Pintor de sueños

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Jesús Cerezal Fernández



pintor de sueños JESÚ ÚS CEREZAL L FERNÁNDE EZ

PIN NTOR DE E DIAS POR R JES SÚS CER REZAL FERNÁNDEZ

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pintor de sueños Jesús Cerezal Fernández

GRANADA 2018


puede imprimirse: Fray Carlos María Domínguez, Superior Provincial. Protocolo nº 019/2018

© Jesús Cerezal Fernández © De la edición: editorial tleo. Tleo@editorialtleo.com pintor de sueños. ISBN: 978-84-15099-90-1. Depósito legal: GR/171-2018. Edita: Editorial Tleo. Granada. © Diseño y maquetación: TADIGRA. Motivo de cubierta: Aurora Montes Quesada. Imprime: Taller de Diseño Gráfico y Publicaciones, S.L. Granada. tadigra@tadigra.com

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A los niños de la calle, dueños de la miseria y de los sueños. Ellos, huérfanos del calor de un regazo y ayunos de hogar, se hacen al monte por veredas engañosas, por si los brotes de la Chayotera están a punto para matar el hambre.



índice

prólogo.................................................................. 13 declaración de intenciones........................... 19 CAPÍTULO I DIAS EN BLANCO Y NEGRO................................... 21 Recuerdos del Barrio de Abajo................................. 23 Sabero, pueblo generoso y noble............................ 25 Balde varado.............................................................. 28 Economato................................................................. 31 Miedo al anochecer................................................... 33 El palo de los pobres................................................ 36 Feliz cumpleaños....................................................... 39 Celebraciones............................................................. 41 Despertar.................................................................... 44 Andaba libre, a su aire… ........................................ 46 Carromato de ilusión................................................. 48 Con la mirada en la hijuela...................................... 51 Labrando la vida........................................................ 55 Ferias y días de verano............................................. 57


Índice

CAPÍTULO II HIJOS DE LA PEÑA................................................... 59 Valdorria, plano de ilusión....................................... 61 La familia de la Peña................................................ 64 Al abrigo de la lumbre.............................................. 67 Que viene el lobo..................................................... 70 Al cobijo de la Peña................................................. 73 Tapinar las toperas.................................................... 75 Bajar al molino.......................................................... 77 San Froilán................................................................. 80 El “Riacho” va a su aire… ....................................... 83 Entre las zarzas buscando......................................... 86 Linderos del horizonte.............................................. 88 CAPÍTULO III A LA BRISA DEL PADRE ESLA................................. 91 De la montaña al llano… ........................................ 92 Riada........................................................................... 95 Juegos de verano....................................................... 97 Rumores del soto......................................................101 Veranero....................................................................104 Días de verano.........................................................106 Orientarse en el monte............................................109 Norberta....................................................................112 Amanecer en Cubillas...............................................115 Villapadierna, donde el moro plantó su castillo en el que vive la lechuza...........................118 El cortafuegos es una cuchillada al monte.............120 Ni castillo ni fajín… ................................................123 Vidanes......................................................................125 Perdidos en el andén...............................................127

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Índice

Nana en la distancia.................................................131 Al rescoldo del pasado............................................134 CAPíTULO IV ASÍ EMPEZÓ UNA AMISTAD...................................137 De latines y fríos, a la orilla de Urunea.................139 De silogismos y gaviotas..........................................144 Silencio en el monasterio.........................................147 CAPÍTULO V CAZADOR DE SOMBRAS.........................................151 A la tarde..................................................................153 Gallo de pelea..........................................................156 El gocho....................................................................158 A la llegada del alba................................................161 El libro......................................................................163 Fiesta de la luz.........................................................165 El monte y su intimidad..........................................167 Hojas..........................................................................169 Noche en vela...........................................................171 Sobre el tejado… ....................................................173 Hornera.....................................................................175 La calleja...................................................................178 Don tiempo...............................................................180 La cuesta de mi calle colecciona suspiros..............183 Cazador de sombras.................................................185 Al otro lado de la sebe............................................187 Primero fue la luz....................................................190 A la sombra del otoño.............................................192 Soledad en la huerta................................................194

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Índice

El corralón................................................................196 Filósofo......................................................................198 CAPÍTULO VI SUEÑOS: VIANDAS PARA EL CAMINO...................201 Sábado en el olivar..................................................203 Tarde de domingo. Hora de ánimas.......................205 Fiesta de la esperanza..............................................207 Despedida en el andén............................................209 Descolgó y dijo… ...................................................211 Regalo compartido....................................................213 Epílogo...................................................................215 Glosario.................................................................217

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PRÓLOGO

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y un país, he aquí el secreto de la poesía más humana y verdadera”, escribió Salvatore Quasimodo. Haber nacido en los años cuarenta en el pueblo minero de Sabero. Un pueblo “largo y estirado como soga de ahorcado”, que cuelga inclinado en las montañas de León. Un pueblo lleno de gentes “advenedizas y variopintas”, donde un niño asomado a la ventana de su casa veía cómo los hombres de la mina regresaban a sus casas “tiznados por fuera y cabizbajos por dentro”… Forma parte del secreto de estos “retazos de vida”, humanos y verdaderos, escritos por el Padre Jesús Cerezal. Pero leer estos fragmentos de memoria es mucho más que descubrir una crónica de un tiempo y de un país, es descubrir una prosa lírica, sobrecogedora, profunda, emotiva, intensa… Y es que no cabe ninguna duda de que el Padre Jesús escribe francamente bien. Es un escritor de raza que domina el oficio. Por eso no puedo estar en absoluto de acuerdo con las palabras que, en un acto de humildad, ha escrito en las primeras páginas del libro a modo de justificación: “Es un canto, aunque desafinado, porque yo no sé manejar bien las palabras”. Les aseguro que el Padre Jesús posee el don de la palabra, como ustedes, queridos lectores, podrán comer de un tiempo


Prólogo

probar más adelante, al sumergirse entre las páginas de “Pintor de sueños”. Él ama todos y cada uno de los sonidos que arrastran las palabras. Le gusta conocerlas, pronunciarlas, por el mero hecho del sabor que dejan en la boca. No es solo un cazador de sueños, como se define en una de las fotografías del libro, es un coleccionista de palabras, y las maneja a las mil maravillas. – Ayes: he encontrado una palabra nueva, una palabra que yo no conocía –me dijo en una de nuestras primeras conversaciones– con ese brillo en la mirada de los niños que encuentran de pronto esa estampa valiosa que les faltaba para completar su álbum. Y me regaló la impagable sorpresa de un sustantivo que yo también desconocía. Siguió diciéndome con entusiasmo que acababa de añadir a su colección la palabra “regomello”, ese vocablo tan necesario para el sentir granaíno (yo que soy de esta tierra, les confieso que si me faltara su significado, sería casi igual que si me faltara un dedo de la mano). Y en ese intercambio de palabras autóctonas, me habló de algunas palabras de su tierra: – ¿Y filandón? ¿Sabes qué significa? Yo no tenía ni idea, claro. Y me explicó que filandón, palabra escarpada y sonora como el viento que azota los empinados riscos de su tierra, era un encuentro vecinal en el que hombres y mujeres se reunían para leer en comunidad una novela que duraría todo el invierno, superaban así el aislamiento de las nevadas y la incomunicación con el exterior. “Era como hacer partícipes de la vida de la comunidad a personajes lejanos, capaces de contar y hacer sentir que existen otras tierras y otras gentes, que aman y sufren, viven y gozan”. Qué importantes han sido siempre este tipo de reuniones al abrigo o al amor de la lumbre. Aún no había

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Prólogo

llegado la televisión y no solo cuando el filandón, en muchas otras ocasiones, “cuando la luna se derramaba sobre el manto espeso de la nieve” y aullaban los lobos a lo lejos, “la vecindad, reunida, echaba mano de la memoria, se daban compaña y se transmitían las leyendas populares, para que los niños admirasen a sus héroes y sintieran la importancia de la pertenencia”, nos cuenta el Padre Jesús. ¡Qué certeras son sus palabras! ¡Qué necesidad tienen los niños de beber de esa rica fuente que son las leyendas y cuentos populares! A veces, al abrigo de estas narraciones, se escuchaban, a través de las ventanas, los aullidos lejanos de los lobos. Entonces “los niños se estremecían y se acurrucaban temblando contra el regazo cálido de la madre, y hasta los personajes de las historias se escondían en las páginas del libro”. Y no sólo la palabra filandón, porque en “Pintor de sueños” abunda el regalo de las toponimias y de los vocablos característicos de su tierra. Aquellos que dan nombre a los oficios, a las costumbres, a las celebraciones, a los aperos de labranza, a las plantas, a los árboles… En resumen, toda una geografía de palabras, que ha conformado y conforma un territorio y una manera de ser: Tapinar las toperas, los hayucos, las manzanas “montiscas”, las heminas de labranza, las hurces, los gamones, el hocejo, el cuérnago, los guajes montañeses, “sacar por la pinta”… Y así viajamos con el Padre Jesús a través de este tesoro, que es el legado de unas palabras escritas y transmitidas de generación en generación y que forman parte del paisaje vivo de su Sabero natal. Pero una vez dicho lo anterior, el libro no tendría el alto valor que tiene, si se tratara únicamente de

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Prólogo

palabras y descripciones, incluso del “bien decir” y el exquisito estilo, que sin duda encierra. No, desde luego, no se queda solo en eso; a mi entender, el libro no es una mera crónica muy bien escrita, va mucho más allá. Consigue que los lectores nos llenemos a su vez de nuestros propios recuerdos. Y es que la memoria tiene un reloj cuyas agujas se mueven al ritmo de determinados olores, de determinados sabores y sensaciones… “Pintor de sueños” tiene el inconmensurable valor de activar ese azaroso reloj que todos guardamos dentro. Porque hay algo que queda muy claro en todos y cada uno de sus capítulos: las verdaderas andanzas de nuestra vida son las interiores. La geografía exterior no tendría ningún sentido sin la interior. En esta transmisión de paisajes interiores, el Padre Jesús ha seguido fundamentalmente la cronología de su corazón o, como escribió Cortázar,“el orden de las afinidades, el verdadero”. Así, encontramos que entre las páginas de este libro y en las de su vida, hay un tema omnipresente: La naturaleza. Sirva de ejemplo el lirismo con el que describe “El Riacho”: “El río es muy habilidoso y se descuelga por lianas entre sombras, medio oculto, agazapado en la maleza, renunciando a las caricias interesadas de la superficie que, a la postre, le recortarían la libertad. Él sigue su destino, renuncia a la gloria y al sueño de playas artificiales, a cambio de ser él mismo.” Los animales, descritos por el Padre Jesús con un amor franciscano, van y vienen también por las páginas del libro:

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Prólogo

“Las lecciones comenzaban casi a oscuras, cuando aún el gallo dormía y los luceros vigilaban en lo alto para orientar la carrera. Los animales rumiaban sus pesares, con la cadena al cuello, soñando con otoñadas frescas en dehesas lejanas, con corrales abiertos a la libertad, sin yugo de sumisión, con ferias y encuentros en el Pilar, sin temor a ser vendidas por cuatro perras en el próximo otoño” Y no pueden faltar en sus recuerdos las montañas, sus riscos, sus desniveles… ¡Cómo marcan la manera de vivir las inclinaciones de las calles en los barrios del pueblo! Pero no solo la naturaleza, está también la geografía de los personajes que describe (en ella toman una inusitada fuerza los mineros y su ruda existencia). La de los paisajes entrañables del interior de los desvanes, del universo descubierto de los libros, de aquel balde que tanto hizo soñar a un niño, que pescaba en el Riacho y compartía los miedos ancestrales de las historias que le contaban, pero también los juegos, con los amigos del pueblo… y muchas otras geografías de aquel niño. Se hizo adolescente y probó también un día, con sus maletas a cuestas, el sabor de los andenes de la gran ciudad. Hay una evocación del Padre Jesús que me ha conmovido especialmente, acaso por razones personales. Me refiero al capítulo, lleno de poesía y ternura, en el que acaba de nacer su hermana. O su hermanita, como él mismo dice, igual que en uno de esos hermosos cuentos de Andersen que describen el cariño de dos hermanos o de dos pequeños amigos. Conozco un caso parecido. El Padre Jesús lo ha conmovido en mi memoria. El caso de otros dos hermanos, mayorcito él y pequeña la hermana. Dos niños actuales, dos niños de ciudad, que jamás han visto nevar, y que

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Prólogo

aprietan los botones de las videoconsolas y van al colegio en autobús. Pero se quieren y se buscan de la misma manera que con tanta ternura nos relata el Padre. Comprender que los buenos sentimientos no tienen época ni lugar, me ha llenado de esperanza. Y es que, al igual que la naturaleza, el sentimiento de la infancia planea por las páginas de este libro. El Padre Jesús podría decir, como Antonio Machado, aquello de “Yo tengo vocación de niño”. Él tiene, además, la gran fortuna de vivir actualmente rodeado de niños en el Colegio de los Agustinos. ¡Qué inconmensurable tesoro! Por eso, perdóneme Padre, tampoco estoy de acuerdo con otra de sus afirmaciones: “No sé si los niños de ahora comprenderán este libro” Este libro lo necesitan más que nunca los niños de ahora. Necesitan leer este testimonio de cómo vivían no hace mucho los niños de su edad. Estas memorias en las que se les dice, entre muchas otras cosas, que las cosas materiales no dan la felicidad. Agradezco al Padre Jesús la confianza depositada en mí, el haberme hecho partícipe en primera instancia del tesoro de estos retazos de vida. Un libro que incluiré entre mis relecturas. Porque “Pintor de sueños” hay que leerlo más de una vez, saborearlo lentamente, como ocurre con todos esos libros que están llenos de capas de profundidad. Viene acompañado el libro de una galería de fotos, que lo enriquecen y aumentan su valor testimonial. Hay una hermosa fotografía realizada por el propio Padre Jesús. Se trata de unas rosas rojas. Su autor ha escrito debajo: “Regalo de primavera que florece más allá de unos sueños donde la vida no tiene fin”. Igual que entre las páginas que vienen a continuación. Ayes Tortosa

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Declaración de intenciones

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y negro, mayormente. Pintados de sombras y de toses…, o, al menos, así los percibía yo desde el balcón de la infancia al que me asomaba, buscando otros colores… ran días en blanco

Por eso digo que, Sueños de infancia no colecciono. ¿Para qué? Al fin y al cabo, cuando se hizo la luz en el ventanal de mi habitación, veía pasar a los mineros un poco más encorvados cada mañana, camino del pozo, para enterrar en él sus mejores horas de luz. Después, al volver, venían tiznados por fuera, rotos y cabizbajos por dentro. Un poco más hundidos cada día, porque en la galería quedó atrapado otro compañero. Por eso digo que soñar, ¿para qué…? No obstante, considero que, en justicia, mis padres y aquella generación de héroes que enterraron la luz de sus ojos mientras arañaban el pan, bien merecen que les ofrezca algunos sueños retocados, por si el maquillaje tuviera el efecto venturoso de la reparación y de la gratitud. Me falta pedir disculpas por mi osadía, porque no siendo buen cantor, como no lo soy, este canto puede sonar desafinado… Sé que no soy un virtuoso en manejar palabras, pero me puede


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ese deseo de manifestar mi gratitud a quienes ayudaron a aquellos niños de los cincuenta a mirar la vida con responsabilidad e ilusión para forjar el presente. Por ello, disculpas y muchas gracias.

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PINTOR DE DIAS D

CAPíTULO I

Días en blanco y negro C CAPITU ULO I Días e en blan nco y ne egro

Ca ada jornada jornada a el castille ete le pregu al piicador al cóm mo eran lascómo entrañas del d las enCada el castillete leuntaba preguntaba picador eran po ozo, y él, co ternura, sonreía y ccallaba , parra no delata sus temo ores. trañas del on pozo, y él, con ternura, sonreía yarcallaba , para no delatar sus temores.



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Recuerdos del Barrio de Abajo Patrimonio que pervive… Hitos punteros que asoman a la luz de vez en cuando para refrescar el florecer de la primavera, para templar los ardores del verano y acariciar la nostalgia de este otoño, al que abrazo con ilusión y gratitud.

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n el trastero de la memoria van quedando, en reposo desordenado, recuerdos que se resisten a caer en el olvido: recuerdos infantiles, sin importancia, pero que en su momento tuvieron la ilusión del descubrimiento de la vida que rodeaba a los niños. Recuerdos imborrables que afilan la memoria y encarnan vivencias lejanas: la timidez del primer día de clase, cuando el sr. maestro, gran pedagogo, te pregunta lo único que te sabes para que te luzcas: y que no es otra cosa que el nombre de tus hermanos. La tímida respuesta a media lengua, como para dentro, que provoca la risa de los mayores de la clase en la escuela unitaria. El asombro, revestido de temor, ante el ir y venir de la vara de don Atanasio, que medía con calculada maestría las fechorías del fin de semana de los mayores. La admirable puntualidad del maestro, que pedaleando subía la cuesta, desde Aleje al Cantón, en Sabero, y su insultante puntualidad. Recuerdos de rostros de hombres tiznados de hulla, como si de payasos maquillados para actuar se tratase. Hombres a los que solo les brillaba la dentadura, los ojos, el alma y la ilusión de volver a casa. Tenían prisa por llegar: venían cansados, pero satisfechos, porque por hoy había concluido su representación sin aplausos, pero con el premio de la suerte.

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Recuerdos de grupos de señoras haciendo cola, cada día, en la puerta del economato, libreta en la mano, para recoger para los suyos el pan que el marido está picando en el pozo. Era el economato sala de espera, lugar de tertulia, de cuchicheos y rumores, de comentarios sociales y planes de futuro, de desahogos y amistades. Era el foro frecuentado por las amas de casa. Las Ruedonas, campo de batalla sin muerte, donde los chavales mostraban su puntería a pedradas contra los enemigos, que lo eran por ser de otro barrio. En otoño las matas de anís endulzaban el paladar con su aroma, y mitigaban el ardor de la refriega. Peñacorada, distante y majestuosa, donde la leyenda sitúa cuevas con tesoros moros, ocultos a los humanos y conocidos para los espíritus moradores de la montaña. La Foca era el orgullo de los niños del Valle de Sabero, porque arrastraba más vagones cargados de carbón que ninguna otra máquina, y al salir piafando del túnel desafiaba al Esla que la observaba, entre enamorado y celoso, porque no detenía su paso y se mostraba desdeñosa. La Foca ejercía de reloj escolar con atribuciones para marcar el ritmo de entrar y salir de las clases con su ruidoso pitido. A veces don Atanasio, algo soñoliento por la hora y el cansancio, se hacía el distraído, como si no la oyera pasar, y ella ufana y con voz ronca insistía en su función de despertador. Por eso los niños la queríamos tanto. En las tardes otoñales de hayedo, descubríamos el color de la muerte en las hojas de los árboles, mientras ellos se acostaban a dormir un largo rato y a despertar con nuevos tonos allá en la primavera. Las hayas, generosas, nos regalaban el fruto dulce de su savia en los hayucos, que nos distraían y acompañaban las tardes largas y frías de invierno, cuando la nieve nos recluía en la cocina y nos maniataba con un aburrimiento infinito.

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Sabero, pueblo generoso y noble Al salir de clase mi primer día me asomé a la infancia desde el Cantón, empujado por la curiosidad. Me sorprendió descubrir que mi pueblo era largo, muy largo… Que iba más allá de lo que mi vista alcanzaba. Que se deslizaba reptando, desde el “Rebedul”, cuesta abajo, hasta donde alcanzaba el tañido del “campanín”, orgullo del Cantón y sus vecinos. A él se le encomendaba alertar a la vecindad de algunos aconteceres notables…, de ahí su importancia.

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y estirado, como soga de ahorcado. Por fuera es verde, por dentro negro y misterioso. Sus entrañas están horadadas por la codicia de unos pocos y el sudor de muchos. Sus gentes son advenedizas y variopintas: gallegos de morriña acusada, castellanos buscando mejorar suerte, portugueses y algún que otro marroquí que cruzaron las fronteras al calor de la hulla, y recalaron al cobijo de Peñacorada. Pero, sobre todo, hay jóvenes de la comarca que prestan sus servicios a la Patria en las tripas de la mina. Los convenios de interés entre el Estado y los grandes ya se sabe. Para que los hornos de Vegamediana no se apaguen, se requiere personal dispuesto a atizar candela y trabajar día y noche, en relevos a turno partido, sin regatear esfuerzo ni sacrificios. Así llegó la prosperidad económica al Valle de Sabero. En el Barrio de Abajo había una cantina, un camión y una casona. Había más cosas, pero estas eran realmente las importantes. abero es largo

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Ampudia tenía una cantina mugrienta de humo y oscura de futuro. Allí se servía vino de escasa calidad y se jugaba la partida. Desempeñaba la función de club social para los hombres del barrio, cuando no estaban bajo tierra. Era campo de juego, donde se libraban reñidas partidas de cartas. Unos ganaban y otros perdían, pero todos bebían animados, apurando la vida a tragos de vino peleón. La temperatura ambiental aumentaba sensiblemente los días 15 de cada mes; el dinero fresco corría y los ánimos se exaltaban con facilidad. Los niños no debían presenciar estos lances, que con frecuencia terminaban a golpes entre los forasteros y los del pueblo, por mor del alcohol. Los hombres se reunían en la cantina para hablar de cosas de hombres: de la galería, del último accidente en el Pozo de la Herrera, de las bolsas de grisú, o de la pelea habida días anteriores. El nivel cultural de los temas no era muy alto, pero eran los que preocupaban de verdad. Mientras tanto, entre partida y partida, el vino seguía corriendo y el ambiente caldeándose. El Federal participaba de la tertulia de la taberna por cercanía, casi como uno más de los tertulianos. Él no bebía vino tinto ni armaba bronca. Era un animal pacífico, a pesar de su semblante chato y herrumbroso. Enfrente tenía la madriguera el Viejo Federal. Era un animal de madera, goma e hierro, con bronquios de minero, por simpatía, y alma de camión. Algo bruto en sus formas, pero tierno por dentro y admirado por la chiquillería, que soñaba con ser conductores de otros federales. Los niños nos sentíamos importantes por tener como vecino al Federal. Corríamos para recibirle a su llegada al barrio, por si tenía algo que contarnos de los pueblos por los que pasaba, de las carreteras y de

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las gentes que había encontrado en su ir y venir. Para sentir su cercanía y calor tratábamos de engancharnos a su caja, cuando volvía cansado, haciendo sonar sus cascos de goma. Subía la cuesta piafando con fuerza, advirtiendo a los tertulianos, que echaban la partida en la taberna de enfrente, que la hora del descanso se acercaba. Algunas mañanas sus sucios bronquios de metal, algo afectados por el frío de la noche y el polvo de la hulla, se resistían y rugían con gran estruendo, para limpiar sus vías respiratorias, antes de engancharse de nuevo a la tarea diaria. Nosotros nos acomodamos en la casona, casi por prescripción médica, huyendo de la tuberculosis que merodeaba por el Cantón. Compartíamos el tejado y las paredes de aquella casa muy alta para la época con dos familias un tanto singulares. La casona era la más alta del Barrio de Abajo, con sus tres pisos. Resultaba un mirador de privilegio para ver discurrir la escasa circulación y, principalmente, para observar el paso de los mineros camino de sus casas, a la vuelta del trabajo, con la cara tiznada y el ánimo jubiloso.

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Balde varado

(Diálogo en el aire) Le veía ir y venir, a veces jovial y contento, otras veces cansado y agobiado por el peso de la jornada… Hasta que un día, a mi balde se le paró el corazón de chapa... Hoy los fantasmas vagan por la vecindad…

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en que las escombreras y castilletes de Hulleras de Sabero y Anexas controlaban la vida de las gentes del valle desde lo alto. Su balcón, colgado de las nubes, les facilitaba una panorámica de privilegio. Los baldes, románticos viajeros, en su ir y venir, eran testigos mudos de los acontecimientos de abajo y, a veces, los comentaban con la Peña, siempre misteriosa y encapotada; raramente obtenían respuesta. Ella estaba de vuelta de ilusiones y proyectos y vivía ensimismada, rumiando su aridez estéril desde una calculada lejanía. Solo con algún pastor casual se mostraba cercana, más bien por matar el rato y servirle de compaña. La fuerza del día estaba ausente de las realidades de este mundo, y no se avenía a perder el tiempo en comentarios vacíos y sin fundamento. Era su modo de ser y su mundo…; de ahí no se apeaba. Los baldes, por el contrario, a pesar de su corazón de chapa, eran familiares y cercanos: les gustaba participar en los eventos y en el trajín de sus vecinos, los humanos; aunque su condición de trapecistas no se lo permitía. Su vida transcurría monótona. A veces, cuando los cables estaban más tensos y cansados, hartos de soportar el peso muerto del carbón desnaturalizado, con el que construían su montaña negra, sin que ellos tuvieran noticia, se hacía ubo un tiempo

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el silencio y quedaban colgados e indefensos. Expuestos a la mofa de los caminantes, que no comprendían la razón de su plante y les insultaban, mirándoles con desdén. Solo algunos se detenían, intentando entender el porqué de su silencio, y hasta les admiraban por su laboriosidad callada. Tengo para mí que esa actitud de los humanos, un tanto despreocupada y displicente, causaba tristeza y algo de melancolía a sus corazones de metal. Yo tenía un balde preferido con el que me comunicaba en la distancia, y al que contaba algunas intimidades que él no comprendía. Mi balde ignoraba muchas cosas: no sabía que los jueves había mercado, al que acudían las mujeres ataviadas con ropa festiva, para romper la monotonía y el trajín de la semana y, si había suerte, saludar a alguna amistad antigua y conectar con el pueblo. No sabía que los niños, los jueves por la tarde, no iban a la escuela y dejaban descansar a los maestros. Ellos descansaban recorriendo el hayedo, recogiendo hayucos y manzanas “montiscas” en otoño, buscando nidos en primavera y acechando la vida que brotaba con vigor y fuerza desde las entrañas de la tierra. Mi balde vivía bastante ausente, en su mundo lejano; sólo se relacionaba conmigo. A veces, al pasar, saludaba a las nubes, pero nunca le hicieron caso. Él siguió soñando con bajar de las alturas, con acercase al sentir de los habitantes que se ocupaban en las cosas del suelo… Todo quedó en un sueño. Un día cundió la alarma en el ambiente: el río, asustado, contó que había malas noticias, que lo sabía de buena tinta. En el bar de Pilar se comentaban algunas noticias de prensa, increíbles para quienes bajaban a las entrañas de la tierra a respirar polvo de sílice y emponzoñar sus pulmones.

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Desde la capital se consideraba que la productividad del carbón era baja y costosa para la economía nacional, que había “stock” de carbón en los países de la Comunidad Europea…, que para entrar a formar parte de los grandes de Europa había que cerrar las minas… Eran frases sueltas que divulgaban noticias envenenadas y preocupantes que corrían de boca en boca, y helaban los corazones. Los hombres que bajaban al pozo no comprendían que su esfuerzo fuera inútil y perjudicial par la economía del país, y se entristecían al oír los comentarios. Aplacados los rumores se impuso la realidad. Desde la impotencia y la rabia, se impusieron los intereses económicos de los que toman decisiones y marcan el rumbo de la vida y el futuro de las comarcas… Mi balde dejó de soñar y se detuvo para siempre: se contagió de la desgana de la Peña y de la rabia de sus gentes… Se le paró su corazón. El valle se llenó de sombras que huían buscando justicia y acomodo… Hoy, los fantasmas vagan por Sotillos, la Herrera y Vegamediana, buscando trozos de ilusiones enterradas para siempre. Mi Valle es el cementerio de proyectos fallidos y en él se ha instalado la soledad y el abandono.

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Economato La empresa, madre solícita e interesada, anticipaba a la familia del minero la ración de supervivencia diaria, con cargo a la nómina del hombre de la casa, que picaba el pan bajo tierra.

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Sabero y Anexas, S.A., abrió un economato para el servicio de sus trabajadores y beneficio propio. Estaba en el Barrio Alto, cerca del Pozo de Sucesiva, al lado de las viviendas de los Ingenieros y Capataces. En los años cincuenta era un establecimiento bastante bien abastecido para los posibles de la clientela, sin recursos ni alternativa comercial. Los precios más o menos arreglados. Desempeñaba una función importante en la familia minera, si bien los beneficios del mercado engrosaban el capital de la empresa. Su sistema de venta era fiado, al “apunte”, con cargo a la nómina del minero a fin de mes. Ejercía de nodriza y acarreaba los alimentos para preparar el menú diario; ofrecía a las amas de casa productos en una gama variada, según posibilidades. Ayudaba a calcular dietas equilibradas, en consonancia con la nómina del minero. Si la mujer del trabajador se excedía en los gastos peligrosamente saltaba la alarma... Toda una educación en economía doméstica. Algunas tardes se extendía por los barrios el rumor de la entrada en almacén de mercancía extraordinaria. La noticia se divulgaba, y a la mañana siguiente las libretas de apuntar las deudas se apilaban en la puerta antes del amanecer, como si ulleras de

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el duende de la noche se hubiera adelantado a pedir la vez. Por Navidad el deseo de felicidad se asomaba a los rostros de las gentes, y la Empresa se sumaba a la fiesta con el aguinaldo navideño: sidras, turrones y algunas confituras daban un tono festivo a la celebración y ponían alegría en las cocinas. Desde fuera, el economato era una casona paredaña a la plaza cerrada, donde se instalaban las secciones especializadas: carnicería, frutería, pescadería, etc. Con el tiempo la plaza mereció albergar en su interior el museo minero de Castilla y León, y allí encierra historias, conversaciones, confidencias y algún que otro lamento… El turno se daba a voces, gritando el oficinista para hacerse oír, voceando nombres, apellidos y apodos. Eran nombres, apellidos y apodos anónimos, sin rostro presente. Solo representados por un número en la libreta. Ellos eran desconocidos para la concurrencia, solo una voz que sonaba de vez en cuando; su puesto estaba en el pozo. Las cuentas eran fáciles de llevar; en la práctica, el contable de los mineros era Segundo, que anotaba gastos día a día en la cartilla, dando dentelladas a la nómina sin piedad, hasta dejarla en los huesos. El resto, el esqueleto, unas cuantas pesetas, más bien pocas, se guardaban en la “verde” que entregaron al minero al licenciarse del servicio militar. Era la caja fuerte, permanentemente abierta y casi vacía.

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Miedo al anochecer El Servicio Militar era, por aquellos días, rampa de lanzamiento a parajes distantes y desconocidos; trampolín de apoyo para saltar a la vida, más allá de las heminas de labranza.

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formaban parte de la historia, pero el veneno derramado caló tan hondo que en el ambiente se respiraba desconfianza, recelo y un sabor amargo que, como rescoldo aún vivo, cubría con sus cenizas la buena relación vecinal. Los pueblos y sus gentes tienen memoria, recuerdan momentos vividos, acontecimientos sufridos, alegrías y temores compartidos. No es de extrañar el carácter retraído y tímido de algunas personas y su dificultad en la convivencia comunitaria. La incorporación a filas era un hecho que había adquirido carta de naturaleza poco a poco, por ser repetido y generalizado. Del acto de la talla de los quintos se levantaba acta pública, para general conocimiento del vecindario y regocijo de la mocedad. Las paredes de la escuela o de la iglesia, según el caso, eran pizarra de adobe para colgar la relación de los jóvenes tallados en el año. La lista se encabezaba con el grito de “¡Vivan los quintos¡”, y el letrero causaba admiración en las mozas y era el orgullo del pueblo. La ortografía y caligrafía contaban menos. Se trataba de dejar constancia pública de la disponibilidad para servir a la Patria y a la comunidad vecinal. os hechos pasados

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Paco se descuidó. Estaba ocupado en otros menesteres y se le pasó por alto; no se presentó en el Ayuntamiento, como era su obligación… Nada de mala fe, solo un descuido para con la obligación militar. Y, por ese detalle estúpido e insignificante, su vida sufrió el quebranto y torció el rumbo. La pequeña historia personal en el Valle de Sabero parte de hechos aparentemente sin importancia que, con frecuencia, desembocan en derroteros misteriosos, extraños, no previstos ni deseados; así son las cosas en el Valle. La burocracia oficial se puso en marcha y la madeja se enredó: había que aclarar el motivo antes de declararle oficialmente prófugo o traidor… La cita al cuartel era obligada para iniciar el procedimiento. No es que el chico lo hiciera a posta ni que tuviera mala intención: tal vez le faltaron luces para entender la importancia del recado, o, acaso, no era mensaje para niños… Él se asustó y, sacando fuerzas de flaqueza, le lanzó, desde la distancia, como una pedrada, el mensaje: “¡La Guardia Civil te busca…!” El eco emponzoñó las palabras y repitió una y otra vez: “¡Te busca, te busca, te busca…!”. El grito desencadenó los temores en la mente del soldado frustrado y le llenaron el cerebro de ruidos espantosos que le obnubilaron la razón. El miedo, agazapado en sus adentros, se despertó con sobresalto y le marcó rumbo a la Peña. “En las “cuevonas” está tu refugio, la Peña es grande y tu aliada, las sombras te ocultarán, la pareja nunca podrá encontrarle…”, oyó que le decían. Ni rastro ni huella que orientasen la búsqueda… Las voces retumbaron como truenos secos, preñados de esperanza y ansiedad. El eco bajó rodando de la Peña al río, asomándose entre matorrales y hayas, de acá para allá…

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La noche se echó encima y los buscadores perdieron la partida cuando la venda oscura cubrió sus ojos. Sólo quedaba silencio, soledad y misterio en el ambiente. De las tinieblas brotó el temor, el desencanto y la desilusión. El miedo y el sentimiento de culpa cargaron de razones al inocente, y le armaron de un valor fantasmal. Amparado en las sombras de la persecución intentó rasgar su vida como ofrenda generosa del soldado en acto de servicio. …Fue el mastín quien alertó al pastor. El ladrar lastimero y nervioso anunciaba el barrunto del peligro que lamía la falda de la Peña, buscando la boca de la cueva para dar la dentellada y ganar la partida a la vida… Fue el carácter fiero de los perros y las voces tímidas del pastor las que hicieron a la muerte sentirse descubierta, avergonzada, ruin y cobarde… En silencio, medio a ocultas, replegó su hoja y se esfumó envuelta en las sombras de la mañana. El olor agridulce que desprendió en su huida se diluyó en el frescor de la mañana. La luz volvió a clarear y el milagro de una vida floreció entre las Peñas al romper el alba.

