La caída del último virrey

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JOSÉ HERRERA PEÑA

LA CAÍDA DE UN VIRREY SOBERANÍA, REPRESENTACIÓN NACIONAL E INDEPENDENCIA EN 1808 EN HOMENAJE A FRANCISCO PRIMO DE VERDAD Y RAMOS SÍNDICO DEL AYUNTAMIENTO DE MÉXICO EN EL BICENTENARIO DE SU MEMORIA PÓSTUMA, 1808


JOSÉ HERRERA PEÑA

IMÁGENES TOMADAS DE GARCÍA, GENARO, DOCUMENTOS HISTÓRICOS MEXICANOS, OBRA CONMEMORATIVA DEL PRIMER CENTENARIO DE LA INDEPENDENCIA DE MÉXICO. MÉXICO: MUSEO NACIONAL DE ARQUEOLOGÍA, HISTORIA Y ETNOLOGÍA, 1910.

IMÁGENES

DE TEXTOS IMPRESOS TOMADAS DE LÓPEZ CANCELADA, JUAN, LA VERDAD SABIDA Y BUENA FÉ GUARDADA. ORIGEN DE LA ESPANTOSA REVOLUCIÓN DE NUEVA ESPAÑA COMENZADA EN 15 DE SEPTIEMBRE DE 1810. DEFENSA DE SU FIDELIDAD. QUADERNO PRIMERO. CÁDIZ, M. SANTIAGO DE QUINTANA, 1811.

SOBERANÍA, REPRESENTACIÓN NACIONAL E INDEPENDENCIA EN 1808. JOSÉ HERRERA PEÑA PRIMERA EDICIÓN: MÉXICO 2009 SENADO DE LA REPÚBLICA-CONGRESO DEL ESTADO DE MICHOACÁN DE OCAMPOGOBIERNO DEL DISTRITO FEDERAL/SECRETARÍA DE CULTURA ISBN: 978-607-7611-11-0

LA CAÍDA DE UN VIRREY SOBERANÍA, REPRESENTACIÓN NACIONAL E INDEPENDENCIA EN 1808 SEGUNDA EDICIÓN: MAYO DE 2015 AMAZON, CREATESPACE ISBN-13: 978-1512398649 ISBN-10: 1512398640 Copyright © José Herrera Peña ius.jhp@gmail.com

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TEMARIO PRESENTACIÓN A LA PRIMERA EDICIÓN PRÓLOGO A LA PRIMERA EDICIÓN

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INTRODUCCIÓN 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 1. 2. 3. 4. 5. 6. 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8.

LLEGADA DE LA NOTICIA………………………………………. REINO Y COLONIA……………………………………………… PROPUESTA DEL AYUNTAMIENTO……………………………… SEGUNDA PROPUESTA………………………………………… NECESIDAD DEL CONGRESO…………………………………… SUPREMA FUENTE DEL DERECHO, DEL PODER Y DE LA JUSTICIA TIPOS DE REPRESENTACIÓN Y SISTEMAS DE ELECCIÓN……….. GOLPE DE ESTADO…………………………………………….. CAPÍTULO I PRIMERA CONFRONTACIÓN NOTICIAS DEL DESCABEZAMIENTO……………………………... REACCIÓN DEL AYUNTAMIENTO DE MÉXICO…………………… FRANCISCO DE AZCÁRATE……………………………………... MÉXICO Y GUADALAJARA………………………………………. JOSÉ DE ITURRIGARAY…………………………………………. OBJECIONES DEL REAL ACUERDO……………………………… CAPÍTULO II CIMIENTOS PARA UNA SOBERANÍA CONFLUENCIA DE DERECHOS…………………………………... SENTIMIENTOS COMUNES………………………………………. MELCHOR DE TALAMANTES…………………………………….. NATURAL INCLINACIÓN………………………………………….. SEGUNDA CONFRONTACIÓN……………………………………. BALANCE DE LA SITUACIÓN…………………………………….. INTERREGNO Y CONGRESO……………………………………... CIMIENTOS PARA UNA SOBERANÍA………………………………

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1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11. 12. 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11. 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8.

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CAPÍTULO III LAS PRIMERAS ASAMBLEAS INSTALACIÓN DE LA JUNTA DE MÉXICO………………………… PRIMERA REUNIÓN…………………………………………….. PROCLAMACIÓN DE FERNANDO……………………………….. LUGARTENIENTE DEL REY……………………………………… NI JUNTAS ESPAÑOLAS NI AMERICANAS……………………….. FRANCISCO PRIMO DE VERDAD……………………………….. LA POSTURA DEL SÍNDICO DEL COMÚN………………………… LA POSTURA DE LOS FISCALES…………………………………. COLONIA E INDEPENDENCIA……………………………………. SEGUNDA ASAMBLEA…………………………………………… DEBATE SOBRE EL RECONOCIMIENTO………………………….. JACOBO DE VILLAURRUTIA……………………………………… CAPÍTULO IV EL GOLPE CONVOCATORIA AL CONGRESO NACIONAL……………………… TERCERA REUNIÓN……………………………………………... EMPERADOR DE MÉXICO……………………………………….. RENUNCIA DEL VIRREY Y CUARTA REUNIÓN……………………. ÚLTIMO DEBATE………………………………………………… RECHAZO A LA RENUNCIA………………………………………. LLUVIA DE IDEAS………………………………………………... QUITARLO DE EN MEDIO………………………………………… EL PLIEGO DE MORTAJA………………………………………… SÍNDICO, VIRREINA, DEUDAS…………………………………… RESENTIMIENTO NACIONAL…………………………………….. CAPÍTULO V COLONIA INDEPENDIENTE PLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA………………………………. COLONIA E INDEPENDENCIA……………………………………. NUEVOS REINOS, NO COLONIAS………………………………… REGRESO A LOS ORÍGENES…………………………………….. MONARQUÍA Y REINOS………………………………………….. PROHIBICIÓN DE ENAJENAR…………………………………….. NECESIDAD DE VER ADELANTE…………………………………. NUEVO TRATO…………………………………………………..

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CAPÍTULO VI DOCTRINA Y LEY LOS AUTORES………………………………………………….. JUAN DE SALA…………………………………………………. LÍMITES AL GOBERNANTE………………………………………. LAS PARTIDAS………………………………………………….. HEINECIO………………………………………………………. MARÍN Y MENDOZA…………………………………………….. ALMICI………………………………………………………….. LA RECOPILACIÓN………………………………………………. DERECHO NATURAL…………………………………………….. CAPÍTULO VII SOBERANÍA E INDEPENDENCIA CONCEPTO DE INDEPENDENCIA……………………………….. SOBERANÍA Y NACIÓN………………………………………….. OPOSICIÓN DE “IZQUIERDA” E INDEPENDENCIA………………… OPOSICIÓN DE “DERECHA” Y COLONIA…………………………. EVOLUCIÓN DEL CONCEPTO DE INDEPENDENCIA………………. NUEVO FUNDAMENTO IDEOLÓGICO…………………………….. EPÍLOGO INDEPENDENCIA DELINCUENTE PLANTEAMIENTO CUESTIONADO………………………………... PREVISIÓN INEVITABLE…………………………………………. ETAPAS DE LA ESTRATEGIA…………………………………….. REPRESENTACIÓN NACIONAL…………………………………… BIBLIOGRAFÍA EL AUTOR

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PRESENTACIÓN A LA PRIMERA EDICIÓN Como parte de sus actividades editoriales, la Comisión Espe-­‐ cial encargada de los festejos del Bicentenario de la Independen-­‐ cia y el Centenario de la Revolución Mexicana del Senado de la República, presenta el libro Soberanía, Representación Nacional e Independencia en 1808 del doctor José Herrera Peña, en coedi-­‐ ción con la Legislatura de Michoacán y la Secretaría de Cultura del Gobierno de la Ciudad de México. Doctorado en Ciencias Históricas por la Universidad de La Ha-­‐ bana y profesor e investigador del Centro de Investigaciones Jurí-­‐ dicas de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universi-­‐ dad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, el autor presenta en esta obra una nueva visión de los acontecimientos que cimbraron los fundamentos legales y políticos de la Nueva España a princi-­‐ pios del siglo XIX. Cuando Napoleón invade España con el propósi-­‐ to de llegar hasta Portugal para consumar el bloqueo continental de Inglaterra, y aprovecha la debilidad de la dinastía borbónica, poniendo en el trono a José Bonaparte, se iniciaron los procesos independentistas en toda la América hispana. Mientras en la península se reorganiza la resistencia a la inva-­‐ sión napoleónica, los aristócratas y la naciente clase media ilus-­‐ trada de este lado del Atlántico se preguntan si deben conservar el poder a favor del rey, de la corona española o de alguna de las Juntas españolas. Otros como los síndicos del Ayuntamiento Fran-­‐ cisco Azcárate y Francisco Primo de Verdad, y el fraile peruano fray Melchor de Talamantes, consideraron que estando incapaci-­‐ tado el monarca para gobernar sus colonias, debía formarse un gobierno independiente. De especial interés es el análisis que hace el autor sobre la condición de la Nueva España como reino integrante de la corona española. Las reformas borbónicas introdujeron el concepto de colonia para equiparar los territorios de ultramar a las florecien-­‐ tes Trece Colonias inglesas.

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La trascendencia de la obra de Herrera Peña radica en subra-­‐ yar, por un lado, la importancia que tuvo el debate generado en torno al concepto de soberanía y la personalidad en que recaía: el Rey o el pueblo, y por otro, la experiencia que emergió respecto a la representatividad, todo lo cual sentaría las bases de la cons-­‐ trucción y consolidación del estado-­‐nación mexicano liberal. Asimismo el autor profundiza en las fuentes jurídicas que nu-­‐ trieron las discusiones; las legislaciones hispánicas, como las céle-­‐ bres Siete Partidas de Alfonso el Sabio y la nueva Recopilación de Indias (conjunto de leyes aprobadas en 1567 por Felipe II), a lo que sumaron el derecho de gentes, el derecho natural y las espe-­‐ culaciones del derecho holandés, alemán y francés, contenidas en las obras de Hugo Grocio, Samuel von Pufendorf y Jean Bodin. La lectura de Soberanía representación nacional e indepen-­‐ dencia en 1808 despejará muchas de las dudas e incomprensiones acerca de uno de los momentos históricos cruciales de nuestra historia, cuando inició la búsqueda de nuestra independencia y la valoración de las instituciones que nos rigen. Senador Melquiades Morales Flores. Presidente de la Comisión Especial encargada de los Festejos del Bicentenario de la Independencia Nacional y el Centenario de la Revolución Mexicana. Senado de la República.

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PRÓLOGO 1898 fue crucial en los destinos de Hispanoamérica. La invasión napoleónica a la península ibérica y la rebelión del pueblo español contra los ocupantes franceses tuvieron enormes consecuencias para la América Hispana y fue el preludio de su emancipación. La independencia hispanoamericana, cuyo bicentenario conmemoramos, no se proclamó en 1810 sino posteriormente. La ruptura con España no fue considerada en esa fecha, ni formaba parte de un proyecto patriótico largamente acariciado por la población americana, como nos ha hecho creer el consenso historiográfico construido por la historia oficial, de matriz liberal positivista. En realidad, una buena parte de los criollos que reaccionaron a la ocupación francesa de España no pretendían inicialmente el establecimiento de repúblicas independientes, aunque esa aspiración apareciera más tarde como consecuencia de la frustración de las reformas gaditanas, del propio desarrollo de los acontecimientos y de la radicalización de muchos de esos iniciadores, lo que terminó por modificar sustancialmente las intenciones, programas e ideario original. El proceso comenzó siguiendo el modelo de lo que sucedía en España para enfrentar a las fuerzas de Napoleón, con el establecimiento de juntas autónomas en las principales capitales de Hispanoamérica. Estos gobiernos americanos se valían de la misma argumentación de las juntas españolas para asumir la soberanía, rechazar la ocupación napoleónica y preservar el trono a Fernando VII, y aunque los criollos tenían un peso significativo en ellos no pretendían todavía la independencia de España. Los hispanoamericanos, que en forma mayoritaria se sentían españoles, con los que estaban enlazados por vínculos históricos, tradiciones, cultura, idiosincrasia, lengua y religión, se inclinaban a no reconocer a los franceses que habían invadido España e incluso a rechazarlos. Si bien las diferentes reacciones a estos acontecimientos dependieron en gran medida de las especificidades locales, también tuvieron mucho que ver con una serie de imaginarios y valores compartidos entre americanos y españoles. En la evaluación de estos acontecimientos hay que tener presente que muchos criollos todavía se sentían “españoles america-

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nos” y no consideraban necesario cortar el vínculo colonial –término cuestionado en este libro en su aplicación para Nueva España-, a lo que contribuyeron las propias declaraciones de la Junta Central (22 de enero de 1809) y la Convocatoria a Cortes (14 de febrero de 1810) que les reconocía sus derechos y les convidaba a enviar representantes a la metrópoli. No obstante, los habitantes de las “colonias” iban tomando conciencia de su identidad americana, pues desde el siglo XVIII se venía hilvanando un imaginario propio mediante la exaltación del pasado prehispánico y la admiración de los valores autóctonos, en gran medida gracias a la labor de los jesuitas criollos, desterrados desde 1767, como el veracruzano Francisco Javier Clavijero. La incubación de esta conciencia hispanoamericana, al margen de la española, facilitó que al agravarse la confrontación con los realistas se pasara con relativa facilidad, de la defensa de Fernando VII y los vínculos con la metrópoli, a la ruptura y la proclamación de la independencia. La enconada resistencia realista, o sea, de las viejas autoridades metropolitanas, de los españoles y de un sector conservador de los propios criollos, negados a aceptar el nuevo orden implantado por las juntas hispanoamericanas – que consideraban ilegítimo el Consejo de Regencia y sin jurisdicción sobre la América Hispana- llevó muy rápidamente a enfrentamientos armados. De allí que la declaración formal de la independencia ocurriera después de establecidos gobiernos autónomos y de iniciada la guerra con los representantes tradicionales de la corona. Todo esto no invalida, por supuesto, que en la mente de algunos criollos ilustrados y determinadas personalidades preclaras, adelantados a su tiempo, la idea de la independencia y la formación de una nación en su sentido moderno ya estuviera presente con anterioridad, como parece ser el caso del propio Miguel Hidalgo, cuyo horizonte más íntimo fue quizá la emancipación de España. Al avalar la tesis de una inmadura conciencia “nacional” hispanoamericana, a principios del siglo XIX, apuntan varios ejemplos. La apatía con que en 1806 fue recibida por los habitantes de la costa venezolana (Coro) a los expedicionarios del Leander, encabezados por Francisco de Miranda, cuya Proclama a los habitantes del continente Américo-Colombiano, que llamaba a la independencia de Hispanoamérica, no podría ser todavía comprendida por la población autóctona. Casi simultáneamente, las invasiones inglesas a Buenos Aires y Montevideo, en 1806 y 1807, fueron

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rechazadas resueltamente por las milicias patricias criollas de Cornelio y los gauchos de Juan Martín de Pueyrredón, ante la pasividad de las propias autoridades españolas, lo que permitió preservar para la corona el Virreinato del Rio de la Plata. Muestra también de los preponderantes sentimientos pro hispánicos existentes entre los criollos fue lo ocurrido en Caracas al llegar la noticia de la victoria de las armas españolas en Bailén, el 19 de julio de 1808, que se revelaría efímera. El cabildo de Caracas, dominado por los ricos propietarios, conocidos como mantuanos, dueños de grandes plantaciones de cacao y miles de esclavos, organizó una serie de festejos y Te Deum, ilusionados con la posible derrota francesa, el regreso de Fernando VII y la “feliz instalación” de la Junta Suprema de Sevilla (25 de septiembre de ese año) y dio a conocer el documento el 23 de enero de 1809 que hacía explícito su respaldo al rey cautivo. Otro caso ilustrativo fue el de Santo Domingo, entonces ocupado por los franceses como consecuencia del Tratado de Basilea de 1795. Compulsados por la rebeldía del pueblo español contra las tropas napoleónicas, los criollos de esta colonia, liberados de la amenaza de una nueva incursión haitiana, tras la división de este país en dos pequeños estados (1806), se dejaron seducir por los planes de los agentes hispanos. El 5 de octubre de 1808, la sublevación criolla se inició en forma natural en las regiones sureñas de la colonia primada de América encabezadas por los campesinos Ciriaco Ramírez y Cristóbal Huber, aunque pronto quedó bajo el control del rico hatero Juan Sánchez Ramírez, quien levantó un reducido ejército con sus peones y los soldados enviados desde Puerto Rico. La victoria militar de los hateros esclavistas sobre los franceses en la sabana de Palo Hincado (7 de noviembre) consolidó su hegemonía. De esta manera se implantó el programa criollo que preveía el regreso de Santo Domingo a la soberanía española y la entrega del gobierno a Sánchez Ramírez como capitán general. El rechazo generalizado a la ocupación napoleónica no sólo estaba motivado por la comunidad histórica entre españoles y americanos, sino también por razones de orden social, esto es, el temor a la repetición de lo ocurrido en Haití, donde todas las estructuras socioclasistas fueron soliviantadas al alterarse la vieja relación con la metrópoli como resultado de la revolución de los esclavos, así como para impedir la expansión al continente de los códigos revolucionarios de Francia. También la élite criolla estaba preocupada por una posible paralización del comercio si las colo-

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nias aceptaban la soberanía francesa, pues la poderosa Inglaterra, dueña de los mares desde la batalla de trafalgar (1805) y en guerra con Francia, se encargaría de obstaculizar toda actividad económica y mercantil de sus enemigos. En estas condiciones, no es de extrañar que en varias importantes ciudades hispanoamericanas se intentara desde 1808 la formación de juntas locales que, a semejanza de las españolas, tuvieron por base a los cabildos, prácticamente las únicas instituciones donde los criollos estaban representados. El establecimiento de estas juntas de gobierno, en sustitución de las autoridades tradicionales, removidas por los representantes de la aristocracia hispanoamericana, tenía por objetivo rechazar la intervención francesa en España y conservar el trono a Fernando VII, pues todavía no aspiraban a renunciar a sus vínculos históricos con la metrópoli, principal garante de sus intereses, y con la que tenían amplios y viejos lazos. Pero la formación de juntas en Hispanoamérica significaba en la práctica la autonomía colonial y el establecimiento del libre comercio, justificado ante la imposibilidad de mantener el habitual flujo mercantil controlado hasta entonces por los círculos monopolistas de Cádiz. Los primeros intentos por convocar en las Indias se desarrollaron en el propio 1808 y tuvieron por escenarios a La Habana (julio), México (agosto) y Caracas (noviembre) –el gobierno autónomo surgido en septiembre de ese año en Montevideo fue diferente-, aunque en Cuba y Venezuela, el movimiento abortó muy en ciernes ante la frontal resistencia de las autoridades tradicionales –confirmadas oportunamente por la recién creada Junta Central metropolitana- y el elemento peninsular. Así, en La Habana, un grupo de acaudalados criollos, entre los cuales descollaba Francisco de Arrango y Parreño, intentó el 17 de julio de 1808 convencer al capitán general, marqués de Someruelos, de la conveniencia de convocar una junta general, pero el plan fue abandonado por la hostilidad de la intendencia de la Real Hacienda, la Superintendencia de Tabacos y la comandancia de la Marina, con el apoyo de los comerciantes españoles. Un movimiento de parecida connotación se gestó en Venezuela el 24 de noviembre de ese mismo año, cuando 48 ricos propietarios criollos, encabezados por el marqués de Casa León, entregaron un documento al capitán general Juan de las casas solicitando la convocatoria de una junta general. La petición fue rechazada y los principales comprometidos encausados, entre ellos el propio marqués. Sólo en México, en lo que pudiéramos considerar la primera

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oleada juntista hispanoamericana, logró cierta concreción inicial, aunque también terminó en un fracaso. Es precisamente a este tema, vinculado a los comienzos de lo que sería la lucha por la emancipación política hispanoamericana que está dedicado el libro independencia, soberanía y representación nacional en 1808 del doctor José Herrera Peña, destacado historiador, jurista y profesor de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo. Durante años, Herrera Peña se ha especializado en el estudio de la independencia de México, dando a conocer, entre otras obras, Morelos ante sus jueces (1985); Maestro y discípulo (1996), Hidalgo contemporáneo. Debate sobre la independencia –en colaboración con el Maestro Martín Tavira; Hidalgo a la luz de sus escritos. Estudio preliminar, cuerpo documental y bibliografía (2003) –con cuyo texto obtuviera en la Universidad de La Habana un doctorado en Historia- y La biblioteca de un reformador (2005), Toda esta amplia producción se ha caracterizado por su sólida factura documental y un enfoque enriquecido por su condición de jurista, aspectos que también están presentes en la obra que ahora pone a disposición de los lectores. Entre las aportaciones de este libro de Herrera Peña, fundamentado en una exhaustiva investigación y en una cuidadosa revisión de la documentación existente –una buena parte de ella acompaña al texto como anexo-, se halla el esclarecimiento de esa confusa etapa primigenia del levantamiento americano de 1808 contra las autoridades tradicionales, en medio de la crisis de la monarquía española. Para conseguirlo, en las páginas que siguen, su autor no sólo relata en forma pormenorizada el derrotero de los principales acontecimientos de ese año turbulento, que presagiaba mayores conmociones, sino que lo hace sobre una base de enfatizar en su valoración el significado de varios conceptos, comenzando a los que dan título a la propia obra: Soberanía, representación nacional e independencia en 1808. Soberanía, porque para José Herrera Peña el ayuntamiento de la ciudad de México consideró que ante la ausencia del monarca cautivo ésta había regresado al pueblo, tal como establecían las ancestrales tradiciones hispanas. Representación nacional, porque dicho cuerpo municipal propuso que el pueblo estuviera representado por un congreso compuesto por los delegados de los cabildos novohispánicos. E independencia, porque en su criterio el reino de Nueva España ya lo era en 1808, pues se desconocía la soberanía del hermano de Napoleón, la de Fernando VII era inexistente y no se había aceptado tampoco la autoridad de las

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diferentes juntas formadas en la metrópoli en la lucha contra los invasores franceses. En este cuestionamiento del significado de varios conceptos y categorías, en su aplicación al caso de Nueva España, reside precisamente uno de los aspectos más sugerentes y polémicos de este libro, que nos hacen pensar en la definición de muchos de estos y otros términos –reino, colonia, monarquía hereditaria, monarquía electa, autonomía, independencia y autodeterminación- y cómo podían ser entendidos entonces. En nuestra opinión, los estudios de 1808 en Hispanoamérica, y en particular los hechos ocurridos ese año en el Virreinato de Nueva España, al que está dedicado este libro del Maestro José Herrera Peña, permite entender mejor todo lo que sucedería después, esto es, la revolución popular de 1810 iniciada por Miguel Hidalgo y continuada por José María Morelos y, posteriormente, la propia proclamación del Plan de Iguala por Agustín de Iturbide, seguida de la fundación del Imperio Mexicano. Con la lectura de esta obra, los lectores podrán no sólo conocer los pormenores de los acontecimientos ocurridos hace ahora 200 años, sino también entender mejor su verdadero significado histórico. Sergio Guerra Vilaboy Secretario Ejecutivo de la Asociación de Historiadores Latinoamericanos y del Caribe (ADHILAC)

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INTRODUCCIÓN 1. LLEGADA

DE LA NOTICIA. 2. REINO Y COLONIA. 3. PROPUESTA DEL AYUNTAMIENTO. 4. SEGUNDA PROPUESTA. 5. NECESIDAD DEL CONGRESO. 6. SUPREMA FUENTE DEL DERECHO Y DEL PODER. 7. TIPOS DE REPRESENTACIÓN Y SISTEMAS DE ELECCIÓN. 8. GOLPE DE ESTADO.

1. LLEGADA DE LA NOTICIA Un barco que zarpó de Cádiz el 26 de mayo y que llevaba las gacetas de Madrid, en las que se daba la noticia de las renuncias reales, llegó a Veracruz mes y medio después. El 14 de julio siguiente dichas gacetas ya estaban en el despacho del virrey José de Iturrigaray. ¿Qué medidas tomar en esa situación, de la que no había antecedente ni modelo en la historia de la monarquía? ¿Desconocer las renuncias? ¿Reconocer las autoridades impuestas por Napoleón? Al enterar de lo anterior a los ministros del real Acuerdo (la audiencia en función de consejo de gobierno), después de madura conferencia se llegó a la conclusión de no pronunciarse ni por una ni por otra cosa sino únicamente mantener el statu quo. Al día siguiente, la noticia de las renuncias reales y los documentos respectivos se difundieron en La Gaceta de México para conocimiento de todo el reino. En esos mismos días, diversos enviados franceses habían presentado pliegos del Consejo de Indias de España al gobernador de Caracas y al virrey de Buenos Aires, anunciándoles el ascenso de José I al trono de España y ordenándoles que lo reconocieran como rey. Caracas se opuso y Buenos Aires dudó, lo que produjo reacciones distintas: en Caracas se calmó el fermento y en Buenos Aires no cesó, hasta que la orden se desechó. En México, en cambio, no hubo ningún enviado, ningún informe o solicitud oficial del gobierno de Madrid que ameri-

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tara adhesión o rechazo. El reino de Nueva España, pues, quedó prácticamente independiente. 2. REINO Y COLONIA Se habla de reino y no de la colonia, a propósito. Desde tres puntos de vista puede enfocarse el concepto colonia: desde el demográfico, como lugar formado por colonos procedentes de otro país; desde el económico, como espacio explotado por una metrópoli, y desde el político, como territorio gobernado por otra nación. A lo largo del siglo XVIII, los Borbones trataron a los reinos de América como colonias al imponerles su gobierno, obtener su tributo, convertirlos en mercados cautivos y establecer sus colonos; pero, aunque utilizaron el concepto colonia en asuntos administrativos y políticos, como lo hacían los ingleses, nunca le dieron fundamento jurídico ni lo hicieron descansar en el sistema legal de la monarquía. Es cierto que el conde de Revillagigedo decía que esto es una colonia, que debe depender de su matriz la España. Pero la monarquía española e indiana era una unidad integrada por varios reinos y posesiones establecidos en la Península, América y Asia, independientes entre sí. La corona de Castilla, por ejemplo, estaba formada en Europa por ocho reinos, un principado y un señorío: Galicia, León, Sevilla, Toledo, Castilla, Córdoba, Jaén y Murcia, el principado de Asturias y el señorío de Vizcaya, y en América, por cuatro reinos, cinco capitanías generales y diversas comandancias: los reinos de Nueva España, Perú, Nueva Granada y Buenos Aires; las capitanías generales de Cuba, Centroamérica, Yucatán, Caracas y Chile, y las comandancias de las provincias internas de Nueva España. En esos años, el gobierno de Madrid se esforzó por convertir las unidades políticas independientes, sujetas únicamente al soberano, en entidades dependientes de España. Algunos autores han llamado a este proceso la reconquista de América. Sin embargo, aunque el vocablo colonia tuvo una amplia difusión, nunca encontró un sustento jurídico. Revillagigedo no fue administrador de una colonia sino

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virrey de un reino. El barón de Humboldt escribió el Ensayo Político sobre el reino (no la colonia) de Nueva España. Los autores de esa época, entre ellos, fray Servando Teresa de Mier (Historia de la Revolución de la Nueva España) o Lucas Alamán (Historia de México) y notables historiadores de nuestra época, como el británico John Lynch (Las revoluciones hispano-americanas 1808-1826) reconocen que, a diferencia del sistema político inglés, que se fundaba en colonias, el español descansó en reinos y otros dominios. El término colonia, pues, era coloquial, político, factual, no jurídico. Las leyes señalaban que las Indias eran entidades políticas con personalidad jurídica propia, independientes entre sí y sujetas a un soberano común. Por eso José Ma. Cos escribiría en su Plan de Paz y Guerra que América y España eran iguales e independientes entre sí, pero sujetas al mismo monarca. Los asuntos de España eran atendidos por el Consejo de Castilla; los de América, por el Consejo de Indias, y todos dependían, no de su matriz la España, como lo afirmaba Revillagigedo, sino del rey de las Españas y de las Indias, que tal era su título: Hispaniarum et Indiarum Rex. Tan es así, que el 29 de enero de 1809 el gobierno español reconoció expresamente que los vastos y preciosos dominios [de] las Indias no son propiamente colonias o factorías, como los de otras naciones, sino una parte esencial e integrante de la monarquía española. 3. PROPUESTA DEL AYUNTAMIENTO Ante los acontecimientos extraordinarios de Europa, el ayuntamiento de la muy noble y muy leal Ciudad de México temía que la audiencia siguiera el ejemplo de los Consejos de Castilla e Indias, y reconociera a José I, hermano de Napoleón, a fin de conservar América unida a España, cualquiera que fuese la dinastía que gobernase, como había sucedido a principios del siglo XVIII en la guerra de sucesión. Por eso rechazó categóricamente que la monarquía de las Españas y de las Indias dejara de ser gobernada por los

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Borbones y empezara a serlo por los Bonaparte.

Palacio del ayuntamiento de la ciudad de México, situado en el costado sur de la Plaza de la Constitución

El regidor Francisco de Azcárate expuso que, muerto el poseedor de la corona -civil o naturalmente-, como había ocurrido en esas circunstancias, ésta pasaba por ministerio de ley a su legítimo sucesor, y que si éste y los que le seguían se hallaban impedidos hasta agotar la cadena, la nación tenía derecho a reasumir su soberanía, y en ejercicio de ésta, a elegir su propio gobernante. Según el regidor Azcárate, el reino dependía del rey, no de España, y menos de provincia alguna española. En estas condiciones, nadie tenía derecho a imponer gobernante a la América Septentrional sin su consentimiento, ni el rey mismo, como lo había hecho Carlos IV al ceder la corona a Napoleón. Aunque sea colonia –dijo-, no por eso carece el reino de derecho para reasumir el ejercicio de su soberanía. Nadie podía privar de ese derecho a la nación: ni el derecho de conquista ni su naturaleza supuestamente colonial. Según él, los reinos de Granada, Sevilla, Murcia y Jaén también habían sido conquistados por Castilla, y el de Valencia, por Aragón, sin que ninguno de ellos perdiera su naturaleza jurídica independiente, aunque todos quedaran so-

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metidos a la misma corona. Nueva España tampoco había perdido la suya, aunque dependiera del rey. Por esas y otras razones, el ayuntamiento de México, en nombre de todas las corporaciones municipales del reino, aprobó por unanimidad tres resoluciones fundamentales: que el virrey pusiera al reino en estado de defensa, frente a Francia y cualquiera otra potencia, aún la misma España; que sostuviera la dinastía borbónica desde el primero hasta el último de sus miembros, y que declarara insubsistente la abdicación de Carlos IV y del príncipe de Asturias (futuro Fernando VII) a favor de Napoleón. Además, propuso al virrey que estas disposiciones las jurara ante el real Acuerdo (que era la Audiencia en funciones gubernativas, no judiciales), en presencia de la Ciudad y los demás tribunales –lo que equivalía a ser reconocido y legitimado por los representantes del pueblo de México reunidos en Ayuntamiento y demás cuerpos del Estado- y que todas las autoridades, a su vez, las juraran ante el virrey, en el entendido de que por interesar este juramento al bien público, se declarara traidor al Rey y al Estado a cualquiera que lo contraviniera, fuera del rango que fuere. 4. SEGUNDA PROPUESTA El 19 de julio, el virrey sometió la propuesta anterior a la consideración del real Acuerdo, advirtiéndole que, llevado de su celo, [México] toma la voz de todo el reino, dando lugar a que se dude tal vez de toda autoridad que no fuese elegida por los pueblos, pretendiendo que la que yo ejerza en lo sucesivo dimane de la que me transfieran los tribunales y cuerpos, incluso el mismo ayuntamiento. Al día siguiente, la audiencia de México, si bien aplaudió la lealtad de la ciudad al monarca español, se opuso categóricamente a su proyecto, por plantear medios que no corresponden al fin propuesto, ni son conformes a las leyes fundamentales de nuestra legislación, ni tampoco coherentes con los principios establecidos, y condenó enérgicamente la idea de establecer un gobierno provisional y producir un nuevo juramento.

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El 20 de julio, el ayuntamiento de Jalapa informó al virrey que había recibido numerosas propuestas de constituir una junta de gobierno y que estaba dispuesto a enviar una diputación a México. Diez días después, el ayuntamiento de Querétaro expresaba la misma disposición. Al mismo tiempo, los cabildos de las ciudades y villas del reino así como los obispos, cabildos eclesiásticos, corporaciones y funcionarios de todas las provincias del reino ofrecieron al virrey mandar representantes a la junta central de México y toda clase de recursos, en caso de que ésta se estableciese. En este estado de cosas, el 28 de julio llegó la noticia del levantamiento casi simultáneo de todas las provincias de España contra Napoleón, ocurrido en mayo anterior. Sevilla y Valencia habían establecido sus gobiernos propios, frente a la autoridad del soberano francés. Entonces el ayuntamiento de México solicitó que, “a imitación de Sevilla y Valencia”, que habían establecido juntas de gobierno, México estableciera la propia, y el virrey accedió. El 5 de agosto, éste informó a la audiencia que había obsequiado de conformidad la solicitud del cuerpo municipal. La junta mexicana debía ser distinta a las juntas españolas, porque éstas habían surgido tumultuosamente como órganos de gobierno, mientras aquélla debía establecerse ordenadamente para reconocer y legitimar el gobierno existente. De cualquier modo, la audiencia rechazó la idea y exigió al virrey que recomendara al ayuntamiento que no hiciera novedad en materia de tanta gravedad y consecuencia. 5. NECESIDAD DEL CONGRESO Sin embargo, era imprescindible que el gobierno de la Nueva España fuera legitimado. Melchor de Talamantes escribió unas notas ilustrativas y elocuentes: No habiendo rey legítimo en la nación, no puede haber virreyes… Si [éste] tiene al presente alguna autoridad, no puede ser otra sino la que el pueblo haya querido concederle. Y como el pueblo no

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es rey, el que gobierne con el consentimiento del pueblo no puede llamarse virrey. Al día siguiente, 6 de agosto, para justificar su resolución, el virrey expresó al real Acuerdo que era necesario convocar una junta general del reino, un congreso nacional, para la conservación de los derechos de su majestad; para la estabilidad de las autoridades constituidas, [y ] para la seguridad del reino. También era necesaria la junta para legitimar su gobierno, sostener y conservar las prerrogativas de sus empleos, hacer lo que haría el rey si estuviera presente y cimentar un plan que sirviera de base a los más variados asuntos; entre ellos, la más oportuna y expedita administración de justicia; la distribución de las gracias que hubieren de concederse, y las medidas de una vigorosa y enérgica defensa, así como los demás fines del servicio y del beneficio público de este reino y de la península en los ramos de navegación, comercio y minería. Por consiguiente, era conveniente reunir a las autoridades que radicaban en la ciudad al día siguiente, para que apoyaran la idea de un congreso general. Sin la reunión – concluyó- de las autoridades y personas más prácticas y respetables de todas las clases de esta capital, ni puede consolidarse toda mi autoridad, ni afianzarse el acierto de mis resoluciones. 6. SUPREMA FUENTE DEL DERECHO, DEL PODER Y DE LA JUSTICIA La audiencia consideró que si aceptaba la propuesta del ayuntamiento de México y permitía que el virrey convocara al congreso nacional, se pondrían los cimientos para una soberanía –señaló-, aunque con el título de provisional y bajo el velo de la utilidad pública. Por lo tanto, manifestó a Iturrigaray, por segunda vez, que no había urgencia ni necesidad alguna de la junta que tenía resuelta; que las leyes de Indias tenían provisto el remedio para casos iguales, que era el de conservar la autoridad de los virreyes en toda su plenitud, así como el consejo del real Acuerdo en las mate-

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rias más arduas e importantes; que no se hallaban en las tristes circunstancias en que se hallaba la península; que siendo la constitución de los virreinatos y audiencias muy diferente a la de los reinos europeos, la junta o juntas, lejos de producir alguna utilidad, podían ocasionar grandes inconvenientes, y que asistirían a la asamblea convocada, bajo protesta.

Plaza de la Constitución. Ciudad de México. Al centro de la plaza, estatua ecuestre de Carlos IV, colocada el 9 de diciembre de 1796, siendo virrey el marqués de Branciforte. Al frente, la catedral metropolitana, y a la derecha, el palacio real.

La reunión se llevó a cabo el 9 de agosto. Era sólo para pulsar opiniones, no para tomar decisiones. El virrey sometió a consideración de la asamblea las dos propuestas para resolver la crisis política: la del ayuntamiento de México (convocar un congreso nacional que asumiera la soberanía nacional, es decir, el poder supremo, en nombre del monarca, y modificara la organización, funcionamiento y atribuciones de los órganos del Estado) y la de la audiencia (dar validez a las autoridades existentes y reconocer eventualmente como autoridad superior a la junta de Sevilla, en materias de hacienda y guerra). El síndico del común licenciado Francisco Primo de Verdad y Ramos, en representación de la ciudad, expuso que, por ausencia del rey, la soberanía había recaído en el pueblo, y citó a varios autores para probarlo. Los fiscales de la audiencia consideraron la tesis sediciosa y subversiva, y el inquisidor Prado y Ovejero la tachó de proscrita y anate-

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mizada; pero el licenciado Verdad agregó que las leyes de Indias preveían que México fuera el asiento de las cortes nacionales (asambleas deliberativas) y las leyes de Partida, que en caso de que el rey muriera sin nombrar tutor ni curador a su heredero menor de edad, el reino tenía el deber y la atribución de nombrárselo. Tal era el caso.

En respuesta, los fiscales de la audiencia hicieron entrar a la asamblea en un callejón sin salida, al replicar que las leyes de Partida eran aplicables al reino principal, no a una colonia, y que las leyes de Indias señalaban que las cortes de este reino se celebraran con permiso del rey, y el virrey no era rey. Ante tal disyuntiva, la asamblea resolvió no reconocer ninguna junta de aquellos o estos reinos que no fuera inaugurada, creada, establecida o ratificada por Fernando VII. Así lo dio a conocer la Gaceta de México. Por consiguiente, no reconoció a la junta de Sevilla, pero tampoco aprobó que se estableciera una junta nacional. 7. TIPOS DE REPRESENTACIÓN En la segunda reunión del 31 de ese mismo mes, se reconsideró el asunto y la audiencia hizo prosperar su propuesta, por 50 votos contra 14. De este modo, se resolvió

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que se reconociera a la junta de Sevilla. La independencia de facto de que había gozado la Nueva España desde el comienzo de la crisis hasta ese día, terminó… por unas horas. Esa misma noche llegaron pliegos de Asturias, que confirmaron que en España no sólo cada provincia sino cada ciudad había formado su junta soberana, y que ninguna de ellas reconocía supremacía a las demás. Entonces el virrey tomó la decisión de considerar válidas a todas, pero no reconocer a ninguna, y de convocar al congreso nacional, sin consultarlo con nadie. La nación se mantendría independiente y formaría su propia junta soberana, para que mantuviera el reino en depósito a Fernando VII, mientras éste recuperaba la libertad. Así se lo hizo saber no sólo a la junta de México sino también a la junta de Sevilla. Es necesario advertir que, a partir de este momento, algunos empezaron a pensar que era improcedente mantener el reino en depósito para devolverlo oportunamente al titular de la monarquía, porque era imperdonable que éste hubiera cedido la corona a Napoleón. Lo procedente era que el reino ejerciera la soberanía en forma definitiva, no provisional. Además, era ilusorio que el rey volviera a ceñirse la corona de España y de las Indias, por lo que era necesario prepararse para que el país estableciera su propia forma de gobierno con independencia de cualquiera otra nación, sea la que fuere. Aproximándose ya el tiempo de la independencia de este reino –escribió Talamantes-, debe procurarse que el congreso que se forme lleve en sí mismo..., las semillas de esa independencia sólida, durable y que pueda sostenerse sin dificultad y sin efusión de sangre. Pero esta línea política no era la de la mayoría, que siguió apoyando la idea de que la América Septentrional siguiera formando parte de la monarquía de España y de las Indias bajo la soberanía de los Borbones; de que se conservaran en depósito los derechos de Fernando VII, y de que se estableciera una junta nacional que legitimara a las auto-

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ridades constituidas. En todo caso, el 1º de septiembre, al quedar notificada la asamblea de México de la situación prevaleciente en la península, hasta los mismos fiscales de la audiencia, que veinticuatro horas antes sostuvieran la necesidad de reconocer a la junta de Sevilla, propusieron que dicho reconocimiento se suspendiera, mientras no se recibieran otras noticias. De este modo, por 58 votos contra 6, no se reconoció soberanía por ahora a ninguna junta española. Al día siguiente, el virrey consultó a la audiencia sobre el método de representación para formar el congreso nacional; pero la audiencia replicó que estaba inconforme con cualquier método de representación y con el congreso mismo, por lo que se negó a entrar en materia. Sea lo que fuere, ya se habían puesto sobre la mesa del debate político conceptos como soberanía, tipos de representación, sistemas de elección, reorganización del Estado, etc. El 6 de septiembre siguiente, dada la oposición de la audiencia, el virrey le consultó si debía presentar su dimisión, y ésta le respondió que si dejaba el mando supremo, se lo entregara al mariscal de campo Pedro Garibay; pero el virrey no lo hizo porque el llamado pliego de mortaja ordenaba que los que debían sucederlo, en caso de ausencia – voluntaria o forzosa-, debían ser el marqués de Someruelos, gobernador de La Habana, o el gobernador de Guatemala, no quien nombrara la audiencia, sin sospechar que ésta ya había decidido asumir el poder y nombrar a quien conviniera. Diez días después, Garibay lo sustituiría. 8. GOLPE DE ESTADO El 9 de septiembre se llevó a cabo la última asamblea, durante la cual se entregaron por escrito los votos de la reunión anterior, cuya mayoría negó el reconocimiento a la junta de Sevilla; pero estaban tan mal clasificados, que muchos votantes reclamaron que se les atribuyera una opinión diferente. El oidor Jacobo de Villaurrutia, por ejemplo, interpeló al

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inquisidor por interpretar mal el suyo y le aclaró que él, al pronunciarse por el establecimiento del congreso nacional, había recalcado que era sin menoscabo de los derechos de Fernando VII. El inquisidor le respondió que aunque dejaba a salvo su intención y su persona, juntas nacionales, como la que él había apoyado, eran por su naturaleza sediciosas o a lo menos peligrosas y del todo inútiles, porque si habían de tener carácter de consultivas, no salvaban la responsabilidad del virrey, y si eran decisorias, entonces cambiaban la naturaleza del gobierno en una democracia, para lo que el virrey no tenía autoridad ni el que hablaba podía reconocérsela. La audiencia de Guadalajara, enterada de la celebración de la primera junta que se había llevado a cabo en la ciudad de México, comunicó al virrey que la estimaba nula y le advirtió que ésta y otras de la misma naturaleza pueden producir consecuencias graves. Pero ya no habría otra junta, a pesar de lo cual se produjeron graves consecuencias. El virrey mandó traer a México al regimiento de dragones de Aguascalientes, acantonado en Jalapa, para respaldar sus disposiciones. Cuando los españoles se enteraron, supusieron que se alzaría con el reino y se adelantaron a los hechos. La madrugada del 16 de septiembre de 1808 lo detuvieron y lo deportaron a España, acusado de infidencia. Se arrestó a los que habían promovido la junta nacional; algunos de los cuales, como Verdad y Talamantes, perdieron la vida en prisión; otros, como Azcárate, permanecieron largamente detenidos, y unos cuantos recuperaron su libertad. La convocatoria al congreso nacional fue anulada por el nuevo virrey nombrado por los golpistas. Los ayuntamientos del reino quedaron resentidos. Luego entonces, en política no triunfa el que tiene la razón sino el que tiene la fuerza. En lo sucesivo, tratarían de ejercer sus derechos por todos los medios y recursos a su alcance, incluyendo, desde luego, el de la fuerza. Por lo pronto, la madrugada del 16 de septiembre de 1808 se convirtió en una fecha ignominiosa para la nación, al clausurarse mediante un golpe de Estado el intento del

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ayuntamiento de México de mantener y consolidar la independencia del reino -sin desconocer los vínculos con Fernando VII-, conforme a las disposiciones jurídicas indianas, las citas doctrinarias deducidas de la tradición legal castellana y la execrada tesis filosófica de la soberanía popular. La respuesta revolucionaria al golpe de estado se daría en el pueblo de Dolores dos años después, la madrugada del 16 de septiembre de 1810, y resonaría de inmediato en toda la nación.

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CAPÍTULO I PRIMERA CONFRONTACIÓN 1. NOTICIAS DEL DESCABEZAMIENTO. 2. REACCIÓN DEL AYUNTAMIENTO DE MÉXICO. 3. FRANCISCO DE AZCÁRATE. 4. MÉXICO Y GUADALAJARA, 5. JOSÉ DE ITURRIGARAY. 6. OBJECIONES DEL REAL ACUERDO.

