Morelos ante sus jueces

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JOSÉ HERRERA PEÑA

MORELOS

ANTE SUS JUECES México, 2015


JOSÉ HERRERA PEÑA

Obra seleccionada en 1985 por la Facultad de Derecho de la UNAM en honor de D. José Ma. Morelos para celebrar: el 175 aniversario del inicio de la Independencia Nacional; el 75 aniversario del inicio de la Revolución Mexicana, y el 75 aniversario de la apertura de la Universidad Nacional de México. PRÓLOGO A LA PRIMERA EDICIÓN DE MIGUEL ACOSTA ROMERO

Morelos ante sus jueces Copyright by JOSÉ HERRERA PEÑA ius.jhp@outlook.com Cel. 443 123 9647 Primera edición, agosto de 1985. Segunda edición, abril de 2015 ISBN-13: 978-1511711951 ISBN-10: 1511711957

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ÍNDICE PRÓLOGO DEL AUTOR A LA SEGUNDA EDICIÓN……….. PRÓLOGO A LA PRIMERA EDICIÓN………………………… INTRODUCCIÓN………………………………………………….

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I CASTIGO EJEMPLAR Y ESPANTOSO 1. 2. 3. 4.

Derrota y prisión del cabecilla Morelos…………………… Las conversaciones secretas……………………………… Agitación en la ciudad………………………………………. Los móviles políticos del proceso………………………….

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II DESPUÉS DE LAS DOCE DE LA NOCHE 1. 2. 3. 4.

Precedentes judiciales…………………………………….... Los jueces……………………………………………………. Peligros del traslado………………………………………… Las cárceles secretas……………………………………….

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III EXURGE, DOMINE, JUDICA CAUSAM TUAM 1. 2. 3. 4.

Polémica entre jueces………………………………………. La Sala de Declaraciones………………………………….. Los jueces comisionados…………………………………… El juicio sumario……………………………………………..

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2. 3. 4. 5. 6.

IV LAS BASES JURÍDICAS El Nuevo Código…………………………………………….. La Recopilación de Indias………………………………….. Las tres leyes del Nuevo Código………………………….. Resistencia a las tres leyes………………………………… Propuesta de derogación…………………………………… Alta traición y crímenes enormes y atroces……………….

77 79 80 82 85 87

1. 2. 3. 4. 5.

V PRECEDENTES JUDICIALES Melchor de Talamantes…………………………………….. Miguel Hidalgo y Costilla…………………………………… Mariano Matamoros………………………………………… José de San Martín…………………………………………. Breve examen de las causas……………………………….

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VI 2.EL CONFLICTO IDEOLÓGICO 1. El Derecho de Guerra y de Gentes……………………….. 2. El Plan de Paz y Guerra……………………………………. 3. La Guerra Justa………………………………………………

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VII EL CONFLICTO JURÍDICO 1. Requisitos para abrir el proceso…………………………… 2. Una palabra clave……………………………………………

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VIII ALTA TRAICIÓN 1. Resistencia a la autoridad del rey…………………………. 2. Reconocimiento condicional a dicha autoridad………….. 3. Independencia es traición…………………………………..

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1. 2. 3. 4. 5. 6.

IX CRÍMENES ENORMES Y ATROCES El derecho de guerra……………………………………….. La guerra justa……………………………………………… Relación de delitos gravísimos……………………………. La segunda audiencia……………………………………… La jurisdicción eclesiástica………………………………… El segundo cargo…………………………………………….

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1. 2. 3. 4. 5. 6.

X LA ÚLTIMA DECLARACIÓN Su desengaño por la imposibilidad de la independencia... Dos actitudes ante un desengaño………………………… El apoyo exterior……………………………………………. El viaje a España…………………………………………… La firma del acta……………………………………………. Conclusión de la causa………………………………….....

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1. 2. 3. 4.

XI EN EL NOMBRE DE DIOS El Tribunal de Sentencia…………………………………… Retrato del obispo Antonio de Antequera………………… Retrato del deán José Mariano Beristain…………………. La sentencia del Tribunal Eclesiástico…………………….

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1. 2. 3. 4.

1. 2.

XII ECCE HOMO El nuevo juicio……………………………………………….. El tribunal de la fe…………………………………………… Estudios Universitarios……………………………………… Seminarista y Catedrático………………………………….. …………………. XIII SU VIDA. Cura del infierno…………………………………………….. Su vida privada………………………………………………

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XIV SUS LECTURAS 1. Los teólogos…………………………………………………. 2. Los filósofos prohibidos……………………………………..

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XV ALGÚN VENENO QUE LLEVE CONSIGO 1. Francisca de la Gándara…………………………………… 2. La enigmática visita al calabozo…………………………...

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XVI ARRANCAR LA MALA YERBA INQUISITORIAL Incompetencia del Santo Oficio…………………………… Instrumento del despotismo……………………………….. Herramienta de la intervención extranjera……………….. El pliego acusatorio…………………………………………

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1. 2. 3. 4.

XVII DE PASTOR A LOBO CARNICERO 1. Posiciones políticas antagónicas………………………….. 2. Los cargos concretos y sus respuestas……………………

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XVIII EL JUICIO DE LAS IDEAS. Diputado constituyente……………………………………… Cumplió e hizo cumplir la Ley Fundamental……………… La herejía de la tolerancia………………………………….. Crítica de la Constitución…………………………………… El uso de las armas…………………………………………. Ministerio de asuntos eclesiásticos……………………….. Guerra contra el rey…………………………………………

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1. 2. 3. 4. 5. 6. 7.

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XIX CHRISTI NOMINE INVOCATO Presentación de pruebas………………………………….. El defensor de oficio……………………………………….. Dictamen de los heretólogos……………………………… Sentencia……………………………………………………. Abjuración……………………………………………………

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XX QUE SI LE DAN AVÍOS DE ESCRIBIR 1. El alcalde del crimen………………………………………. 2. Reconstitución de la Jurisdicción Unida…………………

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1. 2. 3. 4. 5.

1. 2. 3. 4.

XXI LE RASPÓ LOS DEDOS Preparativos del Arzobispado……………………………… Preparativos del Santo Oficio……………………………… El auto de fe…………………………………………………. La solemne degradación……………………………………

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1. 2. 3. 4.

XXII UN NUEVO TRIBUNAL Saldo de lo actuado………………………………………… El calabozo del cuartel……………………………………… El tribunal militar…………………………………………….. El interrogatorio………………………………………………

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1. 2. 3. 4.

XIII LA LUCHA POR EL PODER Primera audiencia…………………………………………… Segunda audiencia…………………………………………. Tercera audiencia…………………………………………… El Congreso Constituyente………………………………….

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XXIV PLAN DE PACIFICACIÓN 1. El despojo del Poder……………………………………….. 2. El Plan de Pacificación…………………………………….. 3. Las últimas preguntas………………………………………

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1. 2. 3. 4.

XXV DIOS GUARDE A V. E. MUCHOS SIGLOS Su cabeza en jaula de hierro………………………………. Un escrito comprometedor…………………………………. Asunto del que se trata…………………………………….. Razones por las que lo escribió……………………………

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1. 2. 3. 4. 5.

XXVI COMUNÍCOLO PARA OTROS FINES Cambio de guardia………………………………………….. Reconstitución del tribunal militar…………………………. Sentencia del jefe de Estado………………………………. Solicitud del Congreso……………………………………… Notificación y ejecución……………………………………..

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EPÍLOGO

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BIBLIOGRAFÍA

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PRÓLOGO DEL AUTOR A LA SEGUNDA EDICIÓN Desde su aparición en 1985, este título fue muy bien recibido por la crítica y por los lectores. Por lo que se refiere a la crítica, el diario EXCELSIOR, en su edición correspondiente al 7 de noviembre de 1985, informó que era “uno de los mejores libros del año” y en su sección Librarium comentó:

Morelos ante José Herrera Peña Hay libros de historia más pesados que un tabique. Hay otros, los menos, que tienen vida propia. Sobre un tema tan explorado como la vida de Morelos, este autor ha logrado producir un libro de historia que vibra en las manos del lector. Armado de una metodología científica y objetiva, José Herrera Peña hace justicia histórica auténtica. Allí donde otros sólo vieron polémicas y controversias, este autor decidió adentrarse en el alma del héroe, yendo a la búsqueda de documentos y siguiendo su ruta, desde la armónica y sobria Valladolid hasta la Tierra Caliente violenta y sensual. En relación con el público, su reacción fue sorprendente desde que el libro fue presentado en la Facultad de Derecho de la UNAM ante un público multitudinario que adquirió todos los ejemplares que se ofrecieron a la venta, después de ser comentado por el Director de la Facultad de Derecho Dr. Miguel Acosta Romero, por el Director del Seminario de Derecho Romano e Historia del Derecho Dr. Guillermo Floris Margadant, y por el autor. El Profesor Leodegario López Ramírez, Oficial Mayor del Gobierno de Michoacán, me dijo que él sólo había agotado la edición; que cuando apadrinaba grupos de estudiantes michoacanos, en lugar de regalarles cualquier cosa, adquiría lotes de cincuenta libros por grupo; que había apadrinado más de diez grupos, y que ya no había ejemplares a la venta. En todo caso, pronto se hizo sentir la necesidad de una segunda edición. En octubre de 1986, los representantes del Estado de Guerrero en la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión me informaron que ésta publicaría la obra, si yo estaba de acuerdo, y lo estuve. Mi gratitud permanente para la diputación guerrerense. Sin embargo, por diversas razones no di seguimiento al proyecto. En 1987 otros asuntos reclamaron mi atención; entre ellos, la organización de un seminario en la Facultad de Derecho de la Universidad de Ottawa, con cinco catedráticos de la Facultad de Derecho de la UNAM, y mi traslado a la Embajada de México en Nicaragua, para llevar acabo la comi-

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sión que me encomendó el Dr. Bernardo Sepúlveda, Secretario de Relaciones Exteriores. Cuando regresé al país en 1990, el asunto del libro estaba olvidado, pero a fines de 1997, las autoridades de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo me hicieron saber su interés de publicarlo nuevamente, así que de inmediato le cedí mis derechos; pero dicho proyecto nunca se llevó a cabo, hasta la fecha. Por otra parte, hace pocos años un distinguido Magistrado del Supremo Tribunal de Justicia del Estado de Michoacán me hizo saber que si yo estaba de acuerdo, iba a proponer una edición exclusivamente para los miembros del Poder Judicial, a fin de someter a “los jueces ante Morelos”; pero el asunto tampoco prosperó. Han pasado treinta años desde que salió la primera edición, y la obra, en lugar de envejecer, como el autor, ha mantenido fresco su interés e incluso lo ha acrecentado, a juzgar por las numerosas reimpresiones de que ha sido objeto. Pues bien, tomando en cuenta que este año se celebra el 250 aniversario del natalicio de Morelos y se conmemora el Bicentenario de su ejecución, nada mejor que rendir homenaje a su memoria con una nueva edición revisada por el autor. Es la que se ofrece en estas páginas. Morelia, primavera de 2015.

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PRÓLOGO A LA PRIMERA EDICIÓN. Morelos es uno de los héroes más grandes y más puros de la Historia de México. Por ello, resulta un tanto extraño que autores distinguidos tanto del país como del extranjero, lo mismo del pasado que de la actualidad, se hayan transmitido unos a otros la especie de que el caudillo sin mancha flaqueó al comparecer ante los tribunales coloniales. Abramos el libro de Wilbert H. Timmons -para mencionar uno de tantos ejemplos-, titulado Morelos, sacerdote, soldado, estadista, publicado por el Fondo de Cultura Económica hace escasamente dos años, es decir, en 1983. En la página 160 leemos: “Morelos, un buen católico que se sentía profundamente preocupado por la salvación de su alma, empezó a flaquear. Al interrogarlo por segunda vez las jurisdicciones conjuntas, inmediatamente después de que había escuchado la sentencia de la Inquisición, Morelos empezó a revelar la información militar que Quiles había prometido en su defensa”. En la página 162, se dice: “En la mañana del 1o. de diciembre, Morelos de nuevo divulgó información militar”, y en la página 164. “Aparentemente el 12 de diciembre Morelos reveló más información vital”. No es necesario seguir con los ejemplos. Con el anterior, basta. Las frecuentes confusiones, equívocos y erróneas interpretaciones ocasionadas por la defectuosa lectura de los procesos de Morelos, determinaron que la Facultad de Derecho (UNAM) participara en este asunto desde el punto de vista técnicojurídico, a fin de contribuir a su debido esclarecimiento. Se aprovecharon para tal efecto las inquietudes académicas del Maestro Herrera Peña, así como las investigaciones preliminares que tenía ya realizadas al respecto, y los trabajos resultantes se canalizaron a través del Seminario de Historia del Derecho, a cargo del Dr. Floris Margadant. En las páginas que siguen se ataca directamente -y a fondo- este tema, uno de los más controvertidos y candentes en torno a la figura de don José Ma. Morelos y Pavón: el de su actuación en los tribunales coloniales. Aunque cualquier juicio penal es una de las expresiones más intensas de hondos problemas humanos, éste adquiere dimensiones sociales e históricas cuando es de carácter político, como el que se describe y analiza en esta obra. Al avanzar en su lectura surge ese hombre cuyo ideario, sorprendentemente actual, quedó resumido en las siguientes palabras:

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“Quiero que hagamos la declaración de que no hay otra nobleza que la de la virtud, el saber, el patriotismo y la caridad; que no haya privilegios ni abolengos; que no es racional, ni humano, ni debido, que haya esclavos, pues el color de la cara no cambie el del corazón ni el del pensamiento; que se eduquen a los hijos del labrador y del barretero como los del más rico hacendado. Quiero que todo el que se queje con justicia tenga un tribunal que lo escuche, lo ampare y lo defienda contra el fuerte y el arbitrario; que se declare que lo nuestro es ya nuestro y para nuestros hijos para que tengan una fe, una causa y una bandera bajo la cual todos juremos morir, antes de verla oprimida, como lo está ahora, y que cuando ya sea libre, estemos listos para defenderla”. A medida que se suceden las audiencias en los tribunales, se observa el proceso de nacimiento del Estado mexicano y se entiende claramente por qué el héroe postuló la necesidad de que se estableciera un Poder Ejecutivo vigoroso, a pesar de que en su época sus partidarios no compartieran totalmente sus ideas al respecto. El Lic. Herrera Peña, en lugar de detenerse a rebatir a otros intérpretes pasados y presentes- de este crucial acontecimiento, presenta la visión que tiene de él, con base en las leyes que se invocaron para llevarlo a cabo y siguiendo con atención cada uno de los actos judiciales que se practicaron. Conforme el autor profundiza en el tema, va delineando las características del hombre que fue juzgado, aunque también -lo que es particularmente importante-, las de los que lo juzgaron. Ubicando los hechos en su contexto jurídico, se sirve de todos los documentos que integran los expedientes de los procesos, sin exceptuar uno solo: actas, autos, oficios, certificaciones, piezas probatorias, alegatos, conclusiones y sentencias (publicados anárquicamente y sin explicación alguna en distintas obras), y los analiza cuidadosa y meticulosamente; desentraña su significado y los alcances que tienen en su momento procesal; les da el valor político que les corresponde dentro de su marco histórico, y al aclarar las confusiones en la materia, permite que surja de cuerpo entero el héroe por antonomasia. El Maestro Herrera Peña ha ejercido la cátedra universitaria desde hace ya veinticinco años en diversas instituciones del país y del extranjero; desde que egresó en 1960 de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, en la que se graduó de Licenciado en Derecho, hasta la fecha. Ha hecho otros estudios de posgrado en la Facultad de Derecho de la Universidad de La Habana, Cuba, así como en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Dio clases durante cinco años en el Colegio de San Nicolás, de Morelia, y

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luego otros cinco en la Universidad de Chilpancingo, en la Escuela de Humanidades, de la que fue Director de 1966 a 1970. De 1971 a 1976 representó al Gobierno de México en Montreal, Canadá, en calidad de Delegado de la Secretaría de Turismo. Y sin descuidar sus actividades oficiales -antes bien, como parte de ellas- continuó ejerciendo sus labores académicas, impartiendo algunos cursos en varias instituciones canadienses de educación superior y sustentando múltiples conferencias, sobre México y su cultura en la Universidad Laval, en la Universidad de Quebec, en la Universidad McGill, en la Universidad de Montreal y en la Universidad Sir George Williams. A su regreso a nuestro país, ha seguido prestando sus servicios en la Administración Pública Federal; primero, en la Secretaría de Pesca, de 1979 a 1982, y actualmente, en la Secretaría del Trabajo y Previsión Social. A partir de 1982 se integró al cuerpo docente de la Facultad de Derecho de la UNAM, en la que ha ejercido hasta hoy las cátedras de Política y Gobierno y Teoría General del Estado. La Dirección de la Facultad de Derecho, que ha apoyado permanentemente el trabajo académico del Maestro Herrera Peña, decidió seleccionar su obra para publicarla este año, con la invaluable colaboración de la Editorial Porrúa, en honor de don José Ma. Morelos y Pavón, Siervo de la Nación, para celebrar no sólo el 175o. aniversario de la independencia nacional y el 75o. aniversario de la Revolución Mexicana, sino también el 75o. aniversario de la apertura de la Universidad Nacional de México. Ciudad de México, junio de 1985. DR. MIGUEL ACOSTA ROMERO Director de la Facultad de Derecho. UNAM.

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INTRODUCCIÓN Morelos fue sometido a tres tribunales: el de la Jurisdicción Unida, el del Santo Oficio y el militar. Dos semanas después de su captura, en lugar de ser juzgado sumariamente por un consejo de guerra formado sobre la marcha, como lo preveían las disposiciones jurídicas “coloniales”, se les trasladó a la ciudad de México con el fin de sujetarlo a proceso ante las máximas autoridades españolas de la Iglesia y el Estado, asociadas en un tribunal mixto al que se le llamó Jurisdicción Unida, para condenarlo por alta traición y otros delitos “enormes y atroces”. El juicio duró setenta y dos horas y debía concluir con la degradación y la muerte. Este es el primero de los procesos. Conforme transcurrieron las horas, se presentaron nuevos acontecimientos que hicieron conveniente el aplazamiento de la pena capital, no así la degradación. Uno de ellos fue el de abrir un nuevo juicio ante el tribunal del Santo Oficio, que duró escasamente cuatro días y culminó condenando al cautivo como hereje. Tal es la segunda de las causas. Al concluir ésta, el juez-fiscal del gobierno “colonial” pidió que se condenara al prisionero a la pena de muerte y se descuartizara su cadáver, colocando su cabeza en jaula de hierro colgada en la plaza pública de la ciudad de México, y su mano derecha en la de Oaxaca. Sin embargo, el juez supremo del reino —el virrey— no cedió a la demanda, sin someter previamente a Morelos a un exhaustivo interrogatorio ante un tribunal militar, que desahogó sus diligencias en el término de cuatro días. Este es el tercero y último de los procesos. El primero —ante la Jurisdicción Unida— es un juicio político. Justifica la actuación de las autoridades coloniales ante el rey de España y legaliza la condena del acusado a la última pena. En él se expresa el conflicto entre las concepciones ideológicas, políticas y jurídicas que se dieron entre España y América durante la Guerra de Independencia. El segundo —el de la Inquisición— es doblemente interesante, por inquirir en la vida del acusado —su familia, su trabajo, sus estudios, sus bienes, sus amores, sus lecturas— y por enjuiciarlo y condenarlo por sus ideas filosóficas y políticas.

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Las diligencias llevadas a cabo por el Tribunal Militar, prolongación de la Jurisdicción Unida, la eclesiástica excluida —que forman el tercero—, se concretan a interrogar al soldado insurgente acerca de sus campaña en la guerra, sus victorias y sus derrotas, su lucha por hacerse del Poder supremo entre los suyos, sus relaciones con los países extranjeros, sus ocultos contactos en el campo enemigo, los escondites de sus riquezas, el estado de sus fuerzas y su estrategia para ganar la guerra. En el primer proceso, las autoridades “coloniales” se ven obligadas a hacerlo aparecer, desde el punto de vista jurídico, como un clérigo español que comete el delito de alta traición y otros crímenes enormes y atroces durante “la revolución” de independencia, a fin de justificar sus actos ante el gobierno español. En el segundo, se pretende exhibirlo como jefe de un movimiento herético popular, de tipo luterano, tendiente a producir un cisma religioso y político. Y en ambos, los objetivos políticos son los mismos: aplicar al ilustre detenido un castigo “ejemplar y espantoso”; producir entre sus ocultos partidarios de la ciudad de México —y del resto del reino— un terror saludable, y “hacerlo detestar sus delitos”. En el tercer proceso —ante el tribunal militar— las finalidades son otras: obligarlo a hacer una relación histórica de sus campañas bélicas; presentar el estado actual de las fuerzas nacionales; revelar los nombres de sus partidarios en las ciudades dominadas por los realistas; descubrir los sitios en los que ocultó los bienes que atesorara durante la insurrección; dar a conocer el avance de las relaciones de la nación con otros países del mundo, y producir un plan de pacificación que ahogara en definitiva “el monstruo de la rebelión”. Aquí, las autoridades españolas ya no justifican su actuación ante el gobierno de la metrópoli —como en los otros dos procesos— sino se aprovechan de su prepotencia para pretender arrancar al reo comprometedoras declaraciones que sirvan a sus intereses concretos y fines inmediatos. La preocupación principal de esta obra es la descripción, interpretación y análisis de las actuaciones desahogadas por los tres tribunales del gobierno “colonial”. Para ello, se relata todo lo que le ocurrió al Siervo de la Nación desde su captura, el 5 de noviembre de 1815, en Temalaca —un olvidado pueblo a las orillas del Balsas— hasta que se le fusiló el 22 de diciembre del mismo año, a las tres de la tarde en punto, en San Cristóbal Ecatepec, finca veraniega de los virreyes situada al Norte de la ciudad de México.

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Al conocerse en el palacio del virrey el parte militar en que se da cuenta de su fortuita aprehensión, se relata cómo se ordenó que se difundiera la noticia en un número especial y extraordinario de la Gaceta de México, órgano oficial del gobierno “colonial”. En seguida, el virrey y el arzobispo se dedicaron a resolver los problemas derivados de su sujeción a proceso. De inmediato se presentaron las primeras dudas, no en cuanto al destino del prisionero —éste era la muerte— sino al lugar, tiempo y modo de su ejecución. El virrey creyó que bastaba someterlo a juicio sumario ante consejo de guerra. El arzobispo, por su parte, impuso su opinión —fundada en la ley y en los precedentes judiciales— en el sentido de que se le juzgara por la Iglesia y el Estado. Se relatan los pormenores de la polémica habida al respecto entre virrey y arzobispo. Para desahogar el proceso de la Jurisdicción Unida fue necesario trasladar al detenido con lujo de precauciones desde la Tierra Caliente hasta la ciudad de México. Los caminos estaban infestado de guerrillas insurgentes. Tomáronse las medidas de seguridad necesarias. Su llegada a la capital del reino se consideró altamente peligrosa, ya que se supuso que el pueblo estaba dispuesto a rebelarse para “liberar —en frase del arzobispo— a su humillado héroe”. Tuvo que hacérsele llegar reservadamente “después de las doce de la noche” del miércoles 22 de noviembre de 1815. Para resguardarlo durante el juicio sumario —que se llevaría a cabo a puerta cerrada— se le alojó en las cárceles secretas de la Inquisición. Se describe su traslado. Unas cuantas horas después —a las once de la mañana— se inició la instrucción ante los jueces comisionados de la Iglesia y el Estado —la célebre Jurisdicción Unida— y concluyó al día siguiente, a las doce horas en punto. Para comprender cabalmente la significación, propósitos y finalidades del interrogatorio al que fue sometido en este tribunal, se exponen las bases jurídicas en las que éste se apoyó así como los precedentes más importantes en la materia: los juicios de Talamantes, Hidalgo, Matamoros y San Martín. Las respuestas del distinguido acusado no son de ningún modo improvisadas. Al contrario: constituyen la expresión de sus más fuertes, maduras y arraigadas convicciones políticas. Sin embargo, los principios de la guerra y de la paz en que se fundó para actuar no son sólo de él sino comunes a todo el grupo de combatientes que representó los intereses, sentimientos e ideales de la nación en esta época. Por consiguiente, las declaraciones de Morelos no pueden adquirir su pleno valor y sentido si no se conocen previa-

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mente las ideas del grupo que él acaudilló. Se hace un resumen de éstas antes de exponer aquéllas. El antagonismo ideológico entre los magistrados españoles y el reo insurgente es el mismo que existe entre el sistema político “colonial” y la nación en pie de guerra. Por eso, en lo que se refiere al primer proceso, se ponen en evidencia las estratagemas del tribunal para presentar al detenido, no como un hombre de Estado y el alto jefe militar de una nación combatiente, sino como un clérigo español levantado en armas contra “su rey y señor” —dentro de las fronteras de la nación española—, condición sine qua non para legitimar su jurisdicción y competencia en este asunto. Siendo el fraude judicial del todo punto necesario —tanto por razones de Estado cuanto por restricciones de la ley— para llevar adelante el proceso, se destacan en esta obra las pruebas de la mala fe que presidió las actuaciones del tribunal mixto de la colonia y lo condujo a “alterar” las actas a fin de justificar la sentencia de muerte. En la primera parte del juicio ante la Jurisdicción Unida se describe la forma en que el tribunal se esfuerza por hacer aparecer al acusado como un traidor al rey, mientras que aquél, por su parte, logra afirmarse como Vocal del Supremo Consejo de Gobierno y Capitán General de una nación llamada América mexicana. De paso, sienta en el banquillo de los acusados al propio rey de España y demuestra que no fue él —el Siervo de la Nación— quien traicionó al monarca, sino éste a todas las Españas. Al acusársele de la comisión de crímenes “enormes y atroces” da una réplica basada en el Derecho de Guerra y de Gentes. En esta parte del interrogatorio, por cierto, se percibe claramente una omisión en las actas ocasionada por los magistrados: la contraacusación del detenido, responsabilizando a sus captores de la comisión de los mismos delitos enormes y atroces contra la nación. Dentro de este mismo proceso —el primero— se analiza una larga y al parecer contradictoria declaración de Morelos —la de su proyecto de ir a España a pedir perdón al rey—, cuya lectura a primera vista revela una de sus supuestas flaquezas. Se analizan, dentro de su contexto histórico, las partes constitutivas de dicha declaración y se desentraña su significación política concreta. Morelos, a pesar de no ser enterado del contenido del acta, acepta firmarla, no sin lograr que el tribunal haga constar, al final, una sutil pero reveladora observación que arroja luz sobre este asunto. Pasarla desapercibida por su brevedad y su carácter meramente pro-

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cesal ,sería interpretar erróneamente todo el expediente. Este es un caso concreto, que se juzga conforme a leyes específicas, en circunstancias perfectamente determinadas y por individuos con características bien definidas. Para dar una idea de la calidad política y humana de algunos magistrados que integran el tribunal eclesiástico —parte de la Jurisdicción Unida— que condena a Morelos a la degradación, se ofrecen algunos de sus rasgos distintivos, lo que permite comprender la razón de su voto condenatorio. Se explican las causas por las cuales el reo es sujeto al día siguiente, 23 de noviembre, a un nuevo proceso ante el tribunal del Santo Oficio. Aquí, en este segundo juicio, se ve al compareciente hacer referencia a los puntos más importantes de su vida privada, desde que nace hasta el momento en que recibe el orden de presbítero de manos del obispo de Michoacán. En esta parte se incluye su ocupación de labrador adolescente en Apatzingán; la de joven estudiante universitario en el Colegio de San Nicolás, en Valladolid, y la de maduro seminarista externo y novel catedrático en Uruapan. Este relato autobiográfico se completa con la siguiente etapa de su vida, que corre desde su ordenación y su primer nombramiento como cura de Churumuco, hasta el día en que abandona su curato de Carácuaro para lanzarse a la insurrección, incluyendo sus actividades profesionales, el registro de sus bienes, el relato de sus amores y la reseña de sus lecturas. En este segundo proceso, los inquisidores se interesan muy especialmente en su vida privada y en los libros que leyó. Se ofrece una visión panorámica de sus lecturas fundamentales, la de los teólogos y la de los filósofos, las permitidas y las prohibidas. Para reconstruir las fuentes en que bebió sus ideas se recurre a las obras que se encontraron en uno de los huacales que se le decomisaron, a la acusación del fiscal del Santo Oficio y a las propias respuestas del declarante. Fuera de los procesos, se relatan tres acontecimientos que, no por oscuros y desconocidos, son menos apasionantes: la supuesta intercesión de la virreina por la vida del héroe; la visita del virrey al calabozo secreto del detenido, y el presunto proyecto de suicidio de éste para producir al Estado, al decir de Calleja, “un daño político de no poca gravedad y trascendencia”. Dentro del segundo proceso se describen igualmente las ideas de Morelos sobre el Santo Oficio así como su elegante —pero no

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menos contundente— estilo para impugnar su jurisdicción y competencia, acusando de paso a sus jueces y acusadores de graves faltas contra su propia nación, contra el Derecho que les sirve de fundamento y contra la moral que debe regir las relaciones entre los hombres, independientemente del país al que pertenezcan. En el tribunal del Santo Oficio hay dos audiencias —de las ocho que se celebran— en que se cruzan acusaciones y defensas, aunque sería más propio decir que se formulan acusaciones y sutiles contra-acusaciones. En la primera de ellas, los cargos recaen sobre la persona del héroe y su conducta pública y privada, antes y durante la Guerra de Independencia. En la segunda —la más importante de este juicio— la materia de controversia es nada menos que la relativa a sus ideas filosóficas y políticas. En esta parte, el declarante parece desdecirse de sus convicciones, lo que se ha considerado como otra de sus debilidades. Las larguísimas acusaciones del fiscal y las breves y aparentemente contradictorias respuestas del detenido son debidamente analizadas, ordenadas y aclaradas. Aquí también se ponen de manifiesto las formas del fraude judicial. El fiscal concluye su requisitoria con el ofrecimiento de pruebas (entre las que se encuentra la Constitución de Apatzingán) que demuestran la supuesta culpabilidad del reo. Los jueces inquisidores dictan sentencia condenatoria el domingo 26 de noviembre. Una de las piezas jurídicas que sobresale por sus implicaciones políticas —antes de la sentencia— es la que contiene la abjuración de Morelos, calificada también como otra de sus flaquezas. Se hace de ella un breve análisis y se le interpreta en su contexto. A pesar de haber terminado sus actuaciones, la Jurisdicción Unida —el primer tribunal— vuelve a constituirse el mismo 26 de noviembre para tomar nuevas declaraciones al prisionero —de carácter eminentemente militar— sobre el estado actual de la “rebelión” y sus relaciones con el gobierno de los Estados Unidos. Morelos rinde su deposición y ofrece que si se le proporcionan “avíos de escribir” hará un plan de pacificación: otra de sus supuestas fragilidades, ésta de enormes repercusiones políticas y militares. La sentencia del tribunal eclesiástico —parte de la Jurisdicción Unida— así como la del Santo Oficio, se “ejecutan” el lunes 27 de noviembre en el Palacio de la Inquisición ante un reducido grupo de notables. Se describe la forma en que se llevan a cabo, primero, el auto de fe, por el Santo Oficio, y luego, la solemne degradación, por

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uno de los prelados de la colonia. Despojado de su oficio y beneficios eclesiásticos, Morelos es entregado al “brazo secular”, es decir, al Estado. Las cárceles secretas de la Inquisición se convierten en un punto vulnerable. La indignación popular aumenta. El condenado es secretamente trasladado —a altas horas de la noche del 27 de noviembre— a una nueva prisión en el cuartel militar del Real Parque de Artillería, en La Ciudadela. Cumplidos los objetivos políticos indispensables para obtener del rey la aprobación de las causas seguidas al prisionero, el virrey se percata de que debe también satisfacer otras necesidades políticas y militares de carácter exclusivamente local, y lo somete a un interrogatorio ante un tribunal militar: tal es el tercer proceso. Sus finalidades concretas son precisas. Ya se invocaron: obligarlo a hacer la historia de la “rebelión” desde que tomó las armas hasta el día de su prisión, y además, hacerlo revelar los nombres de sus partidarios en las ciudades bajo el dominio “colonial”, el estado actual de las fuerzas insurgentes y los lugares en que ocultara el atesorado botín de sus campañas. En este tribunal, como se dijo antes —que funciona del 28 de noviembre al 2 de diciembre— ya no hay acusaciones ni defensas sino sólo preguntas y respuestas. El distinguido reo da cuenta de todas sus campañas, desde que toma las armas hasta que es capturado. De sus respuestas surge la historia de la Guerra de Independencia, desde octubre de 1810 hasta los primeros días de noviembre de 1815. Dícese que en este tribunal produce también informaciones que ponen en riesgo la causa por la que luchó. Una de ellas, la forma y términos en que se hizo del Poder entre los suyos. Y otra, un plan de pacificación para acabar con ellos. En el primer caso, se comparan sus respuestas con la información al respecto. Y en el segundo, se describen los resultados del plan. Del 2 al 20 de diciembre de abre un gran vacío procesal. Se ignora lo que ocurre en esos días en el calabozo de La Ciudadela. El hombre que capturó al héroe —el coronel de la Concha— es comisionado el lunes 4 de diciembre al norte de la capital: Villa de Guadalupe, San Juan Teotihuacán, Llanos de Apam, y regresa varios días después a hacerse cargo del prisionero. En su ausencia se dan a Morelos “avíos de escribir” —fuera de actuaciones judicia-

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les— y produce una extraña carta fechada el 12 de diciembre que, según Lemoine, lo compromete seriamente ante la historia. Es una carta confidencial dirigida al virrey en la que le dice dónde arrojaron sus compañeros de armas algunos metales inservibles; dónde existen minas de dichos metales y quiénes son los hombres al servicio de Calleja en las poblaciones insurgentes. El papel no se incluye en ninguno de los procesos, pero su carácter y contenido se analizan a la luz de los intereses del sistema “colonial”. Se describe cómo el Congreso mexicano se dirige, no al virrey —al que no reconoce como gobernante— sino al “general español” Calleja; intercede por la vida de Morelos, y ofrece cesar el derramamiento de sangre y la desolación del país. De no respetarse la vida del héroe, amenaza con pedir cuentas a los sesenta mil españoles residentes en la América mexicana. El virrey da como respuesta un “despreciable silencio”, pero suspende la sentencia. Pocos días después, el coronel Manuel Mier y Terán, comandante insurgente de la Villa de Tehuacán, disuelve no sólo el Congreso mexicano sino también las otras dos corporaciones —el supremo gobierno y el tribunal de justicia— que representan al Estado nacional. Al saberlo, el virrey y juez supremo de la colonia ordena el 20 de diciembre que se reconstituya el tribunal militar en el calabozo de La Ciudadela a efecto de que el prisionero produzca su última declaración. En 1812 se mandó a una mujer a envenenarlo. Se quiere saber cómo se previno del peligro y quién le dio la información al respecto. Después de leer las actas que contienen las respuestas, el mismo virrey dicta sentencia de muerte y ordena que se la notifiquen al ilustre reo al día siguiente, 21 de diciembre —tres días antes de Nochebuena—, en el dieciochoavo aniversario de su ordenación sacerdotal. El 22 de diciembre se conduce al sentenciado al norte de la capital; se pasa por la Villa de Guadalupe, se llega a San Cristóbal Ecatepec y se le ejecuta allí mismo a las tres de la tarde, sin más testigos que las tropas del coronel de la Concha. En los tres procesos, por consiguiente, fuera de ellos, en la sentencia capital y aún después de ésta, hay numerosas referencias a las supuestas debilidades del héroe. En el primero aparece su intención de ir a España a pedir perdón al rey. En el segundo reconoce los errores que se le señalan sobre la Constitución de Apatzingán y abjura de ellos. En el tercero ofrece formular un plan de pacificación. Fuera de los procesos, existe la carta confidencial que diri-

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ge al virrey sobre los metales que los insurgentes arrojaran a la basura. A lo anterior se agregan —como dijo Calleja— sus “vagas e indeterminadas ofertas” para disuadir a los suyos que abandonaran las armas. Y aparece, al final, su retractación y su llamado a los suyos para que abandonen las armas, publicada en la prensa “colonial” al día siguiente de su muerte. ¿Qué significan estas fallas, flaquezas o debilidades del héroe? ¿Fueron efectivamente tales? Este libro está destinado a explicarlas... ***** Lo que generalmente se ha hecho al investigar este tema ha sido aislar las actas de los procesos de su contexto histórico, principalmente de los antecedentes políticos concretos que les dieron origen; interpretarlas literalmente y aceptar como auténtica la realidad derivada de su texto. Se ha partido de la base de que los jueces procedieron de buena fe y reprodujeron en dichos documentos las declaraciones del acusado, tal y como éste las emitió y validó con su firma. La lectura de las actas, en efecto, es tan fascinante, que se tiende a olvidar su real perspectiva dentro del marco histórico en que se produjeron. El texto fuera del contexto. Cuando se cae en esta seductora posición, la imagen de Morelos corresponde exactamente a la que el Estado “colonial” quiso fabricar para su tiempo, en función de sus intereses políticos. Surge entonces el supuesto hombre contradictorio, desgarrado, deshecho, que se balancea entre lo auténtico y lo engañoso, lo heroico y lo claudicante, pero al que le faltan visos de verdad. Aquellos que gustan de criticar al héroe y probar su hundimiento moral en los tribunales, adoptan este método. Otra actitud ha sido la de rechazar de plano la documentación del caso. Hubo vicios de origen. La mala fe de los tribunales, aunque imposible de probar, es obvia. La sentencia capital fue dictada desde antes que se iniciara el primer proceso. Los juicios fueron secretos. Hubo irregularidades sustanciales de procedimiento. El Estado “colonial” fue juez y parte. Las actas, levantadas unilateralmente por sus enemigos, sin testigos de ninguna especie, carecen de validez y deben declararse nulas e insubsistentes, de acuerdo con el principio latino testis unus testis nullus; testimonio único, testimonio nulo. El Morelos maltrecho que nos arrojan las actas no

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existe. Los que suelen hacer la apología del héroe parten de esta posición. Las dos actitudes anteriores, llevadas al extremo, son igualmente incongruentes e inconsistentes. Una, al exhibir a Morelos deshecho, no acierta a explicar su integridad y fortaleza en la mayor parte de los procesos. La otra, al rechazar la desgarrada imagen del hombre claudicante, no vacila en aceptar la otra —su contraria— que se deduce de las mismas actas tachadas de nulidad. Y también con inconsecuentes cuando pretenden ser objetivas, pues aparentemente opuestas entre sí, coinciden en lo fundamental. Los que critican las fallas del hombre encarcelado admiten que también tuvo actitudes dignas, y los que ponen de manifiesto su gallardía se ven obligados a aceptar que al mismo tiempo tuvo debilidades. El hecho es que la imagen contradictoria de Morelos no es más que el fruto de métodos de investigación mal planteados, generalmente circunscritos al examen literal de las actas. Morelos es uno y siempre se mantuvo a la altura de sus principios. Cuando se analiza la abundante documentación de la época dentro de su marco histórico, en lugar del supuesto Morelos ambivalente —fuerte y débil a la vez—, surge el mismo personaje de siempre: el que escribió los Sentimientos de la Nación. Y si acaso, dos hombres perfectamente definidos y opuestos entre sí: el Morelos auténtico y el anti-Morelos; el forjado por la nación y el fabricado por la “colonia”. Es el auténtico Morelos el que expresa su intención de ir a ver al rey para pedir perdón; el que reconoce que la Constitución de Apatzingán “siempre le pareció mal por impracticable y no por otra cosa”; el que valida con su firma la abjuración de sus errores; el que produce un plan de pacificación y el que probablemente escribe una carta confidencial al virrey; pero éstas no pueden considerarse debilidades, excepto para aquellos que ignoran su contenido. Su viaje a España no es un intento de echarse a los pies del rey, sino uno de tantos proyectos del Estado mexicano para obtener la independencia nacional. Su crítica a la Constitución no es una claudicación de sus ideas, sino un rechazo a un poder ejecutivo nacional débil y dividido. La abjuración de sus errores no es una aceptación del sistema “colonial”, sino de sus posibles faltas personales en materia de fe, pues se limita al ámbito religioso, excluyendo el de la política. Su plan de pacificación no tiene el propósito de acabar con Vicente Guerrero y Guadalupe Victoria —contra los cuales está enfocado— pues siembra la duda de tal modo en el gobierno “colonial”, que su valor político y militar puede ser medido en proporción a sus efec-

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tos: fueron estos jefes los que consumarían la independencia. Por último, su carta confidencial al virrey compromete más a éste que a aquél. En todas estas cuestiones no hay nada que pueda reprochársele o criticársele. Es fiel a sus principios. Mantiene su dignidad y su integridad de hombre de Estado. Es uno y el mismo Morelos. El otro, en cambio —el falso—, reconoce que sus actos e ideas constituyeron un error; llama “partido” a la nación, “revolución “a la guerra, “plebe” al pueblo, “rey nuestro señor” a mal un ciudadano español, “secuaces” y “cómplices” a sus compañeros de armas, etc. Los dos Morelos —el auténtico y “el otro”— que surgen de las actas judiciales, responden a las dobles y contradictorias necesidades —políticas y jurídicas— del gobierno virreinal: por un lado, al imperativo de hacer confesar al acusado sus verdaderos actos e ideas, tal cual, a fin de justificar las sentencias condenatorias, y por otro, al de orillarlo a reconocer sus errores y a retractarse de su actuación con fines de propaganda política. Esta ambigua actitud obliga a los magistrados a registrar y transcribir literalmente sus auténticas declaraciones, pero también a adulterarlas, para dejar constancia de su eficacia ante las autoridades superiores de la metrópoli, y, al mismo tiempo, desacreditar la causa de la independencia. El Morelos auténtico, por ejemplo, se limita a criticar la ineficaz organización de los poderes públicos de la nación en armas “y no a otra cosa”. El “otro”, en cambio, la generaliza a todo el sistema político nacional así como a los principios filosóficos en que éste se funda. Uno, el real, se circunscribe a abjurar de sus posibles faltas personales en materia de fe: el “otro”, por el contrario, se retracta de todas sus faltas políticas así como de su participación en la guerra de independencia y se hinca además ante sus verdugos pidiendo perdón. Y así sucesivamente… La obligada mala fe del sistema “colonial”, en general, y de los juzgadores, en particular, es un elemento esencial y una pieza clave de la interpretación histórica y jurídica de los procesos. Dicha mala fe, aunque obvia en una guerra a muerte como la de la independencia, está confesada por los jueces supremos que resolvieron este caso y corre a lo largo de los juicios, expresándose y haciéndose visible constantemente. Desde la primera audiencia del primer proceso, hasta la sentencia capital y aun después, los tribunales incurrieron varias veces en prácticas tendenciosas, parciales e incluso fraudulentas. Hay pruebas abundantes y evidentes de ello, como oportunamente se verá, lo que nos permite asegurar que son

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las dobles necesidades del gobierno “colonial”, a las que se ha hecho referencia, las que ocasionaron el surgimiento, no de un Morelos dramáticamente deshecho, sino de dos antagónicos entre sí: el forjado por la Historia a golpes de hierro en el fuego de la lucha, modelado con la sangre, el sudor, la emoción y la voluntad de un pueblo, y “el otro”, el fabricado por el régimen “colonial” con odio, miedo y deseo de venganza. Al aceptar los acontecimientos en toda su complejidad y reproducir sus trazos valiéndonos de las piezas documentales existentes, fue preciso establecer en esta obra, en primer lugar, el vínculo entre las actas de los procesos y los motivos políticos y jurídicos que las generaron; rastrear estos a lo largo de todo su desarrollo procesal, y mantener constantemente una actitud crítica ante los hechos —los procesales y los reales— a la cegadora luz de la violentísima contienda que sacudió la época entera. Fue imprescindible, en segundo lugar, identificar no sólo las expresiones que corresponden realmente a Morelos, sino también las opuestas, hechas por los magistrados y atribuidas a aquél. La distinción entre unas y otras fue posible al estudio jurídico y metajurídico de este caso. La investigación del marco histórico concreto en que se desarrolló la acción arrojó suficiente luz para hacer el deslinde correspondiente. Este trabajo se completó, además, con el planteamiento de algunas conjeturas derivadas de los hechos conocidos que nos condujeron a otros desconocidos. La delicada historia de estos juicios, por consiguiente, ha sido reconstruida a base de documentos críticamente analizados, pero también —algunas veces— a golpes de hipótesis, inevitables y necesarias en un conflicto gigantesco entre dos partes, como éste, del cual no se cuenta más que con el testimonio de una de ellas. La investigación cuyos resultados se presentan en esta obra, nunca fue orientada por la necesidad de dignificar a Morelos frente a ataques malévolos o críticas perversas. Y menos con el propósito de enjuiciar y condenar a sus jueces así como a sus herederos en la Historia. El héroe no necesita defensa. Es el espejo de la nación, una de las expresiones mejor logradas de nuestro pueblo y un personaje lo suficientemente grande y fuerte para defenderse por sí mismo a través de los tiempos. Tampoco los jueces y sus descendientes necesitan ser enjuiciados. Ya fueron y siempre serán condenados por la Historia. La finalidad que presidió estas páginas fue un apasionado de-

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seo por descubrir la verdad —hasta donde ello es posible— de lo ocurrido en las audiencias secretas de los tribunales “coloniales”. A Morelos siempre le pareció mal engañar a la gente. Él siempre luchó por la verdad. La verdad fue su mejor arma política. Llevado de su ejemplo, es la verdad la que se buscó en esta obra. La verdad es el único homenaje que podría rendirse a los protagonistas de este drama, en general, y a Siervo de la nación, en particular, en el 175 aniversario de la independencia nacional. JOSÉ HERRERA PEÑA. Ciudad de México, diciembre de 1984.

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I CASTIGO EJEMPLAR Y ESPANTOSO Sumario: 1. Derrota y prisión del cabecilla Morelos: a) trato soez al prisionero; b) retrato de Manuel de la Concha; c) inútil espera de reciprocidad; d) cambio de trato. 2. Las conversaciones secretas: a) el bando de 25 de junio de 1812; b)dudas para aplicarlo en este asunto; c)retrato del arzobispo Pedro de Fonte. 3. Agitación en la ciudad: a)amenazas del profeta Jeremías; b) interpelación del ayuntamiento; c) tribunal eclesiástico en lugar de consejo de guerra. 4. Los móviles del proceso: a) castigo ejemplar y espantoso; b)terror saludable; c) reconocimiento y detestación de sus delitos.

1. DERROTA Y PRISIÓN DEL CABECILLA En un oficio firmado por el teniente coronel Manuel de la Concha en Temalaca —un perdido pueblo de la Tierra Caliente a las orillas del Balsas— el 5 de noviembre de 1815, dirigido al virrey Félix Ma. Calleja, se lee: "La sección de mi mando ha derrotado y preso el día de hoy al cabecilla Morelos. Desde Tepecoacuilco, que es a donde me dirijo, le detallaré a vuestra excelencia las circunstancias de esta (acción)". Más adelante puntualiza: "Le conservo la vida en compañía de otro de igual carácter que le seguía, no sé con qué empleo, apellidado Morales, y a ambos los tendré en la misma disposición hasta tanto vuestra excelencia me diga si los conduzco a esa capital, por parecerme que su conducción y entrada desengañará a muchos incautos que creían que Morelos era invencible".1 Morelos, para Concha, no era el jefe de gobierno de una nación beligerante sino un "cabecilla" sedicioso, al que había conservado la vida —a pesar de sus fuertes impulsos de quitársela— para capitalizarla políticamente a su favor. Según su parte de guerra, se veía a sí mismo entrando a la capital del reino llevando consigo a su enjaulado prisionero y recibiendo las aclamaciones de la multitud, como un nuevo César arrastrando a Vercingetórix encadenado por las calles de la Roma americana…

1

Parte del teniente coronel Manuel de la Concha al virrey Félix Ma. Calleja fechado en Tepecoacuilco el 15 de noviembre de 1815, en el que se da cuenta detallada de la acción de Temalaca de 5 de noviembre anterior, en la que aprehendió a Morelos, Hernández y Dávalos, J. E., Colección de Documentos para la Historia de la Guerra de Independencia de México, t. VI, n. 67, México, 1882.

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La Gaceta de México, que se publicaba martes, jueves y sábados, además de su edición normal, tiró el jueves 9 de noviembre un número especial y extraordinario que tiene el siguiente encabezado: Derrota y prisión del cabecilla Morelos. En el cuerpo del periódico se publica el parte del teniente coronel Eugenio Villasana, enviado al virrey desde Tepecoacuilco: Es la una de la tarde, en que acabo de recibir la plausible noticia que me comunica el teniente coronel Manuel de la Concha, de la completa 2 derrota del rebelde Morelos.

Además de adular al jefe del gobierno “colonial” por su genial estrategia militar, gracias a la cual se habían detenido en general los avances de la insurgencia, dicho teniente coronel asegura que este triunfo en concreto no hubiera sido posible sin el apoyo logístico y el sacrificio de sus hombres —es decir, sin él— y no olvida pedir que se recompense a los que participaron directa e indirectamente en dicha acción por sus servicios. Se ignora la reacción que haya causado esta impresionante noticia en la ciudad de México. No se conoce ningún comentario al respecto; pero es de suponerse que estremeció a los lectores. El caso es que tres días después, el domingo 12 de noviembre, el virrey Calleja otorgó a los tenientes coroneles Concha y Villasana el grado de coroneles; al teniente Matías Carranco —el hombre que capturó a Morelos— el de capitán, y ascendió a otros muchos oficiales y soldados de sus tropas.3 Al día siguiente, lunes 13, concedió a Concha el honor de hacerse cargo del ilustre prisionero, y así lo haría desde ese momento

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Oficio del teniente coronel Eugenio Villasana al teniente coronel Gabriel de Armijo, fechado en Atenango del Río el 8 de noviembre de 1815, en Morelos, Documentos inéditos y poco conocidos, colección de documentos del Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía, v. II, t. II, México, Secretaría de Educación Pública, 1927, pp. 288-289. 3

Relación de ascensos otorgados por el virrey a los jefes y oficiales que se distinguieron en la acción de Temalaca de 5 de noviembre de 1815 en que se capturó a Morelos. El virrey dictó un acuerdo en el sentido de que, además de los ascensos de referencia, se gratificara a la tropa de la clase de argento abajo con un mes de paga, y que “al teniente Carranco, que fue el primero en coger al rebelde Morelos”, se le permitiera llevar “un escudo en el brazo izquierdo con las armas de su majestad y el lema de: señaló su fidelidad y amor al rey el día 5 de noviembre de 1815”, Hernández, nn. 68 y 69.

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hasta el final.4 Dice Bustamante que a partir de su aprehensión, aseguraron al detenido con "una barra de grillos" y lo trataron, no como soldado vencido, sino como el peor de los criminales del orden común. Morelos "reconvínole a Concha sobre el modo con que su tropa soez lo había insultado —agrega el historiador—, recordándole que él no lo había usado con los primeros españoles; Concha remedió este mal quitándole las prisiones y tratándolo con la generosidad que no era de esperar de sus principios de taberna".5 Esto no es cierto. Concha siempre lo trató en forma grosera, ruda y humillante. De Temalaca a Tepecoacuilco lo exhibió "como monstruo" —son sus palabras— en los lugares por donde pasó. En uno de sus informes, al atribuir a una de las poblaciones del camino "el deseo de darle muerte en pedazos", puso de manifiesto lo que se agitaba en su subconsciente, porque tan carniceras intenciones eran de él, no de alguna aldea o ranchería.6 Al llegar a Atenango del Río —donde estaba acuartelado Villasana— las sació parcialmente, al festejar su triunfo con su compañero, embriagarse y fusilar a treinta prisioneros insurgentes que habían sido capturados en Temalaca. Los testimonios de la época describen a Concha como dipsómano y sádico. Había utilizado la milicia para dar salida a sus instintos criminales. Al consumarse la independencia dejó de beber y decidió salir del país, sigilosamente, como tigre emboscado: se fue de México a Veracruz con la intención de embarcarse a España; "pero fue asaltado y asesinado cerca de Jalapa —dice Lemoine—, sin

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El texto de la comisión conferida al nuevo coronel Concha no se conoce, pero éste la revela al acusar recibo con las siguientes palabras: “Cumpliendo con la superior orden de vuestra excelencia que se sirve comunicarme en oficio del 13 del presente, de las ocho de la noche, saldré de este pueblo con el cabecilla Morelos y el capellán mayor del Congreso Morales con dirección para esa capital el día de mañana…”, Hernández, n. 1. 5

Bustamante, Carlos Ma. de, Elogio Histórico del general D. José María Morelos y Pavón: “Conducido a Temalaca se le pusieron grillos y la tropa europea lo llenó de dicterios usando con él del lenguaje de abominación que es exclusivamente suyo”, en Hernández, n- 96. Cfr. Bustamante, Carlos Ma. de, Cuadro Histórico de la Revolución de Independencia, t. II, México, 2ª ed., Imprenta Mariano Lara, 1844, p. 224. 6

Hernández, n. 67.

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que nunca se aclarara el misterio de aquel crimen".7 Algunas personas ingenuas o desorientadas han supuesto que ese crimen fue llevado a cabo por desconocidos maleantes —una coincidencia— y no de la justa ejecución de un asesino a manos del pueblo. El asunto no vale la pena comentarlo. Uno de los escasos informes sobre los "últimos momentos" de Morelos con visos de verosimilitud es el que produjo un tal padre Salazar, "religioso dieguino —dice Bustamante—, capellán ad honorem de la división del asesino Concha", muchos años después de haber ocurrido los hechos: publicó, en efecto, en forma anónima, un artículo en el periódico El Eco de la Justicia, No. 91, tomo 1º, de 24 de octubre de 1843, en el que afirma que cuando presentaron al prisionero ante los comandantes que lo prendieron Villasana y Concha, ambos le hicieron esta pregunta: si como la suerte de la guerra ha hecho que usted hoy sea nuestro prisionero hubiera sido al revés, ¿qué habría hecho con nosotros? Morelos —agrega el informante— les respondió con todo garbo: darles a ustedes una o dos horas para morir, y fusilarlos luego.8 El héroe esperaba reciprocidad en su caso. Estaba preparado para la muerte. Los oficiales realistas, en cambio, no lo estaban para ejecutarlo. Ahora bien, es cierto que Concha se vio obligado a interrumpir sus sádicas exhibiciones; pero no por generosidad personal, como afirma Bustamante, sino por orden del virrey Calleja y por razones de Estado. Desde que vuestra señoría llegue a San Agustín –ordenó el virrey-, tomará las prudentes precauciones oportunas a impedir que se introduzca en el pueblo mucha gente, conducida por la novedad, poniendo 9 partidas en las avenidas que la hagan retirar.

Esta disposición, no la interpelación del reo, fue lo que impidió al cruel militar seguir exponiéndolo al escarnio público. No debía ser visto por nadie, excepto por los que llevaran pase de puño y letra 7

Lemoine, Ernesto, Morelos, su vida revolucionaria a través de sus escritos y otros documentos de la época, México, UNAM, 1965, nota al pie de la página 147. 8

Bustamante, pp. 234 y 237.

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Oficio del virrey al coronel Concha fechado en México el 19 de noviembre de 1815, en el que le previene qyue conduzca a los reos Morelos y Morales a las cárceles secretas del Santo Oficio, Hernández, n. 2.

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de Calleja: No permitirá vuestra señoría por motivo alguno —agrega Calleja—, que vean a los reos más que aquellas personas que lleven orden mía 10 al efecto.

El virrey debe haber concedido muy pocas autorizaciones, aún por razones políticas o militares, para que en ese lugar —hoy Tlalpan— se acercaran al caudillo. No se conoce el texto de ninguna. Por eso es difícil creer en la supuesta anécdota que ocurrió en dicha población, narrada por el mismo Bustamante, tanto dado a los mitos. Dice que "una vieja extranjera semejante a una estantigua" empezó a injuriar a Morelos, encadenado a un poste con esposas y grillos, y éste, volviéndose blandamente y en tono suave, le preguntó: ¿No tiene usted qué hacer en su casa, señora?11 Si el incidente realmente se produjo, lo que es de dudarse, tuvo que ser durante el recorrido de Temalaca a Huitzilac, en donde se exhibió a Morelos encadenado, no en San Agustín Tlalpan; pero si se toma en cuenta que en estos lugares no vivían extranjeros, lo más probable es que nunca haya tenido lugar. 2. LAS CONVERSACIONES SECRETAS Las leyes en vigor autorizaban al virrey de la Nueva España a disponer de la vida de los prisioneros insurgentes en la forma en que lo estimara pertinente. El terrible Bando de 25 de junio de 1812 sanciona con pena de muerte a todos los que "resistan a las tropas del rey", sin más formalidad que la de ser sumariamente procesados en consejo de guerra y darles el tiempo "estrictamente necesario para que se dispongan a morir cristianamente". Son acreedores a la pena capital no sólo los militares y civiles –mujeres, niños o ancianos- sino también “los eclesiásticos de estado secular o regular que hayan tomado parte en la insurrección y servido en ella con cualquier título o destino, aunque sea sólo en el de capellanes". A pesar de su pretendido fuero o inmunidad, deben ser "juzgados y ejecutados del mismo modo, sin necesidad de precedente degradación".12 10

Ibid, n. 2.

11

Bustamante.

12

Bando de 25 de junio de 1812 firmado por el virrey Francisco Xavier Venegas, reproducido en La Gaceta de México, martes 30 de junio de 1812, t. III, n. 253,

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Para Calleja, máxima autoridad del reino, el asunto no ofrecía mayores complicaciones. La suerte de Morelos —así como la de su compañero— estaba sellada de antemano: era la muerte. Lo único que faltaba era legalizar su ejecución a través de un juicio sumario ante consejo de guerra; pero había problemas de tiempo, modo y lugar, para resolver los cuales, entre el 8 y el 12 de noviembre, hubo varias conversaciones secretas en la ciudad de México entre el virrey y el doctor Pedro de Fonte, arzobispo de la capital. Conocemos lo más substancial de ellas gracias a una carta confidencial enviada por el dignatario eclesiástico al rey de España. Derrotado y preso el cabecilla Morelos —dice Fonte—, sucedió la incertidumbre acerca de su castigo, no porque se dudase de la pena 13 que merecía, sino el lugar y modo de aplicársela.

Los problemas derivados de su captura, como se ve, no eran de fondo, sino sólo de forma. Debíasele someter a juicio sumario: su duración no debía exceder de setenta y dos horas. Y era imperativo ejecutarlo: en esto no había ninguna duda. Ahora bien: ¿era procedente un consejo de guerra? ¿Tenía competencia algún otro tribunal? ¿Bajo el imperio de qué leyes? ¿En dónde? ¿En la Tierra Caliente, es decir, en los lares del caudillo? ¿O en la capital, como lo proponía Concha, "para desengañar a los incautos que creían que Morelos era invencible"? ¿En público o secretamente? ¿Cuáles eran los precedentes judiciales en la materia? ¿En qué términos debía redactarse la sentencia? ¿Dónde, cuándo y cómo debía ejecutársele? ¿Bastaba con su ejecución? ¿O era necesario aplicarle un doloroso escarmiento antes de hacerlo. . .? Aunque el virrey Calleja invocó el Bando de 25 de junio de 1812 —al que se hizo referencia— para resolver el caso, el doctor Fonte planteó una serie de objeciones que hicieron surgir las dudas que mencionó en su comunicación al monarca. El asunto no era tan simple como parecía a simple vista. No se trataba de liquidar a un hombre —a Morelos—, sino a la insurrección, e inclusive a algo más importante todavía: a una nación. arts. 1º, 2º, 6º, 7º y 10º. 13

El arzobispo de México informa al rey de España la manera y términos en que se llevó a cabo el proceso de José María Morelos, del que adjunta copia, y le solicita que suspenda o derogue las tres leyes del llamado Nuevo Código, Oficio reservado fechado en México el 2 de julio de 1816, Hernández, n. 299.

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Para lograr este superior objetivo no debía tratarse al prisionero como soldado y menos como dirigente de Estado, sino como clérigo español; ser juzgado por la Iglesia y el Estado, y no únicamente por un tribunal militar, esto es, no sólo por el Estado; con apoyo en las leyes de la península y no sólo tomando en cuenta un bando local, y aplicarle la pena de la degradación sacerdotal, antes que cualquiera otra impuesta por el Estado. Había poderosas razones para proceder de ese modo. El arzobispo Pedro José de Fonte y Hernández Miravete tenía en estos momentos treinta y ocho años de edad. Era un hombre mucho más joven que Calleja: había entre ellos, por lo menos, veinte años de diferencia. Nacido en Linares, Aragón, en 1777, estudió en Zaragoza hasta obtener el título de doctor en Derecho Canónico, y era canónigo penitenciario del obispado de Zaragoza, cuando Lizana y Beaumont —quien fue nombrado arzobispo de México en 1802— lo invitó a venir con él a su nueva mitra de ultramar. En México fue juez de testamentos, provisor, vicario general, cura del sagrario, canónigo doctoral, inquisidor honorario y primer catedrático de disciplina eclesiástica en la Universidad. No hubo mujeres en su vida, o por lo menos, no se le conocen. Siendo provisor del arzobispado en 1808, a los treinta y un años de edad, actuó como juez "comisionado" en el proceso que se le instruyó al peruano-mexicano Melchor de Talamantes: así inició su experiencia en el arte de juzgar a los partidarios de la independencia. Además de retenerlo bajo la jurisdicción eclesiástica hasta cerrar la instrucción, logró remitirlo a España, a fin de que fuera sentenciado por la Iglesia y el Estado allá, no aquí. Sabemos lo que pasó con el detenido: únicamente alcanzó a llegar a Veracruz. Electo arzobispo en 1815, trece años después de su llegada a este país, tendría la histórica oportunidad de utilizar su cargo y amplios conocimientos jurídicos para dirigir los procesos de Morelos. Además de inteligente pastor de su grey y hábil administrador eclesiástico, se caracterizó también como celosísimo defensor de los fueros eclesiásticos. En efecto, aunque su autoridad estaba subordinada, para todos los efectos políticos, a la del virrey, utilizaría sus recursos y conocimientos para hacer respetar los privilegios de su corporación. El destino del doctor Fonte sería deprimente. Enemigo feroz de la independencia, en 1821 se vería obligado a reconocerla condi-

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cionalmente —tal sería su supremo castigo— e incluso a colaborar en su consumación. Al saber que España no aceptaba el Tratado de Córdoba, se retiró a Cuernavaca y tomó gradualmente el camino de Tampico. En 1823 se embarcó a España. No volvería a recibir posición alguna. Así que continuaría durante años como arzobispo de México "en el exilio", hasta que la Santa Sede lo obligaría a renunciar en 1837. A los dos años de hacerlo, moriría de tristeza, pobre y abandonado. 3. AGITACIÓN EN LA CAPITAL Las conferencias entre Fonte y Calleja se celebraron mientras ocurrían en la ciudad manifestaciones de descontento e inquietud. Una corporación con indudable fuerza política —la del clero—, aprovechó la captura de Morelos para lanzarse en defensa de sus fueros. Morelos era eclesiástico; por consiguiente, debía respetarse su inmunidad y ser juzgado por los suyos, no por el Estado. Su protesta se expresó en forma clandestina, pero no menos amenazante. La agitación que produjo es consignada por Bustamante y confirmada por el doctor Fonte. El cronista dice que una mañana aparecieron pegados a las puertas de la catedral y de todas las iglesias unos pasquines en los que el profeta Jeremías amenaza, en nombre del Señor, al pueblo judaico, por la profanación del templo y sus ministros.14 La advertencia de esta corporación a Félix Ma. Calleja no podía ser más clara: si tocaba al "sacerdote" detenido cometería sacrilegio. Le recordaron que Dios Todopoderoso habló así: "Los castigaré. Sus jóvenes morirán por la espada. Sus niños y niñas morirán de hambre No habrá sobrevivientes. Dejaré caer la desgracia sobre esta familia".15 La amenaza no era para ninguna familia del Antiguo Testamento, como lo había hecho el Todopoderoso, sino para Calleja, que tenía una niña pequeña y una esposa embarazada. El ayuntamiento de la ciudad de México se limitó a transcribir una interpelación del campo insurgente. Bustamante dice que él la redactó a nombre del Congreso mexicano el 17 de noviembre de 1815 —doce días después de la captura— y que incluso intervino en su remisión a Calleja. Su aseveración es de dudarse. El estilo en

14

Bustamante.

15

No se conoce el texto de los pasquines; el que se reproduce aquí es un extracto del libro de Jeremías, cap. 11, vers. 22, en traducción libre hecha por el autor.

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que está redactado el documento no corresponde al del cronista; pero esto será comentado más adelante.16 El virrey, por su parte, en una carta al ministro de la guerra de Madrid y haciendo referencia al documento del congreso mexicano dice lo siguiente: "Me han enviado por medio del Ayuntamiento la adjunta interpelación", en la que los insurgentes exigen que conserve la vida de Morelos, "y en apoyo de su pretensión —agrega— me alegan los derechos de guerra y de las naciones o pueblos independientes".17 El mismo Bustamante comenta que un buque de Buenos Aires interceptó la correspondencia de Calleja —incluido este documento— y que posteriormente se publicó en francés. Sin embargo, el marqués de Campo Sagrado, ministro de la guerra, acusó su recibo, incluido con la causa de Morelos. ¿Cómo pudo recibir el documento si fue interceptado? O bien, ¿cómo pudo haber sido interceptado, si lo recibió. . .? El caso es que la petición del bajo clero y, probablemente, la del propio ayuntamiento, aunque se limitaban a pedir que se procediera de acuerdo con la ley, se respetaran los fueros de las corporaciones, y, en su caso, se tomara en cuenta la especial calidad del detenido, no ocultaban su simpatía por él. Y al revés, lo importante era aprovechar su importancia política para hacer valer la fuerza y los derechos de sus corporaciones. El bajo clero suponía erróneamente que si un tribunal eclesiástico lo llegaba a juzgar, tendría la posibilidad de prolongar el juicio y retenerlo indefinidamente bajo su jurisdicción, como antes casi lo hiciera con Talamantes, y después, con José Ma. Morales, capellán del congreso mexicano, y con José de San Martín, Vicario General Castrense del Gobierno Nacional. Esto sería una manera de protegerlo. Y aunque es cierto que con los dos últimos esto sería posible, con otros como Talamantes, Hidalgo o Matamoros, el fuero eclesiástico no serviría para nada. El ayuntamiento, por su parte, en calidad de intermediario de los insurgentes, esperaba que si se reconocía al detenido su carácter político y militar, su asunto admitiría apelación ante el Supremo Consejo de Guerra, en España —de ser adversa la sentencia—, y en última instancia, ante el propio rey. El doctor Fonte aprovechó la agitación para hacer prosperar su 16

Bustamante, Cuadro Histórico, p. 223.

17

Ibid.

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propia causa, que era la de impedir que Morelos fuera juzgado en un población perdida del Sur por un consejo de guerra y lograr que se le trasladara a la capital para serlo sumariamente por un tribunal eclesiástico. Lo ordenado por el Bando de 25 de junio de 1812 debía dejarse sin efecto, porque a pesar de las aparentes ventajas que reportaba al gobierno “colonial”, eran superiores los inconvenientes. Dicho bando, aunque faculta a la autoridad para ejecutar sumariamente a los enemigos del Estado levantados en armas —sean de la condición que sean—, les reconoce tácitamente una personalidad jurídica especial: la de combatientes políticos y militares, o dicho de otra manera, al sometérseles a juicio sumario ante consejo de guerra, se les considera reos militares adheridos a una causa política. De allí a reconocer los derechos de guerra y de gentes no hay más que un paso. Y reconocer dichos derechos era admitir la existencia de dos Estados enemigos en el mismo territorio: el de España y el de la América mexicana, y obligarse a aceptar, por consiguiente, los títulos políticos y grados militares que uno de ellos había conferido al prisionero; lo que hubiera significado que no era un vulgar asaltante de caminos sino un prisionero de guerra y debía ser tratado como tal. Eso no debía pasar. Si el gobierno español no concediera a los insurgentes en I811, en los momentos en que el dominio de éstos se extendiera a casi todo el territorio nacional, más trato que el de "impíos, traidores, rebeldes, ladrones y asesinos", menos debía hacerlo ahora, en 1815, en que la situación había cambiado en su favor.18 Al prisionero, por consiguiente, no debía reconocérsele la calidad de soldado de un ejército enemigo sino la de clérigo rebelde, sedicioso y traidor. No era el comandante de las tropas regulares de una nación que luchaba por su independencia sino un súbdito español convertido en cabecilla de una banda de alzados y facinerosos. No era tampoco Vocal del Supremo Consejo de Gobierno Americano sino un delincuente del orden común, un eclesiástico criminal, traidor a la corona, que perpetrara delitos enormes y atroces. 18

Inscripción puesta con letras grandes y al óleo en uno de los costados de la Alhóndiga de Granaditas bajo las cabezas de Miguel Hidalgo, Ignacio Allende, Juan Aldama y Mariano Jiménez, “insignes facinerosos y primeros caudillos de la insurrección”, según certificación levantada por Ignacio Rocha, escribano de cámara, ante tres testigos, el 2 de julio de 1811, Hernández, t. I. Cfr. Los procesos inquisitorial y militar del Padre Hidalgo y otros caudillos insurgentes, introducción y suplementos de Luis González Obregón, México, ed. Fuente Cultural, 1953, pp. 18-19.

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El consejo de guerra, pues, en opinión del arzobispo, no era competente para conocer de este asunto. Un tribunal militar hubiera confirmado indirecta o tácitamente el estado de guerra entre dos gobiernos y la naturaleza política y militar del reo, y de lo que se trataba era de demostrar lo contrario: que no había ninguna guerra entre españoles y americanos, sino sólo una "revolución" dentro de las fronteras del reino —un movimiento interno—, y que no existía ninguna representación de Estado ajena a la tradicional sino únicamente organizaciones de bandidos que alteraban el orden “colonial”, dirigidas por unos cuantos "cabecillas". Por otra parte, según Fonte, debíase tomar muy en cuenta la reciente agitación del clero, que reclamaba a Morelos como "uno de los suyos", y someter a éste a la jurisdicción eclesiástica. De este modo se alcanzarían dos fines distintos e igualmente importantes: se recordaría a la opinión pública que la condición del reo era la de "clérigo", no la de militar, y al mismo tiempo se sofocaría el descontento de dicha corporación. Es cierto que esta medida creaba un peligroso problema: en consejo de guerra, el asunto podría ser despachado en tres días, sin posibilidad de apelación. En cambio, ante un tribunal eclesiástico, el tiempo sería indefinido y el acusado podría apelar incluso a Roma; pero si se pasaba por alto este formalismo legal, se perdería legitimidad. Si el reo, como eclesiástico —dice Fonte— se había de juzgar por sus propios jueces, ofrecía dilación este juicio, y omitiéndolo, resultaba un 19 escándalo y un motivo más para alterar el sosiego.