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El Palo de los Pobres (A un mendigo) Los niños aprendíamos la virtud de la caridad sentados a la mesa, compartiendo un plato de comida con el mendigo de turno que acertaba a pasar por allí, con derecho a mesa y pernocta donde “El Palo de los Pobres” le aguardaba…

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paseaban su indigencia por el Valle de Sabero, allá por los años cincuenta, eran gentes desheredadas de la fortuna. En aquellos años la suerte era escasa y bastante mal repartida. Algunos, cansados de recibir bofetadas en su dignidad y dentelladas en las tripas, metían en un saco sus cuatro cosas y se hacían a los caminos, mendigando un mendrugo de pan por amor de Dios. En los pueblos agrícolas, a su modo, tenían bien organizada la asistencia social, caridad se llamaba entonces. Había auténtica solidaridad con el necesitado: se pedía para casa quemada, se acudía comunitariamente a apagar el incendio, a desbrozar montes, a tapinar el Puerto o a hacer la cosecha del que enfermaba en la vecindad. El mendigo tenía garantizado un plato de comida, como uno más de la familia, y donde guarecerse a pasar la noche, ocultando sus huesos, su cansancio y sus lágrimas en el pajar. El trato cercano y frecuente hizo que algunos se ganasen la confianza de las gentes. Mendigos hubo que hacían pequeños servicios a la comunidad: acarrear agua desde el caño, cortar leña os mendigos que

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en el monte para distraer el ocio…, y así se ganaban el respeto de los niños y el cariño de los mayores. El “Palo de los Pobres” era institución benéfica, sin estatutos ni órganos directivos, escrita en la conciencia de las gentes sencillas, que desempeñaba una magnífica labor social en beneficio del necesitado. Un simple palo era la llave maestra que abría al necesitado las puertas y los corazones. Iba de casa en casa y era testigo mudo de diálogos de acogida, de calor humano, de la generosidad con la que se compartía un plato de comida… Los mendigos, por lo general, eran gente honrada, nada peligrosa. Desheredados de la fortuna se hacían a los caminos e iban de pueblo en pueblo, recorriendo la comarca con sus andrajos al hombro. Era, tal vez, el ir desarrapados y sucios lo que les hacía seres misteriosos para los niños. De su honradez habla un suceso no divulgado por ser el protagonista un mendigo, que de haber sido un famoso se hubiera conocido más allá de los límites provincianos: Cosa insólita hoy, se cuenta que, allá por los años cincuenta, la nómina de los mineros de Hulleras de Sabero y Anexas era llevada desde el banco de Cistierna a las oficinas de la empresa en la máquina del tren de carbón… En tan rústico transporte y con tan escasa vigilancia, sucedió que la caja de caudales se perdió en el trayecto, y fue encontrada por un mendigo que rastreaba la vía, camino de las oficinas, para percibir la limosna generosa el día que los mineros cobraban. Ante aquel magnífico hallazgo, el mendigo, empujado por su honradez, se apresuró a entregar el valioso hallazgo en las oficinas de la empresa, convencido de que su gesto sería agradecido y recompensado gene-

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rosamente… Se equivocó el mendigo: el dueño no era un minero de los que le socorría todos los meses, sino alguien de rostro invisible y ausente y, desde el más rotundo desprecio a la generosidad, le gratificó con PINTOR DE DIAS D 26 dos pesetas. “Para que compres una soga y te ahorques, por tonto”, le sentenció.

Andaba a su aire, libre como el viento… En confidencias con los arrenAnd daba a su aiire, libre el vien nto… En co s con arrrendajos, dajos, mirlos y abedules, quecoomo le veían subir yonfidencias bajar con ellos ruido metido mirllos y abed dules, que le veían su ubir y baja ar con el rruido metiido en el en el sentido… senttido…

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Feliz cumpleaños Fiestas de celebrar y descanso había pocas. Ya se sabe que los animales reclaman atención mañana y tarde y esclavizan. Por eso, atropo algunos recuerdos que como fantasmas me vienen a la mente, y deseo confiarlos al papel, mi confidente.

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os años se cumplían. Simplemente eso. Pasaban los días sin apenas darte cuenta y, de repente, te encontrabas que faltaban días en tu calendario, que se habían ido y no te dejaban más que un roto en la memoria. Por eso ahora, cuando cesa de trabajar la maquinaria del ruido que aturde los sentidos, estos pueden recogerse y amarrar algunos de los acontecimientos que huyen, abriendo un boquete mayor en nuestras soledades. Hoy, por ejemplo, es un buen día para jugar al ejercicio de los recuerdos: ahora que el azahar entra a borbotones por los sentidos, ahora que la oscuridad que durmió en el jardín ha escapado asustada por el gorjeo de los gorriones, es buen momento. El primer recuerdo que hoy me regala el silencio está algo ajado y se perfila entre la niebla del olvido y la inconsciencia infantil. Es un recuerdo familiar al que procuro darle brillo y forma para recuperar su identidad, pero se me resiste. El regalo en cuestión llegó a casa al atardecer. Lo recuerdo perfectamente porque fue al volver de la escuela. Bajaba yo por la cuesta que unía el cantón con la casona sumido en mi ignorancia infantil, que Don Atanasio intentaba ilustrar, y me sentaron en el tranco de la puerta para hacer tiempo. Por eso recuerdo la hora con bastante exactitud, el día también lo recuerdo: fue en primavera, un

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trece de abril para más señas. Entonces no supe por qué aquel día, pero después caí en la cuenta de que las flores nacen en primavera. En principio tuve la sensación de que aquello no iba conmigo, que no era demasiado importante para mí aquel nuevo ser que llegaba a la casa revestida de debilidad en un cuerpo de niña. No obstante, la acomodamos en casa, le dimos abrigo, un poco de leche y calor… ¡Era tan débil! Luego los mayores quisieron darle importancia y le pusieron un nombre para ella sola, el nombre de la abuela: María Susana. Y así, poco a poco, comenzó a vencer las primeras hostilidades... Después, en el cuadro de mi recuerdo aparecen lagunas difíciles de vadear, contraluces que me ciegan y no permiten contemplar con nitidez el pasado. Pero entre luces y sombras me encuentro acunando a un ángel, al que dedico mi tiempo de juego, mis cuidados de niño, mis desvelos de hermano mayor… Son imágenes en penumbra, contempladas desde la realidad distante e inestable del ir y venir, sin tiempo apenas para mí y mis asuntos. En ese ir y venir ocurría el milagro de la vida de cada día que nos va colocando a cada uno en su propio destino. A continuación se me representa una galería de lienzos casi en blanco, hojas sueltas y sin letras, anécdotas e historias sin registrar en el archivo de la memoria porque yo no estaba para vivirlas, para anotarlas y registrarlas. Por eso me afano en el empeño con muy poco éxito. Luego aparecen almacenados, tras la puerta de los acontecimientos, hechos cercanos, ya maduros, que revivimos más y mejor y los hacemos presentes en clave familiar. Así intento disfrutar en el presente de los silencios de este día, recuperando las ausencias, haciéndolas presentes, reviviendo el pasado y recomponiéndolo a mi medida.

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Celebraciones La cuelga era la cuelga…, algo diferente y digno de mención. De ella pendían los regalos no entregados durante el año: besos atrasados, el cuarterón de picadura, algunos caramelos para repartir a los niños y pañuelos, muchos pañuelos, que la tez del minero siempre sudó sus trabajos.

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sencillas del pueblo las celebraciones eran pocas y parcas. No decía bien ni parecía sensato aparentar lo que no eran y menos aún gastar lo que no tenían. De ahí que las celebraciones eran acontecimientos puntuales y muy contados. Fiestas patronales. Los niños aprovechaban las fiestas patronales de los pueblos vecinos para descubrir el mundo cercano, para experimentar un grado más de libertad, para estrenar camisa y para preguntarles a las niñas si querían bailar. Eran objetivos sencillos, pero tenían su dificultad, al menos para los posibles de un chiquillo. La tarde se iba entre carreras por la era, explotar petardos y escuchar la música agarrados al templete. Si había suerte y algún pariente lejano te sacaba por la pinta, te llevaba a merendar a casa para que no te sintieras forastero. Vivan los quintos. Entrar en quintas era el acto público por el que se les consideraba a los quintos mayores de edad a efectos de servir a la Patria. Traía consigo algunos derechos y obligaciones. El día que se tallaban se les autorizaba, implícitamente, a emntre las gentes

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borracharse en la taberna del pueblo vecino que les conocían menos, a dar voces y reírse sin fundamento, y hacer el imbecil en público. Se consideraban, también, con derecho a escribir los nombres de los quintos del año en la pared de la escuela como levantando acta notarial de su incorporación a filas; tenían derecho a algunas otras cositas, pero de menor importancia. Eran conquistas adquiridas por muchas promociones a lo largo de los años y no causaban mayor daño a nadie. “Pagar el piso”. Incorporarse a una comunidad de vecinos, procediendo de otro pueblo, tenía su ritual y sus condiciones. Las mozas pertenecían a una familia, en la que habían nacido y crecido, formaban la parte más hermosa de las calles y del paisaje, y no era plan de abandonarlas a su suerte ante el primero que llegase. Cuando un mozo forastero pretendía a una moza del pueblo, tenía que cumplir el ritual: antes de pedir la mano a los padres había que formalizar la relación ante la mocedad y, si era considerado digno, trabajador y honrado, le otorgaban licencia para a salir de paseo con la joven, previa invitación a los mozos en la taberna del pueblo. Era el impuesto obligado, conocido como: “pagar el piso”. La cuelga. Cumplir años era un trámite anual o, si se prefiere, una mala jugada del calendario. Cumplir un año más no tenía ningún mérito ni reportaba ninguna ventaja, como no fuera ir adquiriendo responsabilidades mayores…; por eso no se celebraba, creo yo. En la familia la única distinción se hacía con el padre; él era el representante de la casa y se aprovechaba la oportunidad para agradecerle el regalo de la vida y el pan de cada día, colgándole algunos minúsculos presentes en el pañuelo de cuello o bufanda. Unas golosinas, que repartía a los niños; un cuarterón de

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picadura de tabaco, unos pañuelos; todo ello envuelto en mucho cariño. Era el lazo que le daba encanto y valor a la cuelga. La noche anterior tenía su embrujo: había que acostarse tarde para coser los regalos que de madrugada sorprenderían a papá y colgárselos al cuello con un mimoso tirón de orejas.

Sobre el pupitre Don Atanasio servía la ciencia oficial con paciencia y constancia… Yo me asomé a la cuesta de los Valles para aprender el saber del minero que la subía cada día, por si lograba entender aquél afán misterioso.

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Despertar

Camino del Hayedo, donde la noche se refugiaba entre los helechos para no dar la cara al sol naciente, las vacas, bobaliconas y soñolientas, saludaban a la aurora anunciando que la luz se asomaba por Pico Moro.

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Ruedonas quedaron en lo alto como testigos mudos de la pelea de cada día entre las tinieblas y la luz del alba, de las carreras y miedos infantiles para consolarles, de tiempos idos en los que el Valle se las prometía prósperas porque por ellas se descolgaba el mineral. Nadie, a no ser que fuera profeta, pudo aventurar que aquellas carreras infantiles, con las que quedaban destetados los niños de los 50, pudieran llegar algún día a ser el inicio de tanta fiesta popular y tanto folclore. Nadie pudo sospechar, a la sombra de aquellos menesteres, que de las carreras ruines de la infancia nacieran las fiestas del verano. Lo suyo tenía más de obligación y castigo que de juerga y diversión, según el parecer de los protagonistas. Cambiaban el libro de aprender sentados alrededor de la estufa los días de nieve y frío, por la vara de aprender a la carrera las mañanas de urgencia y prisa para que no se les hiciera tarde y les pillara la tormenta al descampado, sin refugio donde guarecerse. Las lecciones comenzaban casi a oscuras, cuando aún el gallo dormía y los luceros vigilaban en lo alto para orientar la carrera. Los animales rumiaban sus pesares, con la cadena al cuello, soñando con otoñadas frescas en dehesas lejanas, con corrales abiertos a la as

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libertad, sin yugo de sumisión, con ferias y encuentros en el Pilar, sin temor a ser vendidas por cuatro perras el próximo otoño… Entre el sueño y las Ruedonas el despertar cansino, lento y oscuro como bocamina por la que se entierran hombres mineros cada día con un solo afán en el ánimo: sobrevivir para no abandonar a los suyos. Mientras, a la vera del camino, se derrama una estrella que alimenta el amanecer hasta que el sol rompe por las crestas de la Peña… Así un día y otro día. En la campera, cuando los misterios de las sombras se desvanecen, quedan atrás sueños y quimeras y cada cual viene a lo suyo: las vacas a acariciar el rocío de la mañana mientras con disimulo llenan la panza para seguir rumiando en silencio la próxima noche de establo; el sultán aventando lobos más allá de Pico Moro, que solo aparecen en su ancestral enemistad; el vaquero, héroe de la nada, acariciando el despertar de otros niños, el beso de la mañana, el hacerse un hombre para no defraudar a quienes le encomendarán tareas de mayor responsabilidad… Mientras, al otro lado de la vía, se abren las ventanas de la ilusión para que salga el vaho de la noche, se disipen las tinieblas, y florezca una sonrisa pintada de ilusión y de esperanza… Mientras, por las mejillas de una madre, se desliza una lágrima cargada de impotencia y de orgullo…

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Andaba libre, a su aire… Él iba y venía de puerta en puerta, a impulsos de la sangre, según anduviera más o menos alborotada. Su nombre en sociedad era: Hipólito el Loco…

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l título de loco oficial de la comarca le facilitaba las cosas. Le permitía ir de pueblo en pueblo sin que nadie le incomodase, como no fueran los rapaces que de vez en cuando voceaban insultos, y proferían gritos que alborotaban su cerebro. Cruzaba el puente mirando para la Peña, disimulando su paso, queriendo ocultar su sombra, para que el barquero no tuviera en cuenta su presencia, ni le diera la voz de alto. Ya en la cuesta, con la sensación de libertad hábilmente conquistada, se le ponía risa bobalicona y aceleraba el paso recomponiendo su figura de hombre desgarbado y alto, encorvado por el peso de la enfermedad, del saco y de los caminos. Se encaramaba de la ribera a la montaña como el eco de su cuerpo, gritando desatinos. Era a la altura de las primeras casas cuando las risas estúpidas y nerviosas de la chiquillería que se asomaba a escondidas, por miedo al loco, le hacían daño en el sentido al resonar en su cerebro y le ponían furioso, especialmente los días que la niebla estaba agarrada a la Peña y se descolgaba por lianas de viento, desparramándose por Vegabarrio. Ya en el Barrio de Abajo anuncia su presencia con gestos descompuestos y “esparavanes”, a ritmo de inconsciencia, para advertir a la vecindad que Hipólito,

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el loco, había llegado, que le podían encargar los recados, que le preparasen las señoras una cazuela de sopas de ajo, como las que le hacía su madre cuando era niño y no estaba loco… Tras del saludo y la encomienda se hacía al monte, pasaba revista a sus amigos: árboles, pájaros y alimañas que se acercaban curiosas, para facilitarle la tarea. Allí era feliz unas horas, en diálogo con helechos, hayas, abedules y retamas de toda especie, mientras tórtolas y urogallos parloteaban inquietos y los pájaros más menudos observaban desde la distancia al niño encerrado en aquel cuerpo de hombre, que lucía su debilidad sin recato ni temores. Él contaba a los habitantes del monte su retahíla de agravios e incomprensiones, vaciaba -en confesión- el saco de sus pesares y turbulencias, y, a cambio, en tono de confidencia, les advertía del fuego que calcinó a sus antepasados y los dejó mutilados el verano de los grandes incendios, les recordaba que las lluvias torrenciales pueden dejar a la intemperie sus raíces si no estaban vigilantes, les susurraba que el ruido que le sonaba en la cabeza era obra del espíritu del mal que ronda el monte, y que a él le torturaba en las noches de insomnio… Luego se despedía para siempre y, como todos los meses, continuaba su camino con el carné de la libertad en el bolsillo, el coro de risas en los labios, los gritos y miedos en el corazón. Continuaba en busca de otros chiquillos, de otros pueblos, de otros amigos del bosque, dejando al ama de casa, como ofrenda de gratitud, el haz de ramas muertas que le regalaron viejos abedules para agradecer su visita.

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Carromato de ilusión (Fue un 6 de marzo de 1954) La vida, amigos, la vida, que sobre ruedas te trae y te lleva, muy a pesar de tu agenda, en carrusel de funciones.

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as primeras nieves llegaron por los “Santos”, haciendo bueno el refrán, y recluyeron a los niños en las cocinas. Las calles quedaron vacías de juego y alboroto, del ir y venir de la vecindad, que paseaba su amistad de puerta en puerta. La vega vio desvanecerse el humo de las hogueras, el olor a patatas asadas, merienda de los “guajes” en los días fríos del otoño tardío. Cesó el estruendo de los botes de carburo que los aprendices de artilleros lanzaban al aire, con los que asustaban a los pardales, ya en retirada a su árbol particular. Fue por los “Santos” cuando la Peña adornó sus picos con la corona blanca, y las cocinas se llenaron de frío y de niños, de ideas y de preguntas, de dudas y de ilusiones… Aquellos fríos amasaron el sueño del cambio, de la mudanza, de levantar el vuelo hacia el campo donde quedaron los recuerdos y las sombras de los años mozos, cuando marchó al frente por si podía ayudar a ganar la paz y, a cambio, le dieron un tiro… En el silencio de la noche, mientras la nieve se invertía en construir catedrales de hielo con agujas de cristal para sorprender a los niños en su camino a la escuela, ella ponía calor a la idea y le daba forma

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con afanes de la labradora, que fue. Él se asomaba al balcón del presente, rumiando pesares. Miraba para otro lado y callaba. El pensamiento volaba hacia las cuatro tierras de la hijuela que le dejó el abuelo, y las veía sembradas de abandono y de cantos. Oía una voz que le llamaba para que las metiera en labor… Recordaba que cuando mozo dejó el arado en el surco y marchó al frente, por si podía ayudar a ganar la paz, y le pegaron un tiro… Recordaba otros días, otros amigos, otros aconteceres que volvían a la memoria y empujaban la marcha, para recuperar el pueblo, para volver al campo, para seguir viviendo… Amaneció hosco el día señalado y aconsejaba no desafiar al frío ni romper el hilo de algodón que cubría los sueños de los niños que no iban a la escuela porque nevaba. Y, mientras, dos figuras infantiles, menudas, arropadas, nerviosas y desorientadas, se asomaron a la puerta del día con una tarea familiar que desempeñar, desoyendo el parecer de la prudencia. Con un paraguas por techo y el ronzal que sujetaba al jumento en la mano, marchaban al romper el día en busca del sol, que ya tardaba, que se entretenía en el Soto dando abrigo a los pastores. Detrás salió la caravana familiar. Acomodados en la caja del camión del vino, como mercancía de segunda, arrebujados en la decisión tomada, salieron ribera abajo. Las vecinas acechaban, tras los ventanales, sin comprender nada y sin ánimo para llevar la contraria… El resto del camino, desde donde el camión tenía su madriguera, lo hicieron en carro de vacas. Cuando la noche ya apuntaba, los carreteros acomodaron muebles y niños, que se acurrucaron para que la noche no les asustara con sus sombras, ni el frío les diera dentelladas. El sueño lo puso el cansancio de la jor-

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nada. Los sentimientos, anhelos y dudas, se ocultaron tras el saludo de bienvenida y el crujir de los carros, y emprendieron la marcha. No había luces en el horizonte que anunciasen vida más allá del silencio del camino y de la fatiga de la jornada; solo la copla lejana en la voz del pastor hacía presente vestigios de humanidad. Todo lo demás era noche, silencio y soledad, apenas rota por la silueta del zorro, devuelta al cubil, para soñar él también con gallineros y perros. Abajo, en el pueblo, todos dormían arrebujados en el manto de los sueños, tapados con la oscuridad, con el candil apagado, siendo nadie por unas horas, para recobrar aliento y volver a la faena mañana. Las conciencias flotaban a sus anchas, libres del peso de los días y la fatiga de las labores, acariciando sueños imposibles, fantasmas luminosos que solo el sueño se atreve a dar vida en casa del pobre.

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Con la mirada en la hijuela (Nieve en el camino)

Los capitales, de tanto trocearse, quedaban escuálidos. Apenas daban para nada. Pero acariciados desde la distancia, con el cariño de la sangre y la necesidad, se magnificaban considerablemente.

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n la comarca de “Ribesla”, marzo, por lo general, era un mes crudo y frío, poco dado a mudanzas. Las nevadas eran frecuentes y la vida quedaba casi congelada, a ras de suelo. Al menos la vida por fuera, en los terrones de los campos y en los baches de las calles. Por dentro, en las galerías de la mina, la actividad seguía y los vagones asomaban su hocico de metal cargados de su mercancía negra y grasienta, mezcla de carbón, polvo y sudor. Para quienes ya habían respirado su ración de sílice y tenían los pulmones tiznados, bajar al pozo era ya un lujo que no se podían permitir. Por eso, y porque había que intentar seguir viviendo, la decisión estaba tomada: recomponer la vida familiar lejos de la bocamina y de todo lo que le rodeaba. Volver a la labranza parecía la solución más aconsejable, dadas la circunstancias. Allí, en el pueblo, la pureza del aire estaba garantizada y las cuatro tierras de la hijuela aguardaban… El 6 de marzo de 1954, día señalado para la partida, fue especialmente crudo. La nieve bajó del monte con su manto blanco para dificultar el camino; pero la decisión estaba tomada, y solo se escuchaba

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la voz del deseo de abrir nuevas puertas mirando al futuro. Moratiel, que vendía vino por los pueblos de la comarca, fue el transportista contratado para hacer realidad la ilusión… Aquel día terminó temprano el reparto de la mercancía, que vendía como el elixir de la felicidad, porque proporcionaba calor y valentía a los mineros para seguir bajando en la jaula, y la euforia necesaria para seguir bregando. En la caja del camión, con olor a pez y los humores etílicos impregnados en la madera, apilaron los “cuatro aparatos” que constituían el mobiliario familiar. El matrimonio, con los cuatro más pequeños, partieron hacia la tierra soñada como si fuera la de promisión. Llanto en la despedida hubo poco: solo velados lamentos de algún familiar lejano, y reproches en voz baja, cargados de compasión, por la osadía de desafiar el presente y confiar en los sueños. Horas antes, apenas amanecido el día, los dos mayores, 10 y 12 años, se habían hecho al camino al amparo del paraguas familiar, mientras la nieve les besaba en el rostro. Diez y doce años era edad temprana para cubrir, en solitario, 30 kilómetros, con la encomienda de conducir a un pequeño borrico, que desconocía el porqué del viaje y la esperanza que en él se depositaba. Era parte del proyecto que se iba a emprender en el nuevo asentamiento familiar. La llegada a Sahechores tuvo un tono festivo, por el reencuentro familiar. Sucedió entre dos luces, hora discreta y silenciosa, sin cohetes de bienvenida ni abrazos entrañables…, casi a escondidas. Los Migueles y Julio acomodaron muebles y niños, patrimonio familiar, en dos carros tirados por vacas. Y, cubiertos por el manto de la noche que se adelantó un

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poco aquel día, tal vez por lástima, continuó la aventura. A lo lejos algún mastín saludaba con ladridos a la comitiva y celebraba el fin de la jornada. Aquellos fueron los siete kilómetros más oscuros que cualquier caminante puede recorrer. Sin ruido, para no molestar, se incorporó a la comunidad vecinal de Llamas de Rueda una familia, con el corazón en un puño y la esperanza brillando en un firmamento tachonado de estrellas aquella noche, que fue la única luz que brilló en la aventura.

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Ellos, aconsejados por la urgencia, pusieron manos a la obra. La hijuela les dijo entre sueños que: "cultivada con afán y cariño podría llenar la panera". Ellos lo creyeron y se afanaron hasta el cometido.

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Labrando la Vida Aquellos niños conocían la vida de cerca. Las lecciones de vida que enseñaba la cátedra de la calle curtía en el taller de la realidad, y daba razones para encarar con cierta garantía y reciedumbre el futuro.

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las tareas se compartían como se compartía la vida. Todos los miembros de la familia participaban de las faenas, aportando cada cual su granito de arena, según las fuerzas se lo permitían. No había elementos extraños que ocupasen espacios vitales ni distrajeran de los intereses comunes. Como por ósmosis los jóvenes aprendían, y se incorporaban, casi sin darse cuenta, a las ocupaciones y preocupaciones de los adultos. Ya de niños sabían cuándo el suelo tenía tempero y cuándo la mies estaba lista para la siega. Acudían a la hora de ordeñar y sabían las técnicas elementales para hacer queso, porque acompañaban a la abuela mientras mazaba la leche en el odre. Sabían que el trigo salía de la panera, porque allí habían descargado las quilmas los hombres después de aventar la parva y de recoger la era, allá por San Juan Degollado. Entonces el pan sabía a pan y no salía de bolsas de plástico, sino de la boca del horno, extendiendo su olor en el ambiente e invitando a fiesta en la casa. A la fiesta de la vida, que se nutre de sabores sencillos hechos de harina y amor. Era pan amasado con muchas gotas de sudor noble, derramadas y mezcladas a lo largo del año en varios tajos: sudor de siembra, de siega, de trilla, de molienda y de leña para caldear el horno. n el pueblo

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El conjunto daba el aroma gustoso del deber cumplido, según el mandato Divino de comer el pan con el sudor de tu frente. Los niños sabían que en otoño e invierno, cuando ellos iban a la escuela a ejercer de niños, aflojaban los quehaceres. Era entonces cuando los hombres de Llamas se echaban al monte guiados por una consigna santa: arrancar a la tierra sus lujos hechos de retamas y urces, que en primavera pintaban de colores la pobreza de aquellas tierras, y disfrazaban su aridez y sus rigores. Eran extras que permitían cubrir necesidades, aumentar la hacienda, o, en el mejor de los casos, pensar en algún lujo para la casa, imposible de conseguir de otro modo… Eran los sueños del hombre de la casa camino del monte… Él, pertrechado del equipo de faena: hocejo al cinto y manta al hombro; la petaca en el bolsillo y la boina calada hasta el entrecejo; la colilla en los labios y la ilusión en el corazón, se hacía al camino echando las cuentas para sus adentros: 300 haces por viaje, a 1,25 pts. unidad, por tres viajes en la temporada, suponen 1.125 pesetas. Un respiro para la casa. Con ello se mejorarían los aperos y herramientas, se podría comprar una caballería, y hasta pensar en algo extraordinario para la fiesta… Pero esto es cosa de ella… Claro, supone tres viajes al mercado, cortar, sacar al camino, cargar y acarrear 900 haces y hacer el camino hasta Mansilla al paso lento y cansino de la pareja. Sumido en estos pensamientos, sin que le arredren las dificultades, va el padre de familia a enfrentarse a la dura realidad de un monte cerrado y pobre, que guarda para sí, como único tesoro, las urces, gamones y “baleos”. Los sueños ayudan a mantener la esperanza y esta da coraje y fortaleza. Y porque sabe que el esfuerzo todo lo puede, sigue caminando, tarareando una canción que le sale del alma, porque cantando, se dice, se hace mejor el camino.

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Ferias y días de verano Hay cosas del ayer que nuestros niños de hoy no saben, y otras que ningún niño debiera saber…

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n los pueblos de la montaña leonesa las ferias eran capítulo importante de su historia desde lo medieval. Eran días para el encuentro, el comercio y la holganza. El montañés, muy mal comunicado y poco comunicador, esperaba con ilusión silenciada el encuentro con viejas amistades. Ya en la plaza curioseaba el ganado de otros pagos, tentando los animales y dándoselas de entendido; haciéndose ver de los conocidos, saludando a unos y a otros, y presumiendo un poco, porque llevaban cuarenta duros en la cartera. Luego, tras un primer vistazo a la mercancía simulando recelo y falta de interés, decidía la compra, a la que precedía un pequeño regateo. El trato se cerraba con un fuerte apretón de manos, que era tenido por más sagrado que cualquier acta notarial. Después lo celebraban compartiendo unos vinos en la cantina, con el regusto de haber hecho buen negocio. Aquellas eran ferias sin escaparate, donde se mostraba el género y la necesidad, sin doblez ni engaño, y cada cual se servía su ración a gusto y conveniencia. Cada una tenía su fecha en el santoral, su carácter y su mercancía. Por Santa Catalina, cuando el otoño ya había puesto las temperaturas en su sitio y las heladas empezaban a asentar sus perlas de cristal sobre la alfombra del campo, en la feria del pueblo se compraba el gocho. Se le sacaba adelante embobándole con las sobras de la mesa, un caldero de gamones y bastante ilusión; hasta que ya, próximo a san Martín, se le engolosinaba con cuatro patatas y unos

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puñados de maíz, para que fuera poniendo kilos. Él no lo sabía, pero la mejora en la dieta anunciaba la proximidad del fin de sus días. Por san Juan se vendía la lana en la capital, se empedraban los trillos, se compraban bieldos, horcas y otros menesteres para la era con el pensamiento puesto en la solana, donde la mies ya apuntaba maneras. Eran largos los días por san Juan y había tiempo para cavilaciones, cálculos y preparativos. La mano de obra se ajustaba por san Pedro. Los pastores por un año, los veraneros hasta encerrar el grano y a los trilladores hasta la fiesta del pueblo, que ya estaba la paja en el pajar y comenzaba la escuela. La soldada del pastor, por lo general, era en especie: algunas cabezas de ganado, la comida de cada día…, y poco más. Como el pastor pasaba la mayor parte del tiempo en el monte y parecía un poco asilvestrado, no necesitaba dinero… El criado era diferente: vivía en la casa, comía a la mesa y dormía bajo el mismo techo. Si llegaba a ganarse la confianza de los amos y la situación lo requería, hasta podía ejercer de capataz en los asuntos del campo. Casos se dieron en que el criado emparentó con los amos tras muchos merecimientos. No era frecuente, pero algunos casos hubo. El trabajo menudo de los niños pobres se contrataba para montar en el trillo, ir con las vacas y echar el agua a los prados. Los guajes ponían buena voluntad, se esforzaban en aprender, en hacer las cosas bien para merecer lo que comían y ganarse alguna palabra amable de la hija de los amos. Era una forma de disfrutar las vacaciones por los años cincuenta para algunos menores. Solo que por entonces aún no se llamaba explotación. Un palo era la principal herramienta de trabajo y defensa, un perro la compañía del niño en la soledad del monte… A cambio, un plato en la mesa y unas migajas de cariño, si había suerte.

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CAPíTULO II

Hijos de la Peña Un buen día, cuando menos lo esperaba, volvieron los sueños a la almohada con tonos nuevos, apuntando destellos luminosos preñados de amanecer y esperanza. Se descolgaban por las crines del Viso, desde donde se lamenta la manada en invierno denunciando al blanco de la nieve, que les somete a la hambruna cada invierno… Pero ahora es primavera, y los lamentos lobeznos se han desvanecido en río de lágrimas como se derritió la nieve para dar vida al Riacho. Después, con el correr de los días allá en la Peña, el niño comenzó a soñar en color, en la medida que la Familia de la Peña tenía humos para ello y las cicatrices lo permitían. Sueños de niño, claro está, que en la soledad del monte comulgaba con la Madre Tierra y reía en sueños con el triscar de “Cardosa”, a la que la roca desprendida de las entrañas de la corraleta dejó huérfana, siendo aún muy niña…, también ella soñaba con la Peña.


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A pesar de los planos tan contrariados y de los rigores invernales, ellos

“tapinar” los rotos que la contienda yellos seguir tirando. Alograron os planos ta an contraria ados y dedejó lo os rigores invernales, i logra aron pesar de lo ntienda y se eguir tirand do. “ttapinar” loss rotos que dejó la con

Valdorr V ria, plan no de illusión ndo llegué, con el com metido de ccorrer tras las vacas por p cuestass sin fin, Va aldorría ya a Cuan estab ba allí, colg gada del inffinito: con eel alma en un u vilo, con sus recuerddos y herid das a flor dee piel, con ansias de vivir. olgada de llas nubes sin cuidado,, y en la maanipulación n los hadoss Valdorriia fue desco dieron el eq quilibrio y las calles quedaron rotas y en n cuesta. Loo mejor hu ubiera sido o perd

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Valdorria, plano de ilusión

Cuando llegué, con el cometido de correr tras las vacas por cuestas sin fin, Valdorria ya estaba allí, colgada del infinito: con el alma en un vilo, con sus recuerdos y heridas a flor de piel, con ansias de vivir.

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de las nubes sin cuidado, y en la manipulación los hados perdieron el equilibrio y las calles quedaron rotas y en cuesta. Lo mejor hubiera sido devolverles la mercancía por defectuosa antes de desenvolverla; no se hizo en su momento y ahí está el resultado. La vida en un pueblo de plano inclinado se hace más difícil y la convivencia se deteriora con facilidad: a nadie le gusta estar en el barrio de abajo, expuesto a las mofas del que se siente encumbrado, porque su punto de vista está algo más elevado. Los resbalones y tropiezos son frecuentes, pero eso sucede por igual arriba que abajo. Ahí no hay agravio comparativo. Todos resbalaban y caían por igual, particularmente cuando la nieve asfaltaba de blanco los baches y los ocultaba al cuidado de la vecindad. Entonces las faenas se hacían en la intimidad, casi a escondidas. Así se evitaba el resbalón en la calle y la hilaridad del vecino que contemplaba los esfuerzos por mantenerse erguido y no perder el equilibrio. Con buen criterio, la escasa vecindad logró un consenso ventajoso para todos sus habitantes: los servicios de uso común los situaron en el nivel medio del plano callejero, equidistantes de los cuatro puntos cardinales aldorria fue descolgada

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que enmarcan la vida del pueblo. La iglesia quedó, por común acuerdo, en lo alto. Símbolo permanente de que a la gloria hay que subir, y hacerlo supone voluntad y esfuerzo. Oí que fue esta la razón de su ubicación, aunque de ello no hay constancia escrita que lo confirme. Como ventaja he de referirme a la interdependencia que se creaba entre los vecinos para realizar algunas faenas del campo, dado lo escarpado del terreno con el que hay que pelear, y al que hay que mimar. Pero la ventaja era muy poco significativa, si se tienen en cuenta los inconvenientes. En invierno la relación se estrechaba, como buscando calor en la cercanía y manifestando solidaridad, a pesar de las circunstancias. La nieve, que tapaba los baches con su mantón blanco, convocaba a la reunión del filandón. Hombres y mujeres dejaban sus paredes para acudir al calor del encuentro vecinal: resultaba entrañable el relato de la novela que duraría todo el invierno, y ayudaba a superar el aislamiento y la incomunicación con el exterior. Era como hacer partícipes de la vida de la comunidad a personajes lejanos, capaces de contar y hacer sentir que existen otras tierras y otras gentes, que aman y sufren, viven y gozan. A veces la lectura llenaba de gritos infantiles la estancia, ya que los niños escaseaban como si de lujo se tratase. San Froilán vigila desde lo alto y vela por las noches. Se han instalado 365 peldaños más arriba, para tener una vista privilegiada, por si la dificultad arrecia o los lobos en manada se hacen los valientes y deciden atacar, acuciados por el hambre. Normalmente no interviene hasta las primeras flores, cuando convoca a la Peña, donde tiene su sede, a los pendones de la comarca, para hacer recuento de los acontecimientos más notables acaecidos con las nevadas. De los cuatro puntos

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cardinales acuden las gentes de los pueblos, a presentar su gratitud al Santo. El abuelo Isidro no sube. Está ya muy viejo y cansado, y prefiere rumiar los recuerdos abajo. Tampoco Amabiles va. Su salud precaria y los frecuentes ataques se lo impiden. Los otros de la casa tienen más humor y si el tiempo acompaña se unen a la fiesta. Hay que tener de cara al Santo.

