces maledicentes e imprecaciones irreverentes. Alejado el peligro, ellas se reunían en la huerta de la casa parroquial donde se apoyaban y se sentían confortadas unas con otras. Se daban ánimo, para superar los temores y compartían las lágrimas y las ausencias. Al correr de los días de guerra, las gentes fueron asimilando con realismo y lucidez la situación. Hija de la necesidad surgió una figura que, sin disparos ni sangre derramada, proporcionó a los soldados un apoyo anímico y moral muy de agradecer: se constituyeron, al igual que habían hecho las mujeres de otras guerras, en madrinas voluntarias. Sus rosarios a coro, fotos, cartas de ida vuelta y ropas de abrigo, tejidas pensando en ellos, incrementaban el coraje y la fortaleza en la moral del soldado que, con el frío de los días y la de ausencia de las noches, iban minando la resistencia del soldado. Madrinas de guerra. Juntos, en compañía, se daban calor los unos a los otros en veladas de guerra, oración y espera. Se reunían en torno a los pesares que compartían y, juntos, pasaban la tarde del domingo en redoblada tertulia por sentir como algo propio los tiros que los mayores disparaban en el frente.
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Vegamián Zona Franca
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Vegamián huerto bien regado, literariamente hablando. Poco o nada podría añadir a lo mucho y bueno que sus cantores le han cantado. Cuenta con hijos que mojan sus plumas en la tinta noble del padrón, y ello les añade un plus de cariño y celo a su canto que, unido a su gran profesionalidad, les hace alcanzar la excelencia del cantor. La savia que corre por sus venas les anima a acercarse a la orilla para escuchar el murmullo de las olas que les invitan al recuerdo y a la añoranza, mientras se impregnan del llanto de los que un día partieron sin comprender la razón de la sinrazón. Allí, el viento recio del norte les brinda su espíritu y les anima a la contemplación del ir y venir, mientras él se despeña por los neveros y crestas que adornan la realeza de las aguas, y las sacude para despertar su rebeldía. Por eso digo que Vegamián tiene literatura abundante para dar y repartir con los otros pueblos, menos laureados pero igualmente nobles, que compartieron suerte y se cubren con la misma losa líquida, guardando los sueños y pesares a buen recaudo. Voy al caso que mi madre me contara cada año, mientras subíamos a buscar recuerdos perdidos por aquellos valles y a visitar la presa que mantiene en letra los nombres de los pueblos sepultados. En Vegamián, me decía, se refugió mucha gente de la montaña, venidos de otros pueblos, huyendo del fuego incendiario y de los atropellos de la guerra. Y es que Vegamián fue generoso en la guerra y en la paz. Entonces, como traspuesta, volviendo a recorrer s
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los senderos de la adolescencia que transitó mientras crecía, relataba que los vio llegar desde la ladera en la que cuidaba las vacas. Venían con sus fanfarrias y sus voces intimidatorias, capitaneados por una mujer que vestía mono azul y daba consignas de lideresa. Cantaban himnos atropellados y vociferaban improperios para anunciarse, mientras se abrían camino… De pronto surgió el accidente. El conductor de un camión perdió el control y se estrelló. Surgió el desconcierto y las maldiciones. Brotó la necesidad y la sangre. Se oyeron gritos en demanda de auxilio que pusieron en alerta a la vecindad que corrió en socorro de quienes necesitaban ayuda, ayuda que los vecinos ofrecieron con gran generosidad, empeño y eficacia. Aquella respuesta vecinal, aquel ver en el miliciano al hermano herido, en el soldado de otro bando, a los suyos en otro frente, amansó a la fiera, afloró la humanidad y nació el respeto. Unos y otros empezaron a creer en el hombre, más allá de ideologías. Eso sí: cada cual a su manera. Con su llegada quedaron prohibidos los servicios religiosos. Contaba que “ella, la lideresa subió al presbiterio sin ningún permiso ni reverencia y le cerró el misal al señor cura…” Allí se acabó la misa. Allí se abrió un compás de espera, de indecisión y de miedo, mientras buscaban a Santiago, que ocultaba su existencia un tanto provocadora encaramado en un árbol. Ya en el pueblo, con las vacas en la cuadra, desorientada, corriendo de acá para allá, buscando apoyo en la desbandada, oyó un rumor que decía: “Se han llevado al caserín”. El caserín tenía nombre, Eduardo, y era su hermano”. Contaba ella que superado el miedo y pasado el susto de los primeros días, se instalaron en el pueblo y, sorprendentemente, durante el tiempo que duró su
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vecindad, convivieron con respeto a la vecindad hasta que les llegó la orden de avanzar. Entonces, levantaron el campamento y cargando con una punta de cabras y la pastora, como novia del batallón, partieron para continuar su guerra. La prensa oficial en el parte de guerra lo describió de manera diferente. El Parte de Guerra Nacional de aquel día, 29 de septiembre de 1937, lo contó así: “Campaña de Asturias.—Ofensiva sobre Zaragoza, (…) Frente de León.—Una de nuestras Columnas, partiendo de la Horcada y del Mampodre, ha ocupado la totalidad del macizo Peña de las Maderas, desde el Collado de Murias hasta el Pinar de Lillo, (…) Otras fuerzas, partiendo de Vegamián, han ocupado la línea Rucayocota 1.931”. “Se han hecho varios prisioneros y se han presentado 31 milicianos con armamento y dos sin él”. Añadía mi madre algo que no reza en el parte oficial y que ella recordaba, acaso entre soñadora, nostálgica y desconcertada: “Los milicianos, agradecidos por la ayuda humanitaria que les prestaron tras el accidente, respetaron al pueblo de Vegamián que se convirtió en lugar seguro y tienda de campaña que cubrió de la intemperie y de las balas a mucha gente que llegaban desde los pueblos vecinos, asustadas por el ruido de la metralla que, además de asustar, mataba”. Tal vez por eso, por los servicios prestados, por la grandeza mostrada por sus gentes ante la desgracia ajena, o por el dolor de permanecer bajo la lápida de las aguas, Vegamián sigue siendo pueblo recordado, celebrado y visitado, aunque tras la visita afloren a las mejillas una lágrima de incomprensión y ternura, en recuerdo de los que allí quedaron.
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El camión de los orates Eran días de venganza, de sacar a relucir las miserias, de mostrar fuerza y poderío ante el indefenso para que todo el pueblo supiera de qué bando era cada cual y cómo se ajustaban las cuentas.