1. NOTICIAS DEL DESCABEZAMIENTO El 16 de julio de 1808, de un solo golpe, los asombrados habitantes de Nueva España se enteraron incrédulos, por la Gaceta de México, que el 19 de marzo anterior, el rey Carlos IV había abdicado a consecuencia de un motín en Aranjuez a favor de su hijo Fernando, el príncipe de Asturias; que dos días después el rey había desconocido dicha abdicación y se había puesto bajo la protección de Napoleón, emperador de Francia y rey de Italia; que durante varias semanas había habido dos reyes: Carlos IV y Fernando VII; que el 4 de mayo siguiente, Carlos IV había nombrado al duque de Berg, hombre de Napoleón, lugarteniente general del reino de España y de las Indias (lo que había equivalido a poner la corona del mundo hispánico e indiano al servicio de Francia), y al mismo tiempo, que dicho monarca había ordenado a todas las autoridades (consejos, embajadores, audiencias, virreyes, capitanes generales, gobernadores y demás) que le prestaran obediencia; que el 20 de mayo subsiguiente, los miembros de la familia real, es decir, el príncipe de Asturias y los infantes Carlos y Antonio, habían renunciado a la corona de España y de las Indias, por sí y a nombre de sus sucesores; que Carlos IV, a su vez, ya adueñado de ella, la había cedido a Napoleón, emperador de Francia y rey de Italia, y por último, que éste había nombrado rey de España

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y de las Indias a su hermano José Bonaparte.1 Las conclusiones eran inevitables. Las renuncias de la familia real, voluntarias o arrancadas por la fuerza, habían dejado descabezado el reino. Ya no había rey ni dinastía reinante y, por consiguiente, ya no había virrey, ni arzobispo y obispos, ni inquisidores, ni oidores de las audiencias, ni capitanes generales de las capitanías de Guatemala, Cuba, Puerto Rico, Filipinas, etcétera, ni intendentes, ni gobernadores, ni comandantes generales de las Provincias Internas de Nueva España, puesto que todos habían sido nombrados por el rey, ni subdelegados en los partidos de las Intendencias, Provincias y Corregimientos, porque estos habían sido nombrados por los Intendentes, Gobernadores, Comandantes Generales y Corregidores, quienes ya habían dejado de existir.. En tales circunstancias, los problemas eran sobre todo de orden práctico. O se reconocía al nuevo soberano francés, lo que significaba que pronto habría nuevos gobernantes del reino nombrados por él, los cuales sin duda alguna serían resistidos violentamente por la población, o se le rechazaba, al igual que a sus enviados, en cuyo caso había que poner el reino en estado de defensa, pero no había ninguna autoridad legítima que lo pusiera. Así, pues, era necesario prepararse para la guerra interna o externa, es decir, para sofocar los levantamientos interiores o para rechazar la inevitable agresión de la España napoleónica, o para las dos cosas. Ahora bien, los lectores de la Gaceta de México quedaron no sólo impactados por las noticias anteriores sino también atónitos por no encontrar ningún comunicado oficial, ni del gobierno de España ni del de Nueva España, a favor o en contra del gobierno napoleónico; es decir, ninguna disposición del Consejo de Indias que exhortara a los súbditos de Nueva España a que guardaran fidelidad y obediencia al 1

Gaceta de México, sábado 16 julio 1808, en García, Genaro, Documentos Históricos Mexicanos, México, Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía, 1910, t. I, pp. 1-2.

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nuevo soberano francés o que mantuvieran su lealtad a la dinastía de los borbones, ni algunas palabras del virrey y de los miembros de la audiencia -constituidos en real Acuerdoque orientaran a la población, ya a la obediencia, ya a la resistencia. El gobierno se había limitado a reproducir lo publicado en la Gaceta de Madrid los días 13, 17 y 20 de mayo de ese mismo año, sin ningún comentario. A partir de este momento, el reino de Nueva España, carente de brújula, de dirección y de gobierno, quedó al garete, sin rumbo, sin derrotero, sin destino. Por todas partes empezaron a surgir toda clase de ideas. La vía quedó abierta a la iniciativa popular. Unos pensaron que si las autoridades de España se habían plegado a la nueva dinastía francesa, las de Nueva España debían hacer lo mismo, porque si aquéllas no habían resistido el poderío francés, menos podrían hacerlo éstas. El reino de Nueva España, por consiguiente, debía mantener sus vínculos con la corona de España y de las Indias, independientemente de quién la ciñera en sus sienes. Muchas personas que detentaban cargos públicos parecían compartir esta idea. Otros, en cambio, consideraron que la abdicación de Carlos IV había sido nula, por suponer que le había sido arrancada por la fuerza, y propusieron mantener su lealtad a la dinastía borbónica o, si ésta desaparecía “civil o naturalmente”, elegir a su propio rey, preferentemente de la familia de los Borbones, ramo de España, “para no cambiar dinastía”. En cualquier caso, rechazaron la dominación napoleónica: tal sería la posición dominante del ayuntamiento de México. Otros más, aunque rechazaron la posibilidad de someterse el gobierno francés, también se negaron a someterse al monarca español, por considerar que éste, al entregar el poder a Napoleón, había cometido un acto de alta traición, y se pronunciaron porque el reino eligiera a sus propios gobernantes, entre ellos, a su propio rey, fuera o no de la dinastía borbónica.

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Y los últimos, en coincidencia con los anteriores, aunque no fueron muchos, también fueron de la idea de no reconocer al rey de España y de las Indias, perteneciera a la familia los Borbones o a la de los Bonaparte, y de que, en lugar de cualquiera de ellos, la nación eligiera a sus propios gobernantes, no necesariamente bajo la forma de monarquía constitucional sino de cualquier forma de gobierno, incluyendo la república democrática. El hecho es que ya no había rey, porque éste había cedido la corona de las Españas y de las Indias a un gober-

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nante extranjero. Súbitamente, todo cambió. Nada fue como antes. Ya no había autoridades en las Indias, porque no había rey, salvo los ayuntamientos, que representaban al pueblo, porque habían sido electos por los pueblos mismos. 2. REACCIÓN DEL AYUNTAMIENTO DE MÉXICO La reacción del ayuntamiento de México fue inmediata. El mismo 16 de julio, que fue sábado, es decir, día en que se publicó la noticia de las renuncias reales en la Gaceta de México, el cabildo se reunió en sesión extraordinaria y permanente para analizar la situación y decidió ser la voz de todos los órganos municipales del reino.2 Para empezar, el síndico procurador del común licenciado Francisco Primo de Verdad y Ramos lamentó la desgraciada suerte de nuestros augustos soberanos, la de su respetabilísima familia real, la de nuestra amabilísima península, y está mirando como delante de sus 2

“Acta del Ayuntamiento de México, en la que se declaró se tuviera por insubsistente la abdicación de Carlos IV y Felipe VII (sic) hecha en Napoleón: que se desconozca a todo funcionario que venga nombrado de España: que el virrey gobierne por la comisión del Ayuntamiento en representación del virreynato, y otros artículos (Testimonio)*”, en Hernández y Dávalos, J. E., Documentos para la historia de la guerra de independencia de México, México, Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana, 1985, t. I, no. 179, pp. 476 y sigs. (Eran miembros del ayuntamiento de México Juan José de Fagoaga, alcalde ordinario; Antonio Méndez Prieto y Fernández, decano presidente; Ignacio Iglesias Pablo, Manuel de Cuevas Moreno de Montoy Guerrero y Luyando, marqués de Uluapa; León Ignacio Pico, Manuel Gamboa y Francisco Manuel Sánchez de Tagle, regidores propietarios; Agustín de Rivero, procurador general; Francisco Primo de Verdad y Ramos, y Juan José Francisco de Azcárate, síndicos del común; marqués de Santa Cruz de Inguanz Agustín de Villanueva y doctor Manuel Díaz, regidores honorarios. No asistieron a la sesión extraordinaria, por estar ausentes de la capital, los regidores Joaquín Romero de Camaño, Antonio Rodríguez Velasco, Manuel Arcipreste y Joaquín Caballero, y por estar enfermo, Ignacio de la Peza y Casas)

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ojos el mismo infortunio a estos preciosos dominios de que tiene por honor ser la cabeza o la metrópoli.3 Por consiguiente, propuso y fue aprobado unánimemente que se pusieran todos los recursos de la nación y de sus habitantes al servicio del reino, y que sin pérdida de instante, (el ayuntamiento) manifieste al jefe supremo, el excelentísimo señor virrey, el interés que desea tomar en el desempeño de sus delicados nobilísimos deberes, y la prontitud y disposición en que se halla para emprender y ejecutar cuanto se estime necesario a la conservación y defensa de estos preciosos dominios a sus legítimos soberanos, sin reserva de sus vidas, propiedades y derechos.4 Tres días después, el 19 de julio, dicho ayuntamiento, reunido nuevamente en cabildo extraordinario, aprobó unánimemente varias resoluciones fundamentales y acordó someterlas al virrey de facto en calidad de propuestas, de las cuales destacan las de poner al reino en estado de defensa frente a Francia y cualquiera otra potencia, aún la misma España, y sostener la dinastía borbónica desde el primero hasta el último de sus miembros, lo que implicaba declarar insubsistente la abdicación de Carlos IV y el príncipe de Asturias a favor de Napoleón. En cuanto al primer punto, poner al reino en estado de defensa, pidió que se aceptara que esta nuestra ciudad, como metrópoli y cabeza del reino, y por la capital a quien representa, pueda promover y excitar al alto gobierno para que con tiempo consulte, acuerde y dicte todas las providencias de precaución y que considere más proporcionadas para la seguridad del reino, y evitar se apoderen de él los franceses y su emperador… y para salvarlo también de las miras de toda otra potencia, aun de la misma España gobernada 3

Idem.

4

Idem.

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por otro rey que no sea el señor Carlos IV o su legítimo sucesor, el real príncipe de Asturias… en lo que estuvieron de acuerdo todos los señores, sin discrepar en lo más mínimo.5 Y por lo que se refiere al segundo, sostener la dinastía borbónica, se acordó con la misma uniformidad de votos, que se mantenga el reino con todo cuanto le pertenece de hecho y de derecho a nombre y disposición de su legítimo soberano Carlos IV, y a su muerte civil o natural, el príncipe de Asturias Fernando de Borbón, y a su muerte civil o natural, el infante real de España a quien le corresponda suceder, y así por su orden hasta el momento en que el reino nombre y elija para que lo mande y gobierne algún individuo de la real familia de Borbón de la rama de España, para que de esta suerte no se mude dinastía.6 Por consiguiente, el ayuntamiento declaró insubsistente la abdicación de la corona que había hecho Carlos IV, “con la misma totalidad de votos y sin discrepancia alguna”, y acordó solicitar al virrey que tuviera a dicho ayuntamiento de México como la voz y representación de todo el reino, mientras no se reunieran los demás cuerpos que la mandaban y gobernaban.7 Con este carácter, pidió en nombre del reino que pusie5

Idem.

6

Idem, p. 477.

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En mayo de 1771, el ayuntamiento de la ciudad de México se había dirigido al rey Carlos III para exponerle que, en lo referente a los “asuntos de toda la América Septentrional, ha querido vuestra majestad que no tenga otra voz sino la de esta nobilísima ciudad, como cabeza y corte de toda ella”. Cfr. “Representación que hizo la ciudad de México al rey D. Carlos III en 1771 sobre que los criollos deben ser preferidos a los europeos en la distribución de empleos y beneficios de estos reinos (copia coetánea)”, idem, no. 195, pp. 427-455.

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ra éste “a cubierto de toda sorpresa y asalto”, y que declarara que “es voluntad y resolución del reino” que era “insubsistente la abdicación que el señor Carlos IV y real príncipe de Asturias hicieron de la corona”. Le informó que tales resoluciones partían del principio de que nadie puede dar rey a la nación, si no “ella misma por el consentimiento universal de sus pueblos”, y por consiguiente, aunque la renuncia fuera voluntaria, el rey no podía renunciar al reino en perjuicio de sus sucesores, sin omitir que aunque toda la familia real muriera “civil o naturalmente”, la única que podía elegir a sus gobernantes era la nación: Es contra los derechos de la nación, a quien ninguno puede darle rey si no es ella misma por el consentimiento universal de sus pueblos, y esto en el único caso en que por la muerte del rey no quede sucesor legítimo de la corona, y porque el rey no puede renunciar el reino con perjuicio de sus sucesores.8 Propuso además que todas las leyes, órdenes reales y cédulas “que hasta ahora han gobernado el reino, continúen en toda su fuerza y vigor”, y que mientras el monarca legítimo se reinstalaba en su trono, o en su caso, mientras este reino elegía a su “rey y señor natural para que lo mande y gobierne”, el mismo virrey permaneciera en su cargo, “entendiéndose con la calidad de provisional”. Por último, el ayuntamiento le pidió que mientras permaneciera al frente del reino de Nueva España, por ningún concepto se lo entregara a nadie, ni aún por instrucciones del rey, y que tampoco aceptara mantenerse en el cargo por nombramiento de alguien que no fuera el propio reino; es

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“Acta del Ayuntamiento de México, en la que se declaró se tuviera por insubsistente la abdicación de Carlos IV y Felipe VII (sic) hecha en Napoleón: que se desconozca a todo funcionario que venga nombrado de España: que el virrey gobierne por la comisión del Ayuntamiento en representación del virreynato, y otros artículos (Testimonio)*”, idem.

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decir, … que permanezca de virrey, gobernador y capitán general de esta Nueva España, entendiéndose con la calidad de provisional, sin poderlo entregar a potencia alguna extranjera, ni a la misma España, aun cuando para ello se le presenten órdenes, o del señor Carlos IV o del príncipe de Asturias bajo la denominación de Fernando VII antes de salir de España, para evitar las resultas de toda suplantación de fechas, y el dolo y engaño con que pudiera procederse en la materia… … que no entregue tampoco el virreinato y el gobierno del reino a ningún virrey que hayan nombrado el señor Carlos IV o príncipe de Asturias bajo la denominación de Fernando VII antes de salir de España… y … que aun cuando su excelencia mismo sea continuado en el virreinato por real orden de su majestad o del príncipe de Asturias bajo la denominación de Fernando VII desde la España… o desde la Francia por el señor emperador o por el señor duque de Berg… no la obedezca ni cumpla, sino que continúe encargado provisionalmente en el mando del reino por el nombramiento que éste hace de su persona, representado por sus tribunales y cuerpos, y (por) esta metrópoli como su cabecera…, hasta tanto que su majestad el señor Carlos IV, real príncipe de Asturias y reales infantes salen de la Francia, recobran su libertad, las tropas francesas evacuan la España y ésta queda libre en unión de nuestro monarca para tomar todas sus deliberaciones.9 3. FRANCISCO DE AZCÁRATE De acuerdo con el ayuntamiento, el virrey debía jurar estas disposiciones ante el Real Acuerdo, en presencia de la Ciudad y demás tribunales, y todas las autoridades, a su vez, jurarlas ante el virrey, en el entendido de que, por interesar al bien público el cumplimiento de este juramento,

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Idem, p. 478.

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era de declararse traidor al rey y al Estado a cualquiera que lo contraviniera, sea del rango que fuere. Esta funesta abdicación es involuntaria, forzada, y como fue hecha en momento de conflicto, es de ningún efecto contra los respetabilísimos derechos de la nación. La despoja de la regalía más preciosa que le asiste. Ninguno puede nombrarle soberano sin su consentimiento, y el {consentimiento} universal de todos sus pueblos basta para adquirir el reino de un modo digno, no habiendo legítimo sucesor del rey que muere natural o civilmente. El regidor Francisco de Azcárate argumentó adicionalmente que nadie (ni el rey mismo) puede atentar contra los derechos de la nación, ni nombrarle soberano, sin su consentimiento, ni enajenar total o parcialmente los dominios de la monarquía, que pertenecen a ésta, no al monarca: Ella [la abdicación] comprende una verdadera enajenación de la monarquía, que cede a favor de persona que en lo absoluto carece de derecho para obtenerlo, contraria al juramento que prestó el señor Carlos IV al tiempo de su coronación, de no enajenar el todo o parte de los dominios que le prestaron la obediencia, y es opuesta también al solemnísimo pleito homenaje que hizo el señor Carlos I a esta nobilísima ciudad, como metrópoli del reino, de no enajenarlo ni donarlo de lo que tiene privilegio.10 Azcárate agregó que la posesión civil, natural y alto dominio de la monarquía pasaba en toda su integridad a su legítimo sucesor, y que si éste y los que le seguían se hallaban impedidos o ausentes, pasaba a la nación –como parte final de la cadena sucesoria-, representada por los tribunales que la gobernaban y los cuerpos que la componían. Por su ausencia o impedimento, reside la soberanía representada en todo el reino y las clases que lo forman, y

10

Idem, pp. 480-481.

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con más particularidad, en los tribunales superiores que lo gobiernan, administran justicia, y en los cuerpos que llevan la voz pública, que la conservarán intacta, la defenderán y la sostendrán con energía, como un depósito sagrado, para devolverla, o al mismo señor Carlos IV o a los señores infantes, cada uno en su caso…11 Los tribunales superiores que gobernaban el reino y administraban justicia eran las audiencias, de las cuales en Nueva España había dos, una en México y la otra en Guadalajara, formadas por oidores, magistrados o ministros, como indistintamente se les llamaba. Y los cuerpos que llevaban la voz pública eran los ayuntamientos de españoles y los de indios, además del eclesiástico, el tribunal de minería, el consulado (de comerciantes) y otros. Nacido en la ciudad de México, Juan Francisco de Azcárate y Lezama era un abogado de 42 años, regidor del ayuntamiento y catedrático de la Universidad. Bajo su dirección se emprendieron los primeros trabajos para traer agua de Cuajimalpa y ésta empezó a correr por el acueducto de México en enero de 1805. Elaboró un proyecto para dividir el Hospicio de Pobres en cuatro departamentos: expósitos, huérfanos, menesterosos y corrección de costumbres.

Juan Francisco de Azcárate y Lezama 11

Idem.

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Durante los acontecimientos de septiembre de 1808 fue encarcelado con el licenciado Primo de Verdad y se le instruyó un voluminoso proceso, pero no hubo nada de qué acusársele, a pesar de lo cual, su arbitraria reclusión duró más de tres años, pues no fue liberado sino hasta en diciembre de 1811. Cuando estalló la insurrección, Azcárate no estuvo de acuerdo con ella, como muchos notables de la capital, e incluso escribió alguna violenta diatriba en su contra. En 1820, en calidad de abogado de la audiencia y síndico segundo del ayuntamiento, tuvo el privilegio de ser el 7º de los 38 firmantes del Acta de Independencia. En 1822, siendo presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores de la Soberana Junta Gubernativa del Imperio, el embajador Joel Roberts Poinsett le dijo que el gobierno de Estados Unidos deseaba comprar Texas, como antes había comprado Louisiana a Francia y las Floridas a España. Ese mismo año escribió un extenso documento de política exterior que sometió a la consideración del emperador Iturbide, en el que despliega sus amplios conocimientos en la materia. Murió tranquilamente en su cama, en 1831, a los 64 años de edad. 4. MÉXICO Y GUADALAJARA A las cuatro y cuarto de la tarde del mismo día 19 de julio, toda “la nobilísima ciudad” salió formada con toda solemnidad desde el edificio del ayuntamiento hasta el palacio real, y al llegar a éste fue recibida por el virrey en la sala del dosel. Tomaron asiento el virrey, bajo dosel, y los miembros del cabildo, en las sillas que forman el estrado; el regidor decano promovió los acuerdos del ayuntamiento y puso en manos del virrey la representación acordada. El virrey recibió el documento y expuso ser su ánimo y resolución última el conservar estos dominios siempre a la disposición del señor Carlos IV, su

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hijo el serenísimo señor real príncipe de Asturias y demás legítimos sucesores de la familia de Borbón, de la rama real de España.12 La orientación política que debió darse al reino por el virrey y la audiencia desde el inicio de la crisis, empezó a perfilarse gracias a la iniciativa del ayuntamiento de México, que asumió la representación de todos los cuerpos municipales del país y, por consiguiente, se convirtió en la voz de la nación, al rechazar categóricamente el gobierno napoleónico sobre España y las Indias, y adherirse y apoyar a la agónica dinastía borbónica. Las cartas quedaron puestas sobre la mesa. La actitud de México contrasta con la que Guadalajara asumiría cuatro días después. Mientras esta ciudad, que era le capital del reino de Nueva Galicia, omitiendo cualquier referencia a Carlos IV, se limitó a pronunciarse por Fernando VII y declarar la guerra a Francia, apoyada por la audiencia, México, aunque propuso que el reino se pusiera en estado de defensa y declaró insubsistentes la abdicación de Carlos IV y la renuncia del príncipe de Asturias, siguió reconociendo al primero, esto es, a Carlos IV, como eventual rey de España y de las Indias, y supletoriamente, a su hijo Fernando –a quien le dio el tratamiento de príncipe, no de rey- y en caso de que éste no tomara posesión de la monarquía, a cualquier otro miembro de la familia real, según el orden de sucesión dinástica dispuesto por la ley. Por otra parte, aunque México rechazó de antemano cualquier nombramiento que procediera del emperador de Francia, o del gobierno de España, o de la propia dinastía borbónica -mientras ésta se hallare en Francia y en tanto España se encontrara ocupada por las tropas francesas-, ya para confirmar al virrey, ya para cambiarlo, Guadalajara omitió cualquier pronunciamiento al respecto Además, a diferencia de Guadalajara, que no tocó el tema de la sucesión, la ciudad de México reconoció el dere12

Idem, p. 484.

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cho de sucesión a cualquiera de la familia de los Borbones, en su rama española, según el orden dinástico, y los miembros del ayuntamiento comprometieron sus vidas y fortunas para conservar en depósito el reino y devolvérselo a su monarca legítimo; pero el punto descollante de su declaración fue que en caso en que por la muerte del rey no quede sucesor legítimo de la corona, nadie, ni siquiera Carlos IV, rey de las Españas y de las Indias, ni Napoleón Bonaparte, emperador de Francia y rey de Italia, ni los dos juntos, ni nadie más, puede imponer rey a un reino sin su consentimiento, porque esto era atentar contra sus respetabilísimos derechos, y en ausencia absoluta del rey, el reino tenía el derecho de elegir a su propio gobernante. Por último, aunque la Ciudad de México propuso que se mantuvieran el orden jurídico y las instituciones establecidas, y a pesar de que dio por sentado que el virrey y todas las autoridades habían dejado de tener legitimidad, admitió que permanecieran provisionalmente en sus cargos, desde el virrey hasta el último de sus subordinados -puntos omitidos en Guadalajara-, a condición de que juraran ante el reino, representado por sus tribunales y demás cuerpos, y en presencia del ayuntamiento -elevado motu propio a la calidad de órgano representativo nacional-, desempeñarlos con lealtad en los términos y condiciones arriba señalados. Nada podía ser tan lisonjero para Iturrigaray –dice Alamán- como el que se le asegurase la permanencia en el virreinato de una manera independiente de las vicisitudes de España, en donde Murat traficaba con este apetecido empleo, ofreciéndolo como premio al general Castaños y a otros jefes que creía importante ganar a favor del orden de cosas que se pretendía establecer.13

13

Lucas Alamán, Historia de Méjico desde los primeros movimientos que prepararon su independencia en el año de 1808, hasta la época presente. Méjico, Impr. de J.M. Lara, 1849, pp. 169-170.

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5. JOSÉ DE ITURRIGARAY José Joaquín Vicente de Iturrigaray y Aróstegui era militar. Siendo alférez había participado en 1762 en la invasión de Portugal y en el sitio de Gibraltar, y luego, con el grado de coronel, en la campaña del Rosellón, durante la guerra entre España y Francia, al inicio de la revolución francesa. Caballero de la orden de Santiago, había ascendido a brigadier en 1789; a mariscal de campo en 1793, y a teniente general en 1795.

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Los virreyes duraban generalmente cinco años en el cargo y él ya casi los había cumplido, pues había llegado a Nueva España en 1803. Nombrado virrey por Carlos IV a propuesta de Manuel de Godoy, había aprovechado su cargo no sólo para enriquecerse sino también, según se decía, para compartir ganancias con su protector. En cambio, en el juicio de residencia al que también fue sometido, fue hallado culpable del delito de peculado y condenado post mortem a pagar más de cuatrocientos treinta y cinco mil pesos a los quejosos. Luego entonces, quedó judicialmente comprobado que era un sinvergüenza, aunque habría que aclararse que se trata de una decisión muy controvertible, porque se dictó en momentos en que España estaba muy “politizada”, por lo que, más que justicia, pareció un “ajuste de cuentas”. En todo caso, mientras los tribunales españoles lo condenaron, los mexicanos lo absolvieron. En efecto, el congreso mandó en 1824 que no se ejecutara en México la sentencia de los tribunales españoles, y además, la reclamación contra sus herederos fue fallada en contra por la Suprema Corte de Justicia de la Nación.

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En realidad, en caso de que haya sido cierta su supuesta rapacidad, Iturrigaray no habría sido muy distinto a los virreyes que le antecedieron en el cargo e incluso debe haber tenido cualidades, puesto que mientras algunos de ellos se volvieron odiosos, éste se ganó el afecto del pueblo e hizo muy buenos amigos entre los residentes más ilustres del reino. En todo caso, en América siempre se pasaron por alto sus hipotéticos actos depredadores -comunes por lo demás, se reitera, en todos los virreyes-, quizá por haber defendido los derechos e intereses de la nación no sólo frente a las pretensiones napoleónicas, lo que es digno de mérito, sino también frente a las peninsulares, sin dejar de mantener su lealtad a la monarquía española, lo que lo hace excepcional. Nacido en Cádiz, de sesenta y seis años de edad y con una esposa mucho más joven que él -con la que había procreado cuatro hijos-, le gustaban los fandangos, jugar a los naipes, las corridas de toros y las peleas de gallos. Al estallar la guerra entre España e Inglaterra -poco después de tomar posesión-, aplicó la cédula de consolidación de los vales reales para allegarse recursos, lo que implicó desamortizar bienes eclesiásticos y dejar en la ruina a muchos propietarios particulares. Por otra parte, siendo militar de profesión, preparó las defensas del reino, las reforzó con dos regimientos traídos de Cuba y levantó varios ejércitos con un total de catorce mil hombres. Durante su administración tuvo lugar la visita de Alexander von Humboldt, al que trató con deferencia; pero su gran aportación al reino, como lo dice con bonhomía Artemio del Valle-Arizpe, fue la vacuna contra la viruela, recién descubierta en Inglaterra por el médico Jenner, para promover la cual mandó que la aplicaran a su propio hijo, y dio instrucciones al médico Francisco Javier Balmis para que la extendiera por todo el reino, junto con la quinina contra la fiebre amarilla, lo que salvó miles de vidas.

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En todo caso, habiendo llegado a México cinco años atrás, estaba por expirar su mandato. Además, desde el destronamiento de Carlos IV y la expulsión de Godoy, a quien debía su nombramiento, se previó su pronto reemplazo. Días después, al devolverle la corona el hijo al padre, es decir, Fernando VII a Carlos IV, las cosas no mejoraron, porque ya se sabe que éste, en lugar de conservarla, se la

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entregó a Napoleón. Así que al iniciarse los acontecimientos de julio de 1808, el virrey recibió complacido el apoyo que le dieron las fuerzas políticas más importantes y representativas del reino, esto es, las americanas, a pesar de lo cual, el torbellino de la época lo arrastró consigo. El 16 de septiembre de 1808 fue depuesto de su cargo por los comerciantes peninsulares, apoyados por la audiencia, y deportado a España. Moriría en Madrid en 1815, a la edad de setenta y tres años.14 6. OBJECIONES DEL REAL ACUERDO Las resoluciones del ayuntamiento fueron entregadas al virrey el mismo día 19 de julio, en que fueron aprobadas, con la circunstancia notable –relata la Audiencia- de que a la entrada y salida de palacio, en coches, se hicieron honores militares al ayuntamiento, batiendo marcha y presentando las armas; novedades que por desusadas causaron mucha extrañeza, sensación y conversaciones en el público; mayormente habiéndose repartido algún dinero a la plebe, por un particular, para que vitorease a la ciudad, como lo ejecutó.15 En Guadalajara, el ayuntamiento y la audiencia obraron de común acuerdo. El ilustre ayuntamiento se juntó en su sala capitular aquella misma mañana… Ante todas las cosas, juró el presidente y juraron después los capitulares no reconocer otro rey que el perseguido Fernando y declarar la guerra a sus enemigos… Se resolvió esperar instrucciones de México, no dudando que llegarían en primera ocasión. Concluido el acto, tuvo conferencia el presidente con los señores ministros de la real audiencia y los

14

Enrique Lafuente Ferrari, El virrey Iturrigaray y los orígenes de la Independencia de México, Madrid, 1941.

15

Lucas Alamán, op. cit., Nota 12, p. 127.

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halló penetrados de los mismos sentimientos, y dispuestos a proceder con la mayor firmeza a favor de nuestro Fernando el deseado, como ministros y como soldados, en caso necesario.16 En México, por el contrario, desde el primer momento, surgieron diferencias entre el ayuntamiento y la audiencia que no tardarían en proyectarse a la nación-, siendo la más notable la que se refiere a la propuesta del ayuntamiento, en el sentido de que se estableciera un gobierno provisional “que en cierto modo dependiese de la ciudad, en clase de cabeza y metrópoli del reino”, proposición que trajo consigo el presto, inmediato y categórico rechazo de la audiencia.17 En efecto, el mismo día 19 de julio de 1808, el virrey Iturrigaray sometió la representación del ayuntamiento a la consideración del real Acuerdo, reconociendo que llevado de su celo, (México) toma la voz de todo el reino, dando además lugar a que se dude tal vez de toda autoridad que no fuese elegida por los pueblos, pretendiendo que la que yo ejerza en lo sucesivo, dimane de la que me transfieran los tribunales y cuerpos, incluso el del mismo ayuntamiento.18 Por consiguiente, le pidió “por voto consultivo” que le recomendase lo que debiera contestar, a fin de mantener las autoridades sobre el grado de potestad en que han estado y en la que deban continuar en lo adelante, mientras su majestad vuelve a ocupar su solio soberano; en el concepto de que si… tuvieren sus señorías por oportuno acordarlo conmi16

“Ocurrencias en Guadalajara al saberse la prisión de Fernando VII”, idem, no. 259, p. 669. 17

“Hechos y antecedentes que se tuvieron presentes para la destitución de Iturrigaray”, idem, no. 255, p. 647. 18

“Copia del oficio con que el virrey D. José Iturrigaray pasó al Real Acuerdo la anterior representación del Ayuntamiento de México”, idem, no. 200, p. 486.

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go verbalmente, pasaré… a ese regio tribunal para el efecto.19 Al día siguiente se reunió el Real Acuerdo con el virrey.20 Se dijo sotto voce que la duda del ayuntamiento de México sobre la legitimidad de todas las autoridades, salvo las electas por los pueblos, era fundada. En esas críticas circunstancias, las autoridades de facto necesitaban apoyarse y protegerse mutuamente, so riesgo de desaparecer. El magistrado Guillermo de Aguirre y Viana dijo confidencialmente al virrey: Esté vuestra excelencia en la inteligencia segura de que sin el Acuerdo nada vale, y el Acuerdo sin vuestra excelencia, menos.21 Ahora bien, al iniciarse la sesión, los trece ministros presentes, si bien aplaudieron la lealtad de la Ciudad, la refutaron enérgicamente por arrogarse atribuciones que no le correspondían. En su “voto consultivo” -que tomaron “de uniforme parecer”-, recomendaron al virrey que manifestara a los miembros del ayuntamiento su complacencia y agradecimiento por su fidelidad y sinceros ofrecimientos de las personas y bienes suyos, y del público de esta capital; pero también la exigencia

19

Idem.

20

“Respuesta de los oidores de México a la vindicación del señor Iturrigaray”, idem, t. III, no. 148, pp. 781-803. (Eran miembros de la audiencia Pedro Catani, regente; Ciriaco González Carvajal, decano; Guillermo de Aguirre, vice-regente, y Tomás Calderón, José Mesia, Miguel Bataller, José Arias Villa Fañe y otros oidores de las dos salas civiles cuyos nombres no aparecen en el acta, como tampoco aparece el de Jacobo de Villaurrutia, alcalde del crimen, y lo eran también Francisco Javier Borbón, Ambrosio Sagarzurrieta y Francisco Robledo, fiscales)

21

“Hechos y antecedentes que se tuvieron presentes para la destitución de Iturrigaray”, idem, t. I, no. 255, p. 646.

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de que, en lo sucesivo, se excusara de tomar la voz que no le pertenece por todas las demás ciudades del mismo reino.22 Otra reprensión que el virrey debía hacer a la ciudad fue la de haber planteado medios que no corresponden al fin propuesto, ni son conformes a las leyes fundamentales de nuestra legislación, ni tampoco coherentes con los principios establecidos.23 Entre los “medios que no correspondían al fin propuesto” se encontraba el establecimiento de un gobierno provisional y el nuevo juramento de todas las autoridades. En relación con estos dos puntos, los oidores expusieron al virrey que en el presente estado de las cosas, nada se ha alterado en orden a las autoridades establecidas legítimamente y todas deben continuar como hasta aquí, sin necesidad del nombramiento y juramento que propuso dicha nuestra ciudad a vuestra excelencia. Este Real Acuerdo y todas las demás potestades tienen hecho juramento de fidelidad, que dura y durará no sólo en lo legal sino en sus propios sentimientos emanados del fondo de su corazón… Aquel nombramiento provisional y juramento [propuestos por el ayuntamiento] debilitarían, más bien que afirmarían aquellos sagrados e inalterables vínculos, y constituirían un gobierno precario expuesto a variaciones, y tal vez a caprichos, ahora o en lo venidero, y por tanto sería, además de ilegal, impolítico…, muy expues-

22

“Voto consultivo del Real Acuerdo sobre la representación del Ayuntamiento de México”, 21 julio 1808, en García, Genaro, Documentos históricos mexicanos, t. II, Nota 1, doc. VI, p. 37. 23

Idem.

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to y de consecuencias trascendentales.24 Por último, los oidores recomendaron que los sentimientos del reino en relación con su lealtad a la familia de Borbón y a sus derechos sobre el trono de España y de las Indias, los manifestara el virrey inmediatamente a sus homólogos de Lima y Santa Fe de Bogotá, a los presidentes de las Audiencias de Guatemala y Guadalajara, al de Manila, al gobernador de La Habana, al de Mérida de Yucatán, al comandante de las Provincias Internas, y al arzobispo, obispos, cabildos eclesiásticos, intendentes y ayuntamientos de la Nueva España, y que tomara las providencias conducentes a tranquilizar los ánimos y asegurar el sosiego.25 El virrey se conformó con el dictamen anterior; pero la Audiencia, en su informe a España, asegura que dicho funcionario hizo cambiar la voz inmediatamente por la de oportunamente, en lo que se refiere a comunicar a sus destinatarios sus sentimientos de lealtad al legítimo soberano y demás, lo que no deja de parecer chisme para justificar su presunta infidencia o deslealtad.26 El arzobispo, los inquisidores y otros eclesiásticos se negaron a firmar el documento en que los oidores hicieron constar estos hechos, a pesar de las rectificaciones que le hicieron, por su irregularidad. No es ocioso anticipar que todos los informes que los oidores enviaron a las autoridades peninsulares están salpicados de hablillas de esta clase, a fin de pretender justificar la terrible decisión que tomaron.

24

Idem.

25

Idem.

26

“Hechos y antecedentes que se tuvieron presentes para la destitución de Iturrigaray”, 12 de noviembre de 1808, en Hernández y Dávalos, J. E., Nota 2, no. 255, p. 646.

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CAPÍTULO II CIMIENTOS PARA UNA SOBERANÍA 1. CONFLUENCIA DE DERECHOS. 2. SENTIMIENTOS COMUNES. 3. MELCHOR DE TALAMANTES. 4. NATURAL INCLINACIÓN. 5. SEGUNDA CONFRONTACIÓN. 6. BALANCE DE LA SITUACIÓN. 7. INTERREGNO Y CONGRESO. 8 CIMIENTOS PARA UNA SOBERANÍA.

1. CONFLUENCIA DE DERECHOS A pesar de que la audiencia rechazó la pretensión del Ayuntamiento de México de representar a todo el reino, así como sus propuestas de establecer un gobierno provisional que dependiera de él y ante el cual formulara un nuevo juramento, admitió que se apoyara a la familia real gobernante, independientemente de quién la representara: Carlos IV, el príncipe de Asturias o cualquiera de los que les siguieran en la línea dinástica. Esto fue un triunfo político parcial del Ayuntamiento, porque sus integrantes –casi todos americanos- temían que la Audiencia –cuyos miembros eran casi todos europeossiguieran el ejemplo de los Consejos de Castilla e Indias y reconocieran al rey francés José I, con objeto de conservar siempre la América unida a la España, cualquiera que fuese la dinastía que gobernase ambos mundos, como había sucedido en la guerra de sucesión a principios del siglo XVIII. De cualquier modo, quedó acreditada la lealtad, adhesión y apoyo de los americanos al soberano de la dinastía borbónica, sin perder la oportunidad de declarar los legítimos intereses y derechos del reino. Por eso dichos americanos habían expuesto categóricamente que rechazaban la idea de que alguien, de Carlos IV abajo, incluyendo Napoleón, pretendiera imponerle soberano a la nación, sin su consentimiento, como se quería ha-

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cer con José I, y afirmaron la idea de que si la nación mexicana necesitaba un gobernante, sólo ésta podría nombrarlo o elegirlo por sí misma. Por otra parte, la Audiencia temía que las cortes mexicanas o congreso nacional, cuerpo representativo de todos los ayuntamientos del reino propuesto por el Ayuntamiento de México, asumiera atribuciones que correspondían exclusivamente al rey de las Españas y de las Indias. Por eso tuvo por imprudente en aquel cuerpo municipal haberla presentado, y en el virrey, admitido. Pero la idea de reunirse en una junta general no tenía nada de descabellado ni sedicioso. Al contrario, flotaba en el ambiente. Es lo que ocurriría en España dos meses más tarde.27 En esos días, los ayuntamientos de Veracruz, Jalapa y Querétaro se la propusieron al virrey de México, a pesar de que el primero estaba compuesto casi todo de europeos, y los otros, de americanos. Veracruz informó a Iturrigaray, en efecto, que los votos de Nueva España por mantener la fidelidad a sus monarcas eran unánimes, “como lo acreditará si tiene a bien convocar a sus representantes”; el de Jalapa se adelantó y nombró a sus diputados –los cuales asistieron a las asambleas que días después se llevarían a cabo en México-, y el de Querétaro ofreció enviarlos luego que se le previniese. Incluso el alcalde de corte Jacobo de Villaurrutia, magistrado de la Audiencia en la sala de lo criminal, se convirtió en uno de sus más apasionados partidarios. En términos casi iguales se expresaron los cabildos de 27

El 25 de septiembre de 1808 sería instalada en Aranjuez la Junta Central Gubernativa del reino, presidida interinamente por el Conde de Floridablanca e integrada por representantes de Aragón, Asturias, Castilla la Vieja, Cataluña, Córdoba, Extremadura, Granada, Jaén, Mallorca e islas adyacentes, Murcia, Sevilla, Toledo y Valencia, para expedir todas las órdenes y pragmáticas bajo el nombre de Fernando VII. Real provisión del Consejo Real de toma de cargo de los miembros de la Junta Central, Aranjuez, 25 de septiembre de 1808.

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casi todas las ciudades y villas del reino, así como los obispos, cabildos eclesiásticos, corporaciones y funcionarios.28 No habiendo autoridad legítima alguna en España o en México establecida por el monarca a la que debiera reconocerse, el congreso general podría no sólo legitimar la permanencia de Iturrigaray como titular del estado americano, en forma provisional, sino también convertirse en un saludable contrapeso político que equilibrara sus resoluciones. Por consiguiente, lo imprudente no era que dicho congreso nacional reconociera la autoridad suprema del virrey como encargado del despacho -en materia de gobierno, hacienda, justicia y guerra- sino que no lo reconociera, aunque únicamente por el tiempo que las circunstancias lo requirieran. Los derechos del rey de las Españas y de las Indias serían ejercidos en la América Septentrional por la nación, representada por el congreso, la cual mantendría su voto de lealtad al soberano; en el entendido de que los derechos de éste le serían devueltos cuando se reintegrara a su trono…, si se reintegraba; si no, a sus legítimos sucesores, el último de los cuales, en tesis de Azcárate, era la nación. Por lo que se refiere a la fidelidad al soberano, el mismo día en que el real Acuerdo formuló su “voto consultivo” y se lo dio a conocer al virrey, esto es, el 21 de julio, el síndico procurador del común de la “muy noble y muy leal ciudad de México”, Francisco Primo de Verdad y Ramos, apartándose de la tesis del reconocimiento a Carlos IV, propuso que se reconociese al “augusto señor y rey don Fernando VII”, y se solicitase por la vía de la negociación secreta con la nación inglesa, el rescate de nuestro soberano: ofrézcanse seis mi28

“Representación hecha al virrey Iturrigaray por el Ayuntamiento de Jalapa, ofreciendo mandar una diputación de su seno”, y “Representación del Ayuntamiento de Querétaro, ofreciendo mandar representantes a la junta general”, en Hernández, y Dávalos, op. cit., nos. 203 y 204, respectivamente, pp. 490-492.

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llones de pesos al comandante de la fortaleza, y seguridad en estos dominios, para que lo pase a Viena y acompañe a Inglaterra, y ofrézcanse además a esa nación otros seis millones, pagaderos en Veracruz, por su conducción hasta este puerto.29

29

“Representación del síndico del común proponiendo se ofrezcan doce millones de pesos por la libertad de Fernando VII” (Minuta), idem, n. 202, pp. 489-490.

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No hay ningún indicio de que este ofrecimiento para liberar al monarca haya sido hecho a la nación inglesa, ni directa ni indirectamente, ni por la vía de la negociación secreta ni por ninguna otra vía; pero por lo menos demuestra no sólo los sentimientos de lealtad al monarca cautivo, sino sobre todo sus deseos de seguir formando parte de la monarquía de las Españas y de las Indias, siempre que la corona no recayera sobre una dinastía que no fuera la borbónica. Por otra parte, el 23 de julio, el virrey hizo saber al ayuntamiento las recomendaciones que le había girado el real Acuerdo, y al mismo tiempo, recibió de éste una segunda solicitud de que convocara a cortes nacionales, por una parte, para declarar a Fernando VII como rey legítimo de las Españas y de las Indias, y por otra, para legitimar a los órganos de gobierno de facto de Nueva España, todo lo cual le permitiría consolidar su autoridad. Además, por la urgencia de la situación y mientras se establecía el congreso general, dicho ayuntamiento le propuso igualmente que reuniera a las autoridades de la capital, en caso de que llegaran órdenes del gobierno intruso. 2. SENTIMIENTOS COMUNES Hasta entonces, lo único cierto es que los reyes de la dinastía borbónica habían abdicado y que los principales cuerpos representativos de España –las Cortes de Bayona y los Consejos de Castilla, de Indias y de la Inquisición- habían reconocido a José Bonaparte e inclusive que dichas Cortes habían aprobado el Estatuto que legalizaba y formalizaba su cargo. Por su parte, el Ayuntamiento de México, al proponer que se rechazara a la nueva dinastía napoleónica, había dejado planteada la confrontación política y potencialmente bélica entre la América Septentrional y la Europa napoleónica, incluyendo España. Aprobar dicha propuesta era aprobar la guerra; rechazarla, rechazar la tranquilidad interior. Así, pues, se temía que de un momento a otro se pre-

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sentaran conflictos internos o externos de impredecibles consecuencias. El reino de Nueva España se puso en tensión. En este estado de cosas llegó a Veracruz la barca Esperanza, salida de Tarragona el 7 de junio anterior, con la que vino la noticia del levantamiento en masa de toda España contra Napoleón. Dicha noticia se recibió en México el 28 de julio por la noche, y al amanecer del 29, los repiques y salvas de artillería con los que el virrey mandó anunciar tan satisfactorios sucesos, dieron principio a un movimiento de entusiasmo general que, comenzando en la capital, se difundió rápidamente por todo el reino. En este espacio no se describirán más que breves pasajes de lo ocurrido en la capital; pero las fiestas y la alegría popular se desbordaron por todas partes. En el Diario de México se lee que el anuncio de la rebeldía popular española se hizo a las cinco de la mañana; que el regocijo se extendió en México a todo el pueblo y que éste se aglomeró frente al palacio real “repitiendo vivas y aclamaciones a Fernando VII rey de España y de las Indias”.