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La familia de la Peña Los niños de la Montaña crecíamos corriendo tras las vacas, haciendo amigos imaginarios, aprendiendo deprisa para no perder el paso. En ello nos iba mucho…

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avanzando. Las barbaridades, desmanes y despropósitos que se contaban resultaban increíbles para las gentes que no entienden de política ni de contiendas. Por eso los rumores resultaban increíbles, pero fueron ciertos. La locura se había adueñado de las mentes dirigentes, y se quemaban los pueblos a traición, con alevosía, bajo la sospecha de cooperación con el bando contrario; como deseando participar en una orgía de luto y muerte, aunque el cadáver estaba en la propia casa. Lo oí referir, muchos años después, con lágrimas recientes en los ojos. El dolor producido no llegaría a cicatrizar nunca en algunos corazones. Los rumores se confirmaron y los temores se hicieron sufrimiento. Huyeron a la Peña, a compartir cueva con los animales, escondiéndose de los salvajes que incendiaban, saqueaban y mataban; reproduciendo un espectáculo dantesco y neroniano. En la huida salvaron lo más imprescindible y valioso: la vida y lo urgente para mantenerla. Lograron contemplar, desde lo alto de su impotencia y dolor, el humo que anunciaba la hoguera de luto y muerte. En las gentes de Valdorria quedaron marcadas para siempre las escenas de una experiencia indescriptible y surrealista. La relación quedó presidida por el temor y la vergüenza de aquellos acontecimientos. a guerra siguió

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El abuelo casi no hablaba, debía de tener muy poco que decir y lo decía para sus adentros. Él se llamaba Isidro, pero casi nadie le llamaba, dada su escasa relación con el mundo exterior desde los acontecimientos sufridos. Parecía como si siempre hubiera sido viejo, y desde su experiencia sospechara con dolor del ser humano, capaz de causar tanto sufrimiento innecesario. Amabiles estaba enferma, le daban ataques epilépticos, y debió de ser en razón a las sinrazones vividas. Su participación en la vida familiar era muy escasa. No llegué a conocer sus sentimientos, pero tengo para mí que el humo atrofió sus sentidos. Con su padre se comunicaba desde el silencio en que vivían, con el lenguaje del corazón. Bernardina tenía arrestos y ejercía de cabeza de familia desde que el marido se quedó, como tantos otros, en el campo de batalla. A él le mataron los unos, y a ella la encarcelaron los otros, bajo la acusación de ayudar a los unos en el día de la quema. Cosas de la guerra… Desde entonces, después de tres años de cárcel, fue padre y madre para los hijos a medio criar, liberando de esta responsabilidad al abuelo, ya cansado. Como de la familia era el Sultán. Un perro noble y ladrador, color canela; pelaje poco propio para tanto perro. Ladraba constantemente, pero creo que era por darse importancia, porque su alma de mastín leonés nunca le permitió hacer daño a nadie. Era fuerte y valiente en la pelea, aunque un poco bocón y comprometedor. Compañero fiel en la soledad del monte. Cardosa se quedó huérfana con pocos días, como otros muchos seres desafortunados, a raíz de la contienda. Su desgracia la produjo la roca obstinada, que no cedió el puesto a los cimientos de la corte, y quedó incrustada como parte de los mismos. El paso del

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tiempo reblandeció sus entrañas duras, y una noche de infortunio se desmoronó, ocasionando muerte en su derrumbamiento. La crié con biberón, leche prestada y caricias. Me correspondía con su balar agradecido. Me sirvió de guía la noche cerrada en que una punta de ganado quedó presa de pánico en la Peña. En el silencio de la noche, orientó nuestra búsqueda hasta conducir a la cuadrilla a la lastra que les servía de protección contra el lobo. El burro se creía muy importante por prestar sus lomos en las faenas del campo. Era muy independiente, resabiado y de trato lejano. Vivía ensimismado en su mundo de fantasías y grandezas.

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Al abrigo de la lumbre

Cuando aún no había llegado la televisión, la vecindad, reunida, echaba mano de la memoria, se daban compaña y se trasmitían las leyendas populares para que los niños admirasen a sus héroes y sintieran la importancia de la pertenencia.

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inclinado, y así sigue, cuentan los que oyeron contar a quienes asistieron al parto. Como si una maldición hubiera caído sobre los pilares en que se asienta, o las aguas ocultas los hubieran roído. El sol hacía equilibrios arriesgados de alpinista para colarse por cualquier rendija y pintar las fachadas de luz y calor, tarea harto difícil en invierno. Las sombras extendían sus flecos mucho más de lo que les correspondía y se adueñaban de la situación. Apenas al mediodía, en un arrumaco de ternura, lograba el sol desvelar el ceño a la oscuridad, para que las gentes no perdieran la noción del tiempo, y pudieran seguir contando los días que faltaban para que los pueblos vecinos subieran pujando por los pendones a la ermita de san Froilán, que es el santo que los protege. Eran noches de aislamiento y soledad, propicias para el recuerdo, la tertulia, la nostalgia y la intimidad. Mientras la luna se derramaba sobre el manto espeso de nieve y jugaba a deslumbrar sombras ocultas, dentro, en la cocina, al amor de la lumbre, se acompañaban los vecinos, se apoyaban y se daban ánimo a la espera de la luz nueva. Eran momentos propicios para el recuerdo y la memoria, para relatar cacerías y batidas de lobos que, aumentadas por la imaginación l pueblo nació

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del narrador, creaban en los pequeños admiración por sus abuelos. Sucedía que entonces no era delito defender al rebaño de las alimañas, concluía el abuelo con nostalgia… …Ocurrió la noche en que el lobo se volvió loco y perdió el respeto a la vida y a la vecindad. Bajó del monte en tono desafiante y se dio arte y maña para entrar por la boquera de la tenada y escurrirse hasta la corte. Una vez allí, mató con saña y avaricia, como él sabe hacerlo. Luego, apiló reses muertas, sin ningún respeto, se encaramó sobre ellas, y escapó antes que el día llegase… Era entonces cuando los mayores perdían el natural recelo a referir su memoria, y con ojos chispeantes y voz entrecortada, relataban hazañas y valentías de algunos muertos que ocupaban los capítulos más gloriosos de la leyenda montañesa… Días hubo en que la manada se oía tan cercana que parecía pedir adentrarse en la reunión con sus aullidos, huyendo de los reflejos de la luna en el espejo de la noche. Eran momentos en los que el lector callaba, se hacía silencio para escuchar el mensaje producido en la distancia, por si alguien lograba descifrar el código de comunicación. Miedo, parecían aullar, decían unos; compañía, parecían pedir, interpretaban otros; hambre de muchos días de ayuno, sentenciaba el abuelo Isidoro, que casi nunca se pronunciaba. Los niños se estremecían y se acurrucaban temblando contra el regazo cálido de la madre, y hasta los personajes de la historia se escondían en las páginas del libro que Balbino leía con voz alta y clara, para hacer más llevadera la velada a la vecindad. Cuando el cansancio y el sueño lo aconsejaban, cada cual se recogía en su casa, con la puerta trancada,

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mientras los niños soñaban con perros mastines de dientes afilados, armados con fuertes y puntiagudas carlancas que ponían orden en el monte ahuyentando al lobo que les asustaba en sueños. A Balbino, que ya no lo puede leer como lo hacía en las veladas nocturnas de invierno, para que lo relate a los niños que no conocen la nieve.

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Que viene el lobo “Veíamos cada mañana marchar detrás del rebaño a los mastines, con sus firmes y temibles carlancas. Se diría que iban no a guardar las ovejas, sino buscando al lobo, para sostener con él un nunca resuelto litigio entre hermanos” (A. Trapiello, El Arca de las Palabras)

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ue viene el lobo, que viene el lobo”, voceaba Pedrín a los cuatro vientos para marcar territorio, para espantar el miedo, para ahuyentar la soledad, para jugar con el eco… Aquellos lobos eran maestros en el arte de la simulación y de las dentelladas; hacían verdaderas maravillas para mantener el pellejo en pie, relataba el abuelo con un atisbo de admiración y nostalgia. Aullaban, eso sí, cuando el hambre les roía las tripas. Aullaban principalmente de noche, cuando su gemir helaba la sangre de los niños al escuchar su amenaza o, tal vez, su plegaria. Lanzaban gemidos lastimeros a las tinieblas, pregonando su necesidad, y aunque el eco retumbaba contra la Peña y rompía el cristal del silencio nocturno, ni aún así alcanzaban compasión. El lobo era enemigo común de los ganaderos por aquellos días, y se le perseguía: su desgracia no conmovía, más bien causaba regocijo a la par que miedo… El hambre de los días blancos y ayunos les había enseñado a sobrevivir de la nada, a arrastrarse sin levantar sospechas hasta los mismos corrales, a esperar pacientemente que algún animal desorientado perdiera el norte y se pusiera a su alcance. Noches hubo en las que se

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oyeron extraños movimientos desde la cuadra, zozobra y quejidos lastimeros en la corte. Y, ya con la luz del día, aparecían rastros de sangre, restos de la víctima sacrificada en la impunidad de las tinieblas… Aquel día el perro de carea no acudía a la puerta por su ración de comida, no acompañaba al pastor a la tenada a cebar al ganado. El lobo sabía cuál era la res más débil del rebaño, atacar en manada para derribar a la más fuerte, atraer al mastín para alejarlo del rebaño, mientras la manada hacía la lobada. Eran listos aquellos lobos, o tal vez eran muchas las dentelladas del hambre en los días blancos del invierno. Aquella tarde se asomó a la collada, oteó el horizonte y divisó un manto blanco y nuevo cubriendo el valle. Cruzó “El Viso”, se deslizó por la falda de la Peña dejándose caer sobre el hato, y tiñó del rojo púrpura la luz de la mañana… Hubo señales de alerta que no supieron entender los niños pastores: los gritos del minero, los nervios de la tula, la nube que cubrió el sol…; señales de muerte y miedo que ni los corderos ni los pastores supieron interpretar. Él sacó partido de la inocencia. Por eso el lobo era enemigo público, todos en el valle le temían, nadie le tenía lástima. Luego el miedo vestido de susto, la huida valle abajo, el temor al castigo... Atrás quedó parte del rebaño. Como el mal pastor del Evangelio huyeron ante el peligro. Corrieron a refugiarse al amparo de las casas, a confesar su cobardía, a contar que hoy vino el lobo, a buscar el castigo que no merecían, porque tampoco eran de verdad pastores. Eran niños, con cayado de pastores. A todos los niños que aprendieron a amar la Naturaleza corriendo detrás de la vacas mientras jugaban a trabajar.

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Arriba, en su ermita, el santo que obligó al lobo a acarrear la piedra como penitencia por comerse al burro, vigilaba los andares de los Arriba, eofrecía su ermi ita,siellasanto que oblig gó al a acarrear niños y lesen su capa nubeorodaba de peña en lobo peña para penitenc cia por com merse al b burro, vigil laba los an ndares de atemorizarlos…

la piedr los niñ ofrecía su s capa si la a nube rodaaba de peña a en peña para p atemorrizarlos

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Al cobijo de la Peña Guarecerse en el roquedo mientras la tormenta arrecia, es instinto de supervivencia, contra el que nada puede la barbarie.

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del monte tocado. Vio arder el pueblo desde la distancia y cuando bajó ya no era el mismo. En el sueño le rondaban llamas y bocanadas de humo que envenenaron los pulmones, sin poderse defender… Por eso, esperaba cada amanecida en el balcón, mirando con la intención clavada en el “Viso”, alerta por si volvían. Así, con la vista perdida, se pasaba las horas muertas, mientras soportaba los fantasmas de luz y calor que arañaban su memoria y le subían al cerebro. Luego, cuando respiraba aire nuevo sin divisar terror en el horizonte, se sentaba sobre la calma a echar las cuentas para el futuro, reposando en la silla de siempre con actitud cansina. Las cuentas nunca le salieron, por más que lo intentó. Habrá que sembrar cuando haya tempero, se decía con poca convicción, porque el otoño le quedaba lejos, la mente revuelta y las fuerzas escasas… Así, un día y otro día, con las pertenencias más urgentes preparadas por si había que volver a la Peña… Fue entonces cuando le dio por anotar en el libro de la memoria los acontecimientos que nunca entendió, por si poniéndoles letra llegaba a encontrar la razón oculta que explicara la sinrazón de la locura que sembró la montaña de luto y los montes de metralla… l abuelo bajó

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“Algo tarde es, padre, –le reprochaban los suyos–, para entretenerse en cultivar recuerdos que aunque algún día lleguen a florecer, nada remediarán…” Escuchaba, callaba y se decía para sus adentros: “Es ahora cuando uno tiene necesidad de recogerse y emborronar unas páginas con tinta de color amargo, con recuerdos que, si de nada sirven y a nadie interesan, como decís, ayudan a vigilar la locura que anda suelta, buscando acomodo...” Es algo tarde, sí, porque sin escuela ni oficio, a estas alturas, se lamentaba: “Mal puede uno hilvanar pensamientos con tino y lógica, pero algo es algo…” Y continuó guardando garabatos deformes, palabras dormidas, costumbres abandonadas, para regalarlas algún día a los niños que no conocen los abedules ni los piornos, ni distinguen el arrullo de la tórtola del canto engañoso del cuco, porque no vivieron en la montaña… Reunió para su colección imágenes de escuela y monte, de miedo y barro, de nieve y perros, de mina y llanto…, palabras huecas, sonoras, con eco hacia un infinito que se pierde en las cuevas de la Peña donde una vez se refugió “Cardosa”, huyendo del lobo de la noche. Fue entonces cuando el rostro del abuelo adoptó una mueca placentera, hija de la paz, que le liberó de quimeras y le invitó al descanso en brazos de otros días, en compañía de la ilusión en el futuro… Ellas trancaron las contraventanas y dispusieron la sala para la paz duradera. El abuelo sobrevoló los acontecimientos de la Peña en alas de su manía de recordar, de anotar, de no olvidar, para dormir aquella noche.

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Tapinar las toperas Remendar los prados requiere sabiduría al cortar el tapín y sigilo para no despertar al bicho dormido en la galería…

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or mor de los humos que trajo consigo la pelea, el paisaje enmudeció, quedó asustado, sin luz ni color, desconocido; como campera de otra galaxia. El andancio lo contagió todo. La montaña se vistió de luto y lloró el desatino, cada cual en su cocina para evitar males mayores. Las retamas de escobas, piornos, arándanos y urces perdieron el color con que se engalanaban cada primavera para recibir al cortejo de amantes que buscaban aposento en sus ramas. Hubo primaveras mudas: sin cantos ni nervios ni prisas de pájaros por edificar sus casas para formalizar el romance de amor. De aquello quedaron muñones y cándanos secos, que, como brazos calcinados, apuntan a lo alto en demanda de aliento, y un silencio tenso y prolongado… Hasta que un día la vecindad recobró el pulso y puso manos a la obra… Fue entonces cuando el topo se vistió de luto profundo, afiló sus zarpas y se echó a la galería en plan rebelde, ganándose la fama de pendenciero y poco sociable. Él prefiere la oscuridad soterrada, la vida con sabor a barro, comenta el abuelo para quien quiera escucharle, con la mente ensombrecida. El animal sigue su destino ciego, a la espera del momento oportuno para recuperar la campera. Algunas noches asoma el hocico con disimulo, levanta sus ojos perdidos y

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vuelve al fondo de la cueva para continuar en su tarea de zapador de la noche, abriendo caminos que los hombres no gobiernan. En su tumba de barro se siente cómodo y seguro, a salvo de malos aires que dificultan el caminar en libertad. Tal vez la querencia por lo oculto le viene del día de la traca final, cuando la población dejó la Peña, tocó a hacendera y puso cerco al polvorín arremetiendo contra él para limpiar los rastrojos y purgar las praderas. Razón demás para cortar los tapines con esmero, que desgracias ya hubo bastantes… Y sonríe el viejo desde la pena y el recuerdo… Aquel día la talpa entornó sus ojos pequeños y los cosió con lágrimas, se zambulló bajo tierra y aún no le ha pasado el susto. Al paisanaje se le nubló el ceño y entornó la vista para disimular su ira. Desde entonces camina bajo el peso de vergüenza ajena y, de tanto mirar al suelo, va cargado de hombros y de preocupaciones. Hay quien dice que, a sol puesto, a la entrada de la noche, se han visto luces mortecinas que emergen de lo que fue ladera frondosa y hoy es lámpara de aguzo que procesionan los fantasmas del monte.

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Bajar al molino Con mirada de poeta sin pulir, asombrado por los tonos del camino, emprendía el niño la bajada hacia el molino con el alma encogida, por si a la quilma, que superaba con mucho sus fuerzas, le daba algún susto en el descender laborioso.

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ubo un tiempo en el que el mundo se descubría poco a poco, paso a paso, empezando por el pueblo más próximo… Al ayuntamiento se iba para tallarse, y a la capital para visitar al doctor. Las gentes de la montaña cantaban coplas para hacerse oír y ahuyentar el silencio, mientras llevaban el grano a moler. Molino, maquila, muela y otras muchas…, eran palabras que lanzaban al viento como flechas picarescas no exentas de intención, y la corriente del río las llevaba, mientras la harina florecía y se dejaba caer en la quilma. Por eso los pueblos con río se sentían felices y los que colgaban de los riscos les tenían envidia. Los habitantes del alto nunca tuvieron río con la corriente necesaria para mover la muela y moler el grano, ni cuérnago, donde los cangrejos quedaban a la intemperie y asustados cuando el molinero decidía vaciar la presa. Tenían, eso sí, miradores maravillosos desde donde las nubes acariciaban los rostros al pasar; aire puro que recetaban los médicos a los aquejados de tisis; inviernos que comenzaban allá por los santos y nunca se sabía cuándo acababan. Tenían, también, nevadas intensas que trancaban las puertas del pueblo y les enseñaban a vivir en soledad y reciedumbre.

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Desde los montes se dejaban caer algunos arroyos de caudal menor o, en el peor de los casos, un reguero que asomaba entre peñascos dando razón de los veneros de la nieve. Cuando el terreno lo permitía afloraba con la humildad del montañés, y discurría como lágrimas de miseria. Su caudal daba para cubrir la sed del vaquero y su ganado, el verdor de cuatro juncos que festejaban su paso, y poco más. Para mover la muela y moler el grano, nada de nada. Bajar al molino era tarea menor, cosa de chavales. Con dos quilmas terciadas a lomos del burro, los guajes montañeses se asomaban a la vida por la ventana abierta en el costado de la Peña, y los ojos se les llenaban de luz nueva que pintaba sombras alargadas de nogalonas desparramadas sobre el barro de otras calles. Era el momento de romper el encanto al descubrir que más allá de los picos de la Peña donde anidan las águilas, donde la línea del horizonte se da de bruces con la nada, florecían casas blancas, vacas de mirada lánguida y vidriosa, prados con niños vaqueros y un mastín, como ellos en el pueblo… A veces se daban de bruces con la enfermedad, que paseaba su palidez envuelta en un batín a las órdenes del doctor, mientras las aguas del Curueño y el aire de la montaña, de virtudes sanadoras, devolvían el color a la piel y la esperanza a la familia. Eran hombres recios venidos a menos por la tisis y la escasez. Algunos, más animosos, espantaban el fantasma de la soledad haciendo un guiño al niño que bajaba al molino con ojos nuevos para descubrir el mundo. Le contaba que sus hijos, allá en el pueblo, iban a la escuela y eran muy listos, a decir de la maestra… Era entonces cuando los ojos se hu-

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medecían y con un gesto de niño débil le pedía que siguiera su camino, para poder enjugarse una lágrima sin ser visto… Era cuando, sin entender muy bien por qué, el niño se sentía más cercano a su Peña, a las cuestas de su pueblo, al ganado de su establo y a los suyos… Entonces, volviendo la cabeza, saludaba desde la distancia al nuevo amigo, prometiéndole que la próxima vez que baje al molino le traerá unos manojos de té de la Peña, que cura todos los males, según supo por su abuela.

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San Froilán Allá en lo alto, donde anidan las águilas, se encuentran los vecinos un día al año para contemplar la más maravillosa catedral y certificar su aguante. Por testigo, el santo patrón.

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hizo de rogar hasta bien entrado mayo. Vino esquiva y melindrosa, haciendo mohines al buen tiempo, como queriendo continuar el letargo invernal refugiada en las cárcavas y en las cuevas de la Peña. Con aire de despreocupación llegó una mañana, allá por cuando los vecinos del Curueño suben hasta san Froilán a orear los pendones y a dar fe de vida de los respectivos pueblos. Es una forma de apoyarse y darse ánimos, de resistir al paso de los días y a la soledad en que quedan, cuando los veraneantes vuelven a la ciudad y la estación invernal se pone rigurosa con los pueblos de la montaña. Así, reunidos, resisten para no dar la razón a los que se empeñan en que se eche la tranca a las puertas del pueblo… Con la luz que se alarga al llegar la pascua reverdecen las ilusiones. Los senderos que suben hasta la Peña, donde el Santo plantó su celda y construyó la ermita, silenciosos y solitarios desde la feria del Pilar, se abren al paso de los lugareños que esperaron la llegada del primer domingo de mayo para hacer la ascensión como romeros, y visitar al Patrón que vive en los riscos de Valdorria y les espera paciente cuidando de ellos a lo largo del año. Arriba, en la cumbre donde el lobo depositó la piedra para construir la ermita tras comerse al burro que la acarreaba, se reúnen los vecinos de la comarca, y desde allí, a primavera se

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trescientos sesenta y cinco peldaños por encima del nivel de sus labores y quebrantos de la rutina diaria, se olvidan durante una jornada de la soledad y del abandono en que discurre su existencia. Mientras los pendones ondean al viento puro de la Peña, los paisanos, recostados en el suelo, hablan de la vida y de la muerte. Comparten viandas, noticias, inquietudes y alguna que otra ilusión, pocas…Como si de una confesión pública se tratara, van dejando fluir sentimientos, pesares, recuerdos y añoranzas que dan cuerpo a las conversaciones silenciadas desde el último encuentro. Hablan de dolores, de reuma, de artrosis, de lo lejos que queda la farmacia para comprar los remedios. Con rostro tenso, ojos vidriosos y voz rota se recuerda al último fallecido, por el que nada se pudo hacer, y se magnifican sus virtudes de buen cristiano y mejor vecino. Se desahogan elucubrando quién guardará la memoria de los pueblos, derramada durante siglos por aquellos campos cuando ellos se hayan ido. Luego vuelven a su mundo porque lo necesitan, porque quieren seguir sintiendo que están vivos. Hablan del ganado, de lo largo que fue el invierno, de lo escasa que resultó la ceba, del precio irrisorio de la leche, de los temores de asistir al cierre de las cuatro casas que aún quedan abiertas, no se sabe por cuánto tiempo… Entornan los ojos y miran a la distancia para recordar a los suyos que tuvieron que marchar, muy a su pesar, y que les reclaman con frecuencia. Ellos se sienten mayores y algo cansados para emprender aventuras nuevas. Prefieren seguir en su puesto, pegados a la tierra que oculta sus vivencias, labrando el huerto, viendo anidar a los pájaros cada primavera y enjambrarse a las colmenas. Mantener la casa abierta, el patio de la iglesia barrido y arreglado para cuando lleguen los que se fueron, como cada año, a celebrar la fiesta.

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PINTOR DE DIAS D

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el que huye olvidar un sueñ malño, sueño, el “Riachín” se despeña Co omoComo el que e huye para apara olvidar un n mal el “Riach hín” se des speña en brrazos en brazos “Curueño”, y le cuenta porfíasde loscali gigantes de el “Curueño o”, ydel le cuen nta sus porf fías con losssus gigantes d con alma iza, peñade arrriba. alma caliza, peña arriba.

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El “Riacho” va a su aire… Aguas humildes y duras, hijas de la Peña y la nieve oculta y fría, saltan juguetonas para perderse, gota a gota, en un arco de luz que se despeña, hacia un inmenso e infinito destierro.

A

alumbraron un plano inclinado, sobre el que se proyectó el pueblo con calles, casas y sombras. Al fondo, algo distante y cuesta abajo, fluyeron lágrimas de dolor y formaron un “Riacho” de aguas menguadas, para que dieran auxilio a la nueva criatura… El río nació ruin y ruines e inciertos fueron sus primeros pasos, amedrentados…, como si tuviera miedo a despeñarse en cada salto del camino tras su propia identidad, que no alcanza a divisar por mucho que estire el cuello. Desconoce su nombre poético: “Valcesar”, y no le da importancia a su vecindad con el Bosque de las Hadas… Valdorria quedó encajada entre el Viso y la Peña, como cuña que se esfuerza por mantener en su sitio las costillas del coloso. Para los curiosos visitantes que se acercan a contemplar tal maravilla, mantenerse en pie por las calles requiere un esfuerzo importante; no así para los nacidos en el pueblo que se acostumbran desde pequeños, y lo hacen con la misma soltura, y a la vez, que van aprendiendo a vocalizar la primeras palabras, y a distinguir tiempos verbales que, sin apenas darse cuenta de que los saben, los usan con soltura. l abrirse las entrañas de las rocas

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Del río hay poco que decir. Su historia es pequeña e irrelevante. Tras un profundo suspiro brotó de las lágrimas del parto y, por ser hijo menor de la separación no le pusieron nombre al nacer… Los mozos, en tono de burla, le llamaron “Riacho”. Así empezó su andadura y por el mismo camino sigue: como un don nadie, dándose coscorrones en cada curva, estrechando su cintura cuando la garganta se hace angosta y profunda, lamiendo la falda de la roca que no le presta atención y ensanchando sus orillas en el llano, que se muestra generoso y complaciente. Los adultos del lugar lo han ignorado siempre y, tal vez por eso, no aparece en planos ni mapas. Los niños, abiertos a la vida nueva, teníamos una relación cálida con sus aguas, y él, a cambio, se detenía un poco jugando a los remolinos y empozándose de trecho en trecho para que nos bañásemos desnudos en los pozos. También los ciervos, los grajos, los lobos, y el ganado en general, bajaban a beber y mantenían buena relación con el “Riacho”. Él, escuchando la canción del viento y el romance de la Peña, intuyó intereses poco nobles en la gente mayor de la vecindad. Más de cuatro veces intentaron domesticar su caudal, encauzar sus impulsos, usar sus aguas en provecho propio. Alguna vez en concejo le tuvieron en cuenta y hablaron de poblarle de vida: truchas, ranas, zapateros, gusarapas y otros habitantes de las aguas, pero no hubo caso, no prosperó el intento. Le contaron que por lo escarpado de su cauce, por el hierro que reposa en sus entrañas, por lo profundas que son sus cascadas. Que son aguas ariscas, frías y poco afables. Que son hijas de “Fonrrán” y descienden del monte con ritmo montaraz y desenfadado...

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El río es muy habilidoso y se descuelga por lianas entre sombras, medio oculto, agazapado en la maleza, renunciando a las caricias interesadas de la superficie que, a la postre, le recortarían la libertad. Él sigue su destino, renuncia a la gloria y al sueño de playas artificiales, a cambio de ser él mismo. Al fin, esquivando zancadillas de raíces agazapadas, ignorado y sin dar el brazo a torcer, se despeña con violencia y valentía en forma de cascada de luz y color; se pierde en el Curueño, sin dejar tras de sí ni una sola lágrima… Es en la caída cuando, al desvanecerse, logra el aplauso de la espuma y el reconocimiento y admiración de los que pasan haciendo el camino y se refrescan con la brisa cálida en que se diluye su bravura. “Que se junten las aguas de debajo del cielo en un solo sitio…, bullan las aguas con un bullir de vivientes…” Gn. 1.

La corriente se encueva, con el aplauso de las burbujas, para seguir el camino del anonimato y del silencio Hay mucha leyenda y misterio sobre su infancia…, pero la verdad es que quedó encantada al saber que la grandeza de Dios reside en lo profundo del hombre.

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Entre las zarzas buscando He dormido esta noche en el monte con el niño que cuida mis vacas. En el valle tendió para ambos el rapaz su raquítica manta, ¡y se quiso quitar –¡pobrecillo!- su blusilla y hacerme una almohada! (Mi vaquerillo, Gabriel y Galán).

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e gustan los caminos silenciosos que no llevan a ninguna parte, solo al recuerdo, y si acaso, a la añoranza. Permiten perderse en el circuito de los días de antaño sin prisa ni rigores de agenda. La imaginación los patea poniendo una gota de nostalgia en cada paso, y como va sin prisa y a ninguna parte, se detiene a saborear cada curva, cada tronco con cicatrices de inviernos y corazones leñosos de enamorados, cada nido sin vida, que la tuvo en otras primaveras; allí sigue el resplandor de los brillos que ya bajaban al alba para peinarse en las corrientes del río en otros tiempos... Según le dé. Hay días que busca jirones de infancia que no sabe dónde quedaron, por si estuvieran trabados en los dientes de las zarzas del camino, que están allí desde siempre, desde que el camino es camino, desde que uno era niño. A veces, cansada de buscar por aquí y por allá al niño que pasó dando zancadas de adulto, se sienta a la orilla del sendero, entorna los ojos hacia dentro, y proyecta sobre el telón de los años otros niños que también pasaron deprisa, otros días que volaron, otros ecos que sonaron con voz ronca y se deslizaron valle abajo perdiéndose entre matorrales. Por allí tiene que

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andar la niñez perdida, pero se muestra huidiza, huraña, esquiva…, no se deja ver. Los habitantes de la soledad y del silencio cuentan que la vieron pasar hace tiempo, disfrazada de vaquera; que seguramente alguien le robó la sonrisa y la tiene secuestrada; que la oyeron suspirar por volver a saludar a los amigos de escuela y revivir los encuentros infantiles que quedaron sin celebrar… Pero no la dejan. Los pastores del páramo la recuerdan como una sombra que pasó, vestida de zagala, errante y perdida tras el hato que arreaba…, pero de esto hace tanto, que casi se ha borrado su figura del ambiente y del recuerdo. Los cuervos parleros que vigilan desde lo alto las cárcavas, la espesura del piornal y las urces de la solana, esperando la caída del sol para adueñarse del robledal, tampoco son sabedores… Solo una oveja añosa y modorra se atrevió a abrir la boca y, con recelo y timidez, hablo de sus asuntos: contó que a sus antepasados les habían robado la libertad, que fueron las pedradas de los gañanes y los mordiscos de los careas los que marcaron los zancajos de sus antepasados con dentelladas. Después las adornaron con el collar al cuello y las marcaron con la muesca en la oreja. Nunca más tuvimos problemas, dijo con la vista en el suelo: seguimos el son que marcan los cencerros con su voz de metal. Pistas de la infancia pastoril no dio, pero tuvo la ocasión de abrir la boca, y lo hizo. Acaso entre la montaña y el llano le robaron aquellos años llenos de días, que ahora busca en cada revuelta del camino, pero ya se ha hecho tarde.

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Linderos del horizonte Para buscar el sol nuevo cada mañana, que florece y se eleva como oración, a lomos del horizonte, cabalgaba en busca de la prosperidad que, a no querer, habría de llegar algún día…

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la razón: si fue que la mies no granó, si la sequía arruinó la cosecha y llenó de vacío las paneras. Acaso el río, arrepentido, se secó, privando de vida a los cuatro huertos de la ribera. Lo que sí se lamentó fue la ruina que sembró con su osadía en el Barrio de Abajo. “Aprenderemos a volar, como aprendieron las cigüeñas que viven en el chopo”, se decía para sus adentros tratando de convencerse, y salía a buscar las corrientes nuevas cada amanecer, leyendo sus caprichos y veleidades. Practicó desde todas las alturas, contra todos los vientos, en cada estación, por si era cosa del calendario… En ello pasó un día y una noche, y otro día y muchas noches en vela, sin que la luz iluminase el horizonte, sin que la corriente próspera llegase, sin que se abriera la senda por donde camina la esperanza, sin que se afianzase la ilusión y la recompensa del esfuerzo. Seguía remontando el vuelo, sacudiendo el barro, escupiendo rabia. Subió, subió hasta los linderos del horizonte y se asomó a la ventana de la luz desde el valle, donde aún era noche oscura. Mientras tanto, a la espera, se invirtió en la vigilancia de prados y huertas ajenos, y desde la espesura del bosque controlaba abusos y desmanes, penalizaba unca se comentó

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descuidos y cada control era un bocado de pan que arrancaba al viento, una discusión que propiciaba al concejo para la reunión de la semana, una denuncia del descuido del niño que cuidaba las vacas, un gesto de autoridad que afianzaba la autoestima, un paso al frente mientras esperaba corrientes, por si alguna era la buena. Cada mañana echa a volar los sentimientos de la Peña, donde anida el águila, al llano, donde la perdiz engüera la nidada a la vera del sotobosque. Ella juega con ventaja al disimulo, y ahuyenta peligros, que es arte y estrategia para sacar adelante la pollada antes de que el segador arruine su familia. Él, en el viento buscaba señales cada día, llevaba caricias, rumiaba pesares…, que, aunque volar alivia, teniendo el nido en la “Ribera del Hambre”, la distancia crea pesares de ausencia… “Los años venideros serán mejores”, se repetía para convencerse una y otra vez en la soledad de la noche, al rebujo del cobertor que escuchaba sus pesares... “Los mayores ya baten las alas y ya se sostienen con coraje y valentía. Vuelan por espacios buscando otros horizontes; juntos lograremos reconstruir el nido en el mejor paraje…”, y así le vencía el sueño y entornaba los ojos para soñar y despertar con una sonrisa que alentaba la jornada.