Ahora bien, en obsequio a la justicia, la causa eclesiástica no tenía por qué ser necesariamente prolongada. Los "crímenes del clérigo" eran públicos y notorios. Luego entonces, documentos y testigos estaban de más, es decir, no hacía falta aportar pruebas de ninguna especie. La confesión del acusado confirmaría plenamente su responsabilidad penal. La sentencia del tribunal condenándolo a la degradación podría ser dictada en el mismo término en que lo haría un consejo de guerra. Se constituiría, pues, como consejo de guerra eclesiástico. Dadas las circunstancias, esta jurisdicción tenía atribuciones para iniciar y concluir un juicio sumario. Y esta solución 19

Oficio reservado del arzobispo de México al rey de España, Hernández, t. VI, n. 299.

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sería tanto más conveniente, cuanto que el juez eclesiástico podría practicar las diligencias procesales asociado al juez de Estado, para formar Jurisdicción Unida. Las leyes en vigor preveían estos casos. Había precedentes en la materia. El tribunal mixto iglesia-estado se había constituido en otras ocasiones para juzgar a otros "clérigos sediciosos": Melchor de Talamantes en 1808; Miguel Hidalgo y Costilla en 1811, y Mariano Matamoros y José de San Martín en 1814, para no mencionar sino a los más importantes. Este tribunal debía integrarse nuevamente para conocer el asunto de Morelos en 1815. Degradado el reo, se le entregaría al brazo secular —el Estado— para que le aplicara la pena que considerara pertinente, en el tiempo y lugar más oportunos. Calleja aceptó la sugerencia del doctor Fonte y determinó que su gran enemigo rebelde fuera sometido a la Jurisdicción Unida y condenado sumariamente por el tribunal eclesiástico a la degradación. Felizmente —dice Fonte—, el murmullo que empezó con los pasquines puestos en las iglesias a la llegada del reo, cesó luego que se di20 vulgó el modo con que se había procedido.

4. LOS MÓVILES DEL PROCESO "No se dudaba de la pena que merecía": era la de muerte, precedida por la degradación del carácter sacerdotal del reo. La incertidumbre acerca del "modo de aplicársela" se fue disipando poco a poco: su humillación y ejecución sería legalizada por la Jurisdicción Unida, en el término de tres días. Lo único que faltaba era elegir el lugar en que debía instalarse el tribunal mixto y llevarse a cabo el juicio. De los "clérigos rebeldes", la Jurisdicción Unida había procesado a Hidalgo, en Chihuahua; a Matamoros, en Valladolid; a San Martín, dos veces, una en Puebla, y al evadirse de ésta, la otra en Guadalajara, y a Talamantes en la ciudad de México. Lo más tentador era juzgar a Morelos en esta misma urbe; pero, al mismo tiempo, lo más lleno de riesgos y peligros. "Había grandes inconvenien-

20

Ibid.

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tes y ventajas de que (la causa) fuese pública y en esta capital".21 Los riesgos parecían mayores que las ventajas, porque "los adictos a la rebelión —agrega Fonte— habrían de querer libertar a toda costa a su humillado héroe".22 Esta posibilidad obligaba a la autoridad “colonial”, por una parte, a "aumentar la fuerza pública en la capital”, y por otra, “a dejar indefensos otros puntos".23 Si ocurría un motín en la gran ciudad, por ejemplo, ¿de qué proporciones era posible preverlo? ¿Serían capaces las tropas que la defendían de sofocarlo con presteza? ¿Era conveniente reforzarlas con las de otros lugares? ¿Qué posibilidades había de que los insurgentes tomaran los sitios que éstas abandonaran? ¿Sería capaz el enemigo de avanzar hasta la capital y unirse a los amotinados? Estas reflexiones que hicimos el virrey y yo, respectivamente, dudosos del partido más conveniente, eran generales en el pueblo, y al paso que alentaban a los sediciosos, no dejaban de apurar a los que 24 deseábamos el acierto.

A pesar de todos los inconvenientes anteriores, el arzobispo propuso al virrey que mandara traer al detenido a la capital. Las razones para convencerlo las transmitió al rey de España. Son tres: aplicar al noble cautivo un castigo humillante y terrible; aprovechar su presencia para desatar el terror blanco en la ciudad, y finalmente, hacerlo retractarse de sus actos e ideas. Habiendo sido un corifeo de la rebelión —dice Fonte—, a quien su fortuna y atrocidades ganaron séquito y pavor dentro del reino, y nombradla fuera de él, importaba que su castigo fuese ejemplar y espanto25 so.

La muerte para él no bastaba. Antes de ejecutarlo, era necesario degradarlo públicamente. Así se iniciaría el espanto. Luego, seguiría quizá algo peor. Porque si el Estado se limitaba a "exterminar 21

Ibid.

22

Ibid.

23

Ibid.

24

Ibid.

25

Ibid.

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al reo conforme a Derecho", en frase de Fonte, lo único que se ganaría sería "hacer justicia". Se le quitaría la vida —lo que era importante sin duda—; pero no más que eso. La "revolución" seguiría haciendo estragos, dirigida por un nuevo caudillo, hasta terminar despedazando los intereses de los principales representantes de la colonia y los del sistema mismo. En cambio, si se combinaba sabiamente el deseo, la necesidad y la pasión de humillar, castigar y ejecutar a Morelos, con el alto interés político de someter y aplastar a los simpatizantes de la independencia, se lograría la consolidación del Estado, "para mayor gloria de Dios y del rey". Los partidarios de la independencia eran de dos clases: los que luchaban en los campos de batalla, con las armas en la mano, expuestos a todas las contingencias de la guerra —los llamados insurrectos, alzados o insurgentes—, y los potentados que la alentaban, financiaban y apoyaban desde las ciudades del interior, e incluso desde el mismo corazón del reino; encumbrados en altas posiciones, sólidos privilegios y vastas fortunas; "hombres pudientes y de distinción", en frase de, Calleja, a prueba de toda sospecha. Durante los cinco años anteriores, la estrategia “colonial” había consistido en combatir a los primeros en los campos de batalla, sin modo de identificar más que excepcionalmente a los segundos, que a pesar de su gran número, mantenían su militancia en secreto y se paseaban, mientras tanto, tranquila y despreocupadamente por las calles de las ciudades. Las autoridades sospechaban de algunos; pero dada su elevada posición —muchos de ellos eran amigos y hasta consejeros del propio virrey— y ante la imposibilidad de probarles fehacientemente su participación en la causa nacional, no se atrevían a molestarlos. El doctor Fonte explica al rey de España que el caso Morelos debía aprovecharse para amedrentar e intimidar a los más fuertes partidarios de la independencia que existían en la gran ciudad. Esta es otra de las ventajas —la segunda— de disponer su traslado a ella. Ya que el "cabecilla" había sido el héroe de estos enigmáticos, poderosos y hábiles personajes —algunos de los cuales se ocultaban bajo el nombre de Los Guadalupes— era llegado el momento de exhibirlo ante ellos con todas las miserias morales que trae aparejada la derrota. Era preciso, pues, "causar un pavor saludable", en términos del doctor Fonte. Esta circunstancia —agrega— debía producir saludables efectos entre

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los espectadores, cuidando que entre éstos fueran aquellos individuos a quienes pudiera servir de útil escarmiento el acto al que eran llama26 dos.

Paralizado por el terror el nido promotor de la causa independiente en la capital, las partidas insurrectas que andaban luchando con las armas en la mano en los campos de batalla quedarían debilitadas y sería más fácil acabar con ellas. Tal es la esperanza que parece surgir del escrito de nuestro prelado. El desencadenamiento del terror blanco en la ciudad de México era perfectamente posible. Morelos sabía muy bien quiénes eran los aristócratas y potentados que apoyaban con recursos, información y otros servicios la causa de la insurrección. Había recibido de ellos una gran ayuda en múltiples ocasiones. Eran "condes, marqueses, oidores, regidores y otros individuos —sospechaba Calleja— como doctores, licenciados y comerciantes".27 Simpatizaban con la causa, en otras palabras, algunos de los hombres más ilustres, ricos y poderosos del reino. El caudillo sabía, por consiguiente, quiénes eran las personas que se titulaban, por ejemplo, dentro de la organización de Los Guadalupes, "el señor don número uno, el señor don número dos, tres, cuatro y demás siguientes".28

26

Ibid.

27

Oficio reservado del virrey Félix Ma. Calleja al coronel Melchor Álvarez, comandante militar de Oaxaca, fechado en México el 5 de noviembre de 1815, en el que se le pide que tome declaración jurada al indultado José Llano, en Torre Villar, Ernesto de la, Los Guadalupes y la Independencia, colección México heroico, México, ed. Jus, No. 54, 1966, p. 160. 28

Las numerosas cartas de Los Guadalupes a Morelos de 1812 a 1815 están firmadas por seudónimos. "Los Guadalupes todo lo sabían —dice de la Torre Villar— : estaban por todas partes y no podían ser identificados; escuchaban y leían las órdenes más ocultas sin ser sorprendidos". El autor ofrece una relación de 8 nobles, 13 comerciantes, 3 gobernadores de indios, 17 eclesiásticos, 32 letrados, 12 militares realistas, etc., que posiblemente pertenecieron a dicha organización. Hernández y Dávalos, por su parte, publica en el documento 288 de su Colección un "índice general de los principales papeles cogidos a los rebeldes de este reyno en varias acciones militares", firmado por Calleja, en cuyo punto núm. 4 hace referencia a un tal Sartorio, "rebelde disimulado que vive entre nosotros… Hay contra él muchas vehementes sospechas, pero las inutilizan nuestro complicado sistema judiciario y la infidelidad de los curiales, resultando que vive tranquilo, disfrutando de la protección general del gobierno al que vende y ataca. Número 5. El marqués de Rayas es el principal corifeo de la insurrección desde su origen. . . Es hombre de un profundo disimulo y una malicia refinada, y con escándalo de todo el mundo, oprobio del gobierno y peligro conocido del Estado, se pasea tranquilamente por

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Así, pues, esta oportunidad era de oro puro para el régimen “colonial”. Los afectados lo sabían. La posibilidad de ser delatados podía costarles no sólo la libertad, sino también la confiscación de sus cuantiosos bienes, la ruina de sus familias y su vida misma. Además de los dos fines mencionados anteriormente; es decir, los de aplicar a Morelos una pena espantosa y causar entre sus "cómplices" un terror saludable, era necesario celebrar el juicio en esta capital para exhibir al lado del héroe, del auténtico Morelos, su negación, el anti-héroe. La causa política que él consideraba justa debía reconocerla como tal, a fin de ser fundadamente condenado al castigo que merecía; pero a continuación, debía execrarla por injusta. Las ideas que tratara de convertir en derechos de la nación —y del pueblo— debía reconocerlas ante el tribunal, para justificar la sentencia; pero a continuación, admitir que éstas habían producido crímenes monstruosos y abjurar de ellas. Otro de los fines que me propuse en solicitar la venida del reo —dice Fonte— era la última disposición cristiana que, fuera de la capital, hubiera sido muy difícil. Y tuve la satisfacción de que por el celo de un docto párroco, Dios le comunicara (a Morelos) conocimiento y detesta29 ción de sus delitos.

Tal es el tercer motivo por el cual Morelos debía ser trasladado a la ciudad de México. En ésta, el régimen “colonial” contaba con el aparato necesario para obligarlo a retractarse de su lucha, mientras que "fuera de la capital, hubiera sido muy difícil"; además, aquí se encontraba ese misterioso párroco que, por alguna poderosa y desconocida razón, no podía viajar hasta el lugar en que se encontraba prisionero. ¿Quién fue este docto párroco? ¿Cómo trabajó para lograr el "milagro" de su conversión política? No lo sabemos. El caso es que actuó en su "sagrada" misión no sólo al final del proceso, inspirando la "retractación" del condenado, sino probablemente desde antes que se iniciara; es decir, desde su reclusión en las cárlas calles de esta ciudad. Número 6. El Lic. Llave. . . es también de los traidores disimulados y contra él hay otras varias constancias. Número 7. El conde de Sierragorda… tomó partido por la rebelión en el principio de ella con el cabecilla Hidalgo. Se le formó causa de la cual consiguió salir bien, con no poca extrañeza de todos; reintegrado a su Prebenda ha vuelto a ingerirse en la rebelión ocultamente según constancia", etcétera. Este documento está firmado el 31 de octubre de 1814. 29

Oficio reservado del arzobispo de México al rey de España, Hernández, t., t. VI, n. 299.

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celes secretas preparadas para él, y en todo caso, durante su comparecencia ante los tribunales, como se tendrá la oportunidad de ver. Y aunque la siniestra silueta del supuesto párroco no la identifiquemos históricamente, su existencia es indiscutible. Hasta es probable que, así como los pintores dejan asomar discretamente sus propios rostros entre los de los personajes que aparecen en sus lienzos, del mismo modo nuestro doctor Fonte haya proyectado su propia estampa en la enigmática figura del "docto párroco", porque el perfil de éste parece ser el mismo que el del arzobispo. . . Por fin —concluye Fonte—, se fijó por el virrey en que convenía la venida del reo, su juicio eclesiástico y su castigo público. Y para ello le anuncié que no sólo sería pronta la administración de justicia de mi parte, sino que la circunstancia de ser eclesiástico (Morelos) pudiera 30 aprovecharse para conciliar los obstáculos referidos.

La decisión anterior se mantuvo en estricto secreto. No la conocieron más que el arzobispo y el virrey. Fue adoptada probablemente el lunes 13 de noviembre, ya muy tarde, porque esa noche Calleja tomó la pluma y giró instrucciones al nuevo coronel Concha, en el sentido de que condujera a sus prisioneros Morelos y Morales, de Tepecoacuilco —que era donde se encontraban— a la ciudad de México.31 Sus órdenes se seguirían al pie de la letra…

30

Ibid.

31

Hernández, n. 1.

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II DESPUÉS DE LAS DOCE DE LA NOCHE SUMARIO: 1. Precedentes judiciales. a) Melchor de Talamantes; b) Miguel Hidalgo y Costilla; c) Mariano Matamoros; d) José de San Martín. 2. Los jueces: a) jueces instructores y jueces de sentencia; b) el procedimiento; c) el juez supremo. 3. Peligros del traslado: a) el itinerario seguido; b) las noticias en la prensa; c) preparación de la celda; d) entrada en la capital. 4. El lugar de reclusión: a) la Real Cárcel de Corte; b) la Acordada; c) las cárceles secretas del Santo Oficio, d) entrega de los reos; e) el calabozo número uno.

1. PRECEDENTES JUDICIALES. Al caer prisioneros los próceres que tuvieron la calidad de clérigos antes de la insurrección, se les acusó de dos delitos: uno, querer alcanzar la independencia, y el otro, pretender obtenerla por medio de las armas. Al primero se le llamó traición a la patria, alta traición o delito de lesa majestad, por intentar sustraer los inmensos territorios del reino de la Nueva España —la América septentrional, América mexicana o América del Norte, en la terminología insurgente— al dominio y soberanía del monarca español. El otro no fue precisamente un delito -el de tomar las armas para lograr el triunfo de su causa- sino un enjambre de delitos, a los que denominaron “enormes y atroces”, por implicar la pérdida de numerosas vidas humanas y la destrucción de cuantiosos bienes patrimoniales. Las causas se desahogaron ante un tribunal especial, mixto, formado por un juez de la Iglesia y otro del Estado, llamado Jurisdicción Unida. Según las llamadas “leyes carolinas” o “nuevas leyes”, promulgadas apenas en 1795 —quince años del estallido del movimiento independentista—, la Jurisdicción Unida era el órgano competente para juzgar a los “clérigos sediciosos y traidores”, vale reiterar, a los partidarios de la independencia que luchaban por medio de las armas.32 Dicho tribunal mixto se integró por primera vez en la ciudad de México el 19 de septiembre de 1808 para abrir causa a fray Melchor 32

Estudio presentado por el Dr. Félix Flores Alatorre sobre las tres “leyes llamadas del Nuevo Código” así como de las “dificultades y tropiezos que ha experimentado en las causas de la Jurisdicción Unida”, firmado en México el 14 de julio de 1816, Hernández, n. 298.

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de Talamantes, considerado sospechoso de traición al rey; es decir, de haber propuesto la independencia de México. Se volvió a formar irregularmente en la villa de Chihuahua, en 1811, para procesar a Miguel Hidalgo y Costilla por alta traición y crímenes enormes y atroces. En enero de 1814, en Valladolid, debió haberse constituido para conocer el caso de Mariano Matamoros, acusado de “resistir a las tropas del rey”, así como de cometer delitos atrocísimos y muy graves; pero lo que funcionó de facto fue un tribunal militar. A mediados de 1814 se integró en Puebla para abrir causa a José de San Martín, que había sido en el ancien regime canónigo lectoral de Oaxaca, y entre los insurgentes, vicario general castrense del Congreso mexicano, considerado sospechoso de traición y acreedor a la pena de muerte, para determinar si se le concedía o no el indulto que solicitara al caer preso. Como en los casos anteriores, el proceso de Morelos fue abierto, no para investigar la presunta inocencia o demostrar la culpabilidad del acusado, de acuerdo con el Derecho de Gentes o el “Derecho Convencional de las Naciones”, sino para legitimar su degradación sacerdotal y la pena capital, con base en las leyes carolinas ya citadas. Para el sistema “colonial”, los crímenes del héroe eran de tal suerte públicos y notorios que, desde antes de su comparecencia ante los tribunales, ya había sido encontrado culpable de alta traición y crímenes enormes y atroces. El juicio debía seguirse, sin embargo, para alcanzar los tres fines políticos citados por el doctor Fonte. No es ocioso recordarlos: producir entre sus partidarios un terror saludable; aplicarle un cruel y atroz castigo, y obligarlo a que “detestara” sus delitos y se retractara de ellos. La Jurisdicción Unida estaba integrada por dos clases de jueces: los comisionados o instructores, que abrían la causa y la desahogaban hasta cerrarla, y los de sentencia, que decidían el fondo del asunto. En el caso de Talamantes, el juez comisionado por la jerarquía eclesiástica fue el doctor Pedro de Fonte, y el del Estado, el oidor decano Ciríaco Carbajal.33 Los jueces de sentencia debían ser el arzobispo de México y el virrey de la Nueva España; pero el doctor Fonte logró que, en lugar de dictarse la resolución final en este asunto, se procediera de conformidad con lo dispuesto por las viejas leyes de la Recopilación de Indias, no por las leyes 33

Causa instruida contra Fr. Melchor de Talamantes por sospechas de infidelidad al rey de España y de adhesión a las doctrinas de la independencia de México, 19 de septiembre de 1808, en García, Genaro, Documentos Históricos Mexicanos, Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía, México, 1910, p. 2.

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carolinas, como resultado de lo cual se envió al reo, con su causa, a España, para que las más altas autoridades de cada jurisdicción de la metrópoli, no las de aquí, fueran las que dispusieran lo procedente. En el caso de Miguel Hidalgo y Costilla, los jueces de instrucción fueron Ángel Avella, por el Estado, y casi al final del proceso, el doctor Francisco Hernández Valentín, por la Iglesia; los de sentencia, el teniente coronel Manuel Salcedo y el obispo de Durango, quien delegó sus facultades —indelegables— en su juez comisionado para los efectos de la degradación.34 A Mariano Matamoros le instruyó proceso el capitán Alejandro Arana —quien aparecerá en la última parte de esta causa—, por la jurisdicción del Estado y nadie por la eclesiástica. Sus jueces de sentencia serían el general brigadier Ciríaco del Llano y el obispo de Valladolid Manuel Abad y Queipo.35 En el caso de Morelos, los jueces comisionados serán el provisor del arzobispado doctor Félix Flores Alatorre y el oidor decano y auditor de guerra Miguel de Bataller, por la Iglesia y el Estado, respectivamente. El secretario, Luis Calderón. Los jueces de sentencia: el arzobispo doctor Pedro de Fonte y el virrey Félix Ma. Calleja. Las leyes no estipulaban el procedimiento que se debía seguir en este tribunal. La ley 71, título 15, del Código Carolino sólo encargaba a ambas jurisdicciones la conformidad y la armonía en el desahogo de las actuaciones judiciales.36 Aunque dicha armonía y conformidad entre los jueces eclesiásticos y seculares nunca se rompió, cada tribunal estableció las reglas procesales que consideró más convenientes, creando con ello una gran anarquía en la materia. Es de suponerse que, en cuestión de procedimiento, los jueces debían someterse a lo dispuesto por las leyes en vigor, a la costumbre y a los principios generales del Derecho. En la práctica,

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Causa contra Miguel Hidalgo y Costilla, publicada por Hernández y Dávalos, J. E., en Colección de documentos para la historia de la guerra de independencia de México, Tomo I, México, 1882, y reproducida por Ediciones Fuente Cultural, México, 1953. 35

Proceso instruido en contra de Mariano Matamoros, publicado por Herrera Peña, José, en la Colección Biblioteca Michoacana, Gobierno del Estado, Vol. 1, Morelia, México, 1964. 36

Hernández, n. 298.

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sin embargo, cada tribunal interpretó de distinta manera lo anterior y mezcló los principios del proceso penal con los del civil, e incluso las viejas leyes de la Recopilación de Indias con las nuevas del Código Carolino, en función de los intereses públicos del momento y siempre a conveniencia del sistema “colonial”. A pesar de todo, de la lectura de los principales procesos se desprenden ciertas normas generales. El juicio se dividía en dos partes fundamentales, como ya se dejó anotado: la instrucción y la sentencia. Durante la instrucción se hacían interrogatorios, se escuchaban respuestas, se formulaban acusaciones generales, se presentaban cargos concretos, se oían defensas y se expresaban alegatos y conclusiones. En algunos casos, se aportaban pruebas documentales e incluso testimoniales y se concedía al acusado el derecho de nombrar un defensor en ambas instancias; en otras, no. El secretario se limitaba a levantar las actas de las diligencias, leérselas al acusado si éste lo pedía y hacerlo que las firmara, así como a dar fe de la autenticidad de los actos judiciales. Terminada la instrucción, los jueces comisionados remitían los autos a la superioridad para que dictara sentencia; primero, a la más alta autoridad eclesiástica, es decir, al prelado de la localidad, y luego, a la secular, que era la que tenía la más elevada posición político-militar del lugar en que se había efectuado el proceso. La primera dictaba sentencia de degradación y “relajaba” al condenado al juez real, y éste, a su vez, procedía a “sentenciar, obrar y ejecutar”, como lo establecen las leyes carolinas. El fallo del tribunal era inapelable. 2. LOS JUECES Ya conocemos el rostro del doctor Fonte, uno de los jueces supremos que a veces parece convertirse en el “docto párroco” para vigilar que se cumplan los tres objetivos políticos que presiden esta causa. Nos falta el del capitán general Calleja, el otro juzgador que tiene en sus manos el destino de Morelos. Originario de Medina del Campo, Valladolid, Castilla la Vieja, nuestro gobernante nace entre 1754 y 1759. Entra al servicio militar a los quince años. Desde muy joven participa en algunas batallas y dirige e instruye a los cadetes de Saboya y a los del Colegio Militar. En 1788 se embarca a la Nueva España con el segundo conde de Revillagigedo y desarrolla su carrera militar organizando cuerpos de tropa en el centro, norte y poniente de este inmenso país.

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Aunque feliz de convivir con soldados, corteja durante varios años a la joven Francisca de la Gándara, sobrina del alférez real de San Luis y dueño de la famosa Hacienda de Bledos, con la que contrae matrimonio el 26 de enero de 1807. El dice tener cuarenta y ocho años, aunque es probable que haya pasado de los cincuenta; ella todavía no cumple los veinte. El 16 de septiembre de 1808, en que se consuma el golpe de Estado contra el virrey José de Iturrigaray, Calleja se encuentra en la ciudad de México, sin saberse si participa en los acontecimientos de la noche anterior, aunque no es difícil que lo haya hecho. Asiste a la toma de posesión de Pedro Garibay y es comisionado para hacer guardar el orden en la capital. No es remoto tampoco que haya tenido algo qué ver con la captura de los partidarios de la independencia y quizá hasta con la misteriosa muerte del síndico Primo de Verdad; pero no existe ningún dato que lo pruebe. Cuando estalla la insurrección de Hidalgo dos años después, el 16 de septiembre de 1810 -la respuesta al golpe de Estado-, Calleja forma el pequeño pero poderoso Ejército del Centro, que derrota al Generalísimo en Aculco, a Allende en Guanajuato y de nueva cuenta a Hidalgo en Calderón. En 1811 persigue a López Rayón, presidente de la Suprema Junta Nacional Americana, y arrasa Zitácuaro, sede del organismo político que representa a la nación independiente. En 1812 se ve amenazado por los ejércitos de Morelos, que llegan hasta Cuernavaca y sus avanzadas hasta las goteras de la ciudad. Decide tomar la iniciativa, entra a los territorios del Sur jurisdicción de su enemigo- y, al no poder tomar Cuautla, la pone en estado de sitio. El profesional de las armas queda reducido a la impotencia, por primera vez en su carrera militar, por un humilde jefe popular. Varios meses después, al romper el sitio los insurgentes, el virrey Venegas exclama aliviado: “Démosle las gracias a ese buen clérigo por habernos ahorrado la vergüenza de levantar el sitio”. La victoria es formalmente para Calleja, pero la gloria para su contendiente. Un año después es nombrado virrey de México. A esas alturas, los territorios de Morelos abarcan de la frontera con Guatemala hasta el río Mezcala, y de Acapulco hasta las goteras de la ciudad de México. El Congreso reunido en Chilpancingo lo elige Generalísimo y encargado del poder ejecutivo de la América mexicana. En diciembre de 1813 éste pasa nuevamente a la ofensiva, penetra a los territorios “coloniales” y marcha sobre Valladolid. Previendo su estrategia, Calleja envía oportunos refuerzos a la plaza. Morelos es

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rechazado. El desastre que le causa Iturbide horas después así como la nocturna confrontación armada entre los propios insurgentes en las lomas de Santa María, son las primeras acciones que empiezan a apagar su estrella. A la derrota de Valladolid se suma la de Puruarán, en enero de 1814, a consecuencia de la cual cae preso su segundo Matamoros. El virrey Calleja ordena que se le fusile de inmediato, despreciando el canje de doscientos prisioneros españoles que le ofrecen sus enemigos a cambio de su vida. Hombre resuelto y sin escrúpulos, se fija como objetivo central de su gobierno la destrucción de Morelos, hasta lograrlo. Tolera para ello los abusos de sus comandantes, casi todos formados por él, y se hace odiar no sólo por sus enemigos sino también por muchos de sus amigos; es en cambio respetado y admirado por sus compañeros de armas. Al término de su mandato, será recibido en España como un héroe. El rey le concede en 1818 el título de conde de Calderón, en honor de la batalla en la que derrotara a Hidalgo. Lo condecoran con medallas, cruces y otros símbolos honoríficos. Se le hacen fiestas y se le distingue con altos nombramientos. Sin embargo, jamás llegará a prever que los pueblos vuelvan a erguirse y levantar la frente. En 1820 es reducido a prisión por sus propias tropas, que se niegan a embarcarse para sofocar el movimiento separatista de las provincias americanas. Gracias a ello se consuma indirectamente la independencia de México. Sus últimos años transcurren entre el cuartel, la prisión, el destierro, el consejo de guerra y, finalmente, el olvido de aquéllos a los que sirviera en forma tan brillante y cruel. Morirá en Valencia en 1828, sin merecer más nota necrológica que la elaborada por su propia familia. A este hombre de 60 años le toca ser juez de Morelos. El ilustre cautivo, por consiguiente, será juzgado por un tribunal en el que el titular del Poder Ejecutivo “colonial” es también cabeza del Poder Judicial. En calidad de presidente de la Audiencia (el tribunal superior de justicia la época) el virrey estaba facultado para conocer asuntos civiles, criminales, hacendarios militares y aún eclesiásticos. No siendo letrado, tenía expresa prohibición de intervenir en los asuntos de justicia, ni siquiera mostrando su inclinación u opinión en un asunto determinado; pero eso ocurría en las causa del fuero común u ordinario. En la de Morelos, de carácter político y extraordinario, aún no siendo letrado, no sólo se permitirá manifestar abiertamente su criterio mucho antes de iniciado el proceso, sino también hacer a un lado a la Audiencia para asumir el carácter de juez de jueces y resolverlo personalmente.

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3. PELIGROS DEL TRASLADO Todos los preparativos ya están secretamente hechos para montar el espectáculo judicial en la ciudad de México. Se tienen fijados los objetivos políticos del histórico proceso; los “delitos” por los que el reo será acusado y culpado; el carácter del tribunal que habrá de juzgarlo y condenarlo, las leyes que serán invocadas y el término perentorio de tres días para hacerlo. También se han seleccionado a los jueces comisionados y al secretario, e incluso escogido con celo el calabozo para recluir al gran personaje a quien se espera. En la capital nadie sabe, ni siquiera los propios jueces comisionados, dónde ni cuándo se celebrará el juicio. El asunto se mantiene en estricto secreto entre Calleja y Fonte. Se ignora, por consiguiente, si entre los partidarios clandestinos de la independencia en la ciudad de México, la organización de Los Guadalupes, la de Los Serpentones u otras, se toman providencias para rescatar a Morelos o ayudarle de alguna forma. Siempre procurarían hacerlo con los insurgentes en desgracia, con éxito en algunos casos, sin él en otros. Ahora tienen necesidad de intentar algo en su propio interés. Existe el grave e inminente peligro de ser descubiertos. Algunos de ellos son amigos del propio virrey. Otros tienen acceso a sus documentos y planes más reservados, cuyos datos se apresuraran a transmitir a los insurgentes para que se sirvieran de ellos. Todos corren un grave riesgo. Mientras tanto, las tropas virreinales tienen instrucciones, según Lemoine, de matar al prisionero sobre la marcha si alguien intenta alguna acción de rescate. El virrey ha dado órdenes al coronel Concha de que traslade al detenido (y su compañero) en la forma más reservada posible. De acuerdo con el itinerario que le envía, debe partir el jueves 16 de noviembre de Tepecoacuilco a Buenavista, ocho leguas de por medio; el viernes 17, de Buenavista a San Gabriel, siete leguas; el sábado 18, de San Gabriel a Temixco, ocho leguas; el domingo 19, de Temixco a Cuernavaca, cuatro leguas; el lunes 20, de Cuernavaca a Huitzilac, cuatro leguas; el martes 21, de Huitzilac a San Agustín (Tlalpan), seis leguas, y el miércoles 22, de Tlalpan a México, cuatro leguas.37 Aún así, es posible que existan fugas de información. Llevado 37

Hernández, n. 1.

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por sus recelos, Calleja decide cambiar de planes en el último momento, a fin de evitar cualquier sorpresa desagradable. El domingo 19, en efecto, cambia las modalidades de su entrada a la ciudad de México y despacha a su mensajero a revienta caballo de suerte que sus instrucciones se entreguen personalmente a Concha temprano al día siguiente. En lugar de que éste parta el miércoles de Tlalpan a la ciudad de México, como se lo indicó antes, y a fin de prevenir todo accidente, prevengo a vuestra señoría que en la noche del mismo día (martes 21) conduzca a esta capital, con una fuerte partida, a los reos Morelos y Morales, entregándolos a la Inquisición, cuyo tribunal estará advertido, dejando allí para su custodia una 38 guardia permanente al mando de un oficial de confianza.

También le hace otra advertencia: Tome vuestra señoría sus medidas con cautela y reserva, de modo que nadie entienda esta providencia, y que los reos entren a esta capital poco después de las doce de la noche.39 El virrey arregla las cosas para que Concha reciba sus órdenes el lunes 20, mientras marcha de Cuernavaca a Huitzilac. El martes 21, muy temprano, éste sale de Huitzilac rumbo a Tlalpan. Ese mismo día, por cierto, la Gaceta de México publica en primera plana el siguiente titular: Detalles de la derrota y prisión de Morelos en Temalaca.40 Se reproduce el texto de los dos partes militares suscritos por los entonces teniente coroneles Concha y Villasana en Tepecoacuilco, magnificando desproporcionadamente la escaramuza ocurrida el 5 de noviembre anterior en el poblado arriba citado, asentado a las orillas del Balsas. Nada más. Bustamante asegura que ese martes se organiza una romería

38

Oficio del virrey al coronel Concha fechado en México el 19 de noviembre, en el que le ordena que entre en esta capital el martes 21, con una fuerte partida, custodiando a los reos Morelos y Morales, en Hernández, n. 2. 39

Ibid.

40

Parte del teniente coronel Eugenio Villasana al virrey fechado en Tepecoacuilco el 12 de noviembre de 1815, en el que le da cuenta de la derrota y prisión de José Ma. Morelos. Dicho parte fue publicado por la Gaceta de México del martes 21 de noviembre de 1815, Tomo VI, Núm. 824. Cf. el Doc. 67, Parte del teniente coronel Manuel de la Concha al virrey fechado en Tepecoacuilco el 13 de noviembre, en el que le da cuenta detallada de la acción en que se aprehendió a Morelos en Temalaca el 5 de noviembre anterior, en Hernández, n. 65.

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que sale de México a San Agustín (Tlalpan) con la intención de conocer al héroe caído. Es difícil que esto sea cierto. Nadie sabe en ese momento en la ciudad de México que esa tarde Concha y sus prisioneros llegarán a ese lugar. Pero aún sabiéndolo, pocos serán los que tengan el privilegio de lograrlo. Calleja había ordenado terminantemente a Concha que no permitiera a nadie que lo viera, salvo los que llevaran pase de su firma, y parece que no extendió ninguno. En todo caso, no es sino hasta ese día, ya en la noche, en el momento en que la tropa sale de Tlalpan rumbo a la capital, que el virrey comunica al doctor Manuel de Flores, Inquisidor de México, que “los reos Morelos y Morales” serán recluidos en las cárceles secretas del tribunal del Santo Oficio, donde permanecerán a mi disposición -señala- y de la Jurisdicción 41 Unida, que debe proceder a las formalidades de suma degradación.

Los dos reos, pues, aunque internos en las cárceles secretas de la Inquisición, no estarán a disposición del inquisidor sino sólo del virrey y de los jueces comisionados del tribunal mixto para los efectos de que desahoguen la causa. El coronel Concha —agrega en su mensaje— dejará en el edificio “para su custodia, una guardia permanente”. No le comunica, en cambio, por desconfianza o precaución, cuándo llegará la partida militar, ni menos a qué hora. El Inquisidor Flores le contesta de inmediato y le dice que ya ha girado sus instrucciones a Esteban Para y Campillo, alcaide de dichas cárceles, para que haga los preparativos correspondientes; pero por lo que se refiere a la guardia permanente que debe custodiar el edificio, salta en defensa de sus fueros. La acepta, en principio, afuera, “para impedir una exterior sorpresa”.42 La calle es incumbencia del virrey, no así el interior del inmueble, del cual él es el único responsable. Por ello le pide que ordene a la tropa “que no se entrometa en otra cosa, ni suba la escalera o pase del primer patio, sino en el caso de que pida auxilio el tribunal”.43

41

Oficio del virrey al inquisidor fechado en México el 21 de noviembre, en el que le previene que los reos Morelos y Morales serán encerrados en las cárceles secretas del Santo Oficio, en Hernández, n. 3. 42

Oficio del Inquisidor al virrey fechado en México el 21 de noviembre, en el que le informa que tiene dadas las órdenes al alcaide de las cárceles secretas para que reciba a los reos Morelos y Morales, en Hernández, n. 6. 43

Ibid.

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Mientras tanto, la fuerte columna de Concha, arrastrándose por las frías montañas en medio de las sombras, llega a la ciudad de México —conforme a las órdenes virreinales— “después de las doce de la noche”. Estos hombres no llegan a la gran ciudad como soldados vencedores, en medio de las aclamaciones de la multitud, el repique de las campanas y el tronar de los cañones, sino como criminales, a altas horas de la noche y en secreto. No hay ningún relato de este espectral desfile. Habrá que recurrir a la imaginación y reproducirlo en tres o cuatro pinceladas. Cabalgaduras que hacen resonar sus cascos en las empedradas, oscuras y abandonadas calles. Asesinos profesionales uniformados, fatigados, friolentos, envueltos en sus pesadas capas para protegerse del viento. Hierros de sables y bayonetas que centellean en las tinieblas. Ojos adormilados pero brillantes y alertas, que escudriñan y penetran las sombras más espesas, las más negras, las más peligrosas. El virrey considera que ya es tiempo de escribir, a la mortecina luz de una lámpara, un nuevo oficio al Inquisidor para avisarle la llegada de sus huéspedes. “Esta noche, después de las doce, le serán entregados los reos”.44 En lo concerniente a los fueros reclamados por aquél, cede parcialmente y le ofrece que prevendrá a la tropa que no pase del primer patio, a menos que el tribunal pida auxilio, dejando entender que en cambio podría subir por la escalera sin necesidad de previa autorización. 5. LAS CÁRCELES SECRETAS Calleja ha resuelto encarcelar a Morelos, no en la Real Cárcel de Corte, ni en la Acordada, reservadas a los reos comunes, ni tampoco en alguno de los conventos habilitados como reclusorios para clérigos acusados de infidencia o sospechosos de ella, como los de Belemitas, San Camilo, San Diego, La Merced, Espíritu Santo y otros, sino en las cárceles secretas de la Inquisición. La Real Cárcel de Corte estaba situada en el costado Sur del Palacio Real —hoy Palacio Nacional—, con vista a la plazuela de El Volador —hoy edificio de la Suprema Corte de Justicia— y dividida en dos partes: una para hombres y otra para mujeres. Tenía “sus bartolinas, calabozos y separaciones para gentes distinguidas y frí-

44

Causa formada por el Tribunal del Santo Oficio contra D. José Ma. Morelos, publicada en el Boletín del Archivo General de la Nación, Tomo XXIX, No. 2, Secretaría de Gobernación, México, 1958, Oficio No. 2.

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volas (ricos y pobres) y una espaciosa capilla para misa de reos”.45 Forman parte de sus instalaciones “la sala de confesiones y otra de tormentos, con su cuartito, en el que se separa a los reos que los han de sufrir”.46 Es la cárcel de los delincuentes comunes acusados de delitos como robo, homicidio, riña, heridas y golpes, delitos sexuales, fraude, fuga de presidio, portación de armas prohibidas, vagancia y ebriedad, conducta sospechosa y otros. Morelos no será recluido allí. La otra cárcel, la de la Acordada, ha sido especialmente levantada para los reos de alta peligrosidad, entre ellos, los asaltantes de caminos, homicidas y ladrones. “En el interior sólo se oía el rumor de las cadenas que arrastraban los presos, el canto melancólico de algunos o el lúgubre quejido de los azotados y de los que eran sometidos a la prueba del tormento. Aquellos infelices tenían casi siempre a la vista el verdugo y el cadalso”.47 Para las autoridades “coloniales”, Morelos no era más que un asaltante de caminos, un homicida peligroso y un ladrón monstruoso. De eso lo acusarían los jueces. Sin embargo, a diferencia de otros insurgentes destacados, entre ellos, el gran Leonardo Bravo, capturado al romperse el sitio de Cuautla, tampoco sería internado en esa prisión, que se mantenía todavía en pie y en servicio, a pesar de que las Cortes españoles decretaran su cierre desde 1812. Las cárceles secretas de la Inquisición, por su parte, estaban ubicadas en el Palacio de Santo Domingo y ya habían alojado a un ilustre huésped político: Melchor de Talamantes, de septiembre de 1808 a abril de 1809, en el calabozo número cinco, y al intentar evadirse de éste, en el dieciséis.48 En 1815 reciben a Morelos y al capellán Morales, y dos años después, en 1817, servirán de morada a Servando Teresa de Mier. No existe relato alguno sobre la llegada de la partida militar que conduce a Morelos a dichas cárceles. Al llegar al Palacio, ¿uno de los soldados baja de su caballo y golpea la aldaba de la gran puerta principal, encima de la cual apenas se distingue entre las sombres

45

Malo Camacho, Gustavo, Historia de las Cárceles en México, Instituto Nacional de Ciencias Penales, No. 5, México, 1979, p. 84. 46

Ibid.

47

Ibid.

48

Causa instruida contra Fr. Melchor de Talamantes, pp. 312 y 313.

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de la noche la gran cruz de su fachada? ¿El eco de los golpes es devuelto a la tropa por el silencio sepulcral en que se encuentra la ciudad dormida? ¿La puerta cruje y rechina sobre sus goznes al abrirse? ¿Se asoma un personaje encapuchado, un hombre sin rostro, con la capa negra hasta los pies? ¿Es el inquisidor? ¿Cruza éste unas cuantas palabras en voz baja con el jefe del destacamento armado? ¿Hace éste descender de un carruaje negro a un hombre bajo y corpulento que arrastra las cadenas al caminar? ¿Detrás de él viene otro, la cabeza baja y el ánimo decaído...? En todo caso, al cruzar la puerta del edificio, el inquisidor pide al militar que ordene que se despoje a los prisioneros de los hierros que les sujetan pies y manos. A continuación, el sargento mayor de la plaza hace formal entrega de los dos hombres al alcaide de las cárceles secretas de la Inquisición, en presencia del coronel Concha y del inquisidor Flores, y aquél, a su vez, le extiende el correspondiente acuse de recibo; documento vital, dadas las circunstancias.49 Mientras el alcaide Para y Campillo, auxiliado por su adjunto y otros oficiales del San Oficio, conduce a los detenidos por el primer patio del edificio, rumbo a las escaleras, el inquisidor Flores escribe al virrey, a la luz temblorosa de una vela: “A la una y media de la mañana se han recibido en las cárceles secretas del Santo Oficio a los reos Morelos y Morales”.50 El silencio es roto por los ruidos metálicos procedentes del exterior, producidos por los soldados que han quedado custodiando el edificio en todas las calles a la redonda. Luego agrega: “Y este tribunal queda entendido de la disposición de vuestra excelencia sobre que la guardia no pase del primer patio, a menos que se le pida auxilio”.51 El alcaide, mientras tanto, sigue su marcha guiando a los prisioneros a su destino: sube las escaleras, llega al segundo piso y toma el corredor que lo lleva al segundo patio. Pasa por una puerta que tiene en su parte superior la siguiente leyenda: “Mandan los seño49

Acuse de recibo de los reos Morelos y Morales firmado por Esteban Para y Campillo, alcaide de las cárceles secretas del Santo Oficio, fechado en México el 21 de noviembre de 1815, en Hernández, n. 7. 50

Oficio del Inquisidor al Virrey fechado el 22 de noviembre, en el que le informa que a la una y media de esa mañana se recibieron a los reos Morelos y Morales en las cárceles secretas, en Hernández, n. 9 51

Ibid.

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res inquisidores que ninguna persona entre de esta puerta para adentro, aunque sean oficiales de esta Inquisición, si no lo fueren del secreto, pena de excomunión mayor”.52 Detrás de ella está la sala de tormentos, de los cuales los únicos que utiliza legalmente el Santo Oficio son aquéllos en los que no hay efusión de sangre, tales como los cordeles, el agua, el hambre, la garrocha, el bravero, la plancha caliente, el escarabajo, las tablillas y el potro. El grupo llega hasta el fondo del Palacio. A través de una disimulada puerta pasan al edificio anexo, en el que se encuentran las cárceles secretas. Bajan la escalera de este otro edificio y llegan a un cuarto con dos puertas. Una de ellas conduce a la ropería y la otra a un espacioso patio, “más largo que ancho”, en cuyo centro hay una fuente y algunos naranjos. A su alrededor se yerguen veinte arcos y entre ellos se ven las sólidas puertas dobles de diecinueve calabozos. A esa hora probablemente no se distingue una lápida en la que están inscritos los nombres de los funcionarios inquisitoriales bajo cuya administración “se acabó esta fábrica de cárceles secretas, para terror de la herejía, seguridad de estos reinos y honra de Dios”.53 Fecha de la piedra: 27 de septiembre de 1646. Los calabozos tienen “de largo dieciséis pasos y diez de ancho, aunque hay algunos más chicos y otros más grandes. Dos gruesísimas puertas los cierran. Un agujero semirredondo o ventana con rejas dobles —por donde escasamente les llega la luz— deja ver una tarima de azulejo para poner la cama”.54 Morelos es recluido “en la cárcel número uno”.55 Su aterrorizado compañero en otra. El alcaide enciende una vela en cada calabozo. Morelos deja sobre la tarima de azulejo un pequeño saco conteniendo sus pertenencias: una chaqueta de indiana, fondo blanco; una camisa vieja de Bretaña, un sarape listado, un pañito blanco, dos taleguillas de manta, unas

52

Piña y Palacios, Javier, La Cárcel Perpetua de la Inquisición y la Real Cárcel de Corte de la Nueva España, Ed. Botas, México, 1971, p. 41. 53

Malo Camacho, op. cit., p. 64.

54

Noticias de la Inquisición de México, publicadas en Semanario Político y Literario de México, Tomo I, Imprenta de D. Mariano Zúñiga, calle del Espíritu Santo. Año de 1820. “Aún se aprecia el patio, la puerta, las arcadas y los calabozos; estos últimos han sido tapiados, por lo que no es posible su acceso”, en Piña y Palacios. 55

Causa formada por el Santo Oficio contra D. José Ma. Morelos.

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calcetas gallegas y un chaleco acolchado”.

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Pasan de las dos de la mañana cuando “las dos gruesísimas puertas” se cierran, una después de otra, tras el ilustre prisionero. Quedar solo hubiera sin duda un enorme alivio; pero, ¿lo dejan solo? Allí estaba la tarima para poner la cama. Acostarse y dormir hubiera sido un descanso; pero, ¿le permiten dormir? Al consumirse el cabo de la vela que se deja a los reos en sus celdas, la oscuridad es completa, el silencio, total; pero, ¿lo tratan igual que a los otros reos? Entre los oficiales del Santo Oficio que acompañan al alcaide hasta los calabozos secretos, ¿va el “docto párroco” del arzobispo Fonte para iniciar en el acto su “labor de convencimiento”? ¿Va el mismo arzobispo personalmente...?

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Ibid, acta de cala y cata, de 23 de noviembre de 1815, levantada por el secretario del tribunal del Santo Oficio y agregada a la causa relativa.

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III EXURGE, DOMINE, JUDICA CAUSAM TUAM SUMARIO: 1. Polémica entre jueces: a) orden del virrey; b) la posición del arzobispo; c) reacción de Calleja; d) el capellán Morales. 2. La Sala de Declaraciones: a) la prensa; b) levántate, Señor, defiende tu causa; c) llegada a la Sala. 3. Los jueces comisionados: a) retrato del doctor Félix Flores Alatorre; b) retrato de Miguel de Bataller. 4. El juicio sumario: a) alteración de las actas; b) incompetencia del tribunal; c) ilegitimidad del gobierno enemigo; d) el acusado acusador.

1. POLÉMICA ENTRE JUECES El martes 21 de noviembre, al caer la noche, mientras las tropas de Concha avanzan de Tlalpan a México, el virrey comunica oficialmente a los jueces comisionados su resolución de someter a Morelos y Morales a proceso sumario ante la Jurisdicción Unida. De este modo, éstos se enteran hasta este momento que Morelos ya está en la capital, y que tienen el preciso término de tres días, a partir del siguiente, para cerrar la instrucción. Aunque el virrey insiste en que la formalidad del juicio no es necesaria, argumenta -a manera de concesión- que en consideración a su carácter sacerdotal y a que en esta capital, donde debe verificarse (sic) la sentencia, hay todos los medios necesarios para que procedan a practicarse los cánones, he determinado 57 ponerlos, como lo hago, a disposición de la Jurisdicción Unida.

Calleja les ordena también que “procedan a la formación de la sumaria degradación, de acuerdo con el ilustrísimo señor arzobispo electo, para que pueda ejecutarse la sentencia”.58 Su lenguaje, aparentemente oscuro, revela que no tiene idea del procedimiento. El virrey, por supuesto, no es jurista sino militar, y no le interesa sujetarse a la formas sino ir al fondo y acabar rápido, aunque lesione con ello la dignidad de otros funcionarios del reino, entre ellos, la del propio arzobispo, enfermizamente celoso de su alta posición y de los parcialmente perdidos fueros de su corporación. Manda a los

57

Oficio del virrey a los jueces comisionados de la Jurisdicción Unida fechado el 21 de noviembre de 18156, en el que les comunica que tienen el preciso término de tres días para concluir las causas de Morelos y Morales, en Hernández, n. 70. 58

Ibid.

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jueces que degraden a los acusados a fin de que él pueda dictar sentencia de muerte y ésta se ejecute a la mayor brevedad. Les ordena que se pongan de acuerdo con el arzobispo para degradar a los reos. Y los conmina nuevamente a que lo hagan en forma sumarísima: “en el preciso término de tres días”.59 El arzobispo, en cambio, es un hombre versado en Derecho. En este asunto no sólo se opone a los golpes autoritarios del virrey sino considera que los casos de Morelos y Morales son diferentes y les da una solución distinta. Entregará a uno, pero el otro será para él. Desde el primer momento empieza a poner obstáculos de fondo y forma para entorpecer la iniciación de esta última causa. Por lo pronto, al recibir copia del oficio enviado por Calleja a los jueces comisionados mencionado arriba, no puede disimular una mueca de impaciencia. Su amigo el virrey, a pesar de ser juez de jueces, no sabe Derecho o se burla de él o ambas cosas. Parece no importarle en lo absoluto el aspecto jurídico del problema. Dichos jueces comisionados no están facultados, como lo pide aquél, a proceder a la “formación de la sumaria degradación” sino sólo a la formación de la causa. Integran un tribunal instructor, no de sentencia. Por otra parte, el auditor de guerra Bataller, juez seglar, no está autorizado para ponerse de acuerdo con el tribunal eclesiástico para la degradación, asunto de la exclusiva competencia de la Iglesia. Es representante del Estado: nada tiene qué ver con los fueros de la corporación eclesiástica. Y por último, el provisor Flores Alatorre, juez eclesiástico comisionado, es subalterno del prelado, no del virrey. Tampoco puede ponerse de acuerdo con el otro juez comisionado del Estado y menos con su superior para tal efecto, a menos que éste se lo pida. Carece de facultades para tomar una decisión al respecto. Corresponde únicamente al arzobispo Fonte dictar la resolución judicial en el área de su competencia. Además, es imposible saber, al menos teóricamente, en qué sentido habrá de dictarse la sentencia del tribunal eclesiástico antes de que se inicie el procedimiento. Puede ser condenatoria, pero también —¿por qué no?— absolutoria. Por pudor, vergüenza y dignidad, el juez-virrey no debe comunicar a funcionarios subalternos los términos en que va a darse el fallo sino únicamente ordenar que inicie el proceso hasta ponerlo en estado de sentencia, a fin de que lo turnen a la autoridad eclesiástica responsable y ésta resuelva lo 59

Ibid.

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procedente. Al leer la copia del oficio anterior, pues, el doctor Fonte se indigna y le contesta en la misma fecha, ya entrada la noche, dándose por enterado de sus deseos y asegurándole que aunque es muy doloroso y repugnante al carácter y sentimientos de un prelado aplicar las mayores penas que la Iglesia le permite decretar, no rehusaré aplicar las que merezca el rebelde Morelos, previo cono60 cimiento judicial que sus delitos y circunstancias permitan.

En la forma más breve y elegante del mundo da cátedra a su interlocutor: le hace saber que no son los jueces comisionados los que -con su acuerdo- están encargados de “proceder a la sumaria degradación” sino sólo él, en calidad de prelado, aunque le sea “doloroso y repugnante”; que impondrá la máxima pena eclesiástica “al rebelde Morelos”, no al otro, y que esto lo hará sólo después de conocer los detalles del proceso, nunca antes. Cierto que la sentencia de degradación, como la de muerte, ya ha sido dictada de antemano; pero no hay que decirlo y menos dejar constancia de ello en la causa. Además, le advierte que no dictará solo su sentencia, aunque tampoco con los jueces comisionados, como absurdamente lo ha planteado su amigo el soldado, “sino asociado de las personas que el Derecho prescribe”.61 Ya que va a degradar a Morelos —previo conocimiento judicial de sus delitos— es necesario dar al acto la solemnidad y fuerza que amerita la situación. El fallo lo deben emitir las más altas dignidades eclesiásticas de la Nueva España residentes en la capital. Sólo así podrá empezarse a producir el espanto apetecido. Por lo pronto, sostenida su autoridad en forma teórica, se decide hacerlo también en la práctica. La lección la dará no sólo con palabras sino también con hechos, para que no se olvide. No entregará al capellán Morales. Su propósito a este respecto no es defender a éste sino aprovechar su relativa insignificancia política para hacer valer los lastimados fueros de su corporación. El juicio del héroe

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Oficio del arzobispo de México doctor Pedro de Fonte al virrey fechado el 22 de noviembre, en el que le asegura que hará justicia en el caso de Morelos, pareciéndole que en el de Morales debe aplicarse un criterio distinto, en Hernández, n. 120. 61

Ibid.

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podrá despacharse en forma breve, como lo desea el virrey. Así ofrece hacerlo, por razones de Estado, en el ámbito de su competencia; pero el del capellán Morales requiere un tratamiento distinto. Sugiere que en este caso se conceda a la Jurisdicción Unida “mayor dilación” para instruir el proceso, pues los jueces no podrán conocer su asunto en tan breve término. Además, desliza sutil pero firmemente la duda de que sus crímenes sean comparables a los del otro. Al final, no sin ironía, agradece a su amigo el virrey “el respeto con que mira los sagrados cánones en este paso que ha dado con la jurisdicción eclesiástica”, asegurándole que ésta ha sido creada, no para proteger los delitos sino para punirlos con justicia.62 La distinción entre uno y otro prisionero disgusta fuertemente al bilioso Calleja. De no ser tan noche ni tener asuntos más importantes que atender, relacionados con la inminente llegada de los prisioneros a la ciudad de México, replicaría de inmediato al arzobispo. No es hombre que se deje asustar tan fácilmente por las faldas de un cura, ni por lo “sagrado” de los “cánones” invocados por el doctor Fonte; pero lo hará al día siguiente. Molesto con el argumento episcopal, en el sentido de que los crímenes del capellán Morales no son “tan notorios ni tan atroces” como los del “rebelde” Morelos, resuelve poner las cosas en claro. Los cánones que defiende el prelado serán muy “sagrados”; pero, en su opinión, lo son más los del Estado a su cargo. Le advierte, para comenzar, que bien pudo haber pasado por las armas no sólo a Morelos sino también al capellán, sin mayores formalidades y desde el instante mismo en que fueran capturados. Agrega que, al girar sus instrucciones de que se les degradara, no había transgredido ninguna ley sino, al contrario, actuado con apoyo en la más importante de ellas: la promulgada “por esta Superioridad con Voto Consultivo del Real Acuerdo, en Bando de 25 de junio de 1812, que está en toda su fuerza y vigor”.63 Esta drástica disposición, como ya se dijo, declara reos de jurisdicción militar a todos los que “resistan a las tropas del rey” y ordena que sean pasados por las armas, previo juicio sumario ante consejo de guerra, sin darles más tiempo que el muy preciso para morir cristianamente. El caso del capellán, a juicio de Calleja, está perfec62

Ibid.

63

Oficio del virrey al arzobispo fechado el 22 de noviembre, en el que le recuerda que ambos reos deben sufrir la pena capital, en Hernández, n. 12.

64


MORELOS ANTE SUS JUECES

tamente comprendido “en lo dispuesto por los artículos 6o. y 7o. de dicho Bando”.64 Ha quedado por consiguiente sujeto a la pena capital. No importa que sus delitos no sean “tan notorios ni tan atroces” como los de su compañero y jefe. La ley señala que deben ser ejecutados los que “hubieran tomado parte en la insurrección y servido en ella con cualquier título o destino, aunque sólo sea en el de capellanes”.65 Tal es el caso del capellán Morales. No hay ninguna razón para hacer excepción con él. Sin embargo, para obsequiar la solicitud del prelado, admite que si los jueces comisionados tienen “algún impedimento que exija mayor dilación para ejecutar a Morales”, aprobará que se difiera el proceso, aunque no por largo tiempo sino sólo “en cuanto lo permita el orden de la justicia y la necesidad de desembarazarse de esta clase de reos”.66 Por lo demás, se manifiesta “bien persuadido de que ni el espíritu de la Iglesia, ni el de vuestra señoría ilustrísima es el de proteger los delitos”. Más conciliador, agrega: “Cuento para todo con el vigoroso celo de vuestra señoría ilustrísima”. Y por último, en tono francamente hipócrita -no se le puede llamar de otro modo- concluye: Unido a sus sentimientos piadosos, puedo asegurarle también que no me es menos sensible verme en la necesidad de descargar el golpe de la ley sobre unos individuos tan distinguidos por su clase como por 67 la enormidad de sus delitos.

Calleja, pues, no se siente un déspota arbitrario sino un “piadoso” y “sensible” gobernante. Se basa en una ley que defiende los fueros del Estado “colonial”, que están por encima de los de cualquier individuo, clase o corporación. Le duele descargar “el golpe de la ley” sobre personas tan selectas; pero es necesario hacerlo con ambas. Dura lex sed lex. La ley es dura pero es la ley. Puede esperar, desde luego, pero no mucho, ya que es imperiosa la necesidad de “desembarazarse” de tales miembros del clero, distinguidos por pertenecer a tal corporación, pero más aún por la gravedad de los crímenes que han cometido.

64

Ibid.

65

Gaceta de México, martes 30 de junio de 1812, Tomo III, No. 253.

66

Hernández, n. 12.

67

Ibid.

65


JOSÉ HERRERA PEÑA

Aunque el virrey se funda en una disposición especialmente promulgada para justificar todos los atropellos de la bota militar en tiempos de guerra, mucho más rígida que la ordenanza, nunca llega a suponer que, de acuerdo con la interpretación jurídica del doctor Fonte, al aceptar la Jurisdicción Unida ha renunciado implícitamente a la formación de un consejo de guerra y, por consiguiente, a lo dispuesto por el Bando invocado. Al perder su base legal, pues, el soldado tiene perdido el caso frente al doctor en Derecho. Y en efecto, lo perderá... ¿Quién es el capellán Morales? Hecho prisionero en Temalaca con Morelos, las vidas de estos hombres no tiene nada de paralelas. Morelos se acercó a Hidalgo en 1810 para ofrecerle sus servicios de capellán; pero fue nombrado general y encargado de una comisión de tipo político y militar: la de tomar Acapulco y la Costa del Sur. Morales, en cambio, se presenta en 1813 al Siervo de la Nación para pedirle el grado de coronel, ofreciéndole levantar por su cuenta un regimiento. Al no verle por ningún lado madera de soldado —quizá por su exagerada inclinación a las bebidas embriagantes—, el Caudillo lo nombra capellán “porque tenía necesidad de sacerdotes para ocuparlos de su ministerio”.68 En Chilpancingo, el capellán Morales concurre como elector del Real de Zacuapan para nombrar diputado por la provincia de México al Congreso de Anáhuac. Habiendo cumplido con esta comisión, el Generalísimo lo designa más tarde capellán del propio Congreso, con tratamiento de señoría. Algún tiempo después, sin embargo, durante las marchas de Uruapan a Temalaca “se excedía tanto en la bebida —declara Morelos— que llegó el caso de caerse, por cuyo motivo lo depuso el Congreso del empleo de capellán el día anterior al de su prisión”.69 Así que ya no era capellán. No era nada. Si acaso, un borrachín que ni siquiera simpatizaba con la causa de la independencia. Según Morelos, no tenía por qué juzgársele y menos condenársele. Sólo con un testimonio así podía defenderle la vida. Durante la marcha a Tehuacán, el clérigo manifestó sus deseos de abandonar la marcha y le pidió “el mismo día de su deposición pase para cualquiera otra parte, el que no le dio, pero sí le

68

Acta levantada por el tribunal militar el 1o. de diciembre de 1815, en la que constan las declaraciones de Morelos sobre el último punto del interrogatorio del virrey y responde a otras diez preguntas, en Hernández, n. 45. 69

Ibid.

66


MORELOS ANTE SUS JUECES

ofreció que más adelante se lo entregaría”.70 Ya no tendría tiempo de hacerlo: ambos serían capturados. El doctor Fonte no contesta al requerimiento del virrey. Dos días después —el viernes 24— los jueces comisionados toman al capellán Morales sus primeras declaraciones. Serán las últimas. El clérigo queda bajo protección de la jurisdicción eclesiástica. El 27 de julio de 1816 —ocho meses después— el arzobispo explica al rey de España que la degradación que le había solicitado el virrey “todavía no la verificaba”, ya que de las actuaciones judiciales resultó “que Morales no había tomado, ni excitado a tomar las armas entre los rebeldes, sino que careciendo de subsistencia, se presentó a ejercer entre ellos su ministerio, con el fin de adquirirla”.71 Ni el rey ni sus ministros se ocuparían del asunto. El doctor Fonte conservaría una mancha política en su carrera. No sería suficientemente duro en este caso, como en exceso con el otro. El clérigo Morales, por su parte, al acogerse a la protección del arzobispo, conservaría su mediocre vida por algún tiempo más, perdiendo la oportunidad histórica de ser ejecutado al lado del hombre más extraordinario de la época. 2. LA SALA DE DECLARACIONES. El miércoles 22 de noviembre, mientras se lleva a cabo la polémica con el arzobispo, Calleja comunica a los jueces comisionados que los reos Morelos y Morales —llegados a México esa madrugada— están a su disposición en las cárceles secretas de la Inquisición para que procedan a formarles causa.72 A las diez de la mañana de ese día, por consiguiente, los jueces Flores Alatorre y Bataller, así como el secretario Calderón, se presentan al palacio de la Inquisición. Después de hacer las caravanas de estilo al doctor Manuel de flores, Inquisidor de México, pasan con su venia a la Sala de Declaraciones, cedida por éste para que practiquen sus diligencias judiciales, y le piden que ordene al alcai70

Ibid.

71

Hernández, n. 299.

72

Oficio del virrey a los jueces comisionados de la Jurisdicción Unida fechado el 22 de noviembre, en el que les informa que los reos Morelos y Morales están a su disposición en las cárceles secretas de la Inquisición a fin de que procedan a formarles causa, en Hernández, n. 8.

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JOSÉ HERRERA PEÑA

de de la prisión que haga comparecer ante ellos a don José Ma. Morelos. ¿Qué se dice en las calles? ¿Qué murmura la gente del pueblo? ¿Qué piensan en sus casas y palacios los poderosos partidarios de la independencia? ¿Cuántos “guadalupes”, “serpentones” y otros temen ser delatados por el acusado? ¿Qué publican los periódicos sobre el tema? ¿Qué estrategia han tomado los insurgentes escondidos en la ciudad “para liberar a su humillado héroe”? No hay un solo testimonio al respecto. Cierto que el traslado del gran prisionero se había efectuado en secreto, a altas horas de la noche, en medio de grandes cautelas; pero la concentración de tropas alrededor del Palacio de la Inquisición y de sus cárceles secretas -tan sintomática en esos momentos- suscitó toda clase de conjeturas y comentarios, de los cuales no quedó escrita ni una sola palabra. La Gaceta de México del día siguiente —jueves 23 de noviembre— publica en primera plana el parte del coronel Ramón Monroy sobre la batalla del 8 de ese mismo mes en los Llanos de Apam. Otra noticia importante es el pronunciamiento de la villa de Cuernavaca que, como antes otras muchas villas y ciudades, declara que ningún individuo, “desde sus vecinos principales hasta el más inferior, en común ni en particular, ha autorizado ni conferido poder a persona alguna para que los represente en el burlesco llamado congreso mexicano, ni en otra reunión o asociación de infames, viles, traidores”. En las páginas interiores se ofrecen en venta Las Obligaciones del Hombre, de Anselmo del Río y García (educación para niños), a nueve reales; Máximas o Reflexiones Morales, a dos reales, y Cuadernos de Ortografía Castellana, a dos reales. Nada sobre los procesos de Morelos.73 Los que están al tanto de lo que ocurre, por su parte -—los Concha, los Flores, los Bataller, los oficiales del Santo Oficio, los militares en servicio, los alcaides, los fiscales, los defensores— tampoco dejan registro escrito de lo que viven, sienten, oyen, palpan. Ni cartas, ni notas, ni diarios, menos un reportaje. Este caso es como un castillo amurallado con cámaras de tortura, habitado por fantasmas, alrededor del cual no existen más que los anchos y profundos fosos del silencio. Un silencio extraño sobre el juicio más importante de la época. Un silencio pesado que agobia, sobrecoge, irrita. 73

Gaceta de México, jueves 23 de noviembre de 1815, Tomo VI, No. 825.

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MORELOS ANTE SUS JUECES

De las cárceles secretas al primer patio del Palacio de la Inquisición hay una serie de puertas, ventanas, escaleras y corredores por los que transitan o atraviesan Morelos y sus custodios. En el segundo piso de dicho primer patio se encuentran las salas de audiencias. En el arco principal de la escalera, mirando hacia adentro, hay una lápida en la que están anotados los nombres del Papa, rey de España y de las Indias, Inquisidor general e Inquisidor de la Nueva España bajo cuya protección y gobierno “se comenzó esa obra a 5 de diciembre de 1732 y acabó el mismo mes de 1736 años, a honra y gloria de Dios”.74 A la derecha de la escalera, en el corredor que mira al Poniente, hay una puerta que da entrada a las salas de los oficiales y ministros del tribunal del Santo Oficio. En la primera de ellas, que es la Sala de Declaraciones, cuelgan los retratos de los inquisidores de la Nueva España, que llegan a cuarenta. Sus columnas y demás ornatos arquitectónicos están cubiertos de damasco encarnado. “En el extremo que mira al Sur hay un altar bastante bien decorado y en su centro San Ildefonso, que recibe la casulla de la Santísima Virgen María. En el lado opuesto y después de una gradería de poco más de una vara de altura, está la mesa de los Inquisidores con sus tres sillas cubiertas de terciopelo carmesí, con franjas y recamos de oro, y sus tres cojines o almohadones correspondientes aforrados de lo mismo”.75 Sobre la mesa hay un dosel de terciopelo carmesí, con un crucifijo orlado de franjas y borlas de oro; las armas reales, y una inscripción sobre el globo de la corona: Exurge, Domine, judica causam tuam. Es la divisa de la Inquisición, que podría traducirse como sigue: Levántate, Señor, defiende tu causa. Salmo 73.76 Así, pues, por los pétreos corredores, escaleras y patios del Palacio de Santo Domingo es conducido Morelos hasta llegar a la Sala de Declaraciones. En lo alto de la mesa están sus señorías, el doctor Flores Alatorre, vestido de eclesiástico, y el auditor Bataller, en traje militar. En una mesa lateral, el secretario Calderón, también de sotana. El acusado,

74

Noticias de la Inquisición de México.

75

Ibid.

76

Traducción libre del autor.

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JOSÉ HERRERA PEÑA

grueso de cuerpo y cara, barba negra poblada, un lunar entre la oreja y extremo izquierdo, trae en su persona camisa de Bretaña, chaleco de paño negro, pantalón de pana azul, medias de algodón blancas, zapatos abotinados, chaqueta de indianilla, fondo blanco, pintada de 77 azul, mascada de seda toledana y montera negra de seda.

La sala está vacía. En las graderías no hay público. En el cuarto secreto situado al lado de ella, ni un solo testigo. Al lado del acusado, nadie: ni un defensor, ni un consejero, ni un auxiliar. Los ruidos resuenan fuertemente en las dilatadas bóvedas del recinto. De acuerdo con los planes, el castigo será público; el juicio, secreto. Afuera, en los corredores del segundo piso, se pasean y hacen comentarios en voz baja algunos —muy pocos— empleados superiores del tribunal del Santo Oficio, y unos cuantos oficiales de elevado rango en el ejército “colonial”. Abajo, en el primer patio, doscientos hombres de infantería guardan el interior del edificio. En las calles aledañas, un bosque de bayonetas protege el exterior, apoyado por caballos y cañones. Media ciudad está convertida en un cuartel. Al sonar las once campanadas, se inicia el juicio secreto. Según el acta, se hizo comparecer “al presbítero don José Ma. Morelos”.78 No al capitán general del ejército mexicano ni menos al Vocal del Supremo Gobierno de la América mexicana sino “al presbítero”. Sería a éste, no a aquél, “al que le recibieron juramento que hizo como sacerdote y bajo el cual ofreció decir verdad”.79 Las trampas judiciales, como se ve, empiezan desde el momento mismo en que se inicia el juicio. Ya las analizaremos detenidamente con la debida oportunidad. 3. LOS JUECES COMISIONADOS ¿Quiénes son los jueces comisionados? Poco es lo que se puede decir de ellos. El canónigo Flores Alatorre, criollo de Aguascalientes, doctor en Derecho y profesor de la Universidad de México, es “segundo” del arzobispo Fonte. Al terminar de fungir como juez instructor en el proceso de Morelos, hace un estudio jurídico sobre

77

Causa formada por el tribunal del Santo Oficio contra D. José Ma. Morelos. Diligencia de cala y cata. 78

Acta de la primera audiencia llevada a cabo por la Jurisdicción Unida en la mañana del 22 de noviembre, en la que constan las declaraciones rendidas por Morelos a 22 preguntas de los jueces, en Hernández, n. 73. 79

Ibid.

70


MORELOS ANTE SUS JUECES

las leyes carolinas que sirvieron de base para condenar a los héroes de la independencia nacional. En julio de 1816, el arzobispo Fonte envía una carta confidencial al rey de España en la que, además de darle cuenta sobre el proceso de Morelos, le pide que derogue dichas leyes y restablezca los privilegios de los cuerpos eclesiásticos, y a la que adjunta el estudio de su provisor. Dicha solicitud nunca será acordada. Flores Alatorre hace cuantos méritos le es posible en obsequio de sus superiores para adquirir una mitra. Es inútil. A pesar de sus conocimientos, que no son pocos, y de su reconocido servilismo, docilidad y obediencia, que le sobran, no alcanzará tal distinción. No es su tiempo. Al consumarse la independencia, la opinión pública convertirá en fallas y delitos todos los actos cometidos por las crueles autoridades “coloniales”. El papel de juez comisionado que desempeña en la causa de Morelos, lejos de seguir siendo motivo de orgullo, empezará a serlo de reproche y crítica. Sin embargo, nuestro canónigo no se inmutará. Al contrario. Al cambiar la situación política, él cambia con ella. De este modo, cuando se rinde homenaje a Morelos en 1823 y se trasladan sus restos de San Cristóbal Ecatepec a la catedral metropolitana, su falta absoluta de pundonor lo hace ser de los primeros en concurrir al acto. El asombrado Bustamante, bajo el seudónimo de Andrés López, comenta: “¡Y que asista al funeral del héroe que juzgó, degradó y entregó al carnicero Concha para que lo asesinara...!”80 El otro magistrado, el que representa el fuero del Estado, Miguel de Bataller, lo encontramos desde 1808 oponiéndose ferozmente a los proyectos del virrey José de Iturrigaray y del Ayuntamiento de la ciudad de México para convocar a “un Congreso de representantes de todas las ciudades y villas del reino”. Para él, convocar al Congreso era convocar a una revolución. Resultó lo contrario: la revolución estalló por no convocarlo. Luego, destacó entre los amotinados que dieron el golpe de Estado la noche del 15 al 16 de septiembre de 1808 y aprehendieron a los partidarios de la independencia, entre ellos, Talamantes, Primo de Verdad y Azcárate. Durante los años siguientes se dedica a aplicar atroces castigos a los insurgentes o, cuando menos, a los que considera como tales. 80

Tristes recuerdos de los terribles insultos que sufrió en est apital el mes de diciembre de 1815 el héroe ms distinguido de la América, el Excmo. Sr. ciudadano presbítero José María Morelos, y muerte y resurrección del ciudadano Brigadier Lobato. Firma Andrés Lopez. Nota 5 al pie de oágina, en Hernández, n. 98.