Algunos llevaron el retrato del monarca hasta las escaleras del palacio. Un oidor de la audiencia y el alcalde ordi-

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nario de primer voto de la ciudad bajaron hasta el primer descanso de la escalera principal, recibieron el retrato y lo condujeron en medio de la multitud hasta el virrey, que lo colocó en el balcón principal, y éste y los ministros de la audiencia manifestaron su júbilo arrojando “una porción considerable de pesos, que parece fueron dos mil”. Luego la multitud pidió de vuelta el retrato y lo llevó en alto por toda la ciudad “y hasta las mujeres echaban al aire sus pañuelos y basquiñas en señal de regocijo”. El grito era “viva Fernando VII, muera el emperador de los franceses”.30 No parecía sino que un acceso de delirio se experimentaba por todas partes. Proclamábase a Fernando VII; juraban todos defenderlo hasta la muerte; sacaban en triunfo sus retratos, acompañados con largas procesiones, en que el europeo iba al lado del americano, el eclesiástico se confundía con el comerciante, el rico con el pobre: el veneno de la discordia no se había difundido todavía, y cualquier intento de sembrarla, hubiera sido sofocado en medio del entusiasmo general.31 Mientras la movilización general y la alegría de la población fortalecían los lazos de unidad entre europeos y americanos, hombres y mujeres, ricos y pobres, Melchor de Talamantes criticó que se hubiera permitido que el soberano fuera irreflexivamente reconocido por el pueblo, en lugar de que el tema de su reconocimiento fuera discutido razonadamente por el congreso nacional. Por tal motivo, recomendó que en lo sucesivo todo lo relativo a “la sucesión de la corona de España y de las Indias” se tratara adecuada y solemnemente, “con examen muy detenido”, no “con la prisa y desasosiego que lo hizo México el día 29 de julio de 1808 y todas las demás ciudades, villas y lugares de Nueva Es-

30

“Documentos relativos a la proclamación de Fernando VII como rey de España”, idem, no. 207, p. 495.

31

Lucas Alamán, op. cit., Nota 12, p. 176.

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paña”.32 Lo importante del caso es que, pese a la inconformidad del limeño por la explosión ce regocijo popular –estimulada por el ayuntamiento- y no obstante su pretensión de que se afirmaran los derechos soberanos de la nación frente a las pretensiones de los peninsulares, su idea principal, como la de todos los americanos, era mantener la unidad de ambas Españas, pero hacer subsistir cada una de ellas con su propia identidad nacional, sus leyes, instituciones, usos y costumbres, bien bajo una sola corona, o bien sin ella. 3. MELCHOR DE TALAMANTES Asesor de los virreyes de Perú y de México, Talamantes no formaba parte del ayuntamiento, pero era amigo de sus miembros. Hombre de estudio y notable talento, de 43 años de edad, nacido en Lima y doctorado en teología por la Universidad de San Marcos, sus aptitudes habían sido aprovechadas por el virrey de Perú Francisco Gil de Taboada y Lemus, así como por el médico naturalista y cosmógrafo peruano Hipólito Unánue. No resistiendo el clima intelectual de la orden mercedaria a la que pertenecía, Talamantes pidió que se le permitiera trasladarse a España -por la vía de Nueva España- para tramitar su secularización, habiéndosele concedido. Instalado en el convento mercedario de México, pronto se dio a conocer por su saber, su destreza oratoria y su espíritu mundano. El virrey Iturrigaray lo comisionó para que estudiara y precisara los límites entre Texas y Louisiana, es decir, entre el reino de Nueva España y la república de Estados Unidos, comisión que le permitió vivir fuera del convento y hacer amistades. Dice Juan López Cancelada, redactor de la Gaceta de 32

“Apuntes para el plan de independencia, por el P. Fray Melchor de Talamantes”, en Hernández y Dávalos, J. E., op. cit., Nota 2, n. 206, p. 494.

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México y enemigo acérrimo de los hombres de 1808, que “siempre estaba de marcha y nunca se ponía en camino”. Sea lo que fuere, el alcalde del crimen Jacobo de Villaurrutia, oidor de la sala del crimen, lo nombró censor del Diario de México, periódico que había fundado en 1805. En medio de tales actividades y muy atento al desarrollo de las juntas convocadas por el virrey, Talamantes elaboró sus ideas políticas, las dio a conocer a sus amigos, entre ellos, a los del ayuntamiento, y las puso en blanco y negro.

Al darse el golpe de estado contra Iturrigaray, fue uno de los primeros en ser internado en las cárceles secretas de la inquisición, sometido a proceso por infidencia y finalmente deportado a la antigua España -a la que nunca llegó- con el expediente de su proceso. Murió en mayo de 1809 en Veracruz, en circunstancias muy extrañas, al parecer de fiebre amarilla, aunque se dice que deliberadamente envenenado

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en las mazmorras de la fortaleza de San Juan de Ulúa.33 4. NATURAL INCLINACIÓN En todo caso, el levantamiento de la nación española produjo en la americana un cambio esencial en la opinión; pero al disiparse el humo de los fuegos pirotécnicos, quedaron en pie en toda su gravedad las dificultades causadas por la ausencia y prisión del monarca. En el movimiento casi simultáneo de todas las provincias de España, cada una había establecido un gobierno local, pero no había habido tiempo ni oportunidad de establecer un gobierno general que las unificara. Dicho movimiento había sido acertado y conveniente para cada provincia, pero insuficiente para la unión de todas.

Y si no había un órgano que las unificara, menos que las vinculara con las demás que integraban la monarquía, dispersas en América y Asia, como lo había reconocido expresamente desde el 16 de julio de 1808 la Junta de Valencia, al proponer que se convocara a Cortes generales, y entre tanto, que se formara una Junta Central Gubernativa que 33

“Oficio del “virrey” Pedro Garibay en el que ordena que Talamantes no sea embarcado a España aunque salve la vida, lo cual duda por su gravedad”, 12 de mayo de 1809, en García, Genaro, op. cit., Nota 1, p. 487.

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representara a todas las juntas provinciales.34 Lo grave del asunto es que las juntas de gobierno peninsulares partían de la concepción borbónica dominante, en el sentido de que las naciones americanas eran colonias dependientes de España, más que partes integrantes de la monarquía española e indiana; es decir, que eran posesiones de la nación peninsular y que, por ende, pertenecían a los españoles, no que dichas entidades tenían personalidad jurídica propia e independiente, y consideraban que era necesario retenerlas por los medios que fueran necesarios, incluyendo el de la fuerza, sin permitirles que aprovecharan la crisis política para separarse de la metrópoli, a pesar de que lo único que había unido a unas y otras provincias americanas y europeas había sido la corona y, eventualmente, los negocios, no la dependencia política de unas respecto de otras. Con base en una marcada desconfianza hacia “sus” colonias y creyéndolas proclives a la separación de la monarquía (a pesar de que éstas nunca pretendieron hacerlo sino sólo rechazaron someterse a las juntas de gobierno peninsulares), trataron de reducirlas a su dominio absoluto, como si fueran simples objetos de posesión y no entidades con personalidad jurídica propia, como lo eran, no sometidas a ninguna entidad política que no fuera la corona. La junta de Valencia, por ejemplo, a la que ya se ha hecho referencia, señaló en esos días: No dependiendo, desde luego, directamente de autoridad alguna, cada colonia establecerá su gobierno independiente, como se ha hecho en España; su distancia, su situación, sus riquezas y la natural inclinación a la independencia las podría conducir a ella, roto por decirlo así, el nudo que las unía con la Madre Patria, y nuestros enemigos conseguirían, sin más medios que el de nuestro descuido, lo que no hubieran podido lograr con todos

34

Circular de la Junta de Valencia solicitando la Junta Central, Valencia, 16 de julio de 1808.

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los esfuerzos de su poder.35 Era acertada la previsión de la Junta de Valencia, pero no la premisa de que si los reinos americanos no dependían de una autoridad peninsular quedaría roto el nudo que los unía a la Madre Patria. La Madre Patria no era la Península sino la monarquía universal de las Españas y de las Indias, de la que el propio reino de Valencia formaba parte. Mientras tanto, el Ayuntamiento de México daba énfasis a la idea de que la América Septentrional era una nación independiente que estaba vinculada únicamente a la corona, como lo señalaban las leyes, pero sin depender de la antigua España y menos de alguna provincia española. Era verdad que el reino de Nueva España “no dependía directamente de la autoridad de nadie”, como lo había señalado la junta de Valencia, y que “su natural inclinación a la independencia” tarde o temprano la conduciría a ella; pero nunca será ocioso insistir que es falso que en esos días pretendiera desvincularse de la monarquía de las Españas y de las Indias. Al contrario. Por eso había rechazado al gobierno francés y reafirmado su lealtad a la dinastía borbónica. De lo que quería desvincularse era de la posibilidad de quedar sujeto a cualquier autoridad que no fuera la del rey. Por consiguiente, al saber que las juntas de Sevilla y Valencia buscaban someter políticamente a “sus” colonias, el Ayuntamiento de México decidió sostener y salvaguardar los derechos del reino, vale decir, de la nación, no sólo frente a Napoleón sino también frente a ellas. La Audiencia, por su parte, que había considerado la remota e hipotética posibilidad de que se celebrara una junta americana o congreso nacional, bajo las reglas y condiciones que previamente la propia audiencia fijara, al enterarse de la insurrección de España entera y de la formación de sus juntas revolucionarias provinciales de gobierno, consideró que una junta americana ya no tenía ningún funda35

Circular de la Junta de Valencia solicitando la Junta Central, Valencia, 16 de julio de 1808.

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mento ni razón de ser y resolvió mantener al reino americano dependiente de una junta española, cualquiera, la que fuera, no como reino, sino como colonia, a pesar de que esta figura no tenía ninguna existencia jurídica. A partir de entonces, estas dos concepciones se confrontaron fuertemente. Alamán lo resume muy bien: La audiencia y los españoles miraban la Nueva España como una colonia de la antigua, según los principios adoptados durante el gobierno de los Borbones, y el ayuntamiento y los americanos se apoyaban en las leyes primitivas y en la independencia establecida por el código de Indias, además de las doctrinas generales de los filósofos del siglo anterior sobre la soberanía de las naciones, aunque todas las aplicaciones que de éstas hacían, suponían que México fuese ya independiente y pudiese obrar como nación soberana, que era precisamente lo que los otros resistían e impugnaban.36 5. SEGUNDA CONFRONTACIÓN En este marco de ideas, el 3 y 5 de agosto el Ayuntamiento de México entregó al virrey dos nuevas representaciones –peticiones- por medio de una comisión, en las que se desistió “por ahora” del derecho a tomar la voz en representación de todo el reino, pero reiteró su pedimento de que, “a imitación de Sevilla y Valencia”, que habían establecido de facto sus juntas de gobierno, México estableciera la suya, pero con base en la ley.37 El virrey, en lugar de solicitar al real Acuerdo que adoptara su voto consultivo sobre este asunto y le recomendara la respuesta que debía dar al ayuntamiento, obsequió primero los deseos del ayuntamiento, es decir, decidió convocar

36

Lucas Alamán, op. cit., Nota 12, pp. 190-191.

37

Las dos representaciones del ayuntamiento de México fechadas el 3 y 5 de agosto no se conocen, porque desaparecieron de los archivos, pero se deduce su contenido del oficio que el virrey dirigió el 5 de agosto al real Acuerdo.

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el congreso, y pidió después el voto consultivo del real Acuerdo. Al mismo tiempo, convocó a una junta general a todas las autoridades de la capital del reino y pidió a los oidores que asistieran a ella. Decidida como está la convocatoria de la junta general, he tenido por oportuno remitir a sus señorías, como lo hago, las mencionadas representaciones [del ayuntamiento] con sus antecedentes, para que acordando y exponiéndome el modo y términos en que les parezca que deberá concurrir a ella ese real tribunal, me digan al mismo tiempo, por voto consultivo, lo que se les ofrezca sobre los particulares y fundamentos que expresa la nuestra ciudad, a fin de que en vista de todo, pueda yo en el acto de la propia junta proceder con el acierto que deseo, o defiriendo a lo que considere justo, decoroso y necesario, o rechazando y rebatiendo lo que no fuere conforme y conducente a los objetos a que se dirige.38 La decisión estaba tomada: habría junta general, cortes mexicanas o congreso nacional. La única contribución de la audiencia sería la de afinar los detalles. Fue la primera vez que el virrey adoptó expresa y públicamente tal decisión, que daría a conocer a la asamblea citada para el martes siguiente. Por lo pronto, el real Acuerdo reaccionó de inmediato y se opuso a que esta reunión se celebrara. De los catorce ministros que asistieron a la sesión, trece votaron el mismo dictamen y uno produjo un voto particular. Los trece fueron de uniforme parecer “que conviene en todas maneras que su excelencia [Iturrigaray] se sirva suspender la junta que tiene decidida, y que no haga novedad 38

“El virrey D. José Iturrigaray remite al Real Acuerdo las segundas representaciones del Ayuntamiento, avisándole tener ya resuelto la convocación de una junta general, y contestación de aquél”, en Hernández y Dávalos, J. E., op. cit., Nota 2, no. 209, p. 506,

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en materia de tanta gravedad y consecuencia”. Y el autor del voto particular dijo “que los puntos que se tocan son de una imponderable gravedad y que de la resolución que se tome pueden originar dificultades invencibles y peligrosas consecuencias”, por lo que parecía indispensable que se dejara correr el tiempo para examinar el asunto con más cuidado. El dictamen de la mayoría también señala que si Fernando VII había regresado a España, como se rumoraba, “no sólo sería inútil la junta promovida, sino sumamente perjudicial, por las razones que no pueden ocultarse a la penetración de vuestra excelencia”. Y si no había regresado, sin estar instruido este real Acuerdo de lo que vuestra excelencia ha determinado en razón de los cuerpos y personas que han de concurrir a la junta, del modo y términos en que han de hacerlo, para qué fines, con qué representación y voto, bien decisivo o [bien] consultivo, no puede consultar a vuestra excelencia lo que estime conveniente sobre la formación de la junta, y modo y términos en que deberá concurrir a ella este tribunal, añadiendo que nunca será de parecer ni convendrá en que se forme dicha junta bajo los principios que establece y para los objetos que manifiesta la nuestra ciudad.39 El voto particular, por su parte, suplica al virrey que este importantísimo negocio se trate detenidamente por la audiencia en pleno, en presencia de él, o permita que se pase el expediente a los tres fiscales y se tome en cuenta su opinión, antes de que el real Acuerdo y el propio virrey emitan la suya.

39

“Voto Consultivo del Real Acuerdo sobre las segundas representaciones del ayuntamiento de México, en que aparece también la opinión de dicho cuerpo acerca de la proyectada convocación de la Junta General”, 6 agosto 1808, en García, Genaro, op. cit., Nota 1, p. 46.

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6. BALANCE DE LA SITUACIÓN Según los oidores, si las autoridades habían jurado fidelidad al monarca y obediencia a las leyes de la corona, debían seguir ejerciendo sus funciones hasta que la situación se aclarase. Consecuentemente, nada de cuerpos o asambleas con atribuciones soberanas, ni un ejecutivo con potestades extraordinarias, ni un órgano de justicia con facultades de supremo tribunal. Todas estas propuestas implicaban ejercer los atributos del soberano, es decir, del rey. La audiencia era legalmente el único órgano de consulta del virrey, no el ayuntamiento de “nuestra ciudad”, por lo que recomendó a Iturrigaray que todas las autoridades establecidas se supeditaran, como siempre, a la autoridad del virrey, conforme a las leyes vigentes, y no las leyes -y el virrey- a las resoluciones de los representantes de los ayuntamientos del reino, reunidos en congreso nacional. Sin embargo, los argumentos de los oidores carecían para el virrey de consistencia política y de eficacia práctica. Cierto, las autoridades establecidas habían sido designadas por el rey y debían permanecer en ejercicio de sus funciones conforme a la ley; pero el rey legítimo Carlos IV, a quien debían su nombramiento, ya no era rey, y Fernando VII, destinado a sucederlo, no había tomado posesión de su trono ni sus súbditos le habían jurado obediencia con las solemnidades de rigor. En todo caso, el rey y sus sucesores dinásticos estaban secuestrados en Francia, y quien gobernaba España era el francés José Bonaparte. La situación, pues, era sui generis. Desde cualquier óptica bajo la cual se analizara el asunto, su cargo de virrey carecía de base política y jurídica. Era un simple encargado del despacho para atender los asuntos de trámite mientras llegaba o se nombraba su relevo. Sin embargo, en esos momentos de extrema gravedad, había asuntos que requerían con urgencia de resolución soberana y que le exigían gobernar el reino en forma especial. Necesitaba, pues, tomar medidas no comunes que le permitieran afianzar su autoridad y dar firmeza a sus actos y reso-

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luciones, no para quedarse con el reino, como perversamente empezó a decirse, sino para conservárselo al monarca legítimo de la dinastía borbónica. Ya se expuso que, en realidad, desde marzo anterior, en que Carlos IV había sido depuesto del trono -a consecuencia del motín de Aranjuez-, Iturrigaray había quedado prácticamente fuera de su cargo. Su reemplazo se había esperado de un momento a otro.

Sin embargo, la renuncia posterior de Fernando VII -a la corona y a sus derechos sucesorios- a favor de su padre, y la de éste a favor de Napoleón, había producido un inesperado y profundo vacío político, legal y constitucional, que al tiempo que lo había fortalecido como virrey de Nueva España, lo había debilitado. Lo había fortalecido de hecho porque, al no haber nuevo rey, no había habido nuevo virrey, y el encargado de facto del reino no podía ser más que él. Y lo había debilitado moral y políticamente porque, como encargado de facto, no tenía la fuerza y la autoridad necesarias para tomar decisiones trascendentales. Así, pues, para conservar la América Septentrional bajo el dominio del rey de las Españas y de las Indias -bajo la

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soberanía de los Borbones-, era preciso que él conservara formalmente la titularidad del estado y que, además, lo fortaleciera moral, política y militarmente, en previsión de lo que pudiera ocurrir. Melchor de Talamantes escribió a este respecto unas notas ilustrativas y elocuentes: No habiendo rey legítimo en la nación, no puede haber virreyes. No hay apoderado sin poderdante.40 Esto era tan obvio, que el conde de la Cadena, intendente de Puebla, informaba al virrey que hasta los indios ya no querían pagar tributo “diciendo que ya no tenían rey”.41 El que se llamaba pues virrey de México –escribió Talamantes- ha dejado de serlo desde el momento en que el rey ha quedado impedido para mandar en la nación. Si tiene al presente alguna autoridad, no puede ser otra sino la que el pueblo haya querido concederle. Y como el pueblo no es rey, el que gobierne con el consentimiento del pueblo no puede llamarse virrey.42 Para conservar el reino y no cedérselo a nadie, ni procedente de Francia ni de la propia España, como lo había propuesto el Ayuntamiento de México, es decir, para no entregárselo a ningún enviado, fuese del Consejo de Indias, por instrucciones de José Bonaparte, o de las juntas espa-

40

“Gaceta extraordinaria de México”, viernes 12 agosto 1808, t. 15, n. 77, folio 560, nota 1 al pie de página de Melchor de Talamantes a la proclama del virrey, en García, Genaro, Documentos históricos mexicanos; obra conmemorativa del primer centenario de la independencia de México, México: Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnología, 1910, t. VII, p. 445. 41

“El conde de la Cadena, gobernador del Puebla, informa al virrey sobre la situación que guarda la provincia”, en Hernández y Dávalos, J. E., op. cit., Nota 1, no. 211, p. 510. 42

“Gaceta extraordinaria de México”, nota 1 al pie de página de Melchor de Talamantes, en García, Genaro, op. cit., Nota 38, p. 445.

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ñolas, ni siquiera de Carlos IV o de Fernando VII mientras éstos siguieran secuestrados por Napoleón y las tropas francesas no evacuaran el territorio español, el virrey necesitaba fortalecer su autoridad moral, política y militar. Así que, convencido de que el vacío de poder producido por la crisis constitucional no podría ser llenado más que con autoridades de nuevo tipo, apoyó su establecimiento. Aunque las autoridades fueran las mismas que había nombrado el rey, debían ser legitimadas por el propio reino y fundadas en principios que hundieran sus raíces en las fuertes tradiciones jurídicas indianas y castellanas. A pesar del rechazo de la audiencia, él consideraba que las cortes americanas, es decir, el congreso nacional, era el organismo idóneo para conferir legitimidad no sólo a su cargo sino también al rey abdicante -a pesar de su abdicacióny, de paso, a todas las demás autoridades constituidas. La audiencia, por su parte, estaba de acuerdo en que el virrey permaneciera en su cargo y se afianzara en él, pero sólo el tiempo estrictamente necesario para encargárselo a otro, y ya que el rey no podía nombrarlo, porque no había rey, lo debía nombrar una junta de gobierno de la Península e incluso la propia audiencia, si era necesario; pero de ningún modo el ayuntamiento de México y menos un congreso nacional americano. Los oidores también llegaron a considerar la posibilidad de que, si no había nadie que pudiera gobernar la monarquía de las Españas y de las Indias, este reino debía ser gobernado por algún individuo de cualquiera otra dinastía. Durante sus sesiones se escuchó la propuesta de que se negociara con los ingleses la traída a México de Pedro, infante de Portugal, que se hallaba en Brasil, a fin de que éste se hiciera cargo del reino. Una vez lo dijo en sesión secreta el fiscal Francisco Robledo, y otra, Jacobo de Villaurrutia, alcalde de corte; pero el oidor Ciriaco González Carvajal respondió que su amigo y “favorecedor” Iturrigaray “no soltaría prenda”, es decir, que no aceptaría desprenderse del

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cargo en esa forma. Además, el ayuntamiento ya había advertido que no aceptaría que se “mudara dinastía”. Y aunque la propuesta había sido hecha de buena fe y estaba basada en la conveniencia política, no tenía ningún fundamento legal.

Oidor Ciriaco González Carvajal

7. INTERREGNO Y CONGRESO El caso es que el mundo ibérico-indiano había quedado sin cabeza; la monarquía de las Españas y de las Indias, sin monarca, y el reino de Nueva España sin rey ni virrey legíti-

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mos. Ahora bien, un reino sin rey deja de ser reino y se convierte en república de facto. En tales condiciones, el síndico del común Francisco Primo de Verdad y Ramos interpretó la situación como un interregno, es decir, como un espacio de tiempo entre rey y rey, pues aunque no había rey en ese momento, lo había habido antes y lo seguiría habiendo después. Esta interpretación tenía la ventaja de que el reino, aunque no tuviera rey momentáneamente, ni virrey, y a pesar de haberse convertido en una república de facto, admitía que siguiera siendo considerado como reino. Tomando en cuenta que, dado el interregno, la ausencia del rey era un asunto temporal, provisional, pero extraordinario, había que adoptar medidas extraordinarias, pero provisionales y temporales, para hacer frente a la situación. “Un pueblo en estado de interregno puede llamarse ciudad sin gobierno y semejante a un ejército sin general”, expresó el licenciado Francisco Primo de Verdad y Ramos.43 Era necesario, pues, afianzar legítimamente la cabeza de este reino americano y mantenerla sobre sus propios hombros, a fin de mantener su capacidad de defensa y resguardar los bienes que no correspondían más que a la monarquía -no al monarca-, y en última instancia, a la nación. En esta inédita situación, los únicos elementos legítimos en los que descansaba el reino eran los ayuntamientos americanos -españoles e indígenas-, porque sus integrantes nunca habían sido nombrados por el rey sino por los naturales. Además, eran la auténtica fuerza del reino. Según Primo de Verdad, siempre lo habían sido, desde su fundación hasta el presente. 43

Verdad y Ramos, Francisco Primo de, “Memoria póstuma del síndico del ayuntamiento de México Lic. D. Francisco Primo de Verdad y Ramos en que fundando el derecho de soberanía del pueblo justifica los actos de aquel cuerpo”, 12 septiembre 1808, en García, Genaro op. cit., Nota 1, t. II, doc. DLIII, p. 157.

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Configurar esta nueva entidad política –junta general, cortes americanas o congreso nacional- a base de vecinos, es decir, de representantes de los ayuntamientos, que dieran su apoyo al encargado provisional del reino, era crear una fuerza política propia, firme y segura, con base popular, dependiente del virrey y de la que él dependiera mientras se aclaraban las cosas. En todo caso, la junta nacional permitiría al virrey consolidar su posición política, desempeñar sus funciones y hacer frente a la situación. Había otras razones de Estado para convocar al congreso general, relacionadas con la seguridad externa e interna de la nación. Talamantes las expondría con bastante claridad. El gobierno exterior del reino tiene dos ramos: uno activo, que es la alianza y correspondencia con las naciones extranjeras; el otro pasivo, que es la resistencia a los enemigos. Permitamos que esté bien administrado este segundo –aunque nos consta que no-, pero, ¿qué hay del primero, que es el más esencial, y para el cual el virrey y las audiencias no tienen autoridad alguna?44 [Y por lo que se refiere a su seguridad interna] no hay tranquilidad sin orden. No hay orden sin leyes, sin tribunales que las hagan observar, y faltando la metrópoli, nos faltan todos los tribunales supremos, que dan consistencia y firmeza a los menores. Este defecto no se ha reparado. ¿Cómo habrá, pues, tranquilidad?45 8. CIMIENTOS PARA UNA SOBERANÍA El 6 de agosto, esto es, al día siguiente de haber pulsado la oposición de los ministros del real Acuerdo, el virrey les aclaró que la convocación de la junta general a la que había citado para el martes siguiente no era una idea que le

44

“Gaceta extraordinaria de México”, viernes 12 agosto 1808, notas 6 y 4 al pie de página de Melchor de Talamantes, idem, tomo VII, p. 443. 45

Idem.

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hubieran transmitido las representaciones (solicitudes) de la ciudad, sino una decisión propia tomada de antemano. A su juicio, dicha asamblea era necesario formarla y celebrarla para la conservación de los derechos de su majestad; para la estabilidad de las autoridades constituidas; para la seguridad del reino; para la satisfacción de sus habitantes; para los auxilios que puedan contribuir, y para la organización del gobierno provisional que convenga establecer en razón de los asuntos de resolución soberana, mientras varían las circunstancias.46 Su propósito expreso era sostener y conservar en este reino las prerrogativas de sus empleos, hacer lo que haría el rey si estuviera presente y cimentar un plan para los más variados asuntos; entre ellos, la más oportuna y expedita administración de justicia; la distribución de las gracias que hubieren de concederse, y las medidas de una vigorosa y enérgica defensa, así como los demás fines del servicio y del beneficio público de este reino y de la península, en los ramos de navegación, comercio y minería. Sin la reunión de las autoridades y personas más prácticas y respetables de todas las clases de esta capital, ni puede consolidarse toda mi autoridad, ni afianzarse el acierto de mis resoluciones.47 El rumor sobre el regreso de Fernando no pasaba de ser una noticia sin fundamento, inventada por el deseo o la vulgaridad, pero en caso de que fuera cierta, estas medidas no perjudicaban los derechos del rey, como no lo habían hecho las juntas en la península ibérica, ni dañaban tampoco las prerrogativas o las facultades que el trono le había confiado como virrey. Con base en lo expuesto, el sábado 6 de agosto citó a

46

“Segundo oficio del virrey al Real Acuerdo, sobre la convocación de la junta; voto consultivo y protestas de éste”, en Hernández y Dávalos, J. E., op. cit., Nota 2, no. 210, p. 509.

47

Idem.

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los oidores en su sala del palacio real para el martes de la semana siguiente, a las nueve de la mañana, a fin de que con tiempo acordaran el modo y términos de su asistencia, si acaso llegaban a considerar que no debían faltar a una concurrencia en la que sería muy importante su representación; reunión que convenía que fuera tan solemne como las circunstancias lo demandaban. El lunes 8 de agosto, al congregarse los oidores para discutir el punto, reafirmaron categóricamente su rechazo a la asamblea convocada y su censura a las razones esgrimidas por el virrey para convocarla. Las materias a tratar en la junta de la capital llamaron su atención, entre ellas, la estabilidad de las autoridades constituidas, la organización de un gobierno provisional en asuntos que exigieran resolución soberana, y hacer el virrey lo que haría el rey si estuviera presente, principalmente, la distribución de gracias que fueran de concederse. Aquí preveía el Acuerdo que se ponían los cimientos para una soberanía, aunque con el título de provisional y bajo el velo de utilidad pública.48 Si los oidores creían que había una conspiración para que se consolidara una soberanía independiente, “aunque con el título de provisional”, ellos fraguaron, solaparon y apoyaron otra para evitarlo. Previeron que el virrey, amparándose primero en el ayuntamiento; luego en la asamblea de notables de la capital a la que había convocado, y por último, en un congreso nacional, aceptaría la corona que le fuera ofrecida por el congreso, en nombre de la nación; pero consideraron que había pasado por alto varias cosas; entre ellas, que la situación en la metrópoli estaba cambiando; que habían surgido juntas de gobierno, a una de las cuales tendría que reconocerse como representante de todas, y que aquí mismo la audiencia, en su calidad de órgano gubernativo, podría de48

“Hechos y antecedentes que se tuvieron presentes para la destitución de Iturrigaray”, idem, no. 255, p. 648-649.

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signar al suplente del virrey, atribución que le concedía la ley. Así que los oidores empezaron a tomar las medidas del caso para reasumir y ejercer la soberanía así como para subordinar el reino a alguna potestad de la antigua España.

Por lo pronto, los trece magistrados que concurrieron a la sesión del lunes 8, ratificaron lo expuesto en la sesión anterior y manifestaron al virrey “por segunda vez” que no había “urgencia ni necesidad alguna de la junta que su superioridad tiene resuelta para mañana”; que las leyes de Indias tenían previsto el remedio para casos iguales, que era el de conservar la autoridad de los virreyes en toda su plenitud y el consejo del real Acuerdo en las materias más arduas e importantes; que no se hallaban en las tristes circunstancias en que se hallaba la península; que siendo la constitución de los virreinatos y audiencias muy diferente a la de los reinos europeos, la junta o juntas de la América Septentrional, lejos de producir alguna utilidad, podían ocasionar grandes inconvenientes, y que sin perder de vista lo dispuesto por la Ley de Indias 36, título 15, libro 2, asistirían en cuerpo a la asamblea convocada, bajo protesta. Su resolución la acompañaron de las siguientes prevenciones y advertencias: que no se harían responsables de las consecuencias; ni aceptarían que el virrey, el real Acuerdo y demás autoridades, tomaran su fuerza o subsistencia, o dependieran para su conservación de aquella junta o de otra cualquiera; ni convendrían que se trataran en la junta las materias planteadas por el virrey sobre la estabilidad de las autoridades constituidas y demás; ni admitirían que se tocara punto alguno relacionado con la soberanía o supremacía

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del poder del monarca; ni estarían de acuerdo en que subsistiera la junta si llegaba la noticia de que el rey había sido restituido a sus dominios de España; ni permitirían que se desconociera la autoridad de la suprema junta de Sevilla, sino al contrario, exigirían que se respetara y obedeciera a ésta o a cualquiera otra que representara legítimamente la soberanía de Fernando VII, y pidieron además que al día siguiente se diera lectura a estas prevenciones, sin que ello significara dudar del talento, fidelidad y mérito de los que concurrieran a la reunión.49

49

Idem.

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CAPÍTULO III LAS PRIMERAS SESIONES 1. INSTALACIÓN DE LA JUNTA DE MÉXICO. 2. PRIMERA REUNIÓN. 3. PROCLAMACIÓN DE FERNANDO. 4. LUGARTENIENTE DEL REY. 5. NI JUNTAS ESPAÑOLAS NI AMERICANAS. 6. FRANCISCO PRIMO DE VERDAD. 7. LA POSTURA DEL SÍNDICO DEL COMÚN. 8. LA POSTURA DE LOS FISCALES. 9. COLONIA E INDEPENDENCIA. 10. SEGUNDA ASAMBLEA. 11. DEBATE SOBRE EL RECONOCIMIENTO. 12. JACOBO DE VILLAURRUTIA.

1. INSTALACIÓN DE LA JUNTA DE MÉXICO La junta general convocada por Iturrigaray resultó impresionante y solemne. Fue la primera que se realizó en México para tratar asuntos de Estado; “la más solemne que acaso se habrá visto desde la conquista”, al decir de Villaurrutia.50 Asistieron ochenta y cuatro personas que representaban lo más granado, selecto y distinguido de la corte de Nueva España. Presidida por el virrey, sentado bajo dosel, “seguían en la línea derecha de sillas” el real Acuerdo con los señores fiscales, “y en la otra y las demás”, el arzobispo, canónigos, inquisidores, miembros del ayuntamiento “y demás empleados, jefes y concurrentes”.51 También asistieron los miembros del tribunal de cuentas, los del consulado, jefes de oficina, títulos nobiliarios y vecinos distinguidos, clérigos y frailes en representación de 50

Jacobo de Villaurrutia, Exposición en la que se defiende del cargo de traidor al rey y afecto a la independencia de México, 22 de enero d 1810, en Genaro García, op. cit., p. 489.

51

Acta de la Junta General celebrada en México el 9 de agosto de 1808, en Genaro García, op. cit., t. II, p. 56 y sigs.

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sus congregaciones, y además, los delegados del ayuntamiento de Jalapa y los gobernadores de las parcialidades de indios de San Juan y Santiago.52 Después de dejarse a salvo los derechos de orden, preferencia y distinción de cada uno, el virrey, en calidad de presidente, declaró instalada la asamblea y abierta la sesión. El 9 de agosto de 1808, pues, resonaron en el palacio real de México los primeros debates parlamentarios de la nación. Los asuntos no fueron nada comunes, todos relacionados con los problemas de la guerra y de la paz, entre ellos, quiénes eran los titulares de la soberanía nacional y quiénes podían ejercerla en su nombre. La reunión carecía de agenda previa u orden del día y se celebró a puerta abierta. Así ocurriría en las tres sesiones siguientes. Concurrirían a dichas sesiones todos los notables de la capital -europeos, americanos e indígenas-, representando a los tres estados –nobleza, clero y estado llano- sin saberse exactamente para qué, sin la experiencia previa de nadie en debates sobre los asuntos del estado y sin que nadie preparara nada en los puntos concretos que se discutirían. Sin embargo, todos sabían que era para conocer lo relacionado con la crisis política y lo confirmaron al enterarse de las razones que el convocante expuso a la asamblea, a pesar de la oposición de la audiencia, principalmente: estabilidad de las autoridades constituidas, organización de un gobierno provisional para los asuntos que requiriesen resolución soberana y facultades del virrey. La reunión era extraordinaria y cargada de dudas políticas y jurídicas; el virrey ya no era virrey, y el objeto del debate era una de dos: establecer un gobierno provisional o mantener el statu quo; es decir, convocar un congreso nacional que asumiera la soberanía; modificara la organiza-

52

Ibid.

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ción, funcionamiento y atribuciones de los órganos de justicia, y nombrara un poder ejecutivo con facultades extraordinarias, en calidad de encargado provisional del reino (lo que equivalía a mantener el reino independiente para devolvérselo intacto a Fernando VII), o por el contrario, reafirmar los órganos políticos tradicionales –real Acuerdo y virrey- conforme a las leyes indianas, y al mismo tiempo, reconocer la autoridad de alguna junta de gobierno peninsular –la de Sevilla- en materias de hacienda y guerra (lo que significaba sustraer transitoriamente el reino a su legítimo soberano para hacerlo depender de un órgano político peninsular establecido en su nombre, pero sin su autorización) 2. PRIMERA REUNIÓN Si en 1789 la nobleza, el clero y el estado llano de Francia se habían reunido en París, a nivel nacional, en asambleas separadas, en 1808 esos mismos tres estamentos o “brazos” del estado, integrados por españoles –europeos y americanos- e indios, se juntaron en la capital de Nueva España y se constituyeron en una sola asamblea, a la que el virrey Iturrigaray llamó “congreso”, aunque no a nivel nacional sino local. En esta asamblea se plantearon las ideas fundamentales del debate político –la materia de la litis- que giraron principalmente alrededor del concepto de soberanía. De este modo, quedaron fijadas las posiciones que desencadenaron los acontecimientos posteriores. El virrey convocante explicó las razones por las que había decidido llevar a cabo la reunión, que eran inicialmente dos: por una parte, atender las solicitudes y ofrecimientos que le habían presentado algunas corporaciones e individuos, entre ellos, por supuesto, el Ayuntamiento de México, y por otra, informar de los asuntos relacionados con la defensa del reino, dado el estado crítico de España (omitiendo la obligada implicación que traía consigo el estado de guerra, que era la solicitud de contribuciones extraordinarias). También expuso que, al oponerse el real Acuerdo a ambas razones, había considerado obligado abrir todo el

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expediente ante esa junta de principio a fin, para que los que lo consideraran conveniente le externaran su opinión. Por consiguiente, ordenó que se dieran a conocer los antecedentes del caso. Concluida la lectura de las representaciones del ayuntamiento y de los votos consultivos del real Acuerdo, el virrey concedió el uso de la palabra al síndico del común licenciado Francisco Primo de Verdad y Ramos, representante de los intereses de la comunidad urbana de México, y éste expuso que en las presentes circunstancias, por ausencia del rey, la soberanía había recaído en el pueblo, habiendo citado a varios autores para probarlo, entre ellos, según los oidores, a Samuel von Puffendorf, abogado, filósofo, historiador y matemático alemán –citado con admiración por Hegel en su Historia de la Filosofía-, nacido en 1632 en Sajonia y fallecido en 1694 en Berlín. Los oidores no aclararon que dicho autor fue citado por Verdad y Ramos, no para apoyarse en sus doctrinas sino para refutar algunas de ellas, ni que citó también otros autores en los que se basó para plantear los casos, modalidades y condiciones en que el pueblo puede y debe asumir la soberanía. Pufendorf es el único tratadista evocado por los oidores porque escribió varias obras de historia y derecho político, entre ellas, De jure naturae et gentium (Sobre el derecho natural y el de las naciones, 1672) en las que sostiene que la base del estado es el instinto social y que sus fines más altos -la paz y la seguridad de la vida en común- sólo se alcanzan si se transforman los deberes internos (prescritos por la conciencia) en deberes externos (ordenados por la ley). Al empezar a abordarse el lado teórico de la cuestión, según el relato de los magistrados de la Audiencia de México, se comprendió desde luego que la junta, al modo que iba, sería muy larga, por cuya razón quiso el ilustrísimo señor arzobispo ocurrir a este inconveniente, proponiendo que si no se reducían las proposiciones a lo sus-

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tancial, no tendría término la junta. Incomodado su excelencia (el virrey) le contestó con enfado, diciéndole que allí cada uno tenía libertad de hablar lo que quería, y que si le parecía larga la junta, desde luego se podría marchar a su casa...53 Al terminar el síndico su exposición, los fiscales de la audiencia impugnaron la tesis de la soberanía popular y la consideraron sediciosa y subversiva.54 El inquisidor decano Bernardo de Prado y Obejero, por su parte, la tachó de proscrita y anatemizada.55 El oidor Guillermo de Aguirre y Viana, prefiriendo tocar el fondo teórico del asunto, preguntó directamente al licenciado Primo de Verdad cuál es el pueblo en el que había recaído la soberanía, y al responder éste que eran “las autoridades constituidas”, aquél replicó irónicamente que “las autoridades no son el pueblo”.56 Evidentemente el síndico del ayuntamiento y el magistrado de la audiencia estaban refiriéndose a dos acepciones distintas del mismo concepto, una filosófica y política, y la otra jurídica. Así, pues, Verdad y Ramos, según el informe de los oidores, tocó dos temas trascendentes: que el pueblo había reasumido su soberanía y que decir pueblo era decir autoridades constituidas. Ya se verá más adelante qué temas tocó en realidad y cómo los tocó. Baste señalar, por el momento, una nueva tergiversación del asunto por parte de los oidores. En uno de sus informes señalan que, al hablar del pue53

J. E. Hernández y Dávalos, op. cit., t. III, n. 148, Contestación a la vindicación del señor Iturrigaray, p. 798.

54

Relación de los pasajes más notables ocurridos en las juntas generales... 16 de octubre de 1808, párrafo 4, en Genaro García, op. cit., t. II, p. 136.

55

Ibid.

56

Ibid.

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blo, Verdad y Ramos hizo referencia al pueblo originario, esto es, al constituido por los pueblos indios, y que al decir que el pueblo había reasumido su soberanía, había dejado entender que los pueblos indios habían recuperado el dominio y señorío que habían tenido antes de la conquista sobre la América Septentrional. Dice el oidor Aguirre que no quiso debatir el tema en esos momentos, porque se encontraban en la asamblea algunos gobernadores de las parcialidades de indios, entre ellos un descendiente de Moctezuma, para evitar confrontarse con ellos. Sin embargo, si se revisan las actas de las asambleas y los papeles que escribió Verdad y Ramos, entre ellos, su Memoria Póstuma, no se encontrará ninguna referencia a los pueblos originarios, es decir, a la soberanía de los pueblos indios y menos alguna reivindicación del poder político en favor de ellos. Lo que dijo el síndico es que el espíritu de la legislación indiana era protegerlos y que en la junta nacional convocada debían tener representación no sólo los españoles –europeos y americanos, aristócratas y plebeyos, seculares y eclesiásticos- sino también dichos pueblos. Por otra parte, al hablar de que el pueblo eran las autoridades constituidas e invocar las Siete Partidas, Primo de Verdad hizo referencia a un concepto jurídico hispano, no a un vocablo político procedente de la revolución francesa. Dicho de otro modo, no se basó en el concepto de estado llano, según el cual el pueblo no tiene ninguna autoridad, porque se la confiere a sus representantes en los cuerpos que establezca, sino en el de la ley primera, título décimo, partida segunda, que establece que “pueblo llamaron al ayuntamiento de todos los omes”, lo que equivale a decir, en la terminología actual, que pueblo es la reunión, la junta, el juntamiento, la yunta, el ayuntamiento de todos los ciudadanos políticamente organizados de una comunidad y que se gobiernan a sí mismos.

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Imagen de la Universidad de Sevilla

De cincuenta años aproximadamente, el magistrado Aguirre y Viana era egresado de la Universidad de Alcalá y había llegado a ser “de gran conocimiento de los hombres y de los negocios”, al decir de Alamán. A diferencia del regente de la audiencia Pedro Catani, anciano catalán lleno de pretensiones y de personalidad vacilante, Aguirre, en su calidad de vice-regente de la audiencia, junto con Miguel de Bataller, gobernador de la sala del crimen y auditor de guerra, eran las dos columnas del sistema de vasallaje, “firmes de carácter, adheridos invariablemente a los intereses de España y capaces de atropellar por cualesquiera trabas cuando se versaban estos”. En 1809, el nombre de Aguirre sería incluido en la lista de candidatos a la Junta Central de España, en representa-

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ción del reino de Nueva España, pero no fue agraciado. Al contrario. Desterrado por el virrey-arzobispo Lizana y Beaumont por su radicalismo antiamericano, salió de la ciudad de México rumbo a Veracruz para embarcarse a España, pero en el camino cambiaron las condiciones políticas externas e internas y lo favorecieron, así que no pasó de Puebla. Regresó a su cargo. Pero no duró mucho tiempo; al año siguiente moriría. Los debates prosiguieron y se analizarán más adelante. Por lo pronto, es necesario anticipar que, a partir de este momento, se formalizaron dos grupos –dos partidos- que, a pesar de sus coincidencias en algunos asuntos fundamentales, ahondaron sus diferencias en otros no menos graves. Y aunque casi todas sus resoluciones las aprobaron de común acuerdo, al ser distintos sus propósitos, unos y otros las adoptaron con reservas. 3. PROCLAMACIÓN DE FERNANDO La asamblea mexicana del 9 de agosto aprobó tres resoluciones: proclamar a Fernando VII como rey de las Españas y de las Indias, y por consiguiente, como rey de Nueva España; nombrar a Iturrigaray como verdadero y legal lugarteniente del rey, y NO establecer una junta general en este reino NI reconocer alguna que se formara en otro. Si antes los dos partidos, el del ayuntamiento y el de la audiencia; americano aquél (aunque con algunos europeos) y europeo éste (aunque con algunos americanos), habían reconocido a Carlos IV, al príncipe de Asturias o a cualquier otro de los sucesores, según la línea dinástica, ahora todos proclamaron a Fernando VII como rey de España y de las Indias y le juraron en forma, reconociéndolo por rey y señor natural.57 El virrey publicó una proclama tres días después, en la que calificó a Fernando VII como “monarca legítimo”. A pesar de este conjuro, todo mundo presentía que el rey pro57

Ibid.

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clamado era sólo una entelequia, una entidad sin sustancia alguna, una ficción política, y que, por el momento, su existencia dependía de la voluntad del reino, no éste de la voluntad de aquél. En caso de que Fernando no fuera restituido en el trono, todos se comprometieron solemnemente a reconocer como monarca a cualquiera de los de su dinastía, según el orden establecido por la ley. Por consiguiente, juraron asimismo que reconocerán la estirpe real de Borbón y en su lugar y grado de las demás personas reales que puedan y deban suceder en el trono, por el orden establecido por la ley fundamental del reino, que es la 5, titulo 7, libro 5 de la Recopilación de Autos Acordados de Castilla.58 Es cierto también que, dada la resistencia de la audiencia, se omitió la propuesta del ayuntamiento, en el sentido de que, si se agotaba el orden sucesorio, por muerte civil o natural de todos los miembros de la familia real española, la nación nombraría y elegiría rey a quien considerara conveniente; pero como lo accesorio sigue la suerte de lo principal, no habiendo rey ni miembros de la familia real en España, todo mundo sabía, sin necesidad de declararlo, que la cadena sucesoria concluiría en lo que decidiera la nación, según el ayuntamiento, a el gobierno de la Península, cualquiera que fuese, según la audiencia. Por último, a pesar de que la naturaleza de la situación demandaba hacer cambios legales e institucionales, todos coincidieron en sostener las instituciones establecidas en toda su fuerza y vigor, sin cambio alguno, conforme a las leyes establecidas. La real audiencia y los demás tribunales, magistrados y autoridades constituidas subsisten en toda su plena autoridad y facultades concedidas por las leyes, cédulas, reales órdenes posteriores y respectivos despachos y tí58

Acta de la junta general celebrada en México, 9 de agosto de 1808, en Genaro García, op. cit., p. 56.