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ESÚ ÚS CEREZAL L FERNÁNDE EZ

En los pueblos con río de verdad, los niños pescaban para las crías de aguilucho, jugaban a cortar el agua con las piedras más planas, y se bañaban desnudos para curtirse el cuero, mientras las madres hacían la colada. Por eso, tener río era importante.

p parra las crías dde aguilucho o, En los puueblos con ríío de verdadd, los niños pescaban jugaban a cortar el ag gua con las piedras máss planas, y se bañaban ddesnudos parra curtirse el e cuero, miientras las m madres hacíaan la coladaa. Por eso, tener río erra importantte.

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CAPíTULO III

A la brisa del Padre Esla La Ribera es bella, soñé cuando recuperé mi condición de soñador, muy bella… Y me di a buscar entre zarzas y abrojos por si alguna guedeja de infancia hubiera quedado prendida entre sus dientes de lobas, agazapadas en el silencio. Los rumores iban y venían del robledal y “corcho” y, tras saciar su sed se asomaban al pozo para contarlo a sus habitantes… Tampoco en el soto hallé la fuente que mitigase mi sed de búsqueda, y seguí persiguiendo sueños, sin saber muy bien en qué predio podría encontrarlos… Cada año, de vuelta a la Ribera, comprobaba que en cada pueblo florecía la labranza, el trigo lucía reflejos de oro y el padre de familia disponía la guadaña, atento a que el farolero encendiera su candileja para salir al encuentro de la espiga…


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De la montaña al llano… Anocheció en la Peña, se cubrió de sombras, enmudeció la esperanza y, con el hato al hombro se despidió de las cuestas y del viento, para recuperar aliento en el llano.

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l rebaño resulta simple,

atolondrado y fácil de manejar, aunque tozudo y falto de juicio. Acaso se acostumbró a los silbidos y pedradas, y se le olvidó tener criterio propio. O, tal vez, le escuecen los zancajos marcados por los careas que les señalaron el rumbo tanto tiempo, que optaron por no intentar nuevas aventuras. Lo cierto es que forman un ejército blanco, sin agallas, cansado, que sigue el rumbo que marcan los cencerros, y su resistencia consiste en abrir la boca en tono lastimero, por si el perro se compadece. Así me pareció el rebaño que se me confiaba a mi regreso a la llanura, tras un intento de escolarización de cuatro meses. En la montaña quedaron los primeros sudores infantiles, el apego a unas tierras ruines por demás, la querencia a cuatro vacas ajenas y media docena de amigos, que era toda la población infantil. Bien mirado, tampoco estaba allí uno para hacer amigos, aunque bien los necesitaba. Nuestros encuentros giraban en torno al cuidado del ganado. Transcurrían en la soledad del monte donde mostrábamos las habilidades personales en la lucha leonesa; buscando nidos o destruyendo hormigueros grandes como montañas, que las laboriosas hormigas rojas construían con palos y hojas de abedul. Las clases

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las teníamos en el monte y solo cuando la nevada la recibíamos a cubierto. En los días de nevada fuerte los ojos de “Fonrán” se cerraban y miraban para dentro. El monte se ponía el capote blanco para celebrar la corrida del invierno y dar unos días de escuela a los chavales. Esos días el encuentro era al oscurecer, después de ordeñar, cuando llevábamos la leche a la desnatadora. Allí, con los cubos llenos, era el momento de presumir de vacas lecheras… En el contacto diario con la Naturaleza, aprendíamos a leer en el libro de la ciencia verdadera, la que le enseña al hombre los tesoros naturales. Desde muy niños sabíamos cuándo venían las cigüeñas y cuándo se marchaban, aunque no sabíamos a ciencia cierta dónde iban. Ordeñar y cebar al ganado era asignatura obligada dentro del horario diario; podar chopos, atar “hojascos” y “tapinar” prados eran otras tantas labores en las que nos soltábamos como ejercicios ordinarios cada otoño. Estas y otras materias similares han desaparecido de los programas escolares con el abandono de los pueblos. Sucedía que, por aquel entonces, ya algunos padres se preocuparon de que los hijos “fueran más que ellos”, en frase repetida que les honra, y que manifiesta ilusión y deseo de acceder a una cultura distinta que a ellos la suerte les negó. Fueron destellos luminosos de mentes generosas y soñadoras, capaces de los mayores sacrificios para conseguirlo. Con carencias lógicas en la formación académica acumuladas por años de ausencia del pupitre, llegué a la escuela unitaria en ambiente rural, con niños y niñas que, al igual que yo, tenían bastantes faltas de asistencia en la cartilla. Nuestro mundo real, y hasta afectivo, estaba fuera de la clase, al aire libre, entre el

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ganado, tras el segador, dando la vuelta a la hierba, en las faenas de los mayores. Tres o cuatro meses duró mi curso aquel año, los meses de otoño. Después volví al monte y estrené otro oficio, el de pastor de ovejas ajenas. Nunca, con anterioridad, había prestado atención al ganado lanar, y nada entendía de él. No conocía sus hábitos ni costumbres, ni cuáles eran los cuidados mínimos que el rebaño requería... Las había visto por las calles del pueblo cuando volvía del monte y siempre me parecieron bobaliconas y ruidosas con su monótono balar; animales sin criterio propio y débiles de carácter. Su forma de conducirse en manada, de apiñarse para defenderse del calor en las horas de sestear, su caminar sin mirar al horizonte, el miedo atávico al perro, etc., me inducían a pensar que estaban en una escala inferior dentro del orden de los animales que prestaban sus beneficios al hombre. Ahora, desde la distancia que dan los años, sé que fue el camino elegido por quien marca nuestros destinos para orientar mi futuro.

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Riada Cuando el pusilánime pierde los nervios y se ofusca, es, realmente, impredecible en sus reacciones… Eso le ocurrió a mi vecino el río.

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uando acerté a pasar

el daño estaba hecho, el alboroto había cesado y los perjudicados se lamían las heridas, cada cual en su rincón. Quedaban, eso sí, las cicatrices abiertas, los socavones sangrando y el barro cubriendo las heridas como ungüento de alivio. Las aguas se habían retirado a su lecho, pero aún bajaban turbias, alborotadas y envalentonadas por su poder destructor. Disimulaban el barro que arrastraban, como queriendo dar apariencia de normalidad. La calle, descarnada y rota, mostraba su desencanto y preocupación. Se veía desnuda, perjudicada, hecha una lástima. Los cantos se mostraban como huesos pelados, a flor de piel, aferrados al firme, sin atuendo ni abrigo. Narraba, para el que quisiera escuchar, la locura que puso de luto a los vecinos del barrio de abajo. Contaba la calle que hubo inconsciencia y prisa, malas artes; que no se calcularon las consecuencias; que las aguas se desmandaron cuando arrancaron las sebes… Que para proteger los corrales metieron el agua en las cocinas. Los viejos del lugar no recuerdan nada parecido. Nunca, el riachuelo, a lo largo de sus muchos días, se mostró agresivo, irrespetuoso ni pendenciero. Después de los años, dicen, aún queda en el recuerdo, en la conciencia del pueblo, el reproche hacia

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quienes, sin calcular el alcance de sus actos, causaron tanto sufrimiento y tanto daño… Desde la ventana de la incomprensión me asomé a la ruina. Vi el boquete abierto en el costado, como una lanzada salvadora que dio paso a la crecida, mientras a hurtadillas le arrebataban los chiquillos, que lloraban asustados. Las paredes, con las medallas de la refriega frescas, esperaban que los días secasen las lágrimas con el pañuelo del olvido: por si los niños volvieran, para que la madre encendiera el fuego en el hogar, para que el padre presidiera la mesa, para recuperar la vida… Ya era tarde: la casa rota y sin alma, vacía de risas y niños, sin juegos ni futuro, abandonada… Quedó como mansión permanente para los duendes del río, que en cada tormenta vuelven para festejar su triunfo, su locura, el poder de los ruines. Por el camino coloqué a cada cual en su puesto, sentado a la mesa como aquel día, vigilando la crecida que retrasaba el almuerzo… La emoción empañó la mañana y cubrió con un velo la luz de los ojos… Gracias a Dios, pensé, las vidas salieron a flote. ¡Qué más da que sillas y mesas dancen al son de las aguas!

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Juegos de verano Al terminar el curso académico, con las calificaciones sobre la alacena de la cocina, los niños de los sesenta acudían prestos a la era para extender la trilla y hacer girar las horas monótonas y cansinas sobre el trillo.

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n los años cincuenta, algunos niños, al terminar el curso, iban al pueblo a pasar las vacaciones de verano. Era la oportunidad de conocer a los primos y reconocer el terreno en el que crecieron sus padres. Cambiaban el barrio y la escuela por los rastrojos, el soto y el croar de las ranas. Echaban una mano en las faenas del campo más livianas y se sentían afortunados porque podían subirse al trillo, ir a acarrear de noche y asomarse al misterio de la oscuridad, mientras se hacía el camino al paso lento de la yunta. Cuando la mies estaba lejos era necesario madrugar, darle una dentellada al descanso. A veces las sombras se removían entre las zarzas del camino y los ruidos de la noche se desperezaban para asustar a los chavales que se creían hombres porque iban a acarrear. Era razón demás para sentir deseo de participar en aquellas tareas que contarían a los amigos en las tardes otoñales de escuela, dándoles nuevas formas y situándose de protagonistas de la escena. Eran lecciones de vida que ayudaban a conocer las propias raíces, a valorar los trabajos de sus mayores, y a darse cuenta de lo duro que resultaba llevar el pan a la mesa. Así nos iniciábamos en el amor a la tierra, nos identificábamos con nuestra historia familiar, aprendía-

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mos austeridad, laboriosidad y constancia que siempre han sido virtudes de las gentes de estas tierras. Era la programación de verano para complementar la formación escolar. La semilla sembrada en otoño, en las tierras resecas y áridas, dormía al rebujo del surco los fríos del invierno. Y allá por marzo, cuando el sol comenzaba a calentar, se despertaba del letargo invernal y apuntaba, tímidamente, el milagro de la vida nueva, hecho tallo tierno que traía promesas de pan. El labrador que sembró en otoño vigilaba el crecimiento con un ojo en el suelo y otro en el cielo, aricó a su tiempo, arrancó las malas hierbas y rogó al Santo Patrón del lugar para que cuidase la mies mientras maduraba y la librase del pedrisco. El rastro era herramienta de fácil manejo y nada peligrosa. Tirar del rastro tras el carro era la primera faena que se les encomendaba a los guajes. Con él, dando saltos sobre los cantos y los cardos, se recogían las cuatro espigas huidizas que quedaban agazapadas después de cargar la morena. Poco hubiera encontrado la espigadora Ruth de haber salido a espigar por aquellos días y en aquellos panes. La trilla era otra cosa: era como una fiesta de luz y color en la que se celebraba la abundancia, la fertilidad del campo, la recompensa de las labores y el triunfo sobre la cizaña. Por eso había risas y cantos en la era, y jolgorio en los trillos, mientras las parejas giraban y giraban con ritmo cansino. Ir a trillar al pueblo significaba participar de la etapa final de las labores del verano, recoger el fruto de los trabajos, sudores y desvelos con los que el labrador cuidó el crecimiento y maduración de la cosecha. Sonaba a triunfo sobre las heladas del invierno y las tormentas del verano.

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El éxito se sentía cercano cuando la mies estaba en la era y la parva extendida. La trilla, girar y girar sobre el trillo era tarea que, habitualmente, se confiaba a las mujeres y los niños, mientras los hombres de la casa descansaban a la sombra del carro, dando una cabezada, con la confianza de quien ha triunfado y ve cerca la recompensa. Cuando al fin se ponía el sol y caía la tarde, se recogía la parva, la calma asomaba por la collada, y el guaje, con la merienda en la mano, marchaba al soto a cuidar las vacas, compañeras de trilla, sudor y vueltas. Allí, en la soledad de la huerta, sin que nadie viera su semblante pensativo y triste, se acurrucaba tras la sebe, rendido por el cansancio, y a su mente acudían los fantasmas del miedo y la soledad, que durante la jornada se habían escondido del relente del amanecer y del bullicio de la trilla. Contemplaba de cerca el día que se le iba, repasando los matices de cada hora, como en una foto…; dejaba volar su mente hacia las calles por las que corrían los amigos del barrio…; pensaba en sus hermanos, echaba en falta el calor del beso de la madre y sentía morriña… Seguía siendo un niño que durante el día jugó a ser mayor… Se durmió para ganar tiempo, convencido de que mañana la mies quedaba lejos y habría que madrugar.

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Desde el pretil del puente liberó una lágrima de inocencia que se mezcló

D Desdecon ellaprretil del para puente liberó ó una lágrim ma de encia que see mezcló corriente perderse, río abajo, en busca deinoce sueños infinitos… C Con la corrriente para perderse, rrío abajo, en e busca de e sueños inffinitos…

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Rumores del soto

A los gallos de pluma de la comarca de La Vecilla, si se les saca de su medio, la pluma pierde brillo y ya no es lo mismo…

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pescar se aprendía sin escuela, por cercanía, por curiosidad, por matar el rato... Los días se nos iban tan cercanos a la orilla, que las paredes de las habitaciones rezumaban humedad, y los huesos se encharcaban, a decir de los mayores. Ocurría, principalmente, en las estaciones de otoño e invierno. Eso sí, aprendías los hábitos y costumbres de tus vecinos de sangre fría, y conocías los chopos que escoltaban el paso marcial de la corriente solo por las sombras que derramaban sobre el agua. Luego, cuando te echabas la caña al hombro y recorrías como un fantasma la orilla, con disimulo, sin hacer ruido para no levantar sospechas, empezabas a distinguir las especies, a acechar dónde se empozaban las piezas mejores y cuánta agua había que darle al corcho. El diálogo con el río comenzaba a edad temprana, cuando la mente abierta y receptiva iba descubriendo espacios de vida que discurrían en paralelo por el soto de la infancia. Los niños, preparados para la sorpresa en cada curva del río, disfrutábamos la melodía que las aguas y su coro interpretaban para nosotros en cada nuevo amanecer. Era preciso madrugar para pillar las perlas de luz derramadas en las noche, antes que huyeran a esconderse asustadas por el ruido. Era edad de crecer, de escuchar, de admirar, de descubrir… En

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ocasiones el diálogo terminaba en amistad, tocada de un mítico respeto. El agua, aunque cercana y clara, siempre causó recelo; tal vez por ser, sin saberlo nosotros, el elemento más importante de nuestro organismo. El primer paso estaba dado, se había roto la barrera del miedo y las hostilidades y comenzaba una amistad, que se alimentaba de sueños y confidencias. Con los primeros chapuzones confiábamos al agua nuestros cuerpos desnudos, a cambio de que nos dejase flotar, acercarnos a sus secretos, pasear torpemente por el fondo, como quien da los primeros pasos. Sentado en la orilla oías el deslizarse suave de la banda de zapateros, que, nerviosos e imprudentes, se asomaban al mundo vecino, haciendo guiños a la rana que les observaba desde su trono lejano con aire de reproche. Ella no participaba, silenciaba su croar monótono para no entrar en diálogo. Acercándote con prudencia y discreción podías tener el privilegio de contemplar el salto más bello ejecutado por la reina del río, que subía desde los fondos ocultos dando aparentes bocados al aire, simulando besos lanzados a los pescadores. Nosotros sabíamos que era el truco de la trucha para enamorar al mosquito de la tarde, que venía a participar de la fiesta. Las bogas eran diferentes. Les gusta exhibir sus lomos plateados y no hacían ascos a los aplausos del público. Recorrían las aguas mansas de las tablas en bandadas, como si salieran de paseo en día de feria, o a representar su número circense. La pesca de verdad era otra cosa. Requería, además de dominio del medio, que nos sobraba, paciencia y arte. El viento, la luna, la hora, el cebo y algún que otro capricho imponderable eran decisivos en el resultado. Los maestros los teníamos en casa, a nuestro lado. De

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ellos aprendíamos las artes menores e imprescindibles para sentirnos pescadores: a “empatillar” los anzuelos y distinguir el indio del pardo, a colocar la boya justa, a tirar a fondo con lombriz al comienzo de temporada, a montar la cuerda con la pluma adecuada…; lo que se puede aprender. Pero el arte, lo que se llama arte, nace de dentro y no se prodiga. A mi hermano, que domina el arte de la mosca seca, y se divierte en el río jugando limpio y respetando las reglas.

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Veranero

Por tan pequeño costo, ¿quién no se permitía tener un guaje a sus órdenes para darle órdenes y sentirse jefe en la era?

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apitales de gran importancia no había por la zona, pero era frecuente necesitar un chaval que echase una mano en las faenas del verano. Una boca más a la mesa no se notaba gran cosa, y con 25 duros de los de entonces al mes se le despachaba. Era un lujo que cualquiera que tuviera cuatro vacas y unas tierras se lo podía permitir. Las tareas no eran de gran responsabilidad, pero no dejaban de tener su importancia: recoger las gavillas y rastrear detrás de los segadores, sentarse en el trillo a la fuerza del sol, ir con las vacas al prado después de terminada la parva…; como quien dice, niño para todo. Así disfrutaban las vacaciones algunos niños en los años cincuenta. Terminada la escuela, o sin terminarla a veces, se iniciaba el aprendizaje en la gran escuela de la vida; la que enseñaba a hacer frente a las primeras responsabilidades y dificultades. Si la suerte te hacía un hueco en familia considerada, podías sentarte a su mesa como uno más de la casa, y gozar del afecto y cariño que paliase la distancia de los tuyos. De lo contrario, serías un ser extraño, al que todos tenían derecho a mandar e incluso a humillar, por su condición de pobre. El maltrato psicológico era un concepto desconocido para el que lo padecía, y el derecho a la denuncia ante el Juez de Menores no estaba al alcance. A veces la escasez de pan se correspondía con el abundante trabajo.

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Fueron años duros aquellos, en los cuales aprendió con sacrificio y tesón una generación de mozalbetes, a los que se les tasaba la ración de escuela, porque se les adelantaba la faena. En verano, la jornada de trabajo se antojaba interminable: necesario era comerle tiempo al día por sus dos orillas: levantarse temprano y acostarse tarde. Un niño veranero, en su carta infantil a la familia, les contaba: “Sabréis cómo en Villahibiera las noches son pequeñinas”. Apenas un breve sueño y la luz de la luna se adelantaba al alba para iniciar la faena. Era la aliada natural de los amos y traicionaba a los cuerpos infantiles tirándoles de la cama. Un modo de veraneo frecuente entre los hijos de familias humildes era ajustarse por 30 duros para reponer la ropa y volver de nuevo al curso. Sentaban bien los libros tras la experiencia de la vida, y daban ánimo para soñar con futuros liberadores de la esclavitud infantil, ejercida por la necesidad. El contacto con la vida rural, en toda su extensión, fue escuela de formación integral; imposible de sustituir por las láminas de la enciclopedia ni por las aulas rurales. Formó a hombres que aprendieron a respetar y amar a la Naturaleza. A comprender, en todo su sentido, los ciclos de la vida que nos envuelven. A valorar el trabajo de la gente sencilla del campo…, y otras muchas lecciones de las que nos hemos servido, y de las que nos podemos sentir orgullosos. Hoy, muchos de aquellos pueblos han quedado vacíos, las tierras abandonadas. Por ellos deambulan, como fantasmas perdidos, algunos sacrificios, y muchas ilusiones y sueños.

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Días de verano Teníamos caminos abiertos para orientarnos, para explorar el horizonte, para aventar otros modos, existentes más allá de la experiencia infantil …

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os días corrían ribera del Esla abajo, deteniéndose a contemplar el paisaje desde distintas alturas y labores, y a escuchar el murmullo del agua en cada curva. Eran ya días prometedores que apuntaban bonanza en el horizonte. Los dos mayores andaban metidos en latines persiguiendo ser bachilleres, que era puerta más que segura para abrir posibilidades en aquella época tan escasa en saberes entre las gentes de la comarca. El grueso del año lo vivían a la vera del Urumea, allá por tierras donostiarras, que ya se poblaban de andaluces, extremeños y castellanos, tras un medrar que sus tierras les negaban. Cada verano, de vuelta a casa, era menester repasar las tareas aprendidas cuando más niños, para no olvidarlas del todo y, con el sudor del verano, reponer el exiguo vestuario que cubría del frío del invierno y de la humedad del Urumea. Era este un método valioso para no olvidar de dónde se viene y hacia dónde se va, y cuánto cuesta el trayecto. Fueron días propicios para caer en la cuenta de que era alguien…, alguien que crecía en la distancia de meses y días a la sombra del colegio…, alguien que en el encuentro anual reconocía su origen y vecindad, que miraban con un signo de interrogación

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en el rostro, y se preguntaban por los afanes de abrir caminos nuevos en la vida. Alguien que, al subir al monte cada mañana, sentía en el rostro el viento de la madrugada, que vibraba en los oídos y animaba el paso de las horas y la llegada del cansancio, que marcaba la hora de volver a casa con los metros de tarea en la libreta, cuando el sol se acostaba… El cortafuegos fue una cuchillada que abría el vientre del monte, en el que la repoblación forestal vetaba los rebaños de cabras, para que las nuevas plantaciones crecieran sin temor al quebranto. El monte sentía justificado el sacrificio al contemplar la nueva fisonomía del paisaje, y hasta sentía orgullo por los tonos nuevos que pintaban el horizonte… El amanecer les sorprendía monte arriba, camino de la labor donde quedó ayer, con ánimo suelto por sentirse dueños de su esfuerzo y capataces de su tarea. El salario se medía en metros y el cansancio en libertad para el esfuerzo. Crecía, cada jornada, camino del cortafuegos, la conciencia de ser familia en camino, en busca de aposento donde crecer compartiendo. Tenían experiencia de las distancias y ausencias, y disfrutaban el calor del verano, de la mesa servida con amor, del reposo bajo el mismo techo. Fueron días de un verano.

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Con la vista humillada, a ras de tierra, como pide su condición gregaria…

on la vista humillada, h a ras de tieerra, como pide su con ndición greegaria… Co Sin otra aspiración que pacer las cuatro briznas de hierba, siguen baSiin otra aspiiración que e pacer las cuatro brizznas de hie erba, siguenn balando sus s penas lando sus penas al pastor, mientras el “carea” all pastor, miientras el “ccarea” se rííe para sus adentros… …se ríe para sus adentros…

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Orientarse en el monte Los niños iban adquiriendo maneras poco a poco, mientras cuidaban las vacas. Ellos se asomaban al verde infinito y descubrían otro mundo imaginario desde los montes del pueblo…, y así iban rastreando la existencia como cualquiera de los habitantes del bosque.

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monte es fácil para los lobos y para quienes lo conocen. Conocerlo no es cosa de un día, requiere tiempo, cariño y dedicación. Hay que patearlo de arriba abajo, y, a ser posible, en las distintas estaciones. También el monte es presumido y cambia de pelo. Para los hijos del asfalto el monte es hostil, les resulta un laberinto difícil de desentrañar; a su lado se sienten perdidos. No lo conocen. Se acercan a él un domingo, por curiosidad, pero sin ilusión ni tiempo para dialogar con las hayas, para observar los tallos nuevos del acebo, para preguntar a los berros si la fuente manó todo el verano o si se secó por san Miguel; en una palabra: para interesarse por su salud… Hice el camino con los sentidos despiertos, escuchando al viento que pasaba, por si me era posible interpretar su lenguaje o adivinar los secretos que llevaba desde lo alto hacia el bosque donde se refugiaba a pasar la noche. Desde Crémenes a Primajas todo fue subir y subir, hasta casi tocar el cielo con las manos, cosa que no conseguí porque una niebla inoportuna me lo veló, cubriendo la caída de la tarde rientarse en el

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con un tul rojo escarlata. A punto estuvo de romperse por un instante, pero la noche se echó encima y a buenas tuve de llegar a la casa antes que las tinieblas, orientado más por el vaho de la cuadra que por las luces del pueblo. Teódulo, conocedor de los peligros del monte para los inexpertos, me lo advirtió con toda solemnidad: “Sigue siempre la senda, no la dejes hasta trasponer la collada; desde allí ya ves las casas…; de lo contrario, podrías perderte y aparecer en Asturias, si antes no da cuenta de ti el lobo”. Los consejos de hombres como Teódulo no convenía echarlos en saco roto. Le encontré en su puesto, cebando las vacas, orgulloso de su ganado. Me pareció contento y satisfecho de su labor y los animales le mostraban gratitud con su mirada acuosa, apagada y lánguida; o, al menos, así me pareció. El saludo fue corto y casi sin palabras… Nunca fuimos oradores. Nos hablamos desde el corazón, con la mirada. Por unas horas estábamos juntos para reconocernos, para querernos, y para despedirnos; yo iniciaba una aventura en la distancia: dejar montes y ganados, ir al colegio para iniciarme en latines. Cuatro palabras mientras cenamos llenaron el silencio de la cocina. Sentados a la mesa con aquella buena gente, mayores ellos, escuchamos sus elogios, parcos como todo lo que dice la gente de nuestra tierra, pero sinceros. Sabían la importancia del cariño para todos y, de modo especial, para un niño. Apenas el sol despertó me guiaron hasta los confines del pueblo, porque había que continuar el trabajo diario, y yo tenía que hacer el camino. Con el brazo extendido apuntando hacia poniente, me indicaron la ruta que me llevaría hasta la ribera del Porma en tierras de Boñar. Llegar al paso de las lecheras era tener quien

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me acompañara hasta Valdehuesa. Aquellos montes y valles, del todo desconocidos para mí, los traspuse sin más guía que el instinto y el ángel de la guarda. A lo largo del camino hubo susto, temor y miedo a lo desconocido. Temí perderme cuando el matorral espesaba y me ocultaba el horizonte. Cuando en el valle se escondía el cerro que me orientaba y se me encogía el alma… Pude disfrutar de nuevos paisajes al coronar otro alto y recuperar la orientación. Repasé cada gesto, cada palabra, cada mirada de aquel matrimonio de ancianos, que sentaban a la mesa a mi hermano y le querían en silencio, como a alguien de los suyos. Mi corazón sonrió de gratitud al recordar la luz en la mirada de mi hermano, que debía ser la mirada que soñó el poeta, y por la que ofreciera un mundo. Fue un camino recorrido deprisa, con sensaciones fuertes atenazando el alma. Camino recorrido en soledad, con regusto a rebelión e injusticia…, con un rayo de esperanza asomando en el horizonte. Fue, tal vez, una reafirmación de la necesidad de continuar hacia adelante en el proyecto que se iniciaba, porque solo desde otra forma de vida se podía romper la cuerda que apretaba más de la cuenta.

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Norberta Tal vez la soledad, acaso la monotonía, sembró la desgana y floreció la desilusión…; para combatir el abandono le dio por ahí, y se ausentó para siempre dejando la faena a medio hacer.

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ran días de verano, de mucha faena en el campo, metidos como andábamos en la siega del pan. Teníamos el tajo por las tierras del molino y el aire rebosaba sones de júbilo y alegría, que brotaban de la voz del labrador al ver brillar en la era el jornal de sus desvelos. Nos desperezamos y salimos temprano para ganar la partida al sol, que se levantó arrogante y se asomó a la corriente para peinar sus rizos de fuego. Ella quedó en casa, esperando que la luz asaltase su habitación y le brindase la caricia de su compañía. Norberta era baja y de complexión fuerte. Vestía de negro triste de los pies a la cabeza, que se tocaba con pañuelo del mismo color del luto. Callaba y se afanaba en las tareas de la casa, mientras sentía la soledad a su alrededor. A veces se asomaba a la huerta para cerciorarse de que estaba allí, que los árboles no le fallaban, que los manzanos, perales y ciruelos cargaban fruta para alimentar a los gochos. Hablaba con ellos, les contaba tristezas y preocupaciones para que no la quemasen por dentro. Así daba rienda suelta a los pensamientos en tono resignado y ausente; a veces bebía para ayudarse a soportar las tensiones.

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No recuerdo el metal de su voz, oxidada de tanto callar; no pude disfrutar del color de una sonrisa suya. Las guardaba para dentro, para los momentos de soledad y silencio… Aquella mañana de agosto, al despertar, como todos los días, debió mirar a su alrededor para comprobar, una vez más, que no había nadie; se debió sentir cargada de años, cansada, abrumada de ausencias, ahíta de aburrimiento y sin un buenos días te dé Dios… Por eso, creo yo, tomó para olvidar, para sentirse algo mejor o, tal vez, para ausentarse por un tiempo, mientras nosotros volvíamos. ¿Quién sabe? La trilla quedó esparcida y encomendada al sol, que es el mejor jornalero, para que se fuera dando, para que soltase correa, mientras reponíamos fuerzas tomando las diez. La encontramos ausente, huida, recostada en el escaño, voluntariosa, vestida de luto… En el balde un gesto de complicidad con mi deseo de acudir a la fiesta del pueblo vecino, y un pantalón a remojo… Aquel día en la era no hubo cantos de fiesta, la trilla estuvo apagada, triste y silenciosa. Las vacas de paso cansino y mirada acuosa se contagiaron y arrastraron los trillos con lentitud y sopor. Las miradas se cruzaron, y nadie tuvo ánimo para exteriorizar los sentimientos que anudaban las tripas. A la tarde, cuando la mies se había dado y el grano se ofrecía en la liturgia de la parva que los niños disfrutaban, marché a casa como adelantado a descubrir el misterio de ausencia y soledad. No estaba en la cocina; llamé, busqué en la huerta de sus paseos y diálogos, en la cuadra. Me asomé al pozo… No estaba. No estaba para nadie, se había ido, cansada de esperar. La encontré en la cama, recostada sobre su luto, con

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una mueca de triunfo sobre la soledad, al otro lado de las preocupaciones y aburrimientos… Aquella tarde de agosto me di de bruces con el rostro de la muerte. Descubrí en solitario su fealdad. Tomaron cuerpo la colección de frases sueltas, atrapadas a hurtadillas aquí y allá: en el tranco de la casa donde se lloraba a un difunto, o en la boca de la mina, cuando mujeres nerviosas esperaban y temían lo peor. Intuía su fatalismo por el tono de las palabras, envueltas en misterio y llanto. Imaginaba que era el golpe definitivo que rompía el cordaje que da firmeza a los huesos mientras van dando tumbos por la vida. Pero saber, de cierto, nada de nada.   A la memoria del señor Nemesio, que fue un gran señor, y a la de Tali, su hijo, que siguió los pasos de honradez y bondad de su padre, con quienes tuve la suerte de encontrarme en un pequeño tramo de mi niñez.

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Amanecer en Cubillas Como el eclipse confundió a las gallinas, así a nosotros… Salimos sonámbulos a cortejar la mies a la luz de la luna, pero la mies aún dormía.

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a noche se juntaba con el día allá por los altos, y nos pillaba, casi siempre, con el paso ligero, la herramienta al hombro y la alegría de volver en el semblante... Con frecuencia se oían tonadas profundas, cantadas sin ton ni son, que rompían el aire y se mezclaban con el misterio que se hace presente cuando la luz se esconde. Era un concierto armónico interpretado por la naturaleza abierta a cada noche nueva. Era la canción del reencuentro con la casa al concluir la faena; cantada en clave dulce y ritmo lento, para degustar el descanso merecido. Los caminos que nos traían al pueblo eran largos y oscuros, a veces cubiertos de misterio, otras se iluminaban cuando la luna se asomaba entre los matorrales haciendo guiños a nuestro paso. Al menor descuido desafiaba con sus rayos a las hojas de las guadañas, que le devolvían el reto con sus destellos. Los sapos campaneros cantaban coplas remedando al cantor lejano, hacían un largo calderón a nuestro paso para desorientarnos y mantener su integridad; la lechuza, ávida de oscuridad, comenzaba su aventura nocturna y, con vuelo rasante, asustaba al ratón atrevido que se descuidó en recogerse; todo un concierto al aire libre… El hechizo del camino se deshacía al acercarnos al pueblo. Como si las luces de las casas ahuyentasen la

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vida nocturna y nos volvieran a la realidad de la tarea que esperaba para completar el día: ordeñar, hacer la cuadra, que era cosa del veranero... De cenar casi no había ganas: el cansancio vencía al apetito, rendía a los cuerpos y era importante descansar de prisa, porque, “cada noche pare un día”, y pareciera que las tareas nunca acabaran. Noche hubo en que tras el primer sueño, la luna traviesa nos jugó una mala pasada. Apenas su resplandor se encumbró sobre los tejados, logró penetrar por la rendija de la ventana y azotó a la tía Alberta en la cara. El latigazo de luz sobre su rostro fue brutal para nuestro descanso. Ella era nuestro despertador y, aquella luz, aquel resplandor, aquel falso amanecer era señal cierta de que la noche estaba alumbrando un día nuevo con una faena larga, una tarea que iba a comenzar… Saltamos de la cama y, con la guadaña al hombro salimos a buscar la mies. Marchamos convencidos de que el sol nos iba ganando la partida, que llegábamos tarde a la cita con el centeno, que nuestros cuerpos no sabían lo que querían cuando reclamaban más descanso, que Alberta no se había equivocado, que había que terminar la siega y la finca aún quedaba lejos. Hicimos el camino hacía la finca cuando los sapos no cantaban, porque aún dormían, cuando la lechuza no volaba, porque hacía la digestión de su caza, cuando los ratones soñaban con morenas de quesos y gatos enjaulados…; y ellos no se equivocaban en el horario. Llegamos con estrellas, adelantándonos a la aurora, prontos para recibir el amanecer, dispuestos a aprovechar mejor la jornada; tal vez pudiéramos adelantar faena. Nos pusimos manos a la obra, afinamos las guadañas bien cabruñadas para segar la mies madura.

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Fueron ellas las que se negaron a secundar nuestras fantasías de segadores sacándonos del sueño con los destellos de las chispas al rozar contra las piedras. Nos advirtieron que la madrugada aún tardaba; que mejor descansar al cobijo de una retama, como el Profeta Elías, y esperar la voz de la luz que suavemente nos rozó el rostro a su llegada. Y comenzamos la siega. A la señora Alberta, señora donde las haya, que con su presencia y sabiduría puso luz en algunos de nuestros días.