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Hojalatero. De tanto ir y venir les debió resultar sospechoso, cayó en desgracia, se le torció la vida, a él, y a los suyos. Nunca consiguió el respeto, y menos el afecto de los que se creían poderosos en el pueblo y algo dueños de vidas y haciendas ajenas. Ellos se reunían a jugar la partida cada tarde con la conciencia tranquila, recordándose unos a otros que ellos, los de la partida, eran ciudadanos de primera. Salían de caza juntos al abrirse la veda para disfrutar del patrimonio municipal. Tal vez se reunían queriendo blindar seguridades, acallar maledicencias y aplacar las voces de los que no tenían escopeta para ir de caza. Se sentían seguros y colaboradores del orden y del brazo firme de quienes dirigían la revuelta. El andar por los caminos del hojalatero, el ir de pueblo en pueblo, les resultaba sospechoso y creyeron tener motivos suficientes para mantener la alerta en la vigilancia. Por aquellos días prebélicos el miedo rondaba los tapiales a la espera de asaltar la paz y destrozar la convivencia de un zarpazo. No había serenidad ni sosiego para una reflexión seria y ponderada de la situación. Cada día surgían nuevas chispas que intoxicaban más y más la convivencia vecinal. Aquí y allá surgían comentarios cada día, por lo que el miedo avanzaba en las cocinas l
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y las sospechas se magnificaban a gusto de la vecindad. Crecieron los fantasmas de espías y correveidiles, las digestiones de los acontecimientos eran cada día más pesadas. Crecían ciertos resquemores, y brotaban ganas de revancha. Había miedo, mucho miedo. Los buenos sentimientos, las emociones y la buena fe, sobre la que se fundamenta la convivencia vecinal, se ausentó de las tertulias y de la plaza del pueblo para asomarse a las trincheras, donde sí se echaba de menos la paz. Se abrió la veda para dar caza al que pensaba diferente, al que nació en otro barrio, al que no participaba de nuestra tertulia, al que no era de los nuestros. Él, el hojalatero, de tanto ir por los caminos se contagió del andancio1 que aquejaba a la población. La inquietud era el pan en su mesa al volver a casa con la impresión de no saber muy bien en qué terreno se movía. Aquél día unos golpes en la puerta le disiparon las dudas y le trajeron a la realidad: “Debes acompañarnos, un trámite, un momento, unas comprobaciones de rutina”. Un beso al aire para despedirse de los niños, por si tardaba; una mueca de resignación a la esposa, como despedida; una última mirada a la casa, y ya nunca más volvió. La caridad popular, el abuelo y la casona, se hicieron cargo del funeral de la madre, que no aguantó tanta mezquindad e injusticia. Entendió que ella no era lo suficientemente fuerte para hacerse cargo de la crianza de los niños y de ayudarles a crecer oxigenando los rencores y carencias y se fue a buscar al hojalatero para seguir juntos recorriendo los caminos. Como amapolas en el trigal. En las cuencas mineras la chispa prendió con fuerza y el incendio se
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extendió de pueblo en pueblo. El calor de las llamas abofeteó en el rostro a los segadores que temieron ver arruinada la cosecha, patrimonio común, amasado durante lustros y lustros de vecindad y empeño. Ellas, Quica y su hermana, eran dos flores en el jardín familiar asomadas a las faenas del verano para ganarse el plato de comida de cada día, y quedar al resguardo de los vientos adversos que la revolución atraía y poner una nota de color en la era. En el pueblo vivían, en la calle jugaban, y en las tareas de verano ayudaban. Allí se sentían felices y seguras. Su presencia ponía un rayo de luz en la mesa de los abuelos, y una nota de color en las faenas de la siega. Hasta que corrió la voz de su presencia y el chivato de turno las denunció, ¿quién sabe por qué? Con prisa, como si no hubiera un mañana, llegó el camión del miedo a recoger su niñez, que a nadie debiera molestar, y se las llevaron. Las cargaron en la caja del camión sin la menor delicadeza ni miramiento, como si de peligrosas revolucionarias se tratase. Tal vez como exhibición de fuerza, acaso como anuncio de que nada ni nadie se les podía ocultar. Personas de crédito e influencia compraron su vuelta a casa, pero el escarmiento era patente y nadie lo debía olvidar.
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CAPÍTULO VI
Confidencias
El remanso, avecindado en la orilla, sabía escuchar como la mejor amiga. Reflexivo y tranquilo hacía suyas lágrimas y pesares que la mujer del minero le confiaba, a modo de desahogo, mientras las sábanas jugaban con la brisa, y los recuerdos paseaban por la mente como vecinos que comparten las labores de la casa. Mientras la colada discurría al ritmo de la corriente, acudían al diálogo escenas de vida rodadas en el ruedo del Valle a la vera del camino, a la sombra del tendido, en la plaza sin burladeros ni defensas donde se lidiaba la corrida cada tarde. La cercanía de la abuela Justina ponía una nota de seguridad y confianza no exenta de dudas y miedos tras el diagnóstico del médico. La familiaridad en el trato, los ratos de cuidados de cuna, el entrar y salir, dada la precaria salud de los sus hijos, eran motivo de preocupación para el doctor que velaba por la salud de la población. El economato ejercía de tienda de encuentro, plaza de abastos, foro perfecto para compartir preocupaciones y pesares, con quienes paseaban similares inquietudes. Era el espacio propicio para confidencias entre amigas, intercambio de noticias, y, si llegaba el caso, saludar a antiguas amigas desplazadas por los aconteceres de los días.
Aquella foto, recuerdo del traje nuevo, era un cuadro con vistas al futuro, pintado con brocha de ilusión en el presente, anticipo, como quien dice, de lo que tanto se venía deseando y por lo que se luchaba. Era el espejo en el que se proyectaba una realidad cargada de ilusión: estaban dejando de ser niños y se vislumbraban maneras de hombres. La realidad constatada hacía aflojar el coraje y dos lágrimas se deslizaban sobre la tabla de lavar para unirse a la corriente. Con estos juegos se entretenía ella mientras lavaba ropa de mina, ropa de tizne, ropa de niños, que tendía en la pradera de la esperanza como tendal de sueños y cavilaciones. Mientras tanto, la corriente que desciende de lo alto con sus formas salvajes y su arrogancia juvenil, contaba los pesares que había encontrado en su rodar por los caminos a quien quisiera escuchar. Ella compartía curiosa las cuitas y suspiros que florecían de sus labios de espuma, y observaba cómo se recogían para alejarse al rebufo del viento… Lágrimas y cuidados no le interesaban: podrían lastimar su risa y amedrentar el brillo de sus olas. El puente. Ahí quieto, estático, permanente, se asoma para ver pasar la corriente con su canto y con sus prisas. Él permanece en su puesto cumpliendo la tarea de abrazar, de unir, de comunicar las dos caras de una misma ribera, sin darse la menor importancia.
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Río Esla Era Sabero, a la sazón, pueblo minero y próspero en perfecta armonía entre la hulla y la agricultura. El matrimonio, tras la boda, se asentaron en Sabero al calor de la hulla, donde el esposo picaba el pan de cada día. Eran muchos, por aquellos días, los que dejando la labranza poco agradecida en el pueblo, buscaban prosperar a la sombra del pozo, en la falda de Peñacorada. Ella se ocupaba de meter en calor el hogar, mientras la corriente seguía su rodar y envolvía sus pensamientos en proyectos de futuro.
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Esla era manso y muy recatado en sus formas. Así lo veía ella en días de tender la ropa al clarear la mañana. Nada ostentoso ni creído. A pesar de su origen montañés se adaptaba con normalidad y elegancia a otras tierras y otras gentes. No hacía alarde de grandeza y se deslizaba por la ribera sin ruidos ni sobresaltos. Donde tenía margen se ensanchaba para compartir con las orillas algunos secretos descubiertos en la Montaña, o simplemente, para contarles los rumores oídos al pasar. Sabía adaptarse a las circunstancias y, si estas lo requerían, tocaba a queda y recogía sus aguas discretamente para deslizarse con el menor ruido posible entre gargantas profundas y estrechas. En la caída amortiguaba el golpe en colchón de espuma procurando no armar demasiado alboroto. Detenía por unos instantes su marcha para visitar el pozo y su entorno, saludar a las truchas encuevadas1, y tomarse un respiro en forma de remolino. Como todo el mundo, tenía sus días malos. El cambio de tiempo le sacaba de quicio, y le ponía especialmente l
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de los nervios la tormenta: los truenos le asustaban, el pedrisco le irritaba; nunca consintió que le apedreasen. Lo consideraba una falta de respeto y consideración. En esos momentos era mejor mantenerse alejado, porque en su desatino podía cometer cualquier barbaridad. En el trato con las gentes su comportamiento era correcto y delicado. Mostraba particular atención a los niños, que, curiosos y sin apenas mantenerse en las aguas, se empeñaban en escudriñar sus fondos con arriesgados buceos. Con disimulo les rodaba un canto para que pudieran hacer pie y no sufrieran las mofas de sus amigos y el mal trago de su fracaso. Con los pescadores era menos afable y comprensivo. Les consideraba intrusos que se adentraban en sus aguas revolviéndolo todo sin ninguna consideración. Además, si alguna pieza de su propiedad se acercaba a curiosear, podía verse enredada en sus engaños. Más de cuatro zancadillas les puso al cruzar la corriente para que cayeran en la cuenta de sus abusos. Su mayor admiración y cariño se lo reservaba para las señoras del Valle. Ellas no se permitían ni juegos ni abusos de ningún tipo. ¡Para juegos estaban ellas! Creo que no sabían nadar y el fondo les daba especial miedo. Cuando el niño curioso e inconsciente se metía a la corriente, el río se frenaba por precaución, para evitar el dolor a la madre. En baldes de latón traían las señoras su cargamento de ropa y tizne; con suciedad de mina, suciedad de niños, suciedad de sudor y llanto. En actitud orante, sobre el cajón de lavar, con la tabla lavadera por testigo y aliada, frotaban y frotaban para dejar las uñas en el fondo y las ropas limpias. Allí se daba rienda suelta a las confidencias: hablaban de infidelidades, de accidentes laborales, de dificultad para llegar al fin de mes, y de otros sueños menos confesables.