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tulos, y deben seguir sin variación en su uso y ejercicio, con arreglo a los mismos.59 Pero esto no importaba porque, según el “instinto social” de Puffendorf -citado por Primo de Verdad- todo mundo sabía que dichas instituciones tendrían que modificarse para que pudieran resistir el enorme peso de la situación política actual. 4. LUGARTENIENTE DEL REY A pesar de lo acordado y de la resistencia de la audiencia, las instituciones empezaron a modificarse desde el momento mismo en que se resolvió que no sufrieran modificación alguna. En ese mismo acto, los integrantes de la asamblea transformaron la naturaleza política de la figura virreinal, y aunque es cierto que no nombraron a Iturrigaray “encargado provisional del reino”, como lo había propuesto el ayuntamiento, tampoco quedó subsistente como “virrey”, sino que lo convirtieron en lugarteniente del rey. En efecto, dicha corporación municipal había sostenido anteriormente que, mientras no se definiera quién era el rey, tampoco podía definirse quién era el virrey; por consiguiente, el actual no podía tener más título que el de “encargado provisional del reino”, por acuerdo de los representantes de los ayuntamientos reunidos en pleno, es decir, en congreso. Sin embargo, mientras aquellos se reunieran, los asistentes a la asamblea de México convinieron nemine discrepante (sin que nadie discrepara) en que el antiguo “virrey” fuera ahora “legal y verdadero lugarteniente” del rey en estos dominios. Ahora bien, al convertirlo en lugarteniente del rey, verdadero y legal, la asamblea de México creó un nuevo tipo de gobernante, no previsto por la ley, y al alterar su antigua calidad de “virrey”, ejerció un atributo de la soberanía, como fue la de nombrar al jefe de Estado.

59

Ibid.

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Aunque virrey y lugarteniente del rey son sinónimos, mejor dicho, son voces que parecen significar lo mismo, formal y jurídicamente son algo distinto, en razón de su origen. El lugarteniente es el hombre que tiene autoridad y poder para hacer las veces de otro en un cargo o empleo. Luego entonces, el lugarteniente es un hombre del rey, como el virrey. Sin embargo, el virrey es nombrado por el rey y el lugarteniente del rey lo fue por la junta de México. Así que, aunque el poder haya recaído sobre el mismo individuo, la fuente de su poder ya no fue la misma. La atribución de nombrar al encargado del reino se desplazó del rey a la junta de México, vale decir, de la España europea a la América Septentrional.

Firmas de Juan Manuel Velázquez de la Cadena, Francisco Josef de Urrutia, Manuel de Cuebas Monroi y Luyando, Manuel de Gamba, León Ignacio Pico, marqués de Santa Cruz de Inguanzo, Agustín Rivero, Dr. Bernardo de Prado y Obejero, Miguel Arnaiz y Lic. Antonio Sainz de Alfaro y Beaumont.

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Por otra parte, la expresión “legal y verdadero lugarteniente” expresa en este caso no precisamente una conjunción de calidades sino más bien una acusada diferencia de criterios. La protesta de ambas partes no tardó en producirse, porque para unos era “verdadero” y para otros “legal”. Los regidores del ayuntamiento convinieron en que el lugarteniente no era “legal” sino “verdadero”, porque su nombramiento se derivaba de la voluntad política y del voto de la junta, no de la ley, y así se hizo constar originalmente en el acta; pero los oidores protestaron y sostuvieron que era “legal” y, por consiguiente, “verdadero”, porque su investidura se derivaba de la ley, no de la junta, de modo que el agregado de “legal” no le restaba nada a su carácter de “verdadero”; antes bien, lo reforzaba, e introdujeron esta enmienda en el acta, lo que produjo la protesta del ayuntamiento. ¿Cuál era la ley que lo ordenaba? 5. NI JUNTAS ESPAÑOLAS NI AMERICANAS Por último, el ayuntamiento y el real Acuerdo coincidieron en no reconocer ninguna junta “de aquellos o de estos reinos”, a menos que fuera establecida por el rey, a fin de rechazar cualquier pretensión de convocar y establecer una junta nacional, y al mismo tiempo, de rechazar igualmente cualquiera otra junta de España, a menos que fuera inaugurada, creada, establecida o ratificada por el rey al que habían jurado obediencia y lealtad; lo que, por supuesto, era una ilusión. De este modo, todos juraron que mientras su majestad no se restituya a la monarquía, no obedecerán órdenes algunas que directa o indirectamente procedan del emperador de los franceses... ni alguna (autoridad) que no dimane de su legítimo soberano... Bajo el mismo rito, juraron reconocer sólo y obedecer aquellas juntas en clase de supremas de aquellos y estos reinos, que estén inauguradas,

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creadas, establecidas o ratificadas por Fernando VII.60 No dejó de ser incongruente que la junta representativa de México acordara que no se reconociera a otra que no fuera formada por el rey, a pesar de que ella misma no lo había sido y había ejercido la atribución soberana de nombrar al jefe de Estado con un nuevo título. En todo caso, al final de la reunión, aunque no se aprobó la celebración del congreso o junta nacional, como lo pretendía el ayuntamiento, tampoco se reconoció una junta de la metrópoli, como lo recomendaba la audiencia. Aparentemente, nadie ganó y nadie perdió, o, si se prefiere, todos ganaron más de lo que perdieron. Sin embargo, si los magistrados del real Acuerdo no ganaban este punto -el del reconocimiento político de una junta española-, perdían el debate, porque eso significaba que la América Septentrional, al no reconocer ningún vínculo que la uniera y subordinara a cualquier autoridad peninsular, no se mantendría como América española, según los deseos de los magistrados, sino como América mexicana, según las pretensiones del ayuntamiento de México, y de este modo fortalecería su independencia de iure, como ya lo había hecho de facto. También en este punto ambos grupos expresaron sus reservas, según se anotará más adelante. Mientras tanto, la Gaceta de México, órgano oficial del gobierno, publicó el 12 de agosto lo siguiente: Cualesquiera juntas que en clase de supremas se establezcan para aquellos y estos reinos, no serán obedecidas si no fueren inauguradas, creadas o formadas por Su Majestad.61

60

Ibid.

61

Ibid.

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6. FRANCISCO PRIMO DE VERDAD Al resonar la tesis de la soberanía popular como fuente del poder supremo, los partidarios más celosos del origen divino de la soberanía se irritaron y la calificaron de sediciosa y subversiva, ilegal y contraria al orden público, y los inquisidores la declararon herética y anatemizada, maldita, condenada. Ya se apuntó con anterioridad que dicha tesis, en voz del licenciado Francisco Primo de Verdad, síndico del común, no se basó en la doctrina teológica de Adolfo Suárez, como se ha dicho, ni menos en el dogma ilustrado de Rousseau, como también se ha afirmado –a pesar de que el síndico conocía bien a ambos autores-, sino en la tradición jurídica de España y de las Indias -que expresamente invocóasí como en las leyes fundamentales de la monarquía; concretamente, en las Siete Partidas y en las Leyes de Indias. Francisco Primo de Verdad y Ramos era un abogado de 48 años de edad, nacido en la Hacienda de la Purísima Concepción de Ciénega del Rincón, perteneciente a la alcaldía mayor del reino de Nueva Galicia. Hizo sus estudios profesionales en el Real Colegio de San Ildefonso de la ciudad de México. Casado con Ma. Rita de Moya y registrado como abogado de la audiencia y de su ilustre y real colegio, estaba encargado en esos días de promover los intereses de los pueblos, en su calidad de síndico procurador del ayuntamiento de México, así como de defender sus derechos y quejarse de los agravios que se les hicieran. Fue detenido e incomunicado el 16 de septiembre de 1808 en las cárceles secretas de la Inquisición con el regidor Francisco de Azcárate, pero al ser provisionalmente separado de éste, murió en su celda en circunstancias misteriosas, pues apareció colgado, aunque previamente, al parecer, fue envenenado. Su esposa ya había sido advertida de que había la intención de atentarse contra su vida, y al reclamar que se le

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respetara, la persona que estaba a cargo de su custodia, José de Videgaray, le dijo que nadie mejor que él sabía “que está bueno”; que “los que le han contado que está gravemente malo la han engañado”; que “lo único que ha tenido es una jaqueca fuerte”; que esa mañana (3 de octubre) la jaqueca “le ha arreciado”; que al principio había creído que “era cosa de cuidado” y no había dejado de asustarse, pero que una hora más tarde “se puso bueno”; que “con el champurrado se puso mejor”, y que hacía una hora estaba durmiendo “perfectamente”.62 Su sueño fue tan perfecto que ya no despertó. Su certificado de defunción, fechado el 5 de octubre de 1808, se limita a señalar que murió intestado el día anterior y que vivía en la calle del Espíritu Santo.63

Certificado de defunción de Francisco Primo de Verdad y Ramos

7. LA POSTURA DEL SÍNDICO DEL COMÚN Al preguntársele cuál era el pueblo en que había recaído la soberanía y contestar que en “las autoridades constituidas” (es decir, en los ayuntamientos y en las demás cor62

Carta de José de Videgaray a la señora esposa del Lic. Verdad, en Genaro García, op. cit., pp. 485-486.

63

Copia del acta de sepultura del cadáver del Lic. D. Francisco Primo de Verdad y Ramos, 5 de octubre de 1808, en Genaro García, op. cit., p. 486.

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poraciones civiles y eclesiásticas), el síndico Verdad y Ramos fue corregido por el oidor Aguirre, quien le señaló que “las autoridades no son el pueblo”, y ya no tuvo oportunidad de replicar, porque los fiscales de la audiencia, confundiendo a la asamblea deliberativa con un órgano forense, no le concedieron el derecho de réplica, ni a él ni a nadie más; pero en su Memoria Póstuma, Verdad y Ramos aclaró que lo que había dicho en la asamblea era que, de acuerdo con la ley, dos son las autoridades legítimas que reconocemos: la primera de nuestros soberanos y la segunda de los ayuntamientos, aprobada y confirmada por aquellos. La primera puede faltar, faltando los reyes, y por consiguiente, falta en los [funcionarios] que la han recibido [de dichos reyes]; pero la segunda es indefectible, por ser inmortal el pueblo...”64 Tal es la razón por la que, así como antes lo había hecho el ayuntamiento en pleno, el síndico Verdad y Ramos ahora declaró en su nombre, en la reunión del palacio real, que la soberanía, al faltar el rey, había recaído en el pueblo. La crisis en que actualmente nos hallamos –agregó Verdad y Ramos- es de un verdadero interregno extraordinario, según el lenguaje de los políticos, porque estando nuestros soberanos separados de su trono, en país extranjero y sin libertad alguna, se les ha entredicho su autoridad legítima. Sus reinos y señoríos son como una rica herencia yaciente, que estando a riesgo de ser disminuida, destruida o usurpada, necesita ponerse en fieldad o depósito por medio de una autoridad pública, y en este caso, ¿quién la representará? ¿El orden senatorio o el pueblo?65

64

Francisco Primo de Verdad y Ramos, Memoria Póstuma…, 12 de septiembre de 1808, en Genaro García, op. cit., p. 147 65

Ibid.

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Según el síndico, el “orden senatorio” estaba representado por las audiencias, y el pueblo, por los ayuntamientos. Las audiencias se establecieron para administrar justicia, y aunque son muy dignas de respeto para el pueblo, no son sin embargo el pueblo mismo, ni los representantes de sus derechos.66 En cambio, los ayuntamientos eran los órganos del pueblo y los intérpretes fieles de su voluntad. Eran el pueblo reunido, organizado y representado. Habían sido y eran electos por el pueblo. En Sevilla, el pueblo, por medio de todos los magistrados y autoridades reunidas, y por las personas más respetables de todas las clases, creó una junta suprema de gobierno y le mandó defendiese la religión, la patria, las leyes y el rey.67 El pueblo de México, por su parte, había propuesto que los representantes de todos los ayuntamientos y los de los cuerpos más respetables se reunieran en congreso nacional para los mismos fines. ¿Lo ocurrido en Sevilla era lícito por ser una provincia de España e ilícito en México por ser un reino de América? Además, la propuesta de la ciudad no era caprichosa. El licenciado Verdad y Ramos dijo que su propuesta estaba fundada en la ley 3, título 15, Partida 2, de aplicación supletoria en Nueva España, que establece que al pueblo le corresponde la custodia y conservación de estos dominios, para entregarlos en tiempo a su legítimo soberano. Si muere el rey sin nombrar tutor ni curador a su heredero menor de edad, ¿quién debe ejercer estas funciones? La ley señala: Deben ayuntar allí dó el rey fuere todos los mayorales del reino así como los prelados e ricos omes buenos e honrados de las villas.

66

Ibid.

67

Ibid.

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Esto significa que en América debían reunirse todos los administradores de la nación (ministros, magistrados y consejeros) así como prelados eclesiásticos, nobles y burgueses de las ciudades, no para dar tutor al rey, porque no lo necesita, pero sí curador a sus bienes, a sus inmensos bienes y señoríos...

Francisco Primo de Verdad y Ramos

¿Y quién se los guardaría mejor? ¿Los que vivían en las ciudades y tenían la posesión natural de dichos bienes y señoríos, o los que procedían de lugares lejanos?

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El síndico admitió que el ayuntamiento de México, aunque parte principal de la nación, no era toda la nación, porque ésta estaba formada por todos sus cabildos seculares y eclesiásticos; pero nadie dudaba que era su parte más representativa, su primera metrópoli. Por eso había tomado la voz de todo el reino, es decir, la voz de la nación, porque el reino no tenía rey, pero en la nación nunca faltaría el pueblo. Ahora bien, a pesar de su representatividad como primera metrópoli del reino, había consentido que no sólo los miembros del Ayuntamiento de México, sino también los representantes de todos los ayuntamientos de la nación, se juntaran en un solo cuerpo, y que este cuerpo aprobara guardar en depósito las preciosas pertenencias materiales, jurídicas, políticas y espirituales del legítimo monarca en cautiverio, mientras éste se reintegraba a su trono, sin omitir que, si no se reintegraba, no las entregara a nadie más, sino nombrara o eligiera al que lo gobernara.68 8. LA POSTURA DE LOS FISCALES Por el lado contrario, la audiencia, a través de sus fiscales, expuso que la soberanía reside en el rey, no en el pueblo; que dicha soberanía había sido transmitida parcialmente al virrey, a través de las leyes, y que observar las leyes era respetar la voluntad soberana del rey. Cierto que “el primero y más principal derecho de la soberanía puede ser el de romper la guerra y hacer la paz”, y el virrey no lo tiene. Sin embargo, ¿quién le podrá negar la facultad de defenderse y estar preparado contra cualquiera agresión? Las leyes de Indias lo autorizan respecto de sus enemigos interiores, y el derecho público, natural y de gentes lo constituyen en necesidad, con mayor motivo cuando cualquier particu-

68

Ibid.

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lar tiene semejante derecho.69 Cierto también que “otra de las prerrogativas del monarca es la de hacer leyes” y el virrey no la tiene, “pero ¿qué necesidad tenemos de otras que las que nos gobiernan”? Por otra parte, aunque el virrey no tiene tampoco la facultad de nombrar presidentes y oidores, “las cédulas y órdenes de sustitución de mando” prevén lo primero, y si faltan oidores, puede “nombrar abogados”, porque “las audiencias deben subsistir, continuarse y conservarse, aunque sea con un solo oidor”.70 En cambio, “el perdón de los delitos”, aunque reservado al soberano, “le es dado por las leyes” al virrey. Las reales órdenes previenen también que “los extranjeros que sean útiles al Estado” se dejen vivir en América. La formación de juntas es atributo propio de la soberanía, pero estando formadas las que se necesitan para la real hacienda..., puede vuestra excelencia, según las ordenanzas, formar [también] las que necesita para las disposiciones de la guerra. Otras muchas prerrogativas tiene su majestad de su privativa inspección, pero pocas hay que no se encuentren suplidas por las leyes indianas.71 España estaba en estado de excepción. Tal era la razón por la que habían surgido juntas provinciales gubernativas. En cambio, la Nueva España vivía normalmente. Luego entonces, no tenía necesidad de formar ninguna junta. Las exigencias previstas e imprevistas podían atenderse por el virrey, o por éste en consulta con el real Acuerdo en los asuntos arduos e importantes. 69

Exposición de los Fiscales en que constan los votos que externaron en la Junta General de 9 de agosto, 14 diciembre 1808, en Genaro García, op. cit., p. 183 70

Ibid.

71

Ibid.

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Ahora bien, si la tesis de la soberanía popular era sediciosa y subversiva, la de igualdad e independencia de todos los reinos de la monarquía española no sólo fue deliberadamente omitida del debate por la audiencia y sus fiscales, sino arbitraria e ilegalmente suplida por la tesis de la superioridad de España sobre América.

Y esta parte fue decisiva. En su discurso, los fiscales de la audiencia expresaron sin tacto alguno que no había tal igualdad entre ambos reinos sino subordinación de uno al otro, con base en el título de conquista. España había conquistado a la América; por consiguiente, la América era posesión de España y estaba subordinada a ella.

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Esta América [fue] adquirida por los reyes católicos, entre otros, por el derecho privilegiadísimo de conquista. Es una verdadera colonia de nuestra antigua España.72 En tales condiciones, la ley citada por el síndico del común sobre el derecho de reunirse en cortes para nombrar tutor o curador al rey menor, era una ley que se refería a un pueblo principal, que tiene este derecho, no de una colonia, que no lo tiene; es decir, era la ley de una metrópoli, no de un pueblo accesorio, vasallo, servil. Por otra parte, era cierto que la ley segunda, título octavo, libro cuarto de la Recopilación de Indias declara que México debe ocupar el primer lugar en las juntas que se celebren en Nueva España, pero también lo era que dichas juntas deben hacerse con anuencia real, sin la cual están prohibidas. En este caso, la anuencia del virrey no podía suplir la del rey, a pesar de que lo representaba. Nosotros estamos sujetos a la metrópoli, quien manda en ella con legítima autoridad nos debe gobernar; no nos es permitido otro sistema.73 Luego entonces, según la audiencia, no había tal igualdad entre España y América, porque ésta era una colonia dependiente de aquélla. Quien mandaba era la autoridad de la metrópoli –con monarca o sin él- y nadie estaba autorizado para modificar este sistema. Sin embargo, no citaron ninguna disposición jurídica para fundamentar su criterio sobre la desigualdad de los reinos, por la simple y sencilla razón de que no existía. 9. COLONIA E INDEPENDENCIA Además, dicho sea de paso, convocar al congreso nacional, según los fiscales, era convocar a la revolución, como en Francia, en la que el llamamiento a los estados generales había precipitado a sus componentes a la destrucción 72

Ibid.

73

Ibid.

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de su propia monarquía. Lo ocurrido allá podría ocurrir aquí. En suma, juntarse en cortes nacionales y nombrar autoridades sin consentimiento del monarca no era ejercer sino usurpar la soberanía. Por las razones anteriores, no debía haber más asambleas que las que aprobara el rey. Y como el virrey no era rey, la junta de este reino no podía ser convocada.74 Para los fiscales, pues, el virrey podía suplir la ausencia y la voluntad del rey en unas cosas, pero en otras no. Para resolver tales contradicciones, eran necesarias las réplicas y aclaraciones pertinentes; pero al terminar su exposición, dichos fiscales dieron por concluido el debate, a pesar de las protestas de los regidores. Dice Alamán que el regidor Méndez Prieto pidió que hablara la ciudad, después de lo expuesto por los fiscales, a lo que estos se opusieron, por el derecho que tenían para que a nadie se oyese con posterioridad a la voz de su oficio; lo cual estaba establecido para los alegatos en los tribunales, pero no podía ser aplicable a una junta en que debía ser franca la deliberación.75 Ya se expuso que, aunque se tomaron resoluciones de unánime conformidad, los participantes firmaron el acta respectiva bajo protesta, no sólo por el asunto relacionado con el verdadero y legal lugarteniente del rey, sino también por el establecimiento o no de las juntas, y el reconocimiento o no de las establecidas. Los oidores se inconformaron contra todo lo que se votara en orden al no reconocimiento de la junta de Sevilla y otras que se formasen en España, y los miembros del Ayuntamiento protestaron contra todo lo que obstruyera la convocatoria a una junta nacional. Al final, el marqués de San Román -superintendente de la casa de moneda- y el oidor Villafañe, que tenían los títu74

Ibid.

75

Lucas Alamán, op. cit., p. 203.

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los de secretarios del rey, fueron autorizados para levantar el acta de la reunión, pero el primero no quiso hacerlo más que en lo relativo al juramento de fidelidad a Fernando VII, así que los debates sobre los otros puntos no fueron registrados en el acta.76 A pesar de ello, algunas ideas de los miembros del Ayuntamiento quedaron registradas en ella, y las que no lo fueron, de todos modos corrieron libremente por las calles y plazas de la nación. Por lo que se refiere a las ideas que quedaron en el acta, copia de la cual se envió a todos los ayuntamientos del reino,77 quedaron las del regidor Francisco de Azcárate sobre la naturaleza jurídica y los derechos del reino colonial de Nueva España: aunque sea ‘colonia’, no por eso carece el reino del derecho para reasumir el ejercicio de su soberanía, como lo tienen expedito los reinos de conquista en la península, según se ve en Granada, Sevilla, Murcia y Jaén, que lo son de Castilla, y en el de Valencia, que lo es de Aragón.78 Y por lo que toca a las ideas que corrieron fuera de la asamblea, Talamantes planteó el asunto del coloniaje del modo más categórico, contundente y radical que nadie se hubiera podido imaginar, con un ánimo de franca ruptura.

76

Acta de la Junta General celebrada en México el 9 de agosto de 1808, Francisco Fernández de Córdoba marqués de San Román, superintendente de la Real Casa de Moneda, secretario de su majestad “según lo acordado por la misma junta general”, y José Arias de Villafañe, escribano de cámara y gobierno del real Acuerdo, con honores de secretario de su majestad y de su Consejo, oidor de la real audiencia y síndico del ayuntamiento, en Genaro García, op. cit., p. 56 y sigs. 77

Genaro García, op. cit., doc. XXIII, p. 70.

78

Acta de la Junta General celebrada en México el 9 de agosto de 1808, Genaro García, op. cit.

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América y España eran reinos jurídicamente iguales, cada uno con sus propias leyes e instituciones, vinculados a la misma monarquía; pero si no eran iguales, es decir, si América dependía de España (no del rey) y le estaba subordinada, como decían los oidores, y si aquélla no podía convocar a cortes porque era colonia, entonces las colonias pueden legítimamente separarse de su metrópoli (no del rey) en doce situaciones diferentes: •

cuando las colonias se bastan a sí mismas;

cuando son iguales o más poderosas que sus metrópolis

cuando difícilmente pueden ser gobernadas por sus metrópolis;

cuando el gobierno de la metrópoli es incompatible con el bien general de la colonia;

cuando las metrópolis son opresoras de sus colonias;

cuando la metrópoli ha adoptado otra constitución política;

cuando las primeras provincias que forman parte del cuerpo principal de la metrópoli se hacen entre sí independientes;

cuando la metrópoli se somete voluntariamente a una dominación extranjera;

cuando la metrópoli fuere subyugada por otra nación;

cuando la metrópoli ha mudado de religión;

cuando amenaza a la metrópoli mutación en el sistema religioso, y

cuando la separación de la metrópoli es exigida por

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el clamor general de los habitantes de la colonia.79 Le faltó quizá la razón más concreta y directa para justificar la separación, deducida de la tesis de Revillagigedo, que es cuando la metrópoli no puede dar protección a sus colonias y éstas deciden protegerse a sí mismas, como ocurría en la presente coyuntura, porque no está implicada en el punto “cuando son difícilmente gobernadas por su metrópoli”, aunque así lo parezca. De cualquier manera, en todos los demás casos, era legítimo y justificado que Nueva España (reino, colonia o ambas cosas) se independizara de su metrópoli (no del rey) y ejerciera sus derechos soberanos. 10. SEGUNDA REUNIÓN En esta atmósfera de recelo, desconfianza y choque de ideas, Iturrigaray ordenó que se proclamara oficial, nacional y popularmente a Fernando VII como rey de España y de las Indias, lo que no habían hecho hasta entonces más que los miembros de la junta de México. La proclamación de Fernando debió haber bastado para disipar cualquier duda sobre la supuesta intención del ayuntamiento de colocar la corona de México sobre la cabeza de Iturrigaray, la cual en efecto era una opción para resolver el problema del gobierno en el reino, aunque de ningún modo la única, ni la primera, ni fue planteada jamás. Pero la situación no mejoró, a pesar de que el alcalde ordinario de primer voto del Ayuntamiento de México, en lugar de actuar conforme a lo dispuesto por la primera asamblea y llamar a Iturrigaray “verdadero y legal lugarteniente del rey” -que tal era su nuevo nombramiento-, lo hizo “conforme a lo resuelto por el virrey, gobernador y capitán general del reino”, es decir, conforme a sus títulos tradicionales, que ya no le habían sido reconocidos. 79

Representación Nacional de las colonias. Discurso filosófico, en Genaro García, op. cit., t. VII, Apéndice, Primera Parte, doc. IV, p. 374.

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En todo caso, dicho alcalde anunció que el 13 de agosto, a las tres de la tarde, se llevaría a cabo “en esta capital, con las formalidades de estilo, la proclamación de nuestro católico monarca el señor don Fernando Séptimo (que Dios guarde)”.80 Y así ocurrió… Días después, Iturrigaray convocó a una nueva asamblea que se llevó a cabo el 31 de agosto siguiente. Si en la sesión inaugural se había determinado por unanimidad no reconocer ninguna junta “para aquellos y estos reinos que no fuera creada por su majestad”, en ésta se reconoció a la junta de Sevilla, a pesar de no cumplirse con esta condición.

Y esto sucedió así, porque habían llegado dos comisionados de la junta de Sevilla, el coronel Manuel de Jáuregui, hermano de la virreina, y el capitán de fragata Juan Manuel Javat (el cual participaría más tarde en la conspiración para derrocar al virrey), que traían la misión de hacer reconocer a Fernando VII y a la junta de Sevilla, e incluso la de deponer al virrey si se negaba a reconocer a dicha junta o si los enviados encontraban descontento contra él que pudiese acarrear a España la pérdida de estos dominios.81

80

Hernández y Dávalos, Bando del alcalde ordinario de primer voto de México para proclamar a Fernando VII como rey de España y de las Indias, op. cit., n. 216, pp. 518-519.

81

Informe de Manuel Francisco de Jáuregui sobre la deposición de su cuñado el virrey Iturrigaray, Cádiz, 20 de agosto de 1809, en Genaro García, op. cit., p. 293.

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Lo cierto es que ambos comisionados entregaron un oficio de la junta de Sevilla al gobernador de Veracruz, y unos pliegos al virrey, por los que se revalidaba a todos en sus empleos y se mandaba que se remitiesen a dicha junta los caudales del rey y los donativos; lo que hizo saber el virrey a la asamblea que convocó. Más tarde, en una situación similar, Caracas y Buenos Aires otorgarían oportunamente su reconocimiento a la junta de Sevilla, sin mayores trámites. En México, en cambio, el virrey contestó a los comisionados que no podía reconocerla, a menos que estuviese expresamente creada por Fernando VII o por sus legítimos lugartenientes, según lo acordado por las autoridades de México reunidas en pleno el 9 de agosto, y aprobado por él; pero les ofreció que convocaría otra junta para que ésta dictaminara lo procedente, como en efecto lo hizo.82 De este modo, se reunieron nuevamente los españoles europeos y americanos- y los indios, es decir, los magistrados, jueces, directores, nobles, altos clérigos y burgueses de la ciudad de México -y lugares circunvecinos-, los presidentes de las cofradías religiosas y los jefes de las congregaciones indígenas, ante los cuales el verdadero y legal lugarteniente del rey expuso el motivo de la reunión. Dicen los oidores que a petición del señor fiscal Robledo, fueron llamados a esta junta los dos comisionados de Sevilla y después de haber hecho sus explicaciones y satisfecho las diversas preguntas de los vocales, se retiraron por disposición del señor Iturrigaray, para que todos pudieran votar con libertad.83

82

Minuta de la convocatoria, en Genaro García, op. cit., t. II, p. 71.

83

Relación de los pasajes más notables ocurridos en las juntas generales, 16 octubre de 1808, en Genaro García, op. cit., p. 136.

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11. DEBATE SOBRE EL RECONOCIMIENTO Al retirarse los comisionados de la Junta de Sevilla, el ayuntamiento de México propuso que se desechara su pedimento y replanteó la necesidad de que este reino produjera su propia junta. El alcalde de corte Jacobo de Villaurrutia, por su parte, aunque no pertenecía al ayuntamiento –según se dijo antessino a la audiencia, expresó que el asunto del reconocimiento no era cosa urgente; que la prudencia aconsejaba esperar que el rey cautivo tomara la determinación que considerase adecuada para el gobierno de sus reinos, y que mientras tanto convenía establecer una junta general, un congreso nacional, es decir, una diputación general de este reino, que atendiera sus propios asuntos, para rendir un mejor servicio a su majestad.84 Los magistrados de la audiencia, por su parte, insistieron que se reconociera a la junta de Sevilla, aunque únicamente en materias de hacienda y guerra. El oidor Guillermo de Aguirre y Viana aclaró que era necesario distinguir tres clases de juntas: juntas supremas de provincia o de reinos como el de Navarra; la junta suprema de España, y la junta suprema de España y de las Indias Españolas. Las primeras –las de provincia- les debían ser indiferentes; la segunda –la suprema de España-, no ser objeto de discusión por referirse exclusivamente a la Península, y la tercera –la suprema de España y de las Indias-, es decir, la de Sevilla, había que atenderla, porque “había limitado sus funciones de suprema a los asuntos de guerra y hacienda, estos como inseparables de aquellos”. Las Castillas y León ya la habían reconocido. Nueva España debía hacer lo mismo.85

84

Ibid.

85

Voto del oidor D. Guillermo de Aguirre porque a la Junta de Sevilla se le reconozca en lo relativo a hacienda y guerra, 3 de septiembre de 1808, en Genaro García, op. cit., p. 85.

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El marqués de Rayas objetó la propuesta anterior y dijo que la soberanía es indivisible. Castro Palomino arguyó que aunque la junta de Sevilla y otras “se titulen” supremas y aún soberanas, “se ignora el origen de estos epítetos”, y también propuso que no se le reconociera. El marqués de Rayas, de México y Castro Palomino, de La Habana, eran muy amigos entre sí, y ambos, según López Cancelada, del peruano Talamantes. Volviendo al tema, el arzobispo Lizana y el inquisidor Sainz apoyaron lo expuesto por los oradores anteriores y consideraron que el asunto del reconocimiento “no era de pronta ejecución”.86 Sin embargo, la tesis de la soberanía en retazos, “esta especie enteramente exótica a mis principios”, al decir del propio Villaurrutia, no dejó de producir buena impresión en la asamblea. Iturrigaray, por su parte, dijo que no reconocería a la junta de Sevilla sino del modo en que lo haría con cualquiera otra, porque para él todas eran válidas; pero al mismo tiempo advirtió que ninguna en particular conocía la situación real de este reino y hasta explicó -según el tendencioso informe de los oidores- que si reconocía a alguna -en este caso a la de Sevilla-, ésta volvería a establecer la consolidación de los vales reales, quitaría de su solio al arzobispo para nombrar “al padre Gil” y lo depondría a él mismo de su cargo para poner a algún otro personaje “de su devoción”. Ahora bien, además de señalar que no debía reconocerse a ninguna junta porque todas eran válidas, agregó, en lo que se refiere a socorros, que se los daría a la metrópoli, 86

Voto del marqués de San Juan de Rayas, 5 septiembre 1808; Votos de Felipe de Castro Palomino y del decano inquisidor Sainz, 3 de septiembre, y Voto del arzobispo Lizana, 4 de septiembre, en Genaro García, op. cit., pp. 103, 90, 84 y 94, respectivamente. Al ser depuesto de su cargo José de Iturrigaray y deportado a España, el marqués de Rayas quedaría como apoderado suyo en Nueva España y más tarde participaría en una conspiración y sería arrestado.

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“pero ni un real del fondo de consolidación, a riesgo de pagarlo de mi bolsillo”.87

Villaurrutia, por su parte, insistió que no se le diera reconocimiento a la junta de Sevilla sino hasta que fuera autorizada por Fernando VII, y que mientras se convocaba al congreso nacional se formalizara una junta local permanente, poco numerosa, que representara a todas las regiones y a todas las clases sociales, a fin de que asesorara al virrey, proponiéndole y consultándole -lo que irritó a sus colegas porque esta prerrogativa era de la audiencia-, y agregó, por último, que se dieran a la junta de Sevilla el tesoro real y los donativos hechos por los particulares.88 La última parte de su propuesta fue muy poco feliz, porque si el reino iba a dar los fondos nacionales a la junta de Sevilla, no había razón para que no le otorgara el reconoci87

Relación de los pasajes más notables ocurridos en las juntas generales, 16 octubre de 1808, en Genaro García, op. cit., p. 136.

88

Jacobo de Villaurrutia, op. cit.

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miento político. Aunque el marqués de Rayas tenía razón al decir que la soberanía es indivisible, la asamblea consideró que podría reconocérsele superioridad únicamente en materias de hacienda y guerra, como lo proponían los oidores, y de ese modo, mantener los vínculos de unión entre las dos Españas. El alcalde ordinario José Juan de Fagoaga, inclusive, y el regidor Agustín de Villanueva, que hasta entonces habían seguido el parecer del ayuntamiento de México, se separaron de él. Concluida la sesión, se organizaron tres clases de votos; es decir, los que convinieron con el oidor Aguirre y Viana (reconocimiento de la junta de Sevilla); los que siguieron al magistrado Villaurrutia (no reconocimiento de esa junta y formación de la propia), y los singulares (no reconocimiento de una ni formación de la otra) “con el fin de tenerlo todo presente para extender el acta”, y por 50 votos contra 14, prosperó la propuesta del oidor Aguirre y Viana, esto es, que se reconociera a la junta de Sevilla.89 El virrey agradeció a todos su presencia y “sin ocultar su molestia”, según los oidores, les anticipó que ya no habría más reuniones. “Señores, se acabaron las juntas, esta será la última”. Más tarde, los oidores explicarían por qué: “Se atribuyó por algunos que [Iturrigaray] no había podido reunir la mayoría de votos conforme a sus ideas”. Y es que, al reconocerse políticamente a la Junta Suprema de Sevilla, se le había reconocido implícitamente la atribución de nombrar nuevo gobernante, lo que significaba que los días de Iturrigaray como virrey o como “verdadero y legal lugarteniente del rey” ahora sí habían llegado a su fin. Pero había algo más importante: la independencia de facto en la que se había mantenido el reino hasta entonces, había terminado.

89

Voto del señor D José de Vildisola, 2 de septiembre de 1808, en Genaro García, op. cit., p. 78.

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12. JACOBO DE VILLAURRUTIA Jacobo de Villaurrutia López Osorio tenía cincuenta y un años de edad, tres más que Primo de Verdad. Era alcalde de corte, es decir, juez togado de los que en la corte componían la sala llamada de alcaldes. En México formaba parte de la tercera sala de la audiencia, que era la que juzgaba los asuntos criminales. Fue un hombre con suerte. Siempre cayó de pie. Su padre, originario de México, era un distinguido jurista de procedencia vasca, como lo eran igualmente los Lardizábal y Uribe, de Tlaxcala. El padre de Villaurrutia formó parte de las audiencias de Santo Domingo y de México. Jacobo, su hijo, nació en Santo Domingo, se trasladó a los siete años a Nueva España, y luego, a los quince, viajó a la antigua España con el arzobispo de México Lorenzana, ingresó en la Universidad de Toledo y obtuvo el grado de doctor en Derecho. Se casó con una gentil dama y durante cinco años fue corregidor de Alcalá de Henares. Inclinado a la literatura, sus publicaciones abarcan, según Pedro Henríquez Ureña, desde una selección de pensamientos de Marco Aurelio (Madrid, 1786), hasta la traducción de la novela inglesa Memorias para la historia de la virtud, de Francis Sheridan (Alcalá de Henares, 1792). Fue oidor de la audiencia de Guatemala doce años, de 1792 a 1804, y con base en las recomendaciones del conde de Campomanes -hechas veinte años atrás-, participó con otros letrados en la creación de una sociedad económica de amigos del país, que en 1795 fue autorizada por el rey. En 1804 llegó a México y, como se dijo antes, asumió el cargo de alcalde del crimen en la audiencia. Su hermano Antonio era Regente de la Audiencia de Guadalajara. Pertenecía, pues, a una familia de prestigio en el mundo de las leyes y de la administración de justicia; pero él, en lo particular, siguiendo su vocación literaria, fundó el Diario de México, primer cotidiano que se publicó en Nueva España

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sin interrupción, desde su fundación en 1805 hasta 1817.90 Villaurrutia fue agresiva e injustamente atacado por López Cancelada, editor de la Gaceta de México. Exonerado de los cargos que se le impusieron en 1808, en 1810 se le nombró oidor en Sevilla, cargo que no aceptó por considerarlo injusto, y en 1814 fue oidor en Barcelona, en donde permaneció hasta la consumación de la independencia. Regresó a México y fue regente de la audiencia imperial durante el gobierno de Agustín de Iturbide, transformada en 1824 en Suprema Corte de Justicia de la Nación, de la cual no pudo formar parte, porque se le atribuyó la nacionalidad española por haber nacido en Santo Domingo, que era una posesión de España; pero al desbaratar con maestría estas absurdas objeciones, se le reconoció la nacionalidad mexicana y se le eligió ministro de la Suprema Corte de Justicia, de la que fue presidente a partir de 1831. Murió en ese cargo en agosto de 1833, durante la epidemia de cólera, a la respetable edad de setenta y seis años.

90

A fines del siglo XVIII, existían 200 periódicos en Inglaterra; 70 en las colonias angloamericanas, y 2 en Nueva España, la Gaceta de México y la Gaceta de Literatura, pero ésta desapareció en 1792. En Nueva Inglaterra se estableció la libertad de imprenta en 1734; en Nueva España, en 1812, pero sólo duró dos meses. En compensación, a partir de 1810 surgieron 18 periódicos insurgentes, con distinta suerte, periodicidad y duración. El Diario de México de Villaurrutia fue de más a menos. Tenía 586 suscriptores en 1805; 254 en 1810, y 50 en 1817. Por otra parte, El Espectador de Inglaterra tiraba 30,000 ejemplares en 1711; el Diario de México, 800 en sus mejores días y 300 al final. Datos: Rosalba E. Cruz Soto, El Diario de México, Un periódico en busca de modernidad.

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CAPÍTULO IV GOLPE DE ESTADO 1. CONVOCATORIA REUNIÓN. 3. FORMA

AL CONGRESO NACIONAL. 2. TERCERA DE REPRESENTACIÓN. 4. RENUNCIA DEL VIRREY Y CUARTA REUNIÓN. 5. ÚLTIMO DEBATE. 6. RECHAZO A LA RENUNCIA. 7. LLUVIA DE IDEAS. 8. QUITARLO DE EN MEDIO. 9. EL PLIEGO DE MORTAJA. 10. SENTIMIENTO NACIONAL.

SÍNDICO,

VIRREINA, DEUDAS.

11. RE-

1. CONVOCATORIA AL CONGRESO NACIONAL La noche del mismo día en que se reconoció a la junta de Sevilla, llegaron pliegos de Asturias que confirmaron que en España no sólo cada provincia sino cada ciudad había formado su junta soberana y que ninguna de ellas reconocía supremacía a las demás. Estas novedades determinaron que Iturrigaray tomara de inmediato dos decisiones ejecutivas; por una parte, pidió a los grandes de la capital que se reunieran al día siguiente, 1º de septiembre, a las cuatro de la tarde, en el palacio real, no para deliberar sino únicamente para ser informados de la situación, y por otra, convocó a los representantes de todos los ayuntamientos del reino para que se reunieran en congreso nacional, sin previa consulta con la audiencia ni con la misma asamblea.91 Por lo que se refiere al congreso nacional, expidió una circular a los ayuntamientos, en la que expuso: Conviniendo que en las actuales circunstancias haya en esta capital un apoderado que represente los derechos

91

Minuta de la convocatoria del virrey Iturrigaray para la junta del 1 de septiembre de 1808, en Genaro García, op. cit., p. 71.

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y acciones de ese cuerpo, prevengo a vuestra señoría que sin pérdida de tiempo dirija su poder al ayuntamiento de la capital de esa provincia para que, sustituyéndole en el sujeto que por sí elija, pueda emprender su venida a la más posible brevedad.92 La suerte estaba echada. La nación tendría su propia junta nacional soberana, compuesta por un representante de cada provincia, electo por los representantes de todas sus ciudades y villas. Esta fue la segunda y última ocasión en que el virrey lo dispuso así y ejecutó de inmediato su decisión. Esto significó que el reino seguiría manteniendo, consolidando y formalizando su independencia, sin renunciar a seguir formando parte de la monarquía de las Españas y de las Indias; que afianzaría y modificaría sus instituciones, y que nombraría o ratificaría a sus gobernantes,. “El congreso nacional americano debe ejercer todos los derechos de la soberanía”, escribió Talamantes. Luego entonces, dicha asamblea debía asumir el poder supremo, ejercer atribuciones legislativas, delegar las ejecutivas en un encargado provisional del reino y las judiciales en un consejo superior de justicia. La primera expresión de su soberanía sería “nombrar virrey capitán general del reino y confirmar en sus empleos a los demás”. Talamantes se contradice en este punto, porque ya había dejado señalado que “como el pueblo no es rey, el que gobierne con consentimiento del pueblo no puede llamarse virrey”, y en este caso, era improcedente su propuesta de que en primer lugar se nombrara virrey. El caso es que el congreso debía nombrar al titular del estado, llamárase como se llamara, y confirmar a las otras autoridades civiles, eclesiásticas y militares.

92

Minuta de Circular del Virrey Iturrigaray a todos los Ayuntamientos del virreinato en que les previene que nombren sus representantes para el Congreso General, 1 de septiembre de 1808, en Genaro García, op. cit., p. 74.

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El encargado del reino, por consiguiente, no tendría la atribución de nombrar a nadie: sería el congreso el que ratificara a los que había nombrado el rey o llenara las plazas vacantes. De este modo, el congreso daría legitimidad al encargado del poder ejecutivo de la nación así como a los magistrados de los órganos de justicia. Seguramente habría elevado la real audiencia a la categoría de supremo tribunal de justicia de la nación. Las otras doce acciones, que podrían calificarse de prioritarias, eran las siguientes: •

Proveer todas las vacantes civiles y eclesiásticas.

Trasladar a la capital los caudales del erario y arreglar su administración.

Conocer y reservar los recursos que las leyes reservaban a su majestad.

Declarar terminados todos los créditos activos y pasivos de la metrópoli con esta parte de las Américas.

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Arreglar los ramos de comercio, minería, agricultura e industria, quitándoles las trabas.

Nombrar embajador que pase a los Estados Unidos a tratar de alianza y pedir auxilios.

Erigir un tribunal de correspondencia de Europa, para que la reconociese toda, entregando a los particulares las cartas en que no se encontrase reparo, y reteniendo las demás.

Convocar un concilio provincial para acordar los medios de suplir aquí lo que está reservado a su santidad.

Suspender al tribunal de la inquisición la autoridad civil, dejándole sólo la espiritual, y ésta, con sujeción al (tribunal) metropolitano.

Extinguir todos los mayorazgos, vínculos y capellanías, y cualesquiera otras pensiones existentes en Europa, incluso el estado y marquesado del Valle.

Extinguir la consolidación (de los vales reales), arbitrar medios de indemnizar a los perjudicados y restituir las cosas a su estado primitivo.

Extinguir todos los subsidios y contribuciones eclesiásticas, excepto las de media-anata y dos novenos.