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Villapadierna, donde el moro plantó su castillo en el que vive la lechuza Del empeño surge la luz, del esfuerzo los caminos que nutren la esperanza y de la luz de cada día el remiendo a la esperanza que no acaba de florecer…

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cafetín, ni sillas de forja, ni contertulios ilustrados tenía la cantina de Elías. Era, apenas, una habitación semivacía y fría, donde la tertulia fluía al rumor de un vaso de vino peleón que calentaba el ambiente y ponía las sílabas precisas en boca de los cuatro cofrades, que aparecían cada anochecer antes de llegar a casa, para compartir opinión y celebrar los lamentos públicos en compañía. Filosofaban sobre lo divino y lo humano, sin gran rigor en la argumentación, sin detenerse a plantear el estado de la cuestión, por ser de todos conocida: el bajo precio de los frutos del campo, el alto coste de abonos y maquinaria, el abandono de los pueblos; lo bien que se vive en la ciudad, a decir de los que vienen en el verano… En el piso primero tuvo su habitación el vaquero una temporada, antes de establecerse con la familia. Desde arriba percibía la animación con la que el grupo de tertulianos despedían al día antes de recogerse. Tal vez por eso se la cedió Ángela. Por eso, y como paga de la cuota que le correspondía. i mesas de

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Era el mejor balcón para reconocer el paisaje en tono amistoso y sin levantar sospechas. Desde él se divisaba la salud de cada despensa, la generosidad de los dueños, el calor de las cocinas, la abundancia y estrechez del momento, el respeto y consideración al otro. Buena gente sí que era, pero de escasos recursos y generosidad ajustada. Bien mirado, había que atender primero los menesteres propios…; por eso, las raciones salían racionadas de algunas despensas… El trabajo era otra cosa. No había interferencias en la cuida y custodia de la vecera, como no fuera la mosca, que con el sol en lo alto, alteraba los nervios de las novillas y “moscaban” soto abajo, para llenar la andorga del fruto prohibido. La niña llegó al poco tiempo, cargada de infancia, de candor y de responsabilidad. No tenía edad para ello, pero había necesidad y, en la época, la necesidad marcaba derechos y obligaciones. A veces olvidaba que tenía quehaceres de mayor y jugaba con las niñas; a veces el padre la reprendía porque se olvidaba de que era niña, y la casa necesitaba que fuera mayor. El inmueble era poca cosa, bastante deteriorado y sin lujos. Suficiente, de momento, y escaso para toda la familia. Cuando llegaron los otros, el hogar se llenó de ruido, de cariño, de madre. Ella llenó el espacio casi vacío y se hizo cargo de las tareas: quitó el mandil a la niña y la mandó a la escuela, para que continuase el aprendizaje hacia la carrera de ser mujer y ama de casa. Aprendizaje en el que se graduó con extraordinarias calificaciones, y que ejerce con gran competencia.

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El Cortafuegos es una cuchillada al monte Pronto las laderas empezaron a pintar verde y a teñirse de aromas nuevos. Los plantones aspiraron con fuerza el oxígeno de la Peña, que vigilaba su crecer con cariño maternal y celo de padre, mientras ellos buscaban adentrar sus raíces, oteaban el horizonte, como veletas dislocadas.

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limpio era tarea laboriosa y difícil de conseguir, pero necesaria para proteger el futuro bosque. El fuego es la peor plaga que constantemente amenaza con arruinar el esfuerzo enterrado en los hoyos. El cortafuegos, visto desde la distancia, no tiene sentido: es un despropósito que rompe el ritmo del bosque y afea su imagen. Sobre su calva las nubes proyectan sombras que juegan a asustar a los animales, que, de pronto, se ven sorprendidos y a la intemperie, porque se les acaba la espesura del matorral cuando menos lo esperan. Para comprender su cometido hay que verlo desde la cercanía, a pie de mata. Entonces se entiende su razón de ser; se cae en la cuenta de su importancia. Su historia se remonta al día en el que el tractorista abrió la tierra y dejó a la intemperie sus intimidades; algunos de los misterios ocultos durante siglos a los ojos del pastor y su rebaño, que se relacionan con el monte. De la tierra desparramada surgieron, junto con cepas y raigones, seres vivos que luchaban por sobrevivir, y antener el bosque

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terminaron siendo alimento de otros, que escudriñaban la herida fresca para alimentarse. La costura hecha al monte, para prohibir el paso al fuego, como si el fuego se atuviera a las normas, debía de estar meticulosamente limpia, para evitar la infección y la epidemia, en forma de lengua de fuego. Era necesario que la cicatriz ejerciera siempre su función protectora. La obligada higiene del monte aportó algunos jornales, con caminatas y madrugones, para ganar la partida al sol y asear, palmo a palmo, cada metro roturado en lo alto del pinar. Era trabajo limpio e independiente, y permitía a la familia formar equipo para trabajar juntos y en contacto con la naturaleza. No flotaba en el ambiente sombra de capataz ni otros controles. La retribución era más bien escasa, pero tenía como plus la alegría de sumar esfuerzos y compartir el tajo. Fue allá, por el verano del sesenta, cuando el sueño de tener hombres en casa empezaba a ser una corta realidad. Tan corta, que apenas duraba treinta días; un sueño de verano. Lo que daban de sí las vacaciones del colegio. En otro plano, esparcidas por la labranza, las cuadrillas se empleaban en el surco, con ojos puestos en la cosecha. Mientras el reloj de la torre marcaba el ritmo de la tarea, alertando, cada medio día que la jornada iba avanzando, que era la hora del Ángelus, de enderezar el cuerpo, de dar descanso a la herramienta, de levantar los ojos al cielo.

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Como el pobre del Libro Sagrado, Covi criaba una cordera, confiando Como eque pobre de el poderoso Libro Saggrado, Covi criaba cordera, co onfiando n que en el ningún la sacrificase para una agasajar al amigo que en la sacrifica ningún n poderoso ase para aga asajar al am migo que lle ega a su cas sa llega a su casa.

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Ni castillo ni fajín…

En aquellos parajes abiertos, la belleza llenaba las pupilas de luz y esperanza que desciende de lo alto, como lluvia temprana, que hace prósperas las obras de nuestras manos.

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los pueblos de La Ribera es muy corta. Hubo un tiempo en el que sus gentes compartían paisanaje, tormentas y fatigas. Había, no obstante, matices importantes que los diferenciaban: cada pueblo tenía su escudo, su campanario, sus fiestas patronales, personajes y sus mañas. Particularidades que cuidaban con esmero, y de las que presumían cuando hacía el caso. En Villapadierna aún se tiene en pie el castillo del tiempo de los moros. En él anidan las cigüeñas, compartiendo el cielo nocturno con la lechuza, y desde la altura vigilan las charcas ribera abajo. Dicen en el pueblo que, en otros tiempos, hubo un pasadizo por el que el moro iba y venía con toda arrogancia, desde Rueda hasta el lugar de asentamiento de la fortaleza, sin que se advirtiera su presencia en los caminos de La Ribera. Dicen, también, que en las noches de luna menguante, cuando la oscuridad se adueña del lugar, vaga por los alrededores el espíritu de una princesa mora, que fue presa por amores con un cristiano… Vidanes cuelga sus blasones de los hábitos de un jesuita, P. Francisco José de Isla, con escudo familiar en la fachada de la casa de su nacimiento, y muy versado en letras y sermones. El segundo apoyo pende del fajín de un general que hizo carrera de armas, construyó cuartel cercano a su domicilio y asfaltó las calles del pueblo por las que paseaba a la caída del sol en las tarde de verano. El tera distancia entre

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cer pie del trípode se apoya en los hermanos del general, como él hijos del pueblo, que gobernaron la provincia y el ayuntamiento, en provecho propio y de algunos vecinos. Desde la cumbre del cerro, donde se ganaba el jornal aquel verano de cortafuegos, se veía el castillo a lo lejos, el fajín del general, la torre de la iglesia y otros honores, en planos equidistantes. Ni los castillos ni los fajines ilusionaban por aquellos días de ir y venir, ni despertaban interés como para decidir mudanza… La Peña era diferente... La Peña, señora de inviernos y ventiscas, traía al recuerdo nevadas, vales de hulla a la puerta para pasar el invierno, explosiones de grisú que ensangrentaron el valle, amistades y penurias, disimuladas con el paso del tiempo.

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Vidanes

Con la mirada fija en la Peña Cuando no hay títulos nobiliarios que exhibir, ni blasones históricos que defender, hay un futuro que construir, un apellido que honrar y una causa que servir.

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volver sobre sus pasos, desandar parte del camino recorrido en su exilio particular, con las miras puestas en el Valle de Sabero, volviendo la vista a la empresa, sin guardar ningún rencor. Era intento del volver al pasado, renovando la esperanza en el futuro. No había un jornal permanente a la vista que animase a guardar distancias. Por ello, en gesto de aproximación al valle que les despidió con ceño fruncido y frío en el semblante, aconsejó plantar la tienda en Vidanes. Desde allí sería más fácil restablecer contactos. Era cosa de intentarlo, de probar suerte con humildad, renunciando al rescoldo de recuerdos pasados, e intentarlo. En Vidanes, según rezan los libros, el jesusita P. Francisco José de Isla llegó a la vida el 26 de abril de 1703. Él aportó arte y talento a nuestras letras. Su blasón adorna la casa donde nació y ennoblece el ambiente de sus calles. La sabiduría de Fr. Gerundio fue trillada en estas eras… Hijos del pueblo de Vidanes regían los destinos de la comarca y de la capital, en algún tramo de la reciente historia, y hasta participaron desde puestos de responsabilidad en el gobierno de la nación. En premio a su aportación las calles eran asfaltadas ya en los 60, tenía cuartel y consultorio médico, dando calidad de vida a la salud de los vecinos. a familia deseó

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La casa era pequeña y húmeda, como todas las llamadas “casas baratas” del barrio de abajo. No recomendables para reumáticos, silóticos ni artríticos. Algunas ventajas tenían: renta asequible a economías débiles, asiento en primera fila para disfrutar de la actuación circense de truchas y barbos, especialistas en el salto y audición en estéreo del croar de la banda de ranas cantoras que actuaban en función de mañana y tarde en las charcas del soto. La economía familiar dependía, básicamente, de la escasa jubilación, algunos jornales sueltos en la repoblación forestal de la comarca y peonadas contadas y mal pagadas, escardando en las tierras del señorito. Sonó la campana del colegio, la hora de entrar en clase. Los niños se matricularon: los dos mayores en San Sebastián, como aspirantes a la vida religiosa; en Valladolid y Cistierna las niñas; y el tercero de los varones en la huerta de don Vicente, haciendo méritos para aprender un oficio. Era importante asistir a las clases para recuperar ilusión, autoestima y confianza en la vida y en los hombres. Era importante decir adiós a la vieja histérica, que siendo criada, a fuer de tanto mandar, terminó por creerse ama. Por estos derroteros aprendieron a leer en el gran libro de la vida el significado y valor del sacrificio, de la honradez, de la laboriosidad; con sudores y lágrimas, a veces; con ilusión, tenacidad y esfuerzo, siempre.

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Perdidos en el andén Queriendo contar las primaveras que corrí por los campos que huelen a hierba fresca, que se desvanecían en la memoria, me asomé a las vías paralelas e infinitas que guían a paisajes desconocidos y maravillosos, jugando a adivinar las primaveras por venir… Fue entonces cuando me descubrí mendigo por una tarde, sintiendo la ansiedad de estar perdido, y no en el monte… Sentí necesidad de agradecer la solicitud maternal de aquellas mujeres, que, viendo el ir y venir de dos niños con cara de susto, paseaban su miedo y los adoptaron en sus corazones con actitud maternal.

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mis días de internado no controlaban los tiempos litúrgicos, ni sabían por qué en llegando Pascua Florida el rezo del Ángelus dejaba paso al Regina Caeli. En aquellos tiempos de reglamento estricto se les escapaban los porqués de muchas cosas que nunca llegaron a entender, entretenidos, como estaban en el “Sí, señor, y mande usted”. Sabían, eso sí, que pasada Pascua Florida, la vida, oculta en el silencio a los rigores del invierno, bullía en el bosque cercano en formas de savia nueva, de nidadas jóvenes que saltaban por los aires estrenando trinos, que era tiempo de preparar la maleta con los trapos del año encallados por la ausencia de una madre durante muchas coladas. Había que colocar, también, los recuerdos de tardes de patio y paseo, poniendo a su lado la foto del amigo, al que tal vez le cambiasen el destino y no volvieran a ver. El internado tenía esas cosas… os colegiales de

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Menester fue darle rienda suelta a la imaginación y trasponer los M Menester fu ue darle yriienda sueltta a la im maginación y traspon ner los lind deros del linderos del pastoreo de la labranza… pa astoreo y adelatines la labran za… por ver remontar el vuelo. Dedicarse y aleluyas, De l y aleluyas, porr ver de rem montar el vu uelo. edicarse a latines

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Con la maleta cargada de dudas y temores, a la vera del andén, oían las despedidas de otros, lágrimas de novias y suspiros de madres, envueltos en el celofán del adiós, que con vuelo incierto colgaban del aleteo de pañuelos… El tren se alejaba con la mejor mercancía, con el mozo más guapo del pueblo, con el hijo más obediente de la casa, con el colegial al que nadie despedía. Mi tren pasó de largo, con gesto arrogante, dejando atrás al tío que esperaba la visita para afianzar lazos de sangre, y reafirmar el apellido en el sobrino, que bien pudiera ocupar el espacio vacío de los hijos, que no llegaron nunca a casa. Quedó saludando con gesto confuso, con gesto bobalicón, sin entender nada; y, mientras, el colegial pasaba sin detenerse, paralizado por el miedo, como pasajero anónimo cuya silueta se pierde en el horizonte… Desde entonces el viaje cambió de color. Los ojos no veían paisajes nuevos de luz verde y casas curadas al humo del tren de cada día. Solo miraban para dentro, llenos de rabia, incomprensión e impotencia infantil. Cuando el sol ya era poniente el tren detuvo la marcha con malos humos; los vagones repartieron su carga de bultos revueltos con saludos, gritos y abrazos. Comenzó el paseo de la desorientación y del abandono. La ciudad resultó en exceso grande, extraña y confusa. Nadie daba norte de nadie aquella tarde, todos eran desconocidos y ajenos, ninguno era sabedor de una dirección… Tal vez inexistente. Comenzó el caminar a la intemperie, al por si acaso… Un grupo de señoras en actitud laboral, con cara de pueblo y ojos cansados de haber visto mucho, leyeron en nuestros pasos la desorientación y el cansancio. Con la delicadeza que visten las mujeres con talla de

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madres, entendieron que era hora de actuar, y ejercieron de guías, de ayuda, de ángeles de la guarda. Acaso les vino a la mente su llegada del pueblo donde eran alguien, donde quedaron sus raíces mantenidas vivas por los abuelos que esperan. Sabían de necesidades y salieron a nuestro paso para darnos cobijo para que la noche, que ya amenazaba, no se burlase de dos niños desorientados y perdidos en la gran ciudad. La casa donde vive la caridad, sin preguntas ni apellidos, nos abrió sus puertas, nos brindó su calor y nos hizo sentirnos seguros y observados por la mirada atenta de abuelos residentes, que también tenían nietos a los que querían, y acaso algún día pudieran volver a ver… Eso nos confesó el que nos acompañó hasta la estación a la mañana siguiente, mientras una lágrima perdida e indiscreta le rodaba por la mejilla y delataba su soledad. Hoy brilla en el recuerdo aquella lágrima rodando; los quejidos de las ballestas del carro sobre el que bailaban dos maletas de cartón, camino de la estación. Y, en especial, brilla el cariño de un anciano de ojos luminosos y felices, por acompañar a dos niños camino del pueblo, al encuentro de los suyos.

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Nana en la distancia Los días húmedos de internado, a la vera del Urumea, se prolongaban en ausencias familiares y, los deseos, en alas de la mente, volaban hacia la cuna de un ángel nuevo, recién llegado y que dormía la espera.

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decirnos adiós no había ninguno. Nos conformamos con las migajas de tristeza y lágrimas que a otros les sobraban y rodaban perdidas por entre los pies de los que iban y venían. Nos hacíamos la ilusión de que eran las que correspondían a nuestra partida. Gente había mucha en la estación, pero toda desconocida. Aunque compartían caras serias, sonrisas puestas y apretadas, nervios a flor de piel sin motivo aparente… Pero las despedidas tienen eso… Eran años de quietud y escasos posibles, razón demás para evitar los gastos de ir y venir, si no era una razón de fuerza mayor. Traspasar los límites del territorio, más allá de donde alcanzaba la vista y se realizaban las faenas, era poco prudente y hasta peligroso. Para la clase trabajadora los viajes de placer entraban en el reino de las quimeras y los sueños, espacios donde a todos nos era permitido romper el círculo de lo imposible, subir al palo de las protestas contra el destino, y aspirar a otra cosa… Cada cual tuvo su historia y su porqué, y en eso no vamos a entrar. Con dos silbidos cortos y uno largo anunció la máquina su partida. Eran muchos los años que tenía y ya se había vacunado contra lágrimas de despedida y pañuelos aventados por las ventanillas. Puso en marcha eres queridos para

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su enorme caparazón de metal con tal gruñido que hirió el tímpano del chucho zalamero que acompañaba las partidas, uno de esos perros callejeros sin amo reconocido, de los que para nada sirven y siempre están donde no les llaman ni hacen ninguna falta. Aquel monstruo de latón echó a rodar el cargamento de pesares, nostalgias y despedidas que cobijaba en su interior, para desparramarlos y dejarlos esparcidos por el camino de hierro, entre traviesas ahumadas, zarzas y carbonilla. Los rostros se fueron recomponiendo poco a poco, se cruzaron las miradas e intentaron penetrar en el secreto de cada sentir. Cada cual se ajustó al espacio angosto de su pertenencia en el departamento y todos cayeron en la cuenta de la realidad de una cercanía desconocida hasta ese momento. Eran ventajas e inconvenientes del viaje. Comenzó entonces el recuento de anotaciones y vivencias: quedaban a la intemperie los muros fríos de hormigón rezumando humedad y lágrimas, los campos amplios sembrados de soledad y morriña, las aulas vacías de preocupaciones y temores, el adiós a compañeros de pupitre, de soledad y juegos, la duda de volverles a encontrar… Jirones de infancia y repuntes de hombría nacidos en la distancia, a la sombra de la soledad, al arrullo de las olas que azotaban las orillas y ponían nervioso al Urumea removiendo lodos del fondo, donde reinaban las anguilas acunadas por el ir y venir de las mareas. Después, los sentidos se sacudieron la nostalgia, se acurrucaron en brazos del recuerdo y se taparon con la imaginación, para soñar con la vida nueva hecha niña de cuatro meses que esperaba en la cuna sin saber que en un tren desalmado y sin sentimientos

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viajaba su hermano mayor. Los ojos se llenaron de luz y de emoción acariciando aquel regalo hecho de carne rosada e iluminado por dos azabaches que brillaban en su cara. Era el gozo del hermano, del apellido, de la familia que se prolongaba en la ternura de un nuevo ser. Me despertó del sueño una voz que pedía que me apease: “Te esperan en casa”; me dijo: “Vuelve desde la próxima estación”... Pero no volví... Desde la ventanilla, estirando todo mi ser, vi perderse la silueta del tío rico que salió a mi encuentro una tarde de julio para reconocerme como alguien suyo. Después se desvaneció en la distancia su figura de pequeño gran hombre, que subido al caballete de su apellido, estiraba el cuello para convencerme, y pudo más el miedo. El tren siguió su camino ignorando sentimientos y pesares, porque ya se sabe: el corazón de los trenes es de chapa, no tiene alma y se ríe de los sentimientos de los viajeros.

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Al rescoldo del pasado Hubo un tiempo en el que en los pueblos se construían casas baratas en la periferia, para acoger en ellas a familias sin registro ni asentamiento vecinal; gentes sin raíces en el término…, más o menos de paso…

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la comarca creían que las casas baratas enfermaban por solidaridad con sus ocupantes. Los fríos de las mañanas de otoño, cargados de humedad, salpicaban los cimientos y les inyectaban el veneno del reuma en los tuétanos. El mal de la ribera se incubaba en el interior, oxidaba las articulaciones y, poco a poco, afloraban sarpullidos que manchaban la piel y agarrotaban las articulaciones. Especial daño ocasionaba la niebla, que seguía a la corriente por la senda del viento desde lo alto hasta perderse en el llano. Era voz común que las casas baratas tenían lastimada la autoestima, por mor de las humedades que afeaban su rostro y delataban su cuna humilde. Se sentían alejadas del centro del pueblo y se veían diferentes. Nuestros moradores decían a los que se detenían un momento: “No tienen historial conocido en los aledaños del pueblo; sus apellidos son poco leídos en los archivos parroquiales, su capital no tiene linderos…” Lamentaban que en sus fachadas no colgasen escudos de armas ni nobles blasones, como en algunas casas de lo alto. Apenas una arcada, decían, enmarca nuestra intimidad, dejando fuera la calle, y dentro nuestros pesares. Así sazonaban las tertulias en las noches de verano, sentados en el tranco de la puerta, viendo pasar las as gentes de

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horas a la espera de la brisa que el río regalaba para recompensar su falta de consideración con la vecindad en los días de invierno. A los pies de las casas baratas la acequia corría vereda abajo escuchando lamentos y confidencias, hechas a los pescadores que regresaban del soto después de compartir la caída del sol con el río, la brisa y las truchas, como vuelven los amantes. Hasta que un día, mientras velaba sus cuidados, oyó al peregrino decir: “A esto no lo llames hogar, llámalo posada, un alto en el camino, sala de espera, si quieres…, porque vas de paso. Agradece el refugio, pero no estaciones”. Y al desperezarse se sentó en la orilla, cerró los ojos y decidió continuar la escalada, seguir subiendo para recuperar el rescoldo del carbón.

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CAPÍTULO IV

Así empezó una amistad (Samuel 3:8-10) “…Tercera vez llamó Yahveh a Samuel y él se levantó y se fue donde Elí diciendo: “Aquí estoy, porque me has llamado.” Comprendió entonces Elí que era Yahveh quien llamaba al niño, y dijo a Samuel: “Vete y acuéstate, y si te llaman, dirás: Habla, Yahveh, que tu siervo escucha.” Samuel se fue y se acostó en su sitio.” Así empezó la historia de una llamada, de un encuentro, de un camino… La atención estaba puesta. No fue necesario repetir la llamada. No fue necesario. Las ganas de la madre eran tantas que bastó con una mueca, con un “¡Oye, rapaz!” para dar credibilidad a la voz que invitaba. Pareciera que aguardase la llamada de un momento a otro. Por aquellos días eran así las oportunidades: Las circunstancias ayudaban. Había poco donde elegir: si acaso entre el arado y la mina. Por eso la madre lo tenía claro… Luego vino el tío, y desde lo alto del tejado deja caer el recado que aparejaba una invitación: …¿Que si queréis ir al colegio? El resto lo peleó la madre. Era ella quien orientaba y, uno, se fiaba; se dejaba guiar.


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Fue suficiente para empezar: llamada, atención, voluntad y dejar hacer… El resto, Dios proveerá. Fue el comienzo de una amistad, llamada a crecer, a servir y a amar. Desde lo alto del tejado hasta el servicio al altar. Nadie lo sabía, nadie lo esperaba, nadie sospechaba. Pero Dios, que todo lo hizo de la nada, hace de la debilidad herramientas para el Reino.

Ell las tardess de sol salíamos a oreear el cuero o, humedeccido por tanntos ratos sombríos

El las tardes de sol salíamos a orear el cuero, humedecido por tantos ratos sombríos.

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De latines y fríos, a la orilla del Urumea

“La gratitud es una flor que crece en tierra noble” La gratitud crece, y si se la riega convenientemente, crece más y más, hasta los linderos de la virtud. Es entonces cuando el jardín se viste de tonos nuevos y resplandecientes hasta entonces desconocidos. La luz ilumina la oscuridad de la ausencia y templa los rincones más recónditos de la existencia. El camino queda aromatizado por la flor del manzano, que trepa con audacia en la ladera y la engalana, mientras se afianza en la decisión de hacer el camino…

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latines fueron grises, de disciplina recia y de mucho nublado. Mas, ya se sabe: “quien algo quiere, algo le cuesta”, dice el refrán. Abandonar el ganado que se desparrama feliz por campos sin término, para centrarse en el reducido horizonte de un pupitre con letras, resultaba duro, tedioso y poco apetecible, la verdad… Nos dijeron que era requisito imprescindible para tirar “el pelo de la dehesa” con el que los niños de pueblo llegaban al colegio por los años cincuenta y nos lo creímos. Pensando que el “pelo de la dehesa” era una mancha que caía sobre los que no nacían en la capital, y, espoliados por tales razonamientos, había que comenzar a centrarse en adverbios, subjuntivos y latines. Necesario parecía renegar de los quehaceres de siembra y cuida del ganado, que eran tareas serviles. La lección más costosa y difícil de aprender era consequellos años de

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guir ser tú mismo, arreglártelas en el nuevo ambiente del internado, conseguir el hábito de estar contigo y de prescindir de la cercanía de los que quedaron en casa. Tras los saludos de bienvenida iniciales, algo a lo que no se estaba acostumbrado, se encapotó el cielo de la soledad, vinieron las lluvias, las primeras lluvias. Se humedecieron los recuerdos al regazo de las sentadas de pupitre, confidente de pesares. Pero como su corazón era de madera, no entiende de “morriñas”, ni de lágrimas, ni de distancias geográficas. Con la lluvia llorona y pertinaz, la noción del tiempo se hacía confusa por aquellos días, y hasta las estaciones de siempre, que asientan los días en su ser, pareciera que hubieran perdido el sentido y ocultaban su rostro, vencidos por relámpagos, truenos e inundaciones. Eran semanas grises, cargadas de nostalgia, que nos mantenían enclaustrados de manera despiadada e inmisericorde. A cambio la lluvia no nos mojaba. Era una ventaja: estábamos a cubierto y rodeados de posibles para “ser alguien”, que decían las buenas mujeres de pañuelo negro cuando volvías al pueblo, allá por el mes de agosto. Me extrañaba que Tirso, Víctor, Cata y tantos otros no fueran nadie porque se quedaron en el pueblo para disfrutar de la cercanía de los suyos, buscar nidos de relinchón y ayudar en las faenas… Después entendí que las señoras del pueblo no alcanzaban a ver más allá de la Cota, donde muere el término de labranza. Cuando la lluvia se retiraba unos instantes, por piedad, o tal vez porque iba a llenar sus cántaros, éramos felices corriendo por los campos, o paseando por las calles de la ciudad para sentirnos libres, y desentumecer los huesos. Los caseros observaban nuestras salidas

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con cierta prevención, vigilantes de sus manzanos y castaños, como si de banda de malvises se tratase. Los formadores, comprensivos y ahítos de humedad en los huesos, hubo días en que suspendieron las tareas escolares para darle gracias al Sol por su atrevimiento. Así, poco a poco, fuimos descubriendo, entre claro y chaparrón, la belleza de la ciudad con sus encantos: sus playas de arena fina, con reflejos de oro y brillantes a los que rendían pleitesía las olas altivas arrodillándose a sus pies. Calles de trazado magistral, pulcramente revestidas con sus parterres de flores y edificios señoriales, que contaban, para quien quisiera escuchar, las glorias de sus valedores. Puentes de estilo modernista que siguen recordando, agradecidos, el nombre de la reina Mª Cristina de Habsburgo-Lorena, segunda esposa del Rey Alfonso XII, que contribuyó al esplendor de la ciudad y la honró con su presencia. Son puentes que tienden brazos, que abren caminos de comunicación, que maravillan al que llega a la ciudad. Puentes testigos de lágrimas y promesas de madre, que se asoma a la espuma para otear si llega el barco que trae a casa al marinero que salió desafiando al viento y a la tormenta, a conquistar los tesoros que habitan en las profundidades de la mar. Testigos de abrazos, de encuentros felices, de padres esforzados que contarán a sus hijos, que les esperan, la pelea en altamar, y después ofrecerán el fruto de su esfuerzo a la ciudadanía en la lonja pregonada… Íbamos creciendo, poco a poco, entre chaparrón y claro. Íbamos descubriendo la belleza que nos rodeaba y que la lluvia, huraña y celosa, se empeñaba en ocultarnos. Así, poco a poco, llegamos a comprender que aquella agua fina, persistente y caladera, sin que nosotros lo percibiéramos, iba haciendo su labor, obediente al

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mandato recibido: fecundar la tierra y prepararla para ofrecernos los frutos que de ella se esperaban. Pero nosotros no lo sabíamos, éramos niños escolares con afán de recreo y juego. Lo supimos cuando los manzanos desafiaron al nublado de invierno y brotaron en flores de esperanza para decorar el caserío y perfumar el ambiente primero, y para brindar en la mesa familiar, después. No sabíamos que aquella lluvia, “chirimiri” la llamaban, que arruinaba nuestras tardes de deporte, se transformaba, por arte y gracia del cielo, en zumo sabroso, sangre que el manzano ofrecía a los señores, en sidra para celebrar la amistad en el “Choco” del barrio, donde los hombres celebraban la llegada del barco a puerto y de la primavera al caserío. Bien sabía el casero que vivía en el monte y hablaba a solas con los manzanos que, en tardes de otoño, cuando el “chirimiri” ponía el chubasquero a orear, el coro de rapaces colegiales le hacían guiños a los manzanos para degustar la dulzura de su beso. Lo sabía, y en buena parte lo consentía, haciéndose cómplice de las transgresiones del reglamento de aquella bandada infantil que salían para celebrar la tarde. El casero, a pesar de su aspecto hosco, gordo y gruñón, algo menguado en palabras, guardaba debajo de la piel un corazón grande y comprensivo, una afectividad contenida y una comprensión infinita que sacaba a relucir cuando los escolares salían al campo a saludar a los manzanos. Las semanas transcurrían en tareas escolares, en horas de estudio y lluvia. El “Chirimiri” invitaba al recogimiento y a la concentración, mientras acariciaba los grandes ventanales que ponían coto al desenfreno de ráfagas de lluvia y viento. Era clima propicio en el que se iba operando el cambio en las mentes de aquellos

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niños, que llegaron a la ciudad buscando ciencia y maneras de “poder llegar a ser alguien”. Cambio que se va operando envuelto en ropaje de internado que unificaba diferencias sociales e intelectuales y ayudaba a la madurez emocional. Las largas sentadas empezaban a dar fruto: iban asentando los fundamentos de una formación intelectual y los rudimentos de una manera de estar, desconocida poco tiempo atrás. Aquellos niños, además de los fundamentos matemáticos, gramaticales, sociales y naturales, iban tomando posicionamiento sobre el pupitre, como llamados a sentir en su conciencia niña el aleteo de una hermandad que traspasa los límites geográficos… Por eso, tal vez por eso, las señoras de pañuelo negro del pueblo comenzaron a llamarles, con cierta admiración, estudiantes, al regresar al pueblo de vacaciones, y, hasta sus amigos de siempre, les observaban con curiosidad intentando comprender dónde radicaba el secreto del cambio. Cuando la obra iba avanzada, llegó la orden: recogimos la herramienta, retiramos los tablones, dijimos adiós a los esforzados trabajadores que fueron parte del ambiente en nuestras horas de holganza y recreo, mientras ellos doblaban su existencia bajo el peso de la espuerta y el martillo del cantero. La obra estaba concluida y podíamos partir hacia el futuro.

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De silogismos y gaviotas Las olas tocaron tierra, besaron su orilla, y con el susurro suave y monótono entonaron el himno de los vientos, canto redondo en su rolar. Canto alegre y juvenil… Como la estrella que brilla en la altura, se ríen, porque su vuelo se hace firme, más sereno y seguro. Porque apunta hacia la meta que rompe el día.

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para no volver. La vuelta al pueblo les traía a la mente, en tardes de siesta y agosto, la humedad del internado, la lluvia persistente a la orilla del Urumea, la sopa fría del almuerzo…, y se les borraban las ganas. Tras probar con las declinaciones, optaban por la brisa temprana del amanecer en la aldea y la libertad oreada de los prados. Les sabía más dulce el canto del arrendajo hacendoso preparando su nido, el tableteo seco de las cigüeñas “Machacaban el ajo”, y, sin mirar al futuro ni concederse días de reflexión, decidían que habían perdido la vocación y abandonaban los silogismos que les esperaban en la ciudad. Con el lustre de la cultura elemental adquirida y la experiencia de los años de internado, tal vez lograran abrirse camino… Y así decidían abandonar la disciplina del seminario y volver al calor del paisaje de la infancia, donde todo resultaba más cercano y prometedor. Ahora que habían decidido “ahorcar los libros”, como se decía entre los amigos, tal vez pudieran rentabilizar lo aprendido para alcanzar una mejor posición. De vuelta a la ciudad, conocedores del ambiente del internado y dueños de algunos saberes iniciales, los lgunos se iban

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que regresaban lo hacían afianzados en su propósito y dispuestos a empezar la nueva etapa que los sumergiría en saberes nuevos y más profundos: filosofías, griegos, psicologías…, y otras materias de mucha sustancia, consideradas fundamentales en la formación, exigida a los candidatos a la vida ministerial de los consagrados. El ambiente era diferente: el olor del caserío, los paseos entre manzanos y los saludos al casero habían quedado atrás, en el monte, a la vera del caserío. Encamados entre frondosos helechos, almiares apuntando al cielo y castaños de fruto dorado. A cambio, la cercanía de la mar traía los efluvios de mareas lejanas, el rugir de las olas, y el ulular del viento. Las gaviotas, con su graznido seco y desafiante, se introducían en el aula confundidas con voces cercanas de madres del Barrio recogiendo a sus polluelos a la hora de ánimas y tinieblas. Todo se mezclaba en un conjunto de aromas, voces y vecindad, y penetraba por la ventana, mientras, sobre la mesa, los estudiantes intentaban concentrarse en los modos y figuras de silogismos, difíciles de asimilar… El viejo túnel que oculta sus pilares bajo el palacio de Miramar, con vocación de faro, une o divide, según se considere, la Concha con la Ondarreta, reinas de bahía, en abrazo de hermandad. Desde su balcón, “Pico de Loro”, invita a respirar, cara al viento que llega de altamar con noticias de otras gentes que sueñan con esta orilla desde tierras lejanas. Tal vez desde allí bebió el vino de la bravura el explorador y religioso agustino Andrés de Urdaneta, que se rotulaba sobre el frontispicio del Colegio, donde estudiamos, crecimos y jugamos. Otras bellezas naturales, urbanísticas y arquitectónicas, ennoblecen la ciudad que nos acogió y nos ofrecía su

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entorno para el paseo reglamentado. La catedral del Buen Pastor saludaba nuestro paso cada jueves de asueto al contemplar nuestro descenso por la Cuesta de Aldapeta. A veces el órgano de la catedral hacía sonar sus registros saludando nuestro desfile alborotado. Mientras, el Seminario Diocesano se asomaba envidioso ante tan dulce melodía. Sería prolijo abundar en descripciones que llenan el ambiente, dan reciedumbre a la ciudad e inundan nuestros sentidos. Ellos, nos envuelven si dejamos rodar la vista desde la altura del Monte Igueldo, desde el Urgull o el Sagrado Corazón. Mas volvamos a clase, donde la Psicología nos aguarda para ilustrarnos en el acercamiento de los procesos mentales que originan el comportamiento del ser humano, incluida la vecindad, compañeros y profesores. Sentados en pupitre, en la tranquilidad de las tardes sobre libros ásperos y algo tediosos, empezaron a descubrir la importancia del buen razonar, la caricia de la memoria en el recuerdo de las olas, el gozo por las dificultades superadas a fuerza de la voluntad… Descubrieron que más allá del paseo urbano en compañía del compañero de mesa, florecía la amistad como fruto sabroso de juventud. Vieron, con gozo, que el tedioso estudio les iba enseñando el camino de la reflexión, y que la reflexión les abría la puerta del corazón, rico en sentires y generoso de dádivas. Eran pasos firmes que conducían hacia la madurez, el equilibrio y las ganas que ya bullían en su interior. Hacia el equilibrio y la ponderación que ayudaba a orientar la vida, hacia un futuro al que se encaminaban los pasos.