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Bustamante le da con razón el título de genocida. “Este juez inicuo —dice— metió en la zanja cuadrada o foso de México, en dos años, a más de tres mil hombres, como debe constar en el archivo de la Sala del Crimen, que yo mismo vi cuando era receptor del alguacil Roldán, tirapié fidelísimo de Bataller; allí deben existir las listas de los muertos, si no las han quemado los verdugos de los mismos americanos. A éstos —prosigue—, sin formalidad de juicio ni visos de delitos, los condenaba el bribón de Miguel con su llamada Junta de Seguridad, por meras sospechas, a una muerte cierta, que sufrían acosados por el hambre, el trabajo, los golpes y el agua de la zanja, en que estaban metidos medio cuerpo y el otro medio expuesto a los rigores del sol. De hierro que hubieren sido estos infelices, se habrían destemplado, luchando con tan opuestos elementos”.81 En 1812, poco después de publicado el Bando que autoriza al Estado “colonial” a ejecutar sumariamente a sus enemigos, sean de la condición que fuesen, sufre un atentado que por poco le cuesta la vida y que lo enseña a ser un poco más cauto. Además de juez comisionado en el juicio de Morelos actuará como fiscal de Estado. Será juez y parte. Así se las gastaba la justicia “colonial”. Al consumarse la independencia —seis años después— se le tenía reservado el mismo destino que a Concha: ser “asaltado” y ejecutado “al defender la bolsa” —no merecía otro—; pero, siendo más astuto que éste, lo advirtió “y se supo preservar”, al decir de Bustamante, quien concluye con una elocuente exclamación: “¡qué lástima!”. Emprendió sin mayores contratiempos la graciosa huida, como lo hicieran tantos otros criminales de la administración pública “colonial”, y vivió el resto de sus días en forma oscura y atosigado por sus remordimientos en España. Tal es la calidad moral y política de los hombres que instruyen la causa del Caudillo: uno, cínico, inescrupuloso, sin principios ni dignidad; el otro, asesino en grado de genocida. Dice el mismo Bustamante que “reducido a prisión se le presentó Bataller para tomarle declaración; Morelos le dirigió la vista poniéndose la mano derecha sobre la cejas para observarlo...¿Usted es el oidor Bataller? (le dijo). Sí soy, le respondió el golilla con altanería... ¡Cuánto siento no haber conocido a usted algunos días antes...! Echábala de fisonomista aquel letrado -concluye el historiador- y no sé qué descubriría

81

Ibid, nota 1 al pie de página, segunda parte.

72


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en aquel modo de observarlo”.82 Aunque desconocemos de dónde pudo tomar el cronista tan extraño dato, creamos con reservas en él; veamos el héroe ponerse la mano sobre las cejas para observar bien al juez Bataller; hagamos caso omiso de su supuesto comentario; ignoremos también el significado de su raro gesto y sigamos adelante. 4. EL JUICIO SUMARIO. A diferencia de otros procesos, éste se desahoga en forma sumarísima. El de Hidalgo dura más de tres meses; el de Matamoros, casi un mes, y el de Morelos, sólo veinticinco horas. Hay prisa por acabar con él. El tribunal formado por el clérigo y el militar celebra sólo dos audiencias. En la primera, que concluye “a las dos y media de la tarde”, formula al acusado 22 preguntas tendientes a hacerlo confesar sus delitos: el de lesa majestad y otros “enormes y atroces”. En la segunda, “en la tarde del mismo día”, según el acta (después de comer), se le hacen otras 18 preguntas a fin de hacerle reconocer crímenes del fuero común y del eclesiástico, y se le formulan los dos cargos de rigor para que responda lo que a sus intereses convenga: el de alta traición y el de “delitos enormes y todo género de atrocidades”.83 Esta causa, como la siguiente que se seguirá al héroe —la de la Inquisición— es presidida por el dolo y la mala fe, tal como lo confiesa el doctor Fonte al rey de España, según se ha visto en las páginas que anteceden. Las actas están deliberadamente alteradas para dar a las declaraciones del encausado el sentido político requerido por los jueces, no el expresado por aquél. Al necesitar exhibirlo como un súbdito español de estado eclesiástico rebelado contra “su señor y rey natural”, lo hacen jurar como “presbítero”, según lo vimos hace un momento, no como soldado ni como hombre de Estado. Lo hacen declarar que es español, no americano. Ponen en su boca frases que no expresa jamás. Cuando se refiere, por ejemplo, a Fernando VII, el monarca, lo hacen pronunciar la fórmula sacramental “rey nuestro señor”, que es de los jueces, no de él. A los suyos los llama rebeldes y secuaces, como sus verdu-

82

Bustamante, Cuadro Histórico, p. 224.

83

Acta de la segunda audiencia llevada a cabo por la Jurisdicción Unida en la tarde del 22 de noviembre, en la que constan las respuestas producidas por Morelos a 18 preguntas de los jueces, así como a los cargos de traición al rey y de haber causado la ruina y la desolación de su patria, en Hernández, nn. 73 y 74.

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gos, no miembros del nuevo Estado que representa a la nación. A la lucha armada la nombra “revolución”, como quiere el tribunal, no guerra (entre dos Estados, el español y el americano), como lo sostiene él. A Calleja le da el título de “excelentísimo”, como sus empleados, no el que se merece. Es natural. En un proceso como éste, presidido por el odio, enmarcado por la mala fe y subordinado a los objetivos políticos revelados por nuestro doctor Fonte, las alteraciones, falsificaciones e interpolaciones de los documentos judiciales no podían ser sino obligadas. Esta es una de las razones por la cual la lectura literal de las actas ha generado equívocas interpretaciones. Algunos historiadores han llegado inclusive a afirmar que el héroe flaqueó en estos momentos. Alamán, por ejemplo, asegura que tuvo algunas “debilidades”. Otros han pretendido hacernos creer que el hombre que nunca dudó en hacer frente a la muerte en mil batallas, ni temió a las más desalmadas tropas enemigas (entre ellas, las de Calleja) tembló en cambio ante dos miserables a los que no reconoció personalidad jurídica ninguna. El asunto no será esquivado en estas páginas sino rigurosa y exhaustivamente analizado. Habrá que advertirse, sin embargo, que la lectura de las actas requiere una suerte de lente jurídica, no únicamente literaria, para que se vean las verdaderas dimensiones del declarante en su proceso. Sólo así, a pesar del lenguaje de los tramposos jueces, se sentirá la presencia del héroe y la fuerza de sus convicciones. En ocasiones, bastará llamar a las cosas con su nombre, con la sencillez con la que él las concibió y nombró, para verlo surgir de cuerpo entero. En otras, se tendrá que hacer a un lado la basura conceptual puesta por los tribunales de sus enemigos para descubrir su auténtica silueta; pero no será una labor difícil. Se hará en su momento. Por lo pronto, para los fines del relato, importa destacar que, en su defensa, Morelos aprovecha las preguntas de los jueces comisionados para objetar la competencia de la Jurisdicción Unida, cuestionar la legitimidad del gobierno “colonial” e imprimir al proceso su verdadero carácter político y militar. Cuando lo prendieron —le pregunta uno de los jueces— ¿hizo resis84 tencia a las tropas del rey?

El declarante capta de inmediato la doble intención de la pre-

84

Hernández, n.73, pregunta 2.

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gunta. Se le quiere situar dentro del supuesto previsto tanto por el Bando de 25 de junio de 1812 como de las leyes carolinas. Se intenta presentarlo como el súbdito español que toma las armas contra su soberano, es decir, de exhibirlo como traidor a su supuesto “rey nuestro señor”, y además, se pretende dar a su lucha el carácter de un movimiento interno contra el Estado español. Su respuesta es fulminante. Sí, hizo resistencia, “pero creyendo que eran tropas de España y no del rey”.85 Así, con una concisión sorprendente, plantea el verdadero problema. Sin decirlo expresamente —sus jueces no se lo permiten— deja sentado hábilmente que él no se considera “español” ni “súbdito del rey” y mucho menos “clérigo”, a pesar de que así lo ha anotado en el acta el secretario Calderón. No otra cosa se desprende de alguien que lucha contra las fuerzas armadas de un Estado extranjero; es decir, “contra las tropas de España y no del rey”. Más adelante afirma y define su verdadera condición política. Se le pregunta: —¿Qué cargos ha tenido en la rebelión?

86

No en la nación que se estaba abriendo sitio en la historia universal a base de sangre, dolor y lágrimas, sino “en la rebelión”. Al hacer una relación de ellos, el acusado aparece en toda su fuerza y plenitud. No es el “presbítero sedicioso” el que declara: es el “comandante de la Costa del Sur” nombrado por el Generalísimo Hidalgo; el “capitán general” —grado equivalente al que tiene Calleja—, designado por la Suprema Junta Nacional Americana, con sede Zitácuaro, a cargo de López Rayón; el “generalísimo” electo por el Congreso de Anáhuac instalado en Chilpancingo; el “vocal diputado” del Congreso que contribuye a la formación de la Ley Fundamental de la América mexicana, y el “vocal del supremo consejo de gobierno” nombrado conforme a la nueva Constitución del recientemente creado Estado mexicano: éste y no otro “es el empleo último -concluye- en el que ha servido y ejercido hasta el día de su prisión”.87 No lo dice expresamente, pero se deduce de sus palabras: por

85

Ibid, respuesta a la pregunta 2.

86

bid, pregunta 17.

87

Ibid, respuesta a la pregunta 17.

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este cargo último —no por el de presbítero— debe ser juzgado: por el de Vocal del Supremo Consejo de Gobierno y Capitán General del Ejército mexicano, columna vertebral del nuevo Estado nacional en lucha por su independencia. El tribunal de la Jurisdicción Unida, formado para condenar a clérigos españoles sediciosos, carece de jurisdicción y competencia en este caso. El duelo que se lleva a cabo en la Sala de Declaraciones del Palacio de Santo Domingo será, a la vez, dramático y brillante. Pero antes de presenciar las audiencias que se llevan a cabo ese día, examinemos brevemente las disposiciones jurídicas que sirven de marco a este juicio, las famosas leyes carolinas, así como los precedentes judiciales en la materia. Acerquémonos también al campo insurgente para saber la opinión que se tenía sobre una y otra cosa. Este paréntesis nos permitirá comprender cabalmente el sentido del fulgurante interrogatorio que tendrá lugar en ese tribunal...

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IV BASES JURÍDICAS SUMARIO: 1. El Nuevo Código. 2. La Recopilación de Indias. 3 Las tres leyes del Nuevo Código. 4. Resistencia a las tres leyes. 5. Propuesta de derogación. 6. La alta traición y los crímenes enormes y atroces.

1. EL NUEVO CÓDIGO En los últimos veinte años del siglo XVIII se produjo un enorme revuelo entre la clerecía del mundo hispánico, especialmente en Nueva España, debido a la posibilidad de que la Recopilación de las leyes de los reinos de Indias, vigente desde 1590, es decir, desde hacía más de dos siglos, fuese reformada de acuerdo con las nuevas teorías liberales que campeaban en el mundo. Las propuestas fueron hechas en el Consejo de Ministros, no obstante que el asunto recaía o debía recaer bajo la jurisdicción del Consejo de Indias. El título del proyecto liberal fue el de Leyes del Nuevo Código, también llamado Código Carolino o Leyes Carolinas, en honor a Carlos IV, bajo cuyo reinado pretendióse llevar a cabo la reforma. El trabajo legislativo empezó por el principio, esto es, por el Libro I, De la Gobernación Espiritual, relativo a la organización y privilegios de las corporaciones eclesiásticas. Al afectarse los añejos intereses de las corporaciones religiosas, éstas, justamente alarmadas, se opusieron a la propuesta, con el apoyo del Consejo de Indias. La lucha por el Nuevo Código expresó, en cierto modo, la de los dos continentes: el europeo y el americano, representado aquél por el Consejo de Ministros y éste por el de Indias. La primera victoria la obtuvo la corriente liberal europea; la segunda, la tradicional americana, y la tercera, mitad aquélla y mitad ésta. En 1789, año en que estalla la Revolución Francesa, el Consejo de Ministros logró que el Nuevo Código —a nivel de proyecto— no fuese redactado por el Consejo de Indias, aunque tampoco asumiese aquél tal tarea, sino por una comisión especial de juristas que se llamó Junta Codificadora. Tal fue la primera victoria liberal. Muro Orejón piensa que el Consejo de Indias, “molesto por las facultades que a la Junta Codificadora otorgaba el real decreto de 7

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de septiembre de 1789, quiso imponer su marchamo a una obra en la que él no había tomado parte”.88 Por lo pronto, la pugna entre el Consejo de Indias y el Consejo de Ministros duró varios años, durante los cuales los más altos dignatarios eclesiásticos del nuevo continente tendrían la oportunidad de manifestarse en contra del proyecto y, por ende, de las teorías liberales que sometían a cuestionamiento sus intereses y privilegios. Sin embargo, la Junta Codificadora prosiguió su labor con apoyo del Consejo de Ministros y terminó la redacción del primer Libro. Entonces el Consejo de Indias, en plena rebeldía, declaró abiertamente el 26 de abril de 1794, que “se oponía a la publicación del Libro I del Código hasta en tanto no se relea y se examine por el pleno del mismo”.89 Esta enérgica reivindicación de sus facultades no pudo ser pasada por alto por el monarca, quien ordenó por real decreto de 9 de julio de 1799 que el trabajo fuese turnado al órgano reclamante para su revisión. Así se hizo. Una vez bajo su jurisdicción, el Consejo de Indias lo dejó en el archivo y no le daría trámite. El poderoso cuerpo que gobernaba a los reinos de ultramar no emitiría jamás ningún dictamen. De este modo, “el Nuevo Código nunca llegó a tener más libros que el primero —dice Hera— y aún éste nunca fue promulgado”.90 Así, pues, el Consejo de Ministros perdió esta batalla jurídica; pero ejerció sobre el monarca cuantos recursos estuvieron a su alcance para hacer aprobar, al menos, algunas disposiciones aisladas de su proyecto liberal. Tuvo éxito. De esta manera “el Nuevo Código —añade Hera— no entró como tal en vigor, pero algunas de sus disposiciones fueron promulgadas separadamente, entre ellas, las tres leyes sobre inmunidad personal”.91 Serían estas tres famosas leyes las que se tomarían como base para juzgar a los héroes de la independencia nacional. ¿En qué consisten? ¿Qué establecen? ¿Cuáles son los antecedentes en la materia? ¿Por qué el Consejo de Indias —apoyado por los repre88

Muro Orejón, Antonio, Leyes del Nuevo Código vigentes en América, Revista de Indias, Madrid, 1944, p. 34. 89

Ibid.

90

Hera, Alberto de la, Reforma de la Inmunidad Personal del Clero en Indias bajo Carlos IV, en Anuario de Historia del Derecho Español, Tomo XXX, Madrid, 1960, p. 573. 91

Ibid.

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sentantes de las corporaciones eclesiásticas de la Nueva España— se resistieron a ellas? ¿Qué diferencia hay entre estas nuevas leyes y las antiguas? 2. LA RECOPILACIÓN DE INDIAS. Ambas disposiciones jurídicas, las carolinas y las reemplazadas por ellas, establecen la naturaleza y modalidades de los juicios contra clérigos por la comisión de diversos delitos, incluyendo los de carácter político. Hasta el año de 1795, dichos delitos estaban previstos por la Recopilación de las leyes de los reinos de Indias, en vigor desde 1590, en el Libro 1o., leyes 9 y 10, Título 11. La ley 9, título 11 señala, en el peculiar lenguaje del siglo XVI, que “los clérigos sediciosos y alborotadores y de mala vida y ejemplo, y que conviene que no estén en la tierra”, sean castigados por su prelado y echados de allí por la autoridad civil, previo parecer de la eclesiástica, y “sin otro respeto que el que se debe al bien común”.92 Esta disposición se aplicaba a los clérigos que intervenían en motines, rebeliones, asonadas o sediciones contra las autoridades establecidas. Debían ser juzgados por su propio tribunal —el eclesiástico— y, de encontrarse presuntamente culpables, entregados a las autoridades civiles del lugar a efecto de que éstas los enviaran “registrados y con sus causas” a España, para ser definitivamente juzgados y sentenciados. La ley 10, título 11, por su parte, se refiere a los “seculares (civiles) culpados de motines y traiciones que, por evadirse del castigo, se hicieren clérigos o entrasen en religión quedándose en la tierra”, y cuyo escándalo y daño que hicieren fuere notable. En estos casos, la autoridad real estaba obligada a “encargar a sus prelados que los castiguen y sean echados de la tierra, enviándolos a estos reinos (los de España) registrados y con sus causas”.93 Esta otra disposición prevé situaciones en las que personas civiles se incorporaban al clero para evitar ser castigadas por la comisión de “motines y traiciones”. En tales casos, la autoridad civil debía “encargar” a la eclesiástica que procesara a los nuevos clérigos que habían delinquido como civiles y que luego se los entregaran, previo castigo que merecieran en su jurisdicción, a fin de expulsar92

Ibid.

93

Hernández, n. 299.

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los de lugar y remitirlos, con el cuaderno de su causa, a España, para ser definitivamente juzgados. Independientemente de la gravedad de las faltas, ambas disposiciones establecen que el religioso delincuente fuese juzgado exclusivamente por su propio tribunal —el eclesiástico—, como los comerciantes, mineros, militares, indios, etc. Lo eran por los suyos, y sólo de encontrar fundados los cargos en su contra y previo castigo en su propia jurisdicción, entregarlo al “brazo secular” para ser remitido a la península con su expediente. En ambos casos, igualmente, la deportación del reo, “registrado y con su causa”, era el supremo castigo que podía ser aplicado por las autoridades civiles y eclesiásticas de la localidad, así como el requisito necesario para ser definitivamente sentenciado en España por sus superiores. Bajo el imperio de las leyes de la Recopilación de Indias nunca se aplicó a los clérigos delincuentes, ni en América ni en ninguna otra parte del mundo hispánico, ninguna pena que afectase su especial condición de religiosos, y menos que lesionase su integridad física, a no ser la reclusión provisional y el destierro. 3. LAS TRES LEYES DEL NUEVO CÓDIGO. Las tres nuevas disposiciones jurídicas, llamadas leyes carolinas o leyes del nuevo Código, determinan otras modalidades para conocer, juzgar y castigar el delito de lesa majestad y los crímenes “enormes y atroces” cometidos por personas del estado eclesiástico. Dichas normas son la Ley 12, título 9; Ley 71, título 15, y Ley 13, título 12. La Ley 12, título 9, señala que los eclesiásticos no deben gozar de inmunidad en delitos “enormes y atroces” sino ser penados en términos que satisfagan la “vindicta pública” (la venganza social). No se especifica cuál es la pena aunque infiérese que es la de muerte.94 La Ley 71, título 15, indica que el conocimiento de los casos en que un clérigo comete delitos “enormes y atroces” corresponde a la jurisdicción real —el Estado—, unida a la ordinaria eclesiástica —la 94

Ibid.

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Iglesia— hasta poner la causa en estado de sentencia. Esta es la Jurisdicción Unida. Si de los autos resultan méritos bastantes para la “relajación” del reo al brazo secular (la entrega del reo al Estado), el juez eclesiástico debe pronunciar sentencia en este sentido y remitir proceso y reo al juez real, a fin de que éste “proceda a sentenciar, obrar y ejecutar”.95 Esta disposición jurídica encarga a ambas jurisdicciones —la eclesiástica y la real— la conformidad y la buena armonía en el desempeño de sus funciones. Tampoco establece la pena aplicable al caso, pero supónese que es la capital. Por último, la Ley 13, título 12, establece que el conocimiento del crimen de lesa majestad cometido por clérigos corresponde exclusivamente a los tribunales del rey, facultados para imponer la pena de muerte y ejecutarla sin necesidad de precedente degradación. Con base en esta norma, las autoridades del gobierno “colonial” de México —el virrey y la audiencia— dictaron el célebre Bando de 25 de junio de 1812, que ordena que cualquier eclesiástico que resista a las tropas del rey sea sumariamente juzgado en consejo de guerra y pasado por las armas sin el requisito de la previa degradación.96 Dos son las diferencias fundamentales entre las antiguas y las nuevas leyes: En las leyes de la Recopilación de Indias, el tribunal competente para conocer cualquier delito cometido por los clérigos, por grave que sea y tenga la naturaleza que tenga, así sea de carácter político, es siempre el eclesiástico. En cambio, en las del llamado Nuevo Código, lo es la Jurisdicción Unida (compuesta por el juez real y el eclesiástico) para los crímenes “enormes y atroces”, y únicamente el tribunal real para el de “alta traición”. En ambos casos, la jurisdicción eclesiástica, antes exclusiva, es ahora acompañada o de plano sustituida por la real. En la Recopilación, el tribunal eclesiástico no está facultado para dictar sentencia de degradación ni el tribunal real para imponer la pena capital, sino sólo para enviar a los reos eclesiásticos a España, a efecto de que se les sentencie con las penas que correspondan por el fuero real, previo parecer del eclesiástico. 95

Ibid.

96

Ibid. Cf. Soberanes Fernández, José Luis, Los Tribunales de la Nueva España, Antología, UNAM, México, 1980, pp. 162-163.

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La pena más grave que pueden imponer los tribunales locales, por consiguiente, es la deportación. En las leyes del Código Carolino, en cambio, ambos tribunales están facultados para imponer localmente las penas máximas en su respectiva jurisdicción: el eclesiástico, la de degradación y “relajación”, y el real, la de muerte. En otras palabras, según las leyes tradicionales, si los reos eran acreedores a castigos graves, éstos se decretaban y aplicaban en España, nunca en suelo local, mientras que conforme a las nuevas leyes, las sanciones más graves tanto de la Iglesia como del Estado podrían ser decretadas y ejecutadas aquí, no necesariamente en España. 4. RESISTENCIA A LAS TRES LEYES El clero novohispánico no se mostró especialmente feliz al saber que había sido despojado parcialmente de sus fueros y que sus miembros podían ser no sólo juzgados por las autoridades locales sino incluso ejecutados. Su resistencia a que se aplicaran las tres nuevas disposiciones sobre inmunidad personal la manifestó antes, durante y después del estallido de la guerra de independencia. Reitérase que hasta entonces, cualquier crimen cometido por un clérigo, independientemente de su naturaleza y gravedad, era juzgado por el fuero eclesiástico sin intervención de la autoridad real. Para los miembros del clero, esto era no sólo correcto sino necesario: que cada quien fuera juzgado por sus iguales: los mineros por los mineros, los comerciantes por los comerciantes, los militares por los militares y los clérigos por los clérigos. Por otra parte, el tribunal eclesiástico, al no estar facultado para dictar sentencias mayores en estas tierras sino sólo en la antigua España, jamás se había visto obligado a degradar a uno de los suyos y menos a entregarlo al brazo secular para ser inmolado, independientemente del delito que cometiese. Las tres leyes carolinas darían a este asunto un brusco giro. El descontento mostrado por los cuerpos religiosos, afectados en sus naturaleza y privilegios, no tardó en expresarse y transmitirse al monarca. Los altos dignatarios eclesiásticos no se atrevieron a protestar contra la disposición que ordena que el delito de “alta traición” fuese juzgado exclusivamente por el tribunal real. En cambio, manifestaron fuertes dudas de que cualquier otro delito cometido por clérigos, por “enorme y atroz” que pareciera, fuera juzgado por

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otro tribunal distinto del eclesiástico. Además de ser una cuestión de orden y buen gobierno, el asunto tenía un aspecto de carácter trascendente. Los fueros eclesiásticos no habían sido concedidos por la autoridad civil sino por Dios. Suprimirlos, por consiguiente, era atentar no sólo contra los miembros del clero sino también contra la más alta autoridad divina. Uno de los dignatarios que osaron objetar la decisión del monarca fue fray Antonio de San Miguel, el obispo que consagró a Morelos como sacerdote El prelado de Michoacán recordó al rey, en carta fechada en 1799, que “la historia de todas las naciones y de todos los siglos nos enseña que todos los hombres de todos los tiempos y de todos los lugares, constituidos en sociedad o errantes por las selvas, han honrado a la religión y distinguido mucho a sus ministros”.97 Lo anterior, cierto en lo general, lo era más particularmente en el caso de “la verdadera religión”, porque “en la ley escrita —dice fray Antonio— Dios mismo determinó las inmunidades y prerrogativas de los ministros”.98 El obispo de Valladolid reconoce que estos privilegios no se encuentran expresos en dicha ley, pero asegura que se infieren de ella. Tal es la razón por la que la prerrogativa de “ser juzgado por los de su clase” fue común a las monarquías española y francesa desde su fundación. “El fuero clerical fue reafirmado en las Leyes de Castilla y de Indias, sin más excepción —admite— que las de los clérigos que tengan participio en sediciones y motines, es decir, que son reos de lesa majestad”.99 El obispo de Puebla, por su parte, Manuel Ignacio González del Campillo, con el que Morelos tuviera en su tiempo una polémica político-epistolar, “tratando de la misma materia en un dictamen reservado”, sostuvo una tesis parecida, aunque más moderada y prudente. Reconoce con San Miguel que “la inmunidad personal del clero no es cierta y evidente en Derecho Divino”. Pero podía deducirse de sus fuentes. Consecuentemente, no era sólo “un privilegio concedido por los reyes” sino un “reconocimiento de éstos a la especial condición de los ministros del culto”. Y aunque nos deja sin saber su personal opinión sobre este tema, no es difícil inferir que, 97

Soberanes Fernández, José Luis, op. cit., pp. 145 a 163. Cf. Rodríguez de San Miguel, Juan, Curia Filípica Mexicana, UNAM, México, 1978, pp. 20 a 36. 98

Ibid.

99

Ibid.

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como su colega de Michoacán, estaba de acuerdo en que los clérigos fuesen juzgados por sus propios tribunales, salvo en el caso de alta traición.100 Durante la guerra de independencia de México, Morelos no pudo dejar de emitir su opinión al respecto. Atendiendo más al fondo que a la forma y respondiendo a las acusaciones que se le hacían acerca de su poca religiosidad, contra-acusó a las autoridades “coloniales” de lo mismo y no pudo menos que manifestar su asombro de que éstas, fundadas en las leyes carolinas, se hubiesen atrevido a abrir cientos de causas contra clérigos considerados criminales por el puro hecho de simpatizar con la independencia o luchar francamente por ella. “¿No son estos bárbaros —pregunta— los que ultrajan el sacerdocio, los que hacen gemir aherrojados a sus ministros y los que los juzgan en sus procesos, sin acordarse del sagrado carácter que los reviste y sin pensar en el fuero particularísimo con que la Iglesia los ha distinguido?”101 El Dr. José Ma. Cos, por su parte, criticó públicamente a los tribunales eclesiásticos del reino ya que, so pretexto de aplicar las leyes del Nuevo Código contra los partidarios de la independencia, se habían inmiscuido en asuntos que no eran de su competencia. La independencia, por ejemplo, no era un asunto religioso, sino de Estado. Además de las objeciones de fondo contra las mencionadas leyes carolinas, que afectaron parcialmente la inmunidad personal del clero, expuestas por fray Antonio de San Miguel y compartidas por todos los religiosos, entre ellos, su discípulo Morelos, hubo otras, de forma, que no tardaron en ser puestas de manifiesto por los juristas más distinguidos de las corporaciones eclesiásticas —entre ellas nuestro doctor Fonte—, de las cuales se destacan tres: Dichas leyes carolinas, remitidas por cédula de 25 de octubre de 1795, nunca habían sido publicadas en la Nueva España, condición necesaria para su observancia y cumplimiento, por lo sin este requisito resultaba forzado e irregular observarse y cumplirse. 100

Ibid.

101

Proclama de Morelos a los “amados americanos y compatriotas míos que militais bajo los estandartes de este Ejército del Sur”, fechada en Cuautla el 8 de febrero de 1812, en Lemoine, op. cit., coc. 22.

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Las tres leyes habían formado parte de un Nuevo Código, por lo que era necesario conocer éste para deducir el espíritu y la intención del legislador en lo relativo a los límites y alcances de aquéllas, resultando ocioso aplicar las partes de un todo mientras no se conociera el todo. Las leyes carolinas tantas veces mencionadas no habían derogado expresamente ninguna disposición jurídica que se opusiera a lo ordenado por ellas, en lo general, ni menos a las antiguas normas de la Recopilación de Indias, en lo particular, por lo que era de interpretarse y era correcto interpretar que, según el caso, tan aplicables eran unas como otras. 5. PROPUESTA DE DEROGACIÓN En julio de 1816, sofocado o por lo lo menos atenuado temporalmente el huracán de la guerra desatado en 1810, el arzobispo electo de México Pedro de Fonte reprodujo la mayor parte de las objeciones formuladas contra las tres leyes del Nuevo Código, “no publicadas —dice— pero remitidas a las autoridades de la Nueva España para su observancia”, y solicitó al rey que las derogara.102 Dichas leyes, según él, habían sido extraídas del Código Carolino y puestas en vigor, a pesar de no haberlo sido éste en su conjunto, y eran tanto más ambiguas e incongruentes cuanto que “no han sido acompañadas de sus precedentes, intermedios o posteriores, de manera que como partes de un todo que no existe, hasta su denominación repugna para que formen nuestra jurisprudencia actual para el juicio y castigo de los eclesiásticos delincuentes”.103 Las disposiciones de referencia repugnaban al más alto dignatario del reino de la Nueva España no sólo por su falta de coherencia sino también por razones de estricta política eclesiástica e incluso por razones de Estado. Era opuesto a ellas porque despojaban al clero de la inmunidad que, durante más de dos siglos, conservara al tenor de las leyes de la Recopilación de Indias; pero también porque esto había ocurrido en una época particularmente difícil y violenta. Las tres leyes carolinas, lejos de ser mejores, en su concepto, que las antiguas de la Recopilación, eran peores o, cuando mucho, de igual calidad, por lo que habían resultado, si no dañinas, 102

Hernández, n. 299.

103

Ibid.

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por lo menos inútiles. Las leyes tradicionales, “por más de dos siglos —dice Fonte— han sido la garantía de la administración de justicia en este punto; la cual, si no ha empeorado, por lo menos nada ha aventajado con las tres llamadas del Nuevo Código”.104 Por otra parte, dadas las irregularidades del procedimiento empleado para poner las nuevas leyes en vigor, el arzobispo expresaba sus dudas de que hubiesen derogado a las anteriores. “Las tres disposiciones modernas —dijo—, en cierto modo derogaron a las antiguas”.105 Las derogaron, a su juicio, sólo “en cierto modo”, no en otro. Las nuevas, además, “aún no tienen completamente el carácter augusto de las otras leyes, a las cuales parecen derogar”.106 Las otras, las antiguas, tenían un carácter augusto porque, además de haber estado en vigencia durante más de dos siglos, consagraban la autoridad suprema de la jurisdicción eclesiástica en asuntos en que los delincuentes eran clérigos o los clérigos, delincuentes. Las nuevas no, por lo menos, “no completamente”. Además, no habían derogado del todo a las anteriores sino sólo había parecido derogarlas. Fonte dudaba también que la aplicación de las nuevas leyes hubiera traído como consecuencia efectos saludables durante la guerra de independencia. “Aunque estoy distante de dudar de la recta intención con que se dictaron —dice— dudo si fueron útiles los resultados que tuvieron”.107 Estos resultados serían no sólo las infamantes muertes de Hidalgo, Matamoros y Morelos sino también la ulterior falta universal de respeto que se advertiría acusadamente entre los fieles hacia sus prelados peninsulares, aunque también hacia el clero en general; resultados que formaron, por cierto, los vergonzosos precedentes judiciales en la materia: la repugnante jurisprudencia que se vio obligado a denunciar el arzobispo-juez. Hasta antes de las tres nuevas leyes “no se halla ejemplo —dice Fonte— de que se hayan ejecutado con los eclesiásticos delincuentes otras penas que las que cabían en la jurisdicción eclesiástica”.108 Cierto, pero a partir de 1808 entra en juego la jurisdicción 104

Ibid.

105

Ibid.

106

Ibid.

107

Ibid.

108

Ibid.

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real para formar la famosa Jurisdicción Unida, que decide los casos de los clérigos “infidentes”, todos los cuales son castigados con penas que lastiman los fueros de las corporaciones eclesiásticas; penas que, por otra parte, a pesar de no estar previstas expresamente por las citadas leyes carolinas para el supuesto de los “crímenes enormes y atroces”, no podían ser de diferente naturaleza a la del crimen de alta traición, según el juez comisionado Flores Alatorre; es decir, penas que no podían concluir más que en la muerte. En breve, el texto del doctor Fonte parece sugerir, a veces, que si no hubieran existido las tres leyes del Código Carolino impugnadas por él, sino sólo las de la Recopilación de Indias, los héroes de la independencia no hubieran sido severamente castigados sino sólo juzgados por el fuero eclesiástico y, en todo caso, remitidos a España “registrados y con sus causas”, a fin de que las más altas autoridades eclesiásticas y civiles de allá decretaran las penas que consideraran convenientes. Pero la situación durante la guerra de independencia fue tal que, con las antiguas o con las nuevas leyes —y hasta con leyes o sin ellas—, de cualquier forma habrían sido asesinados. El caso de Talamantes, aunque suficientemente ilustrativo al respecto, no fue el único: a pesar de haber sido enviado a la metrópoli “registrado y con su causa” —como otros muchos— nunca llegaría a ella. Hidalgo, Matamoros y Morelos también hubieran sido de un modo u otro eliminados. Es nuestro propio arzobispo el que tristemente lo confiesa, al admitir que la pena máxima “se les hubiera aplicado igualmente, aunque dichas disposiciones (carolinas) no existieran”.109 Vale agregar que las leyes del Nuevo Código nunca serían derogadas por la monarquía española. Dejarían de estar en vigor —lo que favorecería a fray Servando— al restablecerse la Constitución de Cádiz en 1820. 6. ALTA TRAICIÓN Y CRÍMENES ENORMES Y ATROCES Al aplicarse las leyes carolinas durante la guerra de independencia, éstas fueron interpretadas por los jueces “coloniales”, como es obvio suponer, en función de los intereses de la administración virreinal. Esto ocurrió, sin embargo, con no pocas dificultades.

109

Ibid.

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Una de ellas, por ejemplo, fue la tipificación del delito de lesa majestad a que se refiere la Ley 13. Al iniciarse la guerra no había rey. Los europeos —como se llamaba a los españoles para distinguirlos de los americanos criollos—, aún estando en posesión de casi todos los cargos del aparato del Estado “colonial”, no eran el rey, ni habían sido nombrados por él. Luchar contra ellos, por consiguiente, no podía considerarse como delito de lesa majestad, ni siquiera dentro del marco de la legislación española. “En caso de ser alguno —aclaraba el Dr. Cos—, sería el de lesos europeos, y éstos no son majestad”.110 Por otra parte, la persona que encarnaba Su Majestad se encontraba en Europa, no en América, e incluso en Francia, en estado de cautiverio, no en España. El llamado virrey, aún debiendo ser el alter ego del rey, no era el rey, sino el que supuesta pero ilegalmente estaba en lugar de él. Y aun en la hipótesis de que hubiera sido nombrado legalmente por aquél, Su Excelencia —el virrey— no era Su Majestad —el rey—, por lo que luchar contra éste no era necesariamente luchar contra aquél, ya que podía invocarse el principio de la legitimidad de la resistencia contra la opresión. En todo caso, con fundamento en las leyes carolinas, resistir a las tropas del rey, de delito ordinario, aunque grave, sería elevado por decreto del gobierno colonialista a la categoría del más grave de los delitos políticos, el de “alta traición”. Otra de las dificultades para aplicar las citadas leyes carolinas era la falta de una sanción específica para las figuras delictivas establecidas por ellas. La pena por el delito de “alta traición” era la muerte; pero por la comisión de delitos “enormes y atroces” no se señala expresamente ninguna pena. Y bien se sabe que no hay pena sin ley: nulla pena sine lege. Túvose que hacer acopio de la lógica jurídica para justificar la gravedad de la sentencia y la ejecución de la misma. En el caso de los citados “crímenes enormes y atroces”, el doctor Flores Alatorre afirmaba que éstos eran exactamente los previstos en la legislación ordinaria: homicidio, lesiones, robo, asalto, violación, rebelión, etcétera. Lo que hacía “atroz” o “enorme” a cualquiera de los delitos ordinarios, en su opinión, no era su diferente

110

Cos, José Ma., Plan de Paz y Guerra, de marzo de 1812, enviado por su autor a nombre de la Suprema Junta Nacional Americana, no al virrey sino al “Teniente General de los Reales Ejércitos de España”.

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naturaleza sino sólo la forma y modo de su ejecución. Un homicidio perpetrado por un clérigo al calor de una riña, por ejemplo, era un crimen, sin duda alguna, pero ordinario o común. El mismo delito, el homicidio, hecho por el mismo clérigo con premeditación, alevosía y ventaja, se volvía “enorme y atroz”. Consecuentemente, no existían delitos “enormes” y delitos “atroces”. No había diferencia en lo que toca a su naturaleza. Lo enorme de uno de ellos era atroz y su atrocidad lo volvía enorme. “Substancialmente no eran dos clases de crimen sino uno y el mismo denominado en dos formas distintas”.111 Además, y éste es el punto, estos delitos no podían ser castigados con cualquier pena. Para ser “enorme y atroz” el crimen “debe ser tal —dice Flores Alatorre— que el delincuente se haga acreedor a la pena capital”.112 Y esto es así porque al ofenderse a la sociedad con este tipo de delitos, la vindicta pública no quedaba satisfecha con la imposición de una pena menor, por grave que fuera, sino sólo con la muerte del clérigo criminal o, como decía Fonte, con “su exterminio legal”. A delitos ordinarios, por consiguiente, castigos ordinarios; pero a delitos extraordinarios, castigos extraordinarios. Por otra parte, el eclesiástico que cometía crímenes de esta categoría no podía ser sancionado únicamente por la jurisdicción eclesiástica sino debía serlo por la Jurisdicción Unida. Y la sanción, aunque no prevista por las leyes carolinas, tampoco podía ser otra que la muerte. Por eso es que la participación del juez real era no sólo necesaria sino imprescindible. Sólo así era posible dictar dicha sentencia, ya que ésta, al implicar la efusión de sangre, es la única que está imposibilitado a decretar el juez eclesiástico. “Las demás de destierro, reclusión perpetua y otras que hay —dice Alatorre—, muy graves y que no incluyen efusión de sangre, bien puede imponerlas el fuero eclesiástico, por sí o con el correspondiente auxilio (del secular), sin menoscabo de su lenidad y mansedumbre”.113 Esto significa que si el legislador del Nuevo Código hubiese querido castigar al clérigo delincuente con una pena grave —que no fuera la capital—, habría conferido competencia exclusivamente al juez eclesiástico para conocer este tipo de casos, como en la antigua Recopilación. Pero al no hacerlo así y hacer intervenir al juez

111

Ibid.

112

Hernández, n. 298.

113

Ibid.

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real, dejó entrever su propósito que era el de castigarlo con la muerte. De este modo, la nueva legislación carolina había obligado a la jurisdicción eclesiástica a ser partícipe, aunque indirecta, de la aplicación de esta severa pena; motivo por el que recomendaba su reemplazo por la antigua. El velado reproche eclesiástico a la autoridad real era, por consiguiente, haber permitido que dicha legislación obligara a la jurisdicción eclesiástica a intervenir indirectamente en la aplicación de la pena de muerte.

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V PRECEDENTES JUDICIALES SUMARIO. 1. Melchor de Talamantes. 2. Miguel Hidalgo y Costilla. 3. Mariano Matamoros. 4. José de San Martín. 5. Breve examen de las causas.

1. FRAY MELCHOR DE TALAMANTES En la noche del 15 al 16 de septiembre de 1808, “el pueblo” de la ciudad de México, formado por comerciantes españoles bajo la dirección de Gabriel de Yergo y con el apoyo de la Audiencia, depuso al virrey José de Iturrigaray y eligió un interino. Esa misma madrugada, un piquete de soldados aprehendió a fray Melchor de Talamantes, lo llevó a la cárcel del arzobispado, primero, y a las cárceles secretas del Santo Oficio, después, en las que quedó detenido e incomunicado. El 19 de septiembre siguiente se integró por primera vez en la historia de México el tribunal mixto de la Iglesia y el Estado, en los términos previstos por el Código Carolino. El “virrey” Pedro de Garibay, que entre paréntesis no podía ser virrey porque no había sido designado por el rey (único que tenía tal prerrogativa), “con acuerdo y parecer de los señores Regente y Oidores”, nombró juez comisionado de la jurisdicción real al oidor decano Ciríaco Carbajal, a fin de juzgar a Talamantes por haber escrito papeles “cuyo contexto conspira a introducir la libertad e independencia, delito que merece ser sumariado o substanciado por la Jurisdicción Real y Eclesiástica Unida, según lo prevenido en la Ley 11, Libro 1o, título 15 del Nuevo Código”.114 El arzobispo Lizana y Beaumont, por su parte, designó el mismo día juez comisionado de la jurisdicción eclesiástica a su provisor y conocido nuestro, el doctor Pedro de Fonte. El tribunal se integró en una sala del Palacio de Santo Domingo el 26 de septiembre, día en que se tomaron al reo sus primeras declaraciones, previo “juramento que hizo in verbo sacerdotis, tacto pectore manu”.115 Siendo efectivamente clérigo, el juramento que 114

Causa instruida contra Fr. Melchor de Talamantes

115

Ibid, p. 23

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hizo Talamantes, tocándose el pecho con la mano y bajo palabra de sacerdote, fue legal. En las catorce audiencias de su causa se le hicieron 120 preguntas iniciales y varios cargos, y luego otras muchas preguntas no numeradas, seguidas de reconvenciones y más cargos “por sospechas de infidelidad a nuestro soberano”. El 22 de marzo de 1809 —seis meses después— los jueces llegaron a la conclusión de que el reo era un “religioso díscolo, insubordinado y escandaloso; omiso en desempeñar la comisión que se le dio con auxilios de los que ha abusado; turbador de la quietud pública con sus producciones escritas y diligencias que practicó para divulgarlas, y fecundo en subterfugios para cubrir con ellos la enormidad y castigo de sus delitos”.116 Al día siguiente —23 de marzo— el doctor Pedro de Fonte recomendó tanto al virrey como al arzobispo que, dada la especial naturaleza del reo, se procediera “a su pronto exterminio con arreglo a Derecho”.117 Tomando en cuenta que, en su opinión, las antiguas leyes de la Recopilación de Indias no estaban del todo derogadas por las nuevas, propuso que la supresión legal del acusado se hiciera, no aquí sino en la metrópoli, y que “sin otros trámites se remitiesen a España el reo y su causa” conforme “al espíritu de las leyes” de dicha Recopilación. Su sugerencia fue aceptada.118 El 11 de abril —época de los grandes calores y propagación de las epidemias— se extrajo a Talamantes de su prisión y se le condujo al clima malsano de Veracruz, a pesar de que aún no había navíos disponibles para hacer el trayecto a España. En espera de uno, pues, se le recluyó en los húmedos calabozos de la fortaleza de San Juan de Ulúa. No iría solo al exilio sino con otro religioso llamado Miguel Sugasti, franciscano, a quien también se le había formado causa de infidencia. Confesamos ignorar quién fue este hombre, de dónde era procedente y qué fue lo que hizo. Lo único que sabemos es que estaba destinado a España, como Talamantes, y que, como éste, se hallaba incomunicado en otro calabozo de la misma fortaleza, ambos con esposas, cadenas y grillos que sujetaban sus miembros a los húmedos y fríos muros de la prisión.119 116

Ibid, p. 203.

117

Ibid, p. 314

118

Ibid. p. 315

119

Ibid, p. 546.

92


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El 12 de mayo —un mes después—, el virrey hizo constar que uno de los dos eclesiásticos arrojados a la mazmorras, Miguel Sugasti, ya había fallecido de vómito negro, y que el otro, Talamantes, “estaba gravemente enfermo del mismo mal”; tan enfermo, que dudaba que pudiera conservar la vida. Consecuentemente, los reos no viajarían a la metrópoli, como estaba previsto —causa de fuerza mayor—; pero dispuso que se remitiesen sus causas a fin de que vieran en la madre patria “la justicia con que aquí se les procesó”.120 Los altos y proféticos temores virreinales se confirmarían poco tiempo después: Talamantes moriría extrañamente en la oscuridad de su calabozo. Genaro García dice: “No ha sido posible encontrar ningún documento oficial ni prueba fehaciente alguna para determinar con indudable certidumbre cuál fue el verdadero género de muerte que llevó a la tumba al mencionado religioso, y cuáles las circunstancias que lo rodearon en sus últimos momentos”.121 Si no conociéramos otros muchos casos de deportados que correrían la misma suerte —no llegar jamás a su destino— podríamos pensar que Talamantes, como aquéllos, fue víctima del vómito negro, es decir, del destino, no de las autoridades “coloniales”. Sin embargo, no habrá que olvidar que éstas hicieron todo lo posible para que dicha desgracia se presentara de manera fatal e inexorable... 2. GENERALÍSIMO MIGUEL HIDALGO Y COSTILLA La causa del Generalísimo Miguel Hidalgo y Costilla se inició en Chihuahua el 6 de mayo de 1811 y concluyó en la misma villa el 29 de julio siguiente. Además del delito de lesa majestad, se le acusó de haber cometido crímenes “enormes y atroces”. La Jurisdicción Unida fue compuesta por el teniente coronel Manuel de Salcedo, comandante general de las Provincias Internas de Occidente (como todavía se le llamaba) o Intendencia de Durango (atendiendo a su nueva denominación), así como por el doctor Francisco Gabriel Olivares, obispo de Durango, a cuya jurisdicción pertenecía aquella lejana villa.

120

Ibid.

121

Ibid, p. 547.

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Para la substanciación de la causa, Salcedo nombró juez instructor al señor Ángel Avella, quien sin intervención del juez eclesiástico hizo 56 preguntas al acusado. Al finalizar sus actuaciones, el 7 de junio de 1811, remitió los autos al obispo de Durango a fin de que tuviera las declaraciones de Hidalgo por recibidas sin su asistencia, en caso de “no pulsar impedimento alguno” o, si lo prefería, dispusiese que dicho acusado las ratificara ante él o ante su juez comisionado, “y procedan asociadas ambas jurisdicciones”.122 El obispo comisionó al doctor Francisco Hernández Valentín, canónigo doctoral de su diócesis, para que conociera, determinara y ejecutara lo concerniente a la jurisdicción eclesiástica, dándole el poder y facultades necesarias para ello. El canónigo se trasladó de Durango a Chihuahua y, con fecha 14 de junio, dio “por bien recibidas” las declaraciones de Hidalgo, sin que fuera necesario ratificarlas ante su jurisdicción.123 Sin embargo, cuando el obispo amplió sus facultades a su juez comisionado “hasta llegar en caso urgente y necesario a degradarlo”, surgió un problema. El doctor Hernández le informó, desde Chihuahua, con fecha 2 de julio de 1811, que se encontraba “con el gran obstáculo de que el Concilio de Trento, en el Capítulo 4, sesión 3 de Reformatione, pide que (la degradación) la verifiquen los obispos por sí propios”. Agregó que “la facultad de degradar sólo puede delegarse en obispos consagrados, por reputarse actos de orden episcopal y no de jurisdicción”. En esas condiciones, decidió declararse incompetente para llevarla a cabo. “No procederé tampoco a la deposición verbal —concluyó—, tanto por ser ociosa faltando la otra para el efecto que se pretende, como por la falta de personas constituidas en dignidad que para verificarlas requiere el mismo Concilio”.124 Al conocer las objeciones anteriores, el obispo montó en cólera y replicó a su representante, con fecha 18 de julio, que al habilitarlo para que conociese la causa de Hidalgo “y determinarla hasta la degradación verbal y real, tuve a la vista la disposición del Tridentino (invocada por Hernández) y no obstante esto lo autoricé a usted tan ampliamente, persuadido de que pude y debí hacerlo así”. Y 122

Los Procesos militar e inquisitorial del Padre Hidalgo y otros Caudillos insurgentes. 123

Ibid, p. 83.

124

Ibid, p. 124

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agregó: “Es de rigurosa justicia que un reo tan criminoso como éste sufra sin dilación las penas canónicas que merecen sus atroces delitos”; por lo que, “en uso de la facultad que antes le conferí y de nuevo le confiero, asociado de los curas ordinario y castrense de esa villa, y del guardián del convento de San Francisco, proceda a la degradación verbal de don Miguel Hidalgo, y después, a la real”.125 Recibida la orden anterior, el buen doctor Hernández Valentín se vio obligado a asociarse a los tres clérigos antes mencionados, a pesar de que ninguno de ellos, ni él mismo, tenían el rango necesario para proceder, y el 27 de julio, a las ocho y media de la mañana, teniendo a la vista “el proceso criminal formado por la Jurisdicción Real y Eclesiástica Unidas”, encontró a don Miguel Hidalgo “evidentemente convicto y confeso de varios delitos atrocísimos personales; de haber usurpado las regalías, derechos y tesoros de Su Majestad, y despreciar las excomuniones de su obispo y del Santo Tribunal de la Inquisición... Sus crímenes son grandes, dañables, perjudiciales y tan enormes y en alto grado atroces, que de ellos resulta no solamente ofendida gravísimamente la Majestad Divina, sino trastornado todo el orden social, conmovidas muchas ciudades y pueblos con escándalo y detrimento universal de la Iglesia y de la Nación, haciéndose por lo mismo indigno de todo beneficio y oficio eclesiástico”.126 En cumplimiento de la sentencia anterior, el 29 de julio procedió, muy temprano, a la degradación real, “y después de haber intercedido por el reo con la mayor instancia y encarecimiento ante el juez real para que le mitigase la pena, no imponiéndole la de muerte ni mutilación de sus miembros, los ministros de la curia seglar recibieron bajo su custodia al citado reo, ya degradado”.127 Ese mismo día, antes de las siete de la mañana, “inmediatamente después de haber sido degradado y entregado a la jurisdicción real”, el juez comisionado Ángel Avella notificó a don Miguel Hidalgo el auto del comandante Salcedo, juez de sentencia, dictado el día anterior, “condenándolo a ser pasado por las armas y a la

125

Ibid, pp. 114-115.

126

Ibid, pp. 126-127.

127

Ibid, pp. 127-128.

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confiscación de sus bienes”.128 Al día siguiente, 30 de julio, “se le extrajo del real hospital donde se hallaba, y conducido en nueva custodia al patio interior del mismo, fue pasado por las armas en la forma ordinaria a las siete de la mañana de este día, sacándose su cadáver a la plaza inmediata, en la que colocado en tablado a propósito, estuvo de manifiesto al público. Y habiéndose separado la cabeza del cuerpo en virtud de orden verbal del expresado superior jefe, se dio después sepultura a su cadáver”.129 3. MARISCAL MARIANO MATAMOROS. El proceso contra el mariscal Mariano Matamoros comenzó el 6 de enero de 1814, en Puruarán, Michoacán, y concluyó el 27 del mismo mes en Valladolid, bajo la acusación de haber resistido a las tropas del rey, equivalente al crimen de lesa majestad, y de haber cometido delitos enormes y atroces.130 La Jurisdicción Unida fue integrada de facto, no de iure, por el general brigadier Ciríaco del Llano, jefe del Ejército del Norte, y por el licenciado Manuel Abad y Queipo, obispo electo de Michoacán. Aquél nombró juez instructor al capital Alejandro de Arana, y éste, a nadie. En ese momento regía la Constitución de Cádiz, que había derogado a las leyes carolinas. Por eso, la irregularidad en la constitución del tribunal mixto en este asunto. Sea lo que fuere, el capitán Arana formuló a Matamoros 36 preguntas, 18 en la hacienda de Puruarán durante los días 6 y 7 de enero, y las otras 18 en la ciudad de Valladolid, diez días después, sin intervención de ningún juez eclesiástico. El 17 de enero, el capitán y juez comisionado Arana notificó al obispo de Michoacán que Matamoros debía sufrir “pena de muerte, por los daños incalculables que ha causado a la nación española”; lo que hacía de su conocimiento “para las medidas que tenga a bien tomar en lo respectivo a las censuras y demás trámites de su jurisdicción”.131

128

Ibid, p. 117.

129

Ibid, pp. 117-118.

130

Proceso instruido en contra de Mariano Matamoros.

131

Ibid.

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Ese mismo día, sin necesidad de nombrar a su propio juez comisionado, el obispo dictó sentencia. No degradó a Matamoros por no considerarlo digno de tal acto. Se limitó a señalar que, dado que “no sólo es reo de apostasía, de lesa Majestad y alta traición, sino la causa eficiente y moral de una serie de males incalculables que han afligido al reino”, era de resolverse y resolvía que dicho “eclesiástico” se encontraba “innodado con las censuras eclesiásticas”, y que se había despojado a sí mismo los privilegios del fuero y del canon, por lo que lo entregaba “lisa y llanamente a la potestad militar”.132 El 21 de enero, el capitán Arana continuó su interrogatorio y lo finalizó el 27. Dos días después, el comandante Llano dictó sentencia por mandato del virrey. No podía fundarse en las leyes carolinas por haber perdido recientemente su vigencia, según acuerdo de las Cortes españolas, y menos en la Recopilación de Indias, sino únicamente en el célebre Bando virreinal de 1812, a pesar de que éste se derivaba del código carolino y era de dudarse su vigencia. El virrey Calleja subsanó la duda girando órdenes expresas de que fuera ejecutado con base en su autoridad. Llano expresó en su sentencia que “vistas su declaración y confesión, los empleos que ha ejercido, las acciones de guerra en que se ha hallado mandando como cabecilla y la notoriedad de sus graves delitos, lo sentencio a ser pasado por las armas, por la espalda, arreglado al artículo 6o. del superior Bando de 25 de junio de 1812 y a las órdenes posteriores del excelentísimo señor virrey don Félix Ma. Calleja del Rey”.133 Matamoros fue fusilado el 3 de febrero de 1814, a las once de la mañana, en el portal Ecce Homo, frente a la plaza mayor de Valladolid —con vista al costado poniente de la catedral—, en medio de un impresionante aparato militar que contuvo la presencia de la población. “Se le condujo con la compañía de granaderos del Regimiento de la Nueva España a la plaza de esta ciudad, en donde se hallaba formado en cuadro el Ejército del Norte, y habiéndose publicado el Bando, según previene Su Majestad en sus reales ordenanzas; puesto de rodillas en el paraje del patíbulo; leída la sentencia en alta voz, se pasó por las armas por el pecho al dicho licenciado Mariano Matamoros”.134

132

Ibid.

133

Ibid.

134

Ibid.

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Se había sentenciado al cabecilla a ser fusilado por la espalda. Se fusiló al licenciado, por el pecho. Cierto, no se ejecutó al mariscal ni al soldado; pero tampoco al presbítero ni al cura. A diferencia del de Hidalgo, el cuerpo de Matamoros no sería mutilado, a pesar de no haber intercedido en ese sentido —al menos para guardar las formas— el obispo electo de Valladolid, como era su obligación, según lo estipulaban las leyes eclesiásticas a que estaba sujeto. 4. VICARIO GENERAL JOSÉ DE SAN MARTÍN. El caso de este pintoresco personaje fue muy diferente a todos los anteriores. Era canónigo de Oaxaca. En septiembre de 1813, el Congreso mexicano instalado en Chilpancingo lo designó Vicario General Castrense. En enero de 1814 regresó a Oaxaca con las tropas del licenciado Ignacio López Rayón, recién nombrado comandante general de dicha provincia. Al ser tomada la plaza por los realistas, San Martín no pudo huir, por lo que se presentó ante el oficial vencedor en busca de protección, se acogió al indulto y éste se le concedió, sin más compromiso que el de respetarle la vida. A pesar de sus protestas —por considerarse indultado—, San Martín fue conducido a Puebla y recluido en el Colegio Carolino en calidad de reo. Más tarde se le sujetó a proceso ante el tribunal de la Jurisdicción Unida. Este caso se abrió fundamentalmente para que el canónigo de referencia rindiera informaciones sobre el estado en que se encontraba la rebelión. Al ponerse la causa en estado de sentencia, José Moreno y Daoiz, gobernador de Puebla, decretó con fecha 14 de noviembre de 1814 que, aunque respetaba el indulto por el delito de infidencia que le otorgara el inferior, consideraba procedente su deportación. “No conviene su permanencia en este reino durante las circunstancias actuales”. Consiguientemente, ordenó que fuera enviado a Puerto Rico, “a disposición del señor Capitán General de aquella isla, para que espere allí la resolución de Su Majestad”.135 San Martín sabía perfectamente bien lo que significaba este viaje: ser atacado por el vómito negro en alguno de los sótanos de las fortalezas navales veracruzanas, habaneras o puertorriqueñas, o caerse por accidente del barco que lo transportara y ser tragado por las aguas. No ignoraba los precedentes en la materia. Ya se había

135

Año de 1814. Cuaderno corriente relativo al Dr. José de San Martín por infidencia. Jurisdicción Unida, en Hernández, p. 314 y siguientes.

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expulsado antes a varios individuos de la ciudad de Puebla, en donde estaba detenido, “bajo pretexto de destierro, y en el camino o en el mar se les había quitado la vida”.136 El buen canónigo se enfermó. “El indulto que se me concedió -dijo- ha de obsequiarse salvándome al menos la vida. Será condenarme a muerte reducirme a salir con festinación a Veracruz en el fatal estado en que mi salud se halla”.137 Su enfermedad se agravó y se volvió terrible. El licenciado Antonio Naveda, abogado de la Real Audiencia de México; profesor de Medicina y propietario del Hospital General de Puebla, “certifica y jura en toda forma de Derecho”, con fecha 8 de noviembre de 1814, que su paciente San Martín “se halla con un afecto espasmódico en el cerebro, que como fuente de nuestros movimientos y origen de todos nuestros nervios, por cuya mediación se ejercitan, hace que se trastornen análogamente a la afección”. Y esto no era todo. “Le he observado una continuada coriza de cuya libertad depende el desahogo de materias pituitosas, que mantenidas en el cerebro, le ocasionarán la hidropesía de esta entraña, e inevitablemente, la muerte”. El paciente, por consiguiente, “no debía mudar de cielo”. La “repentina mudanza de clima y la sujeción de las vicisitudes y las incomodidades consiguientes” eran sumamente peligrosas. En conclusión: debía dejársele reposar durante algún tiempo.138 Otros dos facultativos extienden sendas certificaciones en términos a propósito complicadamente técnicos, a fin de obstaculizar las pretensiones de la autoridad. Uno de ellos, cirujano del batallón de infantería de línea del Ejército del Sur, asegura que el paciente “adolece de una agitación espasmódica de los nervios con decúbito al pulmón y cerebro, seguida de convulsiones en distintas partes”.139 Y el último, profesor de Medicina y socio de la Real Academia de Medicina de Madrid, afirma por su parte que el mismo enfermo padece “en el pecho un grave dolor en el nervio cardíaco, produciéndole una palpitación ejecutiva que le impide en mucha parte la respiración”. El pronóstico de esta grave enfermedad es “no

136

Ibid, p. 385.

137

Ibid, p. 322.

138

Ibid, p. 323.

139

Ibid, p. 323.

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ciertamente funesto, pero sí bastante peligroso”.140 San Martín, en resumen, estaba muerto de miedo. ¡Quién sabe cuánto le costaron estas contradictorias constancias! Pero cualquier precio era poco con tal de conservar la vida. Con base en ellas, el propio obispo de Puebla comunicó al Gobernador que era imposible trasladarlo a su destino “por hallarse gravemente enfermo, según las certificaciones de los facultativos”.141 Sus males fueron tan prolongados que, seis meses después, aún lo encontramos en el Colegio Carolino. A principios de mayo de 1815, en plenos calores malsanos, el virrey Calleja decide que se le incorpore a un convoy que saldría a Veracruz próximamente. El 24 de mayo, sin saber qué hacer, el aterrorizado San Martín, que había estudiado perfectamente bien los movimientos de sus guardianes, abre la puerta principal del colegio-cárcel y sale a la calle sin que nadie se dé cuenta. No parte sin antes despedirse. “Este paso, en Derecho —señala—, no debe llamarse fuga, según nuestras leyes, porque lo doy para presentarme al superior”: éste era Calleja. En su carta al rector del colegio le explica que, tomando en cuenta las dilaciones judiciales habidas en su causa para evitar el exilio, y dado que su apoderado legal “me pide más dinero que no tengo”, no le queda más recurso que “el de presentarme personalmente al excelentísimo señor virrey”, de quien espera que “su bondad” lo haga oírlo y atenderlo en justicia. “No tenga, pues, cuidado alguno —concluye—: dentro de diez o doce días estaré en México y desde allí le escribiré. Me he de demorar tantos días en el camino porque voy a dar vuelta para no caer en manos ni de unos ni de otros”.142 La vuelta del canónigo fue tan larga, que nunca llegaría a la ciudad de México, ni apelaría personalmente “a la bondad” del virrey, ni volvería a escribir al rector del colegio carolino, ni enviaría la carta que había ofrecido al prelado de Puebla. Tampoco evitaría encontrarse con unos y otros sino solo con unos. Buscaría territorio insurgente y allí se quedaría... 5. EXAMEN DE LAS CAUSAS. Las causas brevemente reseñadas en las páginas anteriores se

140

Ibid, p. 324.

141

Ibid, p. 325.

142

Ibid, p. 325.

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dividen en dos clases. Por un lado están las de Talamantes y San Martín (a ésta corresponderá también la de fray Servando Teresa de Mier). Por el otro, las de Hidalgo, Matamoros y Morelos. Las que se instruyeron contra Talamantes y San Martín no están viciadas de nulidad. En la época de Talamantes no había más entidad política que la española tradicional. Cierto que el virrey había sido depuesto arbitrariamente en 1808 por un golpe de Estado, y que la autoridad española que lo reemplazó carecía de legitimidad. Aún así, no había otra. Todavía no. Esta no surgiría sino hasta 1810: la del nuevo Estado nacional presidido por Hidalgo. En el tiempo de San Martín, por otra parte, aunque ya hay dos entidades políticas en pugna perfectamente definidas (España y América), sus ejércitos organizados y sus autoridades identificadas (virrey y congreso), el detenido, al pedir el indulto, reconoce automáticamente la jurisdicción “colonial”. Además, a Talamantes se le acusa de traición, en grado de tentativa, presunción o sospecha, y a San Martín, de infidencia perdonada; pero no de crímenes “enormes y atroces”. Por último, los dos son clérigos, no soldados. Lo fueron en todo tiempo. Nunca perderían tal carácter ni se incorporarían a las filas ni harían la guerra. Los tribunales “coloniales”, por consiguiente, estaban dotados, en principio, de jurisdicción y competencia para juzgarlos; de jurisdicción, porque los reos eran (neo)españoles, y de competencia, porque ambos eran clérigos. Tal era su nacionalidad y condición civil, respectivamente. Españoles, porque tales eran los que nacían en cualquiera de las Españas de padres españoles. Clérigos, porque nunca habían perdido tal carácter. Luego entonces, los tribunales tenían facultades para conocer sus casos conforme a las tres leyes del Nuevo Código. Los procesos que se siguieron a Hidalgo, Matamoros y Morelos, en cambio, pertenecen a una categoría completamente distinta. En el momento en que son detenidos ya no existe una sola entidad política sino dos, enfrentadas con violencia por el dominio y la supremacía e incluso con propósitos de exterminio respecto de su contraria. Dichas entidades cuentan con sendos ejércitos que se disputan palmo a palmo el territorio nacional, como le llaman los insurgentes, o el territorio real, como le dicen sus enemigos. Independientemente de las imperfecciones o limitaciones de la entidad política insurgente, ésta existe; tiene presencia, voz y fuerza. Además, ninguno

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de los caudillos reconocerá jamás la legitimidad de la entidad política contraria: la de los realistas. Siempre la considerará nula y sus disposiciones de ningún valor. Por último, al entrar en la guerra, pierden automáticamente su calidad de presbíteros, curas o clérigos. Dejan de pertenecer al estado eclesiástico, por voluntad propia, para formar parte del fuero militar de la nueva entidad política beligerante que representa a la nación americana. Dejan de ser sacerdotes y se convierten en soldados. Tan es así que, por eso, Abad y Queipo se niega a degradar a Matamoros y reconoce que, al abrazar la carrera de las armas y hacer la guerra contra España, éste pierde por sí mismo los privilegios del fuero y del canon. Por eso igualmente se limitó a entregarlo “lisa y llanamente a la potestad militar”. Hidalgo, Matamoros y Morelos, por consiguiente, no son españoles que luchan contra españoles en una guerra civil, sino americanos contra españoles en una guerra de nación a nación, es decir, en una guerra internacional. Tampoco son clérigos levantados en armas contra una autoridad legítima, sino militares, guerreros y políticos de un nuevo Estado nacional, enfrentados a un ejército y un Estado enemigos. En estos casos, los tribunales españoles carecen tanto de jurisdicción como de competencia para hacerlos comparecer a juicio. De jurisdicción, porque los ciudadanos americanos están sujetos a una entidad política, es decir, a una autoridad diferente, así sea en calidad de beligerante: la de la nación americana. Y carecen de competencia, porque aún suponiendo que se trate de una guerra civil -que no lo es-, los miembros de las corporaciones militares, incluyendo a los enemigos prisioneros, están regidos por sus propias leyes -las militares-, no por las de la Iglesia. Las autoridades “coloniales” se verían forzadas a torcer la realidad para juzgar a los generales Hidalgo, Matamoros y Morelos; reducir sus casos a los estrechos límites de las leyes carolinas, y empequeñecer sus personas y declaraciones a fin de hacerlas entrar a dichos límites legales. Tal es la razón por la cual la imagen de estos grandes hombres aparece deformada en sus procesos. Sin embargo, los que están distorsionados no son los modelos reales, sino los espejos judiciales que los reflejan...

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VI EL CONFLICTO IDEOLÓGICO SUMARIO. 1. El Derecho de Guerra y de Gentes. 2. El Plan de Paz y Guerra. 3. La guerra justa.

1. EL DERECHO DE GUERRA Y DE GENTES Para los insurgentes, las leyes del Nuevo Código eran válidas en España, no en América. Aplicables a los clérigos, no a los soldados en guerra; a los ciudadanos españoles, no a los americanos, y a los que se levantaban en armas contra las autoridades legítimas, no a los que se habían dado sus propias autoridades. El conflicto entre España y América debía ser regulado, por consiguiente, no por el derecho de cualquiera de estas dos entidades políticas, sino por el Derecho de Guerra y de Gentes o, como también le llamaban, el Derecho de las Naciones. En esta época todavía no está formado el Derecho Internacional y, por consiguiente, aún no existe un conjunto de normas jurídicas que regulen las relaciones de los Estados entre sí, tanto en la guerra como en la paz. Todavía no se reúne el Congreso de Viena. Lo hará hasta 1815 para hacer alcanzar a la diplomacia clásica su máximo esplendor. En él se definirán los sujetos de Derecho Internacional con divisiones políticas precisas; el carácter de las represalias y la naturaleza del bloqueo; el concepto de “concierto europeo” fundado en el “equilibrio del poder”; el derecho de intervención y un régimen de navegación en los ríos internacionales. Se suprimirán, además, con carácter internacional, la esclavitud y el corso. Sin embargo, existe el Ius Gentium, el Derecho de Gentes, “designación rica en connotaciones emocionales”, al decir de Sepúlveda. “La palabra Gentes significa, desde el siglo XVI, pueblos organizados políticamente” o, dicho de otro modo, Estados nacionales o naciones Estado.143 Por eso, al Derecho de Gentes empieza a llamársele también Derecho de las Naciones. Decir Gentes, por lo tanto, es decir raíz del Derecho Internacional. Ya hay también grandes teóricos del Derecho de Gentes, como Francisco de Vitoria, Vázquez de Menchaca, Baltasar de Ayala, Francisco Suárez y otros distinguidos pensadores de la “escuela hispánica”, así como Hugo 143

Sepúlveda, César, Derecho Internacional, Ed. Porrúa, México, 1983, p. 3.