En todo caso, Talamantes concluye su propuesta con la siguiente advertencia: Aproximándose ya el tiempo de la independencia de este reino, debe procurarse que el congreso que se forme lleve en sí mismo... las semillas de esa independencia sólida, durable y que pueda sostenerse sin dificultad y sin efusión de sangre.93

93

Apuntes para el plan de independencia, por el P. fray Melchor de Talamantes (impreso) y Advertencias reservadas sobre la

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2. TERCERA REUNIÓN Si en España ninguna junta había reconocido a otra, es claro que México no tenía por qué reconocer a ninguna. El día 1º de septiembre, al quedar notificados los miembros de la junta de México de los sucesos recientes, hasta los mismos fiscales de la audiencia, que veinticuatro horas antes sostuvieran la necesidad de reconocer a la junta de Sevilla, propusieron que dicho reconocimiento se suspendiera, mientras no se recibieran otras noticias.94 Según el informe de la audiencia, la nueva reunión de los estados generales de la capital del reino, clero, aristocracia y burguesía española a indígena, se convocó, como las precedentes, sin exponer el señor Iturrigaray ni el motivo ni los objetos de la convocación, y así es que no se supo hasta el acto de leerse los papeles y cartas de la junta de Oviedo, que su contenido era el motivo de la convocatoria y la materia sobre que se había de tratar. Señores –dijo Iturrigaray- se ha verificado lo que les anuncié ayer: la España está en anarquía, todas son juntas supremas y así a ninguna se debe obedecer.95 Los oidores quisieron fundar su solicitud de que de todos modos se reconociera a la junta de Sevilla, y el alcalde de corte Jacobo de Villaurrutia pretendió explicar por qué no debía reconocérsele; pero Iturrigaray no permitió lo uno ni lo otro. No los había citado para que arguyeran sino únicamente para que se enteraran de lo sucedido. Además, informó que él ya había decidido dos cosas ese mismo día: no reconocer a ninguna junta peninsular y reunión de cortes en Nueva España, J. E. Hernández y Dávalos, op. cit., t. III, n. 148, pp. 818-819. 94

Jacobo de Villaurrutia, op. cit.

95

Ibid, t. III, n. 148, Contestación a la vindicación del señor Iturrigaray, p. 800.

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convocar al congreso nacional. En cuanto a lo primero, ya había enviado oficio a los comisionados de la junta de Sevilla, diciéndoles que habiendo terminado su comisión, podían regresar en el mismo buque en el que habían venido o esperar otro, si les acomodaba. Y por lo que toca a lo segundo, ya había girado circular a todos los ayuntamientos del reino para que nombraran a su representante y lo enviaran a la capital de su provincia, para que ésta, a su vez, eligiera al individuo que representara a su provincia ante la junta nacional.

Por otra parte, el lugarteniente del rey reafirmó su poder absoluto, al reiterar que los acuerdos de la asamblea no eran más que meras consultas que no lo obligaban a nada. Pese a ello, aclaró que consideraba necesario que la asamblea los adoptara para que él pudiera instruirse y pro-

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ceder conforme a lo que tuviera “por mejor”. De este modo, si el día anterior hubo 50 votos por el reconocimiento de la junta de Sevilla, ahora 58 votaron por que no se reconociera soberanía “por ahora” a ninguna junta española.96 “Por ahora”, pues, no habría ningún reconocimiento; además, el virrey tuvo “por mejor” que el reino tuviera su

96

Votaron contra el reconocimiento de las juntas europeas Francisco Primo de Verdad y Ramos (síndico), Josef Arias de Villafañe, Manuel Díaz de los Cobos Muxica (canónigo de Guadalupe), Antonio Rodríguez Velasco, Leon Ignacio Pico (miembro del ayuntamiento), Jacobo de Villa Urrutia (oidor alcalde de corte), Antonio Velasco Ramírez (canónigo de Guadalupe), Manuel Santos Vargas Machuca (gobernador), Marqués de San Juan de Rayas, Carlos Camargo (apoderado general de la parcialidad), Eleuterio Severino Guzmán (apoderado y representante del señor Camargo, por no haber podido asistir, por sus enfermedades), José Antonio de Estrada (representando al señor Juan José Olvera), Angel del Rivero, Juan Francisco de Azcárate (miembro del ayuntamiento), Alejandro Fernández, Francisco Robledo (fiscal del crimen), Agustín de Villanueva Cáceres-Ovando, Juan Cienfuegos, Juan José Güereña, Antonio María Campos, José Juan Fagoaga, Conde de Pérez Gálvez, Marqués de Uluapa, Miguel Bachiller, Joaquín Obregón, Francisco Javier Borbón (fiscal), Manuel de Cuevas Monroy Guerrero y Luyando, Andrés Fernández de Madrid, Antonio Méndez Prieto y Fernández, Joaquín Gutiérrez de los Ríos, Miguel Arnaiz, Joaquín Colla, Antonio de Bassoco, José Macías, Ignacio de Obregón, Ambrosio de Sagarzurieta, Pedro María de Monterdo, Ignacio Iglesias, Juan Manuel Vázquez de la Cadena, José Ignacio Beye Cisneros, Francisco de la Cotera, Francisco Menocal, Manuel de Gamboa, Marqués de Castañiza, Juan Navarro, Joaquín Maniau (contador general de tabaco), Conde de Regla, Francisco Beye Cisneros, Felipe de Castro Palomino, Mariscal de Castilla (marqués de Ciria), Antonio Torres Torija, Agustín Pérez Quijano, José Antonio del Xpto. y Conde (auditor de guerra), Conde de la Cortina, Marqués de San Miguel de Aguayo, Bernardo del Prado y Ovejero (inquisidor), Conde de Medina y Torres, y Manuel del Campo y Rivas. Genaro García, Lista de personas que asistieron a la junta del 1 de septiembre y que votaron que no se reconozca por ahora soberanía en las juntas de Sevilla y Oviedo, op. cit., t. II, pp. 72-74.

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propia junta. En lo relativo al voto de la asamblea, pidió a sus integrantes que lo reflexionaran y tomaran su tiempo para hacerlo por escrito, resumiendo en uno el del día anterior y el de éste. Aparentemente quería evitar que tomaran acuerdos que contrariaran a los precedentes, como lo habían hecho en la segunda reunión respecto de la primera y en ésta respecto de la anterior. En la del 9 de agosto, en efecto, habían determinado reconocer sólo a las juntas que creara el rey; en la del 31, reconocer a la de Sevilla, aunque no hubiera sido creada por éste, y en la del 1º de septiembre, no reconocer a ninguna, a pesar de haber reconocido a la de Sevilla. 3. FORMA DE REPRESENTACIÓN Según un informe de los oidores, una vez que el reino otorgara facultades extraordinarias a Iturrigaray o lo nombrara rey o emperador de México, ratificaría a ciertos oidores, removería a otros y nombraría a algunos nuevos, lo que no fue más que otra de tantas supuestas decisiones que le atribuyeron, y hasta corrió el rumor de que los nuevos magistrados serían Verdad, Azcárate y Villaurrutia, a pesar de que este último ya formaba parte de la audiencia en la sala de lo criminal. Sin embargo, la hipótesis de que el congreso nacional eligiera emperador a Iturrigaray era remota, muy remota, no así la de nombrarlo encargado provisional del reino. En todo caso, como encargado, es de preverse que Fernando VII o cualquier junta peninsular habría tenido grandes problemas para removerlo, y como emperador, el hecho habría sido irreversible. En todo caso, el 3 de septiembre, el real Acuerdo expuso a la junta de Sevilla los peligros e inconvenientes de celebrar un congreso nacional y reprodujo los principales argumentos que habían presentado al virrey y a la junta de

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México.97 Al mismo tiempo, el lugarteniente Iturrigaray envió otro informe a dicha Junta, en el que señala las razones por las cuales no le otorgaba el reconocimiento político.98 Además, le remitió copia de las actas de las asambleas que se habían llevado a cabo en la capital del reino.99 Sin embargo, los documentos anteriores se quedaron en el escritorio del “virrey”, entre ellos, dos cartas que tenía escritas y no llegaron a tiempo de la salida de la embarcación para la junta de Sevilla y el gobernador de Cádiz…, con una copia cada una del oficio que pasé al real Acuerdo consultando mi dimisión.100 Ahora bien, aunque el lugarteniente del rey había convocado al congreso nacional, informó a los oidores que no había precisado el procedimiento de elección de los individuos que habrían de componerlo (a pesar de que sí lo había hecho), por lo que les consultó su opinión, para confirmar o modificar la suya. Si citaba a diputados de todos los ayuntamientos, era de preverse una asamblea sumamente numerosa; en cambio, si tales ayuntamientos daban sus poderes a los de las capitales de provincia y estos representaban a aquellos a través de un individuo (como lo había decidido), la asamblea conta-

97

Informe del real Acuerdo a la Junta de Sevilla en el que expone los peligros e inconvenientes de establecer un congreso nacional, 3 de septiembre de 1808, Genaro García, op. cit., pp. 81-83.

98

Informe de Iturrigaray a la Junta de Sevilla en el que le expone las razones por las cuales le niega el reconocimiento, 3 de septiembre de 1808, Genaro Garçía, op. cit., pp. 91-94.

99

Oficio de Iturrigaray a los comisionados de la Junta de Sevilla, 4 de septiembre de 1808, Genaro García, op. cit., pp. 100-101.

100

Lista de documentos que, según recuerda Iturrigaray, estaban reservados en su despacho, 1º de octubre de 1808, Genaro García, op. cit., pp. 224-225.

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ría con pocos representantes, uno por cada provincia.101 De hecho, ya había resuelto que el congreso nacional fuera poco numeroso, según la circular que envió a todos los ayuntamientos del reino. La consulta al real Acuerdo, pues, era innecesaria; pero de cualquier forma, el “virrey” quiso consultarlo para pulsar su opinión. Al responder a su cuestionamiento, los fiscales le reiteraron que convocar semejantes congresos es una de las cosas reservadas a la soberanía, y que haciéndose sin tal mandato del soberano, se haría contra su intención y voluntad; y por otra parte, en Indias no hay necesidad de tales congresos puesto que, como se ha dicho, los acuerdos de oidores de las audiencias donde presiden los virreyes deben hacer el oficio que en España las Cortes, es a saber, consultar sobre las materias que los virreyes tengan por más arduas e importantes.102 Con base en lo expuesto, dicha audiencia, que ya había empezado en forma reservada a tomar sus providencias para impedir la celebración del congreso nacional a como diera lugar, contestó al lugarteniente del rey el 6 de septiembre que se negaba a entrar en materia porque se oponía no sólo a la forma de elección sino también a la elección misma y, por consiguiente, a su convocación; citó las leyes que la prohibían y exigió nuevamente al “virrey” que no llevara adelante su intento.103 4. RENUNCIA VIRREINAL Y CUARTA REUNIÓN Pero Iturrigaray había emprendido un camino sin retorno. A esas alturas ya no podía evitar que se celebrara el congreso nacional. 101

J. E. Hernández y Dávalos, op. cit., n. 223, pp. 530-531.

102

Ibid.

103

Ibid

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El mismo 6 de septiembre otorgó un indulto a los militares y paisanos que se hallaban en las cárceles, con motivo de la proclamación oficial de Fernando VII como soberano de las Españas y de las Indias.104 Y ese mismo día, percibiendo el tono seco y agresivo de la respuesta del real Acuerdo, y fastidiado además por las innumerables amenazas anónimas de muerte que recibía, le consultó si consideraba conveniente que presentara su dimisión, a lo que se le respondió de inmediato que, en caso de dejar el mando supremo, se lo entregara al mariscal de campo Pedro Garibay; con lo que le hizo saber que no veía mal su retiro e incluso que ya tenía sustituto.105 Diez días después, en efecto, Garibay lo sustituiría. El ayuntamiento, al conocer el incidente, exigiría al virrey que no renunciara. De este modo se precipitaron los acontecimientos. Parece que, según el llamado pliego de mortaja, los que debían suceder al virrey eran el marqués de Someruelos, gobernador de La Habana, o el de Guatemala, por lo que Iturrigaray consideró inadmisible que Garibay lo sucediera.106 El día 9 de septiembre, Iturrigaray convocó a una nueva reunión a fin de que sus integrantes le entregaran su voto por escrito. Hacía un mes que se había llevado a cabo la primera sesión a puerta abierta. Al instalarse ésta del 9 de septiembre, también pública, que fue la cuarta y última, el secretario leyó un extracto de los votos, por clases, emitidos en la sesión anterior; pero estaban tan mal clasificados, quizá por descuido, quizá con el propósito de crear confusión, que muchos votantes reclamaron que se les atribuyera una opinión diferente a la que habían emitido. El arzobispo de Mé-

104

Ibid, n. 224, pp. 531-532.

105

Ibid

106

J. E. Hernández y Dávalos, op. cit., t. I, n. 278, Vindicación del señor Iturrigaray, pp. 738-739.

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xico, el marqués de San Román y otros exigieron que se leyeran sus exposiciones, y su queja resultó comprobada. El asunto de la votación dio lugar a una interminable serie de aclaraciones que alargaron inútilmente la sesión, pero que pusieron de manifiesto no sólo la buena fe con la que todos los votantes habían procedido hasta entonces -salvo algunos oidores-, sino también los distintos matices de sus votos. Y es que -de los votos que se conocen- hubo tres por el reconocimiento simple y llano de la junta de Sevilla (Vildosola, Aguirre y Matías de Monteagudo) y ocho en contra (el síndico Primo de Verdad, el inquisidor Sainz, Felipe de Castro, el arzobispo Lizana, el inquisidor Prado, el marqués de Rayas, el regidor Azcárate y el procurador general Rivero).

Firmas de Juan Esteban de Elías, José Mariano de Arce, Juan Antonio de Riaño, el conde de Santiago Calimaya, marqués de Salvatierra, Dr. Manuel de Flores, Manuel Díaz, marqués de San Miguel de Aguayo, Juan Antonio de Terán, Juan Bautista Lobo, Joseoph Parache, Joseph Antonio de Cristo y Conde, y Cecilio Odoardo.

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Sin embargo, entre los que se pronunciaron a favor del reconocimiento, Monteagudo se declaró partidario de que éste fuera total, mientras que Vildosola y Aguirre votaron por el reconocimiento limitado a las materias de hacienda y guerra. Por otra parte, entre los que votaron en contra, Verdad, Castro y Prado se inclinaron por el no reconocimiento absoluto de ninguna junta peninsular, a menos que fuera formada por el monarca, como lo había acordado la asamblea en la sesión del 9 de agosto; Lizana y Sainz, por el no reconocimiento de ninguna, condicionado al reconocimiento posterior de alguna; Verdad y Rivero, por el no reconocimiento de ninguna, complementado por la propuesta de que se extendieran auxilios a todas, y el regidor Azcárate y el marqués de Rayas, por el no reconocimiento puro y simple de ninguna peninsular y la formación de una nacional.107 Al discutirse la clasificación de los votos, empezó a discutirse al mismo tiempo, en forma espontánea y desordenada, el procedimiento de elección de los representantes al congreso nacional, porque unos eran partidarios, como Iturrigaray, de que fuera poco numeroso, y otros, tan amplio y nutrido como se requiriera, de tal suerte que incluyera a los representantes de todas las ciudades y villas del reino, no sólo a los votados en las capitales de las provincias; lo que hizo que muchos cambiaran nuevamente de opinión y modificaran el voto que llevaban escrito. Así que el debate sobre la forma de representación, en lugar de despejar la confusión, la complicó más... 5. ÚLTIMO DEBATE En relación con la clasificación de los votos, Jacobo de Villaurrutia, por ejemplo, interpeló al inquisidor decano porque había interpretado mal el sentido del suyo. Él se había limitado a proponer que, en lugar de reconocer junta alguna peninsular, se convocase una nacional, pero sin menoscabo

107

Genaro García, op. cit, t. II, pp. 77-133

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de los derechos de Fernando VII. El inquisidor le replicó que, aunque dejaba a salvo la intención y la persona del alcalde de corte, juntas nacionales como la que él había propuesto, eran por su naturaleza sediciosas o a lo menos peligrosas y del todo inútiles, porque si habían de tener carácter de consultivas, no salvaban la responsabilidad del “virrey”, y si eran decisivas, entonces “cambiaban la naturaleza del gobierno en una democracia, para lo que el virrey no tenía autoridad ni el que hablaba podía reconocérsela”.108 Pero la naturaleza del gobierno, en primer lugar, ya había sido cambiada, acababa de serlo; en segundo, la democracia era sólo una forma extraordinaria y provisional, no definitiva ni permanente, de elegir al titular del reino y establecer nuevas instituciones, entre ellas, el congreso nacional y un tribunal superior de justicia, y en tercero, este sistema político no traía consigo el desconocimiento de las leyes fundamentales de la monarquía hispánica e indiana, y menos aún, del monarca; así que el lugarteniente del rey explicó que, en cuanto a la convocatoria del congreso, ya había formado expediente y tomado la decisión respectiva. No habría marcha atrás. Los fiscales de la audiencia insistieron que se tomaran en cuenta los fundamentos legales de su rechazo. El oidor Miguel Bataller, por su parte, en lugar de enfrentarse a Iturrigaray, interpeló a su colega Villaurrutia. Dado que éste había propuesto que se convocara al reino a reunirse en cortes, lo invitó a contestar los argumentos jurídicos de los fiscales. Villaurrutia replicó que si se le concedían dos o tres días lo haría, inclusive, por escrito. Bataller aceptó, y para evitar que se dispersara en esta materia, lo conminó a que contrajera su respuesta a los si108

J. E. Hernández y Dávalos, op. cit., t. III, n. 148, Contestación a la vindicación del señor Iturrigaray, p. 802.

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guientes puntos: •

autoridad para convocar la junta;

necesidad de su convocación;

su utilidad;

personas que a ella habían de concurrir;

de qué clase, estado o brazos, y

si los votos habían de ser decisivos o consultivos.109

Habría que adelantar que Villaurrutia hizo su trabajo, pero de nada valdría, porque su escrito se quedaría sobre el escritorio del virrey defenestrado.110 En todo caso, la demanda del oidor Bataller era tanto más pertinente, cuanto que estaba relacionada con la consulta que Iturrigaray había hecho a la audiencia tres días antes. Y aunque el asunto debía ser tratado tres días después -según el compromiso que acababan de contraer Bataller y Villaurrutia-, empezó a ser abordado espontáneamente ese mismo día y discutido anárquicamente, porque al hacerse la observación de que se había citado a los apoderados de los ayuntamientos, en cuanto representantes del estado llano, pero no a los de la nobleza y el clero, Agustín Rivero explicó que si el síndico (Primo de Verdad) podía tomar la voz por los plebeyos, él, como procurador general de la ciudad, esto es, como encargado de sus negocios y de sus asuntos económicos en general, podía representar asimismo a las demás clases. Esta opinión fue rechazada por el arzobispo Lizana, por 109

Exposición sobre la facultad, necesidad y utilidad de convocar una diputación de representantes del reino de la Nueva España, 13 septiembre 1808, Genaro García, op. cit, p. 169.

110

Lista de documentos que, según recuerda Iturrigaray, estaban reservados en su despacho, 1º de octubre de 1808, Genaro García, op. cit., pp. 224-225.

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los coroneles Ríos y Obregón, y produjo la desaprobación general. Entonces Rivero sostuvo que lo importante era convocar a las ciudades, porque si no se les convocaba, ellas se juntarían por sí mismas. El fiscal Zagarzurieta creyó ver en esta exclamación el principio de un acuerdo sedicioso. Fue tan enconada, desordenada y larga la discusión sobre este punto, que el arzobispo Lizana, que siempre había dado su voto por el no reconocimiento de junta alguna española (para favorecer indirectamente la formación de la propia, mientras se reconocía a una peninsular), viendo la dificultad que ofrecía este solo punto, dijo a Iturrigaray: si el tratar solamente de las juntas del reino produce esta división, ¿hasta dónde llegará si se realizan? Y así yo, desde ahora, me opongo a tal convocación y deseo que vuestra excelencia únicamente consulte con el real Acuerdo.111 Por consiguiente, el arzobispo Francisco Javier de Lizana y Beaumont –que más tarde sería virrey- y su primo el inquisidor Isidoro Alfaro Sainz y Beaumont, volvieron a reformar el voto que ya tenían presentado por escrito, y se adhirieron al parecer de los fiscales de la audiencia, esto es, de que no se reuniera ningún congreso nacional. 6. RECHAZO A LA RENUNCIA El regidor decano Antonio Méndez Prieto, por su parte, que nunca sabía lo que se iba a tratar en cada asamblea, como los demás; que llegaba sin prepararse en los asuntos que se trataban, como los demás, y que tampoco estaba habituado a hablar en público sobre negocios de estado, como los demás, pidió que se cerraran las puertas del salón -que hasta entonces habían estado abiertas- y en lugar de proseguir con el tema, reprochó al lugarteniente Iturrigaray su incongruencia, porque hacía pocos días había hecho el juramento de defender el reino y conservarlo para Fernando 111

J. E. Hernández y Dávalos, op. cit., t. III, n. 148, Contestación a la vindicación del señor Iturrigaray, p. 802.

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VII, aún a costa de su vida, y después había hablado de dimitir. Dijo que los miembros del ayuntamiento se sentían traicionados y que si lo hacía, él sería responsable de lo que ocurriera.

Francisco Javier Lizana y Beaumont, arzobispo de México

El lugarteniente del rey admitió que había pensado en renunciar, porque tenía sesenta y seis años, estaba cansa-

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do y los asuntos del día era superiores a sus fuerzas. Y aunque no lo dijo, al saber que las instrucciones de la junta de Sevilla consistían en removerlo del gobierno en caso necesario, según se lo había confiado a su esposa su hermano, había quedado abrumado. El síndico Verdad expresó que los daños que su renuncia produciría serían irremediables. El procurador Rivero y el marqués de Uluapa compartieron la misma opinión. Pero más que una crítica, lo que se percibió en el ambiente, según el relato de los oidores, fue el respaldo político que el ayuntamiento dio al “virrey”. Los demás asistentes no se comprometieron. Prefirieron callar. Iturrigaray aprovechó el silencio que se hizo y dio por concluida la reunión. Como en las tres anteriores, en ésta se habían discutido desordenadamente cuestiones trascendentales para el reino, sin haberse llegado a resoluciones definitivas. Tres días después, 12 de septiembre, el ayuntamiento pidió a Iturrigaray que, aunque ya tuviera en sus manos el documento ofrecido por Villaurrutia, se sirviera aplazar la siguiente reunión tres o cuatro días más, para terminar de elaborar sus propios alegatos al respecto. De este modo, mientras los americanos trabajaban inocentemente con ideas para fundamentar y justificar sus posiciones políticas, los europeos ya tenían fraguado el complot. Al mismo tiempo, la audiencia de Guadalajara, enterada de la primera junta que se había llevado a cabo en la ciudad de México, comunicó al virrey que la estimaba nula y le advirtió que “ésta y otras de la misma naturaleza pueden producir consecuencias graves”.112 Ya no habría “otra junta de la misma naturaleza”. La anterior, es decir, la del 9 de septiembre, sería la última, a pe112

Oficio de la Audiencia Real de Guadalajara al virrey Iturrigaray, en que manifiesta que estima nula el acta de la junta del 9 de agosto, 13 septiembre 1808, en Genaro García, op. cit., p. 182.

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sar de lo cual se produjeron “consecuencias graves”. 7. LLUVIA DE IDEAS La etapa de las ideas estaba por suspenderse e iniciarse la de la fuerza. Iturrigaray mandó traer a México al regimiento provincial de Celaya, acantonado en Jalapa, para respaldar sus disposiciones. Cuando los españoles europeos se enteraron, supusieron que se alzaría con el reino y decidieron adelantarse a los hechos.113 El lugarteniente del rey había tenido la pretensión de que el congreso convocado tuviera voto consultivo, no decisivo; pero si el objeto de dicho congreso era llenar el vacío de la soberanía, convocarlo para que legitimara su cargo y le confiriera facultades extraordinarias, nada más, era invertir el orden de las cosas, ya que eso equivalía a servirse del soberano y no ponerse al servicio de éste, que era el pueblo. Era absurdo que el voto del congreso fuera decisivo únicamente para que lo ratificara en el poder y consultivo en los demás asuntos del reino, entre ellos, los de la guerra y la paz. Su amigo Ciriaco González Carvajal, magistrado de la audiencia, le había hecho notar que en España el pueblo había formado juntas y les había conferido toda la autoridad y la representación (“son las que acuerdan y mandan”). Así que, si lo que quería era ejecutar la voluntad de la junta nacional, se entendía que la convocara; pero si lo que quería era sólo su voto consultivo para decidir después lo que juzgara “por mejor”, como lo suponía, ¿para qué convocarla?114

113

José Manuel de Salaverría, Relación o historia de los primeros movimientos de la insurrección de Nueva España y prisión de su virrey…, en Genaro García, op. cit., p. 311.

114

J. E. Hernández y Dávalos, op. cit., t. I, n. 213, D. Ciriaco González Carvajal, al señor Iturrigaray le manifiesta algunos inconvenientes para la reunión de la junta, p. 512.

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Jacobo de Villaurrutia, por su parte, según las notas que preparó para responder a la interpelación de los fiscales, lo que pretendía era lo contrario: que el congreso asumiera la soberanía y quitara al virrey el manejo de la hacienda pública así como toda intervención en la administración de justicia. Sin citar el principio de la división de poderes, su propuesta descansaba en él. Pensaba en un congreso por estamentos, lo que hace suponer un organismo formado por dos cámaras, en una de las cuales se congregaría el elemento popular, procedente de los ayuntamientos -que vendría a ser equivalente a la cámara de diputados- y en la otra, la nobleza y el clero –que resultaría equiparable a la de senadores. Su proyecto incluía otros organismos, entre ellos, una

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pequeña pero representativa junta consultiva o consejo de gobierno para asesorar y moderar al titular del ejecutivo, lo que significaba que el real Acuerdo ya no participaría más en asuntos gubernativos. Y mencionó también un consejo superior de apelación judicial, constreñido a administrar justicia en asuntos civiles y criminales en última instancia –por lo que sería una especie de supremo tribunal o suprema corte de justicia- que llenaría el vacío que había dejado el Consejo de Indias.115

115

Exposición sobre la facultad, necesidad y utilidad de convocar a una diputación de representantes del reino de la Nueva España para explicar y fundar el voto que di en la Junta General..., 10 de septiembre de 1808, en Genaro García, op. cit., doc. XV, p. 169.

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Francisco Primo de Verdad y Ramos, como todos los miembros del ayuntamiento, coincidía con Villaurrutia en lo relativo a la amplia y variada composición de la asamblea nacional, al proponer que se convocara no sólo a los representantes de los cabildos seculares, formados por la nobleza, el estado llano y los pueblos indígenas, sino también los eclesiásticos, “pues estos forman una parte nobilísima del Estado”.116 Talamantes, al tiempo que omitía cualquier referencia a la representación eclesiástica o aristocrática, recomendaba que se contuviera y controlara al elemento popular, es decir, que el congreso fuera democrático, pero sin tomar a la población como base de la representación, para que no se desataran los excesos y, sobre todo, para que no se corriese el riesgo de que el orden monárquico fuera sustituido por el republicano. No estaba de acuerdo en que un asunto tan trascendental como “la sucesión a la corona de España y de las Indias” se decidiera “con la prisa y desasosiego” con que lo había hecho el reino el pasado 29 de julio. Esta era una “cuestión grave y complicada” que ameritaba madura reflexión y equilibrado debate. Por eso propuso, por una parte, que se convocara sólo a los ayuntamientos para formar el congreso, pues eran ya representación popular y, como lo anotaban los oidores, “se componían en todo el reino, o casi todos, de criollos” (como se llamaba a los españoles americanos), y por otra, que el congreso eligiera “soberano legítimo de España y de las Indias”, pero que el jefe de Estado prestara previamente varios juramentos, de los cuales debe ser uno el de aprobar todo lo determinado por el congreso de Nueva España y confirmar en sus empleos a todos los que hu-

116

Francisco Primo de Verdad y Ramos, Memoria Póstuma…, en Genaro García, op. cit., p. 157.

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biesen sido colocados por él.117

El ayuntamiento de Querétaro apoyaba la formación de cortes nacionales y proponía que estuvieran compuestas no sólo por representantes de los ayuntamientos de la capitales de provincia sino también por “diputados de todas y cada una de las ciudades y villas, representantes del estado eclesiástico, de los tribunales y cuerpos que deban concurrir, y acordadas con su previo dictamen y voto”.118

117

J. E. Hernández y Dávalos, op. cit., t. I, n. 206, Apuntes para el plan de independencia, por el P. Fray Melchor de Talamantes, p. 494.

118

Ibid, n. 234, Exposición del ayuntamiento de Querétaro para que se cite a los representantes de los ayuntamientos de la Nueva España a junta general, siguiendo el sistema usado por los de la metrópoli, p. 594.

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En términos más o menos parecidos discurrían los cabildos de todas las ciudades y villas del reino así como los obispos, cabildos eclesiásticos, corporaciones y funcionarios, ofreciendo mandar representantes a la junta central de México y toda clase de recursos. En cambio, el intendente de Guanajuato censuraba la decisión de la junta de México del 9 de septiembre, de no reconocer órgano alguno “que no dimane directamente de su legítimo soberano”. Las audiencias de México y Guadalajara, por su parte, sostenían que para evitar trastornos, el virrey debía sostener su autoridad conforme a las leyes existentes, hasta que el desenlace de las cosas de España determinara otra cosa, y alejarse de juntas y novedades que no podían producir más que su ruina. En medio de esta confusa y tumultuosa mezcla de ideas, una cosa era clara: todos temían que se desatara la anarquía, dado que ya daban por perdida la monarquía de las Españas y de las Indias, y si esto ocurría, también habría que dar por perdidos los vínculos políticos entre las dos Españas, por extinto civil y políticamente el hipotético gobierno de Fernando VII, y por trastornada la forma de gobierno. Para todos era igualmente claro que el gobernador del reino, virrey o lugarteniente del rey, jugaba un papel determinante en la nueva conformación del estado nacional, es decir, en el reino de la América Septentrional, por lo que todo estribaba en su persona: si se reforzaba su autoridad, el proyecto nacional y su proyecto personal -en lo que tenían de coincidente- prosperarían, y si se le quitaba de en medio, ambos fracasarían. 8. QUITARLO DE EN MEDIO En todo caso, al sentir que quedaban aislados y que su propuesta no sería apoyada, los oidores decidieron hacer fracasar el proyecto nacional por cualquier medio, y antes de que se presentara el regimiento de dragones llamado por el lugarteniente del rey, aprovecharon el ensordecedor ruido

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de las ideas para hacer pasar desapercibido el de las armas.

De este modo, la noche del 15 al 16 de septiembre de 1808, con apoyo de “232 europeos ganados o pagados por un D. Gabriel Yermo”, casi todos comerciantes de El Parián, sus dependientes y otros paisanos armados, hicieron detener a Iturrigaray y más tarde lo deportaron a España.119 El pueblo se ha apoderado de la persona del excelentísimo señor virrey, ha pedido imperiosamente su separación por razones de utilidad y conveniencia general, ha convocado en la noche precedente a este día al real Acuerdo, al arzobispo y otras autoridades, se ha cedido 119

Informe de Manuel Fancisco de Jáuregui sobre la deposición de su cuñado el virrey Iturrigaray, Cádiz, 20 de agosto de 1809, en Genaro García, op. cit., p. 293.

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a la urgencia, y dando por separado del mando a dicho virrey, ha recaído conforme a la real orden de 6 de octubre de 1806 en el mariscal de campo don Pedro Garibay.120 El comunicado anterior revela que “el pueblo” dio golpe de estado y que la audiencia, el arzobispo “y otras autoridades” tuvieron que “ceder a la urgencia”. La audiencia, pues, no fue responsable sino víctima de la felonía. El responsable fue “el pueblo”. Lo más curioso del caso es que, aunque ningún político profesional nunca aceptó este cuento, ha habido historiadores ingenuos que le han encontrado un dulce sabor exculpatorio. Sin embargo, bajo el control de los oidores, se desató una feroz represión en el marco habitual de encierro, destierro o entierro. Se llenaron las cárceles de presos políticos. De los que promovieron la junta nacional, unos fueron arrestados y otros deportados a España. Entre los detenidos en las cárceles secretas de la Inquisición, además de Iturrigaray, destacan Francisco Primo de Verdad y Francisco de Azcárate así como sus asesores o simpatizantes: Rafael Ortega, secretario de cartas; José Cisneros, abad de Guadalupe; José Mariano Beristain, canónigo; José Antonio Cristo, auditor de guerra; fray Melchor de Talamantes, asesor del virrey, y otros. Algunos detenidos perdieron la vida en prisión, como el síndico Primo de Verdad, en México, y el doctor Melchor de Talamantes, en San Juan de Ulúa, Veracruz, al ser deportado. La audiencia había sostenido durante los debates que la voluntad real estaba plasmada en la ley y que todos debían limitarse a cumplirla; pero sus ministros no lo hicieron. La 120

Proclama de Francisco Jiménez a los habitantes de México, en que les notifica la deposición del virrey Iturrigaray, 16 de septiembre de 1808, en Genaro García, op. cit., p. 201.

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disposición que invocaron para justificar su proceder los condena. En efecto, la ley de Indias número 36, título 15, libro 2, establece que excediendo los virreyes de las facultades que tienen, las audiencias les hagan los requerimientos que conforme al negocio pareciere, sin publicidad, y si no bastase y no se causase inquietud en las tierras, se cumpla lo proveído por los virreyes o presidentes, y avisen al rey.

Edificio del Tribunal de la Inquisición en 1808

Como se ve, lo importante era respetar la voluntad del virrey, aunque ésta fuera equivocada, haciéndole saber previamente su oposición a las disposiciones que expidiera, transmitiéndole anticipadamente las recomendaciones que consideraran pertinentes y enviando posteriormente el obligado informe al rey. Ya se le fincarían las responsabilidades del caso.

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Pero en el presente caso, los oidores procedieron exactamente al contrario; es decir, hicieron pública su oposición a las determinaciones del virrey, no cumplieron lo proveído por él, no avisaron al rey y no enviaron los informes respectivos al organismo peninsular que lo representaba, sino hasta después de haber causado una profunda conmoción en estas tierras. Por otra parte, los oidores, que fueron los únicos responsables del golpe de estado, enemigos acérrimos de los métodos democráticos y adversarios de que se reunieran los representantes del pueblo en congreso nacional, se convirtieron de pronto en ardientes demócratas y apasionados partidarios del “pueblo” mismo, no sólo al “ceder a la urgencia” con la que éste realizó la detención e incomunicación de Iturrigaray y demás hombres ilustres de la nación, sino también al elegir democráticamente al “virrey” que lo sustituyó; anular la convocatoria al congreso nacional y obsequiar los deseos del “pueblo” de no abrir el llamado “pliego de mortaja”, que contenía las instrucciones que debían acatarse por voluntad del rey, en caso de que por cualquier motivo llegara a faltar el virrey. 9. EL PLIEGO DE MORTAJA El 17 de septiembre, un día después de consumada la infamia, “el pueblo de esta capital pidió licencia” para entrar a la sala de la audiencia, en la que se encontraban reunidos los magistrados “en acuerdo extraordinario”, para “hacer diversos pedimentos relativos a la quietud pública”. Entre “el pueblo” destacaba un individuo, Juan Javat, “francés al servicio de España” -al decir del marqués de Casa Alta-, que había venido a México comisionado por la junta de Sevilla. Habló uno y pidió con el mayor empeño que no se abriesen los pliegos de providencia, como se había anunciado el día de ayer que se haría, porque temían que recayese el mando [en uno de los parciales del depuesto ministro Godoy] y todo México estaba contento con el digno jefe que actualmente manda, excelentísimo

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don Pedro Garibay.121 Los ministros no pudieron menos que convenir en las relevantes prendas que adornaban al jefe sustituto del reino y consideraron que si los citados pliegos señalaban a generales del ejército o de la armada para la sucesión, los más próximos eran el presidente de la real audiencia de Guatemala, el gobernador y capitán general de la provincia de Campeche y el de La Habana; pero que si viniera a México alguno de ellos, las provincias actualmente a su cargo quedarían “expuestas” por su ausencia, así que en consideración a dichas provincias así como a sus gobernantes, decidieron obsequiar los deseos del “pueblo” de México y acordaron “que se suspenda por ahora la apertura de los pliegos de providencia”. Esta resolución fue acordada, proveída y rubricada por los nueve hombres que se convirtieron en los verdaderos dueños de la nación: el regente Catani, los oidores Carvajal, Aguirre, Calderón, Bataller y Villafañe, y los tres fiscales de real hacienda, civil y de lo criminal.122 Los demás oidores, a pesar de formar mayoría, no acordaron, proveyeron ni rubricaron nada, aunque con su silencio lo consintieron todo. Catani era un pelele; pero Aguirre sería propuesto –aunque no electo- vocal de la Junta Central de España; Carvajal, magistrado del reinstalado Consejo de Indias, “sin sueldo por ahora”; Calderón, ministro de Gobernación de Ultramar, cargo del que no tomó posesión “por sus enfermedades”, y Bataller seguiría siendo ministro de la audiencia hasta la consumación de la independencia. Ese mismo día 17 de septiembre, el nuevo “virrey” Garibay, que en realidad no fue más que un empleado de “los nueve”, dio instrucciones de que Iturrigaray quedara incomunicado. Al día siguiente dispuso que no se le entregara,

121

Acta de la sesión del real Acuerdo en la que a pedimento del pueblo se determinó que no se abriera el pliego de providencias, 17 de septiembre de 1808, Genaro García, pp. 206-208.

122

Ibid.

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ni a él ni a los demás detenidos, la correspondencia que les llegara. Y el 20 de ese mes ordenó que su antecesor fuera enviado a Veracruz, vía Perote y Jalapa, y embarcado de inmediato a España con su familia.123

Informe de la petición de Ortega, Azcárate y Verdad para afeitarse

El prisionero llegó a Perote el 26 de ese mes y pocos días después a Veracruz. Se le alojó en el castillo de San Juan de Ulúa y se le permitió pasear por sus corredores con su familia y criados; pero el gobernador recibió instrucciones terminantes del nuevo “virrey” Garibay de que no se le hiciera ningún honor.124

123

Oficios de Garibay sargento mayor de la plaza de México en el que le ordena que no permita que persona alguna hable con Iturrigaray, México, 17 de septiembre de 1808; al Administrador Principal de Correo de la ciudad de México, 18 de septiembre de 1808; al comandante de dragones del Regimiento del Príncipe, de Perote, y al gobernador de Veracruz, México, 20 de septiembre de 1808. Genaro García, op. cit., pp. 209, 216 y217. 124

Oficio de Garibay al gobernador de Veracruz, México, 24 de noviembre de 1808, Genaro García, op. cit., p. 252.

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10. SÍNDICO, VIRREINA, DEUDAS El 24 de septiembre, el comandante de la guardia de la cárcel del arzobispado informó al nuevo “virrey” que los prisioneros Ortega, Azcárate y Verdad le habían solicitado licencia para afeitarse.125 Diez días después, Verdad moriría sin afeitar. El 5 de octubre, un día después del fallecimiento del síndico del común en su celda, salió de México la señora María Inés de Jáuregui, esposa de Iturrigaray, rumbo a Veracruz. Llegó el 11 de ese mes con órdenes de que se le recluyera en las habitaciones de su marido en el castillo de San Juan de Ulúa, mientras se ponía a ambos en el barco que los conduciría a España.126 Antes de partir de México, la señora de Iturrigaray dio instrucciones a su apoderado Antonio Paúl de que pagara todas sus deudas, porque ella “no tenía ningún dinero”.127 Dicho apoderado pidió al “virrey” Garibay que se le libraran ocho mil pesos “del dinero que se halla en las reales cajas del ejército y real hacienda, perteneciente al excelentísimo señor don José de Iturrigaray”, para que “no se le quede a deber nada”, porque “es de justicia pagar”. El nuevo “virrey” accedió a la solicitud, quedando el solicitante a cargo de “recoger los comprobantes y rendir cuenta”.128

125

Oficio del comandante de la guardia de la cárcel del arzobispado al “virrey” Garibay, México, 24 de septiembre de 1808, Genaro García, op. cit., p. 218.

126

Oficio de Garibay al gobernador de Veracruz, México, 5 de octubre de 1808, Genaro García, op. cit., p. 228.

127

Recado autógrafo de la señora Jáuregui a su mayordomo, s/f, Genaro García, op. cit., p. 232.

128

Solicitud del apoderado de la señora Jáuregui a Garibay, México, 10 de octubre de 1809, Genaro García, op. cit., p. 232.

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Mes y medio más tarde, el 26 de noviembre, Garibay informó a su predecesor en el cargo, alojado todavía en San Juan de Ulúa, que el comandante del navío San Justo le informaría oportunamente las órdenes que le habían sido giradas para su transporte a España con su familia.129 11. RESENTIMIENTO NACIONAL Juan Francisco de Azcárate quedó privado de la libertad hasta el 27 de septiembre de 1811, en que fue liberado por orden del “virrey” Venegas, a instancias de la ciudad de México y a consecuencia de la providencia en calidad de olvido en los términos prevenidos en el real decreto del asunto, y quedando por consiguiente el interesado en la buena opinión y fama que se tenía de su honor y circunstancias antes de los sucesos de 808.130 Melchor de Talamantes estuvo preso, incomunicado y sujeto a proceso en México; trasladado a Veracruz y alojado en las mazmorras del castillo de San Juan de Ulúa, con Miguel Zugasti, a quien también se le había formado causa. En mayo de 1809, los dos detenidos se contagiaron del mismo mal, y a pesar de que desde hacía algunos años ya se administraba quinina contra la fiebre amarilla, ambos murieron víctimas de dicha enfermedad, llamada también “vómito negro”.131 El golpe de estado frustró muchas expectativas, esperanzas y proyectos para mantener unida, segura y fuerte a la nación. Se perdió la oportunidad de que el congreso nacional confirmara provisionalmente a su gobernante como 129

Oficio de Garibay a Iturrigaray, México, 26 de noviembre de 1808, Genaro García, op. cit., p. 252. 130

Decreto del “virrey” Venegas por el cual se concede amnistía al licenciado Azcárate y al receptor Navarro por los sucesos de 808. México, 27 de septiembre de 1811. Genaro García, op. cit., p.267. 131

Oficio de Garibay al señor Cevallos, México, 12 de mayo de 1809, Genaro García, op. cit., p. 487.

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lugarteniente del reino -sujeto a las condiciones que reclamaba el interés nacional-, modificara la organización y el funcionamiento del sistema de justicia, y ejerciera los atributos de la soberanía en toda su plenitud; por una parte, sin marginarse de la monarquía de las Españas y de las Indias, a condición de que fuera gobernada por la misma dinastía, y por otra, sin someterse a la potestad de los Bonaparte, aunque tampoco de las autoridades locales españolas, sin dejar de ayudarlas a todas. Pero el golpe de estado cambió todas las cosas. No sólo el ayuntamiento de México sino muchos ayuntamientos de la nación quedaron sumamente resentidos. La indignación corrió por todas partes y el reino quedó dividido. La primera lección recibida por los ciudadanos de la América Septentrional fue que en política no suele triunfar el que tiene la razón sino el que tiene la fuerza. En lo sucesivo, pues, tratarían de ejercer sus derechos por todos los medios y recursos a su alcance, incluyendo, desde luego, el de la fuerza. No desperdiciaron la lección. Desde entonces supieron que gobernaría quien pudiera más. Era preciso poder más. Por lo pronto, la noche del 15 al 16 de septiembre se convirtió en una fecha ignominiosa para la nación, al clausurarse -mediante la violencia- el intento del ayuntamiento de México de mantener de facto la independencia del reino bajo la soberanía de Fernando VII, conforme a las disposiciones jurídicas indianas, las citas doctrinarias deducidas de la tradición legal indiano-castellana y la execrada tesis filosófica de la soberanía popular.

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CAPÍTULO V COLONIA INDEPENDIENTE 1. PLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA. 2. COLONIA E INDEPENDENCIA. 3. NUEVOS REINOS, NO COLONIAS. 4. REGRESO A LOS ORÍGENES. 5. MONARQUÍA Y REINOS. 6. PROHIBICIÓN DE ENAJENAR. 7. NECESIDAD DE VER ADELANTE. 8. NUEVO TRATO. 9. DECLARACIÓN DE LAS CORTES.

1. PLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA Tener derecho o no de asumir y ejercer la soberanía para decidir los graves problemas de la guerra y de la paz, fue el tema principal del debate político al que se enfrentó la nación, es decir, el reino de Nueva España, durante los días que corrieron del 19 de julio al 16 de septiembre de 1808. Otros temas derivados del anterior fueron los de identificar y definir al titular de la soberanía; quien debía ejercerla en ausencia del soberano; si era posible o no modificar la naturaleza y la composición de los órganos del estado, y si la nación tenía facultades o no para elegir a sus gobernantes. Recapitulando: los que sostenían el principio de que la soberanía dimana del rey –principalmente los magistrados de la real audiencia-, rechazaron categóricamente que el pueblo tuviera el derecho de elegir a sus gobernantes y de intervenir en el proceso de formación de las leyes, condición sine qua non para modificar la estructura y las instituciones del estado. Los gobernantes debían ser nombrados por alguna autoridad española, sea cual fuere, y mantenerse el statu quo, mientras no sucediera otra cosa. Al final, como se ha visto, viéndose derrotados y aislados, retuvieron el poder a través de un golpe de estado. En cambio, los partidarios de la tesis de que la soberanía dimana del pueblo y de que el pueblo tiene el derecho

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de establecer o alterar su forma de gobierno y elegir a sus propios gobernantes -miembros del Ayuntamiento de México y otros-, señalaron que en condiciones extraordinarias, era necesario y válido tomar medidas extraordinarias, aunque parecieran contradictorias, como las de establecer la república provisional, sin dejar de conservar la monarquía tradicional; nombrar, elegir o ratificar al jefe del reino, sin desconocer la potestad, la autoridad y la soberanía del rey; crear nuevos órganos del estado, entre ellos, un congreso nacional representativo y democrático, sin perjuicio de los derechos del monarca; modificar los órganos judiciales, reduciendo sus atribuciones y elevando su jerarquía, sin cambiar su naturaleza esencial; practicar la democracia, sin afectar la aristocracia -secular y eclesiástica-; establecer métodos de representación democrática, sin tocar las leyes de la sucesión dinástica, y crear cualquier otra forma de gobierno, siempre que no se desconociera la constitución original de la monarquía de España y de las Indias bajo la dinastía de los Borbones. Las contradicciones planteadas por los partidarios de la soberanía popular han dificultado y distorsionado la cabal comprensión de la crisis política de 1808, por lo que parece necesario reflexionar sobre ellas y someterlas al análisis, a partir de los siguientes supuestos: •

que la Nueva España o América Septentrional era un reino que formaba parte de la monarquía de las Españas y de las Indias, con personalidad jurídica propia, independiente de los otros reinos de América y España, y sujeto a la misma autoridad soberana;

que a mediados del siglo XVIII el reino empezó a ser llamado colonia, a pesar de lo cual no dejó de ser parte integrante de la monarquía de España y de las Indias con personalidad jurídica propia;

que a fines del siglo XVIII y principios del XIX, decir reino era decir nación; lo que significa que la nación era el reino, y por consiguiente, que todo lo real era nacional, y todo lo nacional, real;

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que en la crisis política de 1808, la nación de la América Septentrional no se propuso alcanzar su independencia, porque era de hecho independiente, sino mantener su independencia para el efecto de seguir formando parte de la monarquía de las Españas y de las Indias bajo la soberanía de los Borbones, no de la napoleónica;

que al faltar el rey Borbón de España y de las Indias, todos sus empleados, del virrey abajo, dejaron de ser tales; su permanencia en el cargo fue de facto, provisional y transitoria, y sus únicas atribuciones se redujeron a despachar asuntos de trámite mientras eran reemplazados;

que no habiendo soberano Borbón de las Españas y las Indias, la ciudad de México sostuvo que la soberanía había recaído en el pueblo (en España, en el pueblo español, y en América, en el pueblo americano);

que en estas condiciones, el pueblo se había convertido en la suprema fuente del derecho, del poder político y de la justicia, sin que ello implicara desconocer la soberanía del monarca borbónico, pero sí la del monarca francés de las Españas y de las Indias, así como, en su caso, la soberanía de cualquiera otra nación, incluyendo España;

que así como la nación española ejerció el derecho soberano de adoptar medidas extraordinarias para hacer frente a la ocupación extranjera, de la misma manera, la nación de la América Septentrional, vale decir, el reino de Nueva España, pretendió ejercer el de reunir un congreso nacional, establecer una nueva forma de gobierno y elegir a sus gobernantes, aunque fueran los mismos que había designado el rey borbónico, a fin de darles la legitimidad y la fortaleza que necesitaban para afrontar la situación;

que las medidas anteriores no eran definitivas sino provisionales, no para sustraer el reino al rey borbó-

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nico sino para conservárselo y devolvérselo con todos sus derechos, si recuperaba su trono; si no, ofrecérselo a un individuo de la misma dinastía borbónica, y no siendo posible lo uno ni lo otro, elegir o nombrar a quien considerara conveniente; •

que establecer la república democrática provisional, por consiguiente, no era rechazar la monarquía de las Españas y de las Indias, y que establecer órganos de estado por elección democrática, no significaba desconocer las leyes de la sucesión dinástica;

que los cambios políticos, por drásticos que fueran, no tenían el propósito de cambiar la monarquía por otra forma de gobierno, sino de utilizar cualquier forma de gobierno para conservar a la nación como parte integrante de la monarquía de las Españas y de las Indias, pero bajo la dinastía borbónica, hasta donde fuera posible;

que la de las Españas y de las Indias era una monarquía universal, y que la América formaba parte de ella y quería seguir haciéndolo, por lo cual había reconocido y proclamado a Fernando VII;

que el sentimiento de lealtad a la monarquía española e indiana estaba orientada al soberano borbón, no a España; al rey cautivo, no al gobierno de los españoles, y en todo caso, a cualquiera de la dinastía borbónica e incluso a cualquiera nombrado por la nación, pero nunca a cualquiera otra autoridad peninsular;

que era contra los “respetabilísimos” derechos de la nación ceder su soberanía a otra dinastía, como la francesa, o a otro gobierno, como el de Valencia o Sevilla, o a otra nación, como la española;

que si Fernando VII no regresaba al trono y todos los miembros de la dinastía borbónica morían “civil o naturalmente”, la monarquía de las Españas y de las Indias habría dejado de existir, y entonces el reino

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era libre para seguir su propio destino, establecer su gobierno y elegir sus gobernantes. 2. COLONIA E INDEPENDENCIA Se dice que durante casi tres siglos la Nueva España fue dependiente de la antigua España, como una colonia lo es de su metrópoli, hasta que a partir de 1808 empezó a luchar por su independencia frente y contra España. Sin embargo, este planteamiento no deja de ser controvertible, porque lo que ocurrió históricamente fue lo contrario, no sólo en Nueva España sino también en los demás reinos y posesiones de la América en general. Al rechazar la dominación francesa, postularon expresamente que mantendrían los vínculos con la monarquía de las Españas y de las Indias bajo la dinastía de los Borbones -lo que los llevó al reconocimiento de Fernando VII-, no que los romperían, y agregaron que en el caso -no sólo probable sino posible- de que dicha dinastía quedara definitivamente marginada del poder y desarticulados los reinos –y posesiones- que integraban la monarquía, estos se gobernarían a sí mismos, por no estar dispuestos a ser gobernados por la dinastía Bonaparte, pero tampoco por las juntas españolas de gobierno. Y así como todo cambió a partir del 16 de julio de 1808, por la cesión de la corona que hizo Carlos IV a Napoleón, todo se derrumbó estrepitosamente en la América Septentrional a partir del golpe de estado de 16 de septiembre de 1808. De manera que en los días que corrieron de julio a septiembre de 1808, el reino no luchó por su independencia, porque la renuncia de Carlos IV a la corona lo dejó de hecho independiente, porque nunca aceptó formar parte de la monarquía constitucional de las Españas y de las Indias bajo la dinastía de los Bonaparte, y tampoco someterse al dominio de algún gobierno peninsular. Esto significa que en esos días hubo, en cierto modo, dos monarquías de las Españas y de las Indias, una absolu-

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ta y borbónica, pero en vías de extinción o francamente inexistente, y la otra constitucional y bonapartista, pero real en la Península y potencial en el nuevo hemisferio. El reino de la América Septentrional quedó independiente de ambas, lo que se acredita con el hecho de haber rechazado a una, a la monarquía real bonapartista, y declarar que mantendría sus vínculos con la otra, que ya no existía. Ahora bien, si se profundiza el análisis histórico, político y jurídico, se descubrirá que no sólo en esos días críticos de 1808, sino también durante los casi tres siglos anteriores, la Nueva España nunca fue una nación tributaria o dependiente de la metrópoli, sino un reino independiente, aunque sujeto, como todos los reinos y dominios americanos, asiáticos y europeos, al mismo soberano de las Españas y de las Indias. En cierto modo, este reino era relativamente tributario de la metrópoli, como todos los de la monarquía, porque parte de su presupuesto era destinado a la corona, pero otra parte lo era a Cuba, las Floridas, Puerto Rico, norte de Nicaragua y las Filipinas, sin que fuera tributario de estos reinos. Además, los reinos americanos y asiáticos tenían personalidad jurídica propia y eran independientes entre sí y de los demás reinos de la misma monarquía -de América y España-, aunque sujetos todos al mismo soberano de Castilla. Por eso durante la crisis de 1808 e incluso durante los seis largos años posteriores, en que el rey estuvo ausente, casi todos los reinos americanos mantuvieron su voluntad de seguir perteneciendo a la corona de las Españas y de las Indias, pero bajo la dinastía borbónica, no a la de los Bonaparte, ni a cualquier otro gobierno, sea el que fuese. Desde luego, hay que matizar las afirmaciones anteriores y aclarar las contradicciones entre ellas, respondiendo a las siguientes preguntas fundamentales: si durante los siglos XVI, XVII y XVIII la Nueva España había sido un reino independiente de los demás reinos de América y de los reinos de la península ibérica, ¿desde cuándo y por qué empezó a

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llamársele colonia y a hacerse palpable su dependencia de la metrópoli? Y si en 1808 no luchó por su independencia, ¿desde cuándo empezó a hacerlo y por qué al mismo tiempo quiso seguir formando parte de la monarquía de las Españas y de las Indias bajo la dinastía borbónica? Primero hay que analizar histórica y políticamente el surgimiento del concepto colonia, que implica dependencia de una metrópoli, y después los conceptos de soberanía, representación nacional e independencia. El vocablo colonia, en realidad, no se usó en la literatura política y jurídica de la monarquía española e indiana sino hasta la segunda mitad del siglo XVIII, por imitar a los ingleses, que así llamaban a sus prósperas, ricas y pujantes colonias americanas; pero no se encuentra en las leyes ni en las órdenes de gobierno –dice Lucas Alamán- y ni aún en los escritores que hablaron de América.132 Las leyes señalaban, por el contrario, que la monarquía española estaba formada por reinos y capitanías generales, es decir, por entidades políticas con personalidad jurídica propia, independientes entre sí y sujetas a un soberano común. Servando Teresa de Mier explicaba a sus lectores ingleses que la monarquía de las Españas y de las Indias era una federación de reinos independientes bajo una misma autoridad soberana. Al iniciarse el siglo XVIII, en que ascendieron los Borbones al trono de las Españas y de las Indias -después de la guerra de sucesión-, pero más acusadamente, a partir de la segunda mitad de dicho siglo, se inició la “reconquista” de América, por así decirlo, y los dominios ultramarinos empezaron a considerarse como una pertenencia de la nación española toda entera y no como unidos sólo a la corona de Casti-

132

Lucas Alamán, op. cit., p. 87.

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lla.133 Empezó, pues, a decirse coloquialmente que los reinos de América eran colonias, como las posesiones de los ingleses bajo el dominio de su metrópoli y, de este modo, empezó también el divorcio entre el lenguaje y la realidad, ya que el lenguaje, en lugar de revelar la realidad, la ocultó o, por lo menos, la distorsionó. Así que, por un lado, las legislaciones castellana e indiana siguieron señalando que los reinos europeos y americanos eran independientes entre sí, sujetos a la misma autoridad soberana, y por otro, los Borbones consideraron a los reinos americanos como propiedades o posesiones de España, es decir, como colonias dependientes de la metrópoli, más que como reinos independientes vinculados a la misma corona. El transcurso del tiempo fue consolidando este [peculiar] modo de ver las cosas, y no se habló ya en otro sentido que en el de llamar a las posesiones ultramarinas las colonias de España, destinadas a proporcionar fondos y ventajas comerciales a aquélla, que es el lenguaje común en todos los escritores del siglo XVIII.134 Pudiera decirse, por tanto, que las leyes quedaron inertes sobre el papel y que la política avanzó detrás de la administración y del comercio. Empezaron las incongruencias, las contradicciones, y también, como suele ocurrir en estos casos, la degradación del lenguaje, de las cosas y de la política; pero éstas fueron cubiertas y hasta dejadas a un lado por la eficacia con que se explotaron las Indias en la época de Carlos III. De este modo, contra lo dispuesto por la ley, al reino empezó a llamársele oficialmente colonia. No está de más recordar las palabras del conde de Revillagigedo, virrey de Nueva España: 133

Ibid.

134

Ibid.

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No debe perderse de vista que esto es una colonia, que debe depender de su matriz la España y que debe corresponder a ella con algunas utilidades por los beneficios que recibe de su protección, y así se necesita gran tino para combinar esta dependencia, y que se haga mutuo y recíproco el interés, la cual cesaría en el momento en que no se necesitase aquí de las manufacturas europeas y sus frutos.135 Si se responde a la lógica de Revillagigedo, él no era propiamente virrey sino administrador colonial de un mercado cautivo; no estaba a cargo de un reino sino de una colonia o factoría, y no estaba sujeto a las leyes de Indias sino a las órdenes reales que le giraba el monarca por conducto del secretario del ramo. 3. NUEVOS REINOS, NO COLONIAS Pero un reino no puede ser gobernado más que por un rey o por un empleado de éste, es decir, por un virrey, del mismo modo que una capitanía general no puede ser gobernada más que por un capitán general; una intendencia, por un intendente; una comandancia, por un comandante, etcétera. En estas condiciones, en la época de Revillagigedo, una de dos: o el reino independiente no existía, porque era colonia, en cuyo caso su administrador era cualquier cosa, menos virrey, o existía como reino independiente, pero carecía de virrey, porque su gobernante no lo gobernaba como tal, es decir, como el reino que era, sino como colonia dependiente de una metrópoli. En todo caso, los Borbones dieron al reino un tratamiento arbitrario, al margen y en contra de lo prescrito por la legislación –a la que habían jurado respetar-, al calificarlo como colonia, y lo hicieron para dos efectos principales de carácter económico: para que pagara tributo a “su matriz la España”, por la protección que de ella recibía, y para que 135

Revillagigedo, Instrucción a su sucesor, párrafo 364, citado por Lucas Alamán, op. cit., p. 106.

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guardara la calidad de mercado cautivo que lo obligara a adquirir, usar y consumir los productos de “su matriz”. Así, pues, el pacto originario de conquistadores y conquistados, por medio del cual estos aceptaron el dominio de aquellos a cambio de recibir el evangelio, pacto plasmado en las primeras leyes de la corona y reconocido por los tratados; modificado después por el de colonizadores y colonizados, por medio del cual aquellos reconocieron la soberanía del rey de las Españas y de las Indias, a cambio de que éste les garantizara el disfrute y ejercicio de sus derechos, libertades, sus formas de organización, sus tradiciones, sus usos y costumbres, todo lo cual quedó establecido en las leyes de Indias, fue reemplazado en la época borbónica por una relación unilateral de naturaleza eminentemente mercantil, en un marco de servidumbre y vasallaje, impuesta por el poder político peninsular y difícilmente aceptada por los súbditos indianos, que no encontró expresión en ninguna ley. Por eso no es extraño que, a consecuencia de este trato, hayan surgido embrionariamente en estos días las primeras ideas de independencia.136 Por otra parte, en lugar de gobernar las Españas a través de los consejos de Castilla y de Indias –que siempre trataban de adaptar las instrucciones reales a las disposiciones jurídicas en vigor-, los reyes de la dinastía borbónica prefirieron dar sus órdenes directamente a sus colonias a través de sus secretarios o ministros de Estado, aunque no concordaran con la legislación vigente, en contravención, se repite, a su juramento -hecho al ascender al trono- de guardar y hacer guardar dicha legislación.

136

“Representación que hizo la ciudad de México al rey Don Carlos III rn 1771 sobre que los criollos deben ser preferidos a los europeos en la distribución de empleos y beneficios de estos reinos”, Hernández y Dávalos, J. E., op. cit., Nota 2 del cap. I, t. 1, n. 195, pp. 427-455. (La ciudad advirtió al monarca que preferir a los europeos en los altos cargos y dar a los americanos sólo “empleos medianos” era trastornar el derecho de gentes, caminar a la pérdida de esta América y ocasionar la ruina del estado)

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Las reales cédulas, propias del Consejo de Indias, sin desaparecer del todo, empezaron a ceder el espacio a las reales órdenes emanadas del secretario o del ministro de Indias en nombre del rey. A pesar de lo expuesto, ante la dificultad de ejercer el control político sobre los dos únicos reinos americanos existentes –inmensos, distantes e independientes-, que eran los de México y Perú, la dinastía borbónica creó otros dos reinos –no otras dos colonias, aunque las considerara como tales- en la América Meridional: primero el de Santa Fe de Bogotá, en 1717-1734, y luego el de Río de la Plata, en 1776-1777. A mediados de ese mismo siglo se pensó en establecer otro reino más en la parte norte de la América Septentrional, es decir, en la zona más alejada del corazón de la Nueva España, para hacer frente a la amenaza inglesa (representada fundamentalmente por las trece colonias) así como a los indios levantiscos; pero dada su escasa población y las dificultades de su poblamiento, el intento no se concretó y se prefirió establecer una comandancia general “de las provincias internas”, con jurisdicción en Nueva Galicia (Jalisco), Nueva Vizcaya (Durango), Sonora-Sinaloa, Nuevo México/Arizona, Californias (alta y baja), Chihuahua, Coahuila, Texas, Nuevo Reino de León y Nuevo Santander (Tamaulipas). A finales del siglo, la comandancia general se dividió en dos comandancias –la occidental y la oriental-, una con sede en Guadalajara y la otra en Chihuahua. Casi al mismo tiempo se establecieron otras unidades políticas -relativamente pequeñas y administrativamente muy eficaces- para explotar las provincias de Nueva España: las intendencias. Carlos III intentó adecuar el sistema jurídico a sus concepciones político-administrativas de tipo centralizador, al expedir en 1786 la Real Ordenanza para el establecimiento e Instrucción de Intendentes de Ejército y Provincia de la Nueva España, a través de la cual se imprimió una nueva

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configuración política al territorio de este reino. A diferencia de otras autoridades locales, los intendentes, a pesar de estar bajo la jurisdicción del virrey, al ser nombrados y removidos directamente por el rey, administraban sus provincias con autonomía, de conformidad con lo dispuesto por las citada Ordenanza de intendentes de ejército y provincia, que constituyen una de las piezas jurídicas cumbre de la dinastía borbónica. De esta forma, además de los reinos, capitanías generales, comandancias generales, gobiernos de provincia, corregimientos, etc., quedaron creadas las intendencias; pero sea cual fuere su denominación, dimensiones y origen, todas estas entidades político-administrativas estaban al servicio del gobierno centralizador del monarca, frente a las ciudades y villas españolas e indígenas, que se gobernaban a sí mismas a través de sus ayuntamientos. 4. REGRESO A LOS ORÍGENES Así que, aunque fueran colonias, al decir de Azcárate, y aunque éstas fueran consideradas dependientes de la metrópoli (no del rey), los reinos y demás posesiones de ultramar siguieron siendo jurídicamente independientes entre sí e independientes de los reinos de la Península, y sus derechos fundamentales jamás fueron derogados. El propio Alamán admite El sistema general de gobierno de las Indias y del particular de los grandes distritos en que se hallaban divididas, fuese con el nombre de virreinatos o de capitanías generales, formaba una monarquía enteramente constituida sobre el modelo de la de España, en la que la persona del rey estaba representada por el virrey o capitán general, así como la audiencia ocupaba el lugar del consejo. Cada una de estas monarquías tenía su jerarquía eclesiástica, sus universidades, consulados y cuerpos administrativos, su sistema de hacienda adecuado a sus circunstancias peculiares, su ejército para su defensa, y en

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fin, todos los medios de existir de una manera independiente, de tal suerte que para ser naciones [independientes], no necesitaban otra cosa que hacer hereditario el poder que los virreyes ejercían por tiempo limitado.137 Las Leyes de Indias eran las normas jurídicas aplicables en América y Asia, regiones que eran llamadas Indias. Eran disposiciones jurídicas que habían sido creadas por y para éstas. También formaban parte del derecho indiano -con carácter supletorio- el derecho castellano y el derecho indígena. América creó sus propias leyes e instituciones. Por una parte, audiencias, gobernadores, virreyes, capitanes generales, corregidores, etcétera, tuvieron en mayor o menor medida facultades legislativas -sujetas a la confirmación del monarca- así como el derecho de oponerse provisionalmente a las que éste dictaba, en caso de que las consideraran inadecuadas (“acátese pero no se cumpla”), en cuyo caso le presentaban el recurso de súplica para que se reformaran o derogaran. Entre ambos (audiencia y virreyes o capitanes generales) tenían la facultad de hacer leyes en todo lo que fuese necesario, pues los autos acordados tenían fuerza de tales, mientras no eran derogados o modificados por el rey.138 Por lo que se refiere a las leyes expedidas en Castilla para América, sus expresiones más típicas fueron las reales cédulas, esto es, las que emanaban del rey a través del Consejo de Indias. En 1635 Antonio de León Pinelo, egresado de la Universidad de San Marcos, de Lima, Perú, entregó al Consejo de Indias un conjunto de 7,308 disposiciones jurídicas (principalmente reales cédulas) que la corona española e indiana había venido expidiendo para el buen gobierno de sus po137

Lucas Alamán, op. cit., p. 82.

138

Ibid, p. 82.

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sesiones americanas y asiáticas. Este conjunto legislativo fue promulgado por Carlos II en 1680 –cuarenta y cinco años después de haber sido recopiladas y veinte después de la muerte de su recopilador- con el nombre de Recopilación de Leyes de los Reinos de las Indias. Conforme a dicha legislación, las entidades políticas que las integraban, es decir, los reinos y capitanías generales, eran entidades políticas independientes, con personalidad jurídica propia, que se regían por normas jurídicas deducidas de su propio desarrollo histórico, sancionadas por el rey. Dichas leyes están marcadas con un sello ideológico común: el evangelizador. Regularon con eficacia los sistemas económico, social y político de las Américas dentro del marco general de difusión y propagación de la fe católica, y por consiguiente, están impregnadas de valores morales y principios de derecho natural. Por esa razón fueron altamente protectoras del indígena y del débil en general. Las novedades que se presentaron durante el proceso de su elaboración, determinaron su carácter casuístico. Es cierto que detrás de cada caso había políticas comunes y una teoría general del Derecho; pero las autoridades daban solución -uno a uno- a los problemas que se les presentaban, y así, caso tras caso, se fueron creando las instituciones indianas. Además, a diferencia de lo aceptado por nuestro sistema jurídico actual, en que la oposición entre la costumbre y la ley se resuelve a favor de la ley, en la legislación de Indias generalmente era lo contrario y muchas veces la ley se vio postergada, suspendida o derogada por la costumbre, siempre que ésta no se opusiera a las leyes fundamentales de la monarquía de las Españas y de las Indias o a la moral cristiana. 5. MONARQUÍA Y REINOS Así, pues, la monarquía de las Españas y de las Indias estaba formada por una multitud de reinos, capitanías gene-

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rales y otras posesiones y dominios establecidos en España, América y Asia, independientes unos de otros; los de España, regidos por las leyes castellanas, y los demás, por las leyes de Indias, siendo supletorias las castellanas. Ahora bien, una de las partes más importantes de la legislación indiana es la que se refiere a la organización de las entidades políticas que se fueron formando al paso del tiempo. Al extenderse su poder por los dilatados espacios del Nuevo Mundo, los reyes de Castilla se vieron obligados a configurar un sistema político, religioso y económico que respondiera a su concepción absolutista, lo que los hizo producir y admitir una abundante legislación que se centró en el Derecho Público, lo que explica tres cosas: •

por qué el Derecho Público indiano fue relativamente diferente del castellano;

por qué el Derecho Público fue en Indias, en cierto modo, más importante que el Derecho Privado, y

por qué el Derecho Privado de Indias quedó subsumido en el Derecho Privado de Castilla.139

A pesar de las diferencias entre una y otra legislación, la indiana y la castellana, la corona siempre trató de que la indiana fuera lo más análoga posible a la castellana, porque siendo de una corona los reinos de Castilla y de las Indias, las leyes y la manera de gobierno de los unos y de los otros debe ser lo más semejante y con-

139

Por lo que se refiere a la sujeción de las Indias al Derecho Privado, baste como ejemplo recordar que las Ordenanzas de Bilbao, de naturaleza mercantil, rigieron en México hasta 1884, salvo en dos breves periodos, durante los cuales se puso en vigor el Código Mercantil de Teodosio Lares: el último gobierno de Santa Anna (1853-1855) y el Segundo Imperio Mexicano (1863-1867).

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forme que se pueda.140 Por otra parte, América formó también su propia jurisprudencia, no sólo con las reiteradas sentencias de las audiencias indianas, cuya función era predominantemente judicial, sino también con las del Consejo de Indias y de la Casa de Contratación de Sevilla. En todo caso, las Indias no nacieron como empresas individuales o fundaciones de Derecho Privado, como las de los ingleses o franceses en varias partes del mundo, es decir, como colonias o factorías, sino como bienes de realengo, propiedad pública de la monarquía (no del monarca), sobre la que ésta, la monarquía, tenía un dominio primordial, radical, originario o eminente de Derecho Público. La corona es un ente jurídico supraestatal, en cuyo seno se agrupan, bajo la dirección de un mismo soberano, diversos reinos, señoríos, principados, etcétera, que tienen en común la persona del monarca… En la corona de Castilla se encontraban, entre otros, los reinos de Castilla, León, Granada, Navarra (incorporada a la corona castellana por decisión de Fernando El Católico), etcétera. Tan autónomas eran las Indias y Castilla que, por vía de ejemplo, desde 1614, las disposiciones castellanas requerían autorización del Consejo de Indias para aplicarse en América. Igualmente, ha de ponderarse que el Consejo de Indias es supremo y real; no tiene, salvo el rey, a nadie por encima.141 Por eso es que el Consejo de Indias, con aprobación del monarca, puso por título Recopilación de Leyes de los Reynos de Indias al conjunto legislativo elaborado por León Pi-

140

Diego de Encinas, Cedulario Indiano, Madrid, 1596, tomo I, folio 5, en Lucas Alamán, op. cit. 141

Ibid, p. 33.

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nelo: porque eran las leyes aplicables en Indias y, para ser más precisos, en los reinos de las Indias, cuyas múltiples coronas ceñían la cabeza del mismo monarca. Los reyes, pues, eran y se titulaban reyes de las Españas y de las Indias, lo que aparece resumido en las monedas: Hispaniarum et Indiarum Rex.

Anverso y reverso de las monedas circulantes en Nueva España en 1808: peso, tostón, peseta, real, medio y cuartilla de plata, acuñadas en México, y cuartilla de cobre, acuñada en España

6. PROHIBICIÓN DE ENAJENAR En relación con el Derecho Público, habrá que tomar en cuenta que las Indias quedaron incorporadas a la corona de Castilla desde 1504. A la corona, no a Castilla. Este tema será expresamente tocado por Francisco Primo de Verdad y Ramos en 1808. En su codicilo de 23 de noviembre de 1504, la reina Isabel reconoce el esfuerzo y la colaboración de su marido en la recuperación de Granada y en la obtención de las Indias. Y aunque “el dicho reino de Granada y las islas de Canarias e islas y Tierra Firme del mar Océano, descubiertas y por descubrir, ganadas y por ganar, han de quedar incorporadas en estos mis reinos de Castilla y León”, dicha reina

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cedió a su marido, aunque sólo de por vida, la mitad de las rentas que produjeran todos sus reinos; pero cuando murió Fernando en 1516, se reunificaron las posesiones europeas y americanas en una sola corona, y Carlos I y su madre, Juana La Loca, declararon en 1519, 1520 y 1523, lo siguiente: Prometemos y damos nuestra fe y palabra real que ahora y de aquí adelante en ningún tiempo del mundo las dichas islas y tierra firme del mar océano, descubiertas y por descubrir, ni parte alguna ni pueblos de ellos, no será enajenado, ni apartaremos de nuestra corona real, nos ni nuestros herederos ni sucesores en la dicha corona de Castilla… sino que las tendremos como cosa incorporada en ella, y si necesario es, de nuevo las incorporamos y metemos…142 Pero además, desde tiempos inmemoriales, es decir, desde que entró en vigor el Fuero Juzgo en el siglo VII y fue reiterado a partir del siglo XIII por las Siete Partidas, y después, por la Nueva Recopilación de Castilla, las Leyes de Toro, la Novísima Recopilación y la legislación española en general, una vez ingresado un dominio a la monarquía, éste adquiría el carácter de imprescriptible e inalienable, y los reyes no podían enajenarlo bajo ninguna forma; es decir, no podían venderlo, cederlo, transmitirlo o entregarlo a nadie. Es cierto que al ascender al trono, al iniciarse el siglo XVIII, la dinastía borbónica, presionada por acontecimientos políticos que no alcanzó a comprender ni controlar, alteró las cosas, y que “en vez de muchas naciones independientes, cuyas coronas se hallaban unidas en la cabeza de un solo monarca”, se vio obligada a ceder, por una parte, los Países Bajos, Milán, Nápoles y Cerdeña, a Austria, y por otra, Sicilia, al duque de Saboya; a abolir los fueros y privilegios de Aragón, Valencia y Cataluña, y dada la influencia que ejercía la organización política centralizada de Francia

142

Antonio Dougnac Rodríguez, Manual de Historia del Derecho Indiano, UNAM, México, 1994, pp. 31-32.

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sobre los reyes de esta dinastía, en lo sucesivo “no consideraron a España más que una sola nación y a las posesiones ultramarinas como sus colonias”.143 A partir de entonces, la expresión secular de las Españas y de las Indias empezó a ser echa a un lado por la de España e Indias. Una sola España, no varias, y varias Indias, subordinadas a España., A pesar de este criterio borbónico, ni la nación era sólo la España europea, ni las Españas americanas y asiáticas eran colonias dependientes de aquélla. Esa visión limitada, parroquial y patrimonialista de los bienes territoriales y políticos de la monarquía no era de buenos augurios y no podía traer buenos resultados. No los trajo. La nación era no sólo España sino algo más, mucho más grande que España: era el conjunto universal de posesiones y dominios europeos, americanos y asiáticos reunidos bajo la misma corona de Castilla. La cesión de las Españas y de las Indias a Napoleón en 1808, fue peor que un crimen: fue un monstruoso error. Además de violar las leyes fundamentales de la monarquía, resultó contraproducente. El monarca no podía enajenar, ni ceder, ni entregar lo que no era suyo. Reyes y vasallos estaban ligados por un juramento fundamental y trascendental. Por este mutuo juramento, ni los vasallos podían separarse de la obediencia prometida, ni el rey contravenir a su promesa jurada de guardar las leyes, usos y costumbres de la nación, uno de los cuales era precisamente no enajenar los bienes de la monarquía. A fines del siglo XVIII, la naturaleza de las cosas reclamaba ya una visión más amplia de nación, es decir, menos miope y aldeana que el binomio metrópoli-colonias. Tan es así que, apenas firmado el Tratado de París de 1783, por el que se reconoce la independencia de Estados Unidos, el mismo ministro que lo firmó por orden del monarca español,

143

Lucas, Alamán, op. cit., pp. 86-87.

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el conde de Aranda, propuso que la monarquía de España y de las Indias se transformara en un imperio iberoamericano formado por cuatro reinos independientes, uno en Europa y tres en América, bajo la misma soberanía imperial, a fin de mantener la unidad de sus partes integrantes. De este modo, manifestó al rey en una exposición que pudiera llamarse profética, las consecuencias inevitables que iba a tener el paso imprudente que en su opinión se había dado, y desarrollando con admirable perspicacia cuál había de ser la política ambiciosa de la nueva república [Estados Unidos], y los deseos de imitarla que indispensablemente habían de nacer en las colonias españolas, propuso con el acierto y previsión digna de un hombre de Estado, el único remedio que en su concepto quedaba para asegurar a la España las ventajas del nuevo mundo, dando a las posesiones que ésta tenía, una forma de resistir los embates, una nueva naturaleza a que el dominio español iba a verse expuesto, estableciendo para ello tres de los infantes sobre los tronos que habrían de erigirse en México, el Perú y Nueva Granada, tomando el rey de España el título de emperador y ligando por convenientes condiciones todas las cuatro monarquías, de suerte que no pudiesen salir de la familia real de España, y se mantuviesen siempre unidas por la reciprocidad de intereses.144 Aunque la propuesta anterior no tuvo eco y fue archivada, lo cierto es que fueran reinos, capitanías generales, comandancias, provincias, intendencias o colonias, el monarca no tenía derecho a disponer de ellas como si fueran de su propiedad, porque no lo eran; ni a transmitir a nadie su dominio, porque formaban parte integrante de la monarquía española e indiana; ni a explotarlas como si fueran sólo fuentes de enriquecimiento, porque habían sido establecidas bajo un espíritu de tutela y protección, que era precisamente lo que justificaba dicho dominio. 144

Lucas Alamán, op. cit., pp. 126-127.

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Luego entonces, su cesión a Napoleón había sido nula e insubsistente. Tal sería la posición del ayuntamiento de México en 1808. 7. NECESIDAD DE VER ADELANTE Varios meses después de la abdicación de Carlos IV, el gobierno provisional español comprendió que ya no era posible sostener el peso de un gobierno transcontinental y transmarino sobre las endebles y frágiles columnas de la concepción política borbónica. Entonces, trató de devolver a los reinos de la Península y a los de ultramar todos sus créditos jurídicos y políticos. Y para evitar que estos últimos se salieran de la órbita de la monarquía, declararon que los reinos de América no eran colonias de los reinos de España, y que tanto unos como otros habían tenido y seguían teniendo “los mismos derechos y prerrogativas constitucionales”. Baste citar tres casos al respecto: la declaración de la Junta Central de 1809; la convocatoria de la Regencia de 1810, y la orden de las Cortes Constituyentes de 1811. El 29 de enero de 1809, la Junta Central de la Monarquía Española reconocería expresamente que los vastos y preciosos dominios [de] las Indias no son propiamente colonias o factorías, como los de otras naciones, sino una parte esencial e integrante de la monarquía española.145 Al declararse -aunque un poco tarde- que la Nueva España era un reino, entre otros, que formaba parte de la monarquía española, no una colonia, se reconoció que era una entidad política con personalidad jurídica propia y con capa145

Bando publicado en México el 14 de abril de 1809, en Manuel Dublán y José María Lozano, Legislación Mexicana o Colección completa de las disposiciones legislativas recopiladas desde la independencia de la República, http://www.diputados.gob.mx/LeyesBiblio/dublan-lozano.htm. Consultado en octubre de 2007.

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cidad para ejercer sus derechos fundamentales, entre ellos, el de reasumir y ejercer su soberanía, sin dejar de ser parte de España ni de la monarquía. Por eso, no está de más recordar las palabras que Francisco de Azcárate había dicho al respecto: Aunque sea colonia, no por eso carece el reino de derecho para reasumir el ejercicio de su soberanía, como lo tienen expedito los reinos de conquista en la Península, según se ve en Granada, Sevilla, Murcia y Jaén, que lo son de Castilla, y en el de Valencia, que lo es de Aragón.146 Cierto que el lenguaje político no hace referencia a las Españas y las Indias, sino únicamente a una España y las Indias, a pesar de que la América septentrional era la España más importante del nuevo mundo, como la España europea era la del mundo antiguo; pero ni una ni otra eran unidades cerradas, únicas, compactas, sino mundos heterogéneos compuestos de partes independientes que habían sido ajustadas entre sí por una sola autoridad soberana. El 14 de febrero de 1810, antes de disolverse la Junta Central de la Monarquía Española, creó un Consejo de Regencia integrado por cinco miembros, que se encargó de formular la Instrucción para las elecciones por América y Asia. Lo importante de este documento no es su parte electoral sino su parte política. El lenguaje que se emplea elimina prácticamente las contradicciones que se habían presentado desde hacía más de medio siglo hasta ese momento. Por lo que se refiere a la parte política, la Instrucción establece que el congreso español se reserva las facultades constituyentes, de carácter extraordinario, así como las legislativas y reglamentarias, de carácter ordinario, y que la Regencia ejercerá el poder ejecutivo con cuatro secretarías: gobierno, hacienda, guerra y justicia; pero lo significativo 146

Acta de la Junta General celebrada en México el 9 de agosto de 1808, en Genaro García, op. cit., t. II, p. 56 y sigs.

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para el asunto que nos ocupa, es que ese día, al dirigirse a los americanos, manifestó: Desde el principio de la revolución, declaró la Patria esos dominios parte integrante y esencial de la monarquía española. Como tal le corresponden los mismos derechos y prerrogativas que a la metrópoli. Siguiendo este principio de eterna equidad y justicia, fueron llamados esos naturales a tomar parte en el gobierno representativo que ha cesado; por él la tienen en la Regencia actual, y por él la tendrán también en la representación de las cortes nacionales, enviando a ellas diputados según el tenor del decreto que va a continuación de este manifiesto. Desde este momento, españoles americanos, os veis elevados a la dignidad de hombres libres; no sois ya los mismos que antes, encorvados bajo un yugo mucho más duro mientras más distantes estabais del centro del poder, mirados con indiferencia, vetados por la codicia y destruidos por la ignorancia. Tened presente, que al pronunciar o al escribir el nombre del que ha de venir a representaros en el congreso nacional, vuestros destinos ya no dependen ni de los ministros, ni de los virreyes, ni de los gobernadores: están en vuestras manos.147 Los párrafos anteriores admiten diversas lecturas y en su tiempo, como es normal, despertaron fuerte oposición y muchas críticas en España. Hay tres grandes acontecimientos que explican este nuevo lenguaje político, articulado como nunca con firmeza, nitidez y precisión: el retroceso de la resistencia española frente a las tropas francesas; la fuerza centrífuga desatada en los dominios y posesiones americanas hacia la separa147

Consejo de Regencia de España e Indias, Instrucción para las elecciones por América y Asia, Real isla de León, 14 de febrero de 1810. Hernández y Dávalos, t. II, n. 11, pp. 34-38.

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ción, y la integración de la citada Regencia con distinguidos peninsulares y el brillante americano Miguel de Lardizábal y Uribe, natural de Tlaxcala.148 A través de la convocatoria -cuyos párrafos más importantes han quedado expuestos-, la suprema autoridad provisional española que representa al rey, que gobierna en su nombre la Península y que pretende obtener el reconocimiento de las Américas, reconoce abierta y directamente que los americanos han sido tratados injustamente, con desprecio y despotismo, y despojados de sus derechos, de sus bienes y de su dignidad. 8. NUEVO TRATO Alamán se asombra y se indigna por haberse aprobado y publicado la pieza política anterior. Apenas se puede creer que hubiese españoles que desconociesen hasta ese punto la historia de la dominación de su patria en América, y que en un documento tan importante se atreviesen a censurar de una manera tan ofensiva todo cuanto se había hecho por sus antepasados durante tres siglos. Los extranjeros enemigos de España y los americanos en sus declamaciones contra ésta no han usado de expresiones más fuertes que las que ofreció por modelo la Regencia misma en su proclama.149 Sin embargo, si bien se ve, la Regencia no estableció ni concedió nada nuevo al respecto; simplemente se limitó a reconocer y restablecer los antiguos conceptos jurídicopolíticos sobre los que se había fundado el orden monárquico en el Nuevo Mundo; lo que significa que sus fines políticos, aunque tenazmente criticados y limitados por los propios liberales españoles, estuvieron en esta ocasión a la al-

148

Los otros tres miembros del Consejo de Regencia que firman la Exposición y el Real Decreto son Xavier de Castaños, presidente; Francisco de Saavedra y Antonio de Escaño. 149

Lucas Alamán, op. cit., p. 338.

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tura de la monarquía universal de España y de las Indias. Los dominios de ambos hemisferios eran parte integrante de la monarquía española. Nada de que las Indias están subordinadas a la metrópoli. Todas las partes de dicha monarquía tienen los mismos derechos y prerrogativas. Si la Regencia impedía que los dominios de ultramar fueran tratados como colonias y lograba que se les reconociera su personalidad jurídica, dichos dominios reencontrarían su espacio dentro del universo hispanoamericano y, de este modo, dejarían de buscar su independencia, porque nadie busca lo que ya tiene en sus manos. No lo logró. Uno de los móviles políticos más importantes de la Regencia, por consiguiente, fue evitar la desmembración de la monarquía española e indiana. Al admitir que, desde el punto de vista jurídico y político, las Américas no eran posesiones de la metrópoli, ni colonias que dependieran de ella, sino “parte integrante de la monarquía española”, admitió que eran entidades políticas con personalidad jurídica propia, con los mismos derechos y prerrogativas e independientes entre sí. Así, pues, reconoció que los reinos americanos eran naciones que formaban parte de una sola gran nación multinacional, y que todas las naciones -las europeas, las americanas y las asiáticas- estaban bajo la autoridad del mismo soberano, no de otro gobierno; del monarca de España y de las Indias, no de “la metrópoli”, y de la corona de Castilla, no de una nación dominante, “ni aún a la misma España”, al decir de Azcárate. 9. DECLARACIÓN DE LAS CORTES Por último, en 1811 las Cortes extraordinarias y constituyentes de España, en un nuevo intento por evitar la desmembración de la monarquía, ordenaron lo siguiente: que los americanos, así españoles como indios, y sus hijos de ambas clases, tengan igual opción que los españoles europeos, para toda clase de empleos y destinos, así en las Cortes como en cualquier lugar de la

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monarquía, sean de la carrera eclesiástica, política o militar.150 Los americanos, pues, conforme a la prescripción citada en el párrafo anterior, tenían la opción de participar, como los europeos, no sólo en el gobierno de sus propios reinos y capitanías generales, sino también en el de cualquiera de las demás entidades políticas de la monarquía, e inclusive, en los órganos políticos centrales, es decir, en las Cortes generales así como en los consejos y ministerios de Estado. El reconocimiento de iguales derechos para todos no se hizo en detrimento de la personalidad jurídica de las entidades que formaban parte integrante de la monarquía, sino a partir de su reconocimiento político. Y el reconocimiento de sus derechos, de su personalidad jurídica propia y de su independencia, tampoco se hizo en detrimento del conjunto, de la nación multinacional, sino para seguir manteniendo la misma monarquía. En estas condiciones, ¿cuáles eran los derechos y prerrogativas constitucionales de los reinos de Indias? Según las Cortes, además las que se acaban de señalar para los ciudadanos americanos –españoles e indios-, es decir, las de gozar de los mismos derechos políticos que los europeos para participar en los órganos centrales de la monarquía o en el de cualquiera de sus partes integrantes, la prerrogativa constitucional más importante de las entidades políticas -de las que eran originarios- eran las de ejercer libremente su gobierno interior, con independencia de cualquier otro reino europeo o americano, aunque sujetos todos a la misma autoridad soberana. Sin embargo, las declaraciones que anteceden, es decir, la de la Junta Central, la de la Regencia y la de las mismas Cortes, fueron recibidas con total escepticismo en el torturado, estremecido y ensangrentado suelo de la América 150

Decreto de las cortes declarando igualdad de derechos entre europeos y americanos, Real Isla de León, 19 de febrero de 1811. Hernández y Dávalos, op. cit., t. II, n. 201, p. 378.

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Septentrional, porque una cosa era lo que se declaraba y otra lo que se hacía. En primer lugar, al promulgar la Constitución Política de la Monarquía Española, las Cortes reconocieron la esclavitud. Los esclavos no podían ser españoles porque no eran personas, eran cosas, bienes de comercio.151 Y aunque se reconoció a los miembros de las castas la calidad de españoles, se les privó de derechos políticos. Las castas eran las mezclas de españoles, indios o asiáticos con sangre negra, que formaban, según los cálculos de los diputados americanos, el sesenta por ciento de la población americana. Nadie que tuviera “sangre africana o que se suponga o se repute de tenerla”, como lo señala textualmente la Constitución gaditana, “aunque sea hijo de legítimo matrimonio” o sea “libre e igual a los demás españoles de distintos orígenes”; ni él ni sus descendientes, sean de la generación que fueren, mezclados o no con otras razas, podían ser ciudadanos, salvo si recibían “carta de ciudadano”.152 En segundo lugar, se admitió que cada provincia tuviera una diputación provincial (no como cuerpo legislativo sino como consejo de gobierno), pero sólo se reconocieron seis provincias en la parte continental de la América Septentrional, en lugar de las 27 que existían o, por lo menos de las 22 que habían electo diputados constituyentes. Las provincias reconocidas fueron Nueva Galicia, Yucatán, Provincias Internas de Oriente, Provincias Internas de Occidente, Guatemala y Nueva España. Un decreto especial de las Cortes agregó la de San Luis Potosí.153

151

Constitución Política de la Monarquía Española, 19 de marzo de 1812, artículo 5.

152

Ibid, artículo 22.