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Silencio en el Monasterio Dejarse guiar es una decisión…

Cuando se siente sed, el canto de la roldana que eleva el agua desde las profundidades de la vida, sonríe, suena dulce, venturoso y prometedor. Después, el cántaro se derramará para regar y fertilizar el campo de los sentimientos y del amor a la vida...

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apuntaban maneras, curtidos por los vientos del norte y sazonados con sal del Cantábrico, crecieron. Dejaron los juegos de niños, se fueron adentrando en las disciplinas de la ciencia y buenas maneras y se hicieron hombres. Llegó el momento de cambiar de ambiente, de conocer otras realidades. Partieron, como aves migratorias, a tierras del sur. Allí, a la sombra del Veleta y del embrujo de la Alhambra, abrieron sus vidas a la acción de Dios que se había fijado en ellos con mirada tierna de padre bueno y amoroso. Asentados en la tierra de “María Santísima” y pertrechados de recia y decidida voluntad, siguieron la ruta, cual caminantes esforzados, poniéndose en manos del Maestro que es experto en discernimiento de rutas y veredas tortuosas, para intrépidos. Conscientes de que el camino por andar era largo y la meta aún lejana, se dejaron arropar por el silencio del convento, atentos, como Elí, al discurso de la noche, para mantener encendida la candela. Fue un año especialmente intenso, salpicado de gracia e inquietud, de noches en vela y luces cegadoras. Año especialmente programado para el silencio, quellos niños que

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el encuentro, la abundancia en intimidades y algunas penurias. Aquel revuelto de dudas y claridades, certezas y temores, se fueron decantando en el fondo de los corazones y floreció el abandono generoso en las manos del Otro, para que el “Yo, pequeño”, temeroso y temerario, se dejase hacer, transformar, modelar y seguir la ruta emprendida con la confianza puesta en Él. Salíamos temprano, en grupo, a recorrer el día. Era el encuentro mensual con la vida derramada por montes y ríos, que nos aguardaba para contarnos los secretos acaecidos en el valle desde el último encuentro. Íbamos contentos, como golondrinas que baten alas y anuncian que la primavera ha llegado y el nido está casi dispuesto para albergar la vida nueva. Eran días totales vividos cara al viento, plenos de trinos y colores. Días de grupo y amistad, de compartir secretos y viandas preparadas con esmero en lances de víspera y riesgo… A veces, tras la fatiga del camino y el refrigerio, nos sentábamos unos instantes para contemplar el baile de luz y color sobre las aguas que se deslizaban llevando en sus pliegues canciones y nostalgias. A la mente acudían recuerdos, añoranzas y tentaciones de abandonar el silencio y volar a campo abierto siguiendo el rumbo de las aves... En casa, sobre la mesa de la celda, descansaba el dogma hecho libro, los cánones recopilados, la foto de seres queridos y las mejores exégesis que nunca exegetas supieran interpretar. Todo ello te traía a la realidad y te volvía al silencio. El encuentro con el deber se hacía con más ganas, conscientes de la responsabilidad contraída y de la oportunidad de formarnos con aquellos hombres doctos, personajes importantes por su saber y metodología, que generosamente nos servían.

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El viaje de cada día en busca de la ciencia teológica cobraba aire recreativo, como si de excursión se tratase. Ser hijos de Agustín nos situaba en una especial responsabilidad, credibilidad y admiración. O, al menos, así me parecía. Las conversaciones habían dejado atrás el tono de niños. Los temas de conversación rozaban el nivel del habla de adultos. En el corrillo se palpaba la cercanía de importantes acontecimientos. Se manejaba un lenguaje, si se me permite, algo más clerical; como si el ambiente se hubiera transformado, ante la proximidad de convertir nuestra pequeñez en herramienta útil para la labranza en la parcela del Señor. Hecho que aconteció en la fiesta de san Pedro el año del Señor de 1969. Algunos llegaron a la meta, solo siete, otros, en el trayecto encontraron atajos, sendas diferentes, otras luces, otras tareas… ¿Por qué? Eso solo el Amo de la mies lo sabe.

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CAPÍTULO V

Cazador de sombras

1º Reyes 19, 3-8. “Recostado, a la sombra de la retama, como Elías, cansado de vagar de pueblo en pueblo, se acostó a descansar, y se durmió… Soñó que Dios le decía, como a Elías, -¡Levántate, come! … Y se levantó y comió”. Después, cambiaron los vientos, llegaron días nuevos sobre los que asentar el solar familiar, tan paseado al amor de la Ribera. Las humedades se secaron y las paredes vistieron nueva sonrisa. La Peña se despojó del velo de pena y luto. La suerte sopló a favor y llegó el tiempo del asiento definitivo, en este valle en el que somos pasajeros… Fue entonces cuando me dio por perseguir sombras y recoger ruidos, agazapados por los rincones… Me asomé más allá de la sebe donde las hojas de otros otoños agonizaban en un acto de amor y entrega, para engendrar nueva vida… Quise medir el tiempo que se me fue en la ausencia, y lo encontré difícil, lejano, colgado de los clavos donde pendían los reteles… Busqué en la hornera con ojos de cazador que escudriña las madrigue-


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ras cavadas por el tiempo, más allá de la calleja. Acaricié las cicatrices que sangraban de alegría con cada ensanche, con cada encuentro… Me detuve a contemplar las peonías, que cada primavera florecen regadas por el cariño de madre, y forman el ramo de bienvenida cuando llega el calor y saluda los encuentros…

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A la tarde

“Todo lo que un hombre sueña se puede alcanzar, desde una cuna pequeña, hasta un grandísimo altar”. Allí estaba la Peña, majestuosa, paciente, a la espera, para dar el abrazo de acogida a la familia.

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a los pies de Peñacorada, se sentó en la propiedad, sacó la petaca y lió un pitillo con la parsimonia que la vida le enseñó. Tomó postura sobre el ribazo, sacudió el barro de la almadreñas y vio desfilar, en la pantalla del camino, los agobios de cada etapa, los sobresaltos al despertar, las esperanzas en cada sementera, las injusticias en cada pedrisco que convirtió enÚSpesadilla la cosecha. Luego se puso a echar las cuenJESÚ CEREZAL L FERNÁNDE EZ tas, por si esta vez le salían… la tarde acampó

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Atraído por el dulce son de la gaita del gigante, que según la tradición paseó las calles, se recostó como un niño más, a la vera del molino, mientras brotaba la harina de su cosecha y escuchaba el parloteoó de Atraíído por el dulce son de la gaitaa del gigantte, que segú ún la tradiición paseó las calles,, se reco u niño un máss, que a la vera del molino mientras s brotaba laa harina de e su cosech ha y como las sus stó amigas truchas, cona saltos deo,alegría celebraban su llegada.

on saltos d de alegría celebraban c escuchando el parloteo de sus amiggas las trucchas, que co su ada. llega

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Hasta que Miguel se hizo con el ambiente pasó algún tiempo, el mismo que invirtió en familiarizarse con la cuesta, en subir cada mañana a visitar la hornera desde donde la ribera se le antojaba más solícita, en atender a los cuatro animales que se había echado como tarea para dar sentido a la jubilación. Desde aquel mirador todo le pareció más definido y claro: “Es hora de abancalar el terreno y afirmar la propiedad, de confiar en el futuro y sembrar ilusión”, pensó para sus adentros, mirando a la Peña con una mueca de complacencia en el rostro y un guiño de complicidad. La partida de la tarde fue paso necesario para tantear el terreno de la amistad, que no es cosa de menor importancia cuando un hombre se jubila en terreno donde no ha escrito su historia laboral. Sobre la mesa de juego se ponían a prueba reflejos y habilidades en el arte del disimulo y del engaño, y se reflejaba la suerte en la partida. Él acudía todas las tardes a la cita por sentir el calor de la amistad, por compartir inquietudes, y por si la suerte cambiaba alguna tarde. A él le importaba poco el eco de comentarios, de dimes y diretes, de algún que otro bulo que saltaban al tapete, en particular los días de mercado. En las ferias, decía, todo se compra y se vende, hasta la fama de los ausentes. Era la orilla del río, bañada de silencio y soledad, su lugar preferido en las tardes de templanza y sosiego. Allí se permitía encuadernar algunas hojas sueltas del diario de otros tiempos, vestir de limpio acontecimientos que, por falta de tiempo, llevaban pegado el barro de tormentas antiguas; hacer planes nuevos para llenar huecos de ocio, ahora que no tenía fuerzas para trabajar.

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Medía, mentalmente, la profundidad del pozo, la fuerza de la corriente y luego lanzaba la cuerda en busca de la trucha que afianzaba la afición del pescador tardío. Mientras la cuerda se deslizaba a su amor corriente abajo, distraída, jugando con la espuma, burlándose de los remolinos con los que los mayores asustaban a los niños, le daba tiempo a sus cavilaciones. Algunas tardes, con el sol ya vencido, la trucha saltaba, lanzando besos al aire, arriesgando la vida por conquistar la atención del pescador, que andaba tras la suerte y la buscaba corriente abajo, por si estuviera prendida en algún requiebro del agua…

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Gallo de pelea

Cuando oí cantar al gallo pensé que era hora de enfrentarse a la escaramuza contra los carámbanos y las nieves, que envían el calor de las mantas que arropan los sueños de la vecindad.

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despierta con su insolencia y me pone a velar sus gritos, dejándome a la espera del siguiente ataque, que lanza con saña contra todos los que descansan, arropados por el sueño de la ausencia. A su abrigo me dio por el recuerdo y la nostalgia, trayendo al calor de las sábanas otros momentos y aconteceres que pintan el cuadro que cuelga de las escarpias del alma. Ahí abajo, donde la oscuridad se atrinchera y se hace fuerte, tiene su cubil camuflado para ocultar sus armas de guerra. Desde allí, amparándose en las tinieblas, molesta lo más que puede, el muy canalla, lanzando cuchillos al viento en busca del blanco que a lo lejos aparece como náufrago que hizo la travesía a lomos de olas gigantes llegadas desde otros mares, rasgando playas solitarias y acariciando rocas que se hunden para ocultar la dureza de sus entrañas. Cada amanecida, desafiando al nuevo día, molestando a los que duermen para ahuyentar pesares y componer alegrías, mientras vacían el saco de las horas de ayer para amanecer con bríos nuevos y comenzar, una vez más, para volverse a cansar. Él lanza puñales de fino acero contra las sombras que, sigilosas, se mueven y empujan a las estrellas que se retiran poco a poco, porque acabó su papel. ada mañana me

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El bicho es irreverente, provocador, bocón y desconsiderado con todo lo que se mueve. Exhibe sus malas artes, de modo especial, con los que viven el sueño de puertas adentro a la espera de que la luz traspase el ventanal en lo alto y ponga sobre la mesa el nuevo día, que cabalga por entre tinieblas lejanas buscando la luz que perdió al llegar la noche, mientras jugaba con el viento. Meses atrás, en los días de invierno siempre duros, respetó el pacto de silencio y se retiró del campo donde se da la pelea. Aceptó que los viejos del lugar merecían consideración en sus temblores que guardaban entre mantas con sudor de otros inviernos, de otros fríos, de otros amores. Hoy es diferente. Los que descansan son lo huidos del campo de la vida a la ciudad de la hipocresía. Vuelven cargados de nostalgia a reponer recuerdos alumbrados por el resplandor del sol de otros días, por la lluvia de otros otoños, por los carámbanos de otros tejados… A estos, ni sueño, ni descanso ni respeto, dice para sí el muy taimado. Fue al comienzo de los días de luz larga cuando el bicho volvió a su condición de alimaña molesta y retomó el tono de ofender a los que venían huyendo del ruido para reponerse y olvidar fatigas. Abajo, en el cubil, bajo los efectos de los brillos de la luna, sintió el impulso de la sangre que le empuja a gritar al viento que con sus silbos asesina los sueños. Volverá en el otoño a entrar en razón, cuando los intrusos se hayan ido a sus refugios de ladrillo y soledad y vuelva a brillar la luz en la cocina. Entonces silenciará la rabia que hoy le da fortaleza y volverá al respeto que merecen los mayores para sentirse mejor con sus huesos húmedos dentro de la piel. Hasta entonces sigue estirando el cuello por entre la alambrera en su afán de notoriedad y desafío.

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El gocho La economía de las familias humildes requería mucha imaginación, bastante cercanía a la realidad y aprovechamiento de los restos. Con cuatro “mondas” de patatas, las escasas sobras de la mesa y un puñado de harina cuando San Martín se acercaba, se le sacaba adelante. Después, sus delicias eran festín en la mesa allá por los días de la siega.

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de los pueblos de León, allá por los años cincuenta, la mascota familiar era el gocho. La sabiduría popular supo ver en él un aliado útil para la economía doméstica y se dedicó a tratarle de cerca mucho antes que los científicos. En todas las haciendas familiares, por humildes que fueran, se criaba con esmero y mimo; tenía al cubil tan cerca del domicilio familiar que compartía el corral con el resto de los animales. Desde la casa podía, el animal, escuchar los cálculos siniestros y fechas de su sacrificio con mucha antelación. Porque era así como se programaba. Es animal de carácter voluble. Con frecuencia hosco y gruñón. A ratos zalamero y sobón. Siempre glotón y omnívoro. Él, en alguna ocasión, le contó al burro sus intimidades y temores, y le comunicó sus sentimientos: “Me encuentro solo, siempre mirando al suelo”, le dijo. “Duermo en un espacio reducido, y con frecuencia tengo pesadillas. Sueño con ganchos, artesas y cuchillos. Oigo de fondo ruidos como de fiesta, y veo hogueras alimentadas con bálago de centeno. Mis antepasados n la mayoría

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Para aquellas economías, ajustadas por demás, el gocho se criaba a

Pa aralaaquella as por dem más, el goch ho unas se criaba a a la vera de d la casa veraasdeeconomí la casaas,y,ajustada se le sacaba adelante con mondas y cuatro y, sepuñados le sacab ba de adelante e con unas m mondas y cu uatro puña ados de hari rina… harina… n Martín, po onía una no ota festiva en el ambiente familiiar: daba fiesta a los Alllá por San Allá por San Martín, ponía una nota festiva en el ambiente familiar: esscolares y reponía r las despensas para los díías grandes s.

daba fiesta a los escolares y reponía las despensas para los días grandes.

contaban que el día de nuestro sacrificio los amos celebran algunos ritos de abundancia y folclore. Incluso dicen que los niños no van a la escuela, y juegan con nuestra vejiga como si de un balón se tratara. Pero eso no lo he experimentado personalmente”. “Me da pánico que me tienten los lomos. Tengo la impresión de que me toman las medidas para enviarme al cajón; eso me preocupa y me irrita. En realidad, la vida para los de mi raza es muy corta, y por eso nuestro apetito permanente y aparente glotonería: para sentirnos gordos y resistentes en el momento último, y, si es posible, escapar, escapar, escapar…” Este era el estribillo permanente que el gocho repetía en sus gru-

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ñidos por los rincones y con el que soñaba mientras dormía debajo del carro. A veces se mezclaba en la penumbra de su cerebro un calendario, y siempre era el mes de noviembre el que se desplegaba ante sus ojos, pequeños y dormidos. Al fin, un mal día, se cumplieron sus temores: muy de mañana, sin previo comentario que llegase a sus orejas, pudo apreciar un movimiento extraño en la hornera. Calderos, banco e instrumentos que habían esperado todo un año, fueron descolgados y el tintineo anunciaba que algo serio y grave estaba a punto de suceder. Un saludo, tempranero e inesperado, le puso en guardia y le hizo recelar. Intentó ocultarse, luchó y puso difícil la faena, pero, al fin, se vio derribado sobre un banco que no conocía…, sintió una hoja de acero asesino que le presionaba el garguero. De repente, recordó el grito de sus sueños: escapar, escapar, escapar… Y, haciendo un esfuerzo supremo, derribó a quienes le retenían. Con el acero en las vías de la vida huyó huerta bajo, en un intento desesperado. Todo fue en vano. La vista se le nubló de repente y el calendario de sus sueños le proyectó el mes fatídico, con su san Martín sobre un fondo, invitándole a pasar al reino de los gochos buenos. Sus sueños se cumplieron y sus temores también: hubo alegría en la casa y vacaciones para los niños, que jugaron con la zambomba.

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A la llegada del alba

Quienes han despertado con el bullir de la vida que habitaba en los corrales de los pueblos de antaño, sabrán de la cercanía e intimidad entre los que descansan dentro y esperan fuera…

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los pueblos albergaban mucha vida, generalmente de segunda mano... Rincones donde moraban los espíritus de maquinaria agrícola obsoleta, y otros elementos que definían el perfil de los moradores de la casa. Apenas remonta el vuelo el primer rayo de luz, los músicos del alba ordenan sus papeles para interpretar la canción de la mañana como himno a la vida, y homenaje al Creador, en el escenario montado en el abandonado corral. El trinar bullicioso ayuda a los humanos a recobrar la conciencia, y les saca del sopor de la noche invitándoles a participar en su canto de alabanza, mientras desperezan los sentidos y se disponen a vivir el don del día nuevo, probablemente sin apreciarlo en toda su dimensión. Los mayores suelen ser los primeros en salir a su encuentro, porque aunque los viejos no quieren vivir siempre, sí agradecen estar vivos el día siguiente… Justo al otro lado de la calle a la que da la cabecera de la cama sobre la que descanso y amaso algunos recuerdos, hay un corral como los de antes, con vida suelta, con un sinfín de notas musicales colgadas de las ramas de los árboles. Cada mañana soy testigo privilegiado de cómo se funden las notas en melodías para alegría de quienes tienen oídos y tiempo para escuchar. os corrales en

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A veces, cuando la mente flota en ese estadio intermedio que llamamos duermevela, sueño traer a este auditorio a los miles y miles de niños de ciudad para que disfruten de las maravillas de un concierto al aire libre… Pero es solo un sueño. Los niños de ciudad no tienen la oportunidad de disfrutar del concierto de las aves de corral, ni de los jilgueros cantores que crían sus nidadas en los negrillos de mi calle, al abrigo del mes de mayo. Las cabeceras de sus camas dan al bosque de asfalto y ruido, y lo más que pueden percibir es el silbido agudo de algún mirlo de jardín, que se esfuerza por hacerse oír de su pareja entre el humo y el ruido de los coches que tosen como silóticos para limpiar sus bronquios Don Gallo Madruga es el primero en tomar la batuta para iniciar el concierto, con un solo que suena bastante estridente y pretencioso. Parece creer que es la belleza de su canto la que consigue despertar al sol cada mañana, sin caer en la cuenta de que son los primeros rayos de luz los que le espabilan a él, los que ahuyentan a las sombras… A veces he llegado a sospechar que su canto es un reto al sol que asoma tímidamente. Da la impresión de que quiere asustarle, retrasar su aparición y así estirar el sueño de los niños, retrasar la hora de entrar a la escuela. Después, cuando ya el sol ahuyentó las tinieblas, suben al escenario tordos, verderones, pardales, palomas y algún que otro gato que se espurre y despereza, dispuesto para la caza … Cierra el cortejo de la noche el paso del camión de la basura, oficializando que la jornada de trabajo ha empezado. El panadero, olvidando el esfuerzo de la noche y el peso de la jornada en vela, surte las mesas con el perfume del pan tierno.

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El libro

Los libros eran escasos en las estanterías de las familias que labraban sus días en la cátedra de la vida; por eso, los pocos que había, eran elemento de admiración, reflexión y estudio.

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archivos de la memoria puede llevarle a uno hasta el cajón de la infancia, donde se almacenan acontecimientos soñados, alegrías a medio disfrutar; miedos reprimidos, ilusiones olvidadas e importantes vivencias, casi desconocidas. La contemplación detenida del hallazgo puede resultar una tentación peligrosa, por invitar a huir del presente convirtiendo aquellas realidades cubiertas de polvo en refugio. Solo con un corazón abierto y generoso puedes asomarte a ellas, para conocer, comprender y aceptar los hechos del pasado, vividos en plenitud o en duermevela. Como terapia puede ser el momento de recrear el pasado a tu antojo, como te hubiera gustado que fuera. Me parece saludable reajustar el ayer, volver sobre algunos acontecimientos de entonces; recrearlos, antes de que se difuminen del todo y pierdan su color y forma dentro de la carpeta donde se hallan dormidos. En el registro familiar de mi infancia revolotean, desordenadas, una serie de hojas, casi amarillas, que dan cuerpo al libro de la vida de manera imperceptible. Eran tres los registros hasta donde alcanza la memoria y, de pronto, me sorprende el maestro con la pregunta de presentación el primer día de clase: “¿Cuántos hermanos tienes?” Me hace caer en la cuenta, primera lección de evolver en los

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Don Atanasio, de que somos cuatro hojas del tomo de la vida familiar. Es un hallazgo feliz, que vale la pena recuperar, para revivir el encuentro con los hermanos que se han hecho presentes en la cocina sin dejar una nota de aviso que se anunciase su llegada. Con mayor claridad se me representan niñas que lloran y ríen y son la luz que alumbra la casa. Se van situando por orden, cada cual en una fecha del calendario; queda anotada su llegada, como para que no se olvide; especifica un lugar, y se le da un nombre para que sea alguien… La primera hoja relata la fe de vida del cabeza de familia, y aparecen en penumbra, casi perdidas, algunas claves de personalidad y carácter, que tuvieron su origen en ambiente rural y con rasgos hoscos. No la escribió un gran calígrafo, a juzgar por sus trazos gruesos y rígidos. Luego se perfilan otros aspectos que fueron configurando, día a día, el misterio de la persona: bondad natural, admiración, laboriosidad, amistad, fidelidad, ternura, y los mil matices que componen la trama de la vida. Al final de la página, en sus últimos renglones, alguien anotó “ternura y debilidad”, como nota para destacar, que se hace más transparente cuando los niños van llegando a casa. La segunda hoja es algo más fácil de leer. Tiene rasgos definidos y abiertos, de mayor firmeza. Tal vez fue la base sobre la que se consolidó la pareja y ayudó a sobrellevar las dificultades del camino. Si seguimos escudriñando con atención y nos dejamos llevar de la quietud del sueño, encontramos rasgos y perfiles que solo son atribuibles al ser que te da la vida, no solo en la gestación, sino en el transcurso de la vida, con amor y entrega sin medida. Les llamamos con distintos apelativos: amor, cariño, sacrificio, desvelos, entrega, generosidad…; es igual; basta con llamarte madre.

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Fiesta de la luz Para sacudir la conciencia urbanita, una vez al año, nos citamos en plena Naturaleza. Allí, cada cual da rienda suelta a su sentir: este abraza los vientos que le cuentan sus secretos, sin pudor; aquella olisquea el perfume de la hierba derramada con fruición sobre el tapiz de la mañana; los niños se sorprenden con la sinfonía musical que les brinda el bosque, buscando, sorprendidos, al coro cantor. Todos, absolutamente todos, se solazan y celebran los colores que la madre Naturaleza nos regala.

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uimos en grupo,

haciendo ruido, avisando de que llegábamos para plantar nuestra carpa en la “Fuente de los Potros”. Ni potros ni yeguas vimos; tal vez se escondieron a nuestros ojos para no compartir el ruido que nos acompaña, acaso se internaron en los adentros del monte, donde la vida bulle con discreción y sin más sonidos que los necesarios para respirar en armonía y quietud. Llegamos en autobús escolar, haciendo gala de nuestra condición de docentes, abiertos los ojos para aprender la lección del día, la lección del encuentro con la vida hecha luz que se derrama por la copa de cada árbol, por los poros de cada roca, por el brillo de cada espiga… Hecha canto en el pico de cada alondra, de cada cardelina, de cada totovía que lanza sus trinos en dirección engañosa para defender las crías… Todo un circo de maravillas que alegran la mañana y, con cierto recelo, nos dan la bienvenida.

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Nidos no vimos ninguno a la vera del camino, sí algunas crías que estrenaban alas en vuelos cortos, de rama en rama, bajo la atenta mirada de la madre y se ocultaban a nuestro paso para no distraer el parloteo que nos entretenía. Con respeto me adentré en un campo vestido de paño verde que se movía y jugaba con la brisa; quise saber si la espiga aún cobija en su interior el grano lechoso que madura con el paso de los días, con el arrullo del viento…, si aún se recuesta a la tarde con la nana del jilguero que anida en la cercanía. Una fiesta, la mejor y más sencilla, la que te vuelve a las cosas que, cuando el resto falla, ellas permanecen fieles, inmutables, pacientes y señeras de otras idas al campo, de otras primaveras, de otros tesos y otros prados… Entonces sin autobús ni deportivas, cargados de niñez y de esperanza.

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El monte y su intimidad Dicen que los pastores huelen a sebo, dicen que los pastores huelen a sebo, pastorcillo es el mío y huelo a romero… (Canción popular cantada por tierras de León)

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en el que ir al campo era cosa laboral, oficio de pastores que olían a sebo y de labradores recios que se hacían la barba una vez por semana. Las boinas les enjugaban el sudor de la frente, acumulando capa tras capa, sin apenas prestarle atención. Eran hombres tenidos por rudos y de necesidades primarias; de manos encallecidas y palabra corta; cumplidores y hacendosos; hombres buenos, cabales y caballeros. Visitar la ciudad les incomodaba, les ocasionaba desazón y se sentían inseguros entre semáforos, por la falta de costumbre. Estaban más cómodos en el surco, tocando tierra, en la que a la par que la semilla enterraban los temores para ver si al pudrirse florecía en cosecha remozada… No daban la menor importancia a su labor y ocultaban la timidez con una mueca de gratitud y admiración a los señores de la ciudad que se desenvolvían entre legajos y papeles. Las gentes del pueblo saludaban a los señores con admiración cuando, una vez al año, se dejaban caer por el coto para zurrar a las libres, o se asomaban al soto a varear las corrientes donde las truchas se guarecían entre las balsas como reinas y señoras del río. Esos días la pesca se movía incómoda, asustadiza y desorientada. ubo un tiempo

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Hoy la cosa es diferente, hay más posibles y al campo se va en coche, deprisa, haciendo ruido, cargados de bolsas, sin entrar en diálogo con él ni escuchar lo que quiere contarnos, los misterios que oculta entre sus ramas, las confidencias que le hicieron los hombres del monte… Como ladrones, que, sin ningún respeto, asaltan y roban el silencio y la intimidad de sus escasos habitantes. Ayer llegué al campo como los señores de ciudad de antes, aunque sin escopeta y buscando algunas huellas de identidad… No oí trinos de pájaros, ni canto de pastores, ni vi rebaños pastando. Sonaban gritos, rugían motores, había juegos infantiles como en el parque de la ciudad. Me dije que este era otro monte, que le habían domesticado, que nada tenía que ver con el mío. Me sorprendió la nueva fauna que habitaba en él. Bajo las ramas frondosas de los pinos no sesteaban rebaños, ni arrullaban tórtolas libremente salvajes en las copas de los árboles, ni saltaban ardillas como en otro tiempo, no. A la sombra de los árboles había vehículos, contenedores, bolsas y latas, signos abundantes de que los invasores se han adueñado del solar de los pastores. Las guedejas que colgaban de los carrascos y los nidos que perpetuaban el concierto antaño se han desvanecido. Son otros los elementos que dan señales de los nuevos pobladores de los montes.

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Hojas Hojas verdes y amarillas, billetes volantes que el árbol nos regala. Etiquetas colgadas del tiempo que en su vuelo nos recuerdan días de primavera, cuando tiernas y verdes, de un brillo insultante, vistieron los campos con sonrisas preñadas de promesas de fruto y de espera…

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Clemente primero, Papa, les escribió a los corintios sobre el orden y la sabiduría con que Dios creó el mundo, y les dijo que “las diversas estaciones: primavera, verano, otoño e invierno, van sucediéndose en orden, una tras otra. El ímpetu de los vientos irrumpe en su propio momento y realiza así su finalidad, sin desobedecer nunca…” Las hojas en otoño lo pasan mal. Particularmente las hojas que vistieron los árboles de la ciudad. La suerte de las que han nacido y vivido en el bosque es diferente, creo yo. Ellas, tras una primavera de lujo, entre cantos de nidadas nuevas, flores silvestres y romances con el viento que las acaricia a su paso, van madurando felices, contentas y románticas; disfrutan de la vida que bulle a su alrededor, llenas de luz y color. En verano se suman a la fiesta de las chicharras cuando aprieta el calor, se refrescan con la tormenta que irrumpe, desconsiderada, en la paz del monte… así, entre cantos, gorjeos, truenos y otras celebraciones de los moradores del bosque pasan los calores estivales, contentas y felices… Al ir perdiendo su brillo, como tributo a los días que pasan y algún que otro rasguño de escaramuzas an

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veraniegas, asumen, con relativa facilidad, su condición caduca y mortal, pero con la vista y la ilusión prendidas en la próxima primavera, en la que su árbol florecerá de nuevo. Las hojas de las ciudades lo pasan peor, según yo creo. El ambiente en el que viven está enrarecido por elementos que no pueden controlar. Los vientos primaverales son ruines y enfermizos, o así lo parece; el gorjeo de los pájaros se diluye entre la niebla urbana y no llega a percibirse por el ruido de las prisas. Es muy distinto… No hay ilusión ni esperanza en su caída. Si acaso, un descansar del ruido ensordecedor y alienante.  Las he visto dar vueltas sobre sí mismas, en remolino, como náufragos, sin saber a quién acudir ni a qué tabla agarrarse. Buscando un escondite para refugiarse. Su fin no es de muerte natural. Algunas, aventadas por un viento artificial, son arrinconadas, formando piras informes, sin vida, para después pasar a la condición de basura urbana, en una mezcla sin sentido con otros elementos y desechos de la sociedad. Apenas cayeron las primeras gotas, me encontré con mi hoja urbanita. Se refugió en un rincón del portal de la casa, en el más oscuro, huyendo de los malos modos del temporal; estaba tiritando, encogida y avergonzada de su caída repentina y brusca. No tuvo noticia de la carta del Papa que sucedió a san Pedro en la cátedra, ni de la fuerza ciega y violenta del viento que la pilló desprevenida, ensimismada en su altura, despreocupada por el futuro, extasiada ante las luces de neón del escaparate de enfrente, sin capacidad de darle explicación ni sentido a su caída…

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Noche en vela Al “Turco”, que me esperaba cada agosto zalamero y me saludaba en la distancia, con voz de trueno. A él, que fue señor del monte, juguetón y cercano en la parcela y noble en toda su perra vida… A él, que compartió con el rebaño los calores estivales, apenas mitigados por la brisa del Padre Esla.

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de la noche te encuentra algo espeso de ideas y cansado, si te cuesta reconciliarte con lo que te rodea y estás disperso, cierra la puerta, recoge tu hacienda, regálate un silencio, y no pienses; solo siente... Te lo mereces. Puede que oigas a la loca de la casa que susurra en tu interior y te aconseja que hilvanes algunas palabras poniéndolas en orden, que las alinees en una cuartilla y las dejes a su aire… Probablemente, el narrador oculto que todos llevamos dentro, te invite a compartir la ilusión de la fantasía; recela, porque sabes que no es tu oficio y acaso no aciertes a ordenarlas con gracia… Pero el cansancio, animado por la nostalgia de la noche, te aconseja dejar que fluyan, a su aire, sentencias leídas u oídas a la cabecera del “Caballero de la Triste Figura” y, como por encanto, te dicen, con voz recia y solemne, como los caballeros suelen sentenciar en tales lances: “La tristeza no se hizo para las bestias sino para los humanos”. Párate y escucha la voz de la sensatez, que sabe de necesidades, para aprender de las andanzas del docto “desfacedor” de entuertos, que te brindará seguir leyendo venturas y desventuras del universal “Caballero Andante”, hasta que el sueño abra la puerta de los sentidos y se cuele… i la llegada

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Pensándolo por derecho, y vueltos los ojos a “Don Quijote”, bien pudiera suceder que la melancolía y la tristeza que te embargan fueran hijas de la especie humana, en cuyo caso, tal vez, las bestias del campo, los peces del mar y la aves del cielo pudieran no verse afectadas de estas tristezas que nos embargan, y nuestro “Caballero” estar equivocado en este asunto, cosa que me cuesta creer. Será menester la observación atenta a los animales que nos rodean y que con nosotros comparten los trabajos y fatigas que dan los días. A mí, en esta noche de toldo estrellado que alumbra el insomnio, me vienen a la mente recuerdos de corral, de animales cercanos a los que pude ver cabizbajos y lánguidos. Animales, como el viejo Turco, mastín leonés recio y poderoso, de casta y nobleza infinita. Él, sin cobrar sueldo ni ahorrar para el día de mañana, cumplía como el mejor pastor la encomienda de vigilar al ganado, protegiéndole de sus pasos torpes. También a él le pudo doler la cabeza, y quedaría en entredicho mi sospecha… Otros canes conocí que no mostraron dolor ni pesar por su perra vida. A las mientes me viene el “Alegrías”, perro de carea, algo golfo, de carácter irritable y bastante informal. Él dejaba vendido al pastor más pintado por un quítame aquí esas pajas. Pero eso le iba en los genes, creo yo, aunque los verdaderos artistas mejoran las malas mañas y llegan a ser muy buenos en la simulación, en el engaño y en trapacerías. A este no le vi nunca aquejado de dolor de cabeza, aunque sí algo rengo, por meterse en pendencia de bajos fondos… Y mientras sigo en la duda de si la tristeza se hizo también para los animales, o no, el pastor reúne al rebaño, los perros ladran para espantar al susto que se acerca con la noche, el hatajo se recoge, y el sueño asoma por aquellos altos mientras yo cuento ovejas, una, dos, tres… para abrir la puerta a su llegada.

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Sobre el tejado… La perspectiva que dan los años pasados, la distancia con la que se observan los aconteceres, la tranquilidad del reposo en las tardes de estío, mudan el semblante y aderezan platos que alimentan al espíritu y son fáciles de cocinar.