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Pasados los años ella volvió al río y quedó desorientada. Ya no es el mismo, me dijo. Le han hecho no sé cuántas operaciones y le han fajado con cemento y bridas de acero para coartar su libertad de movimientos. Le ha resultado casi desconocido. Ya no saluda a las gentes, como solía y se siente importante, porque le dedican a fecundar otras tierras y producir mejores cosechas. Ha perdido frescura y espontaneidad, y aunque anda por los mismos caminos de antes, las truchas comentan que está insufrible y frío, con aires de grandeza. Alterna con señoritos que navegan por sus aguas con barcos de vela… Pero a los niños y a las señoras del valle ya ni les habla.
Río Esla a su paso por Sabero. Río de impulsos embridados que amansa tu corriente la llanura, hoy fecundas y das pan por otros pagos, transformando los eriales de otros tiempos en campos de fecunda singladura.
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El cuadro A las casas, por dentro, hay que meterlas en calor. Sus paredes, además de delimitar los espacios dan intimidad, protegen contra las agresiones del frío y de la intemperie, y ayudan a perfilar los colores de un hogar. El alma hay que ponérsela poco a poco, con esmero, con mimo y con detalle. Con mucha paciencia, dedicación y días.
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alma, y esta es quien anima la vida por dentro. El alma familiar está constituida por muchos y variados elementos: los padres, los niños que van llegando, los animales de compañía que comparten juegos, calor y comida. Los muebles que proporcionan confort y acomodo y tono de vida. Forma el alma de la casa todo aquello en lo que depositamos cariño y apego, y hace que la casa se transforme en hogar. Por eso era importante el cuadro colgado en la cabecera de la cama, comentaba ella: no era su valor artístico ni económico, apenas una lámina de 50 X 70 de colores desvaídos y escena de inocencia. Tampoco su valor escénico: el Ángel de la Guarda, con sus ojos vendados, conduciendo a los niños de la casa con delicadeza y cuidado. El valor real se lo daba la parte de ilusión depositada en la decoración de la habitación de los niños. Representaba la confianza en el futuro y daba alegría y seguridad al presente. Era signo de afianzamiento en el amor matrimonial que se derramaba en la casa. Colgaba en la cabecera de la cama de los niños, con la encomienda de velar por ellos. as casas tienen
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Cuando el infortunio quebró de una pedrada la salud familiar, el cuadro se removió del susto ante el anuncio del accidente. Fue quien mejor captó la situación y comprendió que probablemente tendría que abandonar su paño de pared y sacrificarse para socorrer, con algunas pesetillas, el infortunio de la familia. Tal vez algún día lograse retornar a su sitio, y, mientras tanto, acompañar el sueño de otros niños que pudieran dormir con mayores recursos y poseer un ángel para ellos solos. La solidaridad del minero en los infortunios era sobradamente conocida y ratificaba en cada ocasión que la necesidad se manifestaba. A la generosidad de las gentes con las aportaciones voluntarias de los compañeros del pozo, se unía la posibilidad de participar en la rifa benéfica del cuadro. Nadie conocía el motivo del mismo, ni el dolor que para su alma de cartón suponía abandonar el hogar, pero todos contribuyeron. Fue un ambiente festivo el que rodeó a la venta de las participaciones. Era el momento de hacer pública la situación de injusticia en la que caía el minero ante el abandono de la empresa tras la desgracia de un accidente de importancia. El agraciado fue el vendedor de pescado que frecuentaba el barrio, y me alegré dentro del dolor de la despedida, porque supe que el corazón de aquel hombre volcó su cariño en la ayuda e iba a seguir volcándolo en mi Ángel de la Guarda.
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Justina, abuela de adopción Tener una abuela cerca, aunque fuera prestada, le daba a los niños seguridad, cariño y confianza. A los padres, en aquella sociedad cercana y de buena vecindad, les ayudaba en la crianza de los niños tener cerca alguien de confianza a quien encomendar los cuidados infantiles… A la abuela le hacía ilusión, y añadía una dimensión de cercanía y plenitud que colmaba sus deseos de sentir cerca la alegría de los pequeños.
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sí lo vivían las madres, compartiendo el cariño de los pequeños con generosidad y mutuo provecho. Mas, cuando la ruina entra por la puerta, no hay forma de echarla de casa. Se adueña de los espacios, se esconde en los rincones y, poco a poco, va haciendo su labor de zapa destructora. Sucede, con mayor virulencia, si encuentra al personal con la guardia bajada y escasa de defensas. En el piso de arriba, donde cocinaba y planchaba la abuela Justina, las defensas estaban preocupantemente bajas, a decir del médico de familia. La alimentación, en aquellos días, era ajustada al racionamiento impuesto por la escasez; proliferaba doña enfermedad y se agarraba a la debilidad, causando estragos en la salud. Tisis, lo llamaban por entonces. Enfermedad que arruinaba los pulmones y derrumbaba al enfermo. Doña tisis tenía tendencia a expandirse contagiando a los que rodeaban al enfermo. Razón por la que los Doctores recetaban el aislamiento del resto de los miembros de la familia.
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Los niños no entendían de contagios, de enfermedades ni de peligros por cercanía afectiva. Sabían, eso sí, que la abuela Justina era una buena mujer, que les quería y les manifestaba cariño con todo su ser, tiempo y circunstancias. La habían adoptado por abuela, por ausencia y lejanía de las abuelas de verdad. Sus hijos, mayores, también les querían, y con ellos los niños se sentían cómodos y seguros. El doctor dijo que el peligro era el afecto, el trato diario, la relación cercana, o sea: todo lo que les hacía felices a unos y a otros… ¡Ironías de la vida! Don Fructuoso, médico de cabecera y de la empresa, pulsó la alarma del traslado y sentenció la separación: “Debéis cambiaros de casa, cuanto antes mejor”, les dijo a los padres. ¡Como si fuera tan fácil cambiarse de casa, romper los afectos, mudarse de barrio y de vecinos…, encontrar nuevos amigos! Allí, en el cantón, había buena vecindad, se conocían todos. Había disposición para ayudarse los unos a los otros. Selina ejercía de niñera en caso de necesidad. Tenía la oportunidad de dar rienda suelta a los instintos maternales y, a la par, prestaba el servicio de cariño y cuidado que los niños necesitaban. Cerca del cantón, apenas cruzar la carretera, en un semisótano oscuro, acamparon de forma provisional, dada la urgencia de la orden del doctor. Fueron sólo unos meses; tiempo suficiente para sentir la cálida y amistosa acogida de Marcelina, madre criando sus gemelos, los Tatos, que eran dos niños tan pequeños y tan iguales que compartían una hemina1 a modo de cuna, y les venía grande. La casona era la más alta del Barrio de Abajo. Dos plantas y bajo tenía, que para la época era mucha altura. Huyendo del contagio, y por prescripción médica, la familia se instaló en la casona, en la planta baja, a ras de
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carretera. Apenas tres escalones levantaba el bajo de la calle, que era la carretera. En el piso primero vivía Amparo con su señora madre, Bernarda, que dejó pronto el Barrio pasando a mejor vida. Amparo, al verse sin cargas familiares ni cosecha que recoger en el Valle, emigró para Argentina, que estaba de moda entonces, a la sombra de un hermano. No sabría decir si para probar suerte en las américas, o para paliar la soledad en la que quedaba en el Barrio de Abajo a la muerte de su madre, la Sra. Bernarda. En el piso más alto vivía Dionisia, a quien los niños llamaban “la loca” por su manía de coleccionar palos, que amontonaba en su leñar de grandes dimensiones. Tenía manía persecutoria a los chavales, con los que la relación era francamente poco amistosa, nunca supe por qué. Creo que su locura era postiza, de mentirijillas, interesada; para poder crearse un mundo a su medida que le permitiera olvidar que su hijo Amable, al igual que su marido, dejaron la vida en la mina. Lola, su hija, pudo ser el refugio de su viudez y el calmante que mitigase el dolor por la pérdida del hijo, pero como la tenía a su lado constantemente le prestaba poca atención. Ella vivía permanentemente sumida en el recuerdo negro del pozo que se tragó su razón de ser y de existir, en las travesuras de los niños del barrio y en atropar palos para ver cómo crecía el leñar. Lola tenía novio. Era la chica más guapa y elegante del barrio, y, tal vez, del Valle. Eso nunca se le reconoció oficialmente, porque no se presentó a ningún concurso de belleza, pero los niños lo sabíamos de más y de sobra.