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Grocio, que será por cierto invocado por Morelos en el tribunal del Santo Oficio; pensadores todos bien conocidos por nuestros insurgentes, cuyos nombres brillarían en el firmamento de la filosofía política durante los dos siglos anteriores. Y hay, por último, acontecimientos políticos internacionales de gran resonancia histórica, entre ellos, el Tratado de Westfalia, de 1648, y el de Utrech, de 1713. Son estos Tratados los que dan base, forma y sustancia al Derecho de Gentes. En el primero se confirma el principio de la soberanía territorial, en cuanto elemento indispensable en el orden jurídico internacional. Tal es la razón por la cual, al posesionarse de la Costa del Sur, a principios de 1811, Morelos crea la Provincia de Tecpan (hoy Estado de Guerrero), territorio libre de la América Septentrional y sede de su poder político y militar. En el segundo, se norma el tratamiento de los prisioneros, los heridos y los enfermos en campaña -que el mismo general insurgente respetará-, así como el capítulo referente a la neutralidad. Los insurgentes invocaron constantemente el Derecho de Gentes para regular las relaciones entre las dos entidades políticas existentes en este territorio: las de España y América. Le llamarían Derecho Convencional de las Naciones. Independientemente de su legitimidad, era evidente la presencia y acción de estas dos entidades no sólo distintas sino antagónicas, por lo que no había paz sino guerra. Nadie podía negar que España y América estaban enfrentadas en este continente; que eran dos fuerzas políticas distintas y opuestas; que ambas ejercían dominio sobre diversos territorios, y que las dos ejercían actos de soberanía sobre diferentes poblaciones. La Nueva España, con el virrey a la cabeza, al mando de las fuerzas armadas coloniales, representaba el orden establecido por España desde hacía tres siglos. La América Septentrional, América del Norte o América Mexicana, con la Junta o Congreso como supremo órgano soberano sostenido por las tropas insurgentes populares, anunciaba un nuevo orden nacional. Cada una de ellas consideraba a la otra ilegítima, inexistente, nula, usurpadora y condenada a desaparecer. El gobierno americano ofrecía respetar la vida a todos los protagonistas, partidarios y simpatizantes del régimen colonial, e incluso sus bienes y privilegios, a condición de que entregaran el Poder. El gobierno colonial, por su parte, otorgaba su perdón a los alzados, a condición de que depusieran las armas. Ni uno ni otro estaba dispuesto a ceder. El choque entre ellos era inevitable y no tenía más solución que el exterminio político de uno

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de los dos. La fuerza sería el único elemento que decidiera la histórica contienda. La guerra a muerte. No habiendo otro recurso para dirimir el conflicto, varias cosas eran claras: primero, no había un pueblo organizado políticamente, sino dos frente a frente; segundo, la existencia de estas dos entidades políticas, independientemente de su legitimidad, había alterado la paz y generado la guerra; tercero, el objetivo de la guerra es la paz; cuarto, los antagonistas debían estar preparados no sólo para la victoria sino también para la derrota; quinto, las leyes regulan las relaciones entre individuos, grupos, pueblos y Estados no sólo en la paz, sino también en la guerra, y sexto, dada la inevitabilidad de la guerra, era necesario por lo menos respetar por ambos contendientes las leyes de la guerra. 2. EL PLAN DE PAZ Y GUERRA El doctor José Ma. Cos presentó en marzo de 1812, a nombre del gobierno americano, un Plan de Paz y Guerra: “España y América son partes integrantes de la monarquía, sujetas al rey, pero iguales entre sí y sin dependencia o subordinación de una respecto a la otra”.144 En Acapulco, al ofrecer un banquete a los españoles que defendiera la fortaleza de San Diego durante casi tres años, Morelos levantaría la copa y haría este brindis: “Viva España... pero España hermana, no dominadora de América”. Ausente el soberano —agrega Cos— ningún derecho tienen los habitantes europeos para apropiarse de la suprema potestad y representar la real persona en estos dominios. Todas las autoridades dimanadas de este origen son nulas”.145 Los que tienen este derecho, quieren ejercerlo, lo están haciendo en su territorio a través de sus propias autoridades y luchan por extenderlo a todo el país, son los americanos. “El conspirar contra ellas la Nación Americana, repugnando someterse a un imperio arbitrario, no es más que usar de su derecho”.146 La guerra contra las autoridades nulas y arbitrarias, por consiguiente, no constituye ningún delito sino un derecho de los ciudadanos americanos; es el derecho de guerra. “Lejos de ser esto delito de lesa majestad, en caso de ser alguno, sería de lesos eu-

144

Cos, José Ma., Plan de Paz y Guerra, marzo de 1812.

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Ibid, Art. 3.

146

Ibid, Art. 5.

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ropeos y éstos no son majestad”.147 Los españoles, según Cos, deben renunciar al mando y quedarse en esta tierra, si lo desean, en clase de ciudadanos y bajo la protección de las leyes, sin ser perjudicados en sus personas, ni en sus familias, ni en sus bienes, ni en sus haberes. Se ofrece respetarles sus honores, fueros y privilegios e incluso parte de sus sueldos, mientras continúen habitando en el país. En cambio, si se niegan a entregar el poder; si lo retienen por medio de la fuerza armada, y si se hace necesario arrebatárselo a través de la guerra, ésta no deber ser más cruel que entre naciones extranjeras. Después de todo, la guerra es entre hermanos y conciudadanos. Si los derechos de gentes y de guerra son respetados “entre naciones infieles y bárbaras”, deben serlo por mayoría de razón por españoles y americanos. Sus vínculos de unión son más fuertes que las razones de su confrontación, aunque se maten entre sí. En tales condiciones, los prisioneros deberán ser tratados, no como reos de lesa majestad, ni sentenciados a muerte, sino mantenidos como rehenes para un canje; ni martirizados con grillos o incomunicados en calabozos, sino conservados en libertad, en un paraje que no incomode o moleste a sus captores; ni tratados como criminales del orden común, sino con respeto según su clase, categoría y dignidad. “No permitiendo el derecho de guerra la efusión de sangre sino en el actual ejercicio de combate, concluido éste, no se mate a nadie ni se hostilice a los que huyen o rindan las armas, sino que sean hechos prisioneros por el vencedor”.148 Las tropas no deben entrar a sangre y fuego a las poblaciones, ni diezmar y degollar a sus habitantes, “atentado horroroso que tanto deshonra a una nación cristiana y de buena legislación”. Los tribunales eclesiásticos tampoco deben entrometerse “en asuntos puramente de Estado, que no les pertenecen”.149 En caso de que no se respeten las convenciones del Derecho de Guerra y de Gentes, los americanos advierten que se verán obligados a ejercer el derecho de represalia. La represalia no es un

147

Ibid, Art. 6

148

Ibid, Art. 5.

149

Ibid, Art. 8.

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acto criminal, vengativo e irracional: es también un derecho. En una mano presentan a los españoles la rama de olivo y en la otra la espada. Cualquiera que sea la decisión de la entidad política contraria, proponen que sus relaciones se sujeten a Derecho. A partir del 22 de octubre de 1814, el Congreso Mexicano consagra constitucionalmente el Derecho de Gentes, al que llama Derecho Convencional de las Naciones, incluido el Derecho de Guerra, en los siguientes términos: “Ninguna nación tiene derecho para impedir a otra el uso libre de su soberanía. El título de conquista no puede legitimar los actos de la fuerza: el pueblo que lo intente debe ser obligado por las armas a respetar el Derecho Convencional de las Naciones”.150 Como se ve, para los españoles no había más disposiciones jurídicas que regularan este conflicto que las internas, las de la nación española, de la cual “estas provincias” (expresión adoptada por la Constitución de Cádiz) formaban parte. Por su parte, el Congreso Mexicano, en su interpelación a Calleja —en la que intercede por la vida de Morelos—, no se dirige a él como virrey, cargo que no reconoce, sino como “Señor Capitán General del Ejército Español”. Fechada de 17 de noviembre de 1815, pide que guarde el miramiento debido a su prisionero —puesto en sus manos “por la suerte de la guerra” —, pues teme que “intente quitar la vida a este ilustre guerrero o que no lo trate con el respeto debido a su carácter”. Dicho carácter era el de Vocal del Supremo Consejo de Gobierno y Capitán General del Ejército Mexicano. Su temor era fundado. El “general español” tiene el criterio —agrega el Congreso— de considerar “esta guerra” bajo el aspecto de una “rebelión”.151 Para los americanos, en conclusión, a diferencia de los españoles, el choque armado entre el Estado nacional español y el Estado nacional americano estaba por encima de la legislación interna de cualquiera de estas dos entidades —aunque fuera común a ambas— y debía regularse por el Derecho de Guerra y de Gentes, por el Derecho de las Naciones: no autorizar la efusión de sangre más que en el momento mismo de la batalla; prohibir el saqueo, el pillaje y el degüello, así como el diezmo entre la población civil (diezmar

150

Decreto Constitucional para la Libertad de la América Mexicana, en Tena Ramírez, Felipe, Leyes Fundamentales de México, 1808-1978, Editorial Porrúa, México, 1978, pp. 32 a 58. 151

Interpelación del Congreso Mexicano al “Señor Capitán General del Ejército Español, en Bustamante, Cuadro Histórico, pp. 221 a 223).

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era escoger al azar a uno de cada diez habitantes de un pueblo y pasarlo por las armas sin formación de causa); respetar la vida de los prisioneros; concentrarlos en un sitio en que se mantuvieran bajo libertad vigilada; canjearlos por prisioneros del ejército enemigo y tratarlos de acuerdo con su condición, dignidad y jerarquía. 3. LA GUERRA JUSTA Los americanos hicieron la guerra a los españoles basados no sólo en el Derecho de Guerra sino también en el principio de la guerra justa. La paz descansa en un orden jurídico, pero también en un valor superior: la justicia. Cuando prevalece la injusticia, se corrompe el orden jurídico y se crean las condiciones de la guerra. La iniquidad de la parte contraria —dice San Agustín— da lugar a las guerras justas. Los americanos hicieron la independencia fundándose en principios no sólo filosóficos y políticos sino incluso teológicos de la guerra justa. Por basarse en una causa nacional, la de independencia, además de justa, era sagrada. De no haber tenido este carácter, cientos, qué digo, miles de clérigos no hubieran colgado los hábitos para calzarse las botas de campaña. El Maestro Miguel Hidalgo y Costilla era uno de los más eminentes teólogos americanos. Durante veinte años había ejercido la cátedra en el Colegio de San Nicolás, del que llegaría a ser rector. Escribió una Disertación —en latín y en español— sobre el método de estudiar esta disciplina. Desde su temprana juventud superaba a los más grandes teólogos no sólo de la provincia de Michoacán sino incluso del reino de la Nueva España. El deán Pérez Calama, futuro obispo de Quito, Ecuador, lo reconoció así en una temprana época en que Hidalgo era un brillante profesor universitario. “Es usted —le dijo— un joven que cual gigante sobrepuja a muchos ancianos que se llaman doctores y grandes teólogos”. Es lástima que el Maestro no haya dejado testimonio sobre la guerra justa, desde el punto de vista teológico, basado en los autores de todos los tiempos, que él conocía tan bien. Y no lo haría porque la de independencia era tan evidente que no requería tal tratamiento. Morelos, por su parte, entraría en la guerra “llevado de la opinión de su Maestro Hidalgo, pareciéndole que se hallaban los americanos, respecto a España, en el caso de los españoles, que no querían admitir el gobierno de Francia”. La causa “es tan obvia —diría el propio Morelos al obispo de Puebla— que por pública no necesita de prueba”. Ante el tribunal de la Inquisición, declararía que Hidalgo, “que fue su Rector”, le dijo que la causa era justa”.

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Respuesta, no por breve y simple, menos pletórica de sentido. Cierto que aquí el Siervo de la Nación no hizo ninguna referencia directa a la guerra justa (probablemente a causa de la censura judicial); pero lo haría indirectamente al invocar a Hugo Grocio, autor del Tratado sobre el Derecho de la Guerra y de la Paz, uno de cuyos principales capítulos es precisamente el de la guerra justa. Ahora bien, la guerra, por justa que sea, implica no sólo la destrucción de bienes sino también la de vidas humanas. Es inevitable. Está en la naturaleza de las cosas. Al hacer la guerra, justa o no, se está obligado a ello. Pero ya que es así y no puede ser de otra manera, la efusión de sangre debe ocurrir únicamente por estricta necesidad, no por innecesaria crueldad; en el momento mismo del combate, nunca después. Tal sería la razón por la que el conde de Sierra Gorda, Gobernador de la Mitra de Michoacán y eminente teólogo, a sabiendas que la guerra acaudillada por Hidalgo era justa, dio oficialmente permiso a Morelos para que entrara en ella, con la sola recomendación de que procurara evitar, en lo posible, la efusión de sangre. Los conceptos de guerra y paz, en conclusión, así como los de guerra justa e injusta, aparecen constantemente en el lenguaje político de los americanos insurgentes; conceptos que están fuertemente teñidos no sólo por los principios del Derecho de Guerra y de Gentes —por el Derecho de las Naciones— sino también por los de los grandes teólogos de la cristiandad. Hicieron la guerra tanto porque era necesaria cuanto porque era justa. Resumiendo: para ellos había dos entidades políticas en colisión, militarmente organizadas, que ejercían actos de soberanía. Independientemente de su base y forma jurídicas, o de su naturaleza y fuerza políticas, las dos existían y estaban disputándose a sangre y fuego un territorio y una población. Para regular el conflicto entre ambas, propusieron un sistema de normas jurídicas basado en el Derecho de Gentes, bajo cuyo marco y autoridad pudiesen resolverse los problemas de la guerra y de la paz. Pero no hay que olvidar que de las dos entidades políticas en pugna, e independientemente de su destino final, una de ellas estaba haciendo la guerra justa; esta entidad era, según ellos, la que se había decidido empuñar la espada para defender la soberanía nacional, rescatarla de los que la habían usurpado, y gobernar la América “con independencia de cualquiera otra nación, gobierno o monarquía”, como lo dejara escrito Morelos en los Sentimientos de la Nación.

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En cambio, para el gobierno colonial, la única entidad política era la tradicional, cuya legitimidad la fundaba en la conquista y en tres siglos de dominación, amenazada por un levantamiento interno, por una insurrección local dentro de las fronteras universales de las nación española; movimiento que debía ser sofocado por la fuerza, con base en las leyes coloniales en vigor, entre ellas, las del Nuevo Código. Lo que ocurrió en los tribunales coloniales no sería más que la expresión jurídica del conflicto ideológico entre estos dos mundos históricos. Los magistrados españoles harían valer, como es natural, sus concepciones filosóficas. Harían constar los hechos a su manera, en función de sus necesidades políticas y jurídicas, y juzgarían a sus enemigos de conformidad a sus principios: pero también los nobles cautivos procurarían dejar constancia de sus propios concepciones filosóficas y políticas. En el caso de Morelos, que es el que nos ocupa, la censura judicial sería tan fuerte como las cadenas que lo sujetaran; pero al igual que su Maestro Hidalgo y que su segundo Matamoros, lograría utilizarlas para golpear fuerte a sus enemigos...

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VII EL CONFLICTO JURÍDICO SUMARIO. 1. Requisitos para abrir el proceso. 2. Una palabra clave.

1. REQUISITOS PARA ABRIR EL PROCESO Como se apuntó con anterioridad, en el caso de José Ma. Morelos, la Jurisdicción Unida está formada por las más altas autoridades de la Iglesia y el Estado en Nueva España; es decir, por el arzobispo de México, doctor Pedro de Fonte, y por el virrey, capitán general Félix Ma. Calleja, como jueces de sentencia. Los jueces comisionados que integran el tribunal instructor son el doctor Félix Ma. Alatorre, provisor del arzobispado, y Miguel de Bataller, oidor y auditor de guerra. El virrey ha concedido al tribunal instructor, por oficio fechado el martes 21 de noviembre, “el preciso término de tres días” para desahogar sus actuaciones. Como en los casos de Hidalgo y Matamoros, el tribunal mixto será constituido, no para determinar la inocencia o culpabilidad del acusado —éste ya ha sido encontrado culpable de antemano y condenado a la última pena—, sino sólo para que, a través de las formalidades legales consiguientes, confiese plenamente la comisión de sus delitos: el de alta traición y otros enormes y atroces. Los dos jueces comisionados —el eclesiástico y el militar— no tienen más facultades que las de hacer preguntas al acusado y formularle los cargos de rigor, así como escuchar y anotar sus declaraciones. Sin embargo, el reo no hablará en primera persona ni registrará su lenguaje en las actas. Son los jueces los que, después de oírlo, dictarán al secretario, en sus propios términos, lo que aquél acaba de decir en tercera persona (práctica todavía común en nuestros tribunales). Concluidas las diligencias respectivas, dichos jueces deberán remitir los autos, primero, al arzobispo de México para que dicte sentencia de degradación y relajación, y luego, al virrey, para que, a su vez, decrete la pena capital. No es ocioso reiterar que el objeto principal de los jueces es dejar acreditado en actas que el detenido es ciudadano español y, además, clérigo, a fin de que quede establecido su derecho para

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juzgarlo. Si el reo no tiene el carácter de clérigo español, las leyes del Nuevo Código no son aplicables y el tribunal, por consiguiente, está inhabilitado para conocer el caso: no puede juzgarlo y menos condenarlo. Estas circunstancias determinan que se actúe no sólo de acuerdo con las directivas políticas propuestas por el doctor Fonte y aprobadas por el general Calleja, sino también con las disposiciones jurídicas del Código Carolino. Los objetivos políticos son, según se recuerda, los de aplicar al acusado un castigo ejemplar y espantoso, provocar un pavor saludable y hacerlo detestar sus faltas. Los jurídicos, por su parte, los de dejar acreditada su condición de eclesiástico español, primero, y su confesión, después, de haber cometido el crimen de alta traición y otros delitos enormes y atroces. El detenido, pues, necesita ser clérigo y español, tanto para ser juzgado conforme a Derecho por la Jurisdicción Unida, cuanto para ser castigado con la degradación y la muerte en este suelo. Si no es español, debe ser sometido a otros tribunales y a otras leyes. No es español el extranjero: el francés, inglés, ruso o persa; pero tampoco el indio, el negro o el descendiente de alguna de las 16 castas que pueblan la Nueva España, aunque haya nacido en ella. Tampoco parecen serlo los americanos que, por voluntad y decisión propias, se han dado ese nombre —americanos—, aunque desciendan de españoles y hayan vivido como tales en la España nueva o Nueva España hasta 1810. La Jurisdicción Unida, por consiguiente, está reservada a los ciudadanos españoles (europeos, africanos, asiáticos o americanos), que son los únicos que tienen derecho a obtener los órdenes eclesiásticos. El problema de los americanos que han decidido separarse de España, renunciar a la nacionalidad española y formar un nuevo Estado que represente a la nación en forma libre, independiente y soberana, regida por su propio gobierno y sostenida por su propio ejército, no podía resolverse por las Leyes de Indias, en general, ni por las carolinas, en particular, sino únicamente por Decreto especial que se refiriera a este caso especial. Para eso se había dictado el célebre Bando de 25 de junio de 1812, que no reconoce distinción alguna entre americanos ni españoles, nobles o plebeyos, eclesiásticos o militares, hombres o mujeres, jóvenes o viejos, sino que sujeta a todos por igual a ser pasados por las armas en caso de hacer resistencia a las tropas del rey, previo juicio sumario ante consejo de guerra. Esta disposición jurídica se tomaría como base para juzgar al mariscal Mariano Matamoros; pero no a Hidalgo, por-

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que todavía no se había promulgado cuando éste fue juzgado, ni a Morelos, ya que su proceso sería incoado conforme a las tres leyes del Nuevo Código, por recomendación del arzobispo Pedro de Fonte. No es ocioso insistir en que el prisionero necesita ser español, pero también clérigo. De allí la obsesión de las autoridades coloniales, tanto de la Iglesia como del Estado, dentro y fuera de juicio, por dejar acreditada la condición de presbítero del reo Morelos. Lo hacen constar en las actas cuantas veces les es posible, con necesidad o sin ella. Le dan un breviario —librillo obligatorio para un eclesiástico— en su calabozo secreto de la Inquisición, que aquél ni siquiera toca, para los únicos efectos de hacerle sentir su condición de clérigo. Se le hace declarar que “ha sido” presbítero en el pasado, en otro tiempo, en otro lugar, en otras circunstancias, y se omite señalar lo que es ahora. Se le toma juramento “como sacerdote”, no como miembro del gobierno de la Améxica Mexicana. Se le menciona como “cura que fue —no que es-— de Carácuaro”, no como general. Se le juzga por un tribunal eclesiástico. Se le reviste con las ropas litúrgicas. Se le degrada de su calidad religiosa, a pesar de haberla perdido motu propio con anterioridad. Se le notifica la sentencia de muerte en el aniversario de su ordenación sacerdotal. Se insiste hasta el cansancio que su condición no es otra que la de religioso levantado en armas contra su rey “y señor natural”. 2. UNA PALABRA CLAVE Si no se conocieran los motivos políticos expuestos confidencialmente por el doctor Pedro de Fonte al rey de España en relación con este caso, ni el texto de las tres leyes carolinas que sirvieron de base para llevarlo a cabo, una palabra, una sola palabra hubiera bastado para deducir unos y otras. Ya anotamos el carácter tendencioso que se le imprimió a las actas desde sus primeros conceptos: “Haciendo comparecer ante sí en la Sala de Declaraciones al presbítero don José Ma. Morelos, le recibieron juramento que hizo como sacerdote y bajo el cual ofreció decir verdad”.152 A quien hacen comparecer es, no al soldado insurgente y menos al jefe de Estado de una nación americana, sino al “presbítero”. Y para que no haya lugar a dudas sobre este asunto, repiten la idea haciéndolo jurar como “sacerdote” y como “cura 152

Doc. 73.

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que fue —no que es— de Carácuaro”. Lo amañado del proceso comienza desde aquí. En realidad, no hace ningún juramento como sacerdote. Desde hace varios años que ya no es presbítero ni cura. Es “irregular”. Desde hace cinco años ha abandonado la ocupación de clérigo por la de soldado. Ante el tribunal comparece con las botas de campaña. Es militar. Ha llegado a ser generalísimo y encargado del Poder Ejecutivo del Estado nacional americano, en lucha por su independencia. En el momento de su captura, es capitán general y vocal del Supremo Consejo de Gobierno de la América mexicana. De prestar juramento, sólo puede hacerlo como militar y hombre de Estado, no como sacerdote. De allí que en el acta no aparezca una expresión latina que es común a todos los clérigos cuando hacen el juramento: “tacto pectore et in verbo sacerdotis”; es decir, tocándose el pecho y bajo palabra de sacerdote. La omisión de esta frase es sumamente significativa. Después de esta comparecencia, se le pregunta su nombre, origen, edad y demás generales, y supuestamente responde “que se llama como va expresado, originario de Valladolid, ESPAÑOL, de cincuenta años, dos meses; cura que fue de Carácuaro del mismo obispado de Valladolid”.153 Además de presbítero y “cura que fue”, de aquí otra palabra clave: la de “español”, que no debiera existir en el acta y que consta también, como las anteriores, contra la voluntad del declarante. Morelos, en efecto, fue español desde que nació, el 30 de septiembre de 1765, hasta la precisa edad de 45 años. En 1810 deja de serlo. En el mundo en que nació, vivió, estudió y trabajó, los habitantes de la España americana, la Nueva España, estaban divididos en cuatro razas fundamentales: españoles, indios, negros y “chinos”. Los españoles eran los nacidos en el viejo o en el nuevo mundo. Los indios, habitantes de las Indias —como se le llamaba a la América y al Asia española—, descendientes de sus primitivos pobladores. Los negros, procedentes de África en calidad de esclavos, así como sus descendientes. Y los “chinos”, los que habían llegado de Filipinas o de otras regiones asiáticas, regularmente, como los negros, en condición de esclavos. Las castas eran las mezclas entre las cuatro razas de los cuatro continentes.

153

Ibid.

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Al nacer, Morelos fue registrado en el libro de españoles, como “hijo legítimo de Manuel Manuel Morelos y Juana Pavón, españoles”.154 Al inscribirse en 1790 en el Colegio de San Nicolás declara que es español. Al obtener su grado de Bachiller en Artes en la Universidad de México, el 28 de abril de 1795, dijo ser “legítimo y español”.155 En su petición al obispo de Valladolid para ser admitido “a la primera clerical tonsura, cuatro órdenes menores y sacro subdiaconado”, noviembre de 1795, manifiesta ser “español”.156 Sin embargo, a partir del 20 de octubre de 1810, en que se entrevista con el Generalísimo Miguel Hidalgo y Costilla en el trayecto que va de Charo a Indaparapeo (Michoacán), deja de serlo. El célebre 16 de septiembre de 1810 surge con violencia volcánica la América Septentrional. El jefe del nuevo Estado nacional lo nombra cuadro superior del ejército americano y le da la comisión de rescatar la Costa del Sur, incluyendo Acapulco. Ese día nace el Morelos americano. El 17 de noviembre de 1810, desde el Cuartel General del Aguacatillo (Guerrero), el Capitán General Morelos dicta la ley por la cual “a excepción de los europeos, todos los demás habitantes no se nombrarán en calidad de indios, mulatos ni otras castas, sino todos generalmente americanos”.157 Dos meses después comunica al capitán de la fragata Guadalupe que haga desembarcar a los europeos y sus caudales que trae en ella, porque “este reino está ya al mando de los americanos”.158 El 18 de abril de 1811 establece la provincia de Tecpan (hoy Guerrero) en su calidad de “General de los Ejércitos America-

154

Libro 9 de Matrimonios del Archivo Parroquial de Morelia. Acta de Bautismo de José Ma. Morelos, reproducida por Rubio Mañé, J. Ignacio, en el Boletín del Archivo General de la Nación, Segunda Serie, Tomo IV, No. 3, México, 1963, p. 383 155

AGN, Universidad, t. 170, f. 17. Acta del examen de Bachiller en Artes de José Ma. Morelos, reproducida en facsímil por Lemoine, op. cit. 156

Doc. VI. Morelos, Documentos, compilados, anotados y precedidos por una introducción, por Arriaga, Antonio, Biblioteca Michoacana, No. 5, Morelia, 1965. 157

Bando de Morelos suprimiendo las castas y aboliendo la esclavitud, en Lemoine, doc. 5. 158

Desde el Aguacatillo, Morelos conmina al capital de un buque surto en Acapulco a que cese de ayudar a los españoles situados en el puerto, en Lemoine, doc. 6.

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nos”.159 En agosto siguiente envía a su representante, el doctor José Sixto Verduzco, a Zitácuaro, a fin de constituir la Suprema Junta Nacional Americana. El 24 de noviembre, en su polémica con don Manuel Ignacio del Campillo, obispo de Puebla, le dice: “No nos cansemos: la España se perdió y las Américas se perderían sin remedio en manos de europeos, si no hubiéramos tomado las armas, porque han sido y son objeto de la ambición y codicia de las naciones extranjeras”.160 El 31 de diciembre, desde Oaxaca, ordena que en todas las plazas dominadas por sus fuerzas sea jurado el gobierno de la Suprema Junta Nacional Americana.161 Los ejemplos pueden seguir multiplicándose al infinito. “Nuestra causa no se dirige a otra cosa sino a representar la América por nosotros mismos”, proclama en Cuautla el 8 de febrero de 1812, al iniciarse el histórico sitio.162 “No hay que apurarse —escribe a Calleja dos meses después—, pues aunque acabe ese ejército conmigo, queda aún toda la América, que ha conocido sus derechos y que está resuelta a acabar con los pocos españoles que han quedado”.163 El artículo 1o. de los Sentimientos de la Nación, dados a conocer oficialmente en Chilpancingo en septiembre de 1813, dice:” “Que la América es libre e independiente de España y de toda otra nación, gobierno o monarquía”164 Al ser electo Generalísimo de las Armas Americanas, otorga ante el Congreso de Chilpancingo “el juramento más solemne de defender a costa de su sangre los derechos de la nación americana”.165 Como diputado del Congreso sus159

Morelos erige la nueva Provincia de Tecpan, fundamento del actual Estado de Guerrero, en Lemoine. 160

Vigorosa y patriótica impugnación de Morelos al obispo de Puebla, Lemoine, doc. 17. 161

Morelos ordena que en todas las plazas dominadas por sus fuerzas sea jurada, a partir del 1o. de enero de 1812, la Suprema Junta instalada en la Villa de Zitácuaro, Lemoine, doc. 19. 162

Revolucionaria proclama expedida por Morelos en Cuautla, en la que justifica ante el pueblo mexicano la necesidad de alcanzar la independencia política por la que lucha la insurgencia, Lemoine, doc. 22. 163

Carta burlesca dirigida por Morelos a Calleja durante el sitio de Cuautla, Lemoine, doc. 26 164

Sentimientos de la Nación. Art. 1o.

165

Acta de la elección de Morelos como Generalísimo encargado del Poder Ejecutivo, Lemoine, doc. 112.

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cribe y jura en Apatzingán el 22 de octubre de 1814 el Decreto Constitucional para la libertad de la América mexicana.166 En su carta al Presidente de los Estados Unidos del Norte, fechada en Puruarán el 14 de julio de 1815, le informa que sus pretensiones se ciñen a que se reconozca “la independencia de la América mexicana” y admita a José Manuel de Herrera como ministro plenipotenciario a fin de que, a través de él, puedan celebrarse “las negociaciones y tratados que aseguren la felicidad y la gloria de las dos Américas”.167 Un hombre que renuncia a su oficio de clérigo y empuña las armas para dar vida, cuerpo y conciencia al nombre de América; que durante cinco años arriesga no sólo la libertad sino su propia vida por la nación americana; que interviene en una encarnizada guerra y está dispuesto a morir por los derechos de los ciudadanos americanos; que organiza a las fuerzas militares, políticas y espirituales de la nación americana para erigir un nuevo Estado en la arena internacional; que legitima los derechos del Estado americano para regir su destino por medio de una Carta Constitucional (para la libertad de la América mexicana), y que busca tratados de alianza con otros países para consolidar la independencia de esta parte de América, no es posible concebirlo ante el tribunal colonial, declarando, al dar sus generales, que es “español”. Hacerlo así hubiera sido retractarse de sus declaraciones antes de haberlas producido; renegar de su condición de americano antes de “ser convencido” por el “docto párroco” de admitir sus faltas; echarse la soga al cuello por sí mismo antes de hacerlo el verdugo; condenarse espontáneamente antes de ser condenado por sus enemigos. La palabra “español” es una de las piezas claves de este proceso. Si el tribunal deja constancia de su calidad de “americano”, declara indirectamente su incompetencia para conocer el asunto. En lugar de juzgarlo conforme a las leyes carolinas como traidor al rey, la Jurisdicción Unida tendría que verse obligada a reconocer su condición de representante de un Estado beligerante en guerra 166

Tena, op. cit.

167

En su calidad de Presidente del Supremo Consejo del Gobierno Mexicano, Morelos escribe al Presidente de los Estados Unidos, excitándolo a reconocer las independencia de México, Lemoine, doc. 206.

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contra España, disolverse por carecer de jurisdicción para conocer del caso, y las autoridad españolas, resolver que se le someta a cautiverio mientras se decida la suerte del conflicto bélico. A Fernando VII se le había mantenido prisionero en un castillo. A Napoleón, desterrado, primero, a la isla de Elba, y luego, al escaparse de ésta y ser derrotado definitivamente en Waterloo por los aliados, a la de Santa Elena. En cambio, si se certifica que es “español”, el juicio será válido conforme a las leyes del Nuevo Código, y el tribunal, competente. Cuestiones como ésta nos obligan a tomar posición antes de que se inicie el proceso. O admitimos que Morelos entra deshecho a la sala, abraza con fervor la antigua nacionalidad perdida y pide que lo condenen justificadamente. O bien, reconocemos que esta expresión —la de español— es una prueba, una de las primeras, de la adulteración de las actas que hacen los jueces en función de sus intereses políticos, para fundar su propia legitimidad. No hay otra alternativa. Si Morelos entra maltrecho, maltratado, previamente torturado, no da las respuestas que daría a continuación. Lo que significa que, ni por sus antecedentes, ni por todo lo actuado subsecuentemente, produce una declaración en este sentido. En otras palabras: ni por convicción, ni por interés, ni por persuasión, ni por conveniencia, ni por alguna otra razón, declara que su nacionalidad es la de “español”. Consecuentemente, tiene que ser una interpolación dolosamente hecha por los administradores de la justicia colonial. Las alteraciones de las actas empiezan desde el inicio del proceso y continuarán hasta el final. El proceso, pues, estará marcado, de principio a fin, con el mismo signo: el del fraude judicial.

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VIII ALTA TRAICIÓN SUMARIO. 1. Resistencia a la autoridad. 2. Reconocimiento condicional a la autoridad real. 3. Independencia es traición.

1. RESISTENCIA A LA AUTORIDAD Habiendo acreditado en actas que el reo es clérigo español para legitimar la jurisdicción y competencia del tribunal, ahora será necesario configurar el delito de alta traición previsto en el Código Carolino y, luego, los crímenes enormes y atroces, a fin de justificar la sentencia de muerte. Con respecto a la alta traición, los jueces se esforzarán en dejar constancia de que el acusado, además de resistido a las tropas del rey; se había rebelado contra su legítima autoridad, y que luchar por la independencia nacional era luchar contra el rey. Las respuestas de Morelos son breves y categóricas: no hizo resistencia a las tropas de ningún monarca sino a las de otra nación: España. Lejos de rebelarse contra alguna autoridad legítima americana o europea, hizo la guerra contra las autoridades ilegítimas de la colonia. Y no cometió el delito de Lesa Majestad por la sencilla razón de que al tomar las armas no había ninguna Majestad. En efecto, cuando se le acusa de haber cometido el delito de traición al rey, su respuesta no deja de ser irónica: imposible cometer delito alguno contra una persona que no existe. Había razones de sobra para pensar así. Fernando VII entregaría la corona de España a Napoleón en mayo de 1808. Desde entonces la península sería gobernada por José Bonaparte, sostenido por las bayonetas francesas, por un lado, y por las Cortes y la Regencia, con el apoyo del pueblo español, por otro, en violento conflicto entre sí. La América septentrional sería el objeto de disputa, a su vez, de dos entidades políticas contrapuestas: la del gobierno colonial español y las del Estado beligerante americano. Seis años después, en mayo de 1814, esta situación se resolvería en forma inesperada. Fernando VII volvería al trono, reinstalado con el consentimiento de Francia (liberada del corso). El rey disol-

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vería las Cortes españolas y restablecería el absolutismo. Sus dominios de ultramar —entre ellos la Nueva España— caerían nuevamente bajo el ámbito de su soberanía. Luego entonces, volvería a cobrar vigencia el principio de que cualquiera sublevación contra el gobierno colonial era crimen de Lesa Majestad. A pesar de lo expuesto, Morelos se niega a reconocer el retorno del monarca español. Sabe que Napoleón, a pesar de haber sido confinado en la isla de Elba, se ha evadido y vuelto a ponerse al frente del imperio francés. Ignora que éste ha sido definitivamente batido por las fuerzas aliadas. De allí que considere que el retorno de Fernando VII no sea más que una maniobra del gobierno colonial para engañar a los americanos insurgentes, y aproveche la oportunidad para acusar a éste de basarse en la mentira y en el fraude. Pero advierte también que, de ser verdad que Fernando hubiere regresado, no sería remoto que lo hubiese hecho “contaminado” o “napoleonizado”, dejando entender claramente que, en esas condiciones, su poder sería ilegítimo. De cualquier forma, la nación americana se había constituido conforme a sus propios e imprescriptibles derechos, en ejercicio de los cuales se viera obligada a emplear la fuerza para hacerlos valer en contra de otra nación, la española, que se negaba a reconocerlos, independientemente de que ésta fuese gobernada por las Cortes liberales o por el absolutista rey “contaminado”. Estas ideas las había expresado y definido desde Cuautla, el 23 de febrero de 1812, durante el sitio famoso: “Ya no hay España, porque el francés está apoderado de ella. Ya no hay Fernando VII, porque o él se quiso ir a su casa de Borbón en Francia, y entonces no estamos obligados a reconocerlo como rey, o se lo llevaron a la fuerza, y entonces ya no existe. Y aunque estuviera —agregó—, a un reino conquistado le es lícito reconquistarse, y a un reino obediente le es lícito no obedecer a su rey, cuando es gravoso en sus leyes”.168 Al leer los conceptos anteriores, Calleja escribiría ese mismo día una carta al virrey Venegas comunicándole que, a su juicio, “eran tan seductores como absurdos, y tan absurdos como ciertos en el

168

Primera reconvención dirigida por Morelos desde Cuautla a los criollos que militan en las filas realistas, Lemoine, doc. 24.

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egoísmo que atribuye a los europeos”.169 Cuando sus jueces tratan de comprometer al cautivo preguntándole que si el rey existiese, reconocería su autoridad, el reo responde afirmativamente, a condición de que éste, el monarca, respete los derechos de la nación y no sea un traidor, lo que no deja de ser fuerte. No emplea este término, por supuesto, el de traidor, o, por lo menos, no consta en las actas; pero es lo que quiere decir cuando lo llama “contaminado” o “napoleonizado”. —Cuando lo prendieron —le preguntan— ¿hizo resistencia a las tropas del rey?”

—Sí —contesta—; pero creyendo que eran tropas de España y no del rey”.

170

En esta breve respuesta plantea el verdadero carácter de la litispendencia, es decir, la naturaleza del conflicto que se ventila en el tribunal. El movimiento armado para alcanzar la independencia no se enderezó contra el rey sino contra España. No fue un movimiento contra una autoridad legítima -porque ésta no existía- sino un choque entre dos naciones, entre dos Estados. No fue, por consiguiente, una rebelión interna dentro de los límites del Estado español sino un conflicto internacional. —¿Por qué creyó que no eran tropas del rey? —Porque entre los insurgentes —declara— no se sabe de cierto que 171 haya vuelto el rey”. —Entre los insurgentes —se le pregunta— ¿no corren las Gacetas de México, relativas a las de Madrid, en las que consta la venida a España del Rey Nuestro Señor y su feliz restitución al trono?” —Sí corren las Gacetas de México —responde—; pero no se les ha

169

Ibid. Nota al pie de página.

170

Acta de la primera audiencia llevada a cabo por la Jurisdicción Unida en la mañana del 22 de noviembre de 1815, en la que constan las declaraciones rendidas por Morelos a 22 preguntas de los jueces. Pregunta y respuesta 2. Hernández, n. 73. 171

Ibid. Pregunta y respuesta 3.

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dado crédito acerca de esto”.

172

Planteado el problema como una guerra contra España y no una revolución contra el rey, Morelos pone en duda implícitamente la legitimidad y credibilidad de las autoridades coloniales. Obsérvese que la expresión sacramental para invocar el nombre del monarca empleada por los jueces es la de Rey Nuestro Señor, mientras que el de Morelos es el de rey, a secas, aunque aquéllos pongan más adelante su propia frase en boca de éste. —¿No llegó a sus manos —se le pregunta— o a lo menos tuvo noticia de la proclama del Excmo. señor Ministro Universal de las Indias, en la que convidaba a los rebeldes con la paz, ofreciéndoles el perdón; manifestando que con el venturoso advenimiento de Su Majestad había cesado todo el motivo de la discordia?” —Si esta proclama —contesta— es un papel que le dirigió el 12 de octubre del año próximo pasado el comandante Andrade (que en substancia venía a decir lo mismo, salvo lo del indulto, que no se acuerda si venía o no), la recibió en efecto, y la mandó a la Junta o Congreso Nacional; en que unos le dieron crédito y otros dijeron que aunque hubiese vuelto al trono el Rey Nuestro Señor no debía reconocérsele 173 porque era mandado por Napoleón”.

Puesta en duda la credibilidad de las autoridades coloniales (duda que replantea al demostrar que lo enviado no había sido la proclama del Ministro Universal de las Indias, cuyo texto desconocía, sino un papel del comandante Andrade; es decir, no un documento del gobierno peninsular sino del colonial), trata hábilmente de dejar constancia de la existencia de su propia autoridad representativa, y la menciona —la Junta o Congreso Nacional— no tanto para hablar de sus debates internos cuanto para acreditar en actas que la nación americana, en ejercicio de su soberanía, se había dado su propio gobierno, único órgano legítimo para decidir su propio destino; que estaba más allá de la existencia o inexistencia del rey (al que el secretario le hacer llamar Nuestro Señor) y que dicha Representación Nacional había discutido su supuesto retorno. —¿De qué voto fue el declarante? —Suspendió -confiesa-; es decir, nada creyó por entonces ni cree

172

Ibid. Pregunta y respuesta 4.

173

Ibid. Pregunta y respuesta 5.

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ahora tampoco.

174

Si Morelos sostiene el criterio de no reconocer al rey, da al tribunal el elemento para configurar el delito de alta traición, a pesar de su afirmación de haber formado parte de un nuevo Estado nacional; pero si declara que no había intervenido en tal debate porque sabía que el rey era un ente que no existía, deja sentado que hablar de su reconocimiento o desconocimiento es ocioso y fuera de lugar. No existía. Punto. Así de simple. Nada había creído en el pasado. Nada cree tampoco en la actualidad. —¿No cree en las demostraciones que en este sentido han hecho todos los pueblos de esta Nueva España...? —Como algunas veces se han hecho demostraciones por motivos 175 plausibles —responde— que después han salido falsos, no las cree.

Sigue poniendo en duda la credibilidad, no de los pueblos que han hecho demostraciones, sino de las autoridades coloniales. La intención de Morelos es convertir paulatinamente el juicio en su contra no sólo en un juicio contra el rey sino también contra el gobierno colonial. Los propios jueces han reconocido (“confesado”) que el monarca, ausente desde 1808, ha advenido al trono sólo hasta 1814. Prueba de ello es que las autoridades coloniales no lo notifican “a los rebeldes” sino hasta el 12 de octubre de dicho año, aprovechando el simbolismo imperial de la fecha. En todo caso, ¿qué clase de rey es ése, que entrega la corona a un estadista extranjero y se ausenta del trono durante tantos años? Además, ¿ha vuelto en realidad? ¿O se trata de una patraña más de sus enemigos? Por último, aunque hubiera verdaderamente vuelto, ¿es por voluntad del pueblo o impuesto por Napoleón? Por lo pronto, su plan de ataque encuentra un obstáculo imprevisto: los jueces cambian súbitamente de tema y empiezan a interesarse por los nombres de los que en el Congreso Nacional habían dudado, como el acusado mismo, de que el rey hubiese retornado. —Entre los rebeldes, ¿conoce alguno que dude de la venida del Rey Nuestro Señor y se lo haya manifestado así? —El padre Torres —declara—, el comandante Rosas, y otros, que no 174

Ibid. Pregunta y respuesta 6.

175

Ibid. Pregunta y respuesta 7.

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se acuerda.

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En lugar de dar los nombres de los vocales o diputados que dudaban del regreso del rey, ofrece el de “rebeldes” de tercero o cuarto nivel. Los jueces se desinteresan del asunto y cambian de táctica. El también. 2. RECONOCIMIENTO CONDICIONAL Por lo pronto, Morelos ha introducido en sus declaraciones un elemento político decisivo: el de la Junta o Congreso Nacional, órgano del gobierno americano; conciencia y voz de la nueva nación, en cuyo nombre y representación él actuara en lo pasado. Esto deja planteado el carácter jurídico del proceso como un conflicto entre dos Estados. Por consiguiente, el tribunal de la Jurisdicción Unida es incompetente para juzgarlo. Siendo imperativo para los jueces, sin embargo, configurar de alguna manera el delito de alta traición, tratarán ahora de hacerlo reconocer que, al haber luchado por la independencia, a pesar de la ausencia del rey, quiso luchar contra éste. —En el tiempo del sitio de Cuautla, ¿recibió una carta de Rayón que le decía que los rebeldes obraban en nombre de Fernando VII, aparentando que defendían su causa para alucinar al pueblo que estaba por él; pero, por lo demás, Fernando VII era un ente de razón y en el fondo sólo se trataba de establecer la independencia?” —Sí la recibió —admite—, y el motivo que tuvo Rayón para decirle esto fue el de que el declarante recibió por aquel tiempo el despacho de Teniente General que le expidió la Junta, a nombre de Fernando VII, y extrañando que se lo hubiera dado a nombre del rey, cuando se peleaba por la independencia, se lo manifestó a Rayón, y entonces éste 177 le escribió la carta referida”.

Morelos aprovecha la respuesta no sólo para insistir en la inexistencia del rey (así, rey, no Rey Nuestro Señor) sino también para afirmar su propia condición política y militar, que era en ese momento la de Teniente General del Ejército Mexicano (no la de clérigo), así como la de la legitimidad del gobierno de la nación americana que le extendiera dicho nombramiento, en lucha por su 176

Ibid. Pregunta y respuesta 8.

177

Ibid. Pregunta y respuesta 9.

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independencia. —En esto mismo viene a confesar que desde el principio no estuvo por Fernando VII sino por la independencia. —Como tuvo por imposible la venida del rey —aclara—, sólo pensó en establecer la independencia. Y le pareció excusado tratar de otra cosa. Y que no era razón de engañar a la gente haciendo una cosa y siendo otra; es decir, pelear por la independencia y suponer que se hacía por 178 Fernando VII.

No desconoció al rey por la sencilla razón de que no existía y “tuvo por imposible su venida”. No se puede cometer ningún delito contra alguien que no existe. No fueron los soldados de la nación en armas los que desconocieron al rey en ese tiempo. Fue el rey el que desconoció a las naciones que integraban su imperio. No es posible engañar a la gente, como lo hicieran el rey y el gobierno colonial, y hacerla pelear por alguien que renuncia al Poder. El prefirió decir la verdad y propuso que se peleara por ella. Y la verdad era la independencia nacional. El tribunal le hace entonces una pregunta directa, con la intención de que el acusado niegue expresamente la autoridad real y de ese modo quede configurado el delito de lesa majestad: —¿No pensó tampoco en reconocerlo, aunque venciese Dios el imposible y restituyese algún día a su trono al Rey Nuestro Señor, como al fin lo hizo? —Estaba dispuesto a reconocerlo —responde— si venía como antes; 179 pero no si venía napoleónico.

El declarante no cae en la trampa. Admite la hipótesis del reconocimiento de la autoridad real —para evitar que se configure el delito supremo— aunque sujeto a una violenta y terrible condición política: la de que el supuesto rey no haya regresado al trono como se fue, es decir, como un traidor. 3. INDEPENDENCIA ES TRAICIÓN —Entre los insurgentes, ¿no se tiene por cierto que hace año y medio

178

Ibid. Pregunta y respuesta 10.

179

Ibid. Pregunta y respuesta 11.

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Napoleón fue vencido y confinado a la isla de Elba y, consiguientemente, que el Rey Nuestro Señor estaba en su trono, como antes, y sin influjo grande ni pequeño de aquel monstruo? —Corrió esa noticia —acepta—; pero se despreció como falsa por los más, entre ellos el declarante, porque los mismos que venían de allá aseguraban que, por el contrario, estaba Napoleón mandando en Es180 paña, como se lo dijo un inglés llamado Elias”.

Todos andan atrasados de noticias; pero los jueces más. Napoleón había sido confinado en la isla de Elba, en efecto, como ellos lo sostenían en el tribunal; pero Morelos sabía que se había escapado de ella, regresado al continente y recuperado el Poder en su imperio, incluyendo el de España. Lo que nadie sospecha es que, hace relativamente poco tiempo, acaba de ser derrotado definitivamente por Wellington en Waterloo. En todo caso, para Morelos, el rey continúa sin existir. Los jueces se irritan. —Está perdiendo el tiempo en sostener el engaño con que los rebeldes quisieron alucinar al pueblo, y no pudiendo llevarlo adelante con motivo del feliz advenimiento del Rey Nuestro Señor, se han visto precisados a correr el velo y declarar abiertamente que el fin que se propusieron desde el principio fue el de separar estas provincias de la obediencia de Su Majestad, a quien por lo mismo dicen que se debe hacer la guerra con bandera negra, como está expreso en sus proclamas y periódicos. —Los insurgentes —responde— no son más que unos átonos de España, que aprenden a imitar lo que ven hacer allá. Y como en un conciso se dijo que si volvía Fernando se le debía hacer la guerra con bandera negra, porque debía suponerse contaminado por Napoleón, se repitió por Cos lo mismo en una proclama que vio el deponente; pe181 ro que no se acuerda... de lo demás que contenía.

La atonía es la falta de fuerza propia; lo que —por ser débil o inseguro— depende de lo exterior, de la fuerza ajena. Algunos insurgentes mencionados por el declarante no son más que unos átonos de España, por cuanto carecen de voluntad suficiente o de criterio adecuado para obrar por sí mismos. Sin embargo, el reproche contra algunos de sus compañeros no es tan importante como el ataque contra el rey. Tan es fruto de la imposición extranjera —si nuevamente está en su trono— que su propio pueblo ha acordado ha180

Ibid. Pregunta y respuesta 12.

181

Ibid, Pregunta y respuesta 13.

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cerle la guerra con bandera negra. Dicha idea no es americana sino española. El veredicto sobre el carácter contaminado del rey no es local sino universal. —En la misma proclama de que se está halando —advierten los jueces— daba Cos por asentado que el Rey Nuestro Señor se hallaba ya restituido en su trono, y por eso le declaraba la guerra con bandera negra para cuando viniera... En otro caso, era excusada esta declaración. —Cos no asentó —rectifica Morelos— que el rey había venido (a lo que se acuerda) sino que debía hacérsele la guerra con bandera ne182 gra para cuando viniera. —En esto mismo confiesa —se le reconviene— que estaban dispuestos a hacerle la guerra en cualquier día que volviese. —Así es la verdad —reconoce—; pero en el supuesto de que siempre 183 vendría napoleónico.

Fernando no existe; pero si está allí nuevamente no es más que por la napoleónica voluntad del los franceses, no por la de su pueblo, que ha jurado hacerle la guerra (con bandera negra). Si está descalificado para seguir gobernando la antigua España, lo está más aún para hacerlo con la Nueva España. Si el rey es ilegítimo, las autoridades coloniales lo son más. Luchar contra un gobierno tiránico no es traición sino un deber e inclusive un derecho de todo buen ciudadano. No ha cometido ningún delito. Al contrario. Ha ejercido un derecho y cumplido con una obligación. Los magistrados no se dan por vencidos. Después de consultarse entre sí, vuelven a la carga con el propósito de lograr que el acusado confiese, aunque sea de otra manera, el delito de alta traición. —En el ridículo Congreso de Chilpancingo —pregunta el tribunal— ¿no se declaró solemnemente la independencia de este reino? Y habiendo Rayón manifestado que esta declaración era impolítica, y que convenía seguir alucinando al pueblo con el engaño que se había hecho hasta allí para hacerle creer que se peleaba por la causa del rey, ¿(no) se despreció su dictamen y se estableció la independencia absoluta? 182

Ibid. Pregunta y respuesta 14.

183

Ibid. Pregunta y respuesta 15.

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—Así sucedió —admite Morelos—, y sólo Rayón y el licenciado Bustamante se opusieron por la razón que expresa la pregunta y se indicó por el primero, no acordándose si fue ésta la que tuvo el segundo o la de algún amor que conservase al rey”. —Esto mismo que acaba de decir —se le reconviene— prueba que todos los demás no le conservan ninguno. —Así es la verdad —reconoce—, pero en la suposición que vuelve a repetir, de que o no volvería jamás o si volvía sería contaminado.184

De nada le ha valido al tribunal presentarlo como un español vestido de eclesiástico que se ha rebelado contra su Rey y Señor Natural. El ha dejado demostrado que dicho rey no ha existido. Los jueces lo han admitido. A medida que avanza el proceso, el secretario ha ido olvidando consignar la frase sacramental de Rey Nuestro Señor, escribiendo escuetamente rey, como lo ha llamado el acusado; quien, además, para asombro de los jueces, ha cuestionado su legitimidad en el trono al tacharlo de contaminado y, por ende, la del propio gobierno colonial derivado de aquél. En el primer supuesto, no pudo haberse rebelado contra el rey porque éste, al ceder su trono a un extranjero, había dejado de ser tal. No hay delito contra un ente de razón. No hay delito contra alguien que no existe. En el segundo, su condición de rey napoleónico o contaminado, vale decir, de instrumento de una potencia extranjera, ha invalidado su gobierno. El juicio contra él lo ha convertido en un juicio contra el rey. Y lo ha hecho, no como español sino como americano, como miembro del cuerpo político de la nación en pie de guerra. Tan ésta existe -a pesar de la negativa del tribunalque él no es más que un representante de lo que ellos han llamado “el ridículo Congreso de Chilpancingo”. Una nueva nación que ha declarado legítimamente su independencia a través de dicho órgano representativo. Al darle la voltereta al proceso, lo ha hecho, además, no como presbítero sino como soldado y representante del Congreso Nacional. Es en este momento cuando los jueces caen completamente en el juego del acusado. —Qué cargos o empleos -se le pregunta- ha tenido en la rebelión. —Hidalgo —contesta— lo hizo Comandante de la Costa del Sur, por comisión. Después, lo nombró la Junta -compuesta por Rayón y Ver-

184

128

Ibid. Pregunta y respuesta 16.


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dusco- Teniente General. Luego, lo hizo Generalísimo el Congreso de Chilpancingo, cuyo cargo le duró tres meses por haber reasumido el nuevo Congreso el Poder Ejecutivo. Se quedó sin cargo militar y con sólo el de Vocal del mismo Congreso. Publicada la Constitución provisional, se le nombró Vocal del Supremo Consejo de Gobierno, que es el empleo último en que ha servido y ejercido hasta el día de su pri185 sión.

El tribunal quiere saber los cargos que tuvo en la rebelión; pero él da a conocer los que tuvo en la Nación, representada primero por el Generalísimo Hidalgo; después, por la Suprema Junta Nacional Americana presidida por López Rayón, y luego, por el Congreso de la América Mexicana o Congreso de Anáhuac, instalado en Chilpancingo; Nación que estuviera regida, aún en forma provisional, por el Decreto Constitucional para la libertad de la América mexicana, al tenor del cual se le diera su último nombramiento político. —Últimamente, ¿no se ha erigido él mismo o se ha hecho erigir en Generalísimo gobernante, como lo expresa el señor Villasana en su parte de doce del corriente...? —El señor Villasana —corrige— está mal informado. El cargo que tenía cuando lo prendieron -insiste- no era más que el que lleva dicho de 186 Vocal del Supremo Consejo de Gobierno.

El breve interrogatorio termina. El desenlace no será inesperado. Al hacerle el cargo de alta traición, “rebelándose contra su Rey y Señor Natural; tratando con el esfuerzo que tiene confesado de sustraer estas provincias de su obediencia y ponerlas independientes, y de haberse decidido con sus cómplices a no reconocerlo nunca aunque volviese al trono de sus padres”, Morelos no sólo lo rechaza con energía sino incluso vuelve a la carga: sienta a Fernando —que no al rey— en el banquillo de los acusados y le formula el mismo cargo: el de alta traición; sólo que éste, fundado por la historia e incluso admitido por los propios jueces.187 Al reproducir su respuesta, el tribunal intercala su terminología jurídica y política, no la del declarante. Para aquél, la nación española es universal. Consiste en un conjunto de territorios distribuidos en los cuatro continentes: Europa, América, Asia y África, de los 185

Ibid. Pregunta y respuesta 17.

186

Ibid. Pregunta y respuesta 18.

187

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cuales los de Nueva España constituyen sólo algunas de sus provincias, expresión heredada de la Constitución de Cádiz, recién abolida por Fernando. Para Morelos, en cambio, éstas no son provincias españolas sino partes de una nueva nación continental. Los luchadores de la independencia sostienen que hay tres Américas: la septentrional, la meridional y la central. La América del Norte pertenece a la mítica ciudad de México, y la del Sur se divide entre Lima, Caracas, Bogotá, Santiago y Buenos Aires. De allí que su respuesta esté alterada en actas: —No creyó que incurría en el delito de alta traición cuando se decidió por la independencia de estas provincias —y trabajó cuando pudo por establecerla—, porque al principio no había rey en España contra quién se pudiese cometer este delito. Y como se halló después comprometido con la revolución, concluyó con su voto a la declaración que se hizo en el Congreso de Chilpancingo, de que nunca debía reconocerse al señor don Fernando VII, ya porque no era de esperarse que volviese o ya porque si volvía había de ser contaminado; pero antes de votar lo consultó con las personas más instruidas que seguían aquel partido, y le dijeron que era justo por varias razones, de las cuales una era la culpa que se consideraba en Su Majestad por haberse puesto en manos de Napoleón, entregándole la España como un re188 baño de ovejas.

En esta declaración hay muchas palabras que no son de él sino de los jueces. En este caso, la forma es fondo. Ya se mencionó lo relativo a las provincias. Por lo que luchó fue por la independencia de la nación, no de estas provincias. Escribió los Sentimientos de la Nación, no los sentimientos de estas provincias. Hizo la guerra a España, no una revolución al rey. Las personas más instruidas formaron un nuevo Estado nacional —beligerante—, no un partido político. Al principio, el secretario olvida intercalar la fórmula sacramental de rigor al invocar el nombre del monarca, y a pesar de que después lo hace nombrar Su Majestad, escribe involuntariamente las auténticas palabras de Morelos, según las cuales lo llama, no Rey Nuestro Señor —como los jueces lo registran antes en el acta— sino el señor don Fernando VII. Para el declarante, Fernando no es rey sino sólo un señor, es decir, una persona, un individuo, a lo sumo un ciudadano. Además, lo culpa —lo considera culpable— de haber tratado a su pueblo como si fuera un conjunto de animales 188

Ibid.

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que puede entregarse sin más ni más a la potestad de un nuevo dueño. El acusado confiesa que lucha hasta el último momento y con el máximo esfuerzo por la independencia de la nación. Lucha por impedir que ésta caiga en manos del extranjero, sea español, francés o de cualquiera otra nacionalidad, a riesgo de su libertad y de su vida. A él no se le puede hacer el cargo de traición a la patria. En cambio, “el señor don Fernando VII” había cedido cobardemente su reino a un déspota extranjero y entregado a su pueblo como si se tratara de ganado: este acto constituye el más grave de los delitos políticos en cualquier país del mundo y en cualquiera época de la historia. Si hay un desleal a su patria ciertamente no es él sino “el señor Fernando”. De este modo, el acusado se convierte en acusador y hace justicia al declarar “culpable” al rey de alta traición. Este sería su fallo ante el alto tribunal de la historia. Si la autoridad real está viciada de ilegitimidad —en el caso de que exista—, la de todos sus empleados, incluyendo la de los que lo están juzgando, no puede tener ninguna validez. Su muerte estará fundada en la arbitrariedad, no en el Derecho. Su ejecución será un asesinato y, los jueces, unos criminales. Pero el juicio todavía no termina. Falta hacerle el cargo de haber desencadenado la tormenta revolucionaria, el caos, el apocalipsis...

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IX CRÍMENES ENORMES Y ATROCES SUMARIO. 1. El derecho de guerra. 2. La guerra justa. 3. Relación de delitos graves. 4. La segunda audiencia. 5. Jurisdicción eclesiástica. 6. El segundo cargo.

1. EL DERECHO DE GUERRA Ya se ha dejado anotado que, para el régimen colonial, la revolución —también llamada rebelión, insurgencia o insurrección— es un conjunto de delitos enormes y atroces, por la pérdida de bienes patrimoniales y vidas humanas que trae consigo, y que para Morelos, en cambio, la guerra es un derecho de la nación cuyo ejercicio constituye el único recurso para alcanzar la independencia. Si la causa es justa, los métodos para llevarla a cabo —incluyendo la guerra-— justos también. La defensa de los derechos de la nación, de índole estrictamente política, estaba fuertemente teñida de sentimientos parecidos a los religiosos. La causa, además de justa, era santa. Estaba de tal suerte cargada de emoción y de pasión, que no se encontraría otro modo de llamarla. Por consiguiente, la guerra por la independencia nacional era no sólo justa sino igualmente santa. En este caso, el fin justificaba los medios. No es que fuese una guerra de religión. Los contendientes tenían las mismas creencias. Aunque se acusasen mutuamente de herejes, ambos profesaban la fe católica. La guerra era santa y justa para los insurgentes, simplemente porque justa y santa era la causa nacional por la que estaban luchando. Para Morelos, la justicia de la independencia es tan obvia que “por ello no necesita de prueba”. Al obispo Campillo, de Puebla, le dice que de nada sirve tener ojos cuando no se quiere ver, pues de otra manera encontraría sin duda, para los habitantes de la América, “mayores motivos que el (pueblo) angloamericano y que el pueblo de Israel”. Por otra parte, en la misma carta, fechada en Tlapa el 24 de noviembre de 1811, reprocha al prelado su inconsistencia teórica: ¿por qué asustarse con la efusión de sangre? Cierto que debe tratar de reducirse y aún de evitarse; pero no de renunciar al derecho de legítima defensa que tiene la nación, aunque la sangre se derrame. “Vuestra eminencia ilustrísima, con los teólogos, me enseña que es lícito matar en tres casos”. No deben temerse los

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estragos de la guerra justa. Las Américas se habrían perdido “si no hubiéramos tomado las armas, porque han sido y son el objeto de la ambición y codicia de las naciones extranjeras”. La guerra, aún siendo justa, es un mal, por supuesto, pero, “de los males, el menor”. Y termina: “la nación no larga las armas hasta concluir la obra”.189 Esta carta causaría un gran escándalo entre los altos dignatarios eclesiásticos y funcionarios del gobierno colonial e incluso se presentaría como prueba documental en el tribunal del Santo Oficio contra Morelos. La guerra y la paz están fundadas en los tres principios a los que se refería el héroe. La paz descansa en la justicia y ésta, según la clásica definición de Ulpiano —compartida por nuestro cautivo-— consiste en vivir honestamente, no dañar a otro y tener la voluntad perpetua y constante de dar a cada quien lo suyo. La guerra empieza donde termina la justicia. Cuando alguien atenta contra otro —contra su vida, su libertad, sus bienes, su seguridad o sus derechos— termina la paz y se inicia la guerra. “Entre los individuos, como entre las naciones —diría Juárez—, el respeto al derecho ajeno es la paz”. Dicho lo mismo a contrario sensu, la violación al derecho ajeno, tanto entre las naciones como entre los individuos, es la guerra. Lástima que Morelos no haya mencionado a los teólogos que justifican que es lícito matar en tres casos. Más tarde, en el proceso inquisitorial, invocará el nombre de Hugo Grocio. El ilustre pensador holandés, autor del Tratado sobre el Derecho de la Guerra y de la Paz, tampoco cita precisamente a los teólogos que lo precedieron en tal línea de pensamiento, salvo a Vitoria y Suárez, a pesar de lo cual menciona los tres casos en que matar es lícito, que coinciden sin duda con la opinión de aquéllos. Matar es siempre lícito si se hace en ejercicio del derecho de guerra. Hay un proverbio griego, tomado de la tragedia de Eurípides: “Es ciertamente puro el que mató al enemigo”.190 Según antigua costumbre de los griegos —dice Grocio— no es lícito lavar, tomar alimento o bebida, y mucho menos ejercer funciones sagradas, 189

Hernández, n. 17.

190

Grocio, Hugo, Del Derecho de la Guerra y de la Paz. Clásicos Jurídicos. Editorial Reus, Madrid, 1925, p. 338.

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con aquéllos que hubiesen matado a un hombre fuera de la guerra. En cambio, “con aquéllos que lo hubiesen matado en guerra, es lícito. Y frecuentemente matar llámase derecho de guerra”.191 La guerra puede ser justa o no. En cualquier caso, matar es lícito. “Cuanto se hace entre los enemigos —dice Tito Livio— lo defiende el derecho de guerra”.192 Josefo, en su Guerra Judaica, señala que “es bello sucumbir en la guerra, pero por el derecho de guerra, es decir, si la vida es suprimida por el vencedor”.193 Y Cipriano asegura que las cosas cambian según sean vistas por el derecho público o por el derecho privado: “cuando los particulares admiten el homicidio, es crimen; llámase virtud cuando se hace públicamente”.194 En ejercicio del derecho de guerra, pueden ser matados impunemente los enemigos “en territorio propio, en territorio enemigo, en territorio de nadie y en el mar”.195 También pueden ser muertos, en ejercicio de este terrible derecho, bajo la forma de represalia, las mujeres, los niños, los ancianos, los cautivos y los rehenes. Es lícito matar con las armas, mas no con veneno. Es lícito incluso matar al enemigo enviándole un homicida para que lo haga con las armas en combate; no así por medio de un asesino “en cuyo hecho hay perfidia”. Obra contra el derecho de gentes no sólo el homicida que acomete su empresa con perfidia “sino también aquéllos que usan sus servicios”.196 En 1812, al enviar a un homicida que diera muerte a Morelos, Calleja no violó el derecho de guerra; pero sí lo hizo al ordenarle que lo hiciera, no con las armas en combate sino con veneno, “en cuyo hecho hay perfidia”. Quedó deshonrado, pues, no sólo el asesino potencial, sino también el virrey, “que usó de sus servicios”.

191

Ibid, p. 338.

192

Ibid, p. 339.

193

Ibid, p. 340.

194

Ibid, p. 340.

195

Ibid, p. 342.

196

Ibid, p. 354.

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2. LA GUERRA JUSTA. Así que es lícito matar cuando se ejerce el derecho de guerra, independientemente de que ésta sea justa o injusta. La guerra es la guerra. Es un hecho cruel que implica destrucción de bienes y de vidas humanas entre las fuerzas contendientes. Pero la muerte y la destrucción deben sobrevenir como consecuencia directa del conflicto, y no después de él. Por otra parte, la negativa de una de las partes para aceptar una propuesta de la otra que implique reciprocidad, puede traer aparejado el derecho de represalia, también llamado “derecho del talión”, en ejercicio del cual se da muerte, fuera de combate, a terceros inocentes. “La pena del talión —dice Grocio—, justa y propiamente dicha, se ha de ejercitar contra la misma persona que delinquió”; pero de hecho no ocurre así: “En la guerra —agrega—, las más de las veces lo que se dice talión (o represalia) redunda en mal de aquéllos que no tienen culpa alguna de aquello que se acusa”.197 La única manera de admitir las terribles consecuencias de la guerra es que ésta se haga por una causa justa. De esta manera, matar es no sólo lícito sino justo. Morelos dice en su carta al obispo Campillo que hay tres casos en que matar en la guerra es lícito. Los tres casos son justificados por los teólogos que él leyó. Grocio dice que son: la legítima defensa, la recuperación de lo que es propio y el castigo. Para fundar la legítima defensa invocada por un hombre, un grupo o una nación, Grocio expone citas de los clásicos: “La razón natural —dice Cayo— permite defenderse contra el peligro”. “Hay en la naturaleza esa ley que existe en todos —agrega Josefo—, que quieren vivir, y que tomamos por enemigos a los que claramente nos quieren quitar la vida”. “El derecho de gentes así lo ha dispuesto —concluye Tito Livio—: que las armas se repelan con las armas”.198 La segunda causa de la guerra justa es la recuperación de lo propio. Aquí lo que se defiende no es la vida sino los bienes, sean materiales o espirituales. “Se hace la guerra no sólo cuando alguno 197

Ibid, p. 347.

198

Ibid, p. 80.

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es oprimido o despojado por la fuerza —dice Platón— sino también cuando es engañado”. “Existe el derecho de gentes —agrega Florentino— para que rechacemos la violencia y la injuria”. “La causa justa de acometer una guerra —concluye San Agustín— no puede ser otra que la injuria”, quien además añade que “la iniquidad de la parte contraria da lugar a las guerras justas”.199 Y la tercera causa de la guerra justa es el castigo por el daño hecho, tanto material como espiritualmente; castigo que en este caso puede ser llamado indistintamente venganza o justicia. “No será menos lícito matar al usurpador del reino”, dice Grocio. “Tres causas justas de las guerras: la defensa legítima, la recuperación de las cosas propias y el castigo” se encuentran en la proclama de Camilo a los galos: “Todo es lícito para defender, recuperar y vengar”.200 Morelos diría: “Ya hemos matado más de la mitad de los gachupines que había en este reino. Pocos nos faltan qué matar, pero en guerra justa...”201 La defensa de la nación, por consiguiente; la recuperación de sus bienes y de su honra, y el castigo a sus enemigos, bases de la guerra justa, son igualmente las bases de la guerra de independencia. Defensa legítima de la soberanía nacional; rescate de los bienes propios, desde los territoriales hasta el Poder, y castigo a los españoles por los crímenes cometidos contra los americanos, esto es, por la destrucción de bienes y vidas humanas, muchas de éstas, fuera de combate. En enero de 1813, desde Oaxaca, Morelos precisa los tres casos para privar de la vida a otro, a los que califica de lícitos: "Nadie podrá quitar la vida al prójimo —ordenó—, ni hacerle mal en hecho, dicho o deseo, en escándalo o falta de ayuda en grave necesidad, si no es en los tres casos lícitos: “1) de guerra justa, como la presente; “2) por sentencia del juez, a los malhechores, y

199

Ibid, pp. 80 y 258.

200

Ibid. p. 259.

201

Morelos a los criollos que militan con los españoles (Lemoine, doc. 24.

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“3) al injusto invasor, con la autoridad y las reglas debidas".202 Así que, al acusársele después en la Inquisición de haberse manchado sus manos de sangre, sin temor de la irregularidad y demás penas canónicas, responde que desde enero de 1811 se había "reconocido irregular", sin ningún temor, y además, "que tenía los homicidios por justos y lo mismo la guerra", por lo cual su actuación política y militar estaba de sobra justificada, como justificadas eran también las muertes que habían ocurrido por su causa. “¿Qué otro recurso nos queda —dice en campaña— que el de repeler la fuerza con la fuerza, y hacer ver a los españoles europeos que si ellos tienen por heroísmo rechazar el yugo de Napoleón, nosotros no somos tan viles y degradados que suframos el suyo”.203 El uso de la fuerza es legítimo en el supremo caso de defender lo que es propio y recuperarlo de manos extrañas. “En dos palabras: la nación quiere que el gobierno recaiga en los criollos. Y como no se le ha querido oír, ha tomado las armas para hacerse entender y obedecer”.204 La nación está en pie de guerra, no en revolución. “No es nuestro sistema la desolación —dice Morelos al comandante del Fuerte de Acapulco—; esto que usted llama revolución es para mí, y será a los ojos de Dios, de los ángeles y de los hombres, ejercicio de virtud”.205 La guerra de independencia es el movimiento de la justicia que, lejos de ser condenado, está inspirado por la moral y el derecho. Al negarse el gobierno colonial a aceptar ninguno de los planes propuestos por el gobierno americano —ni el de paz ni el de guerra—, la espada anárquica tendrá que ser el único medio para dirimir la histórica contienda. No importa el precio que cueste la independencia nacional. Es necesario pagarlo, a juicio de Morelos, hasta “derramar la última gota de nuestra sangre, antes que rendir nuestro cuello al yugo intolerable del gobierno tirano”. Y exhorta en Cuautla a los combatientes de la libertad con estas palabras: “Val202

Disposiciones emitidas por Morelos en la ciudad de Oaxaca, Lemoine, doc. 60.

203

En vibrante discurso a los pueblos de Oaxaca, Morelos explica las justas razones que fundamentaron la cruzada libertadora acaudillada por él, Lemoine, doc. 53. 204

Hernández, n. 17.

205

Ultimatum de Morelos a don Pedro Antonio Vélez, comandante realista del Fuerte de San Diego (Acapulco), en el que expresa algunos puntos de su ideario revolucionario, Lemoine, doc. 76.