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a historia de los que no tienen escudo heráldico esculpido en la fachada de la casa se recorre fácilmente, se abarca de un solo golpe de vista. Desde cualquier teso se divisa el horizonte de su ir y venir en corto, sin grades pretensiones, nunca tan lejos como para que se diluya el eco del apellido. Hurgando un poco entre cercanos y parientes se llega pronto al anclaje donde se asientan las fibras íntimas y se descubre el gozne sobre el que gira la vida de los tuyos, el canal por el que discurre la savia del árbol al amparo del cual brotó la rama de la que cuelga tu persona, tu pertenencia… Sentado a la sombra de su copa, con oído atento, a lo que estás, puedes escuchar el rumor de historias conocidas que crecieron en el mismo suelo y colgaron del mismo tronco, que fueron y vinieron por senderos paralelos, que sembraron afanes y recogieron lo justo para salir adelante… Una vez situado, puedes mirarlas a la cara, hacer tuyas sus vidas, celebrar sus éxitos y compartir sus preocupaciones… Tal vez, en ese momento, resuenen en el torrente de tu historia acontecimientos soñados y acariciados, en los que no estuviste presente y hoy descubres su razón de ser…

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Subido al tejado de la casa puedes darte de bruces con la sombra de los que por allí pasaron; escucha si dejaron algún recado para ti, algo que te oriente en tu carrera apresurada, algo que te evite tropiezos. Ellos pasaron antes que tú, te quieren bien y saben lo que dicen. Cuando te bajes, siéntate a la mesa de los quehaceres, arrima tu consejo y comparte la ración mientras escuchas su relato…Abre los ojos al horizonte y verás que tu vista abarca los andares de los tuyos, los senderos que recorrieron, los menesteres en que se ocuparon… Reconócelos como algo tuyo, retén en tu memoria el rastro de sus huellas para no perderte…

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Hornera Es un rincón familiar de vivencias, donde se almacenan los despojos de años arrumbados, huyendo de la nostalgia. Es el rincón al que se acude mirando hacia tras, por si aún quedan posos de otros quehaceres, de otros días, de otras sombras…

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e aficioné, de pronto, a los cachivaches y empecé a tenerles querencia. En mis repetidas visitas a la hornera, por matar el rato, me encontré con huellas del pasado envueltas en penumbra y soledad, y como si me hubiera vuelto avaro de cosas sin importancia en las que nunca reparé antes, empecé a prestarles atención. No encuentro razón que justifique esta reciente inclinación, pero ahí está: como un impulso que me empuja a restaurar, encolar, lijar, pintar y traer de nuevo a la vida algo que ya no sirve. La hornera es pieza clave para traer al presente tiempos idos, recuerdos y añoranzas… Hay huellas del pasado deambulando de acá para allá y recuerdos mustios por los rincones. Se almacenan sin ningún orden establecido restos y reliquias de cosas que fueron útiles, y que están fuera de circulación hace tiempo. Es lugar de encuentro de desechos arrumbados, por lástima unas veces, por apego al pasado, otras, por si algún día hicieran falta… Si entras con respeto y en sintonía percibirás confidencias que, debidamente ensartadas, revelan el paso de los años y marcan rumbo al futuro. Huellas que conducen hacia ocupaciones, tareas, afanes y aficiones;

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estas últimas de época tardía y sin importancia: que de jóvenes no hubo tiempo para embobarse. El parloteo atropellado de trapos viejos, arrugados, de colores desvaídos, con humedad de inviernos prendida de los tejidos, se hace casi ininteligible, si bien se nota que hablan de infancia. El rincón más animado está al fondo, en la penumbra. Lo componen artesas, la mesa con la máquina de picar carne para el embutido, la caldera de cocer morcillas y otros artilugios de la matanza. Los varales, colgados del techo y pintados de humo rancio, traen a la memoria las heladas de diciembre que calaban los huesos de los paisanos y fogatas de roble, que metían en sazón la matanza. De la afición al río hablan restos de cañas, carretes, sacadera, reteles y botas de pescar, que aún se guardan como recuerdo de algunos buenos ratos a la orilla del Esla. En el inventario de la hornera no faltan algunos muebles que formaron parte del mobiliario familiar y pasaron a engrosar el fantasma del pasado al que se le tiene apego. Útiles de labranza hay pocos, porque escasa fue la dedicación a las labores del campo y mezquina la recompensa obtenida: un par de hoces o tres cuelgan de la pared o de algún clavo herrumbroso; alguna azada, rastrillos, pico, palas, y poco más… Todo en pequeñas proporciones, porque nunca fuimos familia importante y hasta en los harapos nos conformamos con poco… Un par de armarios desvencijados llenan gran parte del espacio y hacen de cofres, que guardan dentro no se sabe qué valiosos tesoros, a la vez que dan la sensación de lugar vivo. Allí el pasado se hace presente y

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cobra vida, como un fantasma que despertase al recibir cada visita, no queriendo ser descortés. Creo que es por eso que me tira la hornera y allí me siento bien. Es como estar en un pequeño museo familiar del que soy pieza integrante. En las paredes y rincones queda prendida una parte importante del pasado de los de la casa. Últimamente subo con frecuencia. La soledad de la hornera se abre al día cada mañana desde este balcón, mirador privilegiado, e invita a la contemplación. Debería de constar en las guías de turismo de la zona, si las hubiera. Desde él se domina la inmensidad de Peñacorada, encapotada a veces, radiante otras, majestuosa siempre. Con un giro de cabeza se viene encima la ribera que todo lo inunda de verde al abrir sus puertas, y se ensancha más y más al alejarse de la Peña. La caída de la tarde invita a entrar en el misterio de la vida y de la muerte, de la luz y de las sombras. La batalla se libra cada tarde en el Poniente entre el sol y las tinieblas. Él se resiste a perder su poderío de luz y calor; ante los ojos extasiados se ofrece con sus galas de amarillos, rojos y grises; ella, tiende su manto de sombras, de grises y de negros, hasta que al fin la noche se adueña de los brillos y con paso lento se oculta monte abajo. Desde aquí se domina la pelea por sobrevivir. Se representan fotogramas del pasado, llenos de recuerdos, de gratitud y nostalgia. El presente te envuelve con lazos de cariño familiar y se asoma uno al futuro, que rompe cada nuevo día. El marco lo ponen la Peña y la ribera, que son regalo de Dios.

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La calleja

Sangra de gozo por la lanzada abierta en el costado rocoso, para abrir hueco de convivencia y solaz a los encuentros familiares. Es jardín florido en tardes soleadas de algarabía y encuentro. Es pieza clave, acogedora y cálida, que se abre a los veranos olvidando las lágrimas vertidas en el invierno sombrío y taciturno.

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abre a la existencia entre la pared y el tajo en la roca, como brecha que separa monte y civilización. De sus entrañas fluyen humores con sabor a altura y brotan ríos de piedra herida. Remanecen aguas que ocultan su existencia en tumba ruin, siguiendo su destino. Arriba, más allá de la sebe, el pinar pone color a la falda de Peña Corada, aromatiza el pueblo y da frescor a la comarca en los rigores del verano. La vida bulle generosa entre sus ramas cuando la Naturaleza despierta del sueño invernal y las aves tienen prisas de amores… Las ardillas se asoman curiosas y hacen recuento de la población, para saber si falta alguien de los que pasaban las veladas de otoño en el hogar del jubilado, al calor de la compaña, rumiando recuerdos sazonados con reúma y dolores. La calleja no conduce a ninguna parte, se cierra sobre sí misma con un tapón de roca que acondiciona la cueva para cobijar al tanque y a la caldera. Resulta útil y confortable la calleja, particularmente cuando el clima se sacude los fríos y la primavera se deja caer por las laderas, hecha promesa de vida nueva. a calleja se

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Barridas las hojas que se refugiaron para pasar el invierno, despuntadas las zarzas presuntuosas que se esfuerzan por adueñarse del terreno, y abiertas las puertas para que huya la soledad y el olvido, la calleja se transforma en sala de estar, lugar favorito de lectura, cocina al aire libre, comedor familiar y rincón de tertulia. Hablar de la calleja es ponerle letra y música a muchas vivencias que flotan en el ambiente, a muchas horas de trabajo, a muchas ilusiones y a algunas gotas de sudor. Es un rincón muy trabajado. Si escuchas con atención puedes percibir el eco del martillo eléctrico rompiendo roca rizada, los golpes tímidos, de escasa fuerza para vencer la dureza a base de puntero y cincel, el ir y venir de carretillos y cestos, cargados con piedra molida a golpe de ilusión y maza, descargando en el remolque un puñado tras otro de calleja triturada por la constancia. Merodea en las memorias el recuerdo de un grito ronco de compresor, que un día se negó a continuar la faena, porque la noche ya estaba en lo alto y era hora de descansar… De agosto a agosto queda en el ambiente el eco de la conversación familiar, el recuerdo de ratos compartidos ante el aperitivo, los silencios elocuentes que te llevan a un hueco vacío, la morriña de cada despedida y los deseos de volver… Hay mucha vida en esta cicatriz abierta en la roca. La calleja es el milagro de la ilusión por volver. No siempre fue así la calleja, la generosidad puesta en cada reencuentro, capaz de diluir las pequeñas diferencias y hacer prevalecer lo que importa: el amor que une, que hace olvidar malos momentos, que impulsa a la generosidad y a la entrega. Es la rúbrica hecha en piedra con los rasgos del apellido que dice: aquí hay familia.

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Don Tiempo A Don Tiempo le considero mi amigo, mi aliado, testigo fiel de los aconteceres que me salen al camino… Él marca el rumbo, anima el pausado caminar, y, de vez en cuando, me advierte, con su perenne tic-tac, que el ayer se me fue de las manos sin apenas degustar.

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de coexistencia pacífica con el tiempo: ni él me persigue, ni yo huyo de él… Un día nos encontraremos”. (Mario Lago) Guardé un reloj viejo en el fondo de un cajón hace mucho tiempo, y allí ha estado olvidado. Lo recogí del cubo de la basura, donde fue a parar en una limpieza general, sin saber muy bien por qué, supongo que por la afición a guardar cosas que tuvieron vida en la casa, porque siempre guardan algo…, y allí ha estado haciendo montón con otros muchos cacharros, sin clasificación ni valor aparente. No supe la razón por la que estaba parado: si enfermedad, vejez, cansancio o, simplemente, falta de un porqué caminar, ya que a nadie le importaba su marcha desde que se fue su dueño que le acariciaba y le transmitía ganas y aliento. Hace días, esperando la llegada del 52 en C/ Príncipe de Vergara, oí la conversación de dos señoras de edad madura y aires despreocupados; hablaban de cosas, aparentemente, intrascendentes. Parloteaban nerviosas, se atropellaban en su afición a contar. Ponían el grito en el cielo por los calores sofocantes del mes de mayo, y se lamentaban de lo rápido que se fue el invierno… ice un acuerdo

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Me pareció que consumían los días de forma irreverente, con desenfado y sin valorarlo en su justo precio: como quien tiene mucho y no le preocupa el despilfarro. Me vino a la mente el reloj de mi mesita de noche. Pensé que, tal vez, si le doy cuerda se ponga en marcha, y me facilite caer en la cuenta de que cada minuto que él apunta es un regalo del dueño de los días y de las noches…, que tal vez sea esa la función secreta que el relojero le ha confiado a las diminutas agujas que van dejando caer fracciones de eternidad, que son el mejor regalo. Me acordé de mi reloj prisionero en el fondo del cajón, sin ver la luz en años. Casi me remordió la conciencia. Hice propósito de la enmienda y le pedí al relojero que lo despertase, que lo asease y le diera ánimo…, él que sabía hacerlo. Él, que sintió latir el pulso en la muñeca huesuda de mi padre y le sirvió para medir su tiempo, sus últimos días, dar medida a sus preocupaciones, para ayudarle en sus cálculos… Hoy, me repite con su tic-tac que los días que pasan no vuelven; que el tiempo es el gran capital que se nos entrega, que cada fracción del mismo es de un valor incalculable… Yo, que en su día le reproché sus prisas, le eché en cara que se precipitó, que aceleró el ritmo más de lo debido, que se adelantó y le marcó la hora antes de lo que hubiéramos deseado… Hoy caigo en la cuenta de que él fue solo un instrumento y que el Señor cuenta de manera diferente… Ahora, con la edad, es más reflexivo y tranquilo y, tal vez, en su alma noble de acero y rubíes, se siente culpable…, por si se adelantó en la llamada.

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S CEREZAL L FERNÁNDE EZ

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Porque las sombras se desvanecen y los sueños tienden a perderse al llegar el día, quise atrapar su instante, encerrarlo en el presente, llenar o orque las sombras s se e desvaneceen y los su ueños tiend den a perdeerse al lleg gar el día, con su silueta el álbum de los pasos andados. Por eso, me aficioné y u uise atrapa arme suhice instan nte, encerra arlo en el presente, p lle enar con su u silueta el álbum de cazador…

s pasos and dados. Por eso, me afiicioné y me hice cazad dor…

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Pintor de Sueños

La cuesta de mi calle colecciona suspiros Es mirador privilegiado desde donde se percibe el pulso a la vecindad que se afana, cada día, en bajar y subir para dar noticia fehaciente de su existir ante la autoridad municipal, responsable del padrón.

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es vi pararse, mientras ascendían por la Cascada, como disimulando la debilidad, que les honraba…; pero ellos no lo sabían. La calle Cantil tiene una colección particular de suspiros, ayes y jadeos, armonizada con toses roncas y resuellos de pulmones petrificados. Los ha ido atrapando a lo largo del tiempo y, como el que no quiere la cosa, ahí están, dando testimonio del sufrimiento acumulado a lo largo de los años en el subir y bajar de la vecindad. Si se le pregunta por el motivo de tan rara afición, te contesta con la mayor naturalidad que de rara, nada. Que es cosa de fijarse un poquito, de observar el caminar cansino de los vecinos subiendo la cuesta, de ir tomando nota…; y no le falta razón. Tiempo atrás, se queja la calle, era fácil hacerte con cuatro o cinco piezas nuevas cada día; había movimiento, eran años de abundante población jubilada de la mina o de la capital, que buscaban su último asentamiento lo más próximo posible a la farmacia y al mercado, cerca del pueblo de su infancia para percibir su cercanía. Hoy es diferente, dice. Los jubilados por sí, o por sus deudas, han ido cerrando las casas, trancando las puertas, volviendo la espalda a la calle…, y, como si hubieran tirado la llave a un pozo, ya no hay nadie que las abra para orearlas y re-

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novar la vida. Cosas de los nuevos tiempos, de los muchos funerales, de las residencias para la tercera edad… Bien mirado, cabría reprochar al Cantil su poca consideración con la salud de los vecinos, teniendo en cuenta la edad y condición de jubilados de una gran mayoría. Apenas a cien metros de la plaza, huye espantada y asciende con tal ímpetu y determinación que parece querer ocultarse en el regazo de la Peña lo más pronto posible, y perder de vista al ayuntamiento, que queda abajo enzarzado en sus cosas, sin haberle prestado demasiada atención a la hora del reparto urbano, y dejándola vestida con los andrajos de cuatro cubiles, un caserón en ruinas, la estrechez de las aceras y un pavimento descarnado. Si fuéramos mal pensados, que no lo somos, lo atribuiríamos a desavenencias y mal entendidos entre enamorados. Pero no debe de ser eso… Hoy la calle tiene pesares y nostalgia del ayer; en los ratos de soledad y silencio recuerda a los niños subiendo y bajando para reunirse en el Corralón, disfrutando los encuentros de verano; le viene a la mente la luz en los ojos de algunos abuelos que, contagiados por los gritos infantiles, se arriesgaban a bajar para tomar un vino y compartir los recuerdos, sobre un banco de la plaza, en una postura de cansancio permanente. Todo ha cambiado, ya nada es igual, y por eso tiene pena. Llevada de su sentir, prende jirones de crespones negros por las ausencias de los que tosían y suspiraban mientras se esforzaban en superar la prueba del ascenso hasta la casa. Se siente arrepentida y algo avergonzada por su altivez y, acaso, es la razón secreta por la que guarda registros idos, sollozos ahogados, esfuerzos silenciados…, y los embalsama para mostrarlos en un futuro, cuando el trasiego de bajar y subir sea solo un recuerdo, o una simple leyenda que se cuente en el tiempo venidero.

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Cazador de sombras

Al venir el día cargué mi equipo y salí a cazar venturas y desventuras, como el Señor de la Mancha, pero sin caballo ni rocín que pujasen por mi locura…

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y sombras no hay más que uno, los demás rastreamos sus huellas por si logramos retener algunas migajas. La afición me viene de lejos. Comencé jugando a atrapar imágenes que se escapaban, gestos y casualidades que salían al paso, con los que la luz pintaba cuadros sobre lienzos de aire y hacía exposiciones itinerantes para quienes tuvieran ojos en la cara. Mis recursos eran escasos e igualmente el equipo del que disponía, pero a veces el duende de la inspiración me sonreía con algo para guardar o compartir con otros aficionados en ratos de oscuridad y laboratorio, o en la galería de exposición anual. Después caí en la cuenta de que, como si tuviera rotos los bolsillos, se me iban perdiendo algunos instantes que ya no volvía a recuperar y me pareció interesante retenerlos, guardarlos para volver a ellos en otros momentos… En principio, casi todo era bueno. Empecé por descubrir que la luz era el demiurgo capaz de embrujar a personas y cosas, y de hacerlas cambiar de color con un simple guiño de su sombra. Me entretenía, por entonces, con planos largos y abiertos, con paisajes y colores que llenaban las pupilas de luz creadora, pero que decepcionaban cuando la envoltura de papel los reador de luces

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ofrecía en escala de grises mortecinos, que recordaban los lutos permanentes de las viudas de entonces. Quise hacer más cercana la realidad, asomarme al interior de la imagen, desnudarla de ropajes que la desfiguraban, por si me ayudaba a entender mejor lo que me rodeaba y, a la vez, guardar reliquias de encuentros y días. Descubrí a mi alrededor rostros con surcos profundos, por los que corrió el agua del dolor producido por el abandono y la ingratitud de los seres queridos; labios mudos y resecos de tanto callar, esbozando un rictus de indiferencia y desconfianza; ojos apagados, vidriosos, perdidos en el infinito, contemplando el más allá como realidad que se sospecha cercana… Otros, sin expresión, ausentes, preocupados por dar la imagen, carentes de naturalidad, con un rictus nervioso. Como quien quiere ocultar una parte secreta de su alma, a la intemperie ante la cámara. En el mismo escenario había manos nobles, diestras en el ejercicio de ganarse el pan de cada día, creadoras de bienestar y riqueza que repartieron con desprendimiento, sin reservarse nada. Eran suaves y tiernas, acostumbradas a acariciar a quienes les resultaba extraña la caricia por falta de costumbre. En el campo de los estrenos había vida e ilusión. La actitud frente al objetivo era diferente: eran ellos los que miraban fijamente con el deseo de escudriñar el futuro con ojos de expectación y sorpresa…; toda una sinfonía en clave de luz y tensión. Llené el zoom de primeros planos, de cercanía y de texturas, que volcaba sobre las cubetas con impaciencia de avaro por contemplar sus tesoros… Luego me propuse modificar la realidad ajustándola a mi capricho. Eliminé lo que me estorbaba, resalté lo que me agradaba y le di color a mi antojo.

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Al otro lado de la sebe “El hombre de estos campos que incendia los pinares y su despojo aguarda como botín de guerra, antaño hubo raído los negros encinares, talado los robustos robledos de la sierra”. (A. Machado, Campos de Castilla)

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donde se cocinan los telediarios se han activado las alarmas del miedo a la destrucción del patrimonio forestal y desertización del suelo de nuestros montes. Cada día nos asustan con la crónica de sucesos luctuosos, violencia de género, y llamas que destruyen miles de hectáreas a lo largo y ancho de la geografía nacional. Son planos de cementerios vegetales, con tizones ahumando y árboles truncados en la flor de su vida, que enarbolan el luto en sus muñones retorcidos. Algo parecido a un campo de batalla sembrado de dolor y destrucción. Debería de ser para disuadir a los pirómanos… Con la rabia por la impotencia y el miedo en el cuerpo, me viene a la mente un rincón maravilloso a las faldas de los Picos de Europa. Allí se asienta la casa familiar, y junto a ella el pinar, que como un gigante preside las estaciones del año y ve discurrir la vida de los vecinos. Me da cierto miedo que dañen al pinar, que algún desalmado quiera sentirse importante y entrar en las cocinas a través de las pantallas del telediario para ser noticia anónima por un día, destruyendo para ello la vida que otros generaron. Es de ley reconocer que hicieron muy buen trabajo. Los pinos que plantaron cuadrillas anónimas, de las que formó parte mi padre, han crecido y modelado n las redacciones

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el paisaje; hoy conforman un entorno de tonos verdes que son la admiración del forastero, y relax para los ojos del que los disfruta todo el año. El tajo de la repoblación forestal estaba lejos. Gran parte del camino se hacía a pie. Las lluvias y los fríos pusieron a prueba la capacidad de sacrificio de más de cuatro que por un salario de miseria llenaron de vida laderas y lomas. Pero valió la pena. Dejaron tras de sí un cuadro tan maravilloso que ni el mejor artista sería capaz de reproducir en toda su belleza. En el Tercer Inventario Forestal del Ministerio de Medio Ambiente, se sitúa a la provincia de León a la cabecera de la comunidad autónoma con medio millón de hectáreas de arbolado, superando los 707 millones de ejemplares. Tal vez sea la riqueza de una tierra pobre, a la que se le ha escatimado el desarrollo industrial, se le han cerrado las bocas de la mina, y donde no se han creado otros medios de producción… Dice el mencionado inventario que a cada leonés nos corresponden 1.425 árboles. En este reparto somos bastante afortunados: estamos muy por encima de la media nacional. Tocamos a más porque somos pocos, porque se han tenido que ir muchos dejando los árboles donde buscaron nidos, sobre los que escribieron el nombre de su niña a punta de navaja. Pero, por favor, que detengan a los pirómanos hasta que pasen los calores del verano y se les refresquen las ideas. Que no anden por ahí sueltos, dando sustos y destrozando vida. Que no les permitan jugar a ser Nerón, para disfrutar del espectáculo, y quemar los árboles que plantó mi padre entre fríos y barro. Quiero continuar paseando cada tarde desde la huerta de casa, donde nace el pinar, hasta la Fuentona. Seguir disfrutando de la luz del sol poniente que llena

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las pupilas sin herirlas. Oír el cuchicheo de las copas de los pinos que se tratan con las nubes, y la risa infantil de las ardillas que juegan mientras se cuentan secretos entre risas nerviosas…, y saludar a los que como yo disfrutan del paseo.

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Al otro lado de la sebe, más allá de las lindes, los extraños se admiraban

All otro lado o de la seb be, más alllá de las lindes, los extraños sse admirab ban de la de la rei armonía reinante es que saben que se lo pla quentón se con arrmonía inante den ntro. Y dentro. es que Y nno que lo q que ellos no ellos saben plantó scon esperanza, se regó con constancia, y mucho amor. essperanza, e regó con constancia a, humildad d y mucho humildad amor. a

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Primero fue la luz A los hombres y mujeres que se mueven por las alturas, que gobiernan naves y nos traen y llevan con decisión, pericia y mano firme.

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obre las alas del viento remontamos vuelo cuando el sol iba ya de caída. En su agonía desprendió ríos de fuego y color que se vistieron de fiesta y se mezclaron con las sombras de la noche que querían entrar en escena. Ellas cabalgaban sobre el horizonte, abriéndose paso a brazadas de náaufrago, entre espejos de magia y ensueño. Avaras y celosas del ropaje de la tarde querían retener algunos mechones rubios, dominar la escena, adueñarse de las tablas de algodón y de las hebras de luz. Entró en escena la brisa de poniente y, haciendo un guiño a las nubes, se recreó en la suerte con formaciones espectrales, manejando a su gusto látigos de colores variados y suavizando los golpes con el roce de briznas de algodón multicolor, que se desvanecían al sentir el leve roce de la brisa. Reaparecían las sombras un poquito más allá, pintando un nuevo cuadro con tonos y formas inventadas para el caso y el momento. Hubo montes hechos con tintes fuertes y fúnebres, salpicaduras de luz agonizante que refulgían al desprenderse para desaparecer; algunos cúmulos se asentaron sobre pirámides de algodón blanco; aparecieron cerros con los pies en añil y la cabeza amarillo-naranja, cascadas azul violeta, que surgían de entre las tinieblas como relámpagos en la noche, y se dejaron caer por las quebradas acariciando las orillas.

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Aquella tarde en el aire fue un regalo del Señor de los días, que, en un descuido voluntario, dejó los pinceles a los elementos e hicieron locuras… Después todo volvió a su ser: aparecieron tonos grises, con mala intención, creo yo, para borrar los restos de color que el sol venía derramando en el horizonte y, poco a poco, comidas de envidia, se apoderaron de la escena. Ahuyentaron la luz y la hicieron trasponer la línea que marca el día; se adueñaron de la situación y vistieron de luto el firmamento… La luna, que observaba desde una discreta distancia, cubierta de mantilla y presumiendo de señora, vino en ayuda de los últimos rayos, pero fue más su interés que el poderío; apenas estaba naciendo y, aunque hizo un guiño a los viajeros, prometiendo claridad, de momento nada pudo… La noche dominó la situación, hasta que los luceros de la Guaira resplandecieron en lontananza, pero ya había caído el telón y los altavoces anunciaron el fin de la obra…Los invitados recogían sus abrigos y con la mirada gacha se despidieron en silencio del auditorio, haciendo mutis por el foro… Nadie recordaba el argumento. Dijo Dios: “Haya luz, y hubo luz. Vio Dios que la luz estaba bien, y apartó la luz de la oscuridad; y llamó Dios a la luz día, y a la oscuridad la llamó noche”. (Gn. 1, 3-5). La representación ocurrió a 10.000 metros de altura, un día cualquiera de 2004, sobre una inmensa carpa, colgada a 10.000 m. de finos hilos de plata.

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A la sombra del Otoño Me siento unos instantes a la sombra de estos días, antes de que se pierda el tempero de la vivencia, para recopilar recuerdos y rasguños que marcaron la piel mientras anduve en otras tareas, fuera del aula. Los acontecimientos ya sucedieron y no volverán… Me queda el recuerdo para volver a ellos y evocarlos, guardándolos para que no se pierdan del todo.

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eis años amontonan muchas horas, cantidad de encuentros, algunos proyectos y montañas de papeles que envolvieron planes e ilusiones, no todos felizmente resueltos. Antes que fracciones de tiempo son migajas de vida que cayeron de la mesa de trabajo aquí y allá. A veces puede parecer que los aconteceres llegan a destiempo, fuera de plazo, de forma intempestiva; (así me lo pareció aquella mañana calurosa del 19 de julio de 2000), pero llegan cuando es su hora, sin respetos humanos ni reparar en la fecha que marca el calendario. La tarea docente a la que me aplicaron se interrumpió aquel día de forma brusca, inesperada, sorprendente, tras 30 años de laboreo entre adolescentes y números. La entrega del sello oficial formó parte de un abrazo de felicitación y un susurro de invitación a echar una mano en las tareas. Fue todo el protocolo oficial y confidencial que interrumpió la clase. Allí arrancó el nuevo destino…; lo demás vino después. De mis mayores aprendí a no decir no cuando te piden que eches una mano, si te lo piden con since-

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ridad y nobleza, y menos si la petición viene de un hermano. Así se abrió una página nueva en el pequeño libro de mi vida que duró 6 años, con sus días, alegrías y ocupaciones. Hubo de todo. Intenté aprender rápido para mejor servir. Escuché lecciones magistrales impartidas en tono cálido, cariñoso, fraterno y amigable. Me aconsejaron prudencia y ejercicios de escucha. Fue la oportunidad de acercarme a cada casa en su propio ambiente, a cada tarea con sus desvelos y sudores. Descubrí la gran talla humana y religiosa de compañeros que laboran en otros países, en otros paisajes, en otras culturas. Palpé inquietudes, aspiraciones, miserias y grandezas; todo ello repartido en abundantes dosis, formando el valioso patrimonio de los que nos precedieron y compartieron el nombre de familia. Crecí, me sentí feliz, maduré un poco por el calor de otros soles… Ahora, sentado a la sombra de los días, siento una ráfaga de nostalgia al dejar atrás personas, lugares y preocupaciones…, al encontrar viejos amigos un poco más cansados. Sé que su lucha es la mía y sospecho que su cansancio también me afecta.

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Soledad en la huerta A estas alturas del otoño, mi huerta y todos sus habitantes están con el ánimo caído. Las ausencias prolongadas y la falta de atención han hecho mella, de sebes adentro. Es un sentir generalizado. La soledad, de cuatro zancadas, subie la cuesta y recorre los bancales, dejando un reguero de pesimismo que envenena la camaradería y tolerancia de siempre.

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sin una palabra de aliento, sin una presencia amiga, sin una atención que merezca la pena. Cuchichea el nogal, siempre callado, a las ramas jóvenes de los cerezos vecinos, y el eco resuena y se extiende. Una ráfaga de desánimo asoma al rostro de los manzanos cada mañana, descolgándose por sus hojas rizadas, enfermizas, amarillentas; cada vez más pálidas, más cerradas en el recuerdo de otros aromas y otros brillos. En concejo lo trataron una mañana de noviembre: todos opinaron y se lamentaron. Los más antiguos apelaron al sentido común, a la gratitud y paciencia. Recordaron fechas pasadas que dejaron poso, trajeron a la memoria labores, días y acontecimientos…; pero no fue suficiente. En tono airado se alzaron voces disconformes, olvidadizas…; hubo lamentos compartidos, y algunos renegaron de su origen humilde… La tierra que cubre los 3.000 metros cuadrados es pobre, –dijeron–, está desparramada de forma irregular. Cada día afloran nuevos picos, dientes de la roca que asan los días

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muerden los raigones; la artrosis vegetal trepa por los troncos y las ramas se resecan sin remedio… Las zarzas se han crecido, –dijo el ciruelo; su insolencia es intolerable, cubren la reguera, clavan los dientes como lobos y trepan muro arriba con soberbia. Con arrogancia amenazan taponar las venas por las que corre la vida. Los bancales se desmoronan, han perdido consistencia; el tempero es escaso aún en época de lluvias otoñales. Nació ruin y pobretona, y vuelve a su ser natural. El peral de la esquina, débil y retorcido por los años, habló en nombre de los más veteranos y recordó en tono agradecido la labor bien hecha. Sólo el trabajo y la ilusión dieron forma a nuestra vida. Consiguieron que un terreno sin pasado, digno de tener en cuenta, fuera tomando forma y tuviera una presencia digna de tener en cuenta. Se fajó la tierra en bancales de lastras planas; el calor del abono no faltó; vinieron los árboles… La labor consiguió el milagro de plantar aquí un jardín, donde ondeaban banderas blancas al sol y frutales que pintaban de colores el aire de la Peña. Eran días de ilusión, de mejorar, de asentar bases, de sembrar esperanza sobre el terreno… El amo dió a la tierra cuido y dedicación, hasta soñó que un aljibe daba frescor y vida a las plantas: en el sueño calculó posibles, consultó a técnicos, hizo sus cuentas y, como casi nunca le salían, cuando despertó dio por zanjada la empresa… Hoy se echa en falta el calor del amo, pesa mucho su ausencia… Lo recordamos con gratitud y cariño y echamos de menos sus atenciones; –concluyó el nogal estéril, con voz desgarrada y profunda, rompiendo su habitual silencio de árbol solitario.

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El corralón Hay rumores que van y vienen por el barrio, cargados de precaución y recelo. En el corralón se oyen ruidos, dicen algunos; en las noches de luna llena se mueven sombras buscando acomodo en los rincones más oscuros, comentan otros… Cada cual vende el comentario según su miedo y sus fobias, a su manera.

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os vecinos coinciden en que algo extraño se mueve de puertas adentro, en las horas de silencio y quietud, desde que los guajes se reunían a celebrar sus encuentros rituales. Las señoras cruzan la calle de puntillas, con una prisa nerviosa, cuando no tienen otro remedio, procurando no molestar ni hacer ruido, para no incomodar a las sombras. Hay noches en que se oyen chirriar los goznes del portón y suenan a saludo como venido de lejos. Sucede, principalmente en noviembre, cuando cada alma busca su acomodo tras los calores de verano. Algunos aseguran haber visto colgadas de las vigas, como murciélagos que dormitan, historias de los que fueron niños, esperando que vuelvan a recogerlas; y, mientras tanto, allí permanecen acomodadas en su rincón, cambiando de postura cuando la oscuridad lo aconseja. Fue lugar de encuentro de la pandilla en las tardes de verano, cuando la oscuridad daba la cara después del baño en la piscina. El corralón abría la puerta secreta y los integrantes del grupo se colaban con el sigilo que pedía la infancia para proteger del control

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de los mayores los secretos de muchos meses de ausencia, los inventos, las picardías y travesuras. De aquellos días vienen estos ruidos, dicen las abuelas del barrio, que nunca llegaron a entender el afán de los rapaces de esconderse de los vecinos que tomaban su ración de fresco comunal, sentados a la puerta para despedir al día. Pedrín no tiene miedo desde que se instaló en la inocencia, cuando de niño se le heló el pensamiento. Él sabe leer las estrellas y se trata con las sombras que hacen ruido por la noche. Contó al alguacil que los duendes del corralón son los guardianes de la niñez que quedaron atrapados por un rayo de felicidad desprendido de la última despedida de verano. Ahora, dice, reclaman el cumplimiento de las promesas pactadas. Después, cada cual puede retirarse con sus pertenencias, recuerdos e ilusiones, fantasmas y sombras. Se encaramaba de la ribera a la montaña como el eco de su cuerpo, gritando desatinos.

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Filósofo El tío era un filósofo de la vida. Tío Tomás, digo, sabia que la vida era el capital más valioso que tenía, y como tal lo defendía. Sabía, también, que las cebadas y los centenos medraban en proporción al calor que se les diera, razón por la que atizaba candela a su faena, para que por él no quedara… Sabía muchas cosas más, y seguro que el Sembrador se las habrá premiado.