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Medicina naturista Hubo un tiempo en que los encuentros familiares eran escasos. Los recursos no llegaban para viajes. Los desplazamientos resultaban largos e incómodos, aunque la ilusión ponía alas en los pies y vendas en los ojos. Solo razones de enfermedad, alumbramiento o solidaridad con los que habían quedado en el pueblo trabajando el capital, eran motivos que justificaban un viaje y movilizaban a las familias. Eran fechas que ponían un rayo de esperanza en el calendario de la ilusión unos días en el año.
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a fiestas patronales del pueblo, o la enfermedad grave de algún familiar cercano, abrían un paréntesis en la lejanía y el personal se permitía el lujo de hacer el viaje. El trayecto que había que recorrer a pie, desde Gradefes a Valdehalcón, no era largo: tres kilómetros, apenas. Pero la distancia se alargaba mucho cuando el recorrido se hacía cargando con gente menuda. Se aprovechaba el camino para sembrar ilusiones en los corazones de los pequeños: se les embobaba contándoles historias, que de ser verdad hubieran resultado bonitas. Se les decía que ya quedaba poco para llegar. Que después de la curva se veía la torre de la iglesia en la que anida la cigüeña que daba el aviso de la llegada de los caminantes machacando el ajo. Que la abuela había horneado pan de un blanco especial que solo ella sabía amasar… Luego, cambiando de tema, se describía el paisaje, diciéndoles cuál era la viña que el abuelo plantó hacía muchos años,
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y que daba unos racimos grandes y dulces con los que se hacía el vino para beber en casa todo el año. El río, menguado de caudal, ponía música en el valle. En los pozos profundos había cangrejos grandes que salían a comer a las orillas, y mamá y los otros niños sabían pescarlos con una rana atada a un junco, a modo de juego, mientras cuidaban las vacas en el Soto… Así los niños se olvidaban del cansancio y recorrían el trayecto, mientras a la madre le invadía la nostalgia y acudían a su memoria los días de paseo por aquel mismo camino; recuerdos de otros viajes al molino, cuando ir a Gradefes era ver comercios y saltar los límites del propio pueblo. Era descubrir que un poco más allá florecían otros campos, otras gentes y, ¿por qué no?, otras posibilidades. Tal vez era aquel el mirador desde donde la savia joven de los pueblos buscaba otros aires, donde sopló la voz del progreso que llamaba a romper las hombreras del cesto de apañar, que sujetaba a la tierra e impedía prosperar… Así, jugando con los pensamientos, entre bromas y veras, se avistaban las primeras casas del pueblo más allá del Caño; se ensanchaban los pulmones al sentir el barro de las calles bajo los pies, y el corazón se encogía un poco, imaginando, ahora en serio, cómo sería el recibimiento, porque con el tío nunca se sabía. Al voltear las campanas recordando que era la fiesta del pueblo, y sin poder delimitar dónde terminaba el recuerdo y comenzaba la realidad, se entraba por las puertas de casa, para abrazar y dar cariño, almacenado durante tiempo, fruto de largas ausencias; para besar a la abuela, un poco más arrugada que el año pasado y con el talante de siempre, dispuesta a ceder el puesto de jefa de cocina y el gobierno de las viandas que habían de preparar. Las gentes de la comarca tenían en gran estima y admiración a Don Zacarías, cura párroco de Sahechores, a
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la sazón; tanto por su celo pastoral en la cura de almas, como por sus conocimientos de plantas medicinales, en las que es rica la comarca, y con cuya aplicación remediaba los males del cuerpo. Aunque el respeto, rayano en el miedo, a la “loba” era mucho, el corazón de una madre vence todos los temores por la salud de su niño. Tras los golpes en la puerta, en demanda de ayuda, se oyó a la “loba” decir: “Dejad en paz a Don Zacarías”. El hombre de Dios respondió con calma, con la calma de los pacíficos, desde su despacho, “déjales, mujer, déjales pasar”. Se interesó por la salud del niño, le reconoció con ojo experto y le recetó, con magistral acierto, la pócima saludable que había de fortalecerle y devolverle su menguada salud: “tanto de hinojos del camino del cementerio, tanto de tomillo del que recoge la Sra. Dolores y bellotas añejas del pajar del señor Ramiro. “Yo rezaré por él…” Y se produjo el milagro: el niño superó la enfermedad que tanto preocupaba a la madre.
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Hacendosa. Que no es bueno el ocio ni en las tardes del otoño, cuando las hojas se tornan amarillas para cubrir con su manto el tempero de la tierra, y una nube blanca pinta las sienes de plata. Son tareas pequeñas, sin hondura, con poco alcance en la economía doméstica, pero ponen brillo en el semblante, mantienen agiles las manos y cuentan la importancia de lo menudo.
Candela luminosa. Si el candil no alumbra, todo es misterio y tiniebla‌ Mas, si la llama estå viva, el misterio se diluye, las tinieblas se evaporan y se revela la vida.
CAPÍTULO VII
A la llama del carburo Confabulación vecinal Ellos no sabían cubrirse con las sombras cuando caía la tarde. Venían de la luz y el carburo les castigaba con sombras fantasmales. Se entretenía proyectando sombras chinescas alargadas, desconocidas, que asustaban a los niños que venían de la luz, razón por la que la noche asustaba. Era como si al anochecer entraran en la casa fantasmas invitados que les perturbaban el sueño. A la luz del día nuevo los vecinos se confabulaban con el sol, para ahorrar la llama del carburo, y lo colgaban de un clavo debajo de la escalera, como si de un ajusticiado se tratase. Era la manera de agradecer al sol su presencia, y de despedir a la luz mortecina del carburo, que se esforzaba en poner destellos de claridad azul en la noche. Ella despertó con sobresalto al roce de un rayo de luz que se coló por la ventana, y se desperezó acariciando la penumbra de la noche. Los duendes que gobiernan los sueños le hablaban, mientras dormía, de sudor y siega, de gavillas y morenas, de “posibles” para vestir a los niños ahora que se acercaba la fiesta de San Juan, ahora que el pan ya está maduro para llenar las paneras.
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Amaneció Por deseado, el amanecer se retrasaba entre sábanas de preocupación y de ilusión.