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gámosnos del derecho de guerra para restaurar la libertad política”.206 Luego entonces, la guerra no es un crimen enorme y atroz. Es un derecho.207 Los que han cometido delitos enormes y atroces son los contrarios. “Estos gachupines —dice Morelos— son los que roban y saquean a los pueblos, desapareciendo los más hermosos edificios de su superficie. ¿Quién pensó jamás en marcar a sus semejantes como despreciables pollinos?” Y refiriéndose concretamente -entre otros- al juicio contra Hidalgo en Chihuahua, agrega: “¿No son estos bárbaros los que ultrajan el sacerdocio, los que hacen gemir aherrojados a sus ministros y los que los juzgan en sus procesos, sin acordarse del sagrado carácter que los reviste, y sin pensar en el fuero particularísimo con que la Iglesia los ha distinguido?”208 Las atrocidades de sus enemigos son innumerables; pero en esta temprana época, mientras está acuartelado en Cuautla, recuerda algunas: “Las venerables iglesias de Chautla, Jalmolonga y Tenancingo, a donde vosotros mismos visteis las majadas de los caballos, los inmundos restos de los puros y los fragmentos de la bebida, a donde comían y se embriagaban con sus concubinas, convirtiendo en lupanares aquellos santos habitáculos”.209 La justicia de la causa de la independencia, incluyendo la guerra para alcanzar aquélla, no está invalidada por el llamado derecho de conquista, invocado por los españoles, ni por sometido a la nación durante trescientos años. “Por este ahínco y por su insaciable codi206

Hernández, n. 22.

207

Ya entregada esta obra a la Dirección de la Facultad de Derecho de la UNAM para efectos de su publicación (febrero 1985), llegó a manos del autor un estudio de Carlos Herrejón Peredo sobre las lecturas de Morelos, en el que se dice que el héroe leyó a Grosin, no a Grocio; que dicho Grosin era una obra teológica, y que, en una de sus páginas, se menciona el homicidio en los siguientes términos: “¿Es lícito matar en algunos casos?. R. Es lícito en tres casos: Auctoritate Dei, Auctoritate publica justitiae y cuando se mata al agresor vim vi repellendo, cum moderamine inculpatae tutelae... Auctoritate publica justitiae, es lícito matar a los malhechores, como se ve cuando un juez sentencia a muerte a un malhechor. Y también por autoridad pública es lícito matar en guerra justa”. (Herrejón Peredo, Carlos, Morelos, vida preinsurgente y lecturas, El Colegio de Michoacán, México, 1984, p. 57). 208

Hernández, n. 22.

209

Ibid.

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cia han tocado en el extremo de persuadirse que en los negocios políticos tienen dependencia de la ley divina. Llaman por lo mismo causa de religión la que defienden, no fundados nada más que en la dilatada posesión que a fuerza de armas se tomaron en este reino hace cerca de tres siglos”.210 Las tesis relativas a la legitimidad del uso de la fuerza para defender lo propio, rescatarlo de manos impropias y castigar a éstas por los crímenes cometidos, son convertidas en leyes constitucionales el 22 de octubre de 1814 en Apatzingán. Lo propio es la soberanía. “Como el gobierno no se instituye para honra o interés particular de ninguna familia, de ningún hombre ni clase de hombres, sino para la protección y seguridad general de todos los ciudadanos, unidos voluntariamente en sociedad, éstos tienen derecho incontestable a establecer el gobierno que más les convenga, alterarlo, modificarlo y abolirlo totalmente, cuando su felicidad lo requiera”.211 La recuperación de lo propio en manos ajenas se expresa en términos que ya se reprodujeron en otro capítulo: “Ninguna nación tiene derecho para impedir a otra el uso libre de su soberanía. El título de conquista no puede legitimar los actos de la fuerza: el pueblo que lo intente deber ser obligado por las armas a respetar el Derecho Convencional de las Naciones”.212 Y el castigo —el tercer motivo de la guerra justa— también es establecido por los diputados americanos en la misma Carta Constitucional: “Si el atentado contra la soberanía del pueblo se cometiere por algún individuo, corporación o ciudad, se castigará por la autoridad pública como delito de lesa nación”.213 3. RELACIÓN DE DELITOS GRAVÍSIMOS Los crímenes imputados a Morelos son fusilamientos de altos jefes del ejército colonial, asesinatos de prisioneros españoles, incendios de poblaciones, saqueos, pillajes y robos, y, en la jurisdicción eclesiástica, la desobediencia a sus superiores en la jerarquía.

210

Ibid.

211

Decreto Constitucional para la Libertad de la América Mexicana, Artículo 4o.

212

Ibid. Artículo 9o.

213

Ibid. Artículo 10o.

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Todo lo admite, aunque dando sentido y, a veces, nombre a cada cosa. Si la independencia es una causa justa, la guerra también y exculpados sus efectos. En el lenguaje de los jueces comisionados, “procura con todo el esfuerzo que le es posible llevar adelante su proyecto hasta conseguir la independencia, sin reparar en los medios y males que trae consigo de muertes, incendios y demás daños, por todo el tiempo que ha servido a la nación americana”. Todos los delitos que le atribuyen son actos lícitos que ordenó en ejercicio de las facultades que le fueran conferidas por la persona o la asamblea que representó en su momento la soberanía nacional. No es un vulgar delincuente sino el legítimo ejecutor de la voluntad de un Estado de nuevo cuño. No fueron asesinatos sino justos castigos, en unos casos, o ejercicio del derecho de represalia, en otros. No fueron tampoco incendios, robos y saqueos sino puniciones legítimas contra aquéllos que atentaron contra la soberanía del pueblo. Los jueces pretenden hacerlo responsable del robo de inmuebles, caballos, joyas y barras de plata, es decir, de presentarlo como delincuente común, acusación que ellos mismos no creen. Morelos aprovecha el asunto de las barras de plata para elevar nuevamente el juicio hasta el nivel político que le imprimió desde que se iniciara. Eran “procedentes de la moneda provisional de plata que se había acuñado”. Lo que es prerrogativa del monarca, le recuerdan los jueces; de la nación, corrige Morelos. El proceso recobra su altura. En la jurisdicción eclesiástica, a su vez, le harán el cargo atroz de no haber obedecido a sus superiores en la jerarquía —todos europeos—, especialmente a su falso obispo, el de Valladolid. Admite el cargo. Sus superiores habían intervenido en asuntos de Estado contra la causa nacional, que no eran de su competencia. Los que se habían salido de la legalidad eran ellos, no él. En cuanto al título de Abad y Queipo, estaba viciado de ilegitimidad y todos sus actos, por consiguiente, eran nulos y sin ningún valor. No comete falta quien se niega con derecho a obedecer una orden espuria procedente de autoridad ilegítima. —¿De orden de quién fueron fusilados en Oaxaca el excelentísimo señor Teniente General de los Reales Ejércitos de Su Majestad, don José González Sarabia; el señor Bonavia, comandante de aquella brigada, y los comandantes Régules y Aristi.? —De la Junta —contesta— que la tenía dada para que se pasasen por las armas a todos los comandantes y oficiales del gobierno (colonial)

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de México.

214

Las ejecuciones constituyen un acto de Estado. Fueron ordenadas por la máxima autoridad de la nación, en ejercicio del derecho de guerra. —¿Quién hizo ejecutar esta orden en las personas que van expresadas? —El declarante —responde— como comandante en jefe.

215

No es el revolucionario, el sedicioso o el rebelde que los jueces han querido presentar en el proceso: es el comandante en jefe de los ejércitos americanos, en guerra contra los españoles. —¿De orden de quién se ejecutaron los asesinatos de los europeos y de otros fieles naturales del país en Acapulco, Tecpan, Zacatula y Ajuchitlán?”. —No fueron asesinatos los que se ejecutaron —corrige— sino que fueron fusilados los prisioneros europeos, y unos dos o tres del país en los lugares expresados (que por todos podrán llegar a ciento y pico). La orden que hubo para esto fue el acuerdo del Congreso de Chilpancingo, motivado en que el gobierno (colonial) de México no había querido admitir el canje que se le propuso de Matamoros con estos prisioneros. Y el que hizo ejecutar esta orden o la comunicó para que 216 se ejecutase fue el declarante.

En las respuesta de Morelos no se percibe ninguna duda, vacilación o titubeo. Al contrario. Es categórico, tajante y firme. Lejos de rehuir responsabilidades, las acepta. Pero los actos cometidos, aclara, no fueron crímenes sino actos justos y legítimos derivados de un derecho: el de represalia. El gobierno nacional había ofrecido la vida de doscientos españoles que mantenía en su poder, a cambio de una vida americana: la de Matamoros, en manos de Calleja. 214

Hernández, n. 73. Pregunta y respuesta 19. “El primero estaba nombrado segundo del virrey Venegas, y por no admitirlo de tal en México, lo detuvo en Oaxaca con el achaque de ser necesaria su presencia. El segundo era comandante de brigada. Aristi, capitán de milicias”. Bustamante, Carlos Ma. de, Suplemento al Cuadro Histórico, en “Tres Estudios sobre Don José María Morelos y Pavón”, Biblioteca Nacional de México, Instituto Bibliográfico Mexicano, México, 1963, p. [98], nota (25). 215

Ibid. Pregunta y respuesta 20

216

Ibid. Pregunta y respuesta 21.

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Al suprimir ésta, las autoridades mexicanas se habían visto obligadas a suprimir la de los rehenes; no doscientos, sino a lo más “ciento y pico”. —¿De orden de quién fueron fusilados en Orizaba varios individuos, entre ellos, el alférez Santa María, a pesar de las súplicas que interpuso el párroco con el clero de aquella Villa, que se lo pidieron de rodillas, manteniéndose hincados como un cuarto de hora? —De orden del que declara, a consecuencia de las que tenía dadas de la Junta; que no se acuerda si el clero intercedió para que no se ejecutara, pero sí que lo hicieron varios particulares en favor de Santa María, y el declarante no condescendió sino que lo hizo ejecutar con los 217 demás, que por todos no pasaron de tres, a lo que parece.

Aquí, el interrogatorio se suspende “por ser dadas las dos y media de la tarde” y se reanuda después de comer... 4. LA SEGUNDA AUDIENCIA En la siguiente audiencia se observan cambios. No es que Morelos haya modificado su actitud. Los que lo hicieron fueron los jueces. Estos permitieron que el procesado se diera el lujo de culpar al rey de traición. Tanto mejor. Cuando el rey conociera sus declaraciones, justificaría la sentencia dictada contra él. Pero en el capítulo de los crímenes enormes y atroces no le podían permitir que los contra-acusara a ellos, al ejército colonial, a las autoridades locales de haberlos cometido. Esto podía despertar sospechas en el monarca, sus ministros y sus consejeros. ¿Para qué hacerlos pensar que la destrucción del país a consecuencia de la guerra podía ser por culpa de los españoles y no por la infidencia de los americanos? En este rubro no había qué hacer constar en las actas más que lo que fuera conveniente para ellos. Por eso, el declarante aparece hasta titubeante. —¿De orden de quién se incendiaron los pueblos que tratan en sus partes el señor Concha y el comandante de Apastla don José Joaquín Vega...? —No sabe quién, digo, sabe que Nicolás Bravo y su segundo Pablo Galeana incendiaron los pueblos de Tetela y Tenango, conforme a la orden general del gobierno de los rebeldes, de que se haga esta demostración con todos los pueblos que se opongan a su proyecto. Y de 217

Ibid. Pregunta y respuesta 22.

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Apastla no sabe que se hayan quemado más que los parapetos que 218 habían construido las tropas del gobierno (colonial) de México. —Componiéndose el que llama gobierno de tres vocales —prosigue el tribunal— y siendo uno de ellos el declarante, vinieron a incendiarse por su orden estos pueblos. —Como el Supremo Consejo se compone de tres —responde— y dos hacen sentencia o forman resolución, no siempre ha sido el declarante de dictamen de lo que ha salido; pero sí lo fue de la orden general que dio de que se incendiasen los pueblos y haciendas inmediatos a las plazas y poblaciones que estaban por el gobierno [“colonial”] de Méxi219 co, fortificadas o asediadas, como se ha estado haciendo.

Morelos sigue admitiendo con entereza la responsabilidad de sus actos. El gobierno nacional fue encargado a tres personas. A veces él estuvo en minoría, a pesar de lo cual acepta la responsabilidad de las resoluciones de dicho órgano ejecutivo. En el caso que nos ocupa, por ejemplo, compartió su criterio con los demás Vocales y lo confiesa sin ambages. —Cuando ha tenido el mando en jefe o ha sido Vocal del llamado su Consejo de Gobierno, ¿ha dado orden y autorizado a los rebeldes para que entren a saco en los pueblos y roben cuanto encuentren, como asimismo lo han estado haciendo? —Siempre se ha opuesto a los saqueos —contesta— y las órdenes que había dado en Tancítaro se redujeron a comunicar las que había recibido de su gobierno...

Aquí, el caudillo es interrumpido. El resto de su declaración es omitida del acta. Probablemente se le aclara que al hacer referencia al saqueo de los pueblos, se quiso decir que los insurgentes habían estado robando caballos a los realistas. El caso es que el declarante continúa: —En cuyo estado expresó que no se había explicado bien, y lo que quería decir era que se dio orden a los comandantes para que la tropa cogiese todos los caballos que pudiesen de las tropas del ejército del gobierno (colonial) de México, alentándolos con que la mitad sería para ellos, y esta orden la dio el declarante en unión de los otros dos vo-

218

Hernández, n. 74.

219

Ibid. Pregunta y respuesta 2.

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cales de su Consejo (de gobierno).

220

—¿No sólo prohibía el saqueo sino él mismo se abstenía de hacerlo? ¿O, al contrario, cogía para sí —o para lo que llama nación— todo lo que encontraba y podía servir a su designio? —Por su orden se embargaban los bienes que se encontraban de europeos y criollos que seguían su partido —responde—, en el mejor modo que se podía; de ello, tomaba para sí lo muy preciso, y lo demás 221 se invertía en mantener las tropas.

Los bienes —muebles y inmuebles— eran confiscados por la nación, a través de sus autoridades legítimas, para sufragar los gastos de la guerra en general, y los de él mismo, en particular. —¿Cogió para sí la Cruz Grande que venía para el señor Campillo? ¿Consideró ésta como muy precisa? —Se la mandó regalada el padre Sánchez —dice—, que la había cogido en Nopaluco. Y se quedó con ella, no porque la considerara precisa para sí, sino porque no encontró marchante que se la compra222 ra. —¿Supo que era del excelentísimo señor obispo difunto de Puebla? —No —contesta—, no lo supo”.

223

Y aunque lo sepa, los bienes de los españoles, sean de la condición que fueren, son propiedad de la nación. Esta joya no constituye ninguna excepción, así pertenezca a un obispo. Corresponde a la nación decidir el destino que dichos bienes deben correr: respetárselos a sus propietarios, si se someten al imperio de sus leyes, o arrebatárselos, si se declaran en rebeldía, como lo han hecho los obispos, entre ellos, el difunto Campillo. —¿De dónde hubo las seis barras de plata que se le cogieron en su equipaje? —Eran procedentes —responde— de la moneda provisional de plata

220

Ibid. Pregunta y respuesta 3.

221

Ibid. Pregunta y respuesta 4.

222

Ibid. Pregunta y respuesta 5.

223

Ibid. Pregunta y respuesta 6.

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que se había acuñado en varias partes, y por no ser de ley, las había hecho reducir el declarante a barras, de orden de su gobierno, y las 224 llevaba para venderlas y reducirlas a numerario. —¿Acuñó moneda en su nombre —o en el de la que llama nación—, usando de esta regalía privativa del Soberano? —Había acuñado moneda, no en su nombre, sino en el de la nación, y 225 de orden de la Junta de Zitácuaro. —Como uno de los principales jefes de la revolución de Nueva España, ¿procuró con todo el esfuerzo que le fue posible llevar adelante su proyecto hasta conseguir la independencia, sin reparar en los medios y males que trae consigo de muertes, incendios y demás daños, por todo el tiempo que ha servido a la que llama nación americana? —Sí —contesta con toda sencillez—, pero —aclara honestamente— en los principios no previó que pudieran seguirse todos esos estra226 gos”.

Al interrogatorio no le falta más que una pregunta —la última—, antes de que se pase a los asuntos eclesiásticos, que ocasionará una extraña respuesta de Morelos, de la cual se han valido sus críticos para poner en duda su integridad moral y política. Reservemos el tema para el próximo capítulo. 4. LA JURISDICCIÓN ECLESIÁSTICA. El propósito del juez eclesiástico no es otro que ratificar en autos la condición de clérigo que tiene el reo, diga éste lo que diga. Empieza recordándole que el obispo ilegítimo Abad y Queipo lo declaró excomulgado y depuesto de su curato de Carácuaro por edicto de 22 de julio de 1814; que el señor Campillo, obispo de Puebla, le ofreció el indulto “en el año once, manifestándole los terribles estragos de la rebelión, y que nunca podría tener efecto la indicada independencia”, y, en fin, que hubo muchos edictos condenando la revolución al fracaso. —Del último edicto del señor Abad y Queipo —contesta— no tuvo noticia alguna. De la carta del excelentísimo e ilustrísimo señor Campillo

224

Ibid. Pregunta y respuesta 7.

225

Ibid. Pregunta y respuesta 8.

226

Ibid. Pregunta y respuesta 9.

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no hizo aprecio, por las razones que expuso en su contestación (a su carta), a la que se remite, y por las demás de su declaración de esta mañana. Y en cuanto a las demás excomuniones generales, tampoco hizo aprecio, porque se calificó que no podían imponerse a una nación independiente —como debían considerarse a los que formaban el partido de la insurrección—, si no es por el Papa o algún Concilio Gene227 ral.

Abad y Queipo no es obispo sino un simple individuo. Nunca reconoce su jerarquía. Para subrayar su afirmación, Morelos no le da más título que el de señor. A Campillo, en cambio, a quien sí acepta su condición episcopal, lo llama excelentísimo e ilustrísimo, en homenaje a su calidad de prelado. Sin embargo, no le hizo caso porque no tenía razón, a pesar de su alta investidura eclesiástica. —Se le hizo reflexionar que por varios Concilios Generales se han fulminado censuras contra los que se levantan contra la soberanía de los reyes. —Entonces no había rey en España —responde—, y aún hasta el día 228 no sabe positivamente si se halla o no restituido. —¿Fue uno de los que formaron la Constitución Americana, apoyándola y adoptándola en todo? —Sí —contesta—, aunque no concurrió a su formación, si no es a los 229 últimos artículos de ella; pero habiéndola leído en un día, la juró”.

El juez eclesiástico ha hecho la pregunta anterior, porque en dicha Ley Fundamental —la de Apatzingán— no se establecen normas para regular las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Este asunto lo dejan pendiente los constituyentes de Apatzingán hasta en tanto no se establezca un Concordato con la Santa Sede. Así que se le vuelve a preguntar si, con base en la Carta Política de referencia, usó su autoridad para nombrar y remover párrocos y Vicario General Castrense “sin contar con los obispos, como que en la Constitución ni aún se nombran”. —Como los obispos eran contrarios, no se contaba con sus ilustrísi-

227

Ibid. Pregunta y respuesta 10

228

Ibid. Pregunta y respuesta 12.

229

Ibid. Pregunta y respuesta 13.

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mas. En cuanto a la jurisdicción castrense, solamente nombró a un eclesiástico... todo provisionalmente, mientras se había o se ponían 230 expeditos los recursos a Su Santidad.

El juez eclesiástico vuelve a la carga. El acusado es no sólo un cura depuesto por el obispo de Michoacán sino presuntamente el jefe de una iglesia cismática, porque ha aceptado honores como tal; pero el procesado aclara que éstos se le tributaron en homenaje a su condición militar. —Cuando entraba victorioso y triunfante a algunos lugares, ¿se hacía conducir a las iglesias principales y que en ellas se pusiera sitial, dejándose servir con las distinciones y honores de un prelado eclesiástico? —En calidad de Capitán General —rectifica— admitía los honores que se le hacían y tomaba el sitial; pero nunca lo mandó poner”. —En todo el tiempo que se ha mantenido en la rebelión, ¿ha celebrado el santo sacrificio de la misa? —Lo estuvo celebrando —admite— todo el tiempo que corrió, hasta que comenzó a haber muertes en el territorio a su mando, en el que se 231 consideró irregular, y después acá, ni una sola vez lo ha celebrado.

Morelos reconoce, como se ve, haber mantenido su calidad de clérigo hasta el momento de ocurrir la primera muerte en sus campañas militares. A partir de este momento, renuncia voluntariamente a dicha condición y se declara irregular. Muere el eclesiástico y nace el soldado. —Cuando trató de atacar Valladolid por diciembre del año trece, ¿dirigió un oficio al señor obispo electo, tratándolo de primer sanguinario del reino...? —Nunca lo tuvo por obispo legítimo...

232

—Cuando ha mandado fusilar a alguno, ¿ha pagado a los ministros 230

Ibid. Pregunta y respuesta 14.

231

Ibid. Pregunta y respuesta 16.

232

Ibid. Pregunta y respuesta 17. “Como siempre paga mal el diablo a los que le sirven bien, Fernando VII, que es peor que el diablo mismo, lo ha destinado (a Abad y Queipo) a una reclusión en un monasterio por seis años”. Bustamante, Suplemento del Cuadro Histórico, p. [84], nota (2).

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ejecutores? ¿O lo habían hecho en virtud del sueldo que devengaban? —En virtud del sueldo que devengaban.

233

6. EL SEGUNDO CARGO A continuación se le hace el cargo “de los males irreparables que ha causado a esta Nueva España en su población, su agricultura, su industria y su comercio, reduciendo el reino más opulento de la América al estado de desolación en que se ve, sin más objeto que el de su ambición y el de su propensión natural a hacer mal, sólo por hacerlo”. El tribunal considera que debió haber previsto que la independencia era imposible, “no ya en estos últimos tiempos sino mucho antes, por las razones que él mismo ha expresado y han subsistido desde el principio de la revolución”.234 ¿Cuáles son las razones dadas por Morelos sobre la imposibilidad de la independencia en los últimos tiempos”. Este problema se planteará en detalle más adelante. Por lo pronto, el tribunal lo sigue acusando de haberse obstinado “en consumar la ruina de su patria, como lo ha conseguido, siendo reo ante Dios y ante los hombres de la sangre que se ha derramado por su causa, de uno y otro partido, y de la miseria en que se ven tantas viudas y huérfanos, cuyos maridos y padres han perecido a sus manos o en las de los ciegos que lo han seguido, y cuyos clamores han llegado por fin al cielo, que tenía fijado el término de su carrera criminal donde menos se lo esperaba”.235 A este cargo, Morelos responde sin tacha alguna, pero con sospechosa brevedad; “Los males que se han seguido hasta aquí desde que se perturbó la paz en este reino —dijo— son consiguientes a toda revolución popular”.236

233

Ibid. Pregunta y respuesta 18.

234

Ibid. Segundo cargo. (Hay historiadores —Alamán, por ejemplo— cuyo punto de vista coincide con el de los jueces. “La revolución no fue una guerra de nación a nación, como se ha querido representarla; no fue el esfuerzo heroico de un pueblo que lucha por su libertad para sacudir el yugo de un poder opresor” sino “un levantamiento de la clase proletaria contra la propiedad y la civilización”, que produjo “una reacción en toda la parte respetable de la sociedad en defensa de sus bienes y familias”. Alamán, Lucas, Historia de México, t. IV, p. 723) 235

Ibid. Segundo cargo.

236

Ibid. Respuesta al segundo cargo.

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Cierto, pero, ¿por qué respuesta tan corta? ¿Desde cuando llama revolución a la guerra y reino a la nación” ¿Por qué no justifica su actitud? ¿Por qué no responsabiliza de lo mismo a los propios españoles? ¿Dónde está el doctrinario de la guerra justa? Más tarde, en el tribunal de la Inquisición, alcanzará a decir algo al respecto: “que siempre contó con la justicia de su causa”, y además, “que tenía los homicidios por justos y lo mismo la guerra”.237 Pero en este proceso, ¿dónde está el que reprocha al obispo Campillo su olvido sobre las enseñanzas de los teólogos? ¿El que proclama que es lícito matar en tres casos? ¿El que legitima el uso de la fuerza? ¿El que la emplea en innumerables combates a lo largo de los años? ¿El que replica que esto que llaman revolución es ejercicio de virtud? ¿El que transforma la resistencia armada en derecho del pueblo? ¿El que firma el aterrador Plan de Devastación Universal, en ejercicio del justo castigo contra los que cometan el delito de lesa nación? ¿El que convierte la legítima defensa, el rescate de lo propio en manos extrañas y el castigo a los enemigos, en principios constitucionales? ¿El defensor de la guerra justa? ¿Se hunde y calla? ¿O habla y los jueces no consignan la respuesta? Es extraño e inexplicable que el Morelos vertical, que no sólo rechaza el cargo de alta traición sino que incluso hace culpable de él al propio monarca español, se apague súbitamente y desaparezca cuando lo acusan de haber originado la ruina y desolación de su patria —que es para él lo más sagrado— y que no diga nada acerca de la pérdida de vidas y el derramamiento de sangre de uno y otro lado. Se sienten en esta respuesta omisiones fundamentales. Lo único que nos hubiera permitido saber lo que pasó en esa Sala son las actas de los procesos; pero éstas no dicen más. ¿Morelos realmente calla? ¿O el espejo que lo refleja es intencionalmente dañado para deformar su imagen? Los responsables de la ruina y desolación del país no son los insurgentes, que lo aman más que a su propia vida, hasta el grado de luchar por él con las armas en la mano, sino los españoles, que lo han explotado desde los tiempos de la Conquista y están apoderados de todos sus bienes. “¿Quiénes han sido, si no los europeos —proclama el Caudillo durante el sitio de Cuautla—, los dueños de las fincas más pingües? ¿Quiénes han disfrutado de los empleos, desde virreyes y arzobispos hasta subdelegados y jefes de ofici-

237

Causa formada por el tribunal del Santo Oficio contra D. José Ma. Morelos. Respuesta al Capítulo 7 del Acta de Acusación.

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na?”238 Más extraño resulta que no revierta el cargo contra sus enemigos, como lo hiciera con el de alta traición. Si el traidor no ha sido él, sino el rey, los destructores y saqueadores de su patria no son los soldados americanos, sino los españoles. A la misma razón, la misma disposición. Los criminales y asesinos son los Calleja, los Bataller, los Concha, los Armijo, los Villasana y demás, no él; pero las actas no registran nada en este sentido. Lo que resulta inexplicable si se le enfoca desde el ángulo que se ha dejado expuesto, logra comprenderse si se cambia el planteamiento. Este vacío jurídico —histórico— termina siendo lógico si se examina en función del sistema colonial. A los funcionarios del gobierno español de México no les convenía que Morelos los exhibiera, denunciara e hiciera responsables de la destrucción del reino, para no despertar las suspicacias del rey —o de alguno de sus consejeros— al leer la causa. De allí que probablemente hayan omitido consignar lo que dijo al respecto. Tal es la posible causa por la cual Morelos se haya resistido a firmar el acta a menos de hacer constar en ella una sugerente observación. La hipótesis anterior cobra mayor fuerza si se toma en cuenta una de las premisas de esta investigación: la de la necesaria e incluso obligada mala fe del tribunal colonial, por razones de Estado; admitida y confesada por el arzobispo Pedro de Fonte, y corroborada además varias veces a lo largo de este juicio, como hemos tenido la oportunidad de constatar. Si los jueces procedieron conforme a Derecho, la breve declaración que registran en el acta revela a un hombre que acepta parcialmente; que no combate como él sabe hacerlo; que no se justifica como lo hiciera durante todo el juicio; que no acusa a sus acusadores; que no ataca a sus atacantes y que no juzga a sus jueces. Este no es el Morelos que hemos visto durante la mañana, en la primera parte del proceso. ¿Qué pasó? ¿Se derrumbó solo? ¿Se desmoralizó de súbito? ¿Por qué? ¿Cuál es la razón de este brusco cambio? ¿Por qué no se deshizo antes? ¿Por qué reaparecerá nuevamente erguido más tarde? La mala fe de los jueces —confesada y probada— aclara signi238

Hernández, n. 22.

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ficativamente el asunto. La respuesta está censurada. Y de este modo, el expediente, que comenzó con sutiles trampas y breves interpolaciones, llega a este punto con lamentables omisiones, y terminará —como lo veremos oportunamente— con groseras y burdas adulteraciones. Gracias al fraude judicial surge primero un presbítero español que se inclina ante el monarca, lo llama reverentemente Rey Nuestro Señor y, consecuentemente, admite su autoridad, todo lo cual no le impide despojarlo de la corona, convertirlo en un simple ciudadano y condenarlo como culpable de alta traición. Ahora, en cambio, aparece un reo que se limita a reconocer los naturales estragos que produce cualquier guerra, sobre todo, una guerra popular (que no revolución) y olvida hacer la denuncia histórica -y jurídica- contra los verdugos de su nación. Si la primera imagen, la del presbítero español y monárquico, es hecha pedazos por el propio Morelos con la poderosa fuerza de sus declaraciones, logrando ostentarse como lo que es: un ciudadano americano convertido en Capitán General, así como un hombre de Estado con el título de Vocal del Supremo Consejo de Gobierno, la segunda —la del hombre que se limita a aceptar la naturaleza de las cosas, en este caso, de la violencia—, parece caer demolida a golpes de lógica y arroja luz sobre un Morelos combativo que acusa y condena a sus jueces de haber causado la desolación de su país...

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X LA ÚLTIMA DECLARACIÓN SUMARIO. 1. Su desengaño por no ser posible la independencia. 2. Dos actitudes ante un desengaño. 3. El apoyo exterior. 4. El viaje a España. 5. La firma del acta. 6. Conclusión de la causa.

1. IMPOSIBILIDAD DE LA INDEPENDENCIA Después de palpar los estragos que produjera la revolución, ¿continuó luchando por sus ideas “con igual o acaso mayor esfuerzo, hasta el punto en que lo hicieron prisionero?” —No puede negar que siguió sus ideas con el mismo esfuerzo hasta el último momento —responde Morelos—, en que desengañado en que no era posible conseguir la independencia, tanto por la diversidad de dictámenes -que no permitían tomar las providencias acertadascomo por la falta de recursos y de tino, pensó pasarse a la Nueva Orleans o a Caracas, o, si se le proporcionaba, a la antigua España para presentarse al Rey Nuestro Señor, si es que se había restituido, a pedirle perdón, aprovechándose de la coyuntura de trasladarse la Junta o sea el Congreso- a las provincias de Puebla y Veracruz, que entendieron estar desavenidas, como en efecto lo pusieron en ejecución. Y el declarante previno, digo, manifestó a los vocales de las tres corporaciones que podían adelantarse, como lo hicieron, mientras el que contesta sostenía la retirada. Y añade haber dicho o declarado su pensamiento a sus dos compañeros en el gobierno. Y que si llegaba a abrirse el comercio y que quedase enteramente libre, alzándose las prohibiciones que acerca de esto había, como pretendía el Congreso y lo tenía acordado, entonces le habían de dar el pase para los lugares 239 que lleva dichos.

La respuesta anterior contrasta por su extensión con las que el héroe ha venido produciendo. “No puede negar que siguió sus ideas con el mismo esfuerzo hasta el último momento”. No lo puede negar y no lo niega. Normalmente, la frase debe terminar aquí. Sin embargo, la explicación se prolonga sin razón y más adelante parece no sólo incoherente sino también contradictoria. Las respuestas de Morelos respiran determinación, fuerza, convicción. Son breves, directas y van al punto. Aquí ocurre lo contra239

Hernández, n. 74.

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rio. Es larga, confusa, llena de rodeos. La declaración es de él, no cabe la menor duda; pero hay varios elementos que permiten suponer que no encierra una respuesta sino varias, cuyas preguntas no son consignadas en las actas. Se divide en cuatro partes fundamentales. En la primera habla de su voluntad de lucha hasta el último momento. En la segunda, de su desengaño, vale decir, de su seguridad de no alcanzar la independencia a corto plazo. En la tercera, de los objetivos de la última campaña, durante la cual fue capturado. Y en la cuarta, de su captura. Probablemente el tribunal le hace una pregunta —que no obra en actas— semejante a la que antes le hiciera el juez eclesiástico Flores Alatorre: ¿No llegó a ocurrírsele que nunca podría tener la independencia? ¿No dudó nunca del éxito de la causa? ¿No descubrió factores que la hicieran imposible? Algo así. Es entonces cuando rinde la segunda parte de su respuesta. Durante los años anteriores, a pesar de los violentos antagonismos internos de los insurgentes y no obstante la falta de apoyo exterior, creyó posible alcanzar la independencia, y no se engañó. Tuvo razón. Pero ahora, la situación es diferente. Las reyertas intestinas han debilitado la causa nacional y las condiciones internacionales cambiado de tal modo que, pensar que pueda alcanzarse a breve plazo, es engañarse. En estas condiciones no será posible. Y desgraciadamente también tuvo razón en este punto. De hecho, la independencia no se haría ese año, ni el siguiente, ni el otro. En ese momento “no era posible conseguir la independencia, tanto por la diversidad de dictámenes —que no permitían tomar las providencias acertadas— como por la falta de recursos y de tino...”. La casa estaba dividida y se carecía de medios para imponer la unidad, el orden y el rumbo. El héroe divide la historia reciente, desde el punto de vista internacional, en dos etapas claramente definidas. La primera va de 1808 a octubre de 1814; la segunda, de 1814 a noviembre de 1815. En la primera, Carlos IV y Fernando VII abdican la corona española en favor de Napoleón. Las tropas francesas invaden la península. Surge la resistencia del pueblo español. América queda virtualmente libre. Basta que las naciones americanas se sacudan al puñado de españoles que han usurpado el poder para gobernarse a sí mismas. Las condiciones son favorables. Su aislamiento internacional, lejos de dañar, beneficia a la causa nacional. Las contradicciones internas de los combatientes americanos son críticas, pero no determinantes. La independencia es posible.

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En la segunda etapa, las condiciones cambian. A pesar de todas las dudas, Fernando VII está de vuelta, por acuerdo de Napoleón —lo que es grave— o sin él —lo que es peor—. Cierto que los grupos de poder formados durante la época de las Cortes, al ser desplazados súbitamente por el rey, le hacen la oposición; pero ésta no es suficientemente fuerte para desatar la guerra civil en la península. En estas circunstancias, España puede volver la mirada a América. Aquí, los grupos de españoles ven legitimado su poder por cédulas reales y reciben el apoyo consiguiente. Las naciones americanas se debilitan. Su aislamiento internacional se vuelve en su contra. Los antagonismos internos de los americanos son ahora no sólo peligrosos sino decisivos. La independencia no es posible... a menos que se galvanice la unidad interna y se obtenga el apoyo exterior. En la época anterior —de 1808 a 1814— los insurgentes crean en el territorio nacional —antes real— organismos de gobierno suficientemente eficaces —a pesar de su inexperiencia en la materia— para resolver pacíficamente sus antagonismos internos: la Suprema Junta Nacional Americana, en 1811, y el Congreso Nacional, en 1813. En ambos casos, las desavenencias se conjugan en un mando superior. La primera vez éste recae en Ignacio López Rayón; la segunda, en Morelos. La falta de apoyo exterior es sensible, pero no tan importante como la necesidad de luchar contra el enemigo interior. La estrategia consiste en unificarse, acabar con el enemigo español y salir luego en busca del reconocimiento internacional. En la época actual —1814 y 1815— las divergencias insurgentes —más peligrosas que nunca— no han sido resueltas por el Estado formado al tenor de la Constitución de Apatzingán. La forma de gobierno adoptada por el Constituyente americano no es operante ni eficaz. Por otra parte, el apoyo exterior, particularmente el de Estados Unidos -tan largamente esperado por los insurgentes con ingenuidad y optimismo- no ha llegado. Durante muchos años se creyó que “los angloamericanos”, por el hecho de haber luchado por su independencia, tendría simpatía por sus vecinos hispanoamericanos, metidos en una causa semejante, y que les ayudarían de la misma manera que Francia y aún la misma España los ayudara a ellos en su lucha contra la metrópoli. Pero su supuesto apoyo no ha sido nunca dado, hasta esa fecha, ni siquiera insinuado. Morelos creyó durante mucho tiempo que las afinidades ideológicas de ambos pueblos serían suficientes para acercarlos y brindarse apoyo mutuo frente a las potencias europeas. Ahora está convencido -

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desengañado- de que por encima de los principios existen los intereses, y de que los de “los angloamericanos” están mucho más cerca de los de España —a la que debe reconocimiento por el apoyo que le diera durante la lucha por su independencia— que de los de América. —De la imposibilidad de llevar a cabo el proyecto de independencia (con ayuda exterior) —confiesa—, no se convenció (sino) hasta estos últimos tiempos, porque tenía esperanzas de poder conseguirla por las que le dieron primero Hidalgo y después Rayón, de que los ayudarían los angloamericanos; lo que no se ha verificado hasta ahora, ni hay 240 apariencia de que se verifique.

La nación, desgarrada en sus entrañas, no tiene la suficiente fuerza interna para romper sus cadenas, y abandonada a su propia suerte, en medio de un ambiente internacional no sólo indiferente, sino hostil, debe esperar mejores tiempos. Ya vendrán. La independencia, por el momento, es imposible. De ello está ya desengañado, esto es, persuadido, seguro, convencido. 2. DOS ACTITUDES ¿Qué significa lo anterior? ¿Que Morelos —como afirma Alamán— tiene un instante de flaqueza? ¿O que, por el contrario, nunca es más lúcido que ahora? La hipótesis de Morelos visto en un momento de debilidad no es coherente con el hombre recio e íntegro que se observó antes y que se seguirá viendo después. La situación que describe, cierto, es amarga, cruda, dolorosa; pero no menos real. La nación estaba debilitada no sólo a consecuencia de los golpes de sus enemigos sino, sobre todo, de sus heridas internas y de su aislamiento externo. Sus previsiones fueron acertadas. Así no se alcanzaría la independencia. Y tuvo razón. No se alcanzó... sino hasta varios años después. El desengaño, es decir, el dejar de engañarse y reconocer la realidad tal cual es, no puede llevar más que a una de estas dos actitudes extremas: o se paraliza la voluntad de lucha y se cede ante el enemigo, o se redoblan los esfuerzos tanto para combatirlo cuanto para crear las condiciones que hagan posible derrotarlo definitivamente en un futuro previsible. 240

Ibid. Respuesta al segundo cargo

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Muchos hombres extraordinarios de la insurgencia aparecen deprimidos en esta época. Ya son muchos años de lucha y la causa, lejos de avanzar, está en retroceso. Se sienten en un callejón sin salida. Ante ellos no hay perspectivas ni esperanzas. Creen haber cometido un monstruoso y angustiante error histórico. Se han desengañado, como Morelos, de la imposibilidad de la independencia en la situación actual. Muchos abandonan las armas, se retiran al anonimato y no volverán a tomarlas en años. Otros se acogerán, de plano, al indulto ofrecido por sus enemigos. Quintana Roo lo pedirá a los pocos días de la captura de Morelos. Luego lo harán otros: José Ma. Cos, Mier y Terán, etc. Pero otros, más notables aún, tan desengañados como los anteriores, asumen una actitud distinta. Si no hay apoyo exterior, persistirán en su proyecto, confiando en sus propias fuerzas. Si los antagonismos los debilitan, procurarán resolverlos de uno u otro modo, mantener su unidad y aumentar su fuerza. Saben que la independencia es imposible, pero inevitable. Imposible en esos momentos, pero inevitable históricamente en la oportunidad debida... ¿A cuál de estas dos categorías pertenece Morelos? Al leer su larga declaración final, hay dos ideas que impresionan: una es la de su desengaño; la otra, la de su intención de ir a ver al Rey Nuestro Señor para pedirle perdón. Al vincularlas entre sí, no es difícil concluir que forma parte del primer grupo, esto es, del de los que claudican. Tal es la razón por la que Alamán —y muchos otros después de él— advierten en el héroe una debilidad, una flaqueza, un desfallecimiento. Sin embargo, la conclusión que antecede es no sólo superficial y frívola sino categóricamente falsa. Está totalmente fuera de contexto. Es aquí donde hace falta revisar la tercera parte de su declaración, es decir, la que se refiere a los objetivos que se propuso la expedición de los Poderes constituidos del Estado mexicano al marchar de Uruapan, en Michoacán, a Tehuacán, Puebla. Estos, según se recuerda, fueron principalmente tres: una, evitar que las provincias desavenidas de Puebla y Veracruz, gobernados casi en su totalidad por Mier y Terán, y Guadalupe Victoria, respectivamente, ahondaran sus diferencias y chocaran entre sí; dos, dictar las medidas administrativas que permitieran a la nación beligerante hacerse de recursos suficientes no sólo para sostener el aparato del Estado sino también continuar la guerra, y tres, estar en una posición territorial más estratégica desde la cual dicha nación estrechara sus relaciones con el mundo exterior.

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Si la intención de Morelos hubiera sido la de retirarse de la lucha, ¿para que apoyar una nueva y ambiciosa campaña? ¿Para que abandonar los encantados y paradisíacos bosques de Uruapan? ¿Para que internarse en el corazón del país y resolver instalarse cerca de la capital? ¿Para que molestarse por el lejano pleito entre los dos comandantes insurgentes que gobernaban Puebla y Veracruz?. ¿Para que enviar a Herrera —cargado de plata y de ejemplares de la Constitución— a Nueva Orleans? ¿Para que aventurarse por un camino amagado por tropas enemigas? ¿Para que colocarse de nuevo, a partir de Tehuacán, en el ojo de la tormenta bélica? ¿Para qué preocuparse por asegurar el puerto insurgente de Nautla en las costas del Golfo de México, ya que Veracruz estaba bajo el dominio español? ¿Para que escoger un sitio desde el cual se recibieran más pronto las noticias de sus enviados diplomáticos? ¿Para que hacerlos salir del país si éstos no iban a conseguir nada? ¿Para que gastar tiempo, vidas y recursos en otra campaña, si no había apariencia de lograr ninguna ventaja para el proyecto de la independencia? ¿Para que preparar, en suma, una nueva ofensiva interna que dilatara los dominios de la nación americana, y otra externa, tendiente a lograr el reconocimiento diplomático internacional de su gobierno? ¿Hubiera hecho alguno de estos preparativos un hombre desilusionado de su causa? ¿No hubiera sido mejor pedir una cómoda licencia temporal, como lo hiciera José Ma. Liceaga —el otro Vocal del Consejo de Gobierno— por tres meses, y renovarla a su vencimiento? ¿O quedarse a las orillas del Cupatitzio, el río que canta, viendo correr sus cristalinas aguas por los verdes bosques de Uruapan, comiendo la deliciosa fruta de sus frondosas huertas, haciéndose cuidar por Francisca y viendo jugar a su tierno hijo José, de un año de edad? Una cosa es que el héroe reconociera que en las actuales circunstancias la independencia era imposible, y otra muy distinta que se dejara arrastrar por ellas. Ni la independencia ni cualquiera otra causa pueden triunfar mientras los que luchan por ella estén divididos entre sí. Esto es tan evidente que no necesita demostración alguna. Como lo es también que no existen benefactores espontáneos del exterior que vengan a apoyar una causa doméstica, sin cobrar muy caro el precio. De ello se sigue que la lucha es no sólo contra el enemigo al frente sino también contra las condiciones adversas internas y externas. Además de derrotar al enemigo —y para que ello sea posi-

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ble— es necesario poner orden en el interior y lograr ayuda del exterior. Tal sería la última tentativa de Morelos: situar los Poderes del Estado nacional en medio de los comandantes insurgentes más importantes del Oriente, que estaban a punto de venir a las manos entre sí; fortalecer financieramente su organización interna y salir en busca de auxilio. De esta suerte, estarían preparados para el cambio de condiciones que les permitieran asumir más tarde el mando total de la nación con entera libertad. La independencia era imposible en ese momento, por las razones señaladas; pero también, en su oportunidad, inevitable. El país quería ser libre. El pueblo apoyaba abrumadoramente ese proyecto. La independencia, tarde o temprano, se llevaría a efecto. No habría fuerza interna o externa que pudiera impedirlo. La unión de los insurgentes aceleraría el proceso. El apoyo de una potencia extranjera inclinaría rápidamente la balanza a su favor. La nación alcanzaría inevitablemente su independencia. Estaba en la naturaleza de las cosas. Y el cambio debía producirse más pronto o más tarde. Esto lo reconocía hasta el virrey Calleja. Mientras tanto, había que prepararse, unirse, fortalecerse, organizarse, relacionarse; en una palabra, utilizar la fuerza interna y las relaciones exteriores para crear las condiciones favorables -si éstas no se presentaban espontáneamente- que hicieran posible lo inevitable. 3. EL APOYO EXTERIOR El gobierno español nunca dudó de la inevitabilidad de la independencia nacional. La situación interna del reino de la Nueva España era insostenible, intolerable e ingobernable. Si los insurgentes estaban divididos entre sí y abandonados por el mundo, los realistas, a pesar de su dominio en las principales ciudades, carecían de apoyo popular. Es imposible gobernar a un pueblo contra su voluntad. Es cierto que el sistema español no sentía interferencia internacional, pero tampoco recibía ninguna clase de apoyo interno. La independencia se haría y los administradores de la colonia lo sabían. Era cuestión de tiempo... y de modo; pero se haría. A pesar de no librarse batallas militares de importancia; de la estrategia insurgente -de los últimos tiempos- de permanecer a la defensiva, y de estar las ciudades en poder de los realistas, el resto del territorio nacional pertenecía a la nación en armas. En febrero de 1815 —apenas unos cuantos meses atrás—, el vi-

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rrey informaba al gobierno de Madrid lo siguiente: “Puede decirse que sin presentar grandes masas, son dueños del país, del que se apoderarían en lo absoluto sin la actividad con la que se les persigue”. Nueva España contaba entonces con seis millones de habitantes. El pueblo estaba con el gobierno insurgente; pensaba y sentía en función de la independencia, y no sólo en Michoacán, como pudiera suponerse, en donde se encontraban radicados los Poderes del Estado mexicano, sino también en lugares tan alejados entre sí como las provincias de Guadalajara (hoy Jalisco), Guanajuato, Zacatecas, San Luis Potosí, Oaxaca, Tecpan (hoy Guerrero), Puebla, Veracruz e incluso la de México. “Esta clase de guerra es apoyada y sostenida por el espíritu y deseos de seis millones de habitantes —dice Calleja—, dispuestos todos a proteger la independencia”. El virrey estaba no sólo desengañado de que no se podrían mantener indefinidamente los lazos de la sujeción, sino incluso —él sí— francamente desilusionado. “Al ver lo arraigado que están semejantes principios —prosigue—, me hacen desconfiar de restablecer la tranquilidad apetecida, así como se engañaron mis esperanzas creyendo que sería suficiente el regreso de nuestro amado soberano para obligarles a reconocerlo y deponer las armas”. Si algún escepticismo había en Morelos para obtener, en esas circunstancias y a corto plazo, la libertad de la nación, éste era superado por la impotencia de Calleja para ganar su propia causa: “Yo no sé que otras medidas —concluye— podrán alcanzar a destruir este espíritu de rebelión”.241 El virrey estaba realmente tan agobiado y pesimista en esos días, dada la inevitabilidad de la independencia, como Morelos desengañado, dada su imposibilidad a corto plazo. Los dos tenían razón. Por una parte, la independencia sería imposible, a pesar del apoyo del pueblo, mientras los insurgentes continuaran divididos y la nación, además, careciera de apoyo internacional. De allí la última campaña auspiciada por Morelos. Pero, por otra parte, era inevitable a un plazo más o menos largo, no obstante el control que el gobierno colonial ejercía sobre las ciudades del país a punta de bayoneta. Los días de éste estaban contados. Mientras Morelos estaba todavía prisionero, Calleja escribía al Ministro de Indias. “Es preciso repetir la sensible pero infalible ver-

241

Doc. 189. En oficio reservado al Ministro de Indias, Calleja hace interesantes observaciones acerca del carácter de la insurgencia. (Lemoine, E. Op. Cit.).

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dad de que estos habitantes, cuyas clases en general están decididas por la independencia, se declararán a favor de ella y se esforzarán por alcanzarla, tan pronto como se les presente la oportunidad”. La situación internacional, de modificarse ligeramente en la dirección que marchaba la historia, llegaría a romper definitivamente el precario equilibrio de fuerzas en favor del gobierno americano. España se mantenía aparentemente unida bajo el gobierno absoluto de Fernando VII; pero bastaría cualquiera oposición interna de cierta consideración, para que ésta repercutiera de inmediato en favor de los insurgentes. De hecho, así sucedería poco tiempo después, en 1820, lo que posibilitaría la consumación de la independencia, con la participación no sólo de sus partidarios sino también de sus enemigos. Por el momento, el hipotético apoyo de Estados Unidos era lo que más temía el gobierno colonial. Cualquier ayuda habría sido suficiente para fortalecer enormemente a los insurgentes; pero la esperada ayuda nunca llegó, dando un respiro de alivio al gobierno español. A pesar de todo, éste era presa de las dudas, lo que explica la obsesión de Calleja por indagar el grado de avance de este asunto. Al capellán Morales, aunque no se le haría ningún cargo, se le interrogaría cuidadosa y extensamente a este respecto. Se le pediría concretamente que expresara las razones por las cuales se había trasladado la sede de los tres Poderes de Uruapan a Tehuacán, y que revelara la situación en que se encontraban las relaciones entre el Estado beligerante y el gobierno de los Estados Unidos. Al mismo Morelos se le harían varias veces, en diferentes tribunales, las mismas preguntas. El capellán Morales declararía ante la Jurisdicción Unida que “la traslación de las corporaciones (de los poderes emanados) de la nueva Constitución al pueblo de Tehuacán” se había acordado o resuelto “por haber parecido el más a propósito tanto por la cercanía de la costa que facilitaba la correspondencia con los enviados a la Nueva Orleans, como por componer las desavenencias de las provincias de Puebla y Veracruz”.242 Con respecto a las relaciones internacionales, diría que “los rebeldes no tienen hecho trato alguno con los angloamericanos ni con otra potencia, aunque han tratado

242

Acta levantada por la Jurisdicción Unida el 24 de noviembre de 1815, en la que constan las declaraciones del capellán José Ma. Morales sobre el estado actual de la rebelión, Hernández, n. 49.

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de negociarlo con los primeros”.243 El propio Siervo de la Nación, al ampliar sus declaraciones ante la Jurisdicción Unida, a pesar de haberse ya cerrado la instrucción y dictado sentencia eclesiástica, ratificó y aclaró lo que dijera en su comparecencia anterior. Por lo que se refiere a las relaciones con las potencias extranjeras, “se acordó —dijo— la traslación del Congreso a Tehuacán, como ya lo tiene declarado; se nombró plenipotenciario al Lic. Herrera... y en todo el tiempo de la insurrección no han recibido auxilio ninguno de armas o municiones por ninguna de las dos costas —ni del Norte ni del Sur—, y que todo se ha reducido a dar esperanzas, que hasta ahora no han tenido efecto”.244 Más tarde, al volver a ampliar sus declaraciones en el tribunal militar (puntos 16, 17 y 19 del interrogatorio al que se le sometió), reafirmaría las finalidades de su marcha a Tehuacán: primero, la de situarse “entre aquéllos”, es decir, interponerse entre Victoria y Terán para impedir cualquier conflicto que los debilitara a ambos y sobre todo a la nación, y segundo, “aproximarse a saber el resultado (de las gestiones) del cura Herrera, que fue enviado a los Estados Unidos con 28 mil pesos para que negociase con aquel gobierno que se les enviase gente y armas para conseguir la independencia, y en el caso de no obtener nada, hacer lo propio en Caracas, Londres u otros países donde pudiera conseguir algo”.245 En otra ocasión, al preguntársele qué tratados habían firmado él o el Congreso mexicano con otras potencias extranjeras, contestó “que ni el que declara ni el Congreso mexicano han tenido los más mínimos conciertos ni tratados con los angloamericanos ni contra otra nación extranjera”246 e incluso hizo mención de los agentes diplomáticos enviados antes que José M. Herrera para tratar de celebrarlos.

243

Ibid.

244

Acta de la Jurisdicción Unida de 26 de noviembre de 1815, en la que constan las declaraciones de don José Ma. Morelos sobre el estado actual de la rebelión, Hernández, n. 51. 245

Acta levantada por el Tribunal Militar el 30 de noviembre de 1815, en la que constan las declaraciones de Morelos sobre diversos puntos del interrogatorio del virrey, hasta la pregunta número veinte, Hernández, n. 44. 246

Acta levantada por el Tribunal Militar el 1o. de diciembre de 1815, en la que constan las declaraciones de Morelos sobre el último punto del interrogatorio del virrey, y responde a otras diez preguntas suplementarias, Hernández, n. 45.

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Cierto, no se había firmado ningún tratado, ni con Estados Unidos ni con otra potencia europea; pero se estaba tratando de hacerlo. A eso había ido Herrera. El asunto era candente. De haberse persistido en él, el proyecto probablemente hubiera avanzado más de prisa. A la muerte de Morelos, se abandonó completamente. 4. EL VIAJE A ESPAÑA Las posiciones aparentemente incompatibles que revela Morelos en su última y larga declaración ante la Jurisdicción Unida no requieren de mayor explicación. El personaje que lucha por su causa hasta el fin y se niega a seguir engañándose en la obtención del triunfo a breve término es fácil aceptarlo y entenderlo. Lo mismo ocurre con el que emprende la caminata para situarse en el centro de las discordias insurgentes con el doble fin de evitar que se encontraran entre sí y, de paso, reorganizar el ramo de hacienda, al tiempo que para enviar noticias al mundo exterior y recibirlas de él con mayor prontitud. Pero la cosa cambia cuando se le sorprende diciendo que pretendía salir en busca de ayuda. No es lo mismo ir a Nueva Orleans, Washington, Caracas o Londres, que ir a Madrid, y menos aún después de haber declarado “culpado” de traición a un “señor” al que se ha despojado de su corona. Tampoco es lo mismo salir al exterior en busca de apoyo para la causa de la independencia, que ir a España “para presentarse al Rey Nuestro Señor, si es que se había restituido, a pedirle perdón”.247 No, no es lo mismo en apariencia; pero sí lo es en el fondo. La última frase anterior es explosiva, sobre todo, porque incluye la fórmula sacramental de los jueces, no de él, sobre el Rey Nuestro Señor, a la que le sigue su petición de perdón. Morelos siempre lo llamó rey, a secas, cuando no Fernando VII o simplemente señor. Por lo que se refiere al perdón, hay que entenderlo en su contexto histórico y jurídico. Es también un término de los jueces, no de él, pero lo importante del asunto no es el vocablo sino la clara descripción del objetivo del viaje a España. No se debe olvidar que dicho viaje pensó hacerlo, sólo si el monarca no era un traidor —si no estaba contaminado—, lo que nunca admitió que pudiera ocurrir, pues en todo tiempo lo supuso así. Y además, únicamente si “se le proporcionaba” y le “daban el pa-

247

Hernández, n. 74.

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se”;248 es decir, si sus colegas del Congreso mexicano le daban autorización y recursos, mandato y fondos, comisión y medios. Luego entonces, no se trató de un intento personal e íntimo, como pudiera erróneamente suponerse, que sugiere el deseo de huir desmoralizado. “Añade haber dicho o declarado su pensamiento a sus dos compañeros en el gobierno”.249 Dicho proyecto, por consiguiente, debía ser previamente aprobado por el Supremo Consejo de Gobierno, luego por el Congreso. En estas condiciones, tratábase de un proyecto de Estado. En este contexto, “pedir perdón al Rey Nuestro Señor”, en la terminología de los jueces, significaba lo mismo que, ni más ni menos, pedir reconocimiento político para la nación, en la de los insurgentes. No era un perdón destinado a salvar la vida de un hombre. De haber querido hacer esto, no necesitaba trasladarse a la antigua España. Le bastaba negociar el indulto en la Nueva España. Y hubiera mantenido oculto su pensamiento. Comunicárselo a sus compañeros del gobierno era absurdo y contraproducente. En toda la historia de los procesos, la forma es fondo. La guerra, antes librada con armas en los campos de batalla, se prosigue aquí a base de conceptos en los tribunales. De la misma manera que los jueces registran en actas que la guerra es revolución; los soldados americanos, rebeldes, revolucionarios o sediciosos; los dirigentes del Estado nacional, miembros de un partido político; los generales, clérigos; los americanos, españoles; los Vocales del Congreso y del Gobierno, cómplices, etcétera, así también dejan consignado que un proyecto de petición de reconocimiento político nacional es una petición de perdón personal. Sin embargo, el perdón al que se refiere Morelos estaba destinado a salvar la vida de una nación torturada por una larga guerra, que no había cometido más crimen que el de querer ser libre. En este orden de ideas, el perdón solicitado al rey para la nación —el reconocimiento político— no podía ser más que el resultado del perdón concedido por la nación al rey, por haberla traicionado y abandonado a sus propia suerte durante años; por tenerla todavía desamparada; por dejarla en manos de los que detentaban el poder colonial. Lo cual, dicho de otro modo, implicaba que la nación otorgara su reconocimiento al rey, a cambio de que éste concediera 248

Ibid.

249

Ibid.

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su reconocimiento a la nación para gobernarse a sí misma. Pedir perdón en esas circunstancias —pedir reconocimiento— no era ninguna afrenta sino una obligación política. La concesión del perdón era la concesión de la independencia. De haberse llevado a cabo este proyecto, en lugar de república, como lo preveía la Constitución de Apatzingán (cuyo carácter era provisional), se hubiera establecido la monarquía constitucional. La nación hubiera asumido la jefatura del gobierno, a través de sus representantes, y el rey, la del Estado. Al retrocederse en la concepción republicana, se hubiera avanzado en la de la independencia. La tesis de López Rayón hubiera resultado victoriosa: “La soberanía dimana del pueblo, reside en la persona del señor don Fernando VII y es ejercida por el Supremo Congreso Americano”.250 La nación americana hubiera permanecido fiel a la monarquía española, a la tradición, a sus raíces históricas y, al mismo tiempo, empezado a gobernarse a sí misma en función de sus intereses fundamentales, de acuerdo con sus propias leyes. Morelos hubiera sin duda aceptado este compromiso —de haber existido condiciones de celebrarlo—, como lo hiciera de 1811 a 1813, al formar parte de la Junta Suprema Nacional Americana, que sostuvo los derechos del monarca de acuerdo con la idea de López Rayón. Nunca creyó que fuera posible; pero por la independencia nacional, todo debía intentarse. Todo. De hecho, tal sería la posición de Vicente Guerrero varios años después; tal el proyecto de Agustín de Iturbide... 5. LA FIRMA DEL ACTA La segunda audiencia termina, a la luz temblorosa de las antorchas, a altas horas de la noche. Los actores de este drama secreto están cansados, sin duda. Los jueces piden al acusado que, previa lectura del acta, la ratifique y firme; pero éste, dada su edad, ve borroso el texto de cualquier documento, sobre todo de noche. El secretario, por otra parte, se niega a leerle el acta, lo cual no deja de ser irregular. Morelos sospecha que algo anda mal. Sin embargo, accede a estampar su firma. ¿Por qué...? Si hubo en el acta las interpolaciones y omisiones que se han dejado mencionadas, algunas de las cuales oscurecen y otras alteran el sentido de las declaraciones del acusado, ¿qué fue lo que lo compelió a firmarla? 250

López Rayón, Ignacio, Elementos Costitucionales, Artículo 5.

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Se ha sostenido el argumento de que, aún no siendo jurista, Morelos conocía suficientemente bien los Principios Generales del Derecho —lo que es cierto— y sabía, por consiguiente, que una declaración firmada y ratificada por medio de la violencia física o moral es nula y carece de validez. Es indiscutible que él estaba en una situación semejante. Su libertad había sido coartada física y moralmente por sus enemigos. Además, no comparecería ante un tribunal neutro o imparcial sino ante una pandilla de maleantes apoderada del gobierno colonial. El detenido tenía la convicción —con San Agustín— de que “un reino en el que no existe la justicia no es más que una gavilla de salteadores”. Se ha asegurado que, en estas condiciones, las expresiones atribuidas a él y expuestas contra su voluntad, aunque respaldadas con su firma en los documentos procesales que se han dado a conocer en estas páginas, no tienen ningún valor, ni moral, ni legal y mucho menos político. Y si él mismo se negara a reconocer la autenticidad de las supuestas declaraciones de Hidalgo y Matamoros —rendidas en sus procesos— en las que condenan su propia causa, no es difícil que haya supuesto que sus partidarios y herederos tampoco aceptarían las que pusieran en su boca, a pesar de no haberlas dicho. Los argumentos anteriores son convincentes, sin duda, pero carecen de consistencia jurídica y política. El vicio de nulidad es aplicable sólo en transacciones privadas, en las que se supone igualdad entre las partes contratantes, no en Derecho Público, en que se enfrentan el Estado y el individuo. Morelos había leído a Hobbes. En el Segundo Libro del Leviathan —relativo al Estado— el autor sostiene que si los pactos que tienen su origen en el temor a la muerte o a la violencia fueran nulos, nadie, en ningún género de Estado, podría ser reducido a la obediencia. “Los pactos que no descansan en la espada —concluye Hobbes— no son más que palabras”. El asunto que se analiza en estas páginas no es de Derecho Privado, que implica la igualdad entre las partes, sino de Derecho Público, que supone un desequilibrio entre Estado e individuo. Sin embargo, también en esta área del Derecho es posible hacer impugnaciones y apelaciones que revelen una situación notoriamente anormal o injusta. El héroe, al actuar como juez eclesiástico de Carácuaro por más de diez años —de 1800 a 1810—, se acostumbró a la precisión de los términos jurídicos. Luego, al fungir como jefe de un Estado beligerante, tuvo la oportunidad de verse envuelto en toda clase de sutilezas, ardides y estratagemas tanto políticas y mi-

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litares cuanto específicamente jurídicas. Pues bien, en esta ocasión, al estar como procesado frente a sus jueces, logrará dar un significado político no sólo a lo que se ha hecho constar en las actas sino también a lo omitido por ellas. Cuando concluyó la primera audiencia, a la luz del día, el declarante firmó el acta “después de haberla leído y ratificándose en ella”. Luego entonces, es un documento válido. En la segunda audiencia, en cambio, durante la cual se hacen las alteraciones y modificaciones al acta en los términos que se han dejado anotados, Morelos logra que el tribunal acepte una sutil observación que, viéndolo bien, constituye un elocuente mensaje político. El acta se limita a hacer constar “que lo expuesto es la verdad ofrecida y firmó”.251 Nada hace referencia a su obligada lectura y ratificación. El procesado no admite, en otras palabras, que se haga constar que ha leído el acta antes de firmarla, por la sencilla razón de no haberlo hecho, y menos que ha ratificado su contenido. No siendo normal que el tribunal se haya negado a leerle el acta por no poderlo hacer él mismo, para rectificarla o ratificarla, la firmará siempre y cuando se consigne en ella que no la ha leído y menos ratificado. Los jueces no oponen objeción alguna a su pedimento. De allí que el secretario, aunque no registre expresamente su observación, la tome en cuenta al limitarse a hacer constar que “lo expuesto es la verdad ofrecida y firmó”, omitiendo hacer constar que se le leyó y ratificó el acta. Desde el punto de vista rigurosamente procesal y con base en las propias leyes españolas en vigor, el detenido no sólo invalida el carácter del acta mencionada en todo aquello que no le favorezca, sino también deja una indiscutible prueba de la mala fe con la que actúa el tribunal. Firma el documento, pero al no leerlo ni ratificarlo, deja en su favor el beneficio de la duda y, de paso, pone en evidencia el aberrante perfil jurídico del sistema colonial. 6. CONCLUSIÓN DE LA CAUSA La causa concluye. Los tribunales coloniales nunca concederían a sus enemigos, ni antes ni después de Morelos, el derecho de designar a un abogado defensor: ni a Talamantes, ni a Hidalgo, ni a Matamoros, ni a fray Servando. El único que reclamará tal derecho 251

Hernández, n. 74.

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es José de San Martín, pero en la práctica no podrá ejercerlo por carecer de recursos para pagarlo. En este caso, en cambio, “luego que concluyó la anterior diligencia —señala el acta—, hicieron entender Sus Señorías al presbítero José Ma. Morelos que podía nombrar al defensor que más le acomodase, tanto del estado eclesiástico como del secular”.252 El ofrecimiento de los jueces era obviamente tendencioso y consiste, no en proporcionar al ilustre reo un medio de defensa -no tiene ninguno- sino más bien en descubrir a algún personaje que esté vinculado con él y, a partir de esto, desenredar la madeja; pero la estratagema falla y Morelos contesta que “aquí no conocía a sujeto alguno de quien valerse para esto, y que dejaba el nombramiento a la justificación y prudencia del señor Provisor”.253 Así que el doctor Flores Alatorre se ve obligado a nombrar un defensor de oficio, el licenciado José Ma. Quiles, y ordena que se le haga saber su nombramiento para los efectos de su aceptación y demás formalidades legales. Con este acto se concluyen las diligencias esa noche. Morelos es nuevamente conducido a las cárceles secretas y se le encierra bajo doble puerta en su calabozo. Hay un problema que sigue aún planteado: ¿se le deja tranquilo? ¿Recibe esa noche la visita del “docto párroco” arzobispal? ¿Cuándo le dan el Breviario para hacerlo sentir con más fuerza que es sólo un presbítero sedicioso y no un hombre de Estado en situación de beligerancia? ¿Quién se lo lleva? ¿Es el propio arzobispo Pedro de Fonte? ¿Es incapaz de controlar la curiosidad de conocer personalmente al detenido, tentación en la que caerá más tarde el mismo Calleja? ¿Es éste importunado también por altos jefes del ejército colonial? ¿A qué se debe poco más tarde su tremenda o supuesta reacción de intentar suicidarse? Hay indicios, vagos pero suficientes, que revelan una gran actividad nocturna en las cárceles secretas de la Inquisición. Nada de esto queda en las actas ni en ningún otro documento de la época. Sin embargo, se oyen rumores y se sienten presencias. Las sombras que constantemente se deslizan en la oscuridad parecen no 252

Certificación de la Jurisdicción Unida, de 22 de noviembre de 1815, en la que se hace constar que se nombró a Morelos un Defensor de Oficio, Hernández, n. 74. 253

Ibid.

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tener rostro; pero se les ve ir y venir. Y a pesar del sigilo en que se producen estos movimientos, sus vibraciones quedan impresas en las piedras de las oscuras y frĂ­as paredes. MĂĄs adelante nos detendremos a observarlas...

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XI EN EL NOMBRE DE DIOS SUMARIO. 1. El Tribunal de Sentencia: a) alegatos del defensor; b) el Plan de Pacificación; c) Junta Eclesiástica. 2. Retrato del obispo Antonio de Antequera: a) sucesor de los apóstoles; b) arzobispo de México; c) deposición de su cargo. 3) Retrato del deán José Mariano Beristain: a) los dos hermanos; b) ataque de apoplejía. 4. Sentencia del Tribunal Eclesiástico: a) condena a la degradación; b) intercesión por el condenado; c) asombrosa petición final.

1. EL TRIBUNAL DE SENTENCIA Al día siguiente, jueves 23 de noviembre, “se entregó la causa al licenciado Quiles y se le franqueó la comunicación con el reo”.254 La entrevista entre el abogado y su cliente es breve. No hay mucho de qué hablar. El licenciado es un abogado defensor del sistema colonial, no del hombre que ha luchado por destruirlo. El jurista debe haber sido uno de tantos criollos asustados por el huracán de la guerra popular y su cauda de estragos, muerte y destrucción. No se sabe qué pasó con él. Probablemente falleció al consumarse la independencia. De otro modo lo hubiéramos sorprendido ante el nuevo régimen político nacional, presentándose como defensor del héroe, para reclamar la obligada compensación por sus pasados servicios. Su defensa no es demasiado mala. En términos generales, sigue las ideas de su cliente en lo relativo a la alta traición; pero al despojarlas de su agresividad política, las deja como a un hombre al que se le arrancan sus vísceras más nobles. Nunca se le ocurrirá al pobre burócrata colonial plantear una enérgica defensa derivada de los razonamientos de su cliente; impugnar, por ejemplo, la incompetencia del tribunal, ni reclamará que el prisionero sea tratado conforme al Derecho de Guerra y de Gentes, el Derecho de las Naciones, exigiendo que se respete, por consiguiente, su calidad de hombre de Estado y jefe de un ejército nacional enemigo. Ni siquiera denunciará las irregularidades substanciales del procedimiento o hará valer algún recurso dilatorio, como el de recusar a los jueces

254

Certificación de la Jurisdicción Unida, de 23 de noviembre de 1815, en la que se hace constar que se entregó la causa al defensor de oficio y se le franqueó la comunicación con el reo, Hernández, n. 75

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con expresión de causa o plantear la nulidad de las actuaciones judiciales. Vamos, no presentará, ni siquiera por rutina burocrática —y aunque la califiquen de improcedente— una modesta apelación ante las autoridades superiores de la metrópoli, tanto en el ámbito eclesiástico como, sobre todo, en el político y militar. Le hará el juego al sistema colonial. No podía ser de otro modo. En cumplimiento de las instrucciones recibidas, no de su cliente sino de los jueces, Quiles completa sus alegatos con el ofrecimiento de un plan de pacificación. Al invocar este recurso tiene que mentir descaradamente. Me ha dicho el reo —afirma— que por medio del coronel Concha ha propuesto al excelentísimo señor virrey que, como se le perdone la vida, descubrirá planes con que en poco tiempo se pacifique la América, 255 y que repita a vuestras señorías la misma propuesta.

La mala fe de los hombres del sistema colonial continúa haciéndose patente, ahora de otra forma. Los actores de este drama judicial siguen poniendo en evidencia maniobras fraudulentas sin ningún empacho. De haberse dignado Morelos cruzar siquiera una palabra con el asesino Concha, éste se hubiera apresurado a informarlo al virrey, sobre todo, en asunto tan trascendente como lo era un plan de pacificación, en busca de otro ascenso o, por lo menos, de una jugosa comisión; pero no hubo nada de esto. Por otra parte, de haber habido algo al respecto, Morelos hubiera expuesto su ofrecimiento directamente al tribunal para que surtiera los efectos de ley, no al defensor. Esta falla procesal es notoria y será advertida por los jueces varios días después; pero ya demasiado tarde. Volveremos sobre el asunto en su oportunidad. Entregados los alegatos del defensor de oficio, el tribunal instructor cierra el caso y pone los autos a la vista del arzobispo Pedro de Fonte para que dicte sentencia en el área de su competencia. “En las veinticinco horas que han corrido desde la mañana de ayer hasta las doce de hoy —dice Bataller— se ha concluido la causa del rebelde prisionero don José Ma. Morelos”.256 Ese mediodía, Morelos no será dejado en paz. Lejos de ser recluido en su calabozo, 255

Alegatos presentados el 23 de noviembre de 1815 por el defensor de oficio ante la Jurisdicción Unida en la causa de Morelos, Hernández, n. 76. 256

Oficio de la Jurisdicción Unida al virrey, fechado el 23 de noviembre de 1815, en el que le comunica haber finalizado la causa en veinticinco horas, Hernández, n. 17.