153

Ibid, artículo 10. Las siete “provincias” continentales estaban integradas de la siguiente manera: a) Nueva Galicia, con las pro-

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Y en tercer lugar, el gobernador Félix Ma. Calleja, electo por las Cortes, de ingrata memoria, nunca dejó de hacer la guerra a la nación con métodos genocidas. Por eso José María Morelos manifestaba el 23 de diciembre de 1812 en Oaxaca: Las Cortes de Cádiz han asentado más de una vez que los americanos eran iguales a los europeos, y para halagarnos más, nos han tratado de hermanos; pero si ellos hubieran procedido con sinceridad y buena fe, era consiguiente que al mismo tiempo que declararon su independencia, hubieran declarado la nuestra, y nos hubieran dejado en libertad para establecer nuestro gobierno, así como ellos establecieron el suyo.154

vincias-intendencias de Guadalajara y Zacatecas; b) Mérida, con las de Yucatán, Tabasco y Campeche; c) Monterrey, con las de Nuevo León, Coahuila, Nuevo Santander [Tamaulipas] y Tejas; d) Durango, con las de Chihuahua, Sonora, Sinaloa y las Californias; e) Guatemala, con las de Centroamérica y Chiapas; f) Nueva España, con las de México, Veracruz, Puebla, Oaxaca y Valladolid, y g) San Luis Potosí, con San Luis Potosí y Guanajuato. 154

José Ma. Morelos, Manifiesto, Oaxaca, 23 de diciembre de 1812, en Ernesto Lemoine Villicaña, Morelos, su vida revolucionaria a través de sus escritos y de otros testimonios de la época, México, UNAM, 1965, p. 243.

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CAPÍTULO VI DOCTRINA Y LEY 1. CONTRADICCIONES DE LAS PROPUESTAS. 1. LOS AUTORES. 2. JUAN DE SALA. 3. LÍMITES AL GOBERNANTE. 4. LAS PARTIDAS. 5. HEINECIO. 6. MARÍN Y MENDOZA. 7. ALMICI. 8. LA RECOPILACIÓN. 9. DERECHO NATURAL.

1. CONTRADICCIONES DE LAS PROPUESTAS Así, pues, el Ayuntamiento de México no propuso en 1808 la separación o la independencia del reino de la América Septentrional, porque se insiste en que éste existía separado políticamente de España y era de hecho independiente. La independencia y la separación se plantearon después. Lo que trató en esos días fue algo distinto e igualmente importante o quizá más: la arrogación y el ejercicio de la soberanía por causa de utilidad pública, al decir de los oidores. Los grandes debates de México, por consiguiente, giraron alrededor del concepto soberanía, no del de independencia. Parece lo mismo, pero no lo es. Los conceptos de independencia y soberanía están íntimamente vinculados entre sí. No se concibe a uno sin el otro. Sin embargo, es posible que una nación sea formalmente independiente sin ser soberana; aunque no que sea soberana sin ser independiente. Más que sinónimos, por consiguiente, dichos conceptos existen separados y jerarquizados: la soberanía es el género, y la independencia, la especie. Soberanía es el ejercicio del poder supremo y absoluto en lo interno, sin más límites, en lo externo, que los de otra soberanía. Es la autoridad suprema del poder público.

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La independencia, en cambio, es sólo la separación formal de una nación tributaria o dependiente respecto de otra, que puede o no implicar el ejercicio de su soberanía. No es superfluo insistir en ello: se puede ser independiente sin ser soberano -fenómeno muy común en nuestros tiempos-, pero no ejercer la soberanía sin ser independiente. Luego entonces, lo que se debatió en 1808 fue tan importante y significativo como la independencia formal de la América Septentrional, y quizá más, porque ésta era de hecho independiente, pero no soberana. Y trató de ser soberana, entre otras cosas, para conservar su independencia, no para alcanzarla. Pero también se propusieron otras medidas extraordinarias que parecen contradictorias entre sí, derivadas del ejercicio de la soberanía, y que no se entienden cabalmente si no se les explica por medio de la doctrina jurídica de la época; entre ellas, las de establecer la república provisional, sin dejar de conservar la monarquía tradicional; nombrar, elegir o ratificar al jefe del reino, crear un nuevo órgano del estado -el congreso nacional representativo y democrático- y modificar los órganos judiciales -reduciendo sus atribuciones y elevando su jerarquía-, todo ello, sin desconocer la potestad, la autoridad y la soberanía del rey; practicar la democracia sin afectar la aristocracia -secular y eclesiástica-; establecer métodos de representación democrática sin tocar las leyes de la sucesión dinástica, y crear cualquier otra forma de gobierno, siempre que no se desconociera la constitución original de la monarquía de las Españas y de las Indias bajo la dinastía de los Borbones. Lo anteriormente expuesto obliga a explicar dichas incompatibilidades, reales o supuestas, en el marco de la doctrina jurídica de esos días… 1. LOS AUTORES Para comprender las dicotomías derivadas de las propuestas de los miembros del ayuntamiento y, especialmente, de su síndico del común, es conveniente revisar la doc-

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trina jurídica de la época sobre la cual se apoyaron. Francisco Primo de Verdad y Ramos, además de jurista, era lo que hoy podría llamarse un historiador del Derecho y un filósofo del Derecho. En su alocución ante la asamblea que se llevó a cabo en México el 9 de agosto de 1808 no citó obras teológicas, como las de Francisco Suárez o Juan de Mariana, o filosóficas, como las Bodino, Grocio, Spinoza, Hobbes o Rousseau, todas las cuales descansan en la tesis del contrato social, sino obras jurídicas sustentadas en la ética, la filosofía y la historia del Derecho, como las de Samuel Puffendorf, Juan Heinecio, Joaquín Marín y Mendoza, Juan Sala y Juan Bautista Almici, autores estudiados en las facultades de Derecho de las universidades hispanoamericanas. Luego entonces, no postuló, por supuesto, ninguna doctrina política sediciosa ni subversiva, como lo dijeron los magistrados de la audiencia, y menos herética y anatemizada, como lo señalaron los inquisidores, sino tesis jurídicas adoptadas oficialmente y enseñadas en las clases de Jurisprudencia de las universidades del mundo, entre ellas, las nuestras. Samuel Puffendorf (1632-1694), jurista, historiador y filósofo alemán de raíz protestante, dejó una honda huella en el mundo académico de Europa, incluyendo España. Además de sus funciones diplomáticas, fue el primer titular de la cátedra universitaria de Derecho Natural y de Gentes en la Universidad de Heildelberg. En 1670 continuó su enseñanza en la Universidad de Lund en Suecia; en 1672 publicó De iure naturae et gentium (Del derecho natural y de gentes) así como otras obras histórico-jurídicas que le hicieron recibir el título de consejero de Estado. En 1686 regresó a Alemania y prosiguió sus actividades académicas y políticas -al servicio del elector de Brandeburgo- y en 1694 volvió a Suecia para recibir el título de Barón. Su nombre está unido a la iniciación del proceso de la jurisprudencia occidental, que considera que el fuero externo pertenece al campo del Derecho, y la Moral y la Religión, al fuero interno.

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Juan Heinecio (Johann Gottlieb Heinecke, 1681-1741), discípulo de Puffendorf, fue un profesor alemán cuya obra ejerció una gran influencia en el mundo académico hispanoamericano durante todo el siglo XIX. Escribió sus trabajos en latín, como todos los autores de su tiempo, entre ellos, Recitaciones del derecho civil y romano, Elementos del Derecho Natural y de Gentes, y Recitaciones del derecho civil. Su traducción al castellano no se llevaría a cabo sino años después de la muerte de Verdad y Ramos, por lo que éste, como todos los juristas de su tiempo, lo estudió en latín.

Joaquín Marín y Mendoza escribió la Historia de la Cátedra de Derecho Natural y de Gentes, de los Reales Estudios de San Isidro, que trata sobre el origen y los problemas que tuvo esta disciplina académica y la cátedra de Derecho Natural y de Gentes en Europa y en España, de 1772 a 1794, o sea, hasta que fue suprimida a consecuencia de los violentos sucesos revolucionarios ocurridos en Francia que culminaron con la ejecución de Luis XVI. Este catedrático eligió para su materia la obra de Heinecio -varias veces citada por Verdad y Ramos-, que hizo publicar en Madrid. Juan de Sala, también citado por Verdad y Ramos, fue un clérigo español que enseñó Derecho durante varios años en la Universidad de Valencia. A imitación de lo que había hecho Arnoldo Vinnio en el siglo XVII con el derecho holan-

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dés o Juan Heinecio con el derecho alemán, el español Juan de Sala escribió varios manuales en los que presenta las concordancias del derecho romano con el de España. Sin embargo, en 1803 publicó una obra distinta: Ilustración del derecho real de España, en la que sistematizó el derecho peninsular, como lo hicieran antes el propio Heinecio en Alemania y, sobre todo, los profesores Ignacio Jordán de Asso y Miguel de Manuel Rodríguez, en España, con sus Instituciones del Derecho Civil Castellano (1771). La obra de Sala titulada Ilustración del derecho real de España se reprodujo en México en 1807 -cuatro años después de publicada en España- y fue completada y enriquecida con las disposiciones de las Leyes de Indias aplicables a los casos de los que se ocupa, por lo que este libro se volvió un clásico en América durante casi todo el siglo XIX. La primera edición mexicana de 1807 fue conocida por Verdad y Ramos. Es de hacerse notar que durante la segunda mitad del siglo XVIII se requerían cinco años para obtener el grado de bachiller licenciado en leyes, durante los cuales se estudiaba, en primer año, el Derecho Natural y de Gentes; en segundo y tercero, las Instituciones (Justiniano) según las notas de Vinnio así como las Recitaciones de Heinecio y un compendio del Sintagma, del mismo autor (que es un tratado sistemático de derecho romano según el orden de las Instituta de Justiniano), y en cuarto y quinto, al mismo Heinecio (Elementa iuris) así como a los autores Asso y Manuel (Derecho Real de España). Otros cinco años eran necesarios para alcanzar el doctorado en Derecho. Los libros de los autores alemanes Puffendorf y Heinecio, citados por Verdad y Ramos, fueron leídos y comentados en las Universidades de España y de las Indias, entre ellas, la real y pontificia Universidad de México, sin mayores problemas, a pesar de su raíz protestante; unas veces directamente, y otras, a través de sus discípulos suizos de lengua francesa, de los catedráticos españoles como Marín y Mendoza o de autores italianos como Juan Bautista Almici (Elementos del Derecho Natural y de Gentes), todos los

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cuales adaptaron la doctrina jurídica protestante alemana a la ortodoxia católica. Dichos autores coinciden en señalar que la soberanía dimana del pueblo –no podía ser de otra manera-, es decir, que el pueblo es la suprema fuente del derecho, del poder político y de la justicia; que dicha soberanía reside en el monarca y es ejercida por éste, y que en situaciones extraordinarias es válido tomar decisiones extraordinarias, como las de establecer una república sin cambiar la monarquía, o una democracia sin desechar la aristocracia, o un protectorado sin formalizar la república, o una dictadura sin afectar la democracia, etcétera, mientras no se desconozca la constitución fundamental de una nación. Por eso es que los juristas americanos, entre ellos Verdad y Ramos, llegaron sin problemas a la conclusión de que el pueblo tiene en todo tiempo el derecho de establecer o modificar su forma de gobierno, sobre todo en situaciones extraordinarias, siempre que su intención sea la de no alterar su constitución original, que era la monarquía universal de las Españas y de las Indias. 2. JUAN DE SALA Los magistrados de la audiencia de México siempre alegaron que el reino debía mantener sus leyes e instituciones ordinarias sin cambio alguno, a pesar del carácter extraordinario de la situación, y escandalizados ante la propuesta de que, “muerto civil o naturalmente” el rey de España, el reino de Nueva España tenía derecho a elegir su propio rey, sostuvieron que la corona de España fue siempre hereditaria, y Felipe V (auto 5, tít. 7, lib. 5, Recopilación de Castilla) estableció el orden de suceder a ella y sus reinos adyacentes, con el dictamen de sus consejos y con el voto de sus cortes,

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con el acuerdo más prudente y meditado.155 Sostuvieron, por consiguiente, que era impensable que los reyes ascendieran al trono por elección democrática; según ellos, las líneas de sucesión dinástica de la familia real subsistían en todo tiempo, sin que pudiera haber un solo momento vacante, es decir, ningún interregno. Aun cuando hubiera muerto el poseedor, no puede tener lugar la monarquía popular, como nunca puede tenerla en los dominios hereditarios, mucho menos con la extensión que lo da la ciudad [el ayuntamiento de México], y menos por un impedimento temporal. El pueblo por ningún motivo tiene derecho a mudar la constitución del gobierno una vez establecida, y los casos contrarios son otras tantas delincuentes punibles infracciones. Si el pueblo tuviera semejante arbitrio, ¿cuál sería la suerte de la autoridad pública, cuál la seguridad de las personas que la desempeñen, con cuánta facilidad los malévolos intentarían y lograrían su iniquidad a la sombra de la voz popular? Estas y otras semejantes doctrinas son las que nos enseñan varios autores católicos (M. Domat, Leyes Civiles, tomo 2, lib. I, sesión 1, núm. 6. Almasin, Instituciones del Derecho Natural, ley 2, cap. 7. Villanueva, Catecismo del Estado, cap. 12); pero estas se quieren turbar con el establecimiento de una junta, de un congreso general en quien se pretende que ha recaído la soberanía, error y delito digno de la abominación y del castigo. Nosotros estamos sujetos a la metrópoli; quien manda en ella con legítima autoridad nos debe gobernar; no nos es permitido otro sistema; sometámonos y esperemos que el Dios de los ejércitos triunfará y nos restituirá

155

Exposición de los fiscales sobre lo que externaron en la junta del 9 de agosto. México, 14 de diciembre de 1808. Genaro García, op. cit., pp. 183-198.

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nuestro sosiego.156 El síndico Francisco Primo de Verdad y Ramos, por el contrario, asumió que había interregnos, es decir, etapas en las cuales no había rey. La crisis en que actualmente nos hallamos es de un verdadero interregno extraordinario, según el lenguaje de los políticos, porque estando nuestros soberanos separados de su trono, en país extranjero y sin libertad alguna, se les ha entredicho su autoridad legítima. Durante la crisis de 1808, por consiguiente, la monarquía de las Españas y de las Indias había dejado de ser tal, por dos razones fundamentales: porque carecía de monarca que la gobernara (Fernando VII de Borbón), ya que éste se encontraba cautivo en Francia, y porque el nuevo monarca impuesto por Francia (José I Bonaparte) había sido rechazado por el reino de la Nueva España. No habiendo monarca legítimo de las Españas y de las Indias, no había monarquía, y no habiendo rey de la América Septentrional, no había reino. Luego entonces, este reino –sin rey- había adoptado espontánea y naturalmente, sin mediar su voluntad, la forma republicana. Además, no habiendo rey, no había tampoco funcionarios del rey, ni civiles, ni militares, ni eclesiásticos. Como decía Melchor de Talamantes: No habiendo rey legítimo en la nación, no puede haber virreyes. No hay apoderado sin poderdante. El que se llamaba, pues, virrey de México, ha dejado de serlo desde el momento en que el rey ha quedado impedido para mandar en la nación. Si tiene al presente alguna autoridad, no puede ser otra sino la que el pueblo haya querido concederle. Y como el pueblo no es rey, el que gobierne con el consentimiento del pueblo no puede llamarse virrey.

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Ibid.

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Los otros funcionarios del estado, entre ellos el arzobispo, los magistrados de la audiencia, los comandantes militares, los intendentes, los gobernadores y demás, así como los empleados que dependían de ellos, habían dejado de serlo. Las únicas autoridades legítimas eran las del pueblo, esto es, los ayuntamientos. Los ayuntamientos eran el pueblo reunido, organizado y representado. En efecto, según Verdad y Ramos, no había más que dos autoridades legítimas reconocidas por la doctrina y por la legislación: La primera es de nuestros soberanos, y la segunda de los ayuntamientos, aprobada y confirmada por aquellos. La primera puede faltar, faltando los reyes, y de consiguiente falta en los que la han recibido [de ellos]; la segunda es indefectible, por ser inmortal el pueblo.157 Los reyes de las Españas y de las Indias habían admitido siempre la autoridad del pueblo, depositada en los ayuntamientos, y reconocido “en cada uno de los regidores, un hombre con la investidura de los antiguos decuriones del pueblo romano”. El gobierno económico y político del pueblo estaba depositado en ellos. Tal es la idea que de este cuerpo nos dan los escritores españoles; entre ellos, el moderno Juan de Sala, en su Ilustración al Derecho Real de España, tomo 3, pág. 98, erigiéndolo además en tribunal de apelaciones para su mayor decoro… Las proclamaciones de los soberanos a sus vasallos se han hecho siempre por su conducto [de los regidores], al modo que las órdenes dadas a los cuerpos militares se hacen entender a los soldados por sus respectivos jefes de milicia o comandantes.158 Y en efecto, hacía apenas unos días, la proclamación de Fernando VII, ordenada por el antiguo virrey, ahora nue157

Francisco Primo de Verdad y Ramos, op. cit.

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Ibid.

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vo “verdadero y legal lugarteniente del rey”, había sido hecha por los regidores del ayuntamiento de México y por los de todas las corporaciones municipales de la nación. Sin embargo, los defensores del pueblo y los órganos ejecutivos de los ayuntamientos eran los síndicos y los procuradores electos. Verdad y Ramos prosigue: Mas aunque este cuerpo [de regidores] estuviese todo dedicado a la felicidad del pueblo, necesitaba todavía un órgano especial y un protector que se aplicase vigilantemente a su felicidad, y con este objeto se le dio un síndico y un procurador del común, individuos que, como confiesa el enunciado Juan de Sala, pág. 104, tomo 3, núm. 14, los elige todo el pueblo por medio de los comisarios electores que nombra al intento. He aquí, en compendio, el origen y límites de las facultades de ambos cuerpos.159 3. LÍMITES AL GOBERNANTE Por otra parte, el síndico Verdad y Ramos no negaba que los soberanos recibieran de Dios su autoridad; pero puntualizaba que Dios había escogido al pueblo por instrumento para elegirlos, confirmar su autoridad y hacer sagradas e inviolables sus personas. Y aunque Dios no había dado al pueblo “la facultad de derribar sus tronos”, sí le había reconocido la de poner coto a sus arbitrariedades y conservarlos en las terribles crisis en que suelen verse, como en los interregnos, ya ordinarios, ya extraordinarios…160 Luego entonces, la soberanía, aunque tuviera su principio en Dios, como todas las cosas, requería de un instrumento para expresarla, que era el pueblo; lo que confirmaba que la soberanía dimana del pueblo y que éste tenía el derecho de elegir reyes o de consentir que estos transmitieran la corona a sus sucesores por sucesión dinástica. 159

Ibid.

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Ibid.

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No es que dichos reyes fueran sagrados sino que el pueblo los necesitaba como tales, les confería tal investidura y les reconocía esa condición. Al establecer reglas para elegir a los reyes o al consentir leyes como las de la sucesión dinástica u otras que confirmaban su autoridad, el pueblo tenía el derecho, en última instancia, de establecer, reafirmar, cambiar o alterar su forma de gobierno; no para derrocar a dichos reyes, pero sí, por una parte, para limitar sus abusos y atropellos, y por otra, para defender su libertad, su honor, sus derechos y la seguridad de sus personas, en caso de que éstas fueran amenazadas o puestas en riesgo o peligro, como en 1808. De este modo se cerraba el círculo. Si el mejor defensor de los derechos del pueblo era el rey, el mejor defensor de los derechos del rey era el pueblo. Y en ausencia del legítimo soberano, ¿a quién le correspondía cuidar los derechos que éste ejercía sobre la América Septentrional? Sus reinos y señoríos son como una rica herencia yaciente, que estando a riesgo de ser disminuida, destruida o usurpada, necesita ponerse en fieldad o depósito por medio de una autoridad pública, y en este caso, ¿quién la representará? ¿El orden senatorio o el pueblo?161 Según el síndico, el “orden senatorio” estaba representado por las audiencias, y el pueblo, por los ayuntamientos. Las audiencias se establecieron –dice Verdad- para administrar justicia, y aunque son muy dignas de respeto para el pueblo, no son sin embargo el pueblo mismo, ni los representantes de sus derechos.162 Los dominios del soberano debían ser depositados en una autoridad pública, que en este caso no podían ser las audiencias –aunque tampoco las excluyera- sino los ayun161

Ibid.

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Ibid.

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tamientos reunidos en cortes o en congreso. 4. LAS PARTIDAS Además, la ley 3, título 15, Partida 2, establece que al pueblo toca la custodia y conservación de los dominios del rey durante un interregno, para devolverlos en tiempo y forma a su legítimo soberano. Si moría el rey, por ejemplo, sin nombrar tutor ni curador a su heredero menor de edad, ¿quién debía ejercer estas funciones? La ley señala: Deben ayuntar allí dó el rey fuere todos los mayorales del reino así como los prelados e ricos omes buenos e honrados de las villas. Esto significaba que debían reunirse los administradores de este reino (ministros, magistrados y consejeros) así como prelados eclesiásticos, nobles y burgueses de las ciudades, es decir, los hombres honestos de esta nación, los españoles de ambos continentes y los indios, todos ellos integrantes de diversas corporaciones civiles y eclesiásticas, no para “dar tutor al rey, porque no lo necesitaba, pero sí curador a sus bienes, a sus inmensos bienes y señoríos...” ¿Y quién se los guardaría mejor? ¿Los que vivían en las ciudades y villas de este continente septentrional, los que habían tenido y tenían la posesión de sus gigantescos reinos, los que habían nacido en ellos, los que administraban y explotaban sus posesiones, o los extraños, los no arraigados, los que procedían de lugares lejanos o los que habitaban allá? ¿Las autoridades propias de la nación o las de otra nación apartada y distante, aunque ésta formara parte de la misma monarquía? Es cierto que el ayuntamiento de México, aunque parte principal de la nación, no era toda la nación –como lo señalaba la audiencia-, porque ésta estaba formada por todos sus cabildos seculares y eclesiásticos; pero nadie dudaba que era su parte más representativa, su primera metrópoli. Por eso había tomado la voz de todo el reino, es decir, la de la nación, porque el reino no tenía rey, pero en la nación nunca había faltado ni faltaría el pueblo.

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Sin embargo, a pesar de su representatividad como primera metrópoli del reino, había consentido que todos los ayuntamientos establecidos en él se juntaran en un solo cuerpo, a través de sus diputados, para guardar en depósito las preciosas pertenencias del legítimo monarca en cautiverio, mientras éste se reintegraba a su trono, y si esto no era posible, para confiárselas a otro gobernante nombrado o electo por la misma nación, no por otra nación, gobierno o monarquía. 5. HEINECIO Por otra parte, Verdad y Ramos expresó, como se ha insistido varias veces, que el carácter extraordinario de la situación requería que se tomaran decisiones extraordinarias y que se hicieran los cambios políticos que reclamaban las circunstancias. Y aunque es cierto que esto implicaba el reconocimiento de que la monarquía se había transformado en una república de facto y obligaba a reemplazar el orden legal de la sucesión dinástica por un sistema de elección democrática, no es menos cierto que ello no significaba necesariamente que se desvinculara de la monarquía de las Españas y de las Indias, sea cual fuere la forma que adoptara, ni que se dejara de reconocer el espíritu y fraternal del conjunto de naciones que la integraban, ni que se dejara de guardar fidelidad al titular de la monarquía, ni siquiera que se reemplazara a unos empleados por otros. “Oigamos al jurisconsulto Heinecio –dice Verdad y Ramos- en esta parte”: Siendo el interregno un estado por el que se halla la república sin su príncipe que la gobierne, y no intentando el pueblo mudar de Constitución cuando elige otro que supla por aquél, es consiguiente que en el entretanto deban nombrarse magistrados extraordinarios –déseles el título que quiera dárseles- y estos han de constituirse, o por nueva elección, o lo que sería más acertado, se han de señalar los que anteriormente se hallaban gobernando, cuya potestad conviene que cese luego

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que se haya elegido el nuevo imperante, como es fácil de entender. Mas como estos nuevos magistrados lo sean para cierto tiempo, es cosa que admira que haya habido varones sabios que hayan disputado si durante un interregno queda la verdadera república y qué forma debe dársele. Para Verdad y Ramos, pues, como antes se señaló, sí había interregnos, es decir, etapas en las que no había rey, y en el de 1808, la monarquía había dejado de ser tal, porque carecía de monarca que la gobernara, ya que éste se encontraba cautivo en Francia. La nación americana del Septentrión, al adoptar espontánea y naturalmente, sin haberlo buscado, la forma de república democrática, había suplido a su príncipe, a su monarca, con “magistrados extraordinarios”, es decir, con un “lugarteniente del rey”, pero si le hubiera dado el título de “encargado provisional del reino”, “regente”, “presidente”, “protector” u otro cualquiera, habría sido igualmente válido. No eligió a nadie nuevo, porque consideró “más acertado” dejar al mismo que estaba gobernando. Tampoco reemplazó a ningún otro funcionario del Estado, sino propuso que permanecieran todos los magistrados de la audiencia y las demás autoridades civiles, militares y eclesiásticas del reino en sus cargos. Sólo se nombrarían a los funcionarios faltantes para cubrir las plazas vacantes o los nuevos que se requirieran, dadas las circunstancias, y estos serían nombrados, no por el lugarteniente del rey, sino el congreso nacional. La potestad de todas las autoridades –congreso, lugarteniente y magistrados- cesaría tan luego como el imperante legítimo, es decir, el mandante supremo, el gobernante máximo, el monarca legítimo, recuperara su trono, y si éste no lo recuperaba, cuando la nación eligiera o nombrara a su propio gobernante. Es cierto que la incógnita había quedado abierta, porque era imposible saber si Fernando VII volvería al trono o no, si

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se reconocería a alguno de sus sucesores o si se elegiría a un nuevo gobernante; pero en todo caso, no se trataba de “disputar” con los “varones sabios” la cuestión de volver definitiva “la verdadera república y la forma que debía dársele”, porque los nuevos magistrados, comenzando con el “verdadero y legal lugarteniente del rey”, no serían electos más que “por cierto tiempo”. El pueblo “no intentaba mudar de Constitución”, o sea, no pretendía reemplazar la monarquía por otra forma de gobierno, más que en el caso de que fuera inevitable. 6. MARÍN Y MENDOZA “El mismo concepto –prosigue Verdad y Ramos- manifiesta D. Joaquín Marín y Mendoza, catedrático de Derecho Natural en la Real Academia de Madrid y comentador de Heinecio en esta parte; propónese impugnar la opinión de Puffendorf, cuyo texto nos presenta Juan Bautista Almici, disputador sobre esta misma materia, y dice así”: Como quiera que el imperio se erige por el pacto posterior entre el rey y los conciudadanos, por tanto, quitado el imperio, conviene que se vuelva a su primera forma. Y así, un pueblo en estado de interregno puede llamarse ciudad sin gobierno y semejante a un ejército sin general. Apenas puede darse la razón por que no deba llamarse perfecta esta constitución de la república, y monárquica... El imperio, no en el sentido de forma de gobierno, sino en el de mando, autoridad, gobierno, dominio, poder de legislar, de hacer valer la ley y de juzgar, era resultado de un pacto originario entre el rey y los ciudadanos. A falta de rey, dejaba de existir el fruto derivado del pacto originario durante el tiempo que durara el interregno; es decir, dejaba de existir el imperio, la potestad, la autoridad, el mando, el dominio, la soberanía que el pueblo había depositado en dicho monarca. En tal caso, “convenía que [la nación] volviera a su primera forma”, esto es, al estado republicano, al estado de los

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ciudadanos, al estado del pueblo. No hay razón para que no se llamara “perfecta” y “monárquica” la constitución de los ciudadanos, la constitución del pueblo, que era la republicana, aunque no hubiera rey, porque más tarde lo habría: se trataba de un interregno. La nueva forma de gobierno establecida por el pueblo en ausencia del rey era tan válida y perfecta como la resultante del pacto con el rey. Por otra parte, el estado de los ciudadanos no era otro que el que formaban los ayuntamientos, previamente reconocidos por el rey. El sistema de elección de los ayuntamientos nunca había chocado sino coexistido con el de la sucesión dinástica de la monarquía. Así había ocurrido durante tres siglos. Las repúblicas de españoles y de indios en la América Septentrional, es decir, los pueblos organizados en ayuntamientos españoles e indígenas, lejos de vivir en conflicto con la corona, le habían guardado obediencia y lealtad y habían sido protegidos por ésta. Aunque la monarquía y la sucesión dinástica no existieran –transitoriamente- a consecuencia de las circunstancias, los elementos políticos republicanos y democráticos subsistían en toda su fuerza y plenitud, esto es, las sociedades de españoles e indios, así como los procedimientos de elección y los sistemas de representación establecidos por las leyes. Y si la forma republicana de gobierno había sido impuesta por las circunstancias, esto no significaba que su constitución no fuera “perfecta” ni esencialmente “monárquica”. Es cierto, era republicana, democrática y representativa, pero no tenía la intención de separarse de la monarquía de las Españas y de las Indias, más que en caso de extrema necesidad, es decir, sólo en caso de que la dinastía borbónica no recuperaba la corona y ésta siguiera siendo usurpada por los Bonaparte. 7. ALMICI “Igual admiración –señala Verdad y Ramos- ha mostrado Almici, al ver la errada opinión de Pufendorf, y justamente; pues en todo sigue la opinión de Heinecio, al asegurar”:

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Que el pacto anterior, celebrado por el pueblo con su soberano, queda vigente, y que la república no ha mudado su primitiva constitución por haber elegido durante un interregno unos magistrados extraordinarios. No obstante el establecimiento espontáneo de la república, a partir del 16 de julio de 1808, día en que se conoció en México la noticia de la abdicación de Carlos IV –con efectos retroactivos al 20 de mayo anterior, en que éste cedió la corona a Napoleón-, y a pesar de que dicha república había electo un magistrado extraordinario el 9 de agosto –el lugarteniente del rey-, la nueva constitución política republicana, democrática y representativa (no escrita), la república de facto de la América Septentrional seguía siendo “monárquica”, porque no había “mudado su primitiva constitución”; porque se mantenía vigente el pacto originario “celebrado por el pueblo (de la América Septentrional) con su soberano”; porque esta parte de las Américas, fuese reino, república o lo que fuera, quería seguir formando parte de la corona de las Españas y de las Indias, y porque la soberanía, el imperio y los atributos del poder, aunque hubieran refluido al pueblo americano, serían ejercidos por éste en forma provisional, no definitiva; extraordinaria, no ordinaria, a menos que fuera estrictamente necesario. La propuesta de convocar un congreso nacional, por consiguiente, presentada por el Ayuntamiento de México para elegir un “encargado provisional del reino”, confirmar en sus cargos a todas las autoridades civiles, militares y eclesiásticas del reino, y modificar los órganos de justicia, no era una expresión de infidelidad al monarca, según lo habían insinuado los fiscales de la audiencia, ni tenía el propósito de trastornar la constitución monárquica –señala Verdad y Ramos-, pues así como el cuerpo humano, en estado de enfermedad violenta, exige remedios extraordinarios y violentos, sin que por eso el médico que los aplica trate de matar al enfermo, sino de conservarle y darle la salud que no tiene; de la misma manera el cuerpo polí-

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tico representado por el pueblo [el congreso nacional] no intenta destruir su organización, cuando en crisis tan funesta como la presente, cuida de conservarse por medios legítimos, aunque desusados.163 En efecto, era “desusado”, pero no ilegítimo, que durante el interregno, una monarquía milenaria, como la española, o centenaria, como la indiana, reconociera su transformación en república provisional de facto; que los atributos de la soberanía recayeran en el pueblo; que fueran ejercidos por éste a través de un órgano –las cortes nacionales o el congreso americano- cuya formación estaba prevista por las leyes de Indias; que un gobernante nombrado por el rey, como el virrey, se convirtiera en un gobernante electo por la representación nacional; que el sistema tradicional aristocrático coexistiera con un nuevo sistema democrático; que las audiencias se transformaran en órganos supremos de justicia de la nación, y que nuevas leyes sancionaran los cambios que requiriera la situación, sin derogar el sistema jurídico de la monarquía, ni tocar una sola de las leyes que lo integraban. 8. LA RECOPILACIÓN “Mas supóngase –finaliza Verdad y Ramos- que el ayuntamiento hubiera dicho que, por la interdicción del señor Fernando VII, estaba en el caso de conservar en depósito estos dominios, junto con los demás cuerpos del reino. Entonces no habría hecho más que reproducir el concepto que fluye naturalmente de los principios asentados y que expresó a la faz de la Europa la real isla de León de España, en su proclama de dos de junio próximo [anterior], por estas palabras”: La España está en el caso de ser suya la soberanía, por

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Francisco Primo de Verdad y Ramos, Memoria Póstuma, en Genaro García, op. cit., LIII, pp. 147-168.

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la ausencia de Fernando VII, su legítimo Señor.164 “¿Y qué? –preguntaba desafiante Verdad y Ramos- ¿La América no conservará también el derecho de ser depositaria de la autoridad entredicha a su soberano…?”165 Si la soberanía del monarca ausente había pasado a España, esa misma soberanía, por la misma razón, había pasado a América. Si el pueblo español estaba ejerciendo la soberanía para formar juntas de gobierno en la Península, el pueblo americano tenía el derecho ejercerla para formarla la suya en este continente. Si allá se estaba recurriendo a métodos democráticos para nombrar a sus representantes, aquí podía recurrirse a esos mismos métodos para nombrar a los suyos. Y si el pueblo español tenía el derecho de rechazar al gobierno francés, el pueblo americano tenía el mismo derecho de rechazar al gobierno de cualquiera otra nación, incluida España. ¿Eso significaba desconocer a la monarquía tradicional? Absolutamente no. Al contrario. La de las Españas y de las Indias era una monarquía universal bajo la soberanía de los Borbones, y las Américas no sólo formaban parte de ella, sino también querían seguir haciéndolo. Por eso habían reconocido y proclamado a Fernando VII. La América Septentrional había planteado específicamente no sólo el derecho sino también la obligación de elegir a un miembro de su dinastía en caso de que éste no regresara al trono, y sólo en última instancia, a alguien que no lo fuera. Cierto que si ocurría la muerte “civil o natural” del rey y de sus sucesores de la dinastía borbónica, la nación dejaría de formar parte de la monarquía castellana e indiana, porque ya había rechazado al soberano francés, por resolución de la asamblea de México del 9 de agosto, como “su rey y señor”. Pero eso no la obligaba a aceptar, ni reconocer, ni obedecer al gobierno de cualquiera otra nación, gobierno o 164

Nuestra Gaceta [de México] de 31 de Julio de 808 núm. 65. [Nota del Francisco Primo de Verdad y Ramos].

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Francisco Primo de Verdad y Ramos, op. cit.

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monarquía, incluyendo a España, sino en todo caso a nombrar su propio gobierno. De suerte que si la monarquía tradicional bajo la soberanía de los Borbones dejaba de existir, la América Septentrional dejaría de formar parte de ella y podría optar por fundar otra monarquía, que tendría que ser distinta, propia, americana, bajo la forma imperial, o por mantener su espontánea constitución republicana. Ya lo decidiría oportunamente. Al final de cuentas, seis, trece y dieciséis años después, en condiciones diferentes y por motivos distintos, éstas serían las soluciones que se darían al problema de la sucesión. En 1814 la América mexicana formalizaría provisionalmente la república democrática; en 1821, la monarquía constitucional bajo la forma de imperio mexicano, y en 1824, la república democrática y representativa bajo la forma federal. Por lo pronto, mientras la república provisional de la América Septentrional no tuviera la intención de mudar su constitución original, que era la formar parte de la monarquía española e indiana, nadie tenía derecho, ni siquiera el mismo monarca, a separarla de la corona. Y si dicha corona quedaba sobre la cabeza de un Bonaparte, como lo era en ese momento, no sólo se separaría de la antigua España, como de hecho estaba separada, sino también de la monarquía bonapartista de las Españas y de las Indias, y formaría su propio gobierno, sin perjuicio de asociarse con los otros reinos de la misma monarquía que decidieran igualmente separarse, independientemente de que entre todos formaran o no una nueva unidad. Por eso la junta de México, por decisión del 9 de agosto, había rechazado categóricamente que la nación fuera enajenada total o parcialmente, por cualquier causa, motivo o razón, a alguna otra persona, gobierno o entidad política, fuera la que fuese y llamárase como se llamara (Napoleón, imperio francés o José I, rey constitucional de España y de las Indias, etcétera), ya que nadie tenía derecho a separar a

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la América Septentrional de la monarquía, ni a nombrarle soberano –ni Carlos IV, ni José I, ni ningún otro-, sin su consentimiento. La nación era la única que podía ejercer estos derechos. Por lo que se refiere a la enajenación del reino en beneficio de la dinastía napoleónica, Verdad y Ramos explicó que la ley I tít. 1 lib. 3 de “nuestra” Recopilación expresa en términos indubitables la voluntad política del titular de la monarquía iberoindiana: Por donación de la santa sede apostólica y otros justos y legítimos títulos, somos señor de las Indias Occidentales, islas y tierra firme del mar océano, descubiertas y por descubrir, y están incorporadas en nuestra real corona de Castilla. Y por que es nuestra voluntad y lo hemos prometido y jurado, que siempre permanezcan unidas para su mayor perpetuidad y firmeza, prohibimos la enajenación de ellas, y mandamos que en ningún tiempo puedan ser separadas de nuestra real corona de Castilla, desunidas ni divididas, en todo o en parte, ni sus ciudades, villas ni poblaciones, por ningún caso, ni en favor de ninguna persona; y considerando la fidelidad de nuestros vasallos y los trabajos que los descubridores y pobladores pasaron en su descubrimiento y población, para que tengan mayor certeza y confianza de que siempre estarán unidas a nuestra real corona, prometernos y damos nuestra fe y palabra real, por nos y los reyes nuestros sucesores, de que para siempre jamás no serán enajenadas ni apartadas en todo o en parte, ni sus ciudades ni poblaciones, por ninguna causa y razón, o en favor de ninguna persona. Y si nos o nuestros sucesores hiciéramos alguna donación o enajenación contra lo susodicho, sea nula y por tal la declaramos. “Esta ley –comenta Verdad y Ramos- presenta varias observaciones al que se dedica a examinarla; en primer lugar, autoriza a los vasallos para resistir toda enajenación

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que quiera hacerse de estos dominios, fundados en la palabra real de no enajenarlos; en segundo, les da una acción de justicia para oponerse a la enajenación, fundada precisamente en los afanes, trabajos indecibles y penurias que sufrieron nuestros mayores en la conquista, con lo que se trata de remunerarlos; acciones sin duda las más heroicas que presenta la historia de los pueblos”.166 Luego entonces, el pueblo de la América Septentrional tenía derecho a resistir con justicia a cualquiera, incluyendo al propio monarca, si su reino era separado, como lo había hecho Carlos IV, de la monarquía borbónica de las Españas y de las Indias, a la que Nueva España pertenecía. 9. DERECHO NATURAL La resistencia del pueblo a cualquier intento de desmembración estaba fundada no sólo en las leyes de la Recopilación sino también en el Derecho Natural y de Gentes. Ningún rey tiene derecho a transferir ninguno de sus reinos a cualquier otro individuo, gobierno o monarquía, sin el consentimiento del pueblo. Según Verdad y Ramos, no están menos claros y favorables a nuestra resistencia los derechos de las naciones y de las gentes. Ellos establecen como axioma indisputable que los reinos no puedan dividirse, donarse, permutarse, legarse por testamento, ni hacerse de ellos aquellas enajenaciones que los particulares hacen en sus bienes, pues para esto se necesita el especial consentimiento del pueblo…”167 Entre paréntesis, es cierto que algunos escritores argumentaban que “los príncipes pueden enajenar libremente los reinos patrimoniales, y no los usufructuarios, siendo uno de ellos el jurisconsulto [Hugo] Grocio”; pero este autor no tenía razón, según Verdad y Ramos, porque nunca dejó probado que los reinos hayan sido establecidos para utili166

Ibid.

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Ibid.

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dad particular de los soberanos, y no, como de hecho lo fueron, para la seguridad y defensa de los débiles frente a los poderosos. Es verdad, dirá alguno –prosigue Verdad y Ramos-, que la historia, y principalmente la del tirano de la Francia, nos presenta innumerables ejemplos de cesiones de estados y provincias; pero como dice el jurisconsulto Almici, la justicia de estas abdicaciones no se ha de pesar por ejemplos, sino por una recta razón. Heinecio añade con las palabras del Barón de Coccejis que estas enajenaciones, o no tuvieron efecto, o fueron hechas con voluntad del pueblo cedido, o prevaleció la fuerza irresistible de los ejércitos y por ellos fue compelido a admitir un nuevo soberano.168 Era cierto, pues, que en los últimos tiempos, las naciones habían sido tratadas por los déspotas como entidades sin voluntad política, como si sus territorios fueran bienes inmuebles privados, y sus pueblos, ganado, y que habían cambiado de soberano sin su consentimiento, como si se tratara de cambios de propietario; pero eso no significaba que estos movimientos tuvieran validez. En el caso de los reinos enajenados a favor de Napoleón, entre ellos, el de la América Septentrional, no eran válidos, primero, porque no se había contado con la voluntad de los pueblos cedidos, y segundo, porque tampoco estos habían sido presionados a aceptar la sumisión por la vía de la fuerza armada; así que dicha enajenación no había surtido ningún efecto y continuaba siendo nula e insubsistente. Finalmente –concluye el jurista-, si nuestros reyes han protestado en sus códigos de Indias que su adquisición de ellas no lleva otro objeto que el conservar y proteger la religión católica, cono lo han cumplido escrupulosa y fielmente, ¿cómo hemos de ser nosotros los primeros que por nuestra condescendencia y vil cobardía, o por un espíritu de etiqueta, abramos la puerta a la inmorali168

Ibid.

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dad, al deísmo y a otras mil pestilentes sectas que devoran lastimosamente a la Francia?169 Conclusión, nadie podía transferir las Américas, ni en todo ni en partes, al dominio de otra dinastía, de otro gobierno o de otra nación, incluida España, sin el consentimiento de los pueblos de las mismas Américas. El reino de la América Septentrional no era un inmueble privado ni sus habitantes un rebaño. Era una nación con personalidad jurídica propia, y su pueblo, titular de derechos fundamentales de carácter político y civil. Luego entonces, ejercer la soberanía no era agraviar al monarca ni despojarlo de sus derechos. Al contrario. Era cuidárselos. No se diga pues –reclamaba Verdad y Ramos- que por semejantes solicitudes, el ayuntamiento pretende erigirse en soberano y romper los vínculos con que hasta aquí ha estado ligado al trono de sus reyes.170 Era necesario que los fiscales y oidores fueran respetuosos con los miembros del Ayuntamiento de México y congruentes al exponer sus ideas. Aplaudir a las ciudades, provincias y comunidades españolas por establecer autoridades que defendieran los derechos de Fernando VII, y condenar y calumniar a los ciudadanos de la América Septentrional por pretender hacer lo mismo, era ofender su inteligencia...

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Ibid.

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Ibid.

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CAPÍTULO VII SOBERANÍA E INDEPENDENCIA 1. CONCEPTO DE INDEPENDENCIA. 2. SOBERANÍA Y NACIÓN. 3. OPOSICIÓN DE “IZQUIERDA” E INDEPENDENCIA. 4. OPOSICIÓN DE “DERECHA” Y COLONIA. 5. EVOLUCIÓN DEL CONCEPTO DE INDEPENDENCIA. 6. NUEVO FUNDAMENTO IDEOLÓGICO.

1. CONCEPTO DE INDEPENDENCIA La independencia es un concepto político con implicaciones de ruptura generalmente (pero no necesariamente) violenta. Independizarse es romper por medio de la fuerza (física o moral) un vínculo entre dos sujetos políticos desiguales, en el que uno ocupa un lugar de dominio y superioridad, y el otro, de inferioridad y sumisión; por ejemplo, el que existe entre una colonia y su metrópoli. A partir de 1852, el diccionario de la Real Academia Española señaló como segunda acepción de la palabra independencia: “libertad, y especialmente la de una nación que no es tributaria ni depende de otra”; aunque habría que advertirse que cuando la tributaria reclama su independencia, suele invocar no sólo la libertad sino también la igualdad y la autodeterminación, vinculadas por lo regular a una forma de gobierno. Luego entonces, cuando una nación tributaria o una entidad política sometida a otra se niega a seguir subordinada a ésta, el concepto de independencia aparece vinculado a los valores de libertad, igualdad jurídica entre los estados y libre autodeterminación de las naciones, a veces a un cambio de forma de gobierno, y casi siempre a un violento proceso de separación y de ruptura.