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temprano para recibir la ración de día que llamaba a la puerta con insistencia. La noche se le fue entre sueños y pesares, de un lado para otro, de preocupación en preocupación, sin conciliar el sueño ni encontrar postura ni reposo. Cerró los ojos, ya despiertos, y tuvo la impresión de que la noche le fue hostil, parca en parabienes y recibimientos, escasa en acogida y cariño. La vecindad dormía, se dijo, y los elementos no prestaron atención a su llegada; tal vez fue eso, pensó para sus adentros. Despertar en el campo, se dijo, disimulando la nostalgia, es diferente: ni la columna de humo de la “Foca”, ni el ronquido del “Federal” limpiando su carburador, animan a la llegada del día. A cambio oyó mugir a las vacas que saludan al pasar, en tono amistoso, mientras se despertaban del todo. En la distancia sonaba el tilín, tolón, de las cencerras que ofrecían el concierto mañanero para ayudar a levantarse a los vecinos, acuciadas por las acometidas del carea1 que se congraciaba con el pastor mordiéndoles los zancajos. Asomada a la ventana, de reojo, miró hacia el norte donde la Peña peinaba cabellera blanca. Allí quedaron los fríos y los miedos, los recuerdos y amistades, las ilusiones y desengaños, y ahora acudían a su mente al comenzar el nuevo día. Aquel amanecer una nube a madre despertó
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veló el horizonte y lo cubrió de tristeza, de temor y nostalgia… Cerró los ojos intentado descubrir en la mañana la suerte que el destino les reservaba, pero, celoso de su saber, ocultó sus intenciones marcando distancias. Frente a la casa, por encima del pilón en el que las vacas se miran con ojos acuosos cada atardecer mientras beben, formando parte del nuevo paisaje, vió que le miraban las cigüeñas vecinas. Ellas observaban desde lo alto sus dudas y movimientos, mientras hacían con su cuerpo un garabato en el aire, desde el chopo que las vió nacer. Fue entonces cuando les contó sus temores: les dijo que el carburo le negaba la luz cada noche, que las tinieblas se adueñaban de la cocina al caer la tarde, que necesitaba volar a lugares de libertad luminosa que le prestasen su destello para iluminar su estancia, y muchas cosas más les contó… Una mañana oyó a las cigüeñas decirles a los niños que también ellas eran emigrantes, que recordaban otros paisajes, que extrañaban la nueva charca…, pero, olvidando pesares, se esforzaban por conseguir alimentos de supervivencia. “Es la charca de tierras movedizas”, les dijeron, símbolo del engaño de las hectáreas que recorren la propiedad del pueblo. Tierras que no rentan para salir de la miseria… Las cigüeñas, venidas de lejos, eran leves, laboriosas y atrevidas. Se afanaban, cada día, cada madrugada, sobrevolando prados y huertas para conseguir alimento, sorprendiendo a las ranas soñolientas y descuidadas, que se consideraban las reinas del río mientras jugaban saltando de piedra en piedra.
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Siega y sudor Luchaba contra la pobreza avecindada en el Valle. Alzaba los brazos como quien da puñetazos al aire en combate desigual, y saludaba al amanecer animado por su justa rabia.
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madrugar para salir a buscar la luz que alumbra sus claras por entre los tesos, pintando siluetas, para dejarse caer en los trigales. Los segadores se desperezaban con el fuego de una copa de aguardiente, que siempre fue bebida de los hombres recios de aquellas tierras antes de echarse la guadaña al hombro y hacerse al camino, con la alegría de aquel fuego en el estómago, dispuestos a ganar unas hebras a la tarea antes de que el rocío se sintiera avergonzado y se ocultase entre los matorrales. Las liebres, encamadas en el bardo1, con un ojo cerrado y otro en vigilia, alertaban a los gazapos1 del paso de la cuadrilla que esparramada por la solana ponía una nota de color sobre las tierras rojas y duras, que ahora peinaban rubia cosecha. La codorniz que crió su pollada1 al amor del surco, tras el cavón1 más discreto, y camufló su presencia entre cantos y espigas, huye amedrentada por el frío del acero, recoge sus crías y corre a ocultar su debilidad en el cercano bajo bosque. Son sus armas y sus artes… Al calor de la mañana los segadores traen coplas entre dientes que se crecen al divisar el caballo mensajero del desayuno y descanso. Es hora de relajarse, de compartir tarea y cazuela, de sentir la cercanía de ran días de
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los otros, para todos…, menos para ella. Ella no canta ni comparte descanso, ni cuenta ocurrencias como los demás. Con la preocupación en el alma atropa la mies que tiende el segador, como autómata deposita las gavillas sobre la morena, rastrea las espigas díscolas, desempeña su tarea… Pero su mente, su preocupación, sus cuidados, están en la casa, cerca del pilón, al lado del río que es poca cosa, pero un día se saldrá de madre y mostrará su cara asesina. Por eso ella sufre y teme. A las cigüeñas que viven enfrente les tiene encomendado que echen un ojo a los niños, que jueguen con ellos a machacar el ajo1 para preparar las sopas, que se quedan solos mientras ella se procura un jornal, que mientras la cuadrilla descansa ella les dará una vuelta, porque son muy pequeños y el padre está en la montaña de guarda para ver si corren mejores vientos. Los niños lo saben y se cuidan solos. El Ángel de la Guarda contó a las cigüeñas que velaba por ellos, que eran buenos niños, que él les sonreía cada mañana cuando se despertaban buscando la mirada de mamá y no la encontraban. Y así crecen, así se van arreglando, así saben de sacrificio y de campo, de tórtolas y de soledad, de urces1 y de cosechas. Ya a la noche, cuando las cigüeñas se recogen y hacen equilibrios para descansar sobre una pata, las liebres vuelven al bardo1 para soñar con galgos trancados1 y huertas radiantes y la cocina se llena de luz y de madre que, con los huesos molidos y el corazón agrietado, condimenta la cena con presencia, sabiduría y amor del bueno.
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El traje Vestidos de nuevo se sentían algo incómodos, extraños, diferentes; como en piel ajena. Los gestos perdían gracia y espontaneidad y la expresión se congelaba por miedo a perder la compostura que cabía esperar de los niños iniciados en las letras.
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os roperos parroquiales son signo de abundancia y escasez. Los inventaron doña Caridad y doña Solidaridad, para tapar agujeros en la economía quebrada de algunas familias inmigrantes y de unos pocos desarraigados sociales. Desempeñan funciones nada desdeñables: limpian cajones y perchas de los armarios en las casas bien; relajan, un poquito, las conciencias. A la vez defienden del frío y renuevan el ropero de quienes no se preocupan demasiado de marcas ni de etiquetas. Hubo un tiempo, ya lejano, en el que no existían roperos parroquiales, ni posibilidad de cambiar el vestuario cada temporada. Se aprovechaban los trapos, aunque para ello hubiera que zurcir y remendar, para pasar con ellos otra temporada. Las ropas se heredaban de los hermanos mayores, que a su vez las recibían de algún pariente cercano, al que ya no le cubrían las carnes. Era la hijuela1 que pasaba desde el mayor al menor como dote y patrimonio familiar. Estrenar, lo que se dice estrenar, era cosa del mayor de los hermanos. Por las fiestas patronales, generalmente, se hacía un esfuerzo y se rompía la regla. Todos vestían algo nuevo para sorprender a los familiares que solían
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acudir y pasaban revista a los niños, comprobando lo mucho que se parecían a la familia y lo mucho que habían crecido. Algunas huchas se rompieron para poder completar el lote de ropa nueva. Por eso no había ropero parroquial entonces: porque había pocas sobras y muchas faltas. La ropa nueva se compraba con perspectivas de futuro, de talla grande, pensando en que el niño tenía que crecer y el traje debía durar. Por eso, más que niños con traje nuevo, parecíamos espantapájaros, a los que se les vestía con ropas amplias que ondeaban al viento, para ahuyentar las malas ideas y las vanidades del lujo. En la colección de fotos familiares hay una así, todo un tesoro. Aunque está amarillenta por el paso de los años, aún no ha encogido ni el pantalón ni las mangas de la chaqueta. En ella me acompaña mi madre, sonriente, joven, guapa y feliz de ver cómo crece el hijo mayor y lo bien que le sienta el traje nuevo. Fue tomada por San Juan Degollado, en las fiestas patronales de Llamas. No recuerdo otros trajes anteriores en mi ropero personal; tal vez los hubo, pero no los recuerdo. Sí hubo traje de primera comunión. Está presente en el álbum familiar con salpicaduras incluidas. Las mismas con las que un camión inoportuno me salpicó al pasar mientras el fotógrafo hacía su trabajo. Acaso fuese el “Federal”, porque pocos más circulaban, en cuyo caso, no tengo duda de que fue el saludo cariñoso con el que me felicitaba. A veces el “Federal” tardaba en arrancar por las mañanas, era como si su carburador se hubiera contagiado de la silicosis de los mineros o hubiera sufrido una angina de carburador, y quisiera quedarse un rato más en la cochera.
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Entonces los niños del barrio, que íbamos a la escuela, oíamos su tos ronca, nos agrupábamos a su alrededor para ver qué le pasaba y, sin mala intención, sonreíamos. Tal vez por eso me salpicó el traje blanco de primera comunión. Lo recuerdo porque las manchas han quedado en la fotografía, ya amarilla, como un trozo del pasado, de un día feliz, cuando desayunamos juntos todos los niños de primera comunión con las catequistas, invitados por el párroco a chocolate.