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lo harán comparecer ante otro tribunal: el del Santo Oficio. A partir de este momento, por consiguiente, todas las diligencias de este juicio se llevarán a cabo sin su presencia. Al recibir el expediente, el arzobispo Fonte envía oficio a seis dignatarios eclesiásticos a fin de que asistan a una reunión al día siguiente, en su palacio, a las nueve de la mañana. Deben ser ellos los que conozcan el asunto y lo decidan por mayoría de votos. Las razones que tiene el doctor Fonte para proceder de ese modo son dos: una jurídica y otra política. Morelos es muy hábil y puede dar una sorpresa. Si el arzobispo dicta solo la sentencia, aquél es capaz de apelar a Roma y lograr de algún modo que su petición quede registrada en el proceso. Una cosa así complicaría el asunto. Por otra parte, el gran juez eclesiástico es español y está enterado de las grandes irregularidades de los juicios contra eclesiásticos insurgentes. La pena corre el riesgo de ser vista nuevamente como un acto de venganza contra un americano. La junta convocada por él resolverá ambos problemas. Estará compuesta por altos dignatarios, entre ellos, él como arzobispo y dos obispos: tres españoles. Su resolución tendrá carácter definitivo e inapelable. Además, otros cuatro de sus integrantes serán americanos; subordinados a los anteriores, pero americanos. Al formar mayoría, el castigo será decretados por ellos. La sentencia, de este modo, “equiparándose a una decisión sinodal —dice Fonte— excluiría la apelación, y firmándola cuatro americanos, no podría la malevolencia atribuir su contenido a la cualidad de europeo que yo tengo”.257 Al día siguiente, viernes 27, antes de que se constituya la junta, el doctor Eligio Sánchez, provisor fiscal del arzobispado —el acusador oficial—, presenta un escrito ante el arzobispo de Fonte, en el que pide que se desestimen los argumentos de la defensa y se condene al reo a la pena de degradación. El doctor Sánchez es otro de los personajes de los que se nos pierde el rastro. No sabemos si era criollo o español, ni tampoco si hizo una brillante carrera eclesiástica o no. En todo caso, va derecho al punto: “La causa tiene estado y mérito para que se proceda a la sentencia de degradación y a su ejecución pronta y efectiva. Y así lo pide, en cumplimiento de su oficio”.258 257

Hernández, n. 299.

258

Pedimento del señor Promotor Fiscal del Arzobispado, de 24 de noviembre de 1815, para que se dicte sentencia de degradación dentro de la causa eclesiástica seguida a Morelos por la Jurisdicción Unida, Hernández, n. 89.

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A diferencia de Matamoros, que no fue degradado por el obispo Abad y Queipo —ni por nadie— sino entregado por éste “simple y llanamente a la potestad militar”, y de Hidalgo, degradado ilegalmente por un canónigo —debiendo serlo por un obispo consagrado—, Morelos será condenado al espectacular castigo no sólo por el arzobispo de México sino por una Junta Eclesiástica, por unanimidad de votos, con apoyo en lo dispuesto por el Capítulo Cuarto, Sección Trece del Concilio de Trento, tendenciosamente adaptado a las necesidades políticas del momento.259 Como ya quedó señalado, de las eminencias convocadas para dictar sentencia, dos son españoles y tienen la categoría de obispos: el de Antequera Antonio Bergosa y Jordán, y el de Durango Marqués de Castañiza. Ambos han escapado de sus obispados para buscar refugio en la ciudad de México. De ellos, no asiste al llamado de Fonte más que el segundo, ya que el otro está macilento en su cama, decaído y enfermo; sin dejar por ello de enviar por escrito su voto condenatorio, ni de ponerse de pie y asistir al Palacio de Santo Domingo, tres días más tarde, para ejecutar la degradación. Con el arzobispo, serán tres los europeos que forman parte de la Junta Sinodal. Los otros cuatro son los doctores José Mariano Beristain, deán; Juan de Sarria y Alderete, chantre; Juan José Gamboa, maestreescuelas, y el licenciado Andrés Fernández Madrid, tesorero de la catedral. Todos ellos, funcionarios administrativos del arzobispado y además, como se dejó dicho, americanos. Los altos dignatarios llegan ese viernes 24 de noviembre al palacio episcopal antes de la hora de la cita, con excepción del obispo de Oaxaca, que queda postrado en su cama. Al constituirse la Junta Conciliar, lo que se trata en ella es a puerta cerrada y no se levanta ninguna acta. Se ignora, por consiguiente, cuál es el carácter de sus deliberaciones y debates, aunque es probable que no sean éstos amplios ni profundos ni prolongados. No han sido designados miembros de este alto tribunal colegiado para tomar una decisión, sino que por tenerla tomada de antemano, han sido nombrados en él. Para tener una idea de la calidad humana de estos personajes, será suficiente conocer a dos de los más representativos. Uno de 259

Hernández, n. 299.

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ellos, español, Antonio Bergosa y Jordán, obispo de Oaxaca, que gusta firmar como Antonio de Antequera. Y el otro, americano, deán de la catedral metropolitana, José Mariano Beristain, una de las plumas más ilustres de su tiempo.260 2. RETRATO DEL OBISPO ANTONIO DE ANTEQUERA Antonio Bergosa y Jordán nació y se educó en el viejo continente y, como tantos otros altos funcionarios de la colonia, llegó muy joven a América, “en la que pasé —dijo— la mejor porción de mi vida”.261 Estaba disfrutando tranquilamente su obispado en Oaxaca, en noviembre de 1812, cuando se enteró con rabia y temor de que las tropas de Morelos avanzaban hacia esa plaza. Los insurgentes, en efecto, posesionados de Tehuacán desde hacía varios meses, habían amagado simultáneamente a Veracruz, México, Puebla y Oaxaca. Gracias a los informes recibidos por los partidarios de la independencia en tales plazas, el Caudillo determinó avanzar por el rumbo de Veracruz y tomó Orizaba. Al regresar a la estratégica posición de Tehuacán se le presentó la disyuntiva: Oaxaca o Puebla, y decidió ir primero contra aquélla para asegurar su retaguardia. Ya le tocaría el turno a ésta. El obispo Bergosa colaboró de inmediato con el intendente de la

260

Dean es el primer personaje o el mayor en algunas Eglesias Cathedrales a fuera del obispo: e Decanus en latin quier dezir, como ome viejo e muy cano: ca bien assi como el ome que es cano deue ser sesudo, por derecho, e assosegado, e de buenas maneras; otrosi lo deue ser el Dean entre los otros de la Eglesia, por honra del logar que tiene... Chantre tanto quer dezir, como Cantor: e pertenece a su oficio, de comenzar los responsos, e hymnos, e los otros cantos que ouiere cantar, también en los cantares que se fizieren en el Coro, como en las procesiones que se fizieren fuera del Coro, e el deue mandar a quien lea o cante las cosas que fueren de leer o de cantar: e a el deben obedescer los Acolytos, e los Lectores, e los Psalmistas... Tesorero tanto quier dezir, como guardador de tesoro: ca a su oficio conuiene de guardar las Cruzes, e los Calices, e las vestimentas, e los libros, e todos los otros Ornamentos de la Santa Eglesia, e el que deue componer los Altares, e tener la Eglesia limpia, e apuesta, e abondada de encienso, e de candelas, e de las otras luminarias que son menester... Maestrescuela tanto quier dezir, como Maestro, e proucedor de las escuelas: e pertenece a su oficio, de dar Maestros a la Eglesia, que muestren a los mozos leer y e cantar: e deue enmendar los libros de la Eglesia porque leyeren: e otrosi, enmendar al que leyera en el Coro, quando errase”. Pandectas Hispano-mexicanas, De los Clérigos, Leyes III, V, VI y VII, Tomo I, UNAM, 1980, pp. 244-245. 261

A propósito de una Circular del arzobispo de México, Morelos desautoriza los actos del obispo de Oaxaca, en virtud de no haber sido electo por el legítimo gobierno americano, Lemoine, doc. 83.

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provincia de Oaxaca en la preparación de la defensa de la ciudad y, al mismo tiempo, desplegó una intensa actividad publicitaria contra las amenazantes fuerzas nacionales, a las que llenó de epítetos y toda clase de invectivas. Su amor de pastor lo convirtió fácilmente en desatado odio de lobo. El 25 de noviembre, a las cinco de la mañana, “desde el campo sobre Oaxaca, con dirección a la capital”, Morelos le dirigió una carta sin saber que ya había puesto pies en polvorosa.262 “Vuestra señoría ilustrísima —le reprocha— hasta aquí ha llenádome de dicterios; ha despreciado y ultrajado a cuantos me siguen y ha prodigado libelos difamatorios para oscurecer nuestra justicia; pero yo no seré capaz por esto de violar mis deberes ni en modo alguno atentar contra su persona ni la de español alguno por sola esa cualidad”.263 “Su alta jerarquía como sucesor de los apóstoles —continúa el regaño—, exigen de vuestra señoría ilustrísima aquel amor tan repetidamente exigido por el Señor tres veces a Pablo para que le apaciente su rebaño. No es tiempo ni ocasión de fulminar censuras y disiparlas como rayos”.264 La carta se recibe en el cabildo eclesiástico y, dada la ausencia de su destinatario, se le envía al archivo, no sin ponerle al margen la previa y prudente anotación: “No se contestó”. Al salir de la ciudad, el obispo Antonio deja instrucciones al deán de que se “gratifique con mil doscientos cincuenta pesos a la tropa y paisanaje que guarnecen los fosos de esta ciudad... y un mil pesos para premiar a los sujetos que se distingan en la defensa de dichos puestos”.265 Y luego, acompañado por el intendente de la provincia y protegido por una fuerza de doscientos hombres, toma el camino de Tehuantepec con la intención de embarcarse rumbo a Acapulco en caso de que la abandonada ciudad sea dominada por el enemigo. La acción no dura más que dos horas. Al tomar Oaxaca, Morelos ordena que se paguen las gratificaciones ordenadas por el prelado con cargo al cabildo eclesiástico; pero no a los derrotados defensores sino a los asaltantes vencedores.

262

Acre censura de Morelos al obispo de Oaxaca por el obstinado apoyo que brinda a la causa realista, Lemoine, doc. 43. 263

Ibid.

264

Ibid.

265

Premios en metálico para la tropa que tomó Oaxaca, dispuestos por Morelos a costa de los fondos del cabildo eclesiástico, Lemoine, doc. 44.

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La tropa que escolta a los fugitivos llega hasta Tehuantepec, regresa a la ciudad tomada y se pone a disposición de las nuevas autoridades americanas. Mientras tanto, el prelado y el intendente no pueden hacerse a la mar y se ven obligados a emprender un viaje de pesadilla por tierra, a través del istmo: desde el Mar del Sur (Oceáno Pacífico) hasta el Mar del Norte (Golfo de México), a través de sierras y selvas, ríos y pantanos; luego, de Tabasco, por mar y tierra, a Veracruz, y por último, de este lugar a la ciudad de México. Los increíbles sacrificios de Antonio no ocurren en vano. En abril de 1813 lo sorprendemos nada menos que en calidad de Arzobispo de México, recién electo por la Regencia de España. Al saberlo dos meses después, en un rasgo de insólita audacia, Morelos desconoce su carácter episcopal. Lo mismo ha hecho con Abad y Queipo, obispo de Valladolid; pero esta vez es más duro, directo, casi brutal. El 2 de junio de 1813, desde Chilpancingo, anota al margen de una Circular enviada por Antonio, nuevo titular de la mitra metropolitana, a los curas de su jurisdicción, la siguiente frase: “Devuélvase ésta por no estar este arzobispo electo por el legítimo Gobierno Americano; porque la Regencia no manda sino en su casa”.266 Durante el segundo semestre de 1813, los partidarios de la sujeción que habitan Oaxaca pueden ponerse en contacto con el gobierno colonial de México gracias al arzobispo Antonio. Las cartas son dirigidas a él para eludir el bloqueo y la vigilancia insurgentes; éste las hace enviar al virrey, y viceversa. Al denunciar las actividades subversivas del cabildo eclesiástico de Oaxaca, Bustamante dice: “El mozo ha echado ya dos viajes a ésta y en ambos ha llevado cartas de Bergosa”.267 Un año después, el flamante arzobispo es depuesto de su alto cargo por el rey Fernando VII. “Y es digno de llamar la atención el hecho de que —dice Lemoine—, por una sola vez, Morelos y Fernando VII se pusieran de acuerdo, pues, como es harto sabido, el Deseado, tan pronto restauró el absolutismo, empezó a desconocer

266

Hernández, n. 83. Nota No. 3 al margen de la Circular del Arzobispo Antonio, de 2 de abril de 1813, manuscrita por Morelos. 267

Antes de salir de Oaxaca a Chilpancingo, y a manera de despedida, Bustamante dirige un amargo reproche al cabildo eclesiástico de Oaxaca por su encubierta hostilidad a la causa independiente, Lemoine, doc. 125.

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los actos del régimen constitucional que le había precedido, entre otros, los que tenían que ver con el Patronato. Así, Bergosa fue descendido a su antiguo puesto por real voluntad del temperamental Fernando”.268 A partir de este momento, Antonio —que cae enfermo— queda en calidad de obispo sin mitra, algo equivalente a rey sin corona, viviendo en el convento de El Carmen, de la ciudad de México. Allí está, enclaustrado, cuando le llega la invitación del doctor Fonte para concurrir a la Junta Sinodal que debe decidir la suerte de su odiado enemigo. En los momentos en que la recibe se encuentra consumido en su lecho, atosigado por sus enfermedades, achacoso y triste, esperando la muerte. La noticia lo llena de un gozo especial. Antes de morir tendrá el dulce placer de vengarse del que le había echado la sal, causado muchos de sus males y se había atrevido, además, a desconocer su alta investidura episcopal. Todo su odio contra Fernando, imposible de expresar, lo revertirá contra Morelos. El arzobispo Fonte le envía el proceso original el jueves 23 de noviembre para que lo estudie y emita su voto. Al día siguiente, Antonio lo devuelve con él. “Vuestra señoría ilustrísima —le dice— lo hará leer en la Junta cuando corresponda y sea de su agrado, disimulando los defectos que no puede dejar de llevar en las angustias en que lo he despachado”.269 El mismo Antonio tiene la satisfacción de verse designado ministro ejecutor del fallo degradatorio. Será él quien —con sus temblores y angustias— practicará la solemne degradación... 3. RETRATO DEL DEÁN BERISTAIN El caso de José Mariano Beristain, “hombre de vasta erudición y bibliógrafo famoso”, al decir de Lemoine, es sumamente dramático. Nace en Puebla en 1776 y durante su infancia es llevado a España. Estudia en la Universidad de Valencia hasta obtener el grado de doctor en teología. Siendo lectoral de la catedral de Victoria regresa un corto tiempo a la Nueva España, en 1790, y al volver a la península, en 1791, está a punto de morir en un naufragio. Obtiene poco 268

Hernández, n. 83, nota al pie de página.

269

Oficio del obispo de Oaxaca al arzobispo de México fechado el 24 de noviembre de 1815, con el cual devuelve la causa original de Morelos y remite su voto condenatorio por escrito, Hernández, n. 88.

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después la Cruz de Carlos III en Madrid, y en 1794 una canonjía en la catedral metropolitana de México. Además de sus cargos en el gobierno eclesiástico, llega a ser rector del Colegio de San Pedro y San Pablo. En 1796 empieza su monumental Biblioteca Hispano Americana Septentrional, obra que puede considerarse como un canto de amor a la inteligencia, el talento y la emoción de su patria. Al desencadenarse el violento torbellino de la independencia, la familia Beristain sufre el doloroso trauma, como muchas de la colonia, de ver enfrentarse a padres contra hijos y a hermanos contra hermanos, en toda su violencia. Los hermanos Vicente y Mariano toman rumbos opuestos. Vicente empieza militando con los realistas, pero en abril de 1812 —Calleja sitia a Cuautla— decide pasar al bando contrario y se convierte en uno de los jefes insurgentes más brillantes y de mayor prestigio en la zona situada al Noreste de la capital. Mariano, al contrario, al principio es considerado sospechoso de simpatizar con la independencia, pero luego reafirma por todos los medios posibles su fe realista. Vicente, el insurgente, se apodera de Pachuca, defendida por el conde de Casa Alta, y se hace de un botín consistente en 350 barras de plata y 50 tejos de oro. Instala en Real del Monte una fundición de cañones, auxiliado por el ingeniero belga La Chaussé, recién llegado a México. Envía a Morelos parte del tesoro para que lo acuñe y sirva a las necesidades de la guerra. Se retira a Tenancingo, y cerca de allí es herido en un combate. Obligado a abandonar Pachuca, instala una nueva maestranza en Zacatlán y la convierte en una fortaleza. De no haber sido fusilado por su compañero Osorno, otro jefe insurgente, que dudaba de su sinceridad por la causa, hubiera escrito probablemente otras brillantes páginas en la historia de la guerra. Mariano, por su parte, combate ardientemente el movimiento insurgente, con la voz y la pluma, en el púlpito y en los pasquines. Su enorme talento lo emplea para defender el régimen colonial “Ya en fecha temprana como el 5 de octubre de 1810 —dice Lemoine— en su calidad de abad del colegio de San Pedro y San Pablo, aconsejaba que en los confesionarios, en los púlpitos y aún en las simples conversaciones, los religiosos atacaran sin reserva alguna a la insurgencia. A partir de entonces, todos sus desvelos se encamina-

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ron en esa ruta”.270 “Fue consejero de Venegas y Calleja —prosigue Lemoine—, particularmente del último, quien le asignó diversas comisiones, todas relacionadas con la represión de la insurgencia. Incluso lo designó como uno de los autores que habrían de redactar la historia de los trastornos de la Nueva España, a partir de 1808 —vista naturalmente desde el observatorio realista—, y cuando el propio Beristain solicitó una recompensa por sus múltiples servicios, Calleja lo recomendó al rey en términos tan efusivos, que vale la pena recoger algunos de sus conceptos, pues definen y perfilan el carácter del deán y su labor contrarrevolucionaria: “Entre los pocos eclesiásticos que han sostenido en estas provincias la justa causa —dice Calleja—, merece el deán Beristain el primer lugar y ninguno ha atacado más de frente la rebelión y a sus secuaces”. “Orador fogoso y atrabiliario —concluye Lemoine—, tanto se exaltaba en sus prédicas, que el domingo de Ramos de 1815 (19 de mayo), en pleno púlpito de la catedral y a presencia de Calleja, mientras despotricaba contra Hidalgo llamándole el Judas de la Nueva España y el Barrabás de América, le acometió un ataque de apoplejía del que jamás se recuperó. Aquél fue su último sermón en apoyo de la causa de Fernando VII”.271 Baldado del lado izquierdo a consecuencia del rayo interior que lo lesionara, el ilustre deán concurre en silla de ruedas a la cita del arzobispo de Fonte para dar su voto en la causa de Morelos. Ni siquiera hace falta decir que éste será condenatorio.272 Y si el fantasma de Hidalgo lo dejara en mayo de ese mismo año casi mudo y semiparalítico, el de Morelos le tortura de tal modo la conciencia que lo hará morir al poco tiempo, dos años después, a los cuarenta y uno de edad.

270

Lemoine, E., José Ma. Cos, Biblioteca del Estudiante Universitario, UNAM, No 86, México, 1967. 271

Ibid.

272

Oficio del doctor José Mariano Beristain al arzobispo Fonte, fechado el 23 de noviembre de 1815, comunicándole que concurrirá a la junta al día siguiente, en relación con el n. 90, correspondiente a la sentencia de degradación pronunciada por dicha Junta al día siguiente, Hernández, n. 83.

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4. LA SENTENCIA ECLESIÁSTICA Los altos dignatarios reunidos en el palacio episcopal no discuten el fondo ni la forma de la sentencia -la pieza cumbre del proceso-, que firman “con harto dolor pero con sobrada justicia”.273 No hay necesidad. Lo poco que se sabe sobre ellos es suficiente para comprender que todos están contestes y conformes. No hay un solo voto en contra, ni siquiera una abstención. “Nos, por uniformidad de votos...”, declara el fallo. Todos reconocen a Morelos como “uno de los principales caudillos que ha promovido desde sus principios y continuado con el mayor esfuerzo que le ha sido posible (la insurrección) con la mira de conseguir la independencia”. Consideran que incurrió notoriamente en gravísimos crímenes, confesados por él mismo, con los cuales ofendió “no solamente a Su Majestad Divina sino que ha escandalizado, conmovido, trastornado y desolado este pacífico reino”. Estiman que cometió también el “más escandaloso, enorme y calificado delito de alta traición”, por haber querido sustraerse “del gobierno y dominación de nuestro legítimo soberano, el señor don Fernando Séptimo”. Agregan que contra tales delitos “enormes y públicos”, el Derecho “expresamente ha impuesto la pena de deposición perpetua y degradación real y solemne”. Y concluyen: “Nos, por uniformidad de votos, juzgando definitivamente con autoridad de Dios Omnipotente, Padre, Hijo y Espíritu Santo, y con la nuestra que en este acto ejercemos, le privamos para siempre de todo beneficio, oficio y ejercicio de orden, y en consecuencia, decretamos que el sobredicho don José Ma. Morelos debe ser depuesto y degradado”. ¿Dónde debe llevarse a cabo la solemne y real degradación? ¿Cuándo? ¿Por quién? ¿Ante quiénes? La Junta Sinodal aprueba que la lleve a cabo el obispo Antonio “cuando tuviese por oportuno... en la forma y con la asistencia acordada”.274 Los jerarcas toman otros acuerdos; pero éstos no los hacen constar en documento alguno, entre ellos, la fecha, el lugar y la clase de invitados que deben asistir a la ceremonia de degradación. La oportunidad para ejecutar la sentencia se presentará tres días 273

Sentencia de degradación pronunciada por la Junta Eclesiástica dentro de la causa seguida a Morelos por la Jurisdicción Unida, de fecha 24 de noviembre de 1815, Hernández, n. 90. 274

Ibid.

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después, es decir, el lunes de la semana siguiente. ¿En la catedral? ¿Frente al pueblo reunido? ¿En lugar cerrado? ¿En secreto? “Acordamos que el acto de degradación fuese solemne y público —dice Fonte—, donde el pueblo no pudiese abusar de su concurrencia ni dudar de este castigo”.275 En la catedral, no: allí el pueblo “podía abusar de su concurrencia”; es decir, amotinarse y levantarse contra las autoridades constituidas. Ninguna multitud era de fiar. Pero tampoco en secreto. El espectáculo, aunque público, debía reservarse a individuos selectos. El objetivo que se perseguía era el de “producir saludables efectos entre los espectadores, cuidando que entre éstos fueran aquellos individuos a quienes pudiera servir de útil escarmiento el acto al que eran llamados”.276 Algunas distinguidas personalidades, a quienes se suponía vinculadas de un modo u otro con el movimiento de independencia, debían ser invitadas al Palacio de Santo Domingo, fuertemente resguardado por las tropas coloniales, y en su presencia y bajo tal custodia, celebrarse el acto. De este modo, no se dudaría del castigo. El provisor Flores Alatorre es comisionado por la Junta Sinodal para que, ejecutada la degradación, ponga al reo degradado a disposición de “la potestad secular” (el Estado) y le haga además “a nombre nuestro, la súplica sincera que prescribe el pontifical romano y se contiene en la representación que entregamos”.277 En dicha representación o pliego petitorio los clérigos se conduelen del condenado a interceden ante el virrey “a fin de mitigar la pena merecida por aquel desgraciado, suplicando que su castigo ni se le prive de la vida ni se le aflija con efusión de sangre”.278 De quedar allí la cosa, no hubiera estado demasiado mal; pero —¡en el mismo pliego! — le hacen otra asombrosa petición: que la ejecución del condenado se haga, no en la capital sino en otro sitio.... Bustamante, bajo el seudónimo de Andrés López, haría algunas apostillas tanto al texto de la sentencia como al de la representa275

Hernández, n. 299.

276

Ibid.

277

Carta del arzobispo de México y otros seis altos dignatarios eclesiásticos del reino de la Nueva España que formaron la Junta Sinodal que dictó la sentencia de degradación de Morelos, dirigida al virrey y fechado el 24 de noviembre de 1815, en la que le piden que no lo prive de la vida ni lo aflija con efusión de sangre, Hernández, n. 60. 278

Ibid.

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ción anexa, en septiembre de 1823, que nos permiten conocer la opinión que se tenía sobre dichos documentos al consumarse la independencia. Al arrogarse los miembros de la Junta la autoridad de Dios omnipotente, Padre, Hijo y Espíritu Santo, para deponer y degradar al héroe, el comentarista exclama: “Quisiéramos que estos señores nos manifestaran los poderes que les envió la Santísima Trinidad para que saciaran su venganza en este inimitable patriota, para que lo mofaran, asesinaran y, después de muerto, trataran de ultrajar su memoria. Si Dios los autorizó para ejercer estas crueldades por adular al gobierno español y no perder algunos sus mitras y canonjías, sería otro Dios forjado por sus cabezas, no el Dios justo y misericordioso que conocemos”.279 Por lo que se refiere al pliego anexo, es decir, a la representación en la que, al mismo tiempo, se intercede por la vida del reo y se pide que se le ejecute, pero no en la capital, Bustamante hace destacar el curioso procedimiento que permite decretar una sentencia condenatoria u ordenar la aplicación de un “castigo ejemplar y espantoso”, y, al mismo tiempo, pedir al juez secular que no castigue. “Ciertamente —dice Andrés López—, si los obispos y canónigos se resisten a degradar al gran Morelos (como ocurría con el capellán Morales), Calleja no se atreve a fusilarlo; pero ¿y las cuantiosas rentas y las canonjías? Podían correr peligro. Así que, para que en esos casos no haya embarazo, hacen la ceremonia (de degradación) y luego fingen que se duelen del reo y suplican que no lo maten, cuando es puntualmente lo que quieren”.280 Se trata, por consiguiente, de una formalidad que el virrey no debe tomar en serio, como no la había tomado el militar que recibiera análoga rogatoria en el caso de Hidalgo y Costilla; pero, para que no haya ninguna duda, los altos dignatarios agregan. “Entre sus distinguidos servicios (que reconocen a Calleja), no presentamos como el menor la constante lealtad con que ha acreditado su amor al Soberano en la defensa de esta capital, cuando el mismo reo (Morelos) amenazó con invadirla. Y habiéndolo ahuyentado entonces, con gloria de sus moradores, al clero le fuera muy sensible que hubiese venido ahora a ofrecerle un triste espectáculo que a su delicado pundonor pudiera causar el bochorno o la ignominia”.281

279

Hernández, n. 98, Nota No. 3 al pie de página.

280

Ibid, Nota No. 6 al pie de página.

281

Hernández, n. 60.

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Aunque el lenguaje es oscuro, la intención es clara. El virrey, que ha hecho un servicio a la capital antaño, al rechazar a las amenazantes fuerzas invasoras de Morelos, no debe ofrecerle ahora un espectáculo sangriento —la ejecución del reo—, que pueda causar el bochorno o la ignominia del sensible clero. Conviene que el triste espectáculo, es decir, la ejecución, se haga en otro lado. El claro significado de estas últimas palabras es expuesto por el doctor Fonte con su brutal franqueza, al explicar al monarca que su petición al virrey “abrazaba dos extremos: el uno, la intercesión por la vida del reo, tan sincera y eficaz como el Derecho me ordenaba, y el otro, la que todo el clero apetecía para no ver en esta capital a un individuo suyo en el patíbulo”.282 Su ruego de que no se le ejecute, por consiguiente, es sincero y eficaz, como lo ordena la ley; pero no menos eficaz y sincero es el de que su inmolación no se lleve a cabo en la ciudad —tan protegida por los dos bandos desde 1810— sino fuera de ella. ¿Cuál de las dos sugerencias debe seguir la potestad secular? Al conocer esta sorprendente imploración, Andrés López escribiría: “Quién no ha de recomendar la piedad y empeño (de los clérigos) para que no mataran al gran Morelos dentro de México, sino fuera de garitas; como que temían ellos y el sacrílego Calleja, con todas sus bayonetas, el furor del pueblo por tamaña injusticia. ¡Qué piedad! ¡Qué empeño de prelados!”283 Calleja, por supuesto, accederá al deseo de los religiosos; no al que formulan de acuerdo con la ley para que no se suprima la vida del condenado, sino al otro: En consideración a cuanto me ha expuesto el venerable clero de esta capital, por medio de los ilustrísimos señores arzobispo electo y asistentes en la representación que antecede —señala la sentencia capital—, y deseando hacer en su honor y obsequio, y en prueba de mi deferencia y respeto al carácter sacerdotal cuanto es compatible con la justicia, mando que dicho reo sea ejecutado fuera de garitas, en el pa284 raje y hora que señalaré.

282

Doc. 299 (Ver nota 13 del Capítulo I).

283

Doc. 98, Nota No. 5 al pie de página, segunda parte (Ver nota 24 del Capítulo

III). 284

Doc. 55. Sentencia de muerte dictada por el virrey en la causa seguida por la Jurisdicción Unida contra Morelos (Hernández y Dávalos, Op. Cit.).

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Así se haría. El clero y sus apasionados —concluye el arzobispo de México—, doctos y eruditos, creyeron deber a Calleja una gracia que satisfizo a la 285 justicia.

A pesar de lo anterior, la degradación a la que se refiere la sentencia eclesiástica, no es todo el “castigo ejemplar y espantoso” que propusiera nuestro doctor Fonte, sino sólo parte de él. Tampoco es su conclusión sino sólo su comienzo. Mientras la Junta Eclesiástica delibera sobre la clase de solemnidad que debe revestir la ejecución de la sentencia, la maquinaria política colonial no ha permanecido inmóvil. Morelos ha sido entregado desde el día anterior al tribunal del Santo Oficio...

285

Hernánez, n. 299.

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XII ECCE HOMO SUMARIO. 1. El nuevo juicio: a) la herejía de la independencia; b) junta de teólogos; c) autorización del virrey. 2. El tribunal de la fe: a) funciones del juez inquisidor; b) clases de herejías; c) el procedimiento y las penas. 3 Estudios Universitarios: a) retrato judicial; b) estudios elementales; c) labrador en la Tierra Caliente; d) estudios en el Colegio de San Nicolás. 4. Seminarista y Catedrático: a) estudiante capense; b) cuatro órdenes menores y una mayor; c) catedrático en Uruapan; d) diácono y presbítero; e) ropaje litúrgico, imposición de manos sobre la cabeza y manos consagradas.

1. EL NUEVO JUICIO Mientras el juicio de la Jurisdicción Unida se desahoga en el Palacio de Santo Domingo, el arzobispo Fonte se acerca al doctor Manuel de Flores, inquisidor de México, y le manifiesta su desconcierto por la pasividad del tribunal a su cargo en el caso de Morelos. Más tarde, Calleja, a pesar de su prisa, pregunta al mismo inquisidor si no piensa tomar cartas en el asunto. El doctor Manuel de Flores, aunque considera que el detenido tiene cuentas pendientes con el Santo Oficio y que es preciso saldarlas, duda que pueda lograrlo en tan corto tiempo con la seriedad y la solemnidad que el caso amerita. Admite que “tiene pruebas instrumentales contra Morelos”, pero “carece absolutamente de otras”. El fiscal del Santo Oficio, sin embargo, le ha comentado que, aunque se requieren meses, no días, para desahogar un juicio inquisitorial, sería suficiente una semana si se trata de un juicio sumarísimo. Calleja le concederá cuatro días. Aunque con dudas, el juez inquisidor resolverá abrir el proceso. De la lectura del expediente que será formado a este efecto se desprenden exactamente los tres mismos objetivos políticos que presidieran la causa de la Jurisdicción Unida: aplicarle un castigo ejemplar y espantoso; desatar el terror entre sus partidarios y simpatizantes, y obligarlo a detestar sus “monstruosas faltas”. Sólo que, lo que en el otro tribunal fuese terrible, en éste lo deberá ser más aún. Se le declarará, para todos los efectos públicos, no rebelde, ni criminal, ni traidor, sino hereje y fautor de herejes. La pena tendrá que ser, no la muerte corporal sino la del alma, y no por medio de la soga, el hacha o las balas, sino del fuego.

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El doctor Flores, inquisidor de México, como todos los altos funcionarios del régimen colonial, es procedente de la península española. Se ignora el grado de parentesco que tiene con el doctor Flores Alatorre, provisor del arzobispado y juez comisionado de la Jurisdicción Unida, si es que tiene alguno. Lo que se sabe es que su experiencia es mayor a la de éste en las lides judiciales contra los partidarios de la independencia. Al desencadenarse la tempestad de 1810 era provisor fiscal del Santo Oficio. A él correspondía perseguir oficialmente las herejías. Reconociendo de inmediato a la iniciada en Dolores como una de ellas, presentó a los jueces inquisidores de aquella época un enérgico escrito en el que solicitó que revivieran un viejo proceso contra Miguel Hidalgo y Costilla, archivado desde hacía aproximadamente diez años por improcedente: formuló contra él un voluminoso pliego de acusaciones basadas en testimonios que ya habían sido desechados por el mismo tribunal, y pidió que se le citara a juicio a fin de que respondiera a ellas. Hidalgo contestó al requerimiento de los jueces inquisidores denunciando el carácter político y represor del tribunal; puso de manifiesto las burdas contradicciones de los cargos formulados en su contra, y dio a conocer, además, el programa político del movimiento acaudillado por él. Al ser preso y trasladado a la villa de Chihuahua, los jueces inquisidores deploraron que los funcionarios subalternos de aquella localidad no hubieran continuado las diligencias del juicio correspondiente, para terminarlo aún después de la ejecución del héroe. Casi dos años después, al revisar los autos, el inquisidor doctor Flores no tuvo más remedio que reconocer que no existía ninguna razón para seguir juzgando al acusado post mortem, ya que “no resultaron méritos bastante para absolver su memoria, ni tampoco para condenarla”.286 Con base en este dictamen, el tribunal decretó que se archivara la causa. Al reinstalarse el tribunal en enero de 1815 —después de su disolución por las Cortes de Cádiz—, el doctor Manuel de Flores apareció como juez inquisidor. Se hizo de su conocimiento el contenido de la Constitución de Apatzingán, promulgada menos de tres meses antes, el 22 de octubre de 1814, la sometió a juicio y la condenó. Antes de ello, solicitó la experta opinión de los calificadores en materias heréticas y con base en su dictamen sentenció que, dada su herética naturaleza, fuera quemada en la plaza mayor de la capital por mano de verdugo, lo que se llevó a cabo en julio de 1815. 286

Hernández, n. 16. Los procesos contra Miguel Hidalgo.

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Pocas horas después de la llegada de Morelos a la ciudad de México, su colega, el doctor Antonio Tirado y Priego, promotor fiscal del Santo Oficio —acusador oficial de herejes— le propone que el detenido sea juzgado por el tribunal a su cargo, por varias razones; pero “sobre todo, por haber suscrito el Decreto Constitucional en 22 de octubre de 1814”.287 El razonamiento jurídico del fiscal, bastante simple, es no menos lógico e impecable. El tribunal había declarado herética la Constitución mexicana el 8 de julio de 1815. Morelos ha sido uno de los que la firmaran y juraran. Conclusión: debe ser juzgado como sospechoso de herejía. Cierto que en esos momentos el sospechoso está compareciendo ante la Jurisdicción Unida; pero “este malvado —en términos del fiscal—, además de deudor de la Iglesia y el Estado —por alta traición y crímenes enormes y atroces— lo es también “de Dios, en puntos privados del conocimiento de este Santo Oficio”.288 Los únicos “puntos privados” que dicho tribunal puede conocer son los referentes a herejía, es decir, los relacionados con la fe. El juicio ante este tribunal en materia de opinión religiosa generalmente tardaba meses y aún años. Sin embargo, según el fiscal, “todo podía hacerse compatible” y ofrecerse la virrey “despacharse la causa de fe en una semana (como puede muy bien verificarse) y aún franquear al reo a las jurisdicciones real y eclesiástica en las horas en que no lo necesite el tribunal (del Santo Oficio), a cuyo fin será fácil ponerse de acuerdo con aquellos jueces”.289 En cuanto al capellán Morales, el otro detenido, el fiscal señaló que es “también sospechoso de herejía” por haberse incorporado a una insurrección herética, movida por principios heréticos, y por no haber escuchado las excomuniones fulminadas contra ella, “bastando esto para juzgarlo el tribunal”.290 Habrá dificultades si el juicio inquisitorial se desahoga en forma 287

Oficio del promotor fiscal del Santo Oficio, Dr. Antonio Tirado y Priego, al inquisidor Dr. Manuel de Flores, de 22 de noviembre de 1815, en el que le solicita que cite a consulta para decidir el asunto de José Ma. Morelos, en la Causa formada por el tribunal del Santo Oficio contra D. José Ma. Morelos, publicada por el Boletín del Archivo General de la Nación, tomo XXIX, No. 2, Secretaría de Gobernación, México, 1958. 288

Ibid.

289

Ibid.

290

Ibid.

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tan sumaria —reconoce el fiscal—; pero más todavía si el tribunal no lo hace “en perjuicio de sus fueros”, por lo que pide al inquisidor Flores que cite a varios teólogos especialistas en la materia, todos funcionarios del Santo Oficio, a fin de que este delicado asunto sea tratado en consulta y se dictamine lo conveniente. Como se expresó anteriormente, el juez inquisidor Flores acuerda que se actúe “en todo como pide dicho señor promotor fiscal, haciéndose la citación a consulta de los señores (inquisidor) ordinario de Valladolid (Matías Monteagudo), consultores togado y eclesiástico, y los calificadores fray Domingo Barrera, doctor fray Luis Carrasco, fray Diego de las Piedras y fray Antonio Crespo”.291 Todos, sin excepción, españoles de origen. La presencia de Matías Monteagudo —inquisidor ordinario de Valladolid— en la capital, en esos momentos, es valiosísima por varias razones. En primer lugar, dará validez a las actuaciones del tribunal que, aunque normalmente requiere la presencia de tres jueces inquisidores, en casos excepcionales puede funcionar sólo con dos. En segundo, el asunto corresponde a la jurisdicción de Valladolid, de la que el reo es originario y “había sido” cura. Y en tercero, Matías Monteagudo tiene en su poder el expediente personal del acusado, su hoja de servicios, lo que permitirá al tribunal conocer datos valiosos y útiles sobre él, antes de lanzarse a la insurrección. A diferencia del doctor Flores, de origen peninsular, el inquisidor Monteagudo es criollo. Y mientras aquél debe haberse escapado a su tierra al disolverse la Inquisición —poco antes de la consumación de la independencia nacional—, éste, en cambio, se queda aquí, mantiene sus contactos y no le cuesta ningún trabajo incorporarse al movimiento de don Agustín de Iturbide, al grado de que su firma figura al calce del Acta de Independencia de 28 de septiembre de 1821, sólo después de las del propio Iturbide, Antonio obispo de Puebla, Juan O’Donojú y Manuel de la Bárcena. La opinión de los consultores togado y eclesiástico, por su parte —ambos doctores en Derecho Canónico—, así como los calificadores, profundamente versados en teología, será fundamental en el nuevo juicio: han sido ellos los que calificaran de herética la Constitución de Apatzingán en julio de ese mismo año —cuatro meses antes—; serán ellos los que califiquen ahora las declaraciones de

291

Auto de 22 de noviembre de 1815 del juez inquisidor Dr. Manuel de Flores, dentro de la causa formada por el tribunal del Santo Oficio contra Morelos.

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Morelos. Todos son citados a la reunión que se verificará al día siguiente, jueves 23 de noviembre, a las nueve de la mañana, en el palacio inquisitorial. La asamblea de jueces inquisidores, asesores, ministros y funcionarios del Santo Oficio se lleva a efecto mientras Morelos recibe en su celda la visita del licenciado Quiles, su defensor en la Jurisdicción Unida. Después de deliberar sobre el tema, los presentes llegan a la conclusión de que el Santo Oficio no puede prescindir de someter a juicio a los dos detenidos en las cárceles secretas, por herejes. Así lo hace saber de inmediato el inquisidor Flores al virrey Calleja. Al comunicarle oficialmente la decisión anterior, le da amplias seguridades de que sus verdaderos propósitos no son los de juzgar sino los de condenar a los reos. A pesar de que los usos y prácticas del tribunal a su cargo requieren de tiempo, no los retendrá bajo su jurisdicción sino lo estrictamente preciso. Los juicios sumarios en contra de ambos se concluirán “dentro de cuatro días, contados desde hoy, lo más tarde”.292 Su intervención, lejos de ser estorbosa, ociosa o molesta, será “muy útil a la honra y gloria de Dios, al servicio del rey y del Estado, y quizá, el medio más eficaz para extinguir el monstruo de la rebelión”.293 El virrey pulsa rápidamente las ventajas ofrecidas por este otro proceso. Se sentará en el banquillo de los acusados a la nación representada por Morelos, más que a su propia persona. Se condenará a la Constitución —catálogo de principios jurídicos y políticos de la independencia y alma de la nación independiente—, más que las ideas del reo. Por otra parte, la pena para los herejes son las llamas. La Constitución —el espíritu nacional americano— ya ha sido entregada a ellas. No basta. No fue más que un pedazo de papel. Ahora es preciso que lo sea también el cuerpo, la carne, los huesos. El virrey se frota las manos de satisfacción. El espectáculo de Morelos quemado vivo en la plaza mayor de la capital pondrá los pelos de punta a sus partidarios. Y no sólo a ellos. La perversa amenaza de aplicar este cruel suplicio estremecerá al propio arzobispo Fonte —partidario de un castigo ejemplar y espantoso—; horrorizará a la esposa del virrey y producirá una fuerte e inusual reacción en Morelos. Ya llegaremos a ello. 292

Oficio del inquisidor Flores al virrey fechado el 23 de noviembre de 1815, en el que le informa que el Santo Oficio no puede prescindir de juzgar a Morelos, y ofrece hacerlo en cuatro días, Hernández, n. 16. 293

Ibid.

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Por lo pronto, Calleja consiente en diferir “la ejecución de la sentencia que deben sufrir los reos Morelos y Morales, por los cuatro días solicitados, a partir de hoy”.294 Es jueves 23 de noviembre. El juicio inquisitorial debe quedar concluido el domingo 26, a más tardar, al medio día. Y así se hará puntualmente con Morelos, no con Morales: si el arzobispo Fonte rehusara entregar este último al virrey en persona, menos lo dará al siniestro tribunal de la Inquisición. El proceso de este último nunca será incoado. 2. EL TRIBUNAL DE LA FE A diferencia de la Jurisdicción Unida —tribunal de la Iglesia y el Estado— formado especial y exclusivamente para juzgar a un reo y destinado a disolverse una vez concluida la causa—, el del Santo Oficio es un órgano judicial con hondas raíces en la historia europea, cuya función única es la de perseguir y juzgar las herejías. Establecido en Roma en 1229, sería reorganizado en España en 1478 y fundado en México en 1571. Está integrado por el inquisidor en jefe, que es no sólo juez sino también, como su nombre lo indica, investigador, averiguador, buscador de la verdad, lo mismo dentro que fuera del tribunal, y el cual actúa asociado de otros dos inquisidores. Antes de conceder al promotor fiscal —el acusador— el derecho de hacer su acusación formal y de formular cargos, tiene la obligación de inquirir quién es el reo: desde su apariencia física hasta su estructura mental; desde su procedencia genealógica hasta su conformación intelectual, espiritual y emocional. Luego, preside las audiencias en las que se hacen las acusaciones y se producen las respuestas; se aplican las torturas y se toman las declaraciones del torturado; se formulan los cargos y las defensas, y se ofrecen —las pruebas de parte y otra, de todo lo cual se levanta acta. Considerado todo lo aportado en el proceso, dicta sentencia con apego a la ley respectiva. Forma parte de este mismo órgano de justicia el promotor fiscal, encargado de la acusación; varios secretarios y escribanos que toman nota detallada de los interrogatorios —lo mismo en las salas de audiencia que en las cámaras de tortura—, así como de todos los actos del proceso, y dan fe. 294

Oficio del virrey al inquisidor Flores fechado el 23 de noviembre de 1815, en el que manifiesta su conformidad en diferir por cuatro días la aplicación de la pena capital a Morelos, a fin de que el tribunal del Santo Oficio le forme la causa respectiva, Hernández, n. 13.

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Están incorporados al cuerpo inquisitorial otros funcionarios altamente especializados en cuestiones de herejía: los llamados “calificadores”, encargados de hacer el examen preliminar de las pruebas documentales presentadas contra el acusado, o el análisis de las publicaciones y declaraciones hechas por éste. Su dictamen es requerido en la literatura llamada herética o sospechosa de ser tal. También hay un cuerpo de juristas adscritos al tribunal en calidad de defensores de oficio. La tortura está autorizada, no como castigo sino como un método para arrancar la verdad, por lo cual todo lo que ocurre en la cámara de los tormentos se registra cuidadosa y meticulosamente en actas. Hay al mismo tiempo, por consiguiente, un cuerpo de especialistas llamados enfermeros, que gradúan científicamente la aplicación de la tortura para velar que se cause el máximo de dolor con el mínimo de riesgo de ocasionar la muerte. Estos mismos profesionales atienden las heridas del atormentado. El tribunal tiene complejas instalaciones para el ejercicio de sus funciones: salas de audiencia, cuartos secretos para testigos, capillas para ejercicios espirituales, cámaras de tortura y calabozos secretos. Morelos está recluido en uno de ellos. El capellán Morales, en otro. El reo de herejía puede caer dentro de una o varias de las cinco clasificaciones que existen: pertinaz, negativo, diminuto, heresiarca —o fautor de herejes— y reincidente. En el caso del héroe, el tribunal tiene el propósito de declararlo hereje en cuatro de ellas. Pertinaz, por defender hasta lo último sus falsas doctrinas constitucionales, calificadas de heréticas. Negativo, por haberse negado a tener creencia errónea alguna en materia constitucional, a pesar de que el tribunal condenara como herética a la Constitución, y además, por considerarse a sí mismo un buen católico y no un hereje. Diminuto, por cometer actos como los de jurar dicha Constitución, ignorando que fueren heréticos, aunque estuviera dispuesto a admitirlos o reconocerlos como tales. Y heresiarca o fautor de herejes, por sostener sus erróneas ideas constitucionales y habérselas inculcado a los demás. No puede declararlo hereje reincidente, porque no ha sido previamente condenado como tal en ninguna de las categorías anteriores. El procedimiento, como se dejó antes apuntado, se divide en dos partes fundamentales: la primera de ellas tiene como fin conocer al acusado. ¿Quién es? ¿De dónde viene? ¿Cuál es su sangre?

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¿Qué su condición social? ¿Qué vida ha llevado? ¿Cuáles son sus relaciones sentimentales? ¿Qué amistades tiene? ¿Qué ideas lo animan? ¿Quiénes son sus parientes? En la segunda parte se conocen las acusaciones del fiscal y las respuestas del acusado; las pruebas aportadas por las partes; el dictamen de los peritos en herejía; los alegatos y ofrecimientos del defensor de oficio, y las conclusiones del fiscal. Después de lo anterior, los jueces inquisidores dictan el fallo respectivo. Las penas aplicadas a los reos encontrados culpables de herejía dependen del grado en que sustenten y expresen ésta, y van desde las muy leves, como la del simple arrepentimiento, pasando por otras graves y vergonzosas, como la del escarnio público, hasta las de prisión —temporal o perpetua— y destierro. El tribunal no está facultado para aplicar ningún castigo que traiga consigo la efusión de sangre ni la muerte. La tortura no es una pena sino un medio para arrancar la confesión del reo. Cuando el hereje merece, a juicio del tribunal, una pena más grave que la que le es permitido decretar, dicta “sentencia de relajación” y entrega al condenado, sea de la condición que fuese, al “brazo secular”, es decir, al Estado. Los inquisidores ruegan a la autoridad civil que traten al hereje con la benignidad que ellos no han sido capaces de tener y lo dejan a su disposición. No hay un solo caso en la historia en que la piedad invocada y no concedida por el juzgador espiritual, la tenga el frío ejecutor seglar, que no es más que un simple “brazo”. El destino del hereje es el de escuchar las palabras del Cuarto Evangelio: “El que en mí no está, será echado fuera y se secará. Y amontonados los arrojarán al fuego para que ardan”. En otras palabras, es el de ser quemado vivo. La única manera de evitar “la relajación” es que el reo esté dispuesto a hacer una completa abjuración de sus errores. El arrepentimiento debe ser expreso, público y total. En este caso, el tribunal, en su infinita generosidad, conmuta la pena de “relajación” por la de prisión perpetua o el destierro o ambos; pero es absolutamente necesario que la víctima manifieste su intención de abjurar y retractarse de sus ideas antes de la sentencia. Si demora su arrepentimiento y lo manifiesta después de ésta, el tribunal tiene todavía una oportunidad para mostrar su misericordia: en vez de que el reo sea quemado vivo, se le estrangula antes de que su cuerpo inerte sea

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amarrado al poste de la pira.295 Aunque las “luces” de la Ilustración ya habían llegado hasta los lóbregos y oscuros calabozos secretos de la Inquisición, el caso especial de Morelos ameritaba un castigo especial. Para quien dude de las intenciones que guardaba el sistema colonial de llevar a cabo el cruel suplicio, recuerde que en esos días, mientras se le juzgaba en la ciudad de México, colgaban en jaulas de hierro las cabezas de los primeros héroes de la independencia en las cuatro esquinas de la Alhóndiga de Granaditas, cinco años después de habérselas cortado. La barbarie de los tiempos de guerra, lejos de atenuarse con el tiempo, se había recrudecido con todos sus horrores. 3. ESTUDIOS UNIVERSITARIOS El jueves 23 de noviembre, al medio día, en el mismo instante en que el auditor Bataller da por concluida la causa de la Jurisdicción Unida y se la envía al arzobispo Fonte para que la falle en el ámbito de su competencia, el fiscal del Santo Oficio pide al inquisidor Flores que se abra causa en contra de Morelos dentro de su jurisdicción, y que se le agregue, “sólo hasta el tiempo de la publicación de pruebas”, el expediente sobre la condena del Decreto Constitución de Apatzingán y otras proclamas firmadas por Morelos.296 El inquisidor dispone que se cumplimente en sus términos el pedimento anterior; que se abra la causa de referencia; que se agregue a ella el expediente mencionado, y que se proceda a dar al reo las audiencias de oficio, conforme al estilo y práctica del tribunal.297 295

García, Genaro, Documentos Inéditos o muy raros para la Historia de México, Ed.. Porrúa, S. A., No. 58, México, 1974. “La Inquisición en México”. Cf. Esquivel Obregón, Toribio, Apuntes para la historia del Derecho en México, México, Polis, 1938, t. III. El capítulo sobre la Inquisición de esta última obra es reproducido por Soberanos Fernández, José Luis, en Los Tribunales de la Nueva España, UNAM, México, 1980, pp. 205-229. 296

Pedimento del promotor fiscal del Santo Oficio al juez inquisidor, de 23 de noviembre de 1815, en el que solicita que mande formar causa a Morelos. 297

Auto del juez inquisidor, de 23 de noviembre de 1815, en el que ordena que se proceda a dar al reo las audiencias de oficio, conforme a estilo y práctica del tribunal, empezando por la cala y cata, para los buenos efectos que de ella puedan resultar.

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El proceso inquisitorial se desahoga en ocho audiencias celebradas en tres días: dos el jueves 23, una en la mañana y otra en la tarde; dos el viernes 24, distribuidas del mismo modo; tres el sábado 25: dos en la mañana y una en la tarde, y una el domingo en la mañana, para terminar al medio día. Lo que demuestra que los largos procesos que siempre se hicieran a todos los demás reos en el curso de la historia, algunos de los cuales durarían años, serían del todo punto innecesarios: el tribunal es capaz de actuar con la rapidez del relámpago. En la primera audiencia (23 noviembre) el inquisidor formula a Morelos 15 preguntas; en la segunda (misma fecha) sólo una; en la tercera (24 noviembre) otras dos; en la cuarta, le ordena que responda a 17 capítulos del acta de acusación; en la quinta (25 noviembre) que responda a los 10 capítulos faltantes y se le den a conocer las pruebas del fiscal; en la sexta, que el abogado defensor se ponga de acuerdo con su cliente; en la séptima, que se escuche su defensa, y en la octava (26 noviembre) que se cite a los padres calificadores para que emitan su dictamen. Antes de iniciarse la primera audiencia, el inquisidor Flores ordena que se practiquen “para los buenos efectos que de ella pueda resultar” la diligencia de “cala y cata”.298 Consiste ésta en una detallada descripción física del individuo. Gracias a ella, fue posible describir el rostro de Morelos en un capítulo anterior y saber lo que guardaba en su celda.299 La diligencia es practicada por Casiano de Chevarri, secretario del tribunal, en la segunda sala, en presencia de los dos alcaides de las cárceles secretas: Esteban de Para y Campillo y Francisco Antonio Martínez Pampillón.300 Me lo presentaron —asienta el secretario— y preguntado por mí, dijo llamarse don José María Morelos, natural de la ciudad de Valladolid, de edad cincuenta y un años, de estado eclesiástico, de estatura un 301 poco menos de cinco pies...

298

Acta de 23 de noviembre de 1815, levantada por el secretario Casiano de Chevarri, en la que se hace constar la diligencia de cala y cata practicada en la misma fecha. 299

Ibid.

300

Acta de 23 de noviembre de 1815 levantada por el secretario Casiano de Chevarri. 301

Ibid.

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Hay varias inexactitudes en esta descripción, quizá dolosas: no tiene cincuenta y un años sino cincuenta años y dos meses, lo que es corregido más tarde por el tribunal. Tampoco es “de estado eclesiástico”: lo ha sido hasta los cuarenta y cinco años de edad, pero desde entonces hasta el día de su prisión su “estado” es otro: es el de militar y político. Sin embargo, en este tribunal, como en el otro, tendrá que dejarse acreditado en actas que el reo es clérigo español, no militar americano, para poder juzgarlo. Por último, no tiene la estatura de “menos de cinco pies”, equivalente a la de un metro y medio. Basta ver la casaca de su uniforme —en el Museo Nacional de Historia— para constatarlo. Según estudios de Nicolás León, es un hombre de un metro sesenta centímetros a un metro sesenta y cinco: la estatura media del mexicano.302 Ninguno de estos dos errores, ni el de su condición o estado civil ni el de sus reales dimensiones físicas, es rectificado por el tribunal. Al enterarse del contenido del acta y advertir la burda tergiversación, Morelos se niega a firmarla.303 El resto de la descripción del secretario Chevarri, que ya conocemos, se apega a la realidad. El alcaide Esteban de Para y Campillo “dijo que lo pondría en la cárcel número uno y que no lo daría en suelto ni en fiado sin expresa orden del tribunal”.304 El secretario le advierte, por su parte, “la moderación y el buen porte con que debe conducirse en prisión, lo que prometió cumplir”. ¡Cómo si hubiese la oportunidad de obrar de otra manera! En todo caso, la promesa de cumplir es nula por haberse negado a validarla con su firma. Con lo anterior se da por terminada la diligencia.305 En seguida lo conducen a la sala del inquisidor Flores, en donde fue recibido juramento en forma debida de derecho, en cuyo cargo prometió decir y responder verdad en cuanto supiere y fuera preguntado, así en esta audiencia como en las demás que con él se tuvieran,

302

León, Nicolás, Informe y estudio crítico de la supuesta mascarilla insurgente tomada en el cadáver del general insurgente don José María Morelos, en “Morelos, documentos Inéditos y poco conocidos”, Colección de Documentos del Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía, Vol. III, Tomo III, Secretaría de Educación Pública, México, 1927, pp. 191-236. 303

Diligencia de cala y cata.

304

Ibid.

305

Ibid.

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hasta la conclusión de la causa.

306

Al recibírsele juramento en este tribunal no se le hizo “en debida forma de derecho”, pues tampoco se le reconoce su carácter político y militar. A continuación, el inquisidor le pregunta su nombre, de dónde es natural, qué edad y oficio tiene y cuánto ha que vino preso. —Dijo llamarse don José María Morelos, natural de la ciudad de Valladolid, de edad cincuenta años, que ha sido cura de Carácuaro, y que 307 vino preso la noche del veintiuno del corriente.

El fraude judicial empieza aquí, como en la Jurisdicción Unida, desde temprano. Llega preso, en efecto, en la noche del veintiuno al veintidós; pero no por haber sido cura de Carácuaro, ni llega preso siéndolo. Al declarar que tiene la edad de cincuenta años, no agrega que “es cura”, por la sencilla razón de que hace cinco años que no lo es. El inquisidor le pregunta: “qué oficio tiene”, no “qué oficio tuvo”. Al responder, Morelos le da a conocer su oficio actual, el que tiene en esos momentos, no el que ha tenido cinco años atrás. Y su oficio actual es el de Vocal del Supremo Gobierno y Capitán General del Ejército Nacional —soldado y político de un nuevo Estado nacional— y, por tal causa, aprehendido; pero dicha expresión está omitida en el acta. ¿Quién es este hombre formidable que inspira tanto temor, no exento de respeto? El inquisidor Flores quiere saberlo. A su lado está el inquisidor ordinario de Valladolid con el expediente de Morelos en la mano. A pesar, pues, de que ya conoce sus datos, le hace las preguntas de rigor. Inquiere los hombres de sus padres, abuelos paternos, abuelos maternos, tíos paternos, hermanos, hijos, casta, religión estudios, discurso de su vida y causa de su prisión. Morelos responde que su padre es Manuel Morelos; su madre, Juana María Pavón. Abuelos paternos, José Morelos “y su abuelo no se acuerda cómo se llamaba”. Abuelos maternos: José Antonio Pavón y su abuela “le parece que se llamaba Guadalupe Cárdenas”. Sobre estos olvidos y titubeos, el promotor fiscal expresará posteriormente que sus cargos están fundados “aunque el reo hu-

306

Primera Audiencia, por la mañana, de 23 de noviembre de 1815.

307

Ibid.

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biera sido, antes de la rebelión, de una vida sacerdotal virtuosa y su cuna hubiera sido de aquellas ilustres en que naturalmente se heredan los buenos sentimientos”; pero adquieren más fuerza y fundamento “cuanto más baja es su extracción”, y ésta es manifiesta, “pues ni dice quiénes eran Manuel Morelos y Juana Pavón, sus padres; ni acierta a dar el nombre de su abuela paterna, ni puede afirmar el de su abuela materna”.308 El héroe replicará que “de su ascendencia sabe sólo lo que ha dicho; que su padre era un honrado menestral en el oficio de carpintero, y que el padre de su madre tenía escuela en Valladolid”.309 Gracias al expediente personal de Morelos se sabe hoy lo que él mismo ignoraba o llegó a olvidar. Su abuelo paterno se llamó José Jerónimo Morelos y su abuela Lucía o Luisa de Robles —su nombre está confuso en el acta de matrimonio de sus padres—, los cuales no tuvieron más que un hijo: don Manuel Morelos, quien sería el “honrado menestral en el oficio de carpintero”. Aparentemente, la dama murió al nacer su hijo o poco tiempo después, sin que su nieto llegara a conocerla: de allí que olvidara su nombre.310 Su abuelo paterno fue el profesor José Antonio Pavón y su abuela Juana María Estrada: éste es el nombre que consta en el acta de matrimonio de sus padres, y allí se lee que ella era también difunta. El señor Lorenzo de Zendejas, padrino de bodas, declaró en una ocasión que la madre de la señora Pavón se llamaba Guadalupe Estrada. Es probable que no haya ninguna contradicción en ello. Todos los hombres se llamaban José, independientemente de cualquier otro nombre que llevaran, y todas las mujeres, María Guadalupe. El nombre de la dama debió ser el de Juana Ma. Guadalupe Estrada. Antes del nacimiento de José Ma. Morelos era ya difunta. No la conoció. De allí que tampoco haya recordado su nombre y lo haya confundido o mezclado con el de alguna otra dama de su infancia, pareciéndole que se llamaba Guadalupe Cárde-

308

Acta de la acusación, de 24 de noviembre de 1815, Capítulo 25.

309

Quinta Audiencia, por la mañana, de 25 de noviembre. Respuesta de Morelos al Capítulo 25 del acta de la acusación. 310

Libro 9 de Matrimonios del Archivo Parroquial de Morelia.

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nas.311 Tiene dos hermanos, un hombre y una mujer; aquél, mayor, y ésta, menor que él, llamados Nicolás y María Antonia, respectivamente. Muy ligado a su familia vivirá su abuelo paterno, el señor José Antonio (Pérez) Pavón, hombre de letras bien conocido en Valladolid, propietario de un centro de estudios y a cargo de su educación. Con él y en su escuela debe haber estudiado las primeras letras que, según las prescripciones de la época, comprendían “leer y escribir bien, la buena formación de los número y el arte de contar con las reglas más necesarias y usuales en el regular comercio humano, y los dogmas de nuestra sagrada religión”.312 Preguntado de qué casta y generación son los dichos sus padres y abuelos y demás que ha declarado, “dijo que son españoles por ambas líneas”.313 Esta es otra respuesta controvertida. Morelos no sólo no creía en las castas sino que había arrasado con ellas desde el año de 1810 —a la edad de cuarenta y cinco—, en que ordenara que, “a excepción de los europeos, todos los demás habitantes no se nombrarán en calidad de indios, mulatos ni otras castas, sino todos americanos”.314 No pudo haber contestado que sus parientes son españoles por ambas líneas sino, en todo caso, que son americanos por ambas líneas, ya que todos han nacido en este continente. Y aún suponiendo que el título de españoles lo otorgue a sus padres, abuelos y demás, jamás lo admitirá para él y menos lo extenderá a sus propios hijos. El Santo Oficio, sin embargo, como antes la Jurisdicción Unida, necesita que sea español, descendiente de españoles por ambas líneas —además de clérigo— para tener la facultad de juzgarlo. De otro modo tendrá que declararse incompetente.

311

Declaración de Lorenzo Zendejas, padrino de matrimonio de los padres de Morelos y padrino de bautismo de él mismo, producida por disposición del obispo de Valladolid fray Antonio de San Miguel, de 6 de noviembre de 1795, a fin de acreditar “la legitimidad, limpieza de sangre, vida y costumbres” de Morelos, en ocasión de haber pedido éste que se le otorgaran los órdenes de menores y del subdiaconado. Arriaga, Antonio, Morelos, Documentos, No. 5, Tomo I, Morelia, 1965, doc. VII. 312

García Alcaraz, Agustín, La Cuna Ideológica de la Independencia, Morelia, 1971, pp. 220-226. 313

Primera Audiencia, por la mañana, de 23 de noviembre.

314

Hernández, n. 5.

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MORELOS ANTE SUS JUECES

Su niñez transcurre al lado de sus padres y hermanos en la rosada y hermosa ciudad de Valladolid. Se fortalece moralmente, como suele ocurrir, cuando sus padres viven en armonía; pero resiente brutalmente sus disgustos y sufre intensamente su separación. Manuel Morelos parte a San Luis Potosí, llevándose a Nicolás, su hermano mayor.315 Tiene trece años. Algunos meses después muere su abuelo, el profesor José Antonio, aquél “que tenía escuela en Valladolid”. Estas dos tragedias familiares, además de impedirle la continuación de sus estudios, lo obligan a emigrar, a los catorce años de edad, a la Tierra Caliente, a Apatzingán, para trabajar en la hacienda de Tahuejo, aparentemente propiedad de uno de sus tíos paternos. Allí, desde los catorce hasta los veinticinco años de edad, templa su carácter y transcurre su juventud de labrador. —Preguntado por el discurso de su vida, dijo que nació en Valladolid y se mantuvo hasta la edad de catorce años, y que de allí estuvo once 316 de labrador.

Así, después de sus once años en la Tierra Caliente, “volvió a Valladolid y estudio”.317 En esta breve frase aprieta ocho años transcurridos en los claustros académicos. En 1790, en efecto, regresa a su ciudad natal tanto para reclamar ante los tribunales una pequeña herencia —una capellanía— que disfrutaba su abuelo profesor, cuanto para inscribirse en el Colegio de San Nicolás, del que era rector el profesor Miguel Hidalgo y Costilla. Estos detalles no quedan registrados en el acta. El juez inquisidor no necesitaba hacerlo: tenía el expediente del reo abierto sobre la mesa.318 Pronto destaca académicamente. Al final del primer año de estudios es premiado públicamente en presencia del rector Hidalgo, que en la ceremonia respectiva suma sus aplausos a los de la concurrencia. Es posible que le otorgue una beca para proseguir sus estudios. Aunque el Juzgado de Capellanías, Testamentos y Obras Pías, a cargo del licenciado Manuel Abad y Queipo —a quien nunca reconocerá como obispo— arrastra su demanda en trámites en315

Benítez, José R., Morelos, Su Casta y su Casa en Valladolid, Biblioteca Michoacana, No. 3, Morelia, 1964. 316

Primera Audiencia, por la mañana, de 23 de noviembre. Respuesta de Morelos a la pregunta del inquisidor sobre “el discurso de su vida”. 317

Ibid.

318

Arriaga, Antonio, Morelos, Documentos, Biblioteca Michoacana, No. 5, Tomo I, Morelia, 1965.

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JOSÉ HERRERA PEÑA

gorrosos (y finalmente la pierde), Morelos prosigue y termina sus estudios de Gramática y Retórica en lengua latina. —Estudió Gramática, Filosofía y Moral, y no otra Facultad”.

319

La Facultad de Artes o Filosofía comprendía los estudios de la lengua latina en los textos clásicos y luego, los de todo el saber de la época, en latín. Las otras Facultades que existían en el sistema universitario eran las de Derecho Civil, Derecho Canónico, Medicina y Teología. Morelos estudio sólo Artes “y no otra Facultad”. —Preguntado qué maestros le enseñaron la Gramática (y Retórica), dijo que el doctor Jacinto Moreno, en Valladolid, y don José María Al320 zate.

El primero de ellos es canónigo y encargado del obispado de Oaxaca cuando su ex-alumno toma la ciudad a fines de 1812. Opuesto tenazmente a la independencia, regaña a Morelos por andar en sus filas peleando por ella y, al quedar bajo su dominio, le pide un salvoconducto para salir de la provincia de Antequera, que le será concedido. Su profesor de filosofía es el licenciado José Ma. Pisa (a quien no cita) y el de Teología Moral, el doctor Vicente Pisa. El Maestro Miguel Hidalgo y Costilla no le da clase en el Colegio de San Nicolás cuando es estudiante. Su nombre no aparece en la breve lista de profesores que da a conocer en el tribunal. Por otra parte, el sabio es destituido de la rectoría de San Nicolás en 1792, después de veinte años consagrados a la enseñanza, la investigación y la cultura. Cuando esto ocurre, Hidalgo ejerce la cátedra de Teología, Morelos, en cambio, apenas concluye —a nivel de “medianos y mayores” — la de Gramática y Retórica. Sin embargo, el Siervo de la Nación menciona el nombre del Generalísimo Hidalgo en este tribunal en dos ocasiones. En una lo llamará “su Rector”; en la otra, “su Maestro”. En ambas, rinde homenaje a su grandeza. La palabra Maestro es escrita por el secretario, mayúscula inicial, con temblorosa mano. Se incorpora al ejército popular de liberación nacional porque “su Rector le dijo que la causa era justa”. No necesitó mayor explicación filosófica o teológica. El Maestro Hidalgo sabía lo que es la justicia. Su sabiduría y su

319

Tercera Audiencia de oficio, de 24 de noviembre, por la mañana.

320

Ibid.

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MORELOS ANTE SUS JUECES

hondo sentido de la justicia estaban por encima de cualquier otra autoridad teológica o política. “Entró en la insurrección llevado de la opinión de su Maestro Hidalgo”. No de la opinión de Hobbes, ni la Helvecio, ni de Voltaire, ni de Spinoza, como lo acusara el promotor fiscal, y ni siquiera de Santo Tomás, Vitoria o Mariana, sino de la de Miguel Hidalgo y Costilla. En 1792 empieza sus estudios de Filosofía, en latín, “único permitido en las aulas”, concluyéndolos en menos de tres años: el 8 de marzo de 1795, para ser exactos, y obteniendo el Primer Lugar entre los colegiales de su generación.321 Poco después, viaja a la ciudad de México y solicita a la Real y Pontificia Universidad que, previo el examen respectivo, le conceda el título de Bachiller en Artes, examen que aprueba y título que se le concede el 28 de abril de 1795.322 4. SEMINARISTA Y CATEDRÁTICO Inmediatamente después, el Bachiller Morelos regresa a Valladolid e inicia sus estudios de Teología Moral en el Seminario Tridentino, en calidad de cursante capense; es decir, de alumno externo, a diferencia de los años anteriores, en que lo hiciera como interno, y llamado capense por la gran capa negra que está obligado a llevar en la calle para identificarse como seminarista, que lo cubre de la cabeza a los pies.323 Su maestro —su tutor académico o asesor escolar— es el licenciado Vicente Pisa, en Teología. Durante los años siguientes, que corren de marzo de 1795 a diciembre de 1797, no hace sino entregarse y cuerpo y alma a los estudios que deben habilitarlo para recibir los órdenes eclesiásticas. Durante esos casi tres años, al mismo tiempo que estudiante seminarista, es profesor. El primer año prosigue sus cursos en la ciudad de cantera rosa, en Valladolid, hasta el mes de diciembre, en que recibe “la primera clerical tonsura, cuatro órdenes menores y el sacro subdiaconado, bajo el título de administración”.324 La tonsura es 321

Arriaga. “El Lic. D. José Ma. Pisa, catedrático de Teología Moral en el Seminario Tridentino de esta capital (Valladolid) certifico en cuanto puedo, debo y el Derecho me permite, que D. José Morelos... acabó sus cursos de Filosofía, en que sacó el Primer Lugar.” 322

Acta del examen de Bachiller en Artes de José Ma. Morelos.

323

Arriaga, doc. VI.

324

Ibid, del VI al XVII.