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Pero dicho concepto tiene que ser matizado conforme a las circunstancias históricas y políticas concretas en que ha surgido; lo que significa que, a pesar de su significado general, presenta variaciones y diferencias específicas según la región y la época en que se aplique. Habría, pues, que analizar tres casos y, por consiguiente, tres formas distintas de concebir la independencia: los de la América inglesa, la España europea y la América española. El de Estados Unidos de América es el caso clásico. Para describirlo habrá que hacer referencia a las trece colonias que se separan abruptamente de su matriz Inglaterra; proceso durante el cual dichas colonias, asociadas en forma federativa, forman una nueva entidad política que adopta en 1776 la forma republicana de gobierno, frente a la monarquía parlamentaria inglesa de la que dependía. Los elementos del concepto de independencia son en este caso libertad, separación, ruptura con violencia, autodeterminación y nueva forma de gobierno. El concepto español de independencia es diferente, porque conserva los elementos de violencia y autodeterminación, pero no los de separación de otro estado ni cambio de forma de gobierno. En efecto, la insurrección popular española de mayo de 1808 contra la dominación francesa fue llamada guerra de independencia; pero no para separarse de su matriz, porque España nunca dependió política ni administrativamente del imperio francés, sino al contrario, el imperio francés mantuvo incólume la unidad e integridad política de la monarquía de España y de las Indias, por lo que no había nada de qué o de quién separarse. Tampoco planteó una nueva forma de gobierno, porque la dinastía francesa bonapartista se comprometió a respetar la monarquía existente e incluso la moderó por la Constitución de Bayona, llamada así porque fue aprobada en 6 de julio de 1808 por las cortes españolas en Bayona, por la que reguló su reinado José I; así que tampoco había nada que

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rescatar en este aspecto. En cambio, el concepto español de independencia se asoció a la idea de recuperar a su dinastía gobernante. Dicha dinastía tendría todos los defectos que se quisiera, pero era propiedad del pueblo español. La había nacionalizado desde hacía un siglo y formaba parte del patrimonio nacional. Podría ser mala, ineficiente, incapaz y todo lo demás, pero era suya, era española. De este modo, su concepto de independencia quedó vinculado al de autodeterminación. Sólo el pueblo español tenía la libertad y el derecho de establecer su propio gobierno bajo la forma que más le acomodara y de nombrar o reconocer a sus propios gobernantes. Por último, en el caso de la Nueva España, no hubo nadie, ni siquiera un protagonista de los acontecimientos de 1808 (con excepción de Melchor de Talamantes), que haya hecho referencia al concepto de independencia, por las razones que ya se han mencionado; en primer lugar, porque en esos días el reino era independiente de hecho; en segundo, porque era y quería seguir siendo parte integrante de la gran nación universal ibérica, americana y asiática, aunque bajo la soberanía de la dinastía borbónica, no de la de los Bonaparte, y en tercero, porque había reconocido como soberano a Fernando VII, representante de dicha dinastía, y era su voluntad seguir siendo gobernado por él, salvo en caso de “muerte civil o natural”. Esto no significa que Nueva España dependiera de su gobernante -más que en el sentido en que todos los pueblos dependen del suyo- sino que lo había reconocido y proclamado como tal, por su propia voluntad, no por la imposición de una voluntad ajena, y quería seguir bajo su mando y gobierno. Aunque no lo hubiera nombrado ni elegido para el cargo, de todos modos lo había reconocido como rey de las Españas y de las Indias, y le había jurado obediencia y lealtad. Era su cabeza política.

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En este marco de ideas, el monarca dependía, había dependido y seguiría dependiendo de dicho reconocimiento. Por eso el ayuntamiento de México propuso que se mantenga el reino con todo cuanto le pertenece de hecho y de derecho a nombre y disposición de su legítimo soberano.171 Nueva España tampoco planteó separarse o independizarse de la monarquía española e indiana bajo el gobierno constitucional de José Bonaparte, porque nunca llegó a depender de él. Al contrario: desde antes de que quedara formalmente establecido, lo rechazó rotunda y categóricamente. Por eso tomó todas las medidas necesarias para garantizar la seguridad del reino “y evitar se apoderen de él los franceses y su emperador…”172 Por último, no planteó separarse o independizarse de España, Francia o cualquiera otra nación, gobierno o monarquía, por las mismas razones anteriores: porque la América Septentrional no había dependido nunca, ni dependía en ese momento de ninguna de ellas, ni estaba dispuesta a depender de alguna. Al contrario: como lo planteó el ayuntamiento de la ciudad de México, lo que se deseaba era que el reino se mantuviera separado e independiente aún de la misma España gobernada por otro rey que no sea el señor Carlos IV o su legítimo sucesor [Fernando VII]…173 Nueva España, pues, se reitera, lo que quería era mantener su naturaleza política separada e independiente y gobernarse a sí misma, no para desvincularse de la monarquía de las Españas y de las Indias, sino -valga la paradoja- para seguir formando parte de ella, ser gobernada por Fernando VII y mantener sus lazos con la dinastía de los Borbones. 171

Acta de la Junta General celebrada en México el 9 de agosto de 1808, en Genaro García, op. cit., t. II, p. 56 y sigs. 172

Ibid.

173

Ibid.

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A falta del soberano legítimo por “muerte civil o natural”, mantendría sus lazos de lealtad con la dinastía hasta el momento en que el citado reino nombre y elija para que lo mande y gobierne a algún individuo de la real familia de Borbón de la rama de España, para que de esta suerte no se mude dinastía.174 2. SOBERANÍA Y NACIÓN Ya se expuso que la soberanía, en sus términos más generales, es el ejercicio del poder supremo y absoluto, en lo que se refiere a su aspecto interno, sin más límites, en lo externo, que los de otra soberanía. Es la autoridad suprema del poder público. Por otra parte, vale la pena reiterar que decir reino, en esa época, es decir nación. En principio, estos dos vocablos son sinónimos, a pesar de que con el tiempo llegarían a significar cosas distintas, pues el de reino se mantendría relacionado con las ideas de monarquía y aristocracia, y el de nación empezaría a vincularse con las de república y democracia. Pero en esos momentos, se repite, la nación es el reino, y el reino, la nación. Y para que este reino siguiera separado e independiente, era necesario que asumiera y ejerciera plenamente su soberanía, la autoridad suprema del poder público, aún en forma provisional. Por eso se puso en estado de defensa y adoptó resoluciones trascendentales de carácter político. En efecto, el vacío de poder dejado por la ausencia del monarca borbónico lo llenó de inmediato con un gobernante de nuevo tipo, el llamado verdadero y legal lugarteniente del rey (en lugar del virrey), nombrado por la junta de México el 9 de agosto de 1808. De este modo, la asamblea representativa de la capital del reino, además de prepararse para resolver los graves problemas de la guerra y de la paz, consolidó su unidad in-

174

Ibid.

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terna –base de su fuerza-, aseguró la permanencia de las autoridades constituidas y aceptó que el antiguo virrey, ahora lugarteniente del rey, convocara un congreso nacional, a fin de que éste lo confirmara en su cargo y le brindara la legitimidad, fortaleza y seguridad necesarias que le permitieran hacer frente a la situación; lo que equivale a decir que sólo así el reino reafirmaría y garantizaría su separación e independencia de toda nación, gobierno o monarquía, salvo la borbónica. Así, pues, desde el primer instante de la crisis, el reinonación –el estado nación- desató un acelerado proceso político para darse su propio gobierno provisional y fortalecerlo frente a los riesgos de la situación. Independientemente de los tumbos y tropiezos que ocurrieron en 1808, nunca será ocioso reiterar que al convertir al virrey en verdadero y legal lugarteniente del rey, convocar a un congreso nacional representativo y democrático, y proyectar un órgano superior de apelación judicial, el reino de la América Septentrional asumió y ejerció la soberanía, según lo reconocieron los alarmados magistrados de la audiencia de México. Aquí preveía el Acuerdo que se ponían los cimientos para una soberanía, aunque con el título de provisional y bajo el velo de utilidad pública.175 Tenían razón. El Ayuntamiento de México no sólo lo admitió plenamente sino también fundamentó la necesidad de echar esos cimientos, al señalar que a falta y en ausencia del rey, el reino había recobrado su soberanía, porque ésta dimanaba del pueblo. Enfatizó igualmente su carácter provisional, hasta en tanto Fernando VII no se reintegrara a su trono. Y la utilidad pública no podía ser más obvia: conservar 175

Hechos y antecedentes que se tuvieron presentes para la destitución de Iturrigaray, en J. E. Hernández y Dávalos, op. cit., n. 255, p. 648-649.

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el reino organizado para fortalecer su unidad interna y resistir cualquier amenaza del exterior. Por último, a diferencia de lo ocurrido en Estados Unidos o en España, cuyos pueblos habían tenido que enfrentarse a tropas de ocupación de otras latitudes, es decir, de Inglaterra y de Francia, respectivamente, en 1808 no había en la América Septentrional tropas de esta clase: ni españolas ni francesas ni de otra nacionalidad, y por ende, no tenía necesidad de enfrentarse a ellas ni de liberarse de ellas. El reino tenía sus propias fuerzas, a las que puso en estado de alerta para precaverse de esta eventualidad o de cualquiera otra. En conclusión, este reino americano necesitaba conservarse separado y fortalecer su independencia de hecho para los efectos de estar en disposición de afrontar los problemas de la guerra y de la paz, así como de seguir siendo parte integrante de la corona de las Españas y de las Indias bajo la dinastía borbónica, salvo en caso de que ésta dejara definitivamente de existir. Y para seguir formando parte de dicha monarquía, no debía caer bajo la dependencia de nadie, “ni aún de la misma España”. Si el rey recuperaba el cetro, el reino se sujetaría nuevamente a su autoridad, con el consentimiento del pueblo, y si no, ejercería su soberanía como mejor le acomodara. 3. OPOSICIÓN DE “IZQUIERDA” E INDEPENDENCIA Hubo, por supuesto, fuerzas políticas que se opusieron a la dinámica que se ha dejado expuesta, tanto de “izquierda” (innovación) como de “derecha” (tradición). Las de “izquierda” (innovación), se opusieron parcialmente a la propuesta del Ayuntamiento de México, porque consideraban que la dinastía borbónica, al haber entregado la corona a los franceses, no era digna de reconocimiento; por el contrario, debía ser sometida a juicio político por traición. Según ellos, la nación americana ya no debía depender del gobierno corrupto y decadente de dicha dinastía.

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Talamantes, quizá el vocero más distinguido de estas fuerzas, no utilizó el concepto de independencia en el sentido de ruptura con violencia de alguna otra potencia, como los norteamericanos o los españoles, porque no había nadie con quién romper y, por ende, la violencia no era necesaria, sino en el de desvinculación pacífica de la dinastía borbónica, cuya existencia era simbólica, o dicho en términos más crudos, porque era inexistente. Tampoco el término de independencia utilizado por Talamantes conlleva el cambio de forma de gobierno, porque si el reino se desvinculaba de la monarquía española e indiana, lo procedente era que estableciera una monarquía americana o un imperio. Luego entonces, Talamantes habló de una independencia que era necesario aprobar y declarar, limitándola a la separación pacífica de una entelequia, como lo era la vieja dinastía borbónica, prácticamente muerta; es decir, habló de una independencia tranquila que permitiera al reino estar en condiciones de fundar una nueva dinastía americana. Con base en lo anterior, las fuerzas de “izquierda” (innovación) propusieron aprovechar el congreso nacional en función de las siguientes metas: •

que la nación se desvinculara formalmente de la monarquía de España y de las Indias bajo la inexistente dinastía borbónica;

que de no ser posible lo anterior, eligiera o reconociera rey de España y de las Indias a Fernando VII, a condición de que éste reconociera todo lo acordado por el congreso nacional;

que si la monarquía dejaba de existir bajo la dinastía borbónica, la nación designara a sus propios gobernantes en el marco de una monarquía constitucional americana, un imperio o inclusive una república democrática -este asunto se plantearía oportunamentey por último, en cualquier caso,

que la nación ejerciera los atributos de la soberanía

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en toda su plenitud, provisionalmente en un caso y definitivamente en otro. Tales eran las metas del futuro inmediato que, según la “izquierda” (innovación), había que alcanzar. Por eso Talamantes decía que aproximándose ya el tiempo de la independencia de este reino, debe procurarse que el congreso que se forme lleve en sí mismo... las semillas de esa independencia sólida, durable y que pueda sostenerse sin dificultad y sin efusión de sangre.176 Pero estas fuerzas innovadoras, semi-monárquicas y cuasi-republicanas, no tuvieron en 1808 ninguna representación en las juntas de México (Talamantes no formó parte de ellas) y, por consiguiente, nunca se expresaron formalmente más que en tertulias cerradas o en manuscritos que circularon privadamente entre unos cuantos. El propio Talamantes, al ser sometido a un largo interrogatorio por sus jueces y permitírsele que hiciera constar por escrito las razones de sus comunicados, mensajes y alegatos políticos, aceptó que estos debían ser interpretados en el marco de lo aprobado por las juntas y por el mismo virrey, aunque él no estuviera necesariamente de acuerdo con algunas de sus ideas o resoluciones.177 4. OPOSICIÓN DE “DERECHA” Y LA “COLONIA” Las fuerzas de “derecha”, por su parte, esto es, las de la tradición, representadas por la audiencia -las que a la postre

176

Apuntes para el plan de independencia, por el P. fray Melchor de Talamantes (impreso) y Advertencias reservadas sobre la reunión de cortes en Nueva España, J. E. Hernández y Dávalos, op. cit., t. III, n. 148, pp. 818-819.

177

Causa instruida contra Fr. Melchor de Talamantes por sospechas de infidelidad al rey de España y de adhesión a las doctrinas de la independencia de México, 19 de septiembre de 1808, en Genaro García, Documentos Históricos Mexicanos, Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía, México, 1910, p. 2.

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se impusieron por la fuerza-, rechazaron rotundamente que el reino nombrara y eligiera a sus gobernantes, aunque fueran los mismos que había nombrado el rey, porque estos nombramientos no podían ser hechos más que por el soberano o, en su nombre, un gobierno peninsular, esto es, la metrópoli, jamás la colonia. Los fiscales de la audiencia expresaron arrogantemente que no había tal igualdad entre los reinos de España y América, sino subordinación de ésta a aquélla, y se fundaron en el título de conquista. España había conquistado a América; por consiguiente, América era posesión de España y estaba subordinada a ella. Esta América [fue] adquirida por los reyes católicos, entre otros, por el derecho privilegiadísimo de conquista. Es una verdadera colonia de nuestra antigua España.178 En tales condiciones, la ley citada por el síndico del común sobre el derecho de reunirse en cortes para nombrar tutor o curador al rey menor, era una ley que se refería a un pueblo principal que tiene este derecho y puede ejercerlo, no al de una colonia; es decir, era una ley que se refería a una metrópoli, no a un pueblo accesorio, vasallo, servil. Nosotros estamos sujetos a la metrópoli, quien manda en ella con legítima autoridad nos debe gobernar; no nos es permitido otro sistema.179 Por eso, cuando supieron que las provincias de España habían formado juntas de gobierno, decidieron que Nueva España dependiera de alguna de ellas. Y cuando comprendieron que no obtendrían el consentimiento de su jefe -antiguo “virrey” y nuevo “legal y verdadero lugarteniente del rey”- para alcanzar sus fines, determina178

Hechos y antecedentes que se tuvieron presentes para la destitución de Iturrigaray, en J. E. Hernández y Dávalos, op. cit., n. 255, p. 648-649. 179

Ibid.

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ron apoderarse violenta e ilegalmente del aparato del Estado. Si la fuerza había legitimado el origen de la “colonia”, la fuerza debía mantener su naturaleza servil. Pero los americanos se indignaron con su demostración de fuerza, porque el aparato político del reino no era de los peninsulares. Nunca lo había sido, aunque el rey designara magistrados para gobernarlo. Tampoco había estado bajo la autoridad de otra nación ni de otro gobierno. Siempre había estado, desde sus orígenes, bajo la soberanía del rey de las Españas y de las Indias, aunque éste prefiriera a los europeos sobre los americanos para los más altos cargos políticos, eclesiásticos y militares. No existiendo transitoriamente dicho soberano, ellos, los europeos, no eran nadie para arrogarse su representación y ejercer sus derechos. El único autorizado en el reino americano para ejercer los derechos soberanos era el pueblo. Y se indignaron más porque, al usurpar el poder, los magistrados europeos de la audiencia empezaron a servirse de él y de todos sus recursos para someter la nación independiente a la dependencia de otra nación, de otro gobierno, es decir, para someter la Nueva España a la dependencia de la antigua España, y el gobierno de México al gobierno de Sevilla (pasados los días, a la Junta Central de España y de las Indias) 5. EVOLUCIÓN DEL CONCEPTO DE INDEPENDENCIA Luego entonces, podría decirse, a manera de conclusión, que en 1808, el concepto de independencia no surgió en la América Septentrional de la voluntad política del reino, sino sólo de una de sus facciones más avanzadas, representada visiblemente por Talamantes; pero sin vincular dicho concepto con la forma de gobierno republicana ni con la violencia revolucionaria, sino únicamente con la idea de separación –por la vía declarativa- y “sin efusión de sangre” de un monarca borbónico que había prácticamente dejado de existir. Surgió en 1808, en cambio, el concepto de soberanía,

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es decir, el que se refiere al derecho de este reino, vale decir, de esta nación, de asumir todo el poder y ejercer las funciones del soberano, para el efecto inmediato de conservar en depósito los bienes y posesiones sobre los cuales éste ejercía su gobierno y dominio; vigilar y administrar adecuadamente y con eficacia los intereses nacionales y los intereses del rey, y someter el reino nuevamente a la potestad del monarca, si éste recuperaba la corona; si no, a su sucesor dinástico, y en última instancia, a quien nombrara y reconociera la propia nación. Sólo a partir del momento en que el reino de Nueva España fue tratado groseramente como colonia dependiente de una metrópoli y sometido por la fuerza a la antigua España, es decir, sólo a partir del 16 de septiembre de 1808, día en que los golpistas de la audiencia obligaron a dicho reino, por métodos ilegales y violentos a que dependiera de una autoridad peninsular, cualquiera que ésta fuera, y lo trataron soezmente como colonia de su metrópoli, fundándose en el innoble y hasta injurioso título de conquista, sin consideración a su personalidad jurídica, emergió un nuevo concepto de independencia, más cercano a nuestra sensibilidad política e histórica, cuyos matices fueron totalmente diferentes a los del reciente pasado. Al final, pues, los conceptos de colonia e independencia se impondrían en los años siguientes, y si antes el de soberanía había servido de fundamento para mantener la independencia del reino, habiéndose perdido ésta, sería utilizado en lo sucesivo para recuperarla y alcanzarla. Desde luego que el concepto de independencia en 1810 ya no será el mismo que el de 1808, porque ya no implicará la desvinculación tranquila de un monarca español virtualmente inexistente, sino llevará consigo los elementos de la confrontación violenta contra un gobierno usurpador que se había valido de la fuerza, el engaño y la traición para someter el reino a su dominio. A partir, pues, del 16 de septiembre de 1808 y, sobre todo, durante los años de 1809 y 1810, aparecería súbita-

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mente un nuevo y deslumbrante concepto, cuya carga histórica, política y emocional contendría reivindicaciones de justicia, libertad, uso de la fuerza, autodeterminación e igualdad jurídica de las naciones. Este resonante y vibrante concepto hundiría rápidamente sus raíces hasta lo más profundo de los tiempos y se nutriría no sólo de los agravios recientes sino de todos los agravios -reales y aparentes- acumulados durante casi tres siglos; unos fundados y otros no, unos consistentes y otros superficiales, unos con lógica y otros sin ella. Para fortalecer el nuevo concepto de independencia, los americanos que tomaron las armas para hacerse oír y respetar aceptarían que Nueva España no había sido nunca un reino independiente, como en realidad lo había sido, sino una colonia, como habían sostenido sus enemigos, aunque nunca hubiera tenido jurídicamente tal carácter. Y aceptarían que había sido una colonia porque actualmente se le había tratado brutalmente como tal y, por analogía, se alegó que siempre había sido tratada así, aunque no haya sido así. De este modo, el nuevo concepto de independencia sería nutrido con toda clase de agravios, quejas y reclamaciones históricas, auténticas o supuestas, antiguas y recientes, a fin de justificar la reivindicación de los derechos de la nación. 6. NUEVO FUNDAMENTO IDEOLÓGICO Por otra parte, los mismos derechos de la nación dejarían de ser fundados en la legislación hispánica e indiana -a la que se rechazaría en bloque- y descansarían en lo sucesivo en el derecho natural y de gentes. Dejaría de citarse la doctrina jurídica, las Siete Partidas, la Recopilación de Castilla, la Novísima Recopilación y las Leyes de Indias, y se invocaría lo dispuesto por “el Dios de la naturaleza”. Miguel Hidalgo y Costilla, por ejemplo, diría que “se trata de recobrar derechos santos, concedidos por Dios a los me-

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xicanos”.180 Los derechos otorgados por el rey a la nación, a los pueblos y demás corporaciones civiles y eclesiásticas, y a los individuos, dejarían de ser reconocidos, citados e invocados por dos razones: primero, porque no habiendo rey, no podía haber derechos que se derivaran de él, y segundo, porque los españoles podrían tratar brutalmente a la nación como colonia y negarle los beneficios que le concedían las leyes “de la metrópoli”; negar al pueblo su naturaleza de fuente del poder, del derecho y de la justicia, y negar sus derechos civiles y políticos a los individuos de raza negra o de cualquiera otra raza en los que circulara por sus venas una gota de sangre negra, pero no tergiversar los principios del derecho natural y de gentes, ni los de la autodeterminación de las naciones, y menos, al sentir de Hidalgo, los derechos santos concedidos por Dios a los mexicanos. En lo sucesivo, pues, no se vacilaría en emprender la lucha frontal contra los usurpadores del poder político, hasta el extremo de ofrendar libertad, propiedad y vida con tal de expulsarlos de lo que no era suyo, esto es, del poder político que le habían arrebatado a la nación, del aparato del estado del que se habían apropiado ilegalmente, por medio de la violencia, la perfidia y la maquinación; aparato político que no pertenecía más que al pueblo. A pesar de lo expuesto, el nuevo concepto de independencia no se conectaría todavía con la forma de gobierno republicana –al menos no inicialmente-, porque aún seguiría vivo y fuerte en muchos –no en todos- el sentimiento de lealtad a la monarquía española e indiana tradicional; lealtad que, no es ocioso reiterar, estaría siempre orientada al soberano español, no a España; al monarca cautivo, no al gobierno de los españoles, y en todo caso, a cualquiera de los Borbones nombrado por la nación, pero nunca a cualquier autoridad peninsular. 180

Se intima rendición por segunda vez al intendente de Guanajuato, en J. E. Hernández y Dávalos, op. cit., t. II, n. 53, pp. 116117.

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Conforme pasaron los meses de 1809 y 1810, el concepto de independencia se iría cargando con los nuevos significados emocionales y políticos recientemente adquiridos, hasta que en septiembre de 1810, al ser invocado por Miguel Hidalgo y Costilla, ya aparecería vinculado a los valores de autodeterminación, libertad e igualdad jurídica de las naciones, derecho del pueblo para forjar su propio destino y derechos y libertades fundamentales del individuo, así como a un fuerte, violento y dramático sentido de ruptura, y hasta a un audaz sentimiento republicano asociado a la noción política del protectorado. De este modo, en su intimación a José Antonio Riaño, intendente de Guanajuato, Hidalgo le haría saber que había sido electo jefe de estado, de gobierno y de las fuerzas armadas de la nación beligerante (que tal es el significado de los títulos Protector de la Nación y Capitán General) por cincuenta mil hombres en el valle de Celaya y que estaba legítimamente autorizado para proclamar la independencia y libertad de la nación.181 Unas semanas más tarde, a propósito de 1808, Hidalgo recuerda que los europeos cometieron el atentado de apoderarse de la persona del excelentísimo señor Iturrigaray y trastornar el gobierno a su antojo, sin conocimiento nuestro, mirándonos como hombres estúpidos o, más bien, como manada de animales cuadrúpedos, sin derecho alguno a saber nuestra situación política.182 En diciembre de 1810, Hidalgo volvería a hacer referencia al “Dios de la naturaleza”, al señalar que las naciones prefieren gobernarse por individuos de su misma nación; principio aplicable lo mismo a las naciones civilizadas que a las bárbaras: 181

Ibid.

182

Manifiesto del señor Hidalgo expresando cuál es el motivo de la insurrección concluyendo en nueve artículos, J. E. Hernández y Dávalos, op. cit., t. I, n. 51, pp. 119-120.

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El francés quiere ser mandado por francés; el inglés, por inglés; el italiano, por italiano; el alemán, por alemán; esto entre las naciones cultas. Y entre las bárbaras de América, el apache quiere ser gobernado por apache; el pima, por pima; el tarahumara, por tarahumara, etcétera. ¿Por qué entonces a los americanos se les ha de privar del goce de esta prerrogativa? Hablad, españoles injustos, ¿por qué no queréis que gocemos lo que Dios ha concedido a todos los demás hombres? ¿No sois vosotros los que hacéis alarde de haber derramado la sangre por no admitir la dominación francesa? Pues ¿por qué culpáis en nosotros el separarnos de la dominación española? ¿Os ha concedido Dios algún derecho sobre nosotros? El mismo que los franceses tienen sobre vosotros, es el que tenéis sobre nosotros; esto es, el de la fuerza, pues si ustedes no quieren sujetarse a un gobierno que no esté manejado por manos españolas, ¿será delito en nosotros querernos gobernar por manos americanas?183 Por último, en marzo de 1811, el mismo Hidalgo invocaría nuevamente al “Dios de la naturaleza” para justificar el uso de la fuerza, al señalar en nombre de la nación que los americanos no dejarán las armas de la mano hasta no haber arrancado de la de los opresores la inestimable alhaja de su libertad. Y están resueltos a no entrar en composición alguna que no ponga por base la libertad de la nación y el goce de aquellos derechos que el Dios de la naturaleza concedió a todos los hombres; derechos verdaderamente inalienables y que deben sostenerse con ríos de sangre 183

[Miguel Hidalgo], Manifiesto en borrador sobre la autodeterminación de las naciones, [Guadalajara], diciembre de 1810. José Antonio Martínez A., op. cit., pp. 131-132.

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si fuere preciso.184 En cuanto al título de conquista, invocado en 1808 por los magistrados de la audiencia para justificar la dominación de España sobre América, más tarde, en 22 de octubre de1814, bajo la influencia de José Ma. Morelos y Pavón, el Decreto Constitucional para la libertad de la América Mexicana -llamado coloquialmente Constitución de Apatzingándeclararía que “ninguna nación tiene derecho para impedir a otra el uso libre de su soberanía”.185 Es cierto que, así como hay seres humanos que deben su nacimiento a un ultraje, de la misma manera hay naciones que son engendradas por la conquista; pero el hecho de que los nuevos seres que han sido fruto de la fuerza y de la violación son dignos de respeto y consideración, no significa que se justifiquen los ultrajes ni las conquistas que les dieron origen. En todo caso, la Constitución de Apatzingán declara que “el título de conquista no puede legitimar los actos de la fuerza”.186 Y ese mismo documento postula el principio de que el que intente someter a un pueblo, sea quien fuere, en contra de su voluntad, debe ser obligado por la fuerza de las armas a respetar el Derecho Convencional de las Naciones, el que ha ido elaborándose sobre los principios del Derecho Natural y de Gentes, esto es, debe ser obligado a respetar el Derecho Internacional. Pero eso sería después...

184

Respuesta a ofrecimiento del indulto, Saltillo, marzo de 1811. J. E. Hernández y Dávalos, op.cit., t. II, n. 207, p. 404.

185

Decreto Constitucional para la libertad de la América mexicana, Apatzingán, 22 de octubre de 1814, art. 9.

186

Ibid.

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EPÍLOGO INDEPENDENCIA DELINCUENTE 1. PLANTEAMIENTO CUESTIONADO. 2. PREVISIÓN INEVITABLE. 3. ETAPAS DE LA ESTRATEGIA. 4. REPRESENTACIÓN NACIONAL

1. PLANTEAMIENTO CUESTIONADO Desde entonces hasta nuestros días se ha supuesto, conforme a las tendenciosas e infundadas tesis de los magistrados de la audiencia, que los hombres de 1808 fingieron apoyar a Fernando VII y a la familia de los Borbones, mientras fraguaban obtener la independencia y poner a Iturrigaray en el trono de México; lo que equivale a suponer que no eran más que unos desleales miserables que trataban de aprovecharse de las circunstancias para tomar lo que no era suyo. Sin embargo, desde el momento en que ocurrieron los acontecimientos, quedó demostrado lo contrario: que eran hombres de honor, ilustrados, ricos y poderosos, no unos aventureros arribistas, y que en esa crisis procedieron, no conforme a sus intereses sino con base en sus convicciones, principios y valores. En esa crisis no tenían nada qué ganar, como individuos, y sí en cambio mucho qué perder. Por ejemplo: días después de haber quedado desarticulada la conspiración de Valladolid, el magistrado Villaurrutia (hombre de 1808) dijo a su amigo el arzobispo –ya “virrey”Lizana y Beaumont (otro de esos hombres), que para nadie era un secreto que la distancia, la situación y las riquezas de la América hacían sentir a todos su natural inclinación a la independencia, desde Adán acá; pero que en ninguna parte del mundo una inclinación natural a la independencia significaba que la independencia fuera delincuente, y le recordaba

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que si ambos habían actuado como actuaron en las críticas circunstancias de 1808, o por lo menos él, es porque conocían los riesgos a que hubiera quedado expuesta la América de haber aceptado depender de una España dividida en gobiernos parciales. “¿Se pensaría acaso –preguntaba- que yo quería incitar a una independencia delincuente de este reino, por ser yo americano?” Sí, él era americano, por supuesto: Cuento con no pocos coetáneos, condiscípulos, amigos constantes, paisanos y algún pariente [en el gobierno]; tiene mi familia un derecho no remoto a un mayorazgo bueno en Vizcaya y mis hijos lo tienen también cercano, por su madre, a otros varios, a capellanías y obras pías de familia de alguna consideración, y muchas relaciones distinguidas e ilustres. Las que tengo en este reino son bien notorias: un hermano regente de la audiencia de Guadalajara, otro prebendado de esta catedral [de México], una hermana y sobrinos todos, todos ricos, bien arraigados y distinguidos con honores y graduaciones, y por último, yo mismo de Alcalde del Crimen de esta audiencia [de México], es decir, en uno de los puestos primeros en el orden civil; disfrutando todos comodidades, satisfacción, honores y aprecio general…187 Pero eso no significaba que en 1808 hubiera emitido su voz y voto con el propósito de iniciar una revolución para poner en el trono de México a un amigo suyo, ni para mejorar su situación social, económica o política. Cualquier racional deducirá que debe estar muy distante de mí todo espíritu de innovación en el orden de la sociedad; que no tengo qué apetecer ni a qué aspirar, y sí mucho qué perder y qué temer en cualquier trastorno. En cambio, la clase numerosa de hombres sin destino y sin facultades, no tienen qué perder y siempre esperan 187

Jacobo de Villa Urrutia al virrey-arzobispo Lizana y Beaumont, México, 22 de enero de 1810, en García, Genaro, op. cit., Nota 1, pp. 501,505.

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ganar en una revolución. Estas gentes son las que están siempre dispuestas: un silbido las junta, y a la voz de botín corren a donde se les quiera conducir.188 2. PREVISIÓN INEVITABLE Los otros protagonistas de 1808 estaban más o menos en la misma situación: los que no tenían algún título de nobleza, eran grandes propietarios rurales y urbanos, mineros, comerciantes o distinguidos profesionistas; todos ocupaban los primeros cargos del estado en el orden civil, militar o eclesiástico; todos eran ilustrados, y todos ricos: eran los hombres más ricos del reino. No es, pues, que estos hombres hayan pretendido desconocer o rechazar la monarquía de las Españas y de las Indias, ni la dinastía borbónica, ni Fernando VII, o que lo que querían en realidad era separar a la nación del sistema político del que ésta formaba parte, para declarar la independencia absoluta de la nación y acrecentar sus bienes, intereses y derechos. Al contrario. Aspiraban a que la nación asumiera su soberanía para gobernarla, defenderla, mantenerla independiente y, en su oportunidad, reintegrarla a la corona de las Españas y de las Indias, de la que este reino siempre había formado parte y quería seguir haciéndolo, así como para conservar sus vínculos políticos con el trono borbónico y con la misma España. Sólo en el caso de que el sistema político monárquico quedara disuelto o de que los miembros de la dinastía murieran “civil o naturalmente”, como todo parecía indicarlo, era lógico y natural que previeran la etapa siguiente. En tal caso, el reino se vería obligado a establecer un gobierno propio, sin que ello significara que la independencia fuera “delincuente” y menos que ésta equivaliera a la figura de alta traición, por la simple y llana razón de que no había nadie a quien traicionar. 188

Idem.

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En este orden de ideas, Francisco de Azcárate -otro excelente jurista- hizo las tres aportaciones fundamentales a este núcleo de ideas que han sido frecuentemente mencionadas a lo largo de estas páginas: que nadie puede imponer gobernante a la nación sin su consentimiento, como lo habían pretendido hacer Carlos IV y Napoleón Bonaparte; que el reino, es decir, la nación, aunque fuera colonia, tenía derecho a asumir y ejercer su soberanía, porque si no lo hacía, nadie podría hacerlo mejor que ella, y que en uso de su soberanía, la nación, vale decir, el reino, no debía entregar su gobierno a potencia alguna extranjera, ni a la misma España, aún cuando para ello se le presentaran órdenes del propio monarca, mientras éste no regresara al territorio de la monarquía y dicho territorio no fuera evacuado de tropas francesas.189 3. ETAPAS DE LA ESTRATEGIA Luego entonces, la estrategia de los hombres de 1808 estaba adecuadamente planteada, y las etapas para realizarla, definidas con precisión: a) que la América Septentrional siguiera formando parte de la monarquía de España y de las Indias bajo la dinastía borbónica, no de la napoleónica; b) que se mantuviera el reconocimiento y la lealtad a Carlos IV así como al derecho de sucesión de su familia; c) que el pueblo reconociera espontáneamente a Fernando VII y que, en su oportunidad, el reino lo reconociera oficialmente y le jurara lealtad; e) que el propio reino, representado por las autoridades que había nombrado el rey y con base en la legislación exis189

Acta del Ayuntamiento de México, en la que se declaró se tuviera por insubsistente la abdicación de Carlos IV y Felipe VII (sic) hecha en Napoleón: que se desconozca a todo funcionario que venga nombrado de España: que el virrey gobierne por la comisión del Ayuntamiento en representación del virreynato, y otros artículos (Testimonio)*, en Hernández y Dávalos, J. E., op. cit., Nota 2, p. 476 y sigs.

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tente, conservara en depósito los bienes y derechos del monarca cautivo; f) que el reino ejerciera los atributos de la soberanía en nombre de Fernando VII, mientras durara su ausencia, incluyendo la legislativa; g) que se devolvieran al rey sus bienes y derechos, incluida la soberanía, cuando se reinstalara en su trono, pero que éste reconociera los cambios institucionales, legales y personales que hubiese hecho el reino durante su ausencia; h) que si ni él ni sus sucesores recuperaban el trono, es decir, si dejaba de existir la monarquía de las Españas y de las Indias bajo la dinastía borbónica, se ofreciera la corona de México a uno de los Borbones de la rama de España, “para no mudar dinastía”, en cuyo caso el reino adoptaría la forma de imperio mexicano, y j) que si no quedaba ningún Borbón “por muerte civil o natural”, la nación se separara de la monarquía de las Españas y de las Indias bajo el gobierno de los Bonaparte, se comprometiera a tomar las decisiones que garantizaran su integridad, su seguridad, su soberanía y su independencia, sean cuales fueren; estableciera la forma de gobierno que más le acomodara y conviniera, y nombrara o eligiera a sus propios gobernantes. Así, pues, lo que se propusieron los hombres de 1808 fue empezar por el principio y avanzar gradualmente hacia el final, hasta donde llegaran; pero no empezar por el final, como erróneamente se ha supuesto, sin que esto signifique que no haya habido algunas distinguidas excepciones que así lo quisieran, aunque por el momento, dichas excepciones no influyeran en el curso de los acontecimientos o que, a pesar de su influencia, no recibieran ningún apoyo. Lo que la mayoría decidió fue que se avanzara gradualmente por la vía que se dejó trazada, del inicio al fin, sin que su lealtad a los valores y a los intereses de la nación hayan mermado en lo más mínimo su lealtad a los intereses y valores de la monarquía de las Españas y de las Indias.

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4. REPRESENTACIÓN NACIONAL En conclusión: era imperativo y obligado, según el síndico del común Francisco Primo de Verdad y Ramos, que la nación recuperara la soberanía y la ejerciera a través de personas de su confianza, para devolverla después al rey de las España y de las Indias, si se reintegraba a su trono. Lo que no era digno ni decoroso era cederla a otra dinastía, como la francesa, o a otro gobierno, como el de Valencia o Sevilla, o a otra nación, como la española, sin consentimiento del pueblo o sin mediar fuerza que lo obligara a aceptarlo. Establecer el congreso nacional, en cuanto conciencia, voluntad y voz soberana de la nación, fue una demanda que nunca dejaría de formularse. Resonaría con fuerza en las reuniones clandestinas que organizaron los americanos en 1809, en Valladolid, y 1810, en San Miguel, Querétaro y Dolores, para liberarse de los usurpadores del poder político; se dejaría oír en las ciudades, villas y aldeas de la nación insurgente a fines de 1810; produciría un número no despreciable de leyes de 1811 a 1813, y se instalaría solemnemente en 1813. Juan de Aldama, por ejemplo, confesaría que mientras se reunían los conspiradores de 1809-1810, todo Querétaro, Guadalajara, Valladolid, etcétera, se hallaban en la mejor disposición para levantar la voz, a fin de que se estableciese una junta [nacional] compuesta de un individuo de cada provincia de este reino nombrados estos por los cabildos o ciudades- para que esta junta gobernase el reino, aunque el mismo virrey fuese el presidente de ella, y de este modo, conservar este reino para nuestro católico monarca.190

190

Copia de la declaración rendida por Juan Aldama en la causa que se le instruyó por haber sido caudillo insurgente, 20-21 de mayo de 1811, García, Genaro, ibidem, t. VI, Apéndice General, doc. LXIII, p. 527.

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Más tarde, el 15 de noviembre de 1810, en Valladolid, en plena ebullición revolucionaria, Miguel Hidalgo y Costilla, en su calidad de Protector de la Nación, propondría: Establezcamos un Congreso que se componga de representantes de todas las ciudades, villas y lugares de este reino, que teniendo por objeto principal mantener nuestra santa religión, dicte leyes suaves y acomodadas a las circunstancias de cada pueblo; ellos entonces [los miembros del congreso] gobernarán con la dulzura de padres, nos tratarán como a sus hermanos, desterrarán la pobreza, moderando la devastación del reino y la extracción de su dinero, fomentarán las artes, se avivará la industria, haremos uso libre de las riquísimas producciones de nuestros feraces países, y a la vuelta de pocos años disfrutarán sus habitantes de todas las delicias que el soberano autor de la naturaleza ha derramado sobre este vasto continente.191 El 15 de agosto de 1811, Ignacio López Rayón establecería provisionalmente en Zitácuaro, en nombre de Fernando VII, un órgano representativo de la nación formado por cinco vocales, al que indistintamente llamaría congreso, gobierno o tribunal, porque dicho cuerpo concentraría todas las atribuciones del estado beligerante. Ahora bien, a pesar de haber tomado las armas desde el 16 de septiembre de 1810 para hacerse oír y respetar, e independientemente de las modalidades que imprimió a los órganos políticos que creó para ejercer su soberanía, la nación siempre mantendría su lealtad no sólo a la monarquía española e indiana sino también al rey Fernando VII, hasta que casi cuatro años después, el 23 de febrero de 1812, José María Morelos propondría en Cuautla que se rompiera el pacto entre el pueblo y el rey; que se desconociera el título de conquista, y que se considerara insubsistente el juramento de obediencia, porque o él [Fernando] se quiso ir a su casa de Borbón a Fran191

Idem.

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cia y entonces no estamos obligados a reconocerlo por rey, o se lo llevaron a fuerza, y entonces ya no existe. Y aunque existiera, a un reino conquistado le es lícito reconquistarse y a un reino obediente le es lícito no obedecer a su rey, cuando es gravoso en sus leyes, que se hacen insoportables, como las que de día en día nos han recargado en este reino los malditos gachupines arbitristas.192 Aunque su propuesta no fue aceptada por la Suprema Junta Nacional Americana a cargo de Ignacio López Rayón, de todos modos insistió, y año y medio después de Cuautla, es decir, el 14 de septiembre de 1813 -a cinco años del golpe de estado de 1808 y a tres de haber estallado la revolución de Dolores-, el mismo Morelos propuso al Congreso de Anáhuac -instalado en Chilpancingo- que se rompiera el pacto entre el pueblo y el rey, al señalar en los Sentimientos de la Nación: Art. 1. Que la América es libre e independiente de España y de toda otra nación, gobierno o monarquía, y que así se sancione, dando al mundo las razones. Art. 11. Que la Patria no será del todo libre y nuestra, mientras no se reforme el gobierno, abatiendo el tiránico, substituyendo el liberal y echando fuera de nuestro suelo al enemigo español que tanto se ha declarado contra esta Nación. Esta vez, el congreso de Chilpancingo, formado por representantes electos por las provincias que caían en ese momento, total o parcialmente, bajo la jurisdicción de las armas nacionales, declararía la división de poderes, se reservaría únicamente las facultades legislativas, depositaría las ejecutivas en el generalísimo Morelos -a quien nombraría encargado de la administración pública-, delegaría las judiciales en un supremo tribunal de justicia de la nación, y 192

José Ma. Morelos y Pavón, A los criollos que andan con las tropas de los gachupines, Cuautla, 23 de febrero de 1812, en Lemoine Villicaña, Ernesto, op. cit., Nota 174, p. 196.

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más tarde, el 6 de noviembre de 1813, declararía formalmente la independencia nacional “sin apellidarla con el nombre de algún monarca”. Un año después, el 22 de octubre de 1814, en condiciones adversas para la nación insurrecta, dicho congreso produciría el Decreto Constitucional para la libertad de la América mexicana, que establecería en forma provisional la república democrática. Morelia, Mich., 19 de julio de 2008.

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JOSÉ HERRERA PEÑA

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EL AUTOR

JOSÉ HERRERA PEÑA es licenciado en Derecho y Ciencias Sociales por la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo; doctor en Ciencias Históricas por la Universidad de la Habana, y profesor universitario. Ha escrito varias obras, entre ellas: •

Exilio y poder, USA, Amazon, CreateSpace, 2015. Libro electrónico también disponible en Kndle-Amazon. (Primera edición bajo el título Migración y poder, México, Gobierno del Estado de Michoacán//Secretaría del Migrante, 2011)

Santos Degollado. Rector, Gobernador, Secretario de Estado, Ministro de la Corte, USA, Amazon, CreateSpace, 2015. Libro electrónico también disponible en Kindle.Amazon. (Avance publicado bajo el título “Santos Degollado”, en Historia de los Ejércitos Mexicanos, México, SDNSEP/INEHRM, 2013)

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JOSÉ HERRERA PEÑA

Ignacio Zaragoza. La retirada de los seis mil, USA, Amazon, CreateSpace, 2015. Libro electrónico también disponible en Kindle-Amazon. (Publicado bajo el tíulo “Ignacio Zaragoza”, en Historia de los Ejércitos Mexicanos, México, SDN-SEP/INEHRM, 2013)

La resistencia republicana en Michoacán, USA, Amazon, CreateSpace, 2015 Libro electrónico también disponible en Kindle-Amazon. (Avance publicado bajo el mismo título en La resistencia republicana en las Entidades Federativas, Coordinadora Patricia Galeana, México, Siglo XXI, 2013).

Los diputados mexicanos a las Cortes de Cádiz, USA, Amazon, CreateSpace, 2015. También libro electrónico disponible en Kindle-Amazon.

Morelos ante sus jueces, USA, Amazon, CreateSpace, 2015. Libro electrónico también disponible en KindleAmazon. (Primera edición, México, UNAM//Facultad de DerechoPorrúa, 1985. Varias reimpresiones)

Maestro y discípulo, USA, Amazon, CreateSpace, 2015. También disponible en libro electrónico, Kindle-Amazon. (Primera edición, México, UMSNH, 1995, primera reimpresión 1996).

Una nación, un pueblo, un hombre, USA, Amazon, CreateSpace, 2015. Libro también electrónico disponible en Kindle-Amazon. (Segunda edición, México, ICADEP.PRI, Morelia, 2010. Primera edición bajo el título Miguel Hidalgo y Costilla, Cuba, Editorial Ciencias Sociales, La Habana, 2010)

Michoacán. Historia de las instituciones jurídicas, USA, Amazon, CreateSpace, 2015. Disponible también en formato electrónico en Kindle-Amazon.

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LA CAÍDA DE UN VIRREY

(Primera edición, Senado de la RepúblicaUNAM/Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2010) •

La biblioteca de un reformador, México, UMSNH, 2005.

La amante del general, CreateSpace, 2015.

vol.

I,

USA,

Amazon,

(Primera edición, Ediciones La Francia Chiquita, 2006) •

La amante del general, CreateSpace, 2015.

vol.

II,

USA,

Amazon,

Políticos, corsarios y aventureros en la guerra de independencia de México. Formato electrónico, USA, Kindle-Amazon, 2013.

Morelos. Polémica sobre un caso célebre, México, Gobierno de Michoacán/Secretaría de Cultura, 2010. Libro electrónico disponible en Kindle-Amazon.

El libro de los códigos de Antonio Florentino Mercado, USA. Kindle-Amazon, 2013. (Publicado como Estudio Preliminar de El libro de los Códigos, México, Congreso de Michoacán de Ocampo, 2010)

El calendario azteca. USA. Libro electrónico disponible en Kindle-Amazon, 2012.

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