El traje. Hubo un tiempo en el que el primer traje era sinónimo de hombría, de responsabilidad, de esperanza en un mañana que se tocaba con los dedos, porque casi era hoy, y llenaba de gozo el presente.
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Retrato Es acta notarial, fe de vida, de una etapa dedicada a la búsqueda, en un entorno escaso en iluminación para centrar el foco y conseguir un buen retrato. No obstante, abiertos a la ilusión que regalaba la luz cada mañana, da fe del empeño puesto en la tarea.
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que cuenta, con letra menuda, la cara de una ilusión teñida de esfuerzo y de fe en el futuro. Manifiesta el deseo de rebobinar el pasado para borrar sombras que velaban la alegría y la confianza y les hacían andar por los caminos de la preocupación. Por eso está en la galería como prenda del ayer para el recuerdo. A su lado cuelgan otras, vestidas de infancia y pantalón corto, de falditas que dejan al aire piernas menudas y zapatos nuevos, que salieron de la hucha para la fiesta del pueblo, que era día de estrenar… Algunas atesoran juventud, piel tersa, mirada inquieta, años mozos con ardor juvenil que el marco a duras penas sujeta como promesa del mañana, que está tardando en llegar. Con el paso de los años se cubrió la pared de caras nuevas, de sonrisas jóvenes, de los que quisieron sumarse a la galería de la vida y compartir el rincón de los recuerdos… Allí cuelgan, certificando que la vida sigue, que la armonía se cultiva desde el amor en los encuentros. Aquel mediodía el papel recogió sudor que chorreaba esfuerzo y pintó sombras alargadas de trilla y polvo, de sed y calor, de lucha y esperanza. Así tatuó s una página
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el artista, con pluma de plata, a hurtadillas de la prisa, la imagen para enmarcar. Ellos apenas detuvieron el paso; no era oportuno detenerse a recomponer el gesto para el futuro, teniendo el presente tan ocupado… El ceño fruncido y la cabeza humillada, dice, es fruto del escaso oficio del retratista, que no tuvo habilidad para iluminar las sombras y dejó la luz derramarse desmandada, a su aire, hiriendo la retina y entornando los párpados para defenderse de su osadía. (En su descargo decir que pasaba por allí camino del moro para decir adiós) Sus bordes se van apagando y la textura siente cómo se diluye la fuerza de los años mozos; el brillo se siente extraño a estas alturas, porque son ya muchas las heladas que hubo que soportar. El fondo, de terciopelo verde, es agradecido. Resalta la luz y la ilusión de los rostros, más allá del cansancio acumulado en los días de siega y trilla. Sobre su fondo descansa el ser de aquellos dos seres que dedicaron juventud y empeño en la tómbola de los días, por si la suerte les beneficiaba. El marco es de oro-ilusión, de deseo-fuerte, de espejismo-ensoñación, de mentira-barata…, como tantas otras realidades en la sala de exposición de la vida… Pero la ilusión, el espejismo y la mentira, ayudaban a pasar los días.
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CAPÍTULO VIII
Asomados a los recuerdos Al final del viaje les llegó el sosiego, la tranquilidad y la contemplación. Afloraron los recuerdos, la adaptación a la nueva y gozosa realidad. Es entonces cuando desde el balcón de la llegada, que da hacia el porvenir, miraban hacia atrás y recordaban los vericuetos, las posadas y acontecimientos que, una vez vividos, dejaron un poso, un regusto, una sensación que les llevó a sonreír con dulzura y gratitud, cogidos de la mano. Tras contemplar el camino recorrido con complacencia y ánimo sereno, escribieron el programa de los días nuevos con sus noches de reposo y calma, tras las horas de serena holganza. Repasaron, una a una, las noches en vela, los sueños rotos, las flores de su jardín que florecieron cada primavera, los gozos y las angustias con las que estuvieron empedrados los caminos de su andadura…Y, mirándose a los ojos, se perdonaron las torpezas, se agradecieron las entregas generosas y renovaron su compromiso de amor, sabiendo que el día iba de caída y que aquellos que dieron sentido a su vivir, volaban con vientos nuevos, buscando corrientes favorables que les permitan mantener el rumbo. Les vieron partir uno a uno, cada cual por su camino, hechos hombres y mujeres, tal como los habían soñado. Les despidieron con el adiós infinito, que siempre sigue esperando. Ahora era su turno. A ellos les tocaba per-
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manecer en su lugar, asomarse a la huerta, mantener aseada y dispuesta la casa, con la mesa preparada, por si quisieran volver… Su puesto estaba allí, donde decidieron tomar aposento tras las caminatas de los días de búsqueda y zozobra. Desde allí, desde su CASTILLO, con la mirada vigilante y viva, muy viva, acunaban los recuerdos, cuidaban a los nietos, su mayor tesoro, y esperaban la fecha de su partida… Mientras tanto, ellos supieron que la madurez y los años debilitan el rosal de su existencia, que cada rosa tiene sus espinas, y aguardaron pacientes la suya para realizar su ofrenda floral, como regalo de un día de verano u obsequio de Reyes. Cada cual en su momento.
Hora de la tarde. Sobre sus hombros el dulce peso de una historia, la esperanza hecha mujer, el sosiego y la calma.
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La casa: castillo y cuna Disponer de una “casina” para iniciar la vida como matrimonio independiente tenía gran importancia y era muy conveniente. La relación de la pareja se intensifica sin la presencia de la madre, siempre dispuesta a tutelar los primeros pasos de los esposos. Fortalecía los lazos del nuevo matrimonio y los defendía de intromisiones ajenas. La filosofía popular expresa este sentir diciendo: “El casado casa quiere”.
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de León, donde el concepto de familia era muy rico, y los haberes escasos, sus gentes tenían conciencia de pertenecer a un grupo en el que se necesitaban unos a otros. Algunos municipios, con bienes comunales, se implicaban y preocupaban por ayudar a los jóvenes recién casados. La dote que el pueblo daba a los recién casados, podía ser: un solar donde edificar la casa, una corta de madera para la construcción de la vivienda, y una parcela para sembrar, el año en que se repartían suertes. Era un buen empujón para arrancar con entusiasmo a vivir el proyecto de vida en común y sentirse miembros de la comunidad vecinal. El tirón del terruño hunde sus raíces en estos acontecimientos entrañables, vividos día a día y desde la cercanía y el sudor del presente. Tareas como pisar el barro para hacer adobes, levantar las paredes sobre el solar de la dote popular; acarrear la madera para cubrir de aguas la casa y ver correr a los n algunos pueblos
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niños por delante de la puerta son sello de comunión imposible de romper. Por eso, pueblos abandonados a su escasa suerte durante décadas por la administración, siguen llamando desde la distancia a quienes, forzados por la necesidad, hubieron de abandonarlos. El deseo de estabilidad, por un lado; el despuntar de la economía familiar, por otro; y la legítima aspiración de tener su propia casa, fueron razones suficientes para que la familia se estableciera en Cistierna. Allí cavaron los cimientos, fijaron las paredes y empezaron a colgar las vivencias que aún perviven en el ambiente. La calle Cantil, donde la familia decidió fondear y amarrar su barca, tiene sus ventajas e inconvenientes. A cien metros de la plaza, es un balcón natural que pone a los pies de sus vecinos el regalo de la ribera cada mañana, como postal maravillosa. Su entorno natural es privilegiado: envuelta en aroma de pino y peña, los pulmones se esponjan disfrutando de la vida. La dificultad natural es la cuesta, corta, pero desafiante. La cuesta que abre las puestas de la calle cada mañana, habla en diferente idioma, según los inviernos que ha cumplido el caminante. Para el niño es el trampolín que le desplaza de un salto a encontrarse con los amigos en la fuente de la plaza; para el joven es la oportunidad de sentir sus facultades en pleno desarrollo y la recorre de cuatro zancadas; el hombre maduro pasea sus 50 m. con agilidad y moderación, sin esfuerzos ni cansancio. Pero el anciano, ¡ay, cómo le cuesta la subida al anciano! Los silóticos1 conversan en voz baja y tono lastimero con la cuesta cada vez que bajan a jugar la partida. Miran al repecho con ojos implorantes, calculan sus fuerzas antes de emprender la hazaña de la escalada diaria. Luego, piden permiso a su caja torácica y pactan la subida
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a ritmo cadencioso y lento, agradeciendo a la vida cada inspiración, como regalo que reciben de San Guillermo y de la Peña.