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el símbolo de la separación del mundo civil. “Separarás a los levitas del medio de los hijos de Israel —se lee en el Viejo Testamento— a fin de que me pertenezcan; en seguida, entrarán al templo y permanecerán allí a mi servicio”.325 Al tiempo de la tonsura, recibíanse igualmente tres privilegios clericales: el del canon, el del fuero y el de inmunidad personal. Según el primero —el del canon— los fieles le debían respeto, al grado que, cualquiera que le hiciera una injuria corporal, cometería sacrilegio. Cuando el inquisidor Flores recibe a Morelos en calidad de reo de Estado, ordena que se le despoje de los hierros que le sujetan pies y manos, y advierte a los soldados que el que atente contra su integridad física incurrirá en sacrilegio. No podrá teóricamente ser tocado y menos ejecutado, a menos que se le degrade, es decir, que se le despoje de este beneficio. El inquisidor no ha defendido al prisionero, naturalmente, es decir, a la persona, al individuo, sino al canon. Por eso es muy difícil sostener, como algunos lo han insinuado, que el reo fue torturado. Dentro del juicio, el fiscal lo acusará de haberse valido del privilegio del canon “para llevar a cabo su perverso proyecto de insurrección”, a lo que el reo contestará con suavidad que es cierto, “que contó en mucha parte con su sacerdocio”, no sin aclarar que “siempre contó con la justicia de su causa, aunque no hubiera sido sacerdote”.326 El otro privilegio, el del fuero, significa que no podrá ser legalmente citado más que por un juez eclesiástico, a menos que haya concesión particular de la Iglesia. Es precisamente este fuero el que invocará el bajo clero de la ciudad de México para intentar proteger la vida de Morelos; el que defenderá el arzobispo Pedro de Fonte para someterlo a la jurisdicción de las leyes carolinas, y el que obligará al virrey Calleja a obsequiar sus deseos, lo que a la postre ve con buenos ojos, por considerar preferible reconocer su calidad de clérigo español a la de soldado americano o a la de jefe de Estado de la nación americana. 325

Clérigo quiere decir “hombre escogido en suerte de Dios”. Nueve órdenes de ángeles “ordenó nuestro Señor Dios en la Iglesia celestial y puso a cada una de ellas en su grado... y púsoles nombres según sus oficios”. A semejanza de lo expuesto, dieron a los unos mayoría sobre los otros, y pusiéronles nombres según aquello que han de hacer”. Partida 1a., Título VI, Ley I. Juan N. Rodríguez de San Miguel, Pandectas Hispano-mexicanas, UNAM, t. I, México, 1980, p. 243 y sigs. 326

Cuarta Audiencia (de acusación) por la mañana, de 24 de noviembre de 1815, dentro de la causa formada por el tribunal del Santo Oficio contra Morelos. Respuesta del acusado al Capítulo 10.

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El tercer privilegio, el de inmunidad personal, deja al tonsurado exento del servicio militar y de las cargas civiles. No podrá ser llamado a las armas ni obligado a pagar impuestos. Morelos decidiría abrazar la carrera militar por cuenta propia, comisionado por el generalísimo Hidalgo y por creerlo necesario para el mejor servicio de la nación, no porque alguien se lo haya ordenado o impuesto. Además de la tonsura, el seminarista pide al obispo que lo admita a cuatro órdenes menores y un orden mayor. Para ser sacerdote es necesario obtener cuatro órdenes menores y tres mayores. Los menores son los de portero, lector, exorcista y acólito. Los mayores, los de subdiaconado, diaconado y presbiterado. En sus orígenes, el diaconado era un orden menor. Roma lo elevaría a mayor en el siglo XII debido a las severas obligaciones que implica, principalmente dos: la de guardar celibato y la de leer el Breviario, ambas, durante toda la vida. De ellas, la segunda no será tan dura, quizá, como la primera. Guardar el celibato para hombres como Morelos, que gusta de las mujeres, constituye un sacrificio monstruoso. De haber violado ambos deberes será acusado por el fiscal del Santo Oficio. De los dos se confesará culpable. Recibidos los órdenes menores y el “sacro subdiaconado”, es enviado a Uruapan, la idílica villa de la que siempre estuviera enamorado. Aquí diversifica sus actividades. Continúa como estudiante externo del Seminario de Valladolid —cursante capense—; ejerce como clérigo “de menores” y desempeña además el oficio de catedrático de Gramática y Retórica. El 6 de abril de 1796, el obispo fray Antonio de San Miguel le concede licencias especiales para celebrar misa, confesar y predicar.327 Queda convertido en un sacerdote; de hecho, no de derecho. En agosto de 1796 solicita su admisión al diaconado. Ser diácono equivale a ser sacerdote. Auxiliar, sí, pero sacerdote al fin y al cabo. La voz se deriva de diakonos, que quiere decir siervo. Desde el punto de vista jerárquico, es aquél que puede suplir al presbítero en la administración de la comunión y el bautismo; pero latu sensu es más: es el que sirve a los pobres y administra los bienes de la comunidad. Es el Siervo de Dios.

327

Arriaga, doc. XVI. Certificación de la confirmación de órdenes menores a José María Morelos y demás compañeros.

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JOSÉ HERRERA PEÑA

El 21 de septiembre de 1796, “miércoles de las témporas del mismo mes y festividad del apóstol San Mateo”, según el acta;328 nueve días antes de que cumpla treinta y un años de edad, el obispo celebra órdenes mayores en el oratorio de su palacio episcopal, y se las confirma a dos aspirantes para el subdiaconado; siete para el diaconado —entre ellos, Morelos, en tercer lugar—, y nueve para el presbiterado, “y a todos se les despacharon títulos en la forma acostumbrada”.329 El nuevo diácono regresa a Uruapan después de festejar su cumpleaños en Valladolid, el 30 de septiembre, con su madre y su hermana; ejerce la cátedra lo que le falta de ese año y el siguiente; continúa sus tareas de sacerdote auxiliar y prosigue sus estudios teológicos. El último paso a dar es su admisión al orden del presbiterado. En griego, presbítero quiere decir el más anciano, prudente y sabio. En su acepción latina, es el hombre dedicado a lo sagrado: a hacer, celebrar u ofrecer sacrificios a la divinidad. Según el rito de la iglesia romana, es aquel que recibe la gracia que comunica el poder de consagrar el cuerpo y la sangre de Cristo. Además de dicho poder, el presbítero tiene otros como los de bendecir, presidir, predicar, bautizar y, sobre todo, absolver los pecados. El miércoles 20 de diciembre de 1797 el obispo aprueba las diligencias promovidas por Morelos y al día siguiente —tres antes de la Nochebuena— celebra la ceremonia de ordenación respectiva en el oratorio del palacio episcopal.330 Los actos para recibir los órdenes mencionados anteriormente serían sumamente solemnes; sobre todo, los de órdenes mayores. Al llevarse a cabo las correspondientes al subdiaconado, diaconado y presbiterado, el obispo recuerda a los aspirantes su compromiso, de carácter irrevocable, terminando su monición con las siguientes palabras: “Si perseveras en tu deseo de consagrarte a Dios, en el nombre del Señor, avanza”. El ordenado da un paso adelante, hacia el altar, con todos sus compañeros; luego, al ser llamado en voz alta por su nombre, efectuada la postración con los demás aspirantes, quédase con el rostro contra el suelo durante la recitación de las letanías de los santos.

328

Ibid, del XIX a XXV.

329

Ibid, del VI al XVIII.

330

bid, del XXIX al XXXIII.

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Después de una segunda advertencia (o monición) y hacerle tocar los objetos sagrados correspondientes a cada orden, el obispo lo reviste con los ropajes tradicionales: el manto y la túnica, al subdiácono; la estola y la dalmática, al diácono, y después de todas ellas, la casulla, al presbítero. Al recibir el último orden, el de presbítero, el acto llega a su clímax cuando el prelado impone sus manos, en medio de un profundo silencio, sobre la cabeza del nuevo sacerdote. Así se reafirma una tradición de dieciocho siglos: Jesús con los niños y sus discípulos; los discípulos con los enfermos; los apóstoles con los fieles; los obispos con los sacerdotes. La imposición de manos del obispo fray Antonio de San Miguel sobre la cabeza del presbítero José María Morelos y Pavón transmite a éste el poder de consagrar, ofrecer y administrar el cuerpo y la sangre de Cristo a los vivos y a los muertos. Los sacerdotes consagrados presentes en dicho acto también imponen sus manos, después del prelado, sobre la cabeza de los que están ordenándose. En seguida, el obispo San Miguel procede a cubrirlos con las vestiduras litúrgicas de estilo. En llegando a Morelos, le cruza la estola sobre el pecho y le pone la casulla, que se queda plegada hasta el fin de la misa. Al resonar los cantos del Veni Creator, consagra las manos al nuevo sacerdote, ungiéndoselas en su interior, en forma de cruz, con el aceite de los catecúmenos; hace tocar con ellas el cáliz conteniendo vino y al plato de la hostia, y le confiere en forma verbal el poder de administrar el sacrificio de la misa. Al llegar a este momento, los griegos, sencillos y fieles a las primitivas tradiciones, se contentan con decir: “que la gracia divina te eleve al presbiterado”. Los romanos, más dados a las sentencias, más solemnes, declaran: “Recibe el poder de ofrecer a Dios el santo sacrificio y el de celebrar misas para los vivos y los muertos, en el nombre del Señor”.331 Luego, viene la apoteosis: la celebración conjunta de la misa por el obispo y los nuevos sacerdotes. Al recibir la comunión, el presbítero Morelos hace profesión de fe, como sus demás compañeros de ordenación, recitando el símbolo de los Apóstoles, y se arrodilla ante el prelado que, volviendo a imponerle las manos en la cabeza, le confiere verbalmente el poder de absolver los pecados y, por último, le despliega la casulla. La ordenación se consuma. Al recibir de Morelos su juramente de obediencia, su ilustrísima le da el beso de

331

Cardinal Villeneuve, Le Sacrament de l’Ordre, trois instructions du carême a la Cathédrale de Quebec, Librarie de l’acction catolique, Québec, 1945.

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la paz, mientras se desgranan en el aire los últimos acordes de la música del órgano y los cantos de júbilo del coro. —Y allí se ordenó de todo orden —concluye Morelos— hasta de pres332 bítero”.

Tiene poco más de treinta y dos años de edad. A los pocos días, participa en un concurso de oposición para ganar un curato: “Se opuso a los curatos”.333 De los treinta y tres a los cuarenta y cinco años de edad se dedicará a ejercer la profesión para la cual estudiara durante casi ocho años a tiempo completo. Su vida, equilibrada y tranquila hasta entonces, da un vuelco inesperado...

332

Primera Audiencia, por la mañana, de 23 de noviembre de 1815. Respuesta de Morelos sobre “el discurso de su vida”. 333

Ibid.

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XIII SU VIDA SUMARIO. 1. Cura del infierno: a) interino en Churumuco; b) desgracias personales; c) titular en Carácuaro; d) comercio y construcción. 2. Su vida privada: a) Brígida, b) Francisca; c) la otra; d) sus bienes.

1. CURA DEL INFIERNO Al continuar “el discurso de su vida” ante los jueces inquisidores Flores y Monteagudo, el héroe expresa que “fue cura de Churumuco como un año”.334 A partir de 1798 se ve obligado a hacer a un lado el mundo de los libros y vuelve a enfrentarse al universo torturado de la Tierra Caliente. De él viene; a él irá. Al iniciar el descenso de los mágicos bosques de Uruapan a los inmensos y vibrantes llanos azotados por un sol de fuego, emprende el de los círculos del infierno. Ante él empiezan a surgir los rostros desfigurados por la miseria, la enfermedad y la ignorancia. Su vida empieza a parecerse a las abruptas, desoladas y martirizadas regiones a las que es enviado, azotadas por la peste. Una vez enterrado en ese infierno, el juzgado de testamentos, capellanías y obras pías dicta sentencia en el juicio de su modesta herencia —cuya recepción debía haberle servido para pagar sus estudios y mantener a su familia— y lo hace en su contra. Hasta su inhóspito curato, en el que yace enfermo, llegan “su madre viuda y su hermana doncella —como él mismo las describiera— para darle la triste y mala noticia. Allí, las dos mujeres, atacadas por la peste, se agravan rápidamente. Morelos las hace enviar de inmediato a Tierra Fría, a principio de diciembre de 1798, con el propósito de que respiren el aire oxigenado de los bosques y recuperen la salud. Es inútil. Al contrario de su hermana, que empieza a sanar, su madre no alcanza a llegar “ni en silla de manos”.335 Es preciso que las dos viajeras —acompañadas y ayudadas por algunos servidores— se detengan en Pátzcuaro, en casa de unos parientes. El 30 de di-

334

Primera Audiencia, por la mañana, de 23 de noviembre. Respuesta de Morelos sobre “el discurso de su vida”. 335

Arriaga, A. Op. Cit., Doc. XXXVI, Carta de José Ma. Morelos a Santiago Camiña, pidiéndole la autorización para marchar a Pátzcuaro porque su madre se encuentra gravemente enferma.

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ciembre de ese fatídico año, el señor Antonio Martínez Conejo, tío de Morelos y primo de la señora Juana Pavón, escribe al cura de Churumuco que “Juana sigue sin ningún alivio, tanto que el médico ha mandado que se disponga”.336 Al recibir esta urgente nota, Morelos escribe angustiado y desesperado desde Tamácuaro de la Huacana una breve y dramática petición a su superior, fechada el 3 de enero de 1799, suplicándole que le dé “un destino en tierra fría” no sólo para reponerse de sus propios males sino, sobre todo, para atender a su madre agonizante “que está acabando en Pátzcuaro”.337 La señora Pavón fallece dos días después, el 5 de enero, víspera de la festividad de los Reyes Magos. Existe un documento que, no por simple, deja de ser hondamente conmovedor: una escueta y fría relación de cifras cuya lectura estremece, acerca de los gastos ocasionados por los funerales de la dama, entre los que se encuentran la “mortaja, misa y asistencia, la caja pintada para sepultarla”; lo que cobran “los que abrieron el sepulcro” y los que “la velaron la noche en que murió”, así como a los que “llevaron la caja para el entierro”; lo que cuestan las velas y veladoras que ardieron al cuerpo estando tendida, y después, enterrada; la cera que se consume durante todo ese tiempo, etc. Al final, se hace constar que se envió un mensajero de Pátzcuaro a Tamácuaro de la Huacana con la factura de los gastos, que sumaron un total de 167 pesos con seis reales y medio, siendo pagados únicamente 160 pesos por un tal Donjuan, probablemente siguiendo instrucciones del cura, y que Basilio de la Seiba —el mensajero— dio a don Juan el recibo correspondiente.338 Morelos no alcanza a asistir a las exequias de su madre por encontrase en cama debido a su enfermedad o accidente. Ni tiene el dinero suficiente para pagar la cuenta total cuando se la presentan por conducto del mozo —que por cierto cobró dos pesos y cuatro reales por el encargo—: aquel hombre postrado, solo, angustiado, con todo el dolor del mundo sobre sus espaldas, queda a deber siete pesos con seis reales y medio...

336

Ibid. Doc. XXV. Recado dirigido a José Ma. Morelos por su tío Antonio Conejo, informándole la gravedad de su madre. 337

Ibid. Doc. XXXVI.

338

Benítez, José R., Op. Cit., pp. 49-51.

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Queriendo escapar de los círculos dantescos que desde entonces le son asignados, viaja de un lado a otro, sin poder salir de ellos. De Churumuco lo mandan a Carácuaro. Los pueblos, torturados por la peste, se niegan a su voz. Cae enfermo una y otra vez, ya de la plaga, ya de las violentas tempestades que se desencadenan en su alma. Suplica que se le permita regresar a Tierra Fría, no sólo para curarse sino también para continuar sus estudios.339 No es oído. De interino, pasa a cura propietario. Lo arraigan en la Tierra Caliente. —Y después —declara— le dieron en propiedad el curato de Carácua340 ro”.

Dar a un presbítero un curato en propiedad es otorgarle un beneficio para siempre. Entonces comprende que no le queda más que un solo camino: resignarse y vivir. Al sentir con fuerza esa necesidad y ese deseo, decide apretarse a la tierra bronca y ardiente como al rezago materno, y obtener de ella su telúrica energía. Observa y sirve a sus parroquianos. Se convierte en uno de ellos. Renuncia a sus ambiciones académicas —que no intelectuales— y se entrega a su mundo, sin reservas de ninguna clase. Ni la armonía y la sobriedad de las bellas piedras rosadas de Valladolid, ni los encantados bosques y los frescos manantiales de Uruapan serán para él. Está destinado a la Tierra Caliente, violenta y sensual. En el pasado, Apatzingán; en el futuro, Carácuaro. Aceptará de la vida todo lo que ofrece, con sus cosas buenas y malas, tal como lo ofrece, procurando obtener el mejor provecho posible. Además de sus tareas pastorales y administrativas, se dedica a los negocios. Su capacidad de servicio la aprovecha no sólo para satisfacer necesidad espirituales sino también procurar a la comunidad bienes materiales y otros servicios. Practica tanto el comercio como la ingeniería.341 Se convierte en propietario de recuas que, cargadas de mercancías, van de la Tierra Caliente a Valladolid y 339

Arriaga, A., Op. Cit. “Los naturales viejos y principales del pueblo de San Agustín Carácuaro” envían al obispo de Valladolid una carta en la que se quejan de su párroco Morelos. Más tarde, éste suplica al mismo prelado que “declarándose mi enfermedad herpes -dice-, mal insufrible e incurable en Tierra Caliente”, le conceda permiso para “retirarme a curar” y, al mismo tiempo, “seguir mi carrera en los estudios”. Documentos XL, XLI y XLVI. 340

Primera audiencia, en la mañana, de 23 de noviembre. Respuesta de Morelos a la pregunta sobre “el discurso de su vida”. 341

Benítez, J. R., Op. Cit.

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viceversa. Invierte su tiempo en la construcción de casas y fincas. Practica el comercio. Se hace amigo de sus amigos. Tiene socios y compadres. Bebe mezcal y fuma, en ocasiones, cigarros, de los llamados “puros”. Sus modestos éxitos financieros en sus empresas mercantiles le permiten salir, con permiso o sin él, del dilatado territorio que cae bajo su jurisdicción. En 1802 —a la edad de 37 años— compra una casa, a plazos, en su nostálgica ciudad natal. La reconstruye y la agranda. Le levanta un segundo piso. Hace vivir allí a su hermana Antonia. Renta el local de la planta baja a su socio y amigo Miguel Cervantes. Pronto se convierte éste en su cuñado.342 2. SU VIDA PRIVADA Por esa misma época, el maduro sacerdote descubre su propia imagen en Nocupétaro —frente a Carácuaro, río de por medio—, al mirar los grandes ojos negros de una joven hermosa, de negros y sedosos cabellos largos. Se llama María Brígida. Dícese que es hija de un hacendado de la región. Lo más probable es que sea una doncellita del pueblo. Ese día, decide no luchar más contra su destino. Ella lo mira y en sus ojos le revela un mundo nuevo. La Tierra Caliente se convierte en carne, luz, gloria, sensualidad y belleza. El agitado cura deja a un lado las Epístolas y los Evangelios y se remite a la lectura —quién lo duda— del Cantar de los Cantares, “el más hermoso poema de Salomón”. Y embriagado de amor, sus ojos tropiezan con emotivas frases, como ésta: “Quita tus ojos de mí, porque me hechizan”. O como ésta: “Ella es única, es perfecta”. Y se pregunta, con el cántico: “¿Quién es la que calla como la aurora, hermosa como la luna, brillante como el sol, terrible como las cosas insignes?”. Ella es la Tierra Caliente, que vive, alienta y palpita en Brígida; ella es Brígida: que dulce su nombre, qué tersa su piel, qué tiernos sus labios. Se enamora perdidamente como un niño, como un adolescente, como un hombre. “¡Qué hermosa eres, compañera mía; qué hermosa eres: tus ojos son como palomas”. Ella, atraída por la fuerza espiritual y la simpatía personal del hombre al que ha seducido, se le entrega. Extraño y dulce romance ése: “Tus caricias son mejores que el vino -dice la alabanza- y tus labios destilan néctar”. Enlazadas ya sus almas, funden sus cuerpos en uno. En el Cantar de los Cantares, ella formula su queja. Oigámosla: “En mi cama, a lo largo 342

Ibid.

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de la noche, busco a aquél que amo. Lo busco, pero no está allí”. No hay más que leer los fragmentos de algunos poemas —leer en nuestra propia vida— para imaginar la fuerza del secreto idilio prohibido. En el poema llamado La felicidad de ser amada, ella dice: ”Yo pertenezco a mi amado y su aliento es mío. Ven, querido mío, vayamos al campo: allí te daré mis caricias”. En otro titulado El amor es tan fuerte como la muerte, el coro se pregunta: “¿Quién es la que sube del desierto apoyándose en su amado?”343 El 15 de mayo de 1803, día de San Juan Nepomuceno, nace el fruto del amor, hijo de Brígida Almonte y de José Ma. Morelos. Ella tiene quince, quizá dieciocho años de edad; él, más de treinta y siete. Se bautiza al niño con el nombre del santo del día en que nace y se le da como apellido el de la madre. ¿Y Brígida? ¿Muere a consecuencia del parto? En aquel tiempo -sobre todo en los grandes calores de la Tierra Caliente, durante los cuales tiene efecto el alumbramiento, una leve infección basta para acabar con una vida. Su nombre se disuelve como el humo en el viento. Morelos la reporta difunta en el tribunal del Santo Oficio; se hace cargo de su hijo y le transfiere el inmenso cariño que sintiera por ella. Lo lleva a todas partes consigo, incluso a la guerra, y le otorga en Cuautla las insignias de capitán por su arrojo y valentía. A fines de 1812 o principios de 1813, en el apogeo de su gloria militar —a la edad de cuarenta y ocho años—, conoce a otra mujer en Oaxaca llamada Francisca Ortiz, con la que tiene un hijo que nace en 1814, al que la madre da el mismo nombre de su padre así como su propio apellido: José Ortiz.344 —¿De qué edad son los dos hijos que tiene —pregunta el inquisidor 345 Flores— y si los hubo en matrimonio o fuera de él? —El primero —responde— tiene trece años, y el segundo, uno, y ambos los tuvo fuera de matrimonio, porque no fue casado; el primero lo tuvo con Brígida Almonte, difunta, y el segundo, con Francisca Ortiz — 346 que aún vive—; que vive en Oaxaca, de estado soltera”.

343

El Cantar de los Cantares. Antiguo Testamento.

344

Algunos datos sobre María Francisca, de acuerdo con el enfoque realista, aparecen en el Doc. 175 de Hernández y Dávalos, Op. Cit. 345

Segunda Audiencia, por la tarde de 23 de noviembre. Pregunta única del inquisidor. 346

Ibid. Respuesta de Morelos a la pregunta anterior.

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—¿Dónde están los hijos que tiene? —El mayor —contesta— tiene trece años y lo despachó a estudiar en junio de este año a los Estados Unidos, y el menor, uno, y está con su 347 madre.

Más tarde, el fiscal expresaría que en Estados Unidos “reina el tolerantismo de religión”, dejando inferir su ánimo, que es el de que “su pobre hijo estudie los libros corrompidos... y se forme un libertino y hereje, capaz de llevar un día las máximas de su sacrílego padre”.348 —Por no haber colegios entre ellos —responde— envió a su hijo con el licenciado Herrera y el licenciado Zárate, que fueron enviados por la Junta (Suprema Nacional Americana) a buscar auxilios; pero encar349 gándoles mucho que no lo dejaran extraviar.

Cinco años antes de conocer a Francisca, en Oaxaca, y seis después de Brígida, en Nocupétaro, es decir, en 1808, a los cuarenta y tres de edad, Morelos siente nuevamente un doloroso vuelco en su pecho ante la presencia de otra mujer. Ignórase quién es. Lo único que se sabe es que tiene en ella una niña en 1809. Reconoce, en suma, tres hijos: dos varones, de trece años y de uno, respectivamente, y una mujer, de seis. El promotor fiscal del Santo Oficio insistiría en que “lejos de llevar una vida virtuosa, sus costumbres se indican bien en su ingenua confesión de que tiene dos hijos, uno de trece y otro de uno”, a lo que Morelos responde que “no ha negado la verdad ni tiene más que decir”, aunque agrega —para mayor embarazo del tribunal— que sólo ha hecho referencia a sus hijos, no a sus hijas, y —Que le ha quedado el escrúpulo de que sólo ha declarado dos hijos, teniendo tres, pues tiene una niña de seis años, que se halla en Nocu350 pétaro”.

347

Tercera audiencia, en la mañana de 24 de noviembre. Primera pregunta del inquisidor y respuesta a ella dada por Morelos. 348

Cuarta Audiencia, en la mana de 25 de noviembre. Respuesta de Morelos al Capítulo 25 de la acusación. 349

Ibid. Respuesta de Morelos al Capítulo 16 de la acusación.

350

Ibid. Capítulo 25 del acta de acusación y respuesta de Morelos a los Capítulos 25 y 27 de la acusación.

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Sus relaciones con Brígida fueron sumamente discretas. La gente del pueblo las sospechó y aceptó de buen grado: qué duda cabe. Las que tuvo con la otra mujer, de nombre desconocido, lo serían más aún. Ni su nombre ni el de la niña quedaron registrados para la posteridad. Refiriéndose a su primogénito, declarará que “el muchacho no era tenido por su hijo, aunque en realidad lo era”.351 Las relaciones que inicia en plena guerra con Francisca son de una naturaleza distinta. Ya no es clérigo español sino general americano. El hombre, en todo caso, se mostraría satisfecho de su vida personal. Sin enorgullecerse, pero tampoco sin avergonzarse. Ni se jacta ni se arrepiente. Ante el tribunal del Santo Oficio reconoce que “sus costumbres no han sido edificantes, pero tampoco escandalosas”.352 El tribunal declarará en su sentencia a sus tres hijos, aunque sacrílegos, incursos en las penas de infamia y demás que imponen los cánones y leyes a los descendientes de here353 jes.

En Carácuaro recae con cierta frecuencia en sus enfermedades endémicas. El herpes, “mal incurable e insufrible en la Tierra Caliente”, lo ataca con violencia.354 Sus atroces dolores de cabeza apenas disminuyen cuando se la amarra con un paliacate húmedo o con su “mascada de seda toledana”, que conserva aún en prisión; pero sale de esas crisis gracias a sus actividades profesionales, a sus negocios y a sus construcciones; en una palabra, a su trabajo, aunque también a sus amores y a sus lecturas. En 1806 fallece el heredero de la capellanía cuyo litigio en los tribunales perdiera en 1799, al irse a Churumuco, y reclama el beneficio. No habiendo esta vez ningún opositor, el juzgado dicta sentencia su favor, la cual no se hará efectiva sino hasta el 19 de sep-

351

Cuarta audiencia de acusación, de 24 de noviembre. Respuesta de Morelos al Capítulo 10 de la acusación. 352

Quinta Audiencia, por la mañana de 25 de noviembre. Respuesta de Morelos al Capítulo 25 de la acusación. 353

Sentencia del tribunal del Santo Oficio firmada el 27 de noviembre, en audiencia a puerta abierta. 354

Arriaga, A.. Op. Cit., Doc. LX. Petición que hacen los naturales del pueblo de Carácuaro al obispo fray Antonio de San Miguel para que se les permita pagar por arancel y no por tasación los servicios del párroco José María Morelos.

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tiembre de 1809.355 Disfruta de sus pequeñas rentas escasamente un año. En abril de 1815, al enterarse el ilegítimo obispo Abad y Queipo que dicha capellanía está todavía a su nombre, da instrucciones al juez que la declare vacante de inmediato, debido a que “el Bachiller José Ma. Morelos es indigno de tener el beneficio eclesiástico”, y que convoque a “todas las personas que tengan derecho” a que lo ejerzan conforme a la ley.356 Antes de incorporarse a las filas rebeldes no es rico, pero dista mucho de ser pobre. Ha seguido prosperando y adquiriendo modestas propiedades tanto en Valladolid como en Carácuaro. Las primera se las regala a su hermana en junio de 1808, cuando sabe que está embarazada.357 Las segundas, al recibir de Hidalgo su comisión político-militar, las vende para pagar deudas y comprar armas, y da instrucciones a su compadre de que lo sobrante se lo regale a dos de sus ahijadas”.358 Lo único que le queda es su casa en Valladolid. La sigue conservando a su nombre. Le costaría la suma de 2,830 pesos; adquirida de Juan José Martínez, y reconstruida él mismo, agrandándola y dándosela a su hermana para que viva en ella. En marzo de 1811, el teniente coronel Torcuato Trujillo ordena que sea saqueada, a pesar de estar habitada por su hermana María Antonia, su cuñado Miguel Cervantes y su sobrina Teresa. Al hacer el inventario para entregarlo a las autoridades españolas, el señor Cervantes hace constar que falta una gran cantidad de muebles, además de haber sido destechada, sus puertas y ventanas, arrancadas, y sus moradores, expulsados.359 El tribunal del Santo Oficio decretaría la confiscación de sus bienes “con aplicación a la Cámara y Real fisco de Su Majestad”.360 Lo único que se le confisca sería su casa que, de hecho, ya la tenía perdida. “Sin embargo que en cinco años de campaña —reconoce Alamán— entraron en su poder grandes sumas de dinero, nunca tomó para sí más que lo preciso, siendo su gasto personal muy corto, y nada separó para su provecho particu355

Benítez, J. R., Op. Cit., p. 88.

356

Ibid., p. 94.

357

Ibid., p. 90.

358

Ibid., p. 90.

359

Ibid., pp. 96-99.

360

Sentencia del tribunal del Santo Oficio, firmada el lunes 27 de noviembre de 1815, en la última Audiencia a puerta abierta.

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lar, de suerte que, a su muerte, nada tenía”.361 El inquisidor Flores ya se ha hecho una idea de quién es este hombre: sus orígenes, su procedencia, su sangre, su familia, su formación, sus estudios, sus relaciones, sus actividades, sus bienes; pero ¿de dónde vienen sus ideas? ¿Cuál es su genealogía espiritual? Sus ideas las ha adquirido de los libros que leyera. Si los libros han sido previamente proscritos por el tribunal del Santo Oficio, sus ideas también lo serán sin mayores trámites, automáticamente, y por ellas será condenado como hereje...

361

Alamán, Lucas., Op. Cit., Tomo II, p. 261.

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XIV SUS LECTURAS SUMARIO. 1. Lectura de los teólogos: a) Santo Tomás; b) los jesuitas proscritos Juan de Mariana, Francisco Suárez y Francisco Xavier Alegre. 2. Los filósofos prohibidos: a) Thommas Hobbes; b) Baruch Espinoza; c) Helvecio, d) Voltaire, e) Juan Jacobo Rousseau.

1. LECTURA DE LOS TEÓLOGOS —¿Qué libros ha leído?” —pregunta el inquisidor Flores.

362

Morelos no cae en la trampa. Da una respuesta a medias, que expresa la lucha que en esta materia se libra en el tribunal. —Los libros que ha leído en estos últimos tiempos —responde Morelos— han sido concisos, gacetas, y antes leyó el Grocio, Echarri, Ben363 jumea y otros que no se acuerda.

Durante su estancia en Carácuaro, a la luz temblorosa de las velas, lee varios libros voluminosos y profundos, y durante la guerra —en estos últimos tiempos—, únicamente folletos, periódicos, proclamas y manifiestos. En el primer caso, con tiempo suficiente, consulta obras teológicas, filosóficas, jurídicas y políticas; en el segundo, en medio de sus campañas militares, sólo literatura de combate y escritos políticos.364 “El doctor Martínez Báez —dice Alfonso Noriega— ha localizado el inventario de las pertenencias de Morelos que incluye sus libros y que se levantó después de su aprehensión y fusilamiento. En el folio 23 del inventario y con referencia al huacal número uno, se anota, como primera obra, compañera de las campañas de Morelos, la siguiente: tres tomos de a folio, en pergamino, Summa (Theologi362

Tercera Audiencia, por la mañana de 24 de noviembre, segunda pregunta del inquisidor Flores. 363

Tercera Audiencia, por la mañana, de 24 de noviembre. Respuesta de Morelos a la segunda pregunta del juez inquisidor. 364

Algunos de los libros que Morelos no recordó -o no quiso recordar- fueron los que empacó en dos huacales y envió a la Tesorería del Gobierno Nacional, situada en Ajuchitlán, a principios de 1815. El inventario es publicado por Herrejón Peredo, C., Op. Cit., pp. 77-78.

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ca), de Santo Tomas”.365 Uno de los objetivos políticos de dicha obra está orientado a afianzar la posición hegemónica del Papado en relación con el Imperio. Su conocimiento resulta imprescindible para comprender el papel que juega el pueblo en la red de relaciones políticas feudales. El Papa no tiene más fuerza que la espiritual. Pero la fuerza espiritual se vuelve fuerza material cuando es encarnada por el pueblo. Vox populi, vox Dei: la voz del pueblo es la voz de dios. Todas las autoridades seculares —emperadores, reyes o señores— deben someterse al jefe de la Iglesia, como los brazos a la cabeza. El emperador justifica su posición de mando frente a sus súbditos y vasallos sólo en la medida en que juega su papel de brazo de la Iglesia y, al mismo tiempo, manifiesta su respeto a las leyes y contribuye a realizar el bien común. Su poder no le concede derechos contra el Derecho. Su autoridad debe usarla para proteger los intereses jurídicos -materiales y espirituales- de la comunidad. Su fuerza es legítima sólo cuando cumple con la ley y sirve a la sociedad. El gobernante deriva su poder del pueblo aún en el caso de la monarquía y a pesar de que ésta sea hereditaria. El que adquiere el poder por medios ilegales o lo usa en beneficio propio y en contra de la ley, es un tirano. Al estudiar la tiranía, a la que repudia, Tomás de Aquino menciona dos formas en que es posible y necesario acabar con ella: primero, que el pueblo imponga condiciones al príncipe para que siga ejerciendo su autoridad, y si no son aceptadas o respetadas, que lo deponga de ella por los medios adecuados, incluyendo el de la fuerza. Luego entonces, la resistencia del pueblo a la autoridad es lícita, cuando ésta es intolerantemente ejercitada o mal habida. La resistencia del pueblo a la autoridad ilegítima es no sólo un derecho sino también una obligación moral, cívica y jurídica. Este fue el caso en que se encontró la Nueva España de 1808 a 1810 y, si se quiere, hasta 1814, en que no existió el rey. Al renunciar a la corona Carlos IV en 1808 y entregar a Napoleón los bienes territoriales de la monarquía española y los seres humanos que habitaban en ella, como si fueran animales, cometió un acto nulo; ya que al tomar posesión “juró no enajenar el todo o la parte de los

365

Noriega, Alfonso, Los Derechos del Hombre en la Constitución de 1814, en “El Decreto Constitucional de Apatzingán”, UNAM, México, 1964, p. 344

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dominios que le prestaron obediencia”, según lo declaró solemnemente el Ayuntamiento de la Ciudad de México en julio de ese año.366 No podía ceder en favor de un tercero lo que no era suyo, ni menos atentar contra los legítimos intereses de los sucesores de la monarquía, fueran los que fuesen. Por lo que se refiere a la renuncia de Fernando VII en beneficio del emperador corso, ésta era menos válida que la otra, porque la había hecho antes de tomar posesión de su cargo. No se puede renunciar a lo que no se tiene. En estas condiciones, la nación americana —antes conocida como reino de Nueva España— era la legítima sucesora de los derechos del monarca. La soberanía se había transferido naturalmente de éste a aquélla. “Nadie tiene derecho —declaró el regidor Juan Francisco de Azcárate— para atentar contra los respetabilísimos derechos de la nación”.367 Consecuentemente, “ninguno —prosigue el regidor— puede nombrar soberano a la nación, sin su consentimiento”.368 Cualquier designación hecha por Napoleón, el duque de Murat e incluso Carlos IV o Fernando VII era nula. Morelos, por su parte, “entró en la insurrección —declararía en el tribunal— llevado de la opinión de su Maestro Hidalgo, pareciéndole que se hallaban los americanos, respecto a España, en el caso de los españoles, que no querían admitir el gobierno de Francia. Y más —agregaría— cuando oyó decir a los abogados que había una ley en cuya virtud, faltando el rey de España, debía volver este reino a los naturales, cuyo caso creía verificado”.369 Tales fueron las bases jurídicas que obligaron a los miembros del Ayuntamiento de México, en agosto de 1808, a presentar al virrey José de Iturrigaray una doble petición: en primer lugar, que aceptara seguir al frente del gobierno, aunque ya no como “virrey”, strictu sensu, puesto que ya no había rey, sino como “encargado provisional del reino”.370 Y en segundo, que convocara a un Congreso de representantes de todas las ciudades, villas y lugares del

366

Acta del Ayuntamiento de México, en la que se declara se tenga por insubsistente la abdicación de Carlos IV y Fernando VII en favor de Napoleón, de 19 de julio de 1808, en Tena Ramírez, Op. Cit. 367

Ibid.

368

Ibid.

369

Quinta Audiencia, por la mañana, de 25 de noviembre. Respuesta de Morelos al Capítulo 23 del Acta de Acusación. 370

Acta del Ayuntamiento de la Ciudad de México (Ver nota 3 de este Capítulo)

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reino, que asumiera las atribuciones y las facultades todas de la soberanía; que, por ende, tomara en sus manos la majestad de la nación, y que ante dicho Congreso se obligaran las autoridades constituidas, desde Iturrigaray hasta el último de los empleados públicos.371 El proyecto fue hecho saltar en pedazos por los miembros de la Audiencia, al dar el golpe de Estado el 16 de septiembre de 1808, en la madrugada. A partir de este día, los españoles usurpan el Poder, convirtiéndolo en instrumento de la tiranía. La nación tiene derecho de defenderse, recobrar lo suyo y castigar al usurpador. “Ya no hay España —declararía Morelos— porque el francés está apoderado de ella. Ya no hay Fernando VII, porque o él se quiso ir a su casa de Borbón, a Francia, y entonces no estamos obligados a reconocerlo por rey, o se lo llevaron a la fuerza, y entonces ya no existe”.372 Pero aunque el monarca estuviera reinstalado en su trono y las autoridades coloniales fueran legalmente nombradas, la resistencia del pueblo a la autoridad —en tesis de Santo Tomás— es igualmente legítima no sólo cuando las leyes reales atentan contra los derechos de la nación y del pueblo sino también cuando afectan la vida y seguridad públicas. “Y aunque (el rey) estuviera —agregaría Morelos—, a un reino obediente le es lícito no obedecer a su rey, cuando es gravoso en sus leyes, que se hacen insoportables”.373 El caso se presentó en octubre de 1814, en que las autoridades insurgentes fueran oficialmente notificadas por el gobierno virreinal, a través del comandante Andrade, del regreso del rey. Aquéllas no lo reconocerían y proclamarían la república democrática, así fuera de modo provisional, sancionada por la Constitución de Apatzingán. Cuando el poder del gobernante no es soberano sino delegado según Santo Tomás- el pueblo debe apelar ante aquél y pedirle que le haga justicia, removiendo al inferior. De allí que, si el rey estaba efectivamente restituido en 1814 —como lo estaba— y en el supuesto caso de que Morelos haya declarado en la Jurisdicción Unida haber tenido la intención de solicitar su “perdón” (su reconocimiento político para la nación), débense considerar ambos elementos en este contexto jurídico: apelar a la autoridad de Fernando era 371

Ibid.

372

Doc. 24. Primera reconvención dirigida por Morelos desde Cuautla a los criollos que militan en las filas realistas (Lemoine, E., Op. Cit.). 373

Ibid.

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pedirle que removiera a sus funcionarios coloniales y respetara los legítimos derechos del reino para gobernarse a través de sus propios representantes, no de delegados reales. El expediente de buscar un hipotético entendimiento con el rey no descartaba de ningún modo el principio —el derecho— de resistir su autoridad. Al contrario: era precedido por él y constituía la base más firme para llegar al supuesto entendimiento. Y si no ocurría así, “a un reino conquistado le es lícito reconquistarse”. A pesar de traer a Santo Tomás como libro de cabecera, Morelos no lo menciona en el tribunal del Santo Oficio, en cambio, cita a otros teólogos -—hoy desconocidos— así como a Grocio. Los teólogos fueron Benjumea, Echarri, Montenegro y otros. ¿Quiénes fueron ellos? Benjumea, según declarará el héroe más tarde en el mismo tribunal, fue autor de un Tratado sobre el Matrimonio.374 Ahora bien, entre Grocio, citado, y el pensador de Aquino, omitido, no existe el vacío intelectual. Si Morelos parte del universo teológico de Santo Tomás y llega hasta el cosmos jurídico de Hugo Grocio, tiene necesariamente que haber atravesado varios puentes que unen a estas dos galaxias del espíritu humano. Es muy probable que haya leído, ya directamente, ya a través de otros teólogos, el pensamiento proscrito de los jesuitas. El filo de la magna obra de Santo Tomás a favor del Papado fue dirigido en su época contra el poder político del Imperio. El de los jesuitas, que arranca de los mismos principios y se formuló durante el surgimiento de los Estados nacionales europeos y de las monarquías absolutas, se orientó para afirmar la supremacía del mismo jefe de la Iglesia frente al creciente poder de los reyes. Morelos conoció los trabajos más significativos de esta corriente ideológica; la de los jesuitas españoles de fines del siglo XVI y principios del XVII, entre los que destacan Juan de Mariana y Francisco Suárez, y llegan hasta nuestro Francisco Xavier Alegre, en las postrimerías del XVIII, que desarrolló los mismos principios teológicos planteados

374

“Francisco Echarri fue un franciscano español... de fines del siglo XVIII. Escribió dos obras: Directorio Moral e Instrucción y Examen de los Ordenados... Echarri había sido recomendado por uno de los más activos promotores de reformas ilustradas en el obispado de Valladolid, José Pérez Calama... El Montenegro que conocían los clérigos como nuestro héroe y que suele encontrarse en las bibliotecas del tiempo es Alonso de Peña Montenegro, ex-alumno de Salamanca, obispo de Quito y autor de un Itinerario para párrocos de indios (Herrejón Peredo, Op. Cit., p. 71).

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por Miguel Hidalgo y Costilla en su Verdadero Método para estudiar la Teología Escolástica. Morelos era discípulo de Hidalgo y éste, a su vez, directa e indirectamente de los jesuitas.375 Todos los autores anteriores escribieron en latín: lo mismo Tomás de Aquino que Mariana y Suárez, así como Hobbes, Espinoza y Grocio. Por lo que se refiere a Juan de Mariana, en su obra De Rege et Regis Institutione (Tratado sobre el rey y la institución real), publicado en 1599, hace derivar la autoridad del monarca de un contrato con el pueblo, representado éste por las Cortes (por el Congreso, diría Morelos). La asamblea representativa, además, es la única institución con atribuciones de crear o modificar leyes. Si el monarca viola la Ley Fundamental o atenta contra los fueros de las Cortes, es lícito promover su eliminación política, ya que se ha convertido en un tirano. Su exterminio legal, por cierto, puede llevarla a cabo no sólo el pueblo o los estamentos en que está organizado sino incluso cualquier súbdito, convertido en tal caso en el brazo ejecutor del pueblo e instrumento de la justicia. Eso significa, según Mariana, que es legítima la resistencia a la autoridad del monarca, ya en lo general, ya en lo individual, ora a través de un levantamiento armado, ora a través del tiranicidio. La muerte del déspota, de cualquier forma que se ejecute, no es un crimen, sino el ejercicio de un derecho y el cumplimiento de una obligación. Francisco Suárez, en su Tractatus de Legibus ac Deo Legislatore (Tratado de las Leyes y de Dios legislador), escrito en 1612, establece que la sociedad tiene todo el derecho de gobernarse a sí misma en la forma en que más convenga a sus intereses. Esta es una ley social equiparable en cierto modo a una ley natural, porque ni siquiera el Papa puede cambiarla. Ni siquiera Dios, agregaría Grocio. Este derecho, que los constituyentes de Apatzingán convertirían en ley constitucional en 1814, es invocado por Morelos, al declarar en el tribunal del Santo Oficio que “entró en la insurrección llevado de la opinión de su Maestro Hidalgo, pareciéndole se hallaban los americanos, respecto a España, en el caso de los españoles, que no querían admitir el gobierno de Francia. Y más cuando oyó decir a los abogados que había una ley en cuya virtud, faltando 375

En el huacal número 2 de los libros de Morelos figura, en 20o. lugar, un tomo de a folio, Ludovico de Molina. “Se trata del jesuita español Luis de Molina, también del Siglo de Oro, que escribió dos principales obras; una, Concordia liberi arbitrii cum gratiae donis, y la otra, De Iustitia et Iure. Este último tratado contiene importantes principios sobre el origen de la autoridad, la residencia de la potestad política y las condiciones de una eventual resistencia”. Ibid.

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el rey de España, debía volver este reino a los naturales, cuyo caso creía verificado”. Una forma de gobierno cualquiera incluyendo la monarquía, según Suárez, no depende de la voluntad de Dios —salvo en la medida en que el mundo entero depende de dicha voluntad— sino del pueblo. De allí que un Estado pueda ser gobernado por un rey o de otra forma cualquiera. En todo caso, la soberanía se deriva de la comunidad y existe sólo para su bienestar. “La soberanía dimana del pueblo —diría Morelos— el que sólo quiere depositarla en sus representantes”.376 Y cuando el poder político no garantiza los intereses de la sociedad, independientemente de la forma que tenga, la sociedad puede, debe y tiene el derecho de cambiarlo. Este principio se deriva no sólo de la justicia sino incluso de una especie de ley natural. Francisco Xavier Alegre, por cierto, publicaría durante su destierro en Italia, a fines del XVIII, su magna obra en varios volúmenes: Institutionem Theologicarum (Instituciones Teológicas), cuyos principios políticos, como los de Tomás de Aquino, Mariana y Suárez, además de reafirmar la supremacía espiritual y política del Papa, sostienen el derecho del pueblo a establecer la forma de gobierno que más le acomode, e incluso a modificarla si ello es necesario; bajo el concepto de que la resistencia del pueblo a la autoridad es legítima cuando ésta es usurpada o tiránicamente ejercida. Es probable que Morelos haya conocido esta obra, introducida en la Nueva España a fines del siglo XVIII y principios del XIX. En todo caso, el pensamiento político que corre por su obra era ampliamente compartido por muchísimos clérigos incorporados al movimiento insurreccional. En el inventario de los libros de Morelos se encuentran dos célebres teólogos dominicos del Siglo de Oro español: Melchor Cano y Domingo de Soto. El primero es autor de De Locis Theologicus (1563), obra que el Maestro Hidalgo recomienda en su Disertación, y el otro es Soto, que “junto con Vitoria y Cano, renovó la escolástica en España... y que escribió dos obras fundamentales: De Natura et Gratia, y De Iustitia et Iure”.377 Hugo Grocio no es jesuita, ni siquiera clérigo, pero resultado 376

Morelos y Pavón, José Ma., Sentimientos de la Nación, Art. No. 5.

377

Ibid.

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inevitable del pensamiento de Suárez, por una parte, y por la otra, de Francisco de Vitoria, y sería honrado, a su vez, como fundador del Ius Gentium, el Derecho de Gentes, o sea, del conjunto de normas jurídicas que rigen las relaciones de los pueblos organizados, hoy llamado Derecho Internacional. Autor del tratado De Iure Belli ac Pacis (Tratado sobre el Derecho de la Guerra y de la Paz), publicado en 1625, sostiene en sus páginas, como Suárez, que hay un derecho superior al derecho objetivo de las naciones, que es el derecho natural, común a todos los pueblos, y que, en consecuencia, además del derecho ordinario de cada país, existe otro que es común a todas las naciones, gobernantes o súbditos, protestantes o católicos, cristianos o no cristianos, y aplicable tanto en la guerra como en la paz.378 Morelos invocaría sus principios para regir la contienda entre españoles y americanos, realistas e insurgentes, monárquicos y republicanos, e incluso se fundaría en ellos para declarar que la de independencia era una guerra justa.379 2. LOS FILÓSOFOS PROHIBIDOS Después de Grocio vinieron otros filósofos, cuyas obras sin du378

Según Herrejón Peredo, Morelos invocó a Grosin, no a Grocio: coautor de un Prontuario de Teología Moral del dominico español Francisco Lárraga, reformado y añadido por Francisco Santos y Grosin. (Op. Cit., p. 56). 379

Tan probable es que Herrejón Peredo tenga razón como que no la tenga, en lo que se refiere a la cita de Grosin, en lugar de Grocio. Para salir de esta duda (y de otras muchas), en diciembre de 1983 propuse a Cuauhtémoc Cárdenas, gobernador de Michoacán, a solicitud de su Director de Cultura, que patrocinara y financiara —contrato de por medio— la edición ordenada cronológicamente de los expedientes que forman los procesos de Morelos, reorganizados y basados en una nueva versión paleográfica. “Huelga decir —señala Lemoine— que es urgente, para el decoro de la historiografía mexicana, publicar en un solo volumen, debidamente anotado, la documentación íntegra de estos sonados procesos”. Esta nueva versión hubiera sido hecha por un pequeño equipo formado por paleógrafos, historiadores y juristas, todos ellos profesionales y especialistas en el tema, coordinados por mí, a fin de atacar los problemas que se derivan de la redacción e interpretación de las actas desde diferentes ángulos. Los procesos se habrían reorganizado, ordenado y publicado con las anotaciones resultantes, precedidos de un estudio preliminar. Meses después, al no firmar el Ing. C. Cárdenas el contrato, la UNAM rescató el plan, en lo esencial, y me apoyó para convertir el estudio preliminar en este libro, que apareció en septiembre de 1985, dejando pendiente la parte documental. Poco tiempo después me enteré que Herrejón Peredo había publicado en Michoacán los procesos de referencia, aunque sin los elementos de hermenéutica, paleografía y anotaciones plantados en mi proyecto, y bajo una interpretación de conjunto no sólo diferente sino contraria a la expuesta en estas páginas.

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da conoce Morelos: de ello será acusado por el promotor fiscal del Santo Oficio, quien menciona los nombres de Hobbes, Espinoza, Helvecio, Voltaire y Rousseau, entre los más importantes. Su influencia en el pensamiento de Morelos, en efecto, es evidente en algunos aspectos generales, pero no en los particulares ni en todos sus puntos. Dejando por sentada su coincidencia en algunos tópicos, aquí nos limitaremos a plantear algunas de sus diferencias. El inglés Thommas Hobbes, en su Leviathan (1651), escrito también, como los anteriores, en latín, y el holandés Baruch Espinoza, en su Tractatus Theologicus-politicus (Tratado Teológico Político), editado en 1670, parten, como los jesuitas, de la tesis del contrato social. Espinoza en un continuador de la obra de Hobbes, pero su objetivo fundamental es demostrar que la libertad de pensamiento es compatible con la “conservación de la piedad” (la religión católica) y con la paz del Estado. En cambio, la destrucción de la libertad disminuye la paz “y la piedad misma”. Los dos autores se basan en el principio de que la finalidad del Estado no es otra que la de garantizar la paz y la seguridad de la vida, y por ende, la libertad de pensamiento; pero escribieron para apoyar el Poder Absoluto. Mientras más absoluto es el poder, según Espinoza, más tiende a ser un buen gobierno, independientemente de la forma que adopte. Y según Hobbes, mejor gobierno será mientras más se parezca a una monarquía absoluta. Morelos conoce a estos pensadores y coincide con ellos en lo que se refiere a la finalidad del Estado, no así con la tesis de la monarquía absoluta, a la que llama tiranía en sus escritos políticos, llegando al extremo de rechazar cualquier forma de gobierno absoluto o, en sus propios términos, despótico, lo que lo haría oponerse no sólo al gobierno colonial español sino también, llegado el momento, al organismo político presidido por López Rayón. Helvecio y Voltaire, por su parte, escribieron en francés, no en latín. De ellos podría decirse otro tanto, o sea, que el héroe coincide ideológicamente con algunos de sus postulados filosóficos, no con otros, y aún agregarse que sus diferencias son más importantes que sus coincidencias. En su obra De l’Esprit, Tratado sobre el Espíritu (1795), Claude Adrian Helvetius desarrolla los principios materialistas de Hobbes y llega a la conclusión de que la ética natural es la clave de la política. Por consiguiente, la política descansa en la promulgación de las buenas leyes, “único medio de hacer virtuosos a los hombres”. Morelos piensa también que “como la buena ley es superior a todo hombre, las que dicte nuestro Congreso deben ser

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tales que obliguen a constancia y patriotismo, moderen la opulencia y la indigencia, y de tal suerte aumente el jornal del pobre, que mejore sus costumbres y aleje la pobreza, la rapiña y el hurto”.380 Coincide igualmente con Helvecio en su rechazo al despotismo, por considerar -a contrario de Hobbes y Espinoza- que éste hace más bestiales, no más humanos, a los hombres; pero los principios de Morelos, a diferencia de los del pensador francés, no son materialistas sino idealistas, tomistas y cristianos. Y nuestro mexicano, digno discípulo del Maestro Hidalgo, piensa que no basta con la promulgación de la buena ley sino que es necesario, además, el buen gobierno, encargado de aplicarla y hacerla cumplir. Voltaire, que escribió también en francés, fue un gran defensor de la libertad de pensamiento y un demoledor de la intolerancia religiosa; pero sintió poco interés por la política —excepto para apoyar a la monarquía absoluta— y un gran desprecio hacia las masas humanas —a las que consideraba crueles y estúpidas—. Es difícil que Morelos se haya entusiasmado con sus obras, ya que nuestro caudillo creía, por el contrario, que las masas constituyen la fuente del Poder Político; rechazaba la monarquía absoluta, a la que llamaba tiranía, y aunque partidario de la libertad de pensamiento, consideraba, como Espinoza, que ésta también podría florecer en toda su plenitud, sin necesidad de demoler al cristianismo. Una cosa muy diferente sucede con Juan Jacobo Rousseau. El pensador ginebrino, tanto en su Discurso sobre la Desigualdad (1754) como en su Contrato Social (1762), parte de principios políticos admitidos por los filósofos de su tiempo, pero llega a conclusiones que irritaron y perturbaron a Condorcet “como si tuviera a mi lado un alma condenada”. Las tesis de Rousseau no sólo lo situaron más allá de los ilustrados o enciclopedistas franceses de su época sino aún en contra de ellos. Y es que mientras éstos galopaban, lanza en ristre, contra la fe y la religión, apoyándose en la razón y el progreso, Rousseau, por el contrario, ataca la razón diciendo que “un hombre que piensa es un animal perverso” y hace descansar el orden social en los sentimientos humanos, con respecto a los cuales apenas difieren los hombres entre sí. Aquéllos, los ilustrados, exaltaban el individualismo más feroz, en tanto que éste, el pensador suizo, afirma que la 380

Morelos, José Ma., Sentimientos de la Nación, Art. 12.

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sociedad debe apoyarse en la solidaridad humana, que nace de la pertenencia a una comunidad. Los ilustrados desconfiaban de las masas y creían en las élites intelectuales, círculos de la razón, depositarias del progreso y, por ende, acreedoras del Poder político. Eran los filósofos de la burguesía naciente. Rousseau, en cambio, cree que “lo que no es el pueblo apenas merece ser tomado en cuenta” y afirma que éste es la suprema fuente del Derecho y del Poder así como el único beneficiario de la actividad del Estado. Los ilustrados, por último, partían del principio del contrato social para justificar la monarquía absoluta, encarnación política del despotismo ilustrado. Rousseau, por el contrario, arranca del principio del contrato social para condenar la monarquía, el despotismo y la tiranía, y exaltar la democracia, el gobierno del pueblo. Es posible que nuestros pensadores americanos, muchos de ellos eclesiásticos e incluso teólogos, encontraran una profunda relación de continuidad entre las ideas de Santo Tomás, pasando por los jesuitas —sin olvidar a Grocio—, hasta llegar a Rousseau. El espíritu atormentado del pensador ginebrino, que tanto impresionara a Condorcet, no era más que el reflejo y la expresión del espíritu de la sociedad enferma, martirizada y explotada en la que vivía; sociedad que en ningún modo era peor que la que se arrastraba, miserable y desgarrada en la América mexicana, y que conociera Morelos en sus mismas entrañas. El Siervo de la Nación cree en la razón y el progreso; pero, como Rousseau, confía más en los sentimientos y emociones, fuentes de igualdad entre los hombres. Su proyecto político lo titula, no Razones de la Nación, sino Sentimientos de la Nación. No rechaza la sabiduría de las élites y de los individuos sobresalientes. Al contrario. La aprecia profundamente, siempre y cuando se ponga al servicio del pueblo. Pero considera que la sabiduría del pueblo es más profunda, rica y firme que la de las élites. Y al sustentar, como Rousseau, la tesis de la soberanía popular, se opone al despotismo —cualquier forma de despotismo—, ilustrado o no, así como de la monarquía absoluta, pronunciándose en cambio por la república democrática. No concibe a nadie más que al pueblo en el Poder. Morelos es partidario de las ideas de los grandes teólogos cristianos, aunque también de las de Rousseau, entre las cuales, a pesar de sus indiscutibles diferencias, hay también una relación de continuidad. Aunque no lo declara ante el tribunal, es culpable de

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haber compartido los principios teológicos, filosóficos, jurídicos y políticos de Tomás de Aquino, Juan de Mariana, Francisco Suárez, Hugo Grocio, Juan Jacobo Rousseau y otros filósofos prohibidos. No lo confiesa así porque, considerándose las ideas de muchos de estos pensadores teñidas o impregnadas de herejía, reconocer que las ha leído en tales autores es admitir que él mismo ha incurrido en ella. En otras palabras, es entregar al tribunal la justificación de la sentencia en bandeja de plata. Además, entró en la lucha política, no llevado de la opinión de Santo Tomás, Suárez, Mariana, Vitoria, Hobbes, Espinoza, Voltaire, Helvecio, Rousseau o cualquier otro pensador europeo, sino “llevado de la opinión de su Maestro Hidalgo”. Él no es ningún “átono” de España ni de cualquier otro país europeo, sin fuerza para pensar por cuenta propia, sino un discípulo del rector de San Nicolás...

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XV ALGÚN VENENO QUE LLEVE CONSIGO SUMARIO. 1. Francisca de la Gándara de Calleja: a) la rica heredera criolla; b) su captura por los insurgentes; c) las alhajas de la virgen de Zitácuaro; d) esperanza de la generala en Cuautla; e) primera dama del reino. 2. La enigmática visita al calabozo: a) la acusación contra el alcaide; b) el misterioso perfil de un virrey; c) el suicidio como recurso político; d) lucha sorda por la forma de morir.

1. FRANCISCA DE LA GÁNDARA DE CALLEJA El jueves 23 de noviembre ocurren cosas extrañas en la capital del reino. Mientras la causa del Santo Oficio se despacha a todo vapor, en las cámaras privadas del palacio real y en las cárceles secretas de la Inquisición ocurren desgarradores e impresionantes acontecimientos, no del todo claros. Inútil recurrir a los periódicos o a alguna otra fuente documental en busca de información. Nada se publica sobre este trascendental asunto. El silencio es un arma política que aprovecha el gobierno colonial para beneficio de sus intereses. La Gaceta de México del sábado 25 de noviembre, que debió haber publicado alguna noticia al respecto, se limita a reproducir partes militares sobre las batallas de Ixtlahuaca y Tulancingo; el primero, firmado por el teniente coronel Matías Martín de Aguirre, y el segundo, por el teniente coronel Francisco de las Piedras; batallas ambas sostenidas a finales de octubre anterior. Publícase también el acta solemne del pueblo de Tetelaca, negando que alguno de sus habitantes haya tenido poder alguno para representarlo en el Congreso Mexicano. Y se anuncia, como siempre, la venta de diversos bienes, en este caso, “una casa de altos que se halla bajando el puente de Santa María, sobre la derecha mirando al Sur, apreciada en 3,300 pesos”. Se ofrecen igualmente varias obras literarias: Almacén para Señoritas, cuatro tomos, en siete pesos; Biblioteca para Damas, dos tomos, en cuatro pesos; el Altieri, curso filosófico, en ocho pesos y, sobre todo, la Atala o los amores de dos salvajes en el desierto, de Chateubriand, en sólo dos pesos. En cambio, nada sobre los procesos de Morelos. Sigue cayendo un

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silencio sepulcral sobre este tema.381 Hay tres acontecimientos históricos que hemos situado en la noche del jueves 23 al viernes 24 de noviembre, porque todos dejan su huella en esta última fecha. Uno de ellos es la supuesta e inusual intervención de la señora Francisca de la Gándara de Calleja en los asuntos políticos del reino y, particularmente, en el de Morelos. Otro, la hipotética visita del virrey Calleja a la celda secreta del héroe. Y el último, el no menos supuesto intento de suicidio del notable acusado. Por lo que se refiere al primero; ¿quién era ella? Francisca de la Gándara es la última de las tres hijas de sus padres —la bebé de la familia— y queda huérfana a muy temprana edad. Nace el 29 de enero de 1786, día de San Francisco Sales, motivo por el cual es bautizada con el nombre de María Francisca en la hacienda de San Juan de Vanegas, propiedad de su padre, en San Luis Potosí. Al quedar huérfana de padre y madre es educada por su tío Manuel, alférez real de la plaza. Toda la familia de la Gándara es de San Luis Potosí, aunque sería mejor decir que San Luis Potosí es de dicha familia. Durante los años de su infancia y adolescencia, vive con los suyos en la ciudad, pasando por lo menos tres meses cada año en la hacienda de Bledos, propiedad del alférez real. El 23 de enero de 1907, María Francisca, “española doncella de veinte años de edad”, contrae matrimonio con Félix Ma. Calleja del Rey, sin tener hijos sino hasta siete años después.382 En 1809, a los dos años de haberse casado con el general, empieza a padecer una molesta enfermedad de los ojos que le es atendida por el físico Anastasio Bustamante, médico de Calleja, nativo de Jiquilpan, Michoacán, de 29 años, recién llegado a San Luis y que sería oficial del ejército español; secundaría el Plan de Iguala de Iturbide, en 1821, y llegaría a ser Presidente de la República Mexicana. El 10 de noviembre de 1810, estando ausente Calleja, la ciudad de San Luis se rinde a las fuerzas insurgentes. Seis días después hace su entrada el jefe Rafael Iriarte, quien autoriza el saqueo. Así 381

Gaceta de México, sábado 25 de noviembre de 1815, Tomo VI, No. 826.

382

Nuñez y Domínguez, José de J., La Virreina Mexicana, Doña María Francisca de la Gándara de Calleja, Imprenta Universitaria, UNAM, México, 1950, pp. 73, 74 y 99.

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pierden los Calleja sus alhajas, plata labrada, dinero y papeles, que habían dejado en custodia en el convento de San Francisco. “La esposa del general Calleja —dice Alamán— cayó en poder de Iriarte y fue tratada con toda consideración”.383 El insurgente no la retendría en su poder largo tiempo. “Y no sólo no le causó daño alguno —agrega Zamacois— sino que la proveyó de un pasaporte para que pudiera seguir adelante y se reuniera con Calleja, que se hallaba a la sazón en Lagos”.384 Desde entonces, Calleja llevaría consigo a su esposa a todas partes. Bustamante, no el físico (médico) sino el cronista (casi abogado), se dedica a seguir sus pasos, como los de todos sus contemporáneos. En enero de 1812 ve a la joven y rica dama en la villa de Zitácuaro —sede de la Junta Nacional Americana presidida por López Rayón—, destruida con saña por órdenes de su marido. ”En breve veremos el templo de Nuestra Señora de los Remedios, patrona de Zitácuaro, incendiado; la imagen robada con sus alhajas, que pasaron a ser de la esposa de Calleja”.385 De esta suerte, lo que fácil se pierde en San Luis, fácil también se gana en Zitácuaro. Más tarde, en Guanajuato, el seco y autoritario general ordena que se requisen todas las armas, especialmente las de los ricos, no por ser armas sino por tener empuñaduras de oro. “Porción de éstas y de otras alhajas de este metal se trajeron a México a la llegada de Calleja —denuncia Bustamante—, se machacaron y se entregaron al montador José Vera a cambio de piochas de diamantes para su mujer”.386 El 19 de febrero de 1812, al atacar Cuautla —que dijo que tomaría en dos horas—, Calleja llega con su señora en coche cerrado a los límites de la población, “y descendiendo de él montó a caballo, dejándole a su esposa instrucciones de reanudar la marcha al primer aviso para almorzar en Palacio”. El lugar en que espera la dama se llamaría después “calle de la esperanza de la generala”, porque allí perdió la esperanza de ir a comer a la casa de Morelos. Más de dos meses y medio después, el 1o. de mayo de 1812, se sorprende a la señora a las cuatro de la mañana frente al catre de su marido enfermo, casi agonizante, a quien la crónica describe “ja383

Ibid., p. 144.

384

Ibid., p. 145.

385

Ibid., p. 173

386

Ibid., p. 174.

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deante y desfallecido, con el sufrimiento pintado en el semblante cadavérico; cuando irrumpe en la tienda de campaña un joven, que comunica a Calleja la sensacional noticia de que Morelos ya había salido de Cuautla”. El general “no acertaba a creer lo que oía —dice Bustamante—, tan imposible parecía”. El vencedor tendría que hacer el regreso a México en coche, casi muriéndose de la disentería, cuidado por su esposa y su médico. Esto no se lo perdonaría jamás a su enemigo. Un año después, el 28 de febrero de 1813, la señora Francisca de la Gándara recibe de su marido la muy grata noticia de que ha sido nombrado virrey de la Nueva España. El 4 de marzo siguiente, al terminar las ceremonias políticas de estilo, ambos toman posesión del Palacio Real. En su nueva residencia, organiza con cierta frecuencia fiestas y tertulias, y permite que le rindan tributo los poetas de su reducida corte, entre los cuales uno de los más importantes es nuestro deán Mariano de Beristain —miembro de la Junta Eclesiástica que condena a Morelos a la degradación—, que canta: “Bebamos, brindemos // con las copas llenas // por la generala // que hoy honra esta mesa”.387 Su nueva vida le sienta tan bien que casi dos años después de vivir en el Palacio Real —el primero de diciembre de 1814— da a luz a su primer hijo, mejor dicho, a una niña, a la que llama María Concepción. A los pocos meses se le observa nuevamente embarazada. El 22 de noviembre de 1815 se entera de que Morelos es recluido en las cárceles secretas del Santo Oficio; juzgado de inmediato por la Jurisdicción Unida y entregado al día siguiente al tribunal de la Inquisición. No ignora lo que ello significa. Ve en su imaginación el cuerpo de condenado en el centro de la plaza de armas consumido por las llamas. Sus angustias y remordimientos le causan fuertes sacudidas en sus entrañas. Ese día —supuestamente— pide a su marido que no prive de la vida a su notable prisionero. El rumor sale del propio Palacio. Lo curioso es que jamás será desmentido. Es nuevamente el cronista Bustamante el que lo oye y lo consigna: “Su esposa -dice-, de rodillas, lo estrechó fuertemente para que lo mandase a España. ¿Quieres —le dijo— que mañana amanezca yo preso como mi antecesor Iturrigaray?”388 En otro lugar, el mismo escritor asienta: “Esta buena señora y fiel americana procuró calmar muchas veces los arrebatos terribles de su marido, y aunque lo 387

Ibid., p. 183.

388

Ibid., p. 240.

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dominaba, no pudo recabar de él pidiéndole con lágrimas que perdonase la vida al general Morelos, pues temía Calleja que por este acto de clemencia lo depusiesen los comerciantes del Parián de México, como lo hicieran con su antecesor Iturrigaray”.389 En realidad, a Calleja nadie lo dominaba, ni su mujer, salvo, algunas veces, quizá, su secretario privado, Bernardo Fernández Villamil, que era “un muñeco que llamaba la atención de cuantos le veían por sus dulces meneos, más resalados que los de una gitana de playa, su juego de ojos negros, requiebro y maneras mujeriles”, y que pretendía dominar a su jefe “como los eunucos de Persia a sus reyes”.390 Pretendía hacerlo, pero no lo lograba enteramente: menos su esposa. Por otra parte, el símil entre él y su antecesor Iturrigaray no tiene ningún fundamento; éste fue depuesto por los comerciantes del Parián por aceptar la propuesta del Ayuntamiento de México, en el sentido de fungir como “encargado provisional del reino”; es decir, por ponerse a la cabeza de una nación en proceso de ser independiente, no por perdonar a un rebelde, como doña Francisca se lo pidió a Calleja. Además, Iturrigaray no tenía el control del ejército, como Calleja en esos momentos. Así que no pudo dar una respuesta parecida, y en el supuesto de haberlo hecho, mintió. Lo que parece probable es que ella intercediera por Morelos para que se le enviara preso a España, en lugar de ser bárbaramente inmolado en México. Y aunque no lo logra, por lo menos contribuye de algún modo a que se mitigue la crueldad de la pena, porque el héroe morirá como un soldado, fusilado por un pelotón militar, no como hereje, en la pira reservada a tales “delincuentes”. En todo caso, el drama del gran insurgente capturado aparentemente precipita el alumbramiento. Dos días después, el domingo 26 de noviembre —el mismo día en que concluye el proceso del Santo Oficio—, nace un niño débil y prematuro. La sufriente madre está a punto de perder la vida a consecuencia del mal parto. Se le deja descansar el lunes, día en que se lleva a cabo la degradación de Morelos, pero temiendo lo peor, el martes se hace necesario que el arzobispo Pedro de Fonte se traslade urgentemente al Palacio Real y bautice al niño con el nombre de Félix Ma. Calleja del Rey y de la

389

Ibid., p. 240.

390

Ibid., p. 213.

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Gándara.391 El heredero logrará vivir sólo un mes y medio: escasos 47 días, para ser exactos. Morelos será ejecutado el 22 de diciembre de 1815. El niño fallecerá 23 días después, el 14 de enero de 1816. En los oídos de la espantada mujer resonarían las violentas palabras del profeta Jeremías: “Los castigaré... Sus niños y niñas morirán de hambre. No habrá sobrevivientes. Dejaré caer la desgracia sobre esta familia”. Los efectos de la profecía clerical no durarían largo tiempo. Apenas salida de México, la señora dio muestras de una fecundidad sorprendente. En La Habana tuvo a Ma. Guadalupe, el 25 de abril de 1817, y en Madrid, al segundo Félix María, el 27 de octubre de 1818, así como a María del Carmen, el 1o. de marzo de 1821, la nación en vísperas de ser independiente.392 2. LA ENIGMÁTICA VISITA AL CALABOZO La noche del jueves 24, Calleja parece haber rendido visita a Morelos en su calabozo. Rumor también, como el otro, aunque tampoco nunca desmentido. Bustamante asegura que “entre los que fueron a conocer al héroe, el virrey se presentó disfrazado una noche”.393 Lo que significa que la visita no es oficial sino secreta. El rumor tiene fundamento. El fiscal del Santo Oficio acusaría posteriormente (el 16 de marzo siguiente) a Esteban de Para y Campillo, alcaide de las cárceles secretas, de múltiples irregularidades, negligencias y abusos en el ejercicio de sus funciones. En el acta de la acusación, perdida entre los 68 puntos que la componen, aparece esta referencia: “Entre las diez y las once de la noche —no señala fecha—, un teniente coronel, un capitán y otro sujeto, acompañados de uno de los alcaides y un mozo, entraron a la cárcel misma de Morelos”.394

391

Ibid., p. 242.

392

Ibid., pp. 254, 256 y 262.

393

Ibid., p. 242.

394

Acusación presentada por el promotor fiscal del Santo Oficio contra el alcaide de las cárceles secretas de la Inquisición Esteban Para y Campillo, en Morelos, Documentos Inéditos y poco conocidos, Vol. III, Tomo III, pp. 65 a 85. Puntos 37 y 38.