É

l era un filósofo de la vida que poseía el saber popular de la buena gente de entonces; con ella gobernaba a los suyos y, en los ratos libres, los asuntos del pueblo. La ciencia del tío era la justa para estar en armonía con Dios, al que trataba con cierta familiaridad, con la Naturaleza que le rodeaba, y con la vecindad. Sabía apreciar los momentos y disfrutar con los placeres sencillos que las faenas del campo deparaban. En los días de invierno aprovechaba el calor del rescoldo y la holganza de las labores, en verano refrescaba el gargüero con una jarra de vino de elaboración casera, a la sombra del carro, mientras recuperaba el resuello. Era un hombre grande, parsimonioso, defensor de débiles, “desfacedor” de entuertos a su manera, y rezador. No se arredraba ante un pleito, si entendía que la razón estaba de su parte. Gobernó sin sueldo los conflictos de la pedanía, y defendió sus convicciones hasta más allá de lo prudente, cuando entendía que valía la pena... No le asustaba un pleito y en más de cuatro se vio en-

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vuelto, por entender que la razón no tiene más que un camino…: el suyo. Conocía el campo y navegaba entre cebadas y avenas con la soltura del viento que roza las roblonas de la cota, al trasponer los tesos para ocultarse en el valle y perder bravura y fuerza. Pegas y cuervos le vieron pasar a ritmo reposado y tranquilo, según se fue cargando de días, testigos de sus idas y venidas camino de la labranza, sumido en reflexiones y novedades con las que no llegaba a comulgar. El paso de los acontecimientos empezó a pesar sobre su inmensa espalda cuando el pueblo se vio afectado por la epidemia del abandono, que como ola se extendió por las localidades de la comarca, afectando con mayor virulencia a la juventud, que no aguantó y buscó en la ciudad otros modos, otros oficios. No llegó a entender que abandonasen lo suyo, lo de toda la vida, lo conocido y querido, para labrar viña ajena… Le descolocó saber que el pobre, que trabajó lo ajeno toda la vida, alcanzase cotas de bienestar, mientras el rico en tierras y trabajo se veía desasistido y forzado a continuar la pelea más allá de sus fuerzas, para seguir arrancando el pan a la tierra. Eran las cavilaciones que llenaban de preocupación el otoño de sus días… Una mañana, cuando rebuscó en el baúl de juventud, jugando a los recuerdos, se vio sorprendido con tardes de adobe y tapial para terminar la casa y cerrar el corral. Con días de fiesta y siega, con tardes de parva y gozo, con jornales de mina y procesión de San Juan Degollado. En el fondo se topó con el bloc de anotar cosas importantes y en él la liquidación de una deuda bajo el epígrafe que dictó como sentencia el hermano menor: “Una fanega de trigo te debo, ni te la pago,

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ni te la niego. Vaya por el barro que pisé en tardes de verano y adobes, sin ningún sueldo a cambio…” Cuando desde la orilla incómoda del presente escuchó su pasado, recordó los días en que salía al encuentro del desafío y la dificultad, y le pareció algo absurdo su afán por unificar voluntades, pareceres y sentencias… Convino en que había otros puntos de vista… Decidió dejar al agua correr y al mundo rodar, y fue cuando un manto muy blanco iluminó la senda y le cubrió con su resplandor.

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CAPÍTULO VI

Sueños: viandas para el camino Hoy, las cuentas de los sueños se desgranan al reposo de la tarde. Se asoman al remanso de los días de este otoño suave y cálido, mientras aguardan la luz nueva, soñada y prometida. Y entre tanto, juega con los sueños idos, con “Cardosa” que trisca, Peña arriba, en busca de su madre que se fue y ya tarda…, por si se perdió en la Peña, o se entretuvo jugando con el verde plata que ilumina los ojos de “Fonrran”. Hoy, a la sombra de la sebe, escudriña los planetas polvorientos recorridos, con un atisbo de nostalgia, buscando la estela que dejó en su caminar…, y sigue soñando ser el autor de su comedia en el escenario de la tarde. Hoy habla con Él a solas, en la intimidad, para agradecerle la fortaleza recibida mientras anduvo de camino, su presencia en cada sueño, la guía y tutela que le marcó la ruta. Hoy, temblando de gozo, le da las gracias, porque nunca, nunca, nunca le abandonó en el largo recorrido del soñador que fue, y quiere seguir siendo. ¡Gracias, Señor, por los sueños que hacen posible el caminar! Fue el sueño final en esta tarde de gratitudes.


JESÚ ÚS CEREZAL L FERNÁNDE EZ

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Jesús Cerezal Fernández

En las tardes de otoño, a sol poniente, los tristes salen a presumir de

tristeza; gatos lesponien ceden latriste calzada ríendede sus pesares. a sol E En las tardees los de otoño, nte, los es salen ayprrse esumir t risteza; los gatos les cceden la calzzada y se ríeen de sus peesares.

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Sábado en el olivar Aquí se siente a Dios. En el reposo de este dulce aislamiento un fecundo sentido religioso preside el pensamiento. (Gabriel y Galán, Canción)

E

l teléfono, con

su ring…, ring…, me programó la mañana de este sábado otoñal. Desde la distancia una voz pedía ayuda para enterrar muertos que esperaban en salas mortuorias la acogida de la madre tierra y el auxilio espiritual del oficiante. Es costumbre conceder a los que parten el último deseo. Así pues, subí, dispuesto a colaborar en la piadosa tarea de orar y compartir el dolor de la despedida, si me era permitido. Encontré la ciudad del adiós no muy diferente a la de los vivos, regida por la misma ley de la prisa… Y me pareció un contrasentido que cuando alguien se encamina a la eternidad le tasen el tiempo de estancia en su cajón. La ciudad está bien situada, suspendida de un alto, entre el cielo y la tierra, como si de la antesala del paraíso se tratara y nos ofreciese un respiro para organizar el pasaporte, sellar los papeles y arreglar el equipaje, porque en cualquier momento nos llaman para el embarque. Había hileras de coches con matrículas de aquí. Pensé que los usuarios tenían prisa por llegar, por cumplir, por rellenar trámites e incorporarse al sábado de la ciudad de abajo, donde las ocupaciones y amigos seguían esperando. Había, igual que en las calles con aceras rotas y baldosas levantadas, gorrillas que indicaban huecos

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por un euro, floristas que vendían ramos tristes perfumados con lágrimas, cajero automático por si el funeral se alarga, cafetería donde aliviar una urgencia o compartir el comentario, que en ocasiones deriva en temas propios del fin de semana, y que tanto nos ocupan. Todo muy limpio y arregladito… Muchos hombres, en corrillos diseminados, ahumaban a algunos malos espíritus, creo yo, que aún rondaban las cercanías del olivar a la espera de conjurar la partida y jugar su oportunidad. A la luz del día radiante se retiraron, porque entendieron que ya no eran horas de acechar vidas ajenas. Del eco de uno de los corrillos llegó a mis oídos la noticia desalentadora que atribuía a la caída de la hoja el desenlace fatal. Otro prefería abrir sus labios a la esperanza del resultado de los últimos análisis… Todo muy científico y acorde con el momento del encuentro. Intenté concentrarme, aprovechar el espacio que el sábado me proporcionaba para reflexionar sobre las realidades últimas, darle sentido a la ceremonia y remontar el vuelo sobre el dolor y los rostros serios unos, de mejillas macilentas; otros, de resignación los más; y de prisa por terminar de unos pocos… Y me fue difícil sustraerme a la condición de nuestros pesares y sentimientos. Sólo los protagonistas callaban con el rostro velado y gesto agradecido a la madre tierra, que les abre su regazo. A los suyos les dejan en silencio, sin un último adiós, con la esperanza de haberles amado lo suficiente para que les recuerden con gratitud una vez superado el dolor del momento de la partida.

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Pintor de Sueños

Tarde de domingo. Hora de ánimas Lo que cayó no fue nada para lo que se necesita, a decir de los hombres que entienden de cosechas y miran al horizonte entre plegarias y maldiciones. En la ciudad abrió la tarde y los paseantes domingueros se asomaron para airear aburrimiento y sacudir modorra…

C

entornaba los cuarterones, me uní a la comitiva en busca de vecindad, compañía y distracción, harto de soledad y de silencio. Es que las nubes le habían restado protagonismo en su recorrido, mientras él se entretenía curioseando formas y haciendo guiños al viento que se las arrebató de la vista dispersándolas por el poniente. Justo a la hora de ánimas, cuando los estorninos dejan de faenar en el campo para disputarse su trozo de rama en la ciudad, la plaza se llenó de trinos y algarabía que anunciaba el oscurecer. La soledad del paseante se desvaneció por unos instantes para escuchar la vida que se acomodaba en la copa del árbol; luego se hizo silencio y los pájaros abrieron la puerta al sueño que les pintó paisajes de olivares cargados de aceitunas negras, de manadas de toros bravíos pastando entre alcornocales. Cuando se apagó el alboroto y se encendieron las farolas, en la esquina, cara al viento descarado, una voz débil repetía el estribillo de su mercancía dulce, sabrosa y caliente, intentando abrirse paso entre la gente que mira, sonríe y no se detiene: un euro la docena, calentitas, sabrosas, las mejores… uando el día

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Avanza la tarde, sigue la gente en busca de su árbol para recostar el cansancio entre las cuatro paredes del nido, y poder soñar con otro nuevo fin de semana, con otro paseo, con más estorninos… Mientras, se cierran balcones y la noche se adueña de la plaza. En la distancia una voz de metal rompe las tinieblas y recuerda a los rezagados que la comunidad se reúne y les espera en la intimidad del templo; que es el Señor de los estorninos, de los bosques pintados de alcornoques con manadas de toros negros, de las calles rotas y de la noche, el que anima su caminar en la penumbra de la tarde con la ilusión de un nuevo amanecer... Al sueño le acuden calles rotas, aceras levantadas para tropezar, sembrado de vallas, señores que buscan tesoros escondidos y no saben dónde están, ni cómo conseguirlos, ni cuándo aparecerán.

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Fiesta de la esperanza A ti se acogen todos los que duermen, en tu descanso habitan, bajo tu piedra esperan. (Himno de hora menor, día de difuntos)

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os días se descuelgan del calendario en cascada despeñándose sin compasión, sin ningún pudor, como si tal cosa. Por muy atento que estés siempre te pillan descolocado, entretenido, mirando para fuera. Fueron las floristas de traje negro, de luto largo, de mirada penetrante asomada al más allá, las que advirtieron a la población de su llegada. Desparramaron sus tiendas por las calles, cubrieron las aceras con manto de crisantemos, motearon de colores el pavimento y nos invitaron a echar una mirada al calendario de la vida… En el recuento echamos de menos muchas hojas, alguna caras, fechas y amigos… y nos sentimos miembros de los que partieron, y herederos de su misma suerte, llamados a compartir su gozo, a alinearnos con el cortejo de los que testimoniaron su fe desde la orilla de acá. Los “Santos” siempre llegan puntuales a la cita, aunque el otoño no ejerza y los calores se resistan. Ellos se hacen presentes en nuestras vidas, al menos por unos instantes, para invitarnos al recuerdo, a la gratitud, a la esperanza…, para animarnos a seguir la marcha con ritmo alegre y paso responsable y seguro. En caravana salían los vivos de la ciudad de aquí hacia el campo del reposo, donde se alojan los recuer-

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do de ir muriendo un poco cada tramo del camino, las hojas que vuelan cada otoño, los instantes de cada día, las aguas desbordadas de cada río que arrastra vidas hasta la otra orilla… Arriba, en el olivar, en las calles de la ciudad del silencio, se oyen saludos entrecortados, órdenes a media voz, rezos para dentro…, y en el recuerdo se hacen presentes los ausentes con un nudo en la garganta y un pellizco en el pecho, con respeto, con reverencia y cierta incertidumbre ante las postrimerías, que le abren al ser humano hacia lo desconocido. A la tarde, cuando la luz se niegue y las huellas del recuerdo se borren, continuarán dormidos a la espera del toque definitivo de luz y vida…, ya sin atardecer ni luto: viviendo, gozando, alabando. Por un día cobran vida historias no concluidas, mientras por la mejilla se desliza una perla de agua cálida que se transforma en flor hecha oración. A mi padre y a tantos otros hombres buenos, a los que difícilmente les salieron las cuentas mientras las hicieron aquí abajo, y nos esperan con los brazos abiertos en el reino de la luz y de la paz.

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Despedida en el andén Con la ciudad por testigo, en un paso de cebra, en presencia de amigos y conocidos, entre prisas y despedidas, te los robé; fue un poco a traición, sin que lo esperases, por sorpresa…

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a los últimos segundos… No me di cuenta de que tú estabas en otros menesteres y te robé dos segundos, no más, pero fueron robados, lo reconozco. Discúlpame, una vez más. Te prometo que no volverá a suceder. Por si te sirve, te digo: eseé sacarle partido

Perdón por invadir tu recato, por atropellar tus prisas, por ignorar tus ocupaciones. No tenía más que unos segundos en el monedero de mis afectos y recuerdos, y, desde la admiración, respeto y cariño, quise gastarlos antes de marchar, para viajar más ligero, con otro aire… No reparé en que tenías prisa, que llevabas un encargo, que te estaban esperando… Solo vi que te ibas y quise decirte adiós. Cuando los semáforos abrieron el camino y las prisas despidieron al hermano, recompuse la escena y caí en la cuenta de mi torpeza, de mi ceguera, de mi osadía… Sentí que fue ridículo mi actuar y escribí

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sobre la carretera los garabatos que te cuento, a modo de desahogo, de explicación, de disculpa… El resto del camino, el que separa la gran ciudad del Sur, lo hice con pesar, con sentimiento de dolor por la partida, con los ojos puestos en el horizonte que no guarda rencor, que ofrecía brillos nuevos de gratitud en la distancia, por el llanto de la lluvia…, con un interrogante prendido en el sentimiento.

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PINTOR DE DIAS D

Sonrisas y lágrimas, margaritas y peonías, ilusiones y fracasos…, de

todo floreció en losmargaritas sueños dey mi jardín. Hoy, los contemplo gozo onrisas y láágrimas, peonías, ilusiones y fracasos…, , decon todo floreció en So y alegría, son frutolos decontemplo la semilla recibida sembrada. lo os sueños de dporque mi jardín n. Hoy, o con gozo yyalegría, pporque son fruto de laa semilla recibida y sembrada.

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Descolgó y dijo… Fue decayendo, perdiendo vigor, refugiándose en su rincón más querido…, algo que a los suyos les costaba aceptar, porque la sangre reclama cercanía.

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u voz me sonó cansada, apagada, sin el brillo de otros tiempos. Como si la melancolía, que es la alegría de los tristes, a decir de un autor castizo, hubiera acampado por sus fueros en su tarde de verano y la hubiera regalado el desaliento. Quiso mostrar el lado bueno de la jornada y revestirlo de normalidad. A modo de disimulo, e intentando hacerle un quiebro a la jornada, sacó fuerzas de flaqueza y mostró sorpresa por la llamada, que tardó más de lo deseado, dijo. Supe que era la disculpa fácil con la que intentaba dar un pase largo al día que se iba, mientras miraba la pantalla para sentir su compañía, y así ocultar los posos que le dejaba. Se escudó en el tiempo, en el calor que rezuma el asfalto, en la ocupación monótona que desgasta la ilusión y pone plomo en las alas…, en mil y una razones que enmascaran la situación y le permiten renovar la ilusión al ver llegar la luz cada mañana y esperar que la tarde le regale otra quietud, otro descanso, nueva alegría… Fue en vano, conozco la excusa, sé que es el maquillaje que se pone para no dejar traslucir el rostro de sentimientos y pesares que le hurgan por dentro. Después llevó la lidia al albero de las ausencias, de las ingratitudes, de los olvidos incomprensibles, al no recordar a quienes se fueron pronto. Preguntó el porqué de la prisa en la partida, de otros modos de

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hacer y entender, de cambios y falta de sensibilidad que se encubren en el olvido…; y vació parte de sus pesares como sin querer. El niño se fue –dijo–, para darme una pista, por si no se me alcanzaba la verdadera razón...; yo también me iré cuando las tardes de agosto comiencen a poner cerco a la luz y las cigarras vean cercano el otoño…; hasta entonces, voy a cuidarme, dijo con poca convicción. Terminó queriendo disipar dudas y añadiendo, en tono agradecido, que la llamada fue oportuna, que le sonó bien...

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Pintor de Sueños

Regalo compartido Tiempo de bonanza y de madurez, de reflexión y de ocio. Tiempo para degustar y compartir el regalo entrañable y juguetón que llegó a casa a cuatro patas, luciendo piel canela y mirada de niño bueno, con quien compartir el rato…

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rotsqui es joven, juguetón y algo sinvergüenza. Tal vez fuera más exacto decir que es alegre, extrovertido, inteligente, zalamero y cariñoso. Su pelo es marrón canela y tiene ojos de azabache engastados en cara de pícaro inocente, con dos agujeros por nariz abiertos sobre fondo negro. Mira tierno y gruñe para hacerse presente en medio de la conversación de los mayores… Es como un niño en versión perro, que, a medida que va descubriendo el mundo que se alcanza desde la manta de su jaula, se afianza en su poderío e hinca el diente a todo lo que le rodea para dejar claro que es un perro macho, dispuesto a lo que sea. De momento, el nombre le viene grande, dado su peso y el escaso carácter revolucionario. No apunta intenciones de luchar contra el poder establecido, ni de resolver el problema de la propiedad de la tierra, aunque quién sabe; con el tiempo todo puede llegar. Se considera un perro con suerte. Llegó a casa como regalo de cumpleaños y, a decir verdad, la acogida inicial produjo algunas escaramuzas que acabaron en acuerdo de paz, con demarcación de territorios y asignación de obligaciones, para mejor convivencia…; casi todo papel mojado.

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Pronto supo ganarse el terreno con cuatro carantoñas y dos aullidos zalameros, y pronto era dueño de los afectos desparramados por la galería y el jardín. Poco a poco fue tomando posiciones y hoy cuenta con sitio preferente al lado del radiador, atención veterinaria, control de peso y algunas golosinas de capricho. A ciertas horas de la mañana se cierra la puerta de la calle, y dentro, en la galería y en el jardín, comparten paseo y confidencias la abuela y Trotsqui. Se cuentan cosas: la abuela le habla del pueblo, de otros perros que se mueven entre el ganado y lo defienden; del Caín que asustaba a los hombres que se echaron al monte al terminar la contienda; del Turco, que acarreaba a los niños de la familia y jugaba con el gatito que le disputaba, en bromas, la comida… Trotsqui calla, escucha y asiente con ladridos infantiles. Sueña que también él será un perro importante y le promete a la abuela compañía cuando los demás se vayan a sus cosas. Algunos días se cruza una nube que secuestra las palabras y se hace silencio en el jardín; es como si los humores se revolvieran y no fuera día de amistad y confidencias. Son los momentos propicios en los que el cachorro aprovecha para soñar desde su manta mirando al futuro, rumiando las enseñanzas del Caín y del Turco… Es cuando la abuela recurre al rincón de la memoria y recoloca cada acontecimiento, cada pena, cada alegría, en el bazar de otros tiempos.

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Epílogo

G

ha producido leer esta magna opera prima del padre Jesús Cerezal Fernández, en la que ha expresado magistralmente, con su consumada prosa poética, unos recuerdos muy vivos en su mente, cargados de una fuerte emotividad nostálgica para sus paisanos coetáneos, buenos conocedores de todas aquellas costumbres rurales, muchas de ellas ya lamentablemente desaparecidas por los cambios inherentes al ser humano. Se trata, sin duda alguna, de un documento sumamente didáctico e instructivo para las jóvenes generaciones, para quienes queda ya bastante lejano todo cuanto aquí se nos cuenta, un pasado muy duro y difícil que contrasta con nuestro presente, bastante más cómodo y fácil, donde casi todo se puede conseguir con gran rapidez. Estos capítulos son retazos de una larga vida, con muchas y variadas experiencias en diversos lugares de nuestra geografía española, que han curtido a un buen hombre nacido en la montaña leonesa y que ha ejercido su labor evangelizadora y docente en estas tierras meridionales, tanto en Motril como en la propia capital granadina. Felicito al padre Jesús por su excelente trabajo y le animo a que continúe regalándonos sus interesantes y múltiples vivencias perfectamente redactadas con ran fruición me


Epílogo

ese tan peculiar estilo suyo que enriquece el acervo literario de nuestra vasta Literatura Española, siempre fuente de conocimiento, de deleite y, por supuesto, de enseñanza. Gustavo Romero

“Exegi monumentum aere perennius …”, Horatius, Carmina, III, 30.

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GLOSARIO

Abancalar Hacer bancales en un terreno. Abrojo Planta de tallos largos y rastreros, hojas compuestas, fruto redondo y espinoso y flores amarillas. Adobes Masa de barro y paja, moldeada en forma de ladrillo y secada al sol, utilizada en la construcción. Aguzo Palo seco, de urce, de color blanco, que se utilizaba como antorcha para iluminar en alguna región de León. Ahorcar los Abandonar los estudios o los hábitos religiosos. libros Arrebujar Cubrir bien o envolver a una persona con la ropa de la cama o con una prenda de vestir. Arrendajos Pájaro córvido de unos 35 cm de longitud, cuyo plumaje es pardo rosado, con la cola y las alas negras. Arrumaco Demostración de cariño hecha con gestos o ademanes. Atropar Reunir algunos recuerdos . Aventar Echar algo al viento, en especial el grano y la paja de los cereales para que al caer lo hagan separados. Baleo Planta recia y áspera que se utiliza para hacer escobas para barrer la era. Berros Planta herbácea de tallos gruesos, hojas compuestas de hojuelas lanceoladas, flores pequeñas y blancas y fruto en cápsula alargada. Boquero Boquete o abertura de gran tamaño por donde se metía la hierba y la paja en el pajar.


Glosario

Cabruñar Sacar el corte a la guadaña, picándolo en toda su longitud, con un martillo y un yunque. Cachivaches Objeto, generalmente de escasa utilidad, al que se concede poco valor. Cándanos Palos secos muy duros y resistentes, generalmente de urce. Carámbanos Trozo de hielo largo y acabado en punta que se forma cuando se congela el agua que cae de un lugar alto. Cárcavas Hoya o concavidad formada en el terreno por la erosión de las corrientes de agua. Carlancas Collar ancho y fuerte, provisto de puntas de hierro, que preserva a los mastines de las mordeduras de los lobos. Carrascos Encina, generalmente pequeña y sin haber llegado a tomar forma de árbol. Castillete Armazón de distintas formas y materias que sirve para sostener una cosa. Cayado Bastón grueso, generalmente de madera, y con el extremo superior curvo se usa principalmente para conducir el ganado. Ceba Alimentación que se da al ganado, en especial al destinado al consumo humano, para que engorde. Ceño Gesto que se hace frunciendo la frente y las cejas en señal de enojo, preocupación, etc. Cepas Parte del tronco de un árbol o una planta que está bajo la tierra y unida a la raíz. Chayotera Planta trepadora de hojas verdes (…) y fruto (chayote) comestible. Collada Collado. Depresión del terreno. Compaña Compañía (cercanía). Concejo Corporación o grupo de personas integrado por un intendente y varios concejales que se encarga de administrar y gobernar un municipio. Reunión de los mismos. Corraleta Recinto cercado y generalmente descubierto, junto a las casas rurales, que sirve para guardar el ganado doméstico.

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Glosario

Cortafuegos Franja ancha de terreno que se deja sin vegetación en un bosque campo de cultivo para impedir que se propague el fuego en caso de incendio. Corte Corral. Establo donde se recoge de noche el ganado. Cortejar Hacer la corte [una persona] a otra, especialmente [un hombre] a una mujer, para tratar de enamorarla o seducirla. Crines Conjunto de pelos gruesos y largos que tienen los caballos y otros animales a lo largo de la parte superior del cuello o en la cola. Croar Emitir [la rana] su voz. Cuatro aparatos Aquí: escasos muebles que componen el ajuar familiar. Cubil Lugar cubierto que sirve a las fieras y otros animales salvajes para refugiarse habitualmente y tener sus cría. Cuérnago Cauce. Aquí: represa que acumula el agua a la entrada del molino. Demiurgo En la filosofía platónica y gnóstica, artífice o alma universal que es principio ordenador de los elementos preexistentes. Desvencijar Hacer que una cosa pierda su firmeza o cohesión separando las partes que la forman. Empatillar Unir el anzuelo al sedal. Empedrar Pavimentar el suelo con piedras clavadas en la tierra o ajustadas unas a otras. Federal Nombre con el que era conocido el único camión que había en el barrio en los años cincuenta. Filandón Reunión, generalmente en la cocina en veladas de invierno, en la que los hombres y mujeres hacían labores artesanales y uno leía en voz alta para todos. Galería Espacio largo y estrecho de un edificio o una casa que comunica unas estancias con otras. Aquí: galería de la mina que da acceso al lugar del tajo. Gamones Planta liliácea perenne, con hojas en forma de junco y tallos huecos, que tiene las flores blancas, en espiga apretada, y las raíces con tubérculos.

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Glosario

Gavillas Conjunto de ramas o tallos unidos o atados por su centro, más grande que un manojo y más pequeño que un haz. Gocho Cerdo, cochino, puerco. Gorjeo Canto de algunos pájaros que consiste en un sonido agudo y prolongado con cambios rápidos ascendentes y descendentes. Gozne Nombre masculino. Bisagra, especialmente la de una puerta o ventana. Grisú Gas incoloro, inodoro, inflamable y venenoso, más ligero que el aire, que está compuesto principalmente de metano y mezclado con el oxígeno del aire es explosivo. Guadaña Apero de labranza que sirve para segar a ras de tierra estando el agricultor erguido. Guaje Niño, muchacho, jovenzuelo. Guedejas Cabello suelto, especialmente el que cae sobre los hombros sin recoger ni trenzar. Gusarapas Cualquier animal pequeño con forma de gusano que se cría en el agua u otro líquido. Hacendera Aquí: Reunión en la que participan los vecinos de un pueblo para realizar trabajos comunes para la comunidad vecinal. Hambruna Escasez generalizada de alimentos básicos que padece una población de forma intensa y prolongada. Heminas Campo de labranza. Hocejo Hocino. Herramienta de hoja ancha y acerada, con mango, utilizada para contar leña. Hojascos Aquí: haces de ramas con hoja con que se alimentaba al ganado (ovejas y cabras), cuando no salían al campo en los meses de invierno. Holganza Descanso y tranquilidad que disfruta la persona que tiene poco o nada que hacer. Hosco Que tiene un carácter cerrado, desagradable y que no gusta de relacionarse con los demás. Hurces Brezo. Arbusto pequeño, de tallos ramosos, hojas perennes y aciculares, flores pequeñas, blancas, moradas o rosadas y fruto en forma de cápsula rodeado por la flor y separado en cuatro valvas.

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Glosario

Indio y Pardo Nombre con el que se designan a algunos anzuelos de pluma, dependiendo del color y del tono de la pluma con la que están hechos. Invertirse en Aquí: ocuparse en alguna tarea. Jirones Trozo desgarrado o arrancado de una tela o de una prenda de vestir. La cuelga Regalo que se da a alguien en el día de su cumpleaños. Machacar Aquí: Sonido emitido por la cigüeña al crotorar, el ajo haciendo chocar la parte superior y la inferior del pico. Maquila Cantidad de grano, harina o aceite que corresponde al molinero por la molienda. Mazar Batir la leche en la mantequera, o en un odre, para que se separe la manteca. Mendrugo Pedazo de pan duro o desechado, especialmente el sobrante. Montiscas Aquí: manzanas silvestres que recolectábamos los niños y madurábamos entres paja. Morena Montón de mieses que los segadores, después de segarlas, hacen en las tierra. Morriñas Sentimiento de tristeza o de pena que se siente al estar lejos de la tierra natal o de las personas o lugares queridos. Moscar Picarle la mosca a las vacas. Muela Piedra redonda de un molino que gira sobre otra fija para triturar grano u otras cosas. Muesca Corte de forma semicircular que se hace, como señal, al ganado vacuno en la oreja. Obnubilar Hacer perder a una persona, de forma pasajera, el entendimiento y la capacidad de razonar o de darse cuenta con claridad de las cosas. Odre Piel de algún animal, cosida, pegada y preparada para guardar o contener líquidos, especialmente vino o aceite. Otoñadas Aquí: pasto que produce un prado en otoño, después de haber sido segado en primavera. Pagar el piso Invitación que hacía el joven forastero, que pretendía a una chica, a los mozos del pueblo de la chica.

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Glosario

Pardales Pájaro cantor de unos 14 cm de longitud, plumaje marrón con manchas negras, grises y castañas, cuerpo rechoncho y pico grueso; vive en las poblaciones y tierras de cultivo. Parva Cereal segado y extendido sobre la era para ser trillado. Pegas Urraca. Pájaro cantor carnívoro de pico fuerte y ganchudo, cola larga y costumbres similares a las rapaces. Pendones Estandarte largo colgado de una asta, generalmente acabado en punta, que se lleva en las procesiones como insignia de una iglesia, una cofradía o un pueblo. Pendones Bandera o estandarte, generalmente más largo que ancho, que empleaban como insignia distintiva los regimientos, los batallones y otras agrupaciones militares. Perro de carea Perro que conduce el ganado hacia algún lugar. Piafar Alzar el caballo, estando parado, las patas delanteras alternativamente dejándolas caer con fuerza y en el punto en que estaban. Piornos Arbusto muy ramificado de ramas cortas, rígidas y gruesas, hojas caducas, flores olorosas de color amarillo vivo. Pozo Hoyo profundo que se hace en la tierra para permitir el acceso a una mina. Puerto Aquí: Represa que se hacía para estancar el agua y servirse de ella para regar. Punta de Porción pequeña de algo: una punta de ganaganado do. Quilma Costal de tela gruesa utilizada para transportar grano a la panera, al molino, etc. Raigones Raíz gruesa que queda al arrancar una planta Rapaz 86 Muchacho de corta edad. Rengo Persona o animal que renguea. Retahíla Serie larga de sucesos o cosas no materiales, iguales o análogas, que están, suceden o se mencionan una tras otra.

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Glosario

Reteles Aparejo de pesca formado por un aro que lleva sujeta una red en forma de bolsa; se usa para pescar cangrejos de agua dulce. Sacadera Cuévano pequeño que se emplea para ayudarse a sacar la trucha del río cuando ya está enganchada en el anzuelo y próxima a la orilla. Sacar por Reconocer por los rasgos físicos como miembro la pinta de una familia. Sebe Cercado de estacas altas entretejidas con ramas largas. Solana Sitio o lugar donde da el sol de lleno. Soldada Dinero que recibía regularmente una persona por un trabajo, en especial el que recibían los campesinos. Stock Conjunto de mercancías o productos que se tienen almacenados en espera de su venta comercialización. Taimado Persona que es astuto, pícaro y disimulado. Talpa Topo. Mamífero insectívoro de 15 a 20 cm. de largo, patas cortas y uñas largas. Vive el largas galerías que excava bajo tierra. Tapinar Cortar con la azada un pedazo de césped para injertarlo en algunas calvas del terreno, principalmente prados. Tempero Sazón (estado adecuado de la tierra para plantar y cultivar) que adquiere la tierra con la lluvia. Teso Colina baja que tiene alguna extensión llana en la cima. Tisis Tuberculosis que afecta a los pulmones. Tomar las diez Tente en pie que se tomaba hacia las once de la mañana, entre el desayuno y el almuerzo. Trancar de Poner a una puerta o venta una tranca, cerrojo u la puerta otra cosa para impedir que se abra. Triscar Dar saltos alegremente de un lugar a otro [una persona o un animal], de modo semejante a como lo hacen las cabras.

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Glosario

Urces Arbusto enano y reptante, de tallos ramosos, hojas perennes y aciculares, flores pequeñas blancas, moradas o rosadas y fruto en forma de cápsula rodeado por la flor y separado en cuatro valvas. Vadear Atravesar un río u otra corriente de agua por un vado. Vale de hulla de carbón que se daba a cada minero para el uso domestico. 300 Kl. En otoño e invierno y 250 en primavera y verano. Varales Vara muy larga y resistente, utilizada para colgar al humo la matanza. Vecera Manada de ganado perteneciente a una vecindad Zagala Pastor/a joven que está a las órdenes de otro pastor. Zancajos Hueso que forma el talón del pie. Zapador Soldado que pertenecía a un cuerpo encargado de abrir trincheras y camino en las marchas. Zapateros Insectos de cuerpo negro, estrecho y alargado, con las patas delanteras cortas y las centrales y traseras muy largas y delgadas, que corre por la superficie del agua con gran rapidez y agilidad. Zurrar a Quitar el pelo a una piel de animal y curtirla. Aquí, batir y fustigar a las liebres haciéndolas salir las libres de su madriguera.

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la tarde del 9 de junio del año 2013, festividad de san Efrén (s. IV), diácono y escritor, doctor de la Iglesia apodado en su tiempo “El arpa del Espíritu”, al cuidado de los maestros artesanos de Taller de Diseño Gráfico y Publicaciones S.L. (TADIGRA), en Granada, para Editorial Tleo. Se ha empleado cartulina couché mate de 300 grs. en la sobrecubierta, y papel estucado de 135 grs. en el interior. Impreso con tecnología digital.

Este libro se terminó de imprimir la tarde del 22 de febreo del año 2018, festividad de la Cátedra de San Pedro, al cuidado de los maestros Este libro se terminó de imprimir al alba del 7 de julio del año 2009, artesanos de Taller de Diseño Gráfico y Publicaciones S.L. fiesta de San Fermín, al cuidado de los maestros artesanos de (TADIGRA), Ganada, para Editorial Tleo. Se ha Taller de DiseñoenGráfico y Publicaciones S.L. (TADIGRA), empleado cartulina couché mate deTleo. 300 grs., en la en Granada, para Editorial cubierta, y papel ahuesado Se ha empleado papel verjurado de 200 de grs.,80 engrs. la cubierta, el 135 interior. Impresode 70 grs., y estucadoen mate grs., lithoSUP y barcinocon de 30tecnología grs., en el interior. Impreso condigital. tecnología digital.


S

infonía de luz y color aprendida en el paisaje madrugador

de la infancia, que fue abriéndose a horizontes nuevos, contemplados, casi siempre, desde el balcón de los sueños. Aquí, la silueta en blanco y negro del minero, un poco más encorvado cada mañana camino del pozo, para enterrar en él sus mejores horas de luz. Después, al volver, tiznado por fuera, roto y cabizbajo por dentro, un poco más hundido cada día, porque en la galería quedó atrapado otro compañero.

Arriba, en la montaña, los Ojos de Fonrán que se derraman en verdes cálidos ante el asombro del vaquerillo que despierta al gallo pregonero del día. Abajo, en la ribera, fotogramas de afanes, de siega y trilla, que culminan la jornada aventando la paja que vuela sin fundamento y se sustancia en pan blanco para la mesa de la alegría. Por eso digo que: soñar, ¿para qué…? ¡Mejor pintar los sueños!

ISBN: 978-84-15099-90-1


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