La casa. Después de rodar los caminos, sin aprender del todo los recovecos de la vida, prepararon la mesa para celebrar el banquete de la llegada y se dispusieron a degustar no sólo los grandes acontecimientos , sino también los pequeños que los días venideros les regalaban. Allí, a la sombra de la Peña, apostaron por el diálogo con la vecindad y abrieron las ventanas a las corrientes que descendían de Peñacorada. Se embriagaron del perfume de la primavera nueva en actitud de espera vigilante, que no es de buen caminante recostarse al borde del camino cuando la meta se vislumbra ya cercana.
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Jesús Cerezal Fernández
Arrumacos al oído Depende desde qué ángulo se mire. Puede ser un buen momento para escuchar a mi viejo amigo, en el que he vivido sin prestarle demasiada atención, dando por sentado que es presente duradero… O, por el contrario, el momento del encuentro con la debilidad que ha viajado a mi lado sin percatarme de su presencia.
S
ordenar las palabras de manera que quedasen sonoras y bonitas, te escribiría cuatro piropos agradecidos por tu entrega de madre, por tu tesón en la vida y por tu generosidad sin medida. Aunque solo fuera por dar rienda suelta a algunos sentimientos que lleva uno dentro, y que es bueno que se aireen y vean la luz. Sucede que no soy literato y el orden de las palabras se me resiste; por eso me tengo que conformar con pedirle a mi pluma que garabatee, al dictado, lo que te diría si no estuvieras lejos para oírme. Le digo, para que te cuente, que te han ocurrido hechos que han cambiado profundamente tu vida: cuando el ritmo de los días, pasados los años, empezó a haceros algo de justicia por tantos sinsabores vividos, papá se fue a descansar de su dura jornada. Su cuerpo frágil no soportó por mucho tiempo la alegría de ver a sus hijos situados e independientes, y con la satisfacción del deber cumplido se retiró sin hacer ruido, como había vivido, en un abrir y cerrar de ojos. El hecho nos dolió en el alma a todos, pero a tí te dejó un vacío inmenso; de pronto te sentiste como suspendida entre el cielo y la tierra y sin alguien a tu lado i yo supiera
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con quien compartir las discordias y alegrías de cada día. Le cuento, también, que habías soñado con una familia grande alrededor de la casa, donde todos juntos compartiéramos trabajo y mesa, penas y alegrías. Te resistes a aceptar que tu deseo es un sueño al que la realidad no atiende; que las crías aprenden a volar y hacen los nidos en otros pagos. No quieres aceptar que son sueños, y los sueños son el regalo que Dios da a las madres como premio a sus desvelos amorosos. Después le diré al papel que te encuentro algo mayor y cansada. Es natural a tus 84 años. Son la huellas del tiempo que van produciendo desajustes en esta máquina de huesos y músculos que el Señor nos entregó al comenzar el camino por este mundo. Ya sé que esto no cura, pero consuela y pretende ayudarnos a vivir en plenitud cada instante de vida que se nos sigue regalando. Vivir es querer seguir viviendo, poner buena cara aunque la realidad venga a contrapelo, es darse a los demás y dejarse amar por ellos. Siempre te oí manifestar un especial cariño y respeto por las personas ciegas, y gran temor a perder la vista. Ser ciego, dices, es muy triste, la oscuridad te envuelve y te aísla; es muy triste, muy triste… Momentos hubo en que tus ojos cansados se ocultaban tras una tela sutil que velaba la nitidez de la vida y no te permitía percibir con claridad la realidad exterior. Por algún tiempo temimos algo grave que te privase de la luz, pero la pericia del cirujano te devolvió la claridad y tus ojos chispean de alegría y destellan de contentos cuando nos ves llegar. Lees, lees mucho más que en tus años jóvenes; ahora tienes tiempo para todo, porque casi no tienes obligaciones y hasta te duermes con el libro en la mano recreando tus sueños de encuentro diario en la misma mesa.
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La mesa está dispuesta Sola en su rincón de siempre, rodeada del álbum de todos los días, al que le hablas de sus vivencias en las que coleccionas los recuerdos y caricias que te han ido regalando. Tu soledad es un tesoro, capital de avaro que pretendes retener con avaricia desmedida. Le gustaría compartirla, sí, pero en tu terreno, encerrada en tu castillo, donde te sientes segura y, por ello, te enrocas como reina sobre su tablero que juega su última partida.
H
oy, de vuelta en casa, necesito anotar, aunque sea con trazos gruesos y de corrida, un sentir que viene persiguiéndome tiempo atrás. Es como un hormiguillo que se mete en el alma, te niega el oxígeno de lo razonable y te hace un nudo en la garganta, a la vez que te sustrae las palabras y las soluciones a tu alcance se escapan, te dejan a la intemperie. Es un sentir formado de la observación de gestos recogidos aquí y allá, un día tras otro, de tu cara y tu semblante, mamá. Hasta hoy no me he decidido, tal vez por pudor, a confiárselo al papel; pero ahora que acabo de llegar de casa y te he dejado con el semblante triste y el ánimo decaído, abriré la puerta de los sentimientos para contárselo al ordenador, que sabe guardar secretos y anotar sentires. Eres tú quien nos reúne todos. Acudimos desde la distancia, algunos vinieron de lejos, con bastante sacrificio y mucha ilusión, tú lo sabes, para estar a tu lado y hacerte un poquito más feliz este día en el que cumples 86 años. Te da mucha alegría, dices, pero no disfrutas plenamente
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el hoy jubiloso por pensar en el mañana, que nadie lo tiene seguro. Ni toda la alegría del encuentro es capaz de borrar el rictus de dolor y sufrimiento que se refleja en tu postura ante la vida. Es como si mirases el futuro con el cansancio acumulado por los años, con preocupación y desconfianza. Y, esa misma tristeza, no te permite disfrutar de la alegría del momento presente. Debe tener un nombre en el diccionario: depresión, o algo así lo llaman los médicos. Y diría que los efectos son nefastos, devastadores. Ni el cariño de todos los tuyos que te rodean te libera de sus garras. Tu fortaleza de siempre, tu arrojo ante las dificultades que te han tocado vivir, tu resistencia a dejarte vencer por las contrariedades, te animan a seguir siendo autosuficiente y disponer de tu rincón particular donde rumiar el presente; pero no puedes hacerlo con la calidad de vida que mereces. Te resistes a dejarte atender, a dejarte acompañar, a ser una carga, dices tú, para los que te quieren. Te refugias en tu soledad, ceñida de independencia y muy apoyada en debilidad. Tú no sabes explicarlo, es normal, el dolor tiene pocas explicaciones que convenzan, mamá. Te limitas a decir: “vosotros no sabéis lo que me pasa”… Esa frase encierra todo un tratado sobre el sufrimiento. Te cobijas y te repliegas en tus pocas fuerzas y ahí te haces la fuerte y la valiente sacando a relucir otros tiempos, otras situaciones, que no son comparables… Como sabes, nos preocupamos por ti, pero no acertamos con la fórmula para ayudarte a salir de la situación que te bloquea. Las cosas podrían ser de otra manera, pero son así, o las hacemos así. Que te dejemos en tu rincón, con tu autonomía y tus escasas fuerzas es todo lo que nos pides, y a veces nos asalta la tentación de complacerte… Pero no parece que tengas las fuerzas su-
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ficientes para poner a raya tus dolencias y ordenar las medicinas que te ayudan en esta difícil tarea. Después te contaré lo que tú sabes: lo mucho que te debemos, lo mucho que te queremos… ¿Por qué no queremos que te quedes sola, que te abandones? Tal vez nuestro amor de hijos está salpicado de egoísmo y no respeta tu derecho a descansar cuando te apetezca, porque queremos encontrarte en pie, fuerte y valiente, para que nos recibas a la vuelta desde otras tierras y otras casas, que también son tuyas… Pero, es distinto, ¿verdad, mamá?
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GLOSARIO
Andancio / 125 Enfermedad poco grave y generalizada. Arrumacos / 158 Demostración de cariño hecha con gestos o ademanes. Atezado / 78 Curtido, Moreno de tomar el sol. Aya / 62 Persona que en una casa acomodada se encargaba del cuidado y educación de los niños. Barcina / 74
Que tiene el pelo blanco y pardo.
Barda / 145 Madriguera donde crían los conejos. Zanja abierta y cubierta de ramas y hojas donde los conejos hacen sus madrigueras. Berrar / 114 Voz del becerro, el ciervo, el elefante y otros mamíferos. Cantina / 25 Establecimiento en el que se sirven bebidas y comidas. Cárcava / 113 Hoya o concavidad formada en el terreno por la erosión de las corrientes de agua. Carea / 143 Perro que ayuda al pastor en el cuidado del ganado. Dirigir el ganado hacia un lugar. Carear / 67 Conducir el ganado. Catar / 116
Probar un alimento o una bebida para examinar su sabor o su calidad.
Cavón / 145 Terrón. Masa suelta de tierra compactada. Cencerro / 73
Campana de metal pequeña y generalmente tosca, que se cuelga al cuello de las reses.
Glosario
Corraleta / 113 Recinto cerrado para guardar el ganado. El Violar / 73 Nombre del bosque de abedules en algunos pueblos de León. Encuevadas / 129 Metidas dentro de las cuevas, especialmente las truchas. Escudriñar / 25 Examinar algo con mucha atención. Filandón / 116 Reunión de mujeres que trabajaban con el lino o la lana. Galeno / 54 Médico. Persona autorizada para ejercer la medicina. Gazapo / 145 Aquí, cría de conejo. Gozne / 23 Eje sobre el que gira la puerta. Guarecerse / 67 Protegerse de un daño o peligro. Gusarapa / 82 Cualquier animal pequeño con forma de gusano que se cría en el agua u otro líquido. Hacendera / 17 Aquí, trabajo que hace la vecindad en los bienes comunes. Hemina / 135 Medida agraria equivalente a algo más de 18 litros. En la Provincia de León equivale a 939 centiáreas en secano o a 628 centiáreas en regadío. Hijuela / 147 Documento donde consta la parte de bienes que toca a cada heredero en una partición. Hinque / 67 Juego popular que se ejecuta con dos palos puntiagudos y se clavan en tierra húmeda. Hulleras de Empresa minera que explotó la hulla en el Sabero y Valle de Sabero. Anexas / 37 Hurmiento / 51 Fermento utilizado para hacer que la masa del pan fermente. Lavadera / 130 Aquí, tabla sobre la que se lava la ropa en el rio. Leñar / 114 Aquí, montón de leña apilada, generalmente en el corral en las casa de campo.
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Glosario
Machacar el ajo / 116
Aquí, sonido que emiten las cigüeñas al crotar.
Mal de moda / 97 Gripe que causó muchos muertos en Europa en el año 1918. Mancera / 64
Esteva del arado. Pieza curva y trasera del arado sobre la que lleva la mano el que ara para dirigir el arado.
Moruca / 80 Gusano de cuerpo cilíndrico y largo que se usa como cebo en la pesca de rio. Orates / 124
Persona que tiene trastornadas o perturbadas las facultades mentales.
Otoñada / 73
Aquí, hierba que crece en los prados en otoño, después de haber sido segada en primavera.
Palera / 84
Especie de sauce que crece en la orilla de los ríos.
Perreras / 80
Aquí, nombre que se les daba a algunos peces de rio.
Petaca / 68
Estuche para llevar algunos cigarros o tabaco picado.
Piafaba / 88
Alzar el caballo, estando parado, las patas delanteras.
Pintaban / 116
Tenían color, maduraban.
Pollada / 145
Conjunto de pollos que sacan las aves de una sola puesta de huevos.
Rapaz / 66
Aquí, muchacho de corta edad.
Retama / 73
Arbusto muy ramificado, no espinoso, de ramas cilíndricas, estriadas, de color gris blanquecino, hojas escasas, pequeñas y lanceoladas, flores solitarias o agrupada.
Rompidón / 62
Finca roturada en el monte en la que se sembraba mies, principalmente centeno.
Sabedora / 66
Conocedora de.
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Glosario
Sacadera / 81
Especie de manguito hecho de red con el que el pecador se ayuda para cobrar la pieza en el rio.
Silicoso / 40
Enfermo que padece neumoconiosis producida por el polvo de sílice.
Silóticos / 156
Que padecen de silicosis.
Tenada / 115
Corral cerrado en el que se guardan los aperos de labranza.
Trancados / 146 Aquí galgos con las patas trabadas. Tranco / 75
Palo o barra gruesa con el que se aseguran por la parte interior puertas y ventanas cerradas.
Truchina / 81
Trucha pequeña.
Trueque / 105
Acción de dar una cosa y recibir otra a cambio, especialmente cuando se trata de un intercambio de productos sin que intervenga el dinero.
Urce / 146
Arbusto enano y reptante, de tallos ramosos, hojas perennes y aciculares, flores pequeñas blancas, moradas o rosadas y fruto en forma de cápsula rodeado por la flor y separado en cuatro valvas; puede alcanzar hasta 25 cm de altura.
Vaquero / 72
Persona que se dedica al cuidado de ganado vacuno.
Vecera / 59
Aquí, manada de ganado perteneciente a una vecindad.
Zapatero / 82
Insecto de cuerpo negro, estrecho y alargado, con las patas delanteras cortas y las centrales y traseras muy largas y delgadas, que corre por la superficie del agua con gran rapidez y agilidad.
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la tarde del 9 de junio del año 2013, festividad de san Efrén (s. IV), diácono y escritor, doctor de la Iglesia apodado en su tiempo “El arpa del Espíritu”, al cuidado de los maestros artesanos de Taller de Diseño Gráfico y Publicaciones S.L. (TADIGRA), en Granada, para Editorial Tleo. Se ha empleado cartulina couché mate de 300 grs. en la sobrecubierta, y papel estucado de 135 grs. en el interior. Impreso con tecnología digital.
Este libro se terminó de imprimir la mañana del 22 de mayo del año 2018, festividad de Santa Rita de Casia, al cuidado de los maestros Este libro se terminó de imprimir al alba del 7 de julio del año 2009, artesanos de Taller de Diseño Gráfico y Publicaciones S.L. fiesta de San Fermín, al cuidado de los maestros artesanos de (TADIGRA), Ganada, para Editorial Tleo. Se ha Taller de DiseñoenGráfico y Publicaciones S.L. (TADIGRA), empleado cartulina couché mate deTleo. 300 grs., en la en Granada, para Editorial cubierta, y papel ahuesado Se ha empleado papel verjurado de 200 de grs., 0engrs. la cubierta, el 135 interior. Impresode 70 grs., y estucadoen mate grs., lithoSUP y barcinocon de 30tecnología grs., en el interior. Impreso condigital. tecnología digital.
É
de la vida, del abandono de la infancia, del pelotón de los desheredados del cariño. Se afanó por construir espacios diferentes para borrar recuerdos, algo por lo que valiera la pena despertar cada amanecer, vivir cada hora, respirar cada segundo. Trabajó, luchó, y, casi triunfó en su empeño. l vino de las trincheras
Ella le esperaba “apañando” en la pradera, pendiente del florecer de las margaritas y quitameriendas que regalaban su perfume humilde. Ella, siendo niña, recorría la campera con el cesto de mimbre a la espalda contándole a las flores los recuerdos de una orfandad temprana, que le robaron el abrazo de un padre que el “Mal de moda” le arrebató en horas tempranas. Ella y él se encontraron una tarde de paseo en el soto de su juventud. Les sorprendió el duende del amor y les brindó la oportunidad de acercarse, de conocerse, de iniciar algo bonito para soñar... Les mostró un camino a recorrer: áspero, largo y luminoso, fundado en la modestia, en el trabajo y en la confianza mutua. Así, ellos, dejaron de soñar la vida y comenzaron a vivirla juntos.
ISBN: 978-84-15099-90-1