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¿Quiénes son estos militares? ¿Cómo entran a ese lugar tan severamente vigilado? ¿Quién los autoriza? ¿Quién es el “otro sujeto” escoltado por oficiales de tan alta graduación? Nada se sabe de esta misteriosa visita, salvo que ocurre a altas horas de la noche; que los que la realizan no necesitan pase; que éstos atraviesan sin dificultad la densa guardia de doscientos hombres apostada en el primer patio del edificio; que aunque no pertenecen “al secreto del Santo Oficio”, llegan hasta la celda misma de Morelos; que a pesar de todo lo anterior, no se fulmina en su contra la terrible pena de excomunión mayor, y que no son detenidos por nadie, ni a la entrada ni a la salida, ni en el Palacio de Santo Domingo ni fuera de él, sino al contrario, servidos hasta por el alcaide de las cárceles secretas. Es tan densa la oscuridad en que se mueven estos personajes, que su identidad nunca llegará a precisarse. Hay quienes suponen que el “otro sujeto” es un informante del virrey. Va al calabozo en cumplimiento de una misión de Estado. Pero entonces, ¿por qué tanto misterio? ¿Por qué tanto cuidado en ocultar su identidad, al grado de ir disfrazado? ¿Cuál misión de Estado? ¿Dónde está su reporte? No existe. Otros, en cambio, concuerdan con Bustamante y suponen que el “otro sujeto” es nada menos que Calleja en persona, sólo que disfrazado. Esta última hipótesis tiene bases. Nadie más que un virrey puede ser escoltado por altos jefes del ejército y guiado por el propio alcaide de las cárceles secretas hasta el reclusorio mismo de Morelos, durante las altas horas de la noche en que gustaba moverse el gobernante, sin necesidad de documento alguno ni dejar huellas de su paso. Aunque las sombras son espesas, parece descubrirse entre ellas, al débil golpe de luz del proceso contra el alcaide —expediente al que se le dio carpetazo— el inconfundible perfil de Calleja. Si esto es lo que ocurrió, lo que hablaron estos dos hombres —dos mundos históricos frente a frente— nadie lo sabrá jamás. La presencia de Morelos, en todo caso, sin duda impresiona al virrey. ¿Qué es lo que le asombra y perturba el espíritu? ¿Su serenidad, su temple, su sangre fría, su aplomo, su fuerza interior? Ambos dejan huella de sus sentimientos: Morelos, en el tribunal; Calleja, en la oficina. Aquél embiste al día siguiente contra el Santo Oficio con más violencia e ironía que nunca: éste revela su miedo o, cuando menos, su preocupación, sus dudas, sus vacilaciones, en una carta al inquisidor. Para Morelos, todo ha acabado en lo personal. Puede dormir tranquilo. En cambio, Calleja es sacudido esa

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noche de pesadilla. Al día siguiente, que será viernes, muy temprano, el virrey envía al inquisidor Flores una extraña carta —con carácter confidencial— en la que le transmite sus temores por la vida del prisionero. “El señor coronel don Manuel de la Concha dice- me ha manifestado sus recelos, por algunas observaciones que hizo mientras estuvo hecho a cargo de la persona de Morelos, de que este reo pueda atentar contra su propia vida por medio de algún veneno que lleve consigo”.395 Las observaciones a que se refiere el gobernante español, ¿fueron efectivamente del coronel Concha? ¿O suyas? Si fueron de aquél, ¿por qué se las transmitió verbalmente y no por escrito? ¿Por qué hasta la noche del jueves 23 y no antes? ¿No es más probable que dichas observaciones hayan sido hechas por el propio virrey? ¿Cómo vio al prisionero -si es que lo vio- la noche anterior? ¿Lo encontró muy entero, muy confiado, muy seguro de sí mismo? ¿De dónde le salieron sus recelos de que pudiera atentar contra su propia vida? ¿Trató Morelos efectivamente de suicidarse? ¿Prefirió ingerir algún veneno antes de permitirle al sistema colonial que lo arrojara a las llamas? “He creído participarlo a usted —agrega Calleja— para que haga que esté a la vista y se registre su vestido y todo aquello de que haga uso, a fin de impedir un suicidio que, sobre el daño espiritual que le ocasionaría, produciría otro político de no poca gravedad y trascendencia”.396 ¿Cuándo este asesino de insurgentes —el más terrible de todos— se condolió por el alma de alguno de ellos? ¿Cuándo se volvió sensible y piadoso? ¿Por qué ahora tanto interés en el “daño espiritual” que pudiera ocasionarse a sí mismo el prisionero? ¿No estará más preocupado por el “daño político” que produzca a su gobierno? ¿No teme que, aún en prisión, su temible enemigo cause al Estado colonial —con su supuesto suicidio— un perjuicio “de no poca gravedad y trascendencia”? Al recibir el oficio anterior, el inquisidor Flores, bastante desconcertado, se apresura a contestarlo el mismo día: “A todos los reos 395

Doc. 18. Oficio muy reservado del virrey al inquisidor fechado el 24 de noviembre de 1815, en el que le previene que Morelos puede atentar contra su vida (Hernández y Dávalos, Op. Cit.) 396

Ibid.

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le informó- se les registra el vestido y cuanto traen antes de entrar en las cárceles de este tribunal, por el alcaide y su teniente”. Sin embargo, queriendo tranquilizar al virrey, agrega: “Ahora les he encargado el mayor cuidado de dicho reo Morelos, para evitar los recelos de vuestra excelencia, y aún míos”.397 ¿Tiene en efecto Morelos la intención de suicidarse? No es creíble. Aunque convertido en soldado, el distinguido cautivo es no sólo un cristiano sino incluso un sacerdote católico. Ha cambiado de profesión, no de fe religiosa. Para él, la vida del hombre debe ser, en principio, una imitación de Cristo. La lucha por sus ideales políticos no lo ha eximido de las consecuencias de su ideal cristiano, sean las que fuesen. De acuerdo con sus creencias, su vida no le pertenece. No tiene derecho a disponer de ella. Puede privar de la vida a otro por una justa causa; pero no existe ninguna causa, por justa que sea, que lo autorice moralmente a quitarse la suya propia. Debe esperar su fin, cualquiera que éste sea y llegue como llegue, y apurar el cáliz hasta las heces. Por otra parte, en todas las prisiones del mundo existen canales secretos de comunicación entre la oscuridad interior y el mundo exterior. Es posible hacer llegar a los reclusos cualquier cosa, por vigilados que estén. De desearlo verdaderamente, Morelos puede obtener de sus numerosos y ocultos partidarios —quizá de la propia virreina— el supuesto veneno y poner fin a su vida, tanto para no comprometer a nadie —en el caso de que se intente arrancarle declaraciones bajo tortura— cuanto para causar al Estado —como teme Calleja— “un daño político de no poca gravedad y trascendencia”. Si no lo hace es porque no se lo propone. La desconfianza y la inquietud del virrey parecen más una proyección de sus monstruosos temores que un designio real de su enemigo. Cabe suponer, sin embargo, que la idea de ser quemado vivo haya sido para el prisionero no sólo demasiado humillante sino también, de acuerdo con sus creencias, el final de su alma y no sólo de su cuerpo. En tal caso, el suicidio sería preferible antes que el infamante suplicio. Esta es una posibilidad bastante remota, pero no menos real. La seguridad de que lo lograra —si se lo proponía— aunque forzó a Calleja a redoblar la vigilancia, lo indujo al mismo

397

Doc. 15. Oficio del inquisidor al virrey fechado el 24 de noviembre, en el que le informa que a todos los reos se les registra el vestido y cuanto traen antes de entrar a las cárceles. (Hernández y Dávalos, Op. Cit.).

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tiempo a disponer que disminuyeran las presiones sobre el insurgente e incluso que se modificara la naturaleza de la pena inquisitorial. Los inquisidores indirectamente lo confiesan. “Si el rigor del Derecho hubiéramos de seguir —declaran en su sentencia—, le pudiéramos condenar a grandes y graves penas”.398 ¿Qué penas son éstas? ¿No las de degradación y relajación? ¿Para qué relaja la inquisición a un reo y lo entrega al brazo secular? ¿No para que éste haga lo que aquélla no puede hacer? El Estado entiende una cosa si la relajación es hecha por el tribunal eclesiástico, y otra, si lo es por el de la inquisición. En ambos casos, las penas son igualmente severas; pero en el primero, por transgredir leyes ordinarias, las leyes del hombre, y en el segundo, por vulnerar las leyes de Dios. En aquél, se procede a extinguir la vida corporal del condenado por cualquier medio: soga, garrote o plomo; en éste, la del alma, por medio del fuego. Si los jueces inquisidores no llegan a este extremo es “por algunas causas y justos respetos que a ello nos mueven” ¿Qué causas. ¿No son acaso las de haber sido compelidos a conmutar las “grandes y graves penas”, por razones de Estado? ¿Qué justos respetos? ¿Hay respetos más justos que los del virrey en persona? Sobre todo, ¿los de este virrey en especial, tan implacable y autoritario? ¿Qué otras causas y qué otros justos respetos tienen la fuerza suficiente para atemperar la siniestra decisión de un poderoso cuerpo como el inquisitorial? ¿Qué otra cosa puede lograr que conmuten sus “grandes y graves penas” por las de confiscación de bienes y destierro a África, que son las que llegan a imponer? Ahora bien, ¿por qué obra Calleja de esa manera? ¿Está de buen humor? ¿Se dulcifica en vísperas de ser padre por segunda ocasión? ¿Accede a las súplicas de su esposa? ¿O teme que Morelos ingiera de verdad un veneno para escapar al cruel suplicio que le espera y produzca un daño político a su gobierno de no poca gravedad y trascendencia? ¿Ve venir incluso una protesta monstruosa no sólo en la capital sino en todo el reino, comenzando por la de su mujer, pasando por sus notables y acabando por la masa del pueblo, lo mismo de sus amigos que de sus enemigos?

398

Sentencia del tribunal del Santo Oficio, firmada el lunes 27 de noviembre de 1815, en la última Audiencia a puerta abierta.

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Sería erróneo creer que la conmutación de la pena se toma porque Calleja tiene piedad de su enemigo o porque la señora de la Gándara se lo pide, así haya sido de rodillas y casi aborte al hacerlo. Aunque no se descarta su influencia, el gobernante colonial no es persona de hogar sino hombre de Estado. Son razones políticas —no personales ni familiares— las que lo obligan a actuar contra sus deseos. Al pulsar la situación política no sólo del reino a su cargo sino concretamente de la propia capital, comprende perfectamente bien que nunca alcanzará a llevar a su enemigo a la humillante hoguera. Será no sólo inútil sino también peligroso dictar una sentencia imposible de ejecutar. El virrey probablemente calcula correctamente dos cosas; una, que el condenado nunca llegará vivo a la plaza reservada para el suplicio, que tendrá que ser la que está frente al Palacio Real; ya porque él mismo se dé la muerte —como lo teme— o porque sus custodios se vean obligados a dársela antes de permitir que sea liberado por el pueblo, y otra, que vivo o muerto, será rescatado por la multitud asistente al acto. Su llegada a la ciudad de México se había efectuado a altas horas de la noche, en medio de mil precauciones y medidas de seguridad, para impedir “cualquier abuso del pueblo”. Su proceso sumario ante la Jurisdicción Unida se desahogaría secretamente y sin la presencia de testigos, por idéntica causa. Su posterior traslado a otra prisión se llevará también a cabo “después de las doce de la noche”. Su misma ejecución estará rodeada de cautela y reserva. La sentencia de muerte ordena que se le fusile “fuera de garitas, en el paraje y hora que señalaré”, dizque por obsequiar los deseos de la jerarquía eclesiástica; sí, pero, sobre todo, porque en la ciudad de México no será posible hacerlo, y menos en público. Tendrá necesariamente que ser “fuera de garitas”. El lugar y la hora no los confiará ni al papel. Demasiado arriesgado. La orden será verbal. Se la deslizará al oído del verdugo Concha en la misma madrugada del 22 de diciembre —a las tres de la mañana— a fin de ser ejecutada a las tres de la tarde de ese mismo día, en presencia de las tropas que custodien al sentenciado y de la guarnición española acuartelada en su finca de San Cristóbal Ecatepec; nada más. No habrá ni un solo testigo civil. Los dos o tres pertenecientes al clero se obligarán bajo juramento a callar. Consecuentemente, no arroja a las llamas a Morelos, no porque no quiera, sino porque no puede hacerlo. Ordena al tribunal inquisitorial que se conmute la pena, no por razones sentimentales o fami-

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liares, sino por razones de Estado. El proceso del Santo Oficio seguirá su curso, de acuerdo con lo previsto; pero Calleja impedirá a los inquisidores que dicten la inútil sentencia de relajación, imposible de hacer cumplir. La degradación a que ha sido condenado por la jurisdicción eclesiástica será suficiente. Y la muerte, desde luego, en los términos en que lo solicitara el auditor Bataller. Por lo pronto, el asunto del veneno no es -probablemente- más que una suposición del jefe del Estado colonial; pero, de cualquier manera, expresa la lucha entre ambos personajes, su cautivo y él, hasta por la forma de morir. Lucha oscura, apagada y sorda; pero que sigue librándose entre los muros de los fríos y oscuros calabozos —como antes en los campos de batalla— de suerte no menos brutal, apasionada y violenta...

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XVI ARRANCAR LA MALA YERBA INQUISITORIAL SUMARIO. 1. Incompetencia del Santo Oficio: a) causa de su prisión; b) primera monición; c) otra causa. 2. Instrumento del despotismo: a) destino de la Inquisición en la política insurgente, b) casos ordinarios y extraordinarios. 3. Herramienta de la intervención: a) conducta en la península; b) fraude judicial. 4. El pliego acusatorio: a) acusación general; b) cargos concretos.

1. INCOMPETENCIA DEL SANTO OFICIO Al llevarse a cabo la primera audiencia en el tribunal del Santo Oficio el jueves 23 —un día antes de la supuesta visita del virrey— el inquisidor pregunta a Morelos si sabe o presume la causa de su prisión. La primera parte de su respuesta no consta más que de treinta palabras. Son suficientes. Imprimen al proceso inquisitorial su verdadera naturaleza política y militar. Su detención se debe, no al hecho de “haber sido” cura de Carácuaro durante diez años (1800 a 1810), como lo dejó sentado el tribunal, sino al de “ser” en 1815 el gobernante de una nación en pie de guerra por su libertad e independencia, como lo aclarará el deponente. —Dijo que presume que sea por el motivo de haber comandado armas en la insurrección, comisionado por el rebelde Hidalgo para levantar 399 tropas en la Tierra Caliente y Costa del Sur.

Su lenguaje político es otro. Comandó armas en la guerra, no en la insurrección; comisionado por el Generalísimo Hidalgo, no por el rebelde. Pero también el tribunal del Santo Oficio, como antes el de la Jurisdicción Unida, alterará su lenguaje para emplear el que convenga a los intereses del régimen colonial. No importa. Lo que queda nos permite saber que está allí por haber comandado armas, por tener el carácter de soldado americano, por haber hecho la guerra a España, por ser el jefe de un Estado beligerante, en suma, por cuestiones políticas, no espirituales o de religión. En seguida, afirma su carácter de soldado haciendo una descripción de su meteórica y brillante carrera militar. El que habla es

399

Primera Audiencia, por la mañana, de 23 de noviembre de 1815. Respuesta de Morelos a la última pregunta del inquisidor.

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el Teniente General, el Capitán General y siempre el vencedor. —Salió de Carácuaro el 25 de octubre de 1810 por el pueblo de San Jerónimo, Zacatula, Petatlán, Tecpan, Atoyac, Coyuca hasta Acapulco, Chilpancingo, Tixtla, Chilapa, hasta que se levantó la Junta (Nacional Americana con sede en Zitácuaro) en agosto de 1811. —Y después, comisionado por dicha Junta con título de Teniente General, por los pueblos de Tlapa, Chiautla, Izúcar, Cuautla, Tasco, Tenancingo, Cuernavaca. Y que de allí volvió a Cuautla; que estuvo dos meses y medio durante el sitio puesto al confesante por el excelentísimo señor virrey actual; que de Cuautla pasó a Huajuapan, Tehuacán, San Andrés Chalchicomula, Orizaba. Y que de aquí pasó a Oaxaca, donde se mantuvo dos meses y medio. Y que en Chilapa recibió el título de Capitán General por dicha Junta (de Zitácuaro) y el de Vocal de ella. Y que anduvo mandando su ejército por Acapulco, Chilpancin400 go, Valladolid y otros pueblos...

Calla el militar victorioso y omite decir que es nombrado Generalísimo por el Congreso de Chilpancingo y encargado del Poder Ejecutivo de la nación en armas; que a los cuantos meses se le despoja de su cargo, y que no se le vuelve en lo futuro a autorizar mando de armas... —hasta que se le hizo prisionero en el pueblo de Temalaca el día cinco del presente mes por un teniente de patriotas de la División del 401 Comandante Concha.

Dos años quedan fuera del acta. Dos años, en los que sigue como Vocal o Diputado del Congreso, hasta la promulgación de la Constitución de Apatzingán -que será juzgada en ese tribunal- y después, en que es nombrado Vocal del Supremo Consejo de Gobierno. Dos años en los que, a pesar de las limitaciones políticas y militares que le son impuestas por el Congreso —que tanto exasperaran a Cos y Terán— tiene importantes victorias políticas internas frente a Rayón y Bustamante (el cronista), pues logra que se establezca, así sea de forma provisional, la república, en lugar de la monarquía constitucional propuesta por éstos; que se consoliden los tres Poderes del Estado mexicano en Uruapan; que éstos ejerzan su jurisdicción en una dilatada región del país, a pesar de las tropas enemigas y, por último, que aprueben una nueva campaña

400

Ibid.

401

Ibid.

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militar y diplomática —a partir de Tehuacán— para hacer que Calleja (“señor español”, como lo llamó en Cuautla, nunca “excelentísimo señor virrey”, lenguaje de inquisidores) tome “el camino para su tierra”.402 En los preliminares de esta nueva campaña es capturado por un teniente, no de patriotas —él no pudo jamás decir tal cosa— sino de traidores o, en el mejor de los casos, de “tropas de España y no del rey”, que tal es su vocabulario. Desde la primera audiencia, como se ve, queda planteado el carácter del conflicto jurídico y político de este proceso o, si se quiere, el carácter de la litis. El tribunal lo declara presbítero y descendiente de “españoles por ambas líneas”, que ha osado rebelarse contra el legítimo príncipe enarbolando supuestas ideas heréticas. Morelos, por su parte, replica que es representante de una nación que se ha levantado en armas para reclamar sus derechos soberanos y que ha crecido territorialmente a la luz de sus campañas militares, por lo que su asunto debe considerarse político, no religioso, ya que sus ideas son las de una nueva nación, no las de una nueva iglesia. Luego entonces, el tribunal es incompetente para conocer su caso. A pesar de lo dicho, al final de la audiencia, el inquisidor Flores le hace la monición —o advertencia— de estilo para que se produzca con verdad y confiese espontáneamente las herejías en que ha incurrido, amenazándolo con hacer justicia si se niega a ello. La fórmula o sentencia empleada en este caso se reproduciría en las dos audiencias siguientes: “ Fuele dicho que en el Santo Oficio no se acostumbra prender persona alguna sin bastante información de haber hecho, dicho o cometido; visto hacer, decir o cometer a otras personas, alguna cosa que sea o parezca ser contra nuestra santa fe católica... o contra el recto y libre ejercicio del Santo Oficio. Así, debe creer que con esta información ha sido traído. Por tanto, por reverencia a Dios Nuestro Señor y a su gloriosa y bendita madre la virgen María (se le pide) que recorra su memoria y diga la verdad de lo que se sintiera culpado, o supiera de otras personas que lo sean, sin encubrir de sí, ni de ellas, cosa alguna, ni levantar falso testimonio. Haciéndolo así, hará lo que debe como católico cristiano: salvará su alma y su causa será despachada con toda la brevedad y misericordia

402

Doc. 26 (ver nota 12 del Capítulo VII).

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que hubiere lugar. Donde no, se le advierte que se hará justicia.

403

Morelos sabe “su causa será despachada con toda brevedad”, independientemente de su respuesta; que el tribunal no mostrará con él ninguna misericordia, y que, a pesar de su amenazante advertencia, tampoco se le hará justicia. No teniendo ninguna prisa por concluir la audiencia, declara que “puede haber otra causa”. Se le había preguntado la causa de su prisión, expresando que presumía ser por haberse incorporado a las armas nacionales; pero “puede haber otra causa”. Anuncia al tribunal que probablemente sepa por qué comparece ante él y ofrece decirlo, no ahora sino después: —Que considerará -—agrega— y que responderá en otra audiencia.

404

¿Cuál es la opinión del héroe sobre el tribunal de la Inquisición? En el Artículo 4o. de los Sentimientos de la Nación, documento sometido al Congreso mexicano en el solemne acto de su instalación, en Chilpancingo, en septiembre de 1813, propuso que “el dogma sea sostenido por la jerarquía de la Iglesia”. Y por si alguien ignorara lo que es ésta —la jerarquía eclesiástica—, la define diciendo que “son el Papa, los obispos y los curas”. No menos, pero tampoco más. Por lo que se refiere al tristemente célebre tribunal de la Inquisición -llamado también tribunal de la fe o del Santo Oficio-, propuso su abolición. La religión debía ser defendida por las autoridades competentes, que eran las que componían la jerarquía, no por otras situadas al margen de ellas. Tan desacreditado estaba tal tribunal, que su intervención resultaba sospechosa hasta en los asuntos más triviales. Era una planta maligna que se había nutrido durante largo tiempo de víctimas inocentes, por cometer el terrible delito de pensar por cuenta propia. Era necesario hacer desaparecer este siniestro vegetal carnívoro. Tal era la suerte que debía correr la mala yerba inquisitorial: tal el destino que le sería reservado en el supremo documento nacional de la independencia. “Se debe arrancar toda planta que Dios no plantó”. La frase no es de él. Citó a su autor: San Mateo: “Omnis plantatis quam non plantabit Pater meus celestis, erradicabitur. Mat. Cap. XV”.405 Sin embargo, el preso no es San Mateo sino él. De allí que, al 403

Primera Audiencia. Primera monición.

404

Respuesta de Morelos a la primera monición.

405

Morelos, José Ma., Sentimientos de la Nación, Artículo 4o.

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amonestarlo “de que lo piense bien y diga la verdad”, el inquisidor lo haya “mandado volver a su cárcel”.406 No era otra cosa lo que deseaba el compareciente. En la segunda audiencia, después de comer, el inquisidor le pregunta “qué es lo que trae acordado en su negocio y causa, y so cargo del juramento que tiene hecho, diga en todo verdad”.407 Él contesta mañosamente —Que no tiene presente todos los casos relativos al conocimiento del Santo Oficio, y que necesita que se le hagan cargos para poder res408 ponder.

Ya había declarado que “presumía que el motivo de su prisión era haber comandado armas en la insurrección”. A menos que el tribunal considere que tomar las armas para hacer la independencia es herejía, no tiene nada qué agregar. Morelos quiere que el tribunal defina su naturaleza y sus funciones para demostrarle, con base en ellas, que es incompetente para juzgarlo. Y si quiere saber algo en especial, que se lo pregunte. En tales condiciones, le es hecha la segunda monición, en los mismos términos que la anterior, de que “descargue su conciencia diciendo enteramente la verdad”, porque si no, “hacerse ha justicia”.409 Ante la insistencia del tribunal, el detenido reitera: —Haciéndole cargos en particular, responderá, porque en conjunto no 410 se le ocurre.

Al día siguiente, viernes, después de la presunta o hipotética visita que le hiciera Calleja en su calabozo, el inquisidor le pregunta

406

Primera Audiencia.

407

Segunda Audiencia, por la tarde, de 23 de noviembre de 1815. Única pregunta del inquisidor. 408

Segunda Audiencia. Respuesta de Morelos a la pregunta del inquisidor.

409

Segunda Audiencia. Segunda monición.

410

Segunda Audiencia. Respuesta de Morelos a la segunda monición del inquisidor.

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“qué es lo que trae acordado en su negocio y causa”.411 En esta ocasión, Morelos manifiesta el otro motivo por el que supone que está siendo juzgado. Su desprecio hacia el tribunal no puede, a pesar de las limitaciones en que se encuentra, expresarlo más elegantemente... 2. INSTRUMENTO DEL DESPOTISMO —En principio de noviembre de 1810 (hacía ya cinco años de ello) halló en la casa del comandante de Tecpan N. Fuentes un paquete impreso del tribunal de la inquisición, en que se acusaba al cura Hidalgo de varias proposiciones, que los incluyeron entre los demás papeles inútiles para cartuchos. Después encontró otros en El Veladero, Ixcateopan y Oaxaca (y ordenó) a los párrocos y prelados de los conven412 tos que los quitaran de las puertas de las iglesias.

Tal es el respeto que le habían merecido los edictos del Santo Oficio (papeles a los que califica de inútiles). No le habían servido más que para hacer cartuchos. Las excomuniones fulminadas contra Hidalgo —el generalísimo, no el cura— habían envuelto el plomo y la pólvora que segara la vida de muchos partidarios de la inquisición. Esta es la otra causa por la que supone que está haciéndosele comparecer ante dicho organismo. ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué mandó arrancar de las puertas los inútiles papeles inquisitoriales y los empleó para hacer cartuchos? La pregunta no está asentada en el acta. Sólo la respuesta: Y el motivo que tuvo para mandarlos quitar fue considerar que el supe413 rior gobierno compelía al tribunal a expedirlos.

La Inquisición, en otras palabras, se había convertido en un arma política del despotismo y de la usurpación. No del superior gobierno, por favor -él no pudo haber dicho eso—, sino del Estado colonial español ilegítimamente establecido en América. El tribunal del Santo Oficio, en lugar de conservar su independencia, actuar conforme a sus estatutos, respetar la ley y conocer únicamente los

411

Tercera Audiencia, por la mañana, de 24 de noviembre. Primera pregunta del inquisidor. 412

Tercera Audiencia. Respuesta de Morelos a la primera pregunta del inquisidor.

413

Ibid.

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asuntos que pusieran en entredicho la pureza de la religión (que eran sus únicas funciones), se había mezclado en acontecimientos políticos y tomado partido por el bando español, compelido por éste. Este punto de vista era compartido no sólo por los patriotas de toda América sino también por los diputados de las Cortes españolas. El diputado Antonio José Ruiz de Padrón, por ejemplo, al referirse al controvertido tribunal, expresó en las Cortes, el 18 de enero de 1813: ”¿Quién ignora que en estos últimos tiempos, olvidándose del fin para el que fue establecido, sirvió de vil instrumento al poder absoluto del gobierno?”414 El diputado Agustín Argüelles, por su parte, dijo: “La inquisición ha sido siempre, y será mientras subsista, el brazo derecho de cualquier tirano que quiera oprimir y esclavizar a la nación”.415 Por ello, el parlamento español resolvió suspender su funcionamiento. El cargo formulado por Morelos contra el tribunal no es rechazado por los jueces inquisidores, ni por el promotor fiscal del Santo Oficio. Es cierto. Guardarán silencio. Además de lo anterior, el declarante agrega que (al conocer) las razones que vio en su (cuerpo) editor —que lo componían el doctor Cos, Lic. Rayón y Lic. Quintana, canónigo Velasco y 416 otros— se afirmó más en su modo de pensar.

Dicho de otra manera, la opinión que tenía sobre dicho instrumento represor no era sólo de él sino también de los pensadores más ilustres de la nación en armas. El promotor fiscal le reprocharía más tarde, en el Capítulo 15 de la acusación, que hubiese reconocido en los individuos nombrados, especialmente en el último de ellos, “señalado aún por los mismos rebeldes por sus herejías”, autoridad bastante para dictaminar en asuntos del Santo Oficio, “constituido por la Silla Apostólica”.417 Morelos replicaría que, por lo que toca al “libertinaje de Velasco... no 414

García, Genaro, Documentos Inéditos o muy raros para la Historia de México, No. 58, Ed. Porrúa, México, 1974, p. 28. 415

Ibid., p. 17.

416

Tercera Audiencia. Respuesta de Morelos a la primera pregunta del inquisidor.

417

Cuarta Audiencia, por la tarde, de 24 de noviembre. Acta de acusación presentada por el promotor fiscal del Santo Oficio.

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sabía nada entonces”, y en cuanto a la ilegitimidad del tribunal decretada por sus compañeros de armas, “se aquietó con las opiniones de ellos como un discípulo se aquieta con las de su maestro”.418 Las ideas de sus colegas tenían más crédito, en su opinión, que la silla apostólica, porque se fundaban directamente en la interpretación del Evangelio y en los altos intereses del Estado nacional, en tanto que Roma había cedido dicho órgano judicial al gobierno español, por razones políticas, y además, en este caso particular, para reprimir a una nación en proceso de ser independiente. Después que se suspendió el tribunal de la Inquisición, vio un papel que empezaba: Omnis salvo &a., que no se acuerda quién fue el autor, y que le quitó el escrúpulo que podía tener en lo que había practicado de mandar quitar los edictos. Y que no se acuerda de otra cosa.

Así, tajante, finaliza. No era necesario que forzara la memoria. Con lo dicho bastaba. El tribunal había sido abolido, no por la nación ni por el declarante —aunque sin duda lo haría— sino por las Cortes de España. Al quedar suprimido, sus papeles quedarían sin valor. El superior gobierno, en España, había convalidado los actos que él hiciera en América. El fiscal lo acusaría también, en el Capítulo 14 de su larguísimo pliego acusatorio, de “despreciador de la siempre respetable autoridad del Santo Oficio”, lo que confesaría al decir que se había servido de los papeles de excomunión contra Hidalgo para hacer cartuchos, e incurrido en “la excomunión que en el mismo edicto debió ver fulminada contra los que lo quiten”.419 Morelos admitiría el cargo de haber ordenado quitar tales papeles, no así el de la excomunión, “porque en casos extraordinarios no regían esas leyes”.420 La Inquisición tenía competencia en asuntos que violaran la pureza de la fe. Estos eran los casos ordinarios. No la tenía en cambio para fulminar excomuniones en asuntos políticos. Estos casos, calificados de extraordinarios, no caían bajo el imperio de sus disposiciones: “no regían esas leyes”.421 El tribunal no tenía ninguna autoridad para intervenir en estos negocios ni, por ende, en el que estaba llevando a cabo en su contra.

418

Respuesta de Morelos al Capítulo 15 del acta de acusación.

419

Tercera Audiencia. Respuesta de Morelos a la primera pregunta del inquisidor.

420

Cuarta Audiencia de acusación.

421

Cuarta Audiencia. Respuesta de Morelos al Capítulo 14 del acta de acusación.

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3. HERRAMIENTA DE LA INTERVENCIÓN. En la mañana del sábado 25 de noviembre, al iniciarse la quinta audiencia, el inquisidor le pregunta otra vez “qué es lo que trae acordado en su negocio y causa”. En esta ocasión, Morelos dispara una sibilante flecha que se clava profundamente en el corazón del tribunal: —Ha reflexionado —declara— que la opinión de despreciar las excomuniones la apoyaba también en que, estando José Bonaparte en España, y siendo tan malo, no había visto un papel en que se le hubiere excomulgado; por lo que creyó el asunto de independencia puramente 422 político y no de religión.

A pesar de las limitantes que se le imponen para evitar su poderosa dialéctica, y no obstante sus supuestos o reales “olvidos”, encuentra entre las rendijas de la opresión colonial espacio suficiente para disparar contra ésta sus saetas ideológicas hasta dejar herido de muerte a este tribunal. España había sido gobernada contra el consentimiento de su pueblo por José Bonaparte, el intruso, el déspota, el hereje, el tirano, el usurpador, el hermano del corso, el invasor, el alcohólico, el vicioso, “y siendo tan malo”, el cuerpo inquisitorial no había osado fulminar contra él anatema alguno. Al contrario. Cruel e implacable con los débiles y con su propio pueblo, se había inclinado servilmente ante los poderosos y extraños. Lejos de haber condenado la intervención extranjera en su propia patria, se había plegado a ella obsequiosa y vergonzosamente. El diputado Argüelles alzó un papel en las Cortes, en la sesión de 9 de enero de 1813, y dijo: “Este documento es una Circular del Consejo Supremo de la Inquisición a todos los tribunales de provincia, fechado en Madrid a 6 de mayo de 1808, en que después de injuriar a aquel heroico pueblo por su gloriosa insurrección en el memorable 2 de mayo, llamándolo sedicioso y rebelde, y elogiar a lo sumo la disciplina y generosa comportación de las tropas francesas en aquella tan digna como desgraciada capital, encarga muy particularmente que los tribunales y dependientes del Santo Oficio cuiden y vigilen y tomen todas las medidas para evitar que los pueblos se rebelen. ¡Señor! ¡Contra el vil invasor! ¡No sé cómo reprimirme! ¡La Inquisición convertida en tribunal de policía de todo el reino! ¿Era éste su instituto? ¿Perseguía la herética pravedad

422

Cuarta Audiencia. Respuesta de Morelos a la primera pregunta del inquisidor.

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cuando, calificando de sediciosa y subversiva la defensa propia del pueblo de Madrid, condenaba su resistencia a someterse a un usurpador? Los señores americanos... dirán también si, en la América, el Santo Oficio no ha sido siempre, y lo es hoy, un tribunal de Estado para servir a los fines de los gobiernos siempre que lo han creído útil”.423 Este hecho histórico, público y notorio, lo ofrece Morelos como única prueba, suficiente e irrefutable, de que la Inquisición, además de instrumento del despotismo, lo ha sido también de la usurpación extranjera, en Europa y América, y que los que la forman, sin excepción alguna, han cometido el delito de traición a la patria. El acusado vuelve a convertirse en acusador. Desobedecer los edictos inquisitoriales, por consiguiente, era no solo un derecho sino también un deber. Y cualquier escrúpulo que le quedara al respecto lo perdió al saber que el propio pueblo español había coincidido con el pueblo americano, al grado de abolir dicha institución. No teniendo más competencia, además, que la de conocer los casos contra la pureza de la fe —los de herejía—, no así los políticos, el tribunal debe tener el pudor de atender al planteamiento hecho por el declarante y resolver que es incompetente para juzgarlo, dado que “el asunto de la independencia es puramente político y no de religión”. No lo hará, por supuesto. Fingirá demencia y continuará el proceso hasta dictar sentencia; pero tampoco se atreverá a rechazar el cargo hecho por el acusado en su contra, ni siquiera a discutir la prueba histórica y política ofrecida por él para fundamentar el ataque. Ni los jueces, ni el fiscal, ni los calificadores —como tampoco antes los jueces de la Jurisdicción Unida— podrán negar el cargo de traidores a su propia patria, ni el de siervos del despotismo, la tiranía y la usurpación. Bajarán la cabeza y callarán. Después de constatar lo anterior, ¿cómo es posible suponer que este inigualable soldado, al que hemos visto combatir ideológicamente hasta el último momento —hasta el último cartucho—, se haya doblegado ante los gandules que lo estaban juzgando? Algunos letrados, ingenuos, desorientados o perversos, han pretendido hacernos creer que también en este tribunal, como antes en la Jurisdicción Unida, Morelos se deshizo; que se arrepintió de sus ideas constitucionales y que las condenó. ¿Cómo aceptar que la enorme energía moral que se desprende de su actitud, la cual asusta hasta 423

García, Genaro, Op. Cit., p. 18.

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el propio virrey Calleja, hasta el grado de hacerle creer —ese mismo viernes— que puede causar un daño político de no poca gravedad y trascendencia, se haya desmoronado súbitamente? Después de verlo tan íntegro, tan seguro de sí mismo, tan digno, denunciado hábilmente el carácter represor de la Inquisición y acusando elegantemente a sus miembros de haberle hecho el juego a una potencia extranjera; ante lo cual callan sus jueces y acusadores, sin defenderse éstos, sin contra-atacar, sin hacer siquiera un comentario al respecto, ¿cómo es posible creer en su supuesto desplome? ¿Olvidáronse ya acaso los objetivos políticos que presidieron el primero de los juicios? ¿Tienen fines distintos los inquisidores? ¿No su propósito fundamental es declarar hereje a Morelos tanto por haber leído libros heréticos cuanto por haber participado en la elaboración del Código Político Fundamental de la nación, previamente calificado de herético? ¿Cómo conmutan la pena de relajación, obligados a ello por las circunstancias, si no lo hacen abjurar de sus principios constitucionales? En esta causa, como en la anterior, el fraude judicial tendrá que cometerse por razones de Estado. La mala fe de los juzgadores será el resultado no sólo de las humanas pasiones sino también de los obligados y necesarios intereses políticos. Ello llevará a los miembros del tribunal a alterar las actas e interpolar en ella palabras y frases que Morelos nunca pronuncia y que su firma no convalidará jamás. Ya daremos al asunto la atención que merece, en el lugar que le corresponde, y veremos que en este proceso, como en el anterior, a pesar de las trampas de los inquisidores, brillará la verdad del héroe. Contra esta verdad —que es la de la nación que insurge— nadie podrá hacer nada, excepto callar y otorgar. El símbolo de Cuautla podría hacerse extensivo a esta parte del drama histórico. Los inquisidores ganarían la batalla judicial; condenarían al acusado; lo ejecutarían, y quedarían dueños del país y de sus conciencias. No sería por mucho tiempo. Cinco años después desaparecían no sólo de la geografía de América sino también de la historia universal. El triunfo sería para el agónico sistema represor colonial. El honor y la gloria, para Morelos y la nación... 4. EL PLIEGO ACUSATORIO Durante las dos audiencias llevadas a cabo el jueves 23 —un día antes de la supuesta visita del virrey—, Morelos comparece ante el tribunal del Santo Oficio para responder a preguntas sobre “el discurso de su vida”. En la tercera audiencia, por la mañana del

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viernes 24 —después de la hipotética visita—, termina el interrogatorio con la pregunta relativa a la “presunta causa de su prisión”. En la cuarta, el mismo viernes por la tarde, el inquisidor Flores le hace saber que el promotor fiscal del Santo Oficio quiere ponerle acusación, y que le estaría muy bien “así para el descargo de su conciencia como para el breve y buen despacho de su negocio”, que antes de que esto ocurra dijese la verdad, porque así habrá lugar a usarse con él de la misericordia “que en este Santo Oficio se acostumbra con los buenos confitentes”. En caso contrario, le advierte que se oirá a dicho fiscal y se hará justicia.424 Morelos sabe que su negocio será breve; que no habrá para él misericordia alguna; que a pesar de violar todas las leyes de su constitución, el tribunal de cualquier manera oirá al fiscal, y que no se hará justicia. Además, ya ha dicho la verdad. Un tanto fastidiado, responde que “nada se le ocurre sobre el particular”.425 Entonces, se le pide que se ponga de pie para escuchar la lectura del acta acusatoria formulada por el doctor José Antonio Tirado y Priego, el cual “juró en forma de Derecho que no la ponía de malicia”.426 Juró en falso, porque en ella hay no sólo malicia sino perversidad. El acta de referencia está integrada por 27 Capítulos; precedida por una acusación de carácter general y dividida en dos partes, que contienen cargos concretos. En la primera parte, integrada por 16 Capítulos, las acusaciones se refieren a la vida militar del compareciente, desde que sale de su curato de Carácuaro hasta que envía a su hijo a estudiar a los Estados Unidos. En la segunda, se le hace el gravísimo cargo de haber participado en la elaboración de la Constitución de Apatzingán, de 22 de octubre de 1814, que consagra principios heréticos previamente condenados por la Inquisición, así como el no menos atroz y terrible de haber cumplido con sus preceptos y, peor aún, haber hecho uso de la fuerza pública para hacerlos cumplir. Al acabar la lectura del pliego, el fiscal Tirado lo entrega a los inquisidores y, siempre conforme al estilo y práctica del tribunal, toma asiento y calla para que éstos lo reproduzcan ante el reo, pun-

424

Cuarta Audiencia. Advertencia del inquisidor.

425

Cuarta Audiencia. Respuesta de Morelos a la advertencia del inquisidor.

426

Presentación del acta de acusación por el promotor fiscal del Santo Oficio.

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MORELOS ANTE SUS JUECES

to por punto, y hagan que sea contestado. En su introducción, el fiscal se querella y acusa “grave y criminalmente” a Morelos, “que está presente”, porque —Abandonando enteramente sus estrechas obligaciones de cristiano y sacerdote, y pospuesto el santo temor de Dios y de su divina justicia, y con positivo desprecio de la siempre recta y respetada del Santo Oficio; con grave ruina de su alma y lamentable escándalo de innumerables (sic) del pueblo cristiano, ha hecho dicho, creído y cometido, y ha visto a otros hacer, decir y cometer contra lo que tiene, predica y enseña nuestra santa madre iglesia católica apostólica romana, pasándose del de su purísimo y santo gremio, al feo, impuro y abominable de los herejes Hobbes, Helvetius, Voltaire, Lutero y otros autores pestilenciales, deístas, materialistas y ateístas, que seguramente ha leído e intentado suscitar sus errores, revolucionando todo el reino, y siendo causa principal de las grandes herejías y pecados que se han cometido y aún se cometen. —Todo lo cual y demás que expondré, lo constituyen hereje formal, apóstata de nuestra sagrada religión, ateísta, materialista, deísta, libertino, sedicioso, reo de lesa majestad divina y humana, enemigo implacable del cristianismo y del Estado, seductor y protervo, hipócrita, astuto traidor al rey y a la patria, lascivo, pertinaz, contumaz y rebelde al 427 Santo Oficio.

Siguen después los cargos concretos distribuidos en 27 Capítulos, de los cuales 17 se refieren a su vida personal, pública y privada, y los restantes a sus ideas constitucionales. Escuchada su lectura, en lo general, Morelos contesta breve y secamente a ellos, uno por uno...

427

Acta de acusación. Introducción.

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MORELOS ANTE SUS JUECES

XVII DE PASTOR A LOBO CARNICERO SUMARIO. 1. Posiciones políticas antagónicas. 2. Los cargos concretos.

1. POSICIONES POLÍTICAS ANTAGÓNICAS No es ocioso insistir que los fines políticos y jurídicos del tribunal del Santo Oficio son esencialmente análogos a los de la Jurisdicción Unida. Los políticos consisten en aplicar al acusado un castigo ejemplar y espantoso, utilizar su caso para hacer cundir el terror entre sus secretos partidarios, y obligarlo a reconocer y detestar sus actos e ideas. Los jurídicos, en dejar acreditado en actas que es clérigo y español, a fin de fundamentar su jurisdicción y competencia. Luego entonces, Morelos no es soldado y menos jefe de un Estado nacional en pie de guerra, sino un cura español por ambas líneas, perverso, libertino, criminal, sedicioso y traidor. Sin embargo, este tribunal, a diferencia del otro, que se limitó al análisis de los hechos “delictuosos”, pretenderá descubrir las causas que los hicieron posible, y éstas no son otras, a su juicio, que las ideas heréticas del acusado. Dichas ideas dejan su huella tanto en su vida personal —privada y pública— como en sus escritos y documentos. Sus ideas heréticas harán posible que de pastor se convierta en “lobo carnicero”; que se burle de las excomuniones contra otros herejes, particularmente contra Hidalgo y contra él; que celebre “misteriosamente” el sacrificio de la misa con las manos manchadas de sangre inocente; que confiese y comulgue, a pesar de ser un homicida “voluntario” y confeso; que no rece el oficio divino y que no adquiera la “bula de la santa cruzada”, como era obligación de todo sacerdote; que se valga de su sacerdocio para fines completamente distintos a su cometido, como desatar y sostener la rebelión; que calumnie al rey, jefe de la iglesia española, a los obispos y, en general, a todos los españoles; que degüelle a más de cien personas inocentes; que prefiera las opiniones de “sus secuaces” a las del Santo Oficio, y que envíe a su “sacrílego hijo” a estudiar los ”libros corrompidos” a un país de herejes, como lo eran los Estados Unidos. Como en el tribunal anterior, Morelos impugna expresamente en éste no sólo su jurisdicción y competencia sino incluso su legitimi-

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dad, en los términos a los que se hizo referencia en el capítulo que antecede. Cuando se le presenta la oportunidad hace constar su condición política y militar, y deja demostrado que a quien se juzga es al ciudadano de un nuevo Estado nacional, no a un español; al Vocal del Supremo Consejo de Gobierno de una nación en vías de ser independiente, no a un clérigo, y, en suma, a un hombre de Estado, no a un particular. Aprovecha el banquillo de los acusados, además, para acusar a sus acusadores de los mismos delicados delitos que se le imputan a él, e incluso de otros más graves, a todo lo cual se no hace observación alguna. Al contestar a las acusaciones del fiscal, deja constancia de que ser “pastor” es ser dócil y sumiso, aceptar el abuso y el atropello, la injuria y la usurpación, y permitir que se vulneren los derechos de la nación. Ser “lobo carnicero”, en cambio, es levantar la frente (“porque es más hermoso levantar la frente que bajarla”), erguirse con dignidad, sacudir las cadenas, y ejercer los legítimos derechos nacionales -incluyendo el derecho de guerra y su relativo: el de represalia- para hacer respetar su voluntad de ser libre e independiente. En estas condiciones, además de “lobo carnicero”, es ave de rapiña, tigre feroz, león hambriento, fiera indómita y mil expresiones más del mismo jaez. Declara que su metamorfosis de español a americano así como de clérigo a militar (de “pastor” a “lobo carnicero”) no la realizó para atacar la jerarquía eclesiástica -como pudiera suponerse- sino de acuerdo con ella, con su aprobación y autorización, e incluso bajo su recomendación. En su nueva condición política y militar, no reconocer la validez de las excomuniones dictadas por un tribunal sometido a la bota del gobierno francés, fue y es no sólo un derecho sino una obligación de todo buen ciudadano. Al derramarse la primera gota de sangre en la guerra que sostuvo, dejó de ser cura —ya no celebró misas—, y se consagró como soldado. No tuvo inconveniente en confesar y comulgar, como lo hacían los jefes, oficiales y tropas enemigas, porque no se creyó de inferior condición a éstas. No rezó el oficio divino porque su ocupación en la guerra no fue la de capellán sino la de jefe militar. Además, no tenía tiempo para ello. Se negó a rezarlo en su calabozo porque su naturaleza era la de un hombre de Estado capturado, no la de clérigo, sin dejar de hacer notar que en la oscuridad de su calabozo era imposible leer no sólo el Breviario sino cualquier otra cosa que se le diera. No calumnió al rey, ni a los obispos, ni a nadie: se limitó a decir la verdad y a exhibir sus incongruencias doctrinarias y políticas. Ordenó la muerte, no de cien sino

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de “ciento y pico” de personas, en ejercicio del derecho de guerra, y siente —así lo parece— no haber podido hacerlo con otras: quizá con los inquisidores mismos. Prefirió las opiniones de sus compañeros de armas a los del tribunal de la fe, porque éste no dependía de la Santa Sede sino de un país enemigo y opresor, y éste era no sólo el francés sino también el español. Su hijo acompañó a varios que fueron a Estados Unidos, no como particulares sino como agentes diplomáticos de la nación, a fin de que estudiara bajo su custodia, porque en el territorio insurgente no había escuelas: ya se establecerían oportunamente. A través de las acusaciones del fiscal del Santo Oficio corre la misma idea: el acusado es un cura español que realiza actos contra las leyes e instituciones españolas establecidas. Y los ilícitos que llevó a cabo fueron motivados, en el fondo, por su pensamiento herético, el cual quedaría finalmente expresado en la Constitución de Apatzingán. Su vida no fue más que la obra preparatoria que culminó con la manifestación máxima de su herejía: la Ley Fundamental de la Nación. La posición del héroe, en cambio, denuncia el carácter político de un tribunal cuya competencia es únicamente la de juzgar faltas contra la fe; deja establecido que la de independencia es una causa política, no de religión; que ésta, además, es justa, y los medios tomados para alcanzarla, justos también; acredita su condición de ciudadano americano, representante político y jefe del ejército de un nuevo Estado Nacional, una de cuyas metas es disolver el Santo Oficio, tanto por haberse convertido en instrumento de la tiranía y de la intervención extranjera, cuanto porque se debe arrancar toda planta que Dios no plantó. Y confesará más tarde haber cometido no sólo el crimen horrendo y atroz de haber observado los mandamientos constitucionales promulgados en Apatzingán sino también el no menos grave y terrible de haber hecho que se observaran. Si acaso deplora algo es no haber tenido en sus manos los medios institucionales necesarios, suficientes y adecuados para alcanzar las metas nacionales y asegurar el cumplimiento total y cabal de los principios supremos de tal Ley. Ni Talamantes, ni Matamoros, ni San Martín fueron juzgados por el Santo Oficio. Antes que él, lo sería Hidalgo, y después, fray Servando; pero ninguno de ellos alcanzaría a ser sentenciado. Hidalgo tenía una causa abierta por la Inquisición desde el año de 1800. Al mes de haberse desencadenado la gran fiesta nacional de la independencia -el 13 de octubre de 1810- fue citado por dicho tribunal

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para que respondiera a los cargos de herejía hechos en su contra. Aunque no compareció —estaba ocupado con la toma de Valladolid—, sí respondió a tal citatorio. Puso en evidencia las contradicciones en que incurrió el tribunal; lo acusó de ponerse al servicio de los déspotas y dio a conocer, de paso, el programa del movimiento político y militar jefaturado por él. Al conocer la respuesta de Hidalgo, el doctor Flores, entonces promotor fiscal del Santo Oficio, presentó con fecha 30 de enero de 1811, una larga y feroz acusación compuesta de 53 Capítulos; solicitó al tribunal que lo hiciera comparecer para que respondiera a los cargos contenidos en ellos, y pidió que lo declarara en rebeldía si no lo hacía. Hidalgo no hubiera comparecido, por supuesto; pero además ya no pudo hacerlo. Por esos días sería capturado y enviado a la villa de Chihuahua para ser juzgado por el tribunal de la Jurisdicción Unida. El 19 de febrero de 1811 los jueces inquisidores obsequiaron la demanda del fiscal y lo declararon en rebeldía. El 25 de junio siguiente, creyéndolo ya ejecutado en Chihuahua, los mismos inquisidores reprocharon al cura de aquella villa que no hubiera proseguido el proceso inquisitorial, de oficio —en calidad de auxiliar—, en los puntos tratados en el edicto de excomunión contra él, del cual había tenido oportuno conocimiento. Sin embargo, pasaron por alto su significativa omisión y le ordenaron que llevara a cabo nuevas diligencias relacionadas con los últimos momentos del héroe, tanto los que tuvo en prisión como los que vivió antes de y durante su ejecución. Al saberlo, el comandante Salcedo —juez militar en la causa— se opuso a que se desahogaran dichas actuaciones, a fin de conservar la tranquilidad pública. Alegó que las diligencias solicitadas no eran necesarias “ni entonces ni ahora”, puesto que el canónigo comisionado por el obispo de Durango había actuado como juez eclesiástico y, al mismo tiempo, como inquisidor, “por requerirlo así el asunto y circunstancias”.428 Con Morelos, la historia será diferente. A pesar de no tener más que escasos cuatro días para desahogar la causa, el tribunal la hará prosperar hasta ponerla en estado de sentencia. El carácter de ésta dependerá de la actitud del reo. Si abjura antes de que se pronuncie, no será “relajado”. Si lo hace después, el tribunal tendrá todavía la oportunidad de mostrar su misericordia. Si no lo hace, sucumbirá a sus terribles efectos. 428

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Procesos contra Hidalgo (ver nota 18 del Capítulo I).


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No habiendo concedido Morelos al tribunal ningún derecho para juzgar asuntos que no eran de su competencia, responderá a los cargos en forma concisa y cortante. Sus declaraciones se parecen a las detonaciones de un arma de fuego. La cuarta audiencia transcurre durante el viernes en la tarde. En ella contesta a 17 de los 27 Capítulos del acta de acusación. Al día siguiente, sábado en la mañana, en la quinta audiencia, lo hará con los restantes. Si el tribunal tiene prisa, él no le va a la zaga. El documento acusatorio está formulado siguiendo los lineamientos de la prueba confesional; es decir, partiendo de hechos incontrovertibles, para hacer responder al acusado en términos afirmativos y condicionarlo luego a admitir los hechos controvertidos, que son la materia del litigio. La táctica psicológica de provocar la aceptación de los hechos a base de un hábil interrogatorio, que se inicia con los más simples hasta llegar a los que constituyen el meollo del asunto, es frecuentemente utilizada en los tribunales en lo que se llama absolver posiciones. En este caso, Morelos admite todo aquello que, aunque cierto, es casi siempre ambiguo; pero hace gala de una extrema astucia para darle el contenido correcto. El ritmo del diestro interrogatorio determina el de sus respuestas, que es el siguiente: “sí, pero...”. El tribunal se aprovecha más tarde de esta cadencia gramatical para hacer sus interpolaciones. Ya llegaremos a esta etapa del proceso. 2. LOS CARGOS CONCRETOS En el Capítulo 1, el fiscal lo acusa de haber dejado su oficio de pastor de almas en Carácuaro para convertirse en lobo carnicero en la insurrección, queriendo decir que había rechazado su condición de esclavo sumiso transformándose en soldado de la independencia. Cierto, porque la causa era justa, como lo declarara un teólogo de la reconocida capacidad de Miguel Hidalgo y Costilla; no el cura sino el general de hombres libres, y no el jefe de un partido revolucionario sino el de una nación en estado de beligerancia. Tan es así que el Conde de Sierra Gorda, a cargo del obispado de Michoacán, que conocía las obras de los teólogos sobre la guerra justa, lo único que le recomendó —al concederle el permiso para separarse de su curato y abrazar las armas— fue que eludiera en lo posible el derramamiento de sangre.

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—Se creyó más obligado a seguir el partido de la independencia que seguir en su curato, porque el cura Hidalgo, que fue su Rector, le dijo que la causa era justa. —Y habiendo ocurrido al gobernador de la Mitra, Escandón, a pedirle licencia de altar portátil, le comunicó su resolución y sólo le dijo que 429 procurara evitar la efusión de sangre, en cuanto fuere posible.

En el Capítulo 2, el fiscal se quejó de que, en lugar de respetar las excomuniones de los prelados y del mismo Santo Oficio contra Hidalgo, se hubiera sumado a la causa de éste. Cierto, no sólo porque la causa era justa sino también porque las excomuniones carecían de valor alguno, debido a que tanto el Santo Oficio como los prelados habían quedado convertidos en instrumentos de la tiranía y de la intervención extranjera. —Aunque supo de los edictos no se tuvo por excomulgado ni incurso en sus penas, porque se dijo que eran puestas porque el Santo Oficio y los obispos estaban oprimidos por el gobierno (de la metrópoli) y és430 te dirigido por Napoleón.

En el Capítulo 3, el acusador oficial de la Inquisición señala que entre las más notables excomuniones formuladas nominatim, es decir, con su nombre, contra el declarante, está la de su obispo Abad y Queipo, a la que ha despreciado. Morelos ignora que tal individuo —al que nunca reconociera como obispo— se hubiera ocupado de su humilde persona. (El texto de la excomunión de referencia, en efecto, no existe. A pesar de haberse hecho constar que corre agregada a la causa inquisitorial, en realidad no se hizo así, omisión que prueba una vez más lo mentiroso que eran los inquisidores). —No tiene presente haber llegado a su noticia dicho edicto —responde Morelos—, a lo menos la cláusula de que se habla en este capí431 tulo.

En el Capítulo 4, el fiscal indica que al encontrar el paquete de edictos de la Inquisición en noviembre de 1810, el acusado sabía 429

Acta de acusación y respuesta de Morelos al Capítulo respectivo.

430

Ibid.

431

Ibid.

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que Hidalgo y los que lo seguían estaban excomulgados, a pesar de lo cual despreció su contenido. Cierto, pero reitera que el tribunal no era más que un instrumento, no del superior gobierno, sino del despotismo y de la usurpación. Consiguientemente, sus disposiciones no tenían valor alguno. Desobedecerlas era no sólo un derecho sino también una obligación. —Se remite a lo que tiene dicho sobre considerar oprimido al tribunal 432 por el superior gobierno (español).

En el Capítulo 5, el acusador considera que, siendo sacerdote, en quien se supone la ciencia necesaria para saber que las excomuniones eran justas, cayó en la temeraria opinión de no reconocerlas como válidas. Cierto, pero por tener la ciencia necesaria supo que en casos especiales, como éste de la independencia, lo lícito no era obedecer sino desobedecer a un tribunal sojuzgado por la bota extranjera, y usado además para tiranizar a los demás. —Le pareció que en este caso extraordinario no estaba obligado a tener ni respetar las citadas censuras, por considerar oprimido al tribunal 433 que las imponía.

En el Capítulo 6, el perseguidor inquisitorial le señala que ocultó misteriosamente hacer celebrado, no una, sino muchas veces, el tremendo sacrificio de la misa, con sus manos manchadas de sangre derramada, sin temor de la irregularidad y demás penas canónicas. (La irregularidad a la que se refiere es la de perder sus beneficios eclesiásticos). Cierto, pero cuando celebró misa todavía era sacerdote, a pesar de haber abrazado las armas, hasta enero de 1811, en que se derramó en la guerra (no en la rebelión) la primera gota de sangre. Entonces dejó de decir misa (salvo una vez) por considerarse él mismo irregular (lo cual no temió sino buscó) así como porque ya había capellanes en sus tropas. —No ha ocultado misteriosamente haber celebrado misa después de

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Ibid.

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Ibid.

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haber entrado en el partido de la rebelión y es verdad que la celebró hasta enero de 1811, en que se reconoció irregular. Y después ha celebrado una para enterrar al cura de Tecpan, y no se acuerda de otra, bien que en ésta no reflexionó que estaba irregular. Y que no ha dicho 434 otra porque ya hubo capellanes puestos por el declarante.

En el Capítulo 7, el fiscal dice que a pesar de ser un “homicida voluntario”, ha confesado, comulgado y cumplido con sus preceptos anuales. Cierto, pero al ocurrir las muertes a consecuencia de una guerra justa —término que logra introducir en el acta—, dichas muertes debían estimarse no sólo inevitables sino también justas. No tuvo ningún escrúpulo en mantener sus prácticas religiosas —lo que de paso probaba que no había incurrido en herejía—, pues sus enemigos, los soldados de la colonia, también practicaban las suyas. —Tenía los homicidios por justos y lo mismo la guerra, por lo que no tenía embarazo en confesar ni comulgar y aún oír misa, porque no se reputaba excomulgado. Lo mismo hacen las tropas del gobierno (colo435 nial).

En el Capítulo 8, el fiscal indica que no obstante su juramento sacerdotal, no había rezado el oficio divino. Cierto, pero ser soldado y andar en la guerra (no en la insurrección) no da tiempo para esas cosas. Y aunque ahora le han dado un Breviario -sin pedirlo- tampoco lo hace, porque está muy oscuro su calabozo. Esta causa es no menos justa que aquélla. —Es cierto que no ha rezado el oficio divino desde que se metió en la insurrección —reconoce—, porque no tenía tiempo para ello, y así se creía impedido por una causa justa. Y aunque hoy le han dado un Bre436 viario no ha rezado, porque la luz no le alcanza.

En el Capítulo 9, el persecutor lo acusó de no tener bula de la santa cruzada. Cierto, pero el dinero recaudado por este concepto por el gobierno colonial se había empleado únicamente para hacer la “santa 434

Ibid.

435

Ibid.

436

Ibid.

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cruzada” contra ellos. Por ello, dicha bula la habían declarado sin ningún valor. —No, no ha tenido ni tiene bula desde que se metió en la insurrección; al principio, porque no había dónde comprarla, y luego, porque se dio entre ellos la bula por no válida y sólo dirigida a sacar dinero para ha437 cerles la guerra.

En el Capítulo 10, el acusador dice que se valió de su sacerdocio para fines estrictamente políticos “y llevar adelante su perverso proyecto de insurrección”. Cierto, pero hubiera luchado por la independencia siendo sacerdote o no, debido a la justicia de su causa. Y lo hizo, además, no como sacerdote sino como soldado. —Es cierto que contó en mucha parte con su sacerdocio, con la adhesión del pueblo a los sacerdotes, con persuadirles que la guerra tocaba algo de religión (porque trataban los europeos que gobernasen aquí los franceses, teniendo a éstos por contaminados de herejía); pero que siempre contó con la justicia de la causa en que había entrado, 438 aunque no hubiera sido sacerdote.

En el Capítulo 11, el promotor fiscal asegura que formuló las más groseras calumnias contra el rey, los obispos y los españoles en general. Falso. Rechazo categórico del cargo. El no es un calumniador. Nunca ha calumniado a nadie. Contra el rey se ha limitado a decir que entregó el trono a un déspota extranjero. Eso no es una calumnia sino la verdad. Al hacerlo así, dejó de existir como rey. Si al abdicar entregó el poder a un extranjero, sólo un extranjero pudo haberlo reinstalado en el Poder. Al irse, fue traidor a su patria. Y al regresar en esas condiciones, también. Pero esto tampoco es una calumnia sino la verdad. Reconoce que, aparentemente, se ha equivocado y probablemente el rey ya ha sido reinstalado en el trono. Sin embargo, no está del todo seguro. Contra los españoles no hay necesidad de decir mucho. Usurparon el poder en la Nueva España y obligaron a los americanos a levantarse en armas para establecer su propio Estado nacional. Son unos usurpadores. Pero esto tampoco es calumnia sino la verdad. Por último, contra los al437

Ibid.

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Ibid.

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tos dignatarios eclesiásticos nunca ha dicho nada, salvo del de Valladolid, al que nunca ha reconocido como obispo, y de Antonio de Antequera, ex-arzobispo de México, a quien tampoco reconoció como tal y denunció como pastor poco cristiano por la forma tan brutal en que ha tratado a los clérigos que no concuerdan con sus ideas políticas. Y ni esto ni lo anterior son calumnias sino la verdad. Es todo. —Contra el rey ha dicho él y sus compañeros que, o no viene, o viene con órdenes de Napoleón…, aunque ya se va desengañando de que ha venido (y no con órdenes de Napoleón). De lo mismo, de creer al gobierno con órdenes de Napoleón, se ha hablado de él. Contra los europeos en general sólo se ha hablado mal de aquéllos que son malos en su modo de obrar. Y en cuanto a los señores obispos, sólo ha hablado del de Valladolid, no reconociéndolo por obispo por las causas que alegó el doctor Cos en una proclama, y después, porque se dijo que el rey había dado por nulas las provisiones hechas por las Cortes, y suspendió el juicio hasta la averiguación; que del señor Bergosa ha dicho que es de poca caridad por la dureza con que trató a los eclesiásticos insurgentes, y otras cosas semejantes a ésta, y de lo 439 demás del Capítulo no es responsable porque no lo ha dicho.

En el Capítulo 12, el fiscal expresa: “La mayor prueba de que este reo llegó al último extremo de ateísmo y materialismo es la de su conducta sanguinaria y cruel, no sólo en el acto de las batallas sino aún a sangre fría”, lo que demostró en la especie con el hecho de haber degollado a más de cien personas en el atrio de la iglesia de Acapulco. Cierto, a “ciento y pico”; pero lo hizo en ejercicio de un derecho: el de represalia, por no admitir el gobierno colonial el canje de todas esas víctimas por la vida del mariscal Matamoros (no del cura); que en efecto se determinó pasarlos por las armas (no degollarlos) por acuerdo del Congreso. Y tampoco en el atrio de la iglesia sino en La Quebrada -con excepción de unos cuantos enfermos, a los que se ultimó en el hospital-, y que, eso sí, no se dio muerte a nadie sin administrarle previamente los sacramentos. —Es cierto que de resultas de no haber admitido el gobierno el canje que prometía el que responde, en compañía de la Junta (el Congreso) de doscientos europeos por el cura Matamoros, determinaron pasarlos por las armas para cumplir la propuesta que se había hecho para el canje; pero que no los degollaron en el atrio de la iglesia sino que el 439

Ibid.

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confesante mandó llevarlos a La Quebrada, como en efecto los condujo Galeana, y así sólo unos nueve u once que estaban en el hospital los degollaron allí, con advertencia de que no hay otra iglesia más que ésta. Y que el número de degollados no fueron más de ciento y pico. Y que es lo único que puede responder a este cargo. Y que a ninguno se 440 le quitó la vida sin sacramentos.

En el Capítulo 13, el querellante oficial afirma que el reo escribió al obispo de Puebla una carta en la que dice “ser preferible la vida del cuerpo a la del alma”. Lo que dijo —corrige— es que era preferible obtener dispensa en Roma después de la guerra por la sangre derramada en guerra justa, que morir sin sacramentos. —Quiso decir en dicha proposición que quería más bien sacar dispen441 sa después de la guerra, que morir sin sacramentos en la guillotina.

En el Capítulo 14, el persecutor inquisitorial advierte que los sagrados papeles del Santo Oficio los consideró inútiles, salvo para hacer cartuchos, incurriendo en la excomunión fulminada contra los que los quitaran de las puertas de las iglesias en que habían sido fijados. Cierto, pero así como las excomuniones son válidas cuando las decreta una autoridad competente en una situación ordinaria, del mismo modo son nulas y sin ningún valor cuando se les compele a ello en situaciones extraordinarias, por razones políticas. —Le pareció que en casos extraordinarios no regían esas leyes.

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En el Capítulo 15, el fiscal lo acusa de haber reconocido más autoridad moral en materias del Santo Oficio a sus compañeros de lucha, “esos fanáticos”, que al propio tribunal constituido por la Silla Apostólica Cierto, pero el tribunal no dependía del Vaticano sino de un gobierno extranjero, de tal suerte que no es extraño que se haya sentido más seguro con las opiniones de sus compañeros que con las

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Ibid.

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Ibid.

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Ibid.

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de los inquisidores. —Se aquietó con las opiniones de los otros como un discípulo se 443 aquieta con las de su maestro.

En el Capítulo 16, el funcionario del Santo Oficio le hace el cargo de haber enviado a su hijo a los Estados Unidos, para estudiar libros corrompidos “y se forme un libertino y hereje, capaz de llevar un día adelante las máximas de su sacrílego padre”. Cierto, pero el viaje no se hizo para atender un asunto personal sino de Estado, y encargando a los suyos que vigilaran su educación. —Por no haber colegios entre ellos envió a su hijo con el Lic. Herrera y el Lic. Zárate, que fueron enviados por la Junta (el Congreso) a buscar 444 auxilios, pero encargándoles mucho que no lo dejaran extraviar.

Todo lo ha admitido, reconocido, confesado, excepto la acusación de calumniador así como el de haberse enterado de la supuesta excomunión del ilegítimo obispo Abad y Queipo. Los inquisidores toman nota del ritmo de sus declaraciones, tejidas entre las apoyaturas “sí, pero...”, y las utilizan para alcanzar los objetivos políticos que les interesan...

443

Ibid.

444

Ibid.

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XVIII EL JUICIO DE LAS IDEAS SUMARIO. 1. Diputado constituyente. 2. Cumplió e hizo cumplir la Ley Fundamental. 3. La herejía de la libertad de cultos. 4. Crítica a la Constitución. 5. El uso de las armas. 6. Ministerio de Asuntos Eclesiásticos. 7. Guerra contra el rey.

1. DIPUTADO CONSTITUYENTE —Constituido individuo de la Junta Revolucionaria y hecho Capitán General de ella, concurrió a la formación del Decreto Constitucional de 22 de octubre de 1814 —acusa el fiscal en el Capítulo 17—, lleno de los errores que se irán expresando en el discurso de esta acusación. Y habiendo vuestra señoría ilustrísima (el inquisidor) condenado este papel con las notas de herético y otras muchas, por edicto de 8 de julio del presente año, recaen las mismas notas sobre este reo, que lo fir445 mó.

Morelos es culpable, por consiguiente, de haber participado en la elaboración de la Ley Fundamental, así como de haberla jurado y suscrito. El héroe responde que es cierto, e incluso agrega haber aportado algunos documentos que sirvieron de modelo para su elaboración. Y que es cierto también que la firmó como Diputado, es decir, como Vocal del Congreso. Luego entonces, asume desde el principio su responsabilidad en su proceso de confección, así como su aceptación teórica y práctica. —Es cierto que concurrió a la Constitución (sic), dando algunos números de El Espectador Sevillano y de la Constitución española, y también firmándola como Vocal del Gobierno; pero no por eso la defien446 de.

La Constitución de 1814, promulgada por los insurgentes, es un catálogo de los derechos originarios de la nación, por una parte, y de los derechos del hombre, por la otra. Y también, por supuesto, un estatuto conforme al cual se establece y organiza el Estado mexicano. De acuerdo con dicho documento, la nación tiene derecho a obtener su independencia por los medios que considere necesarios; por consiguiente, tiene derecho a recurrir a las armas para al445

Acta de acusación y respuesta de Morelos al Capítulo 17.

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Acta de acusación y respuesta de Morelos al Capítulo 17.

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canzarla; a darse la forma de gobierno que más convenga a sus intereses; a alterar, modificar e incluso abolir la forma de gobierno “cuando su felicidad lo requiera”; a asegurar el disfrute de todas las libertades, incluyendo las de pensamiento, expresión y creencias; a garantizar la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, y a castigar a los que atenten contra la soberanía popular. El pueblo, no el rey, es el único propietario de la nación, y sólo el pueblo puede nombrar a sus representantes en el gobierno. Estos principios, postulados por el movimiento de independencia desde su comienzo mismo, fueron convertidos en derechos fundamentales de la nación por el Congreso Constituyente reunido en Apatzingán. Al conocerlos, el tribunal del Santo Oficio los declaró heréticos —como se asentó en su oportunidad— y condenó a las llamas al Decreto Constitucional para la Libertad de la América Mexicana. Morelos, en calidad de Diputado de dicha asamblea constituyente suscribió tales principios; dio su voto para que se convirtieran en las leyes supremas de la nación, y firmó el documento constitucional respectivo. Además, como Vocal del Gobierno, lo promulgó. Al reconocerlo así —al confesarlo—, pasó de sospechoso de herejía, según el Santo Oficio, a hereje formal y fautor de herejes. Hereje formal, porque juró cumplir con lo dispuesto por la herética Carta Constitucional. Y fautor de herejes, porque hizo cumplir sus preceptos. Consecuentemente, el tribunal de referencia tiene facultades para juzgarlo y es temerario e improcedente dudar de su competencia. ¿Qué es la lucha por la independencia? ¿Delito de lesa majestad? ¿O el más alto derecho de la nación? ¿Cómo debe calificarse la guerra desatada para establecerla? ¿Conjunto de crímenes enormes y atroces? ¿O recurso de legítima defensa nacional? ¿Qué son los actos punitivos contra los españoles y quienes los ayudaban? ¿Homicidios, robos, estupros, incendios, saqueos “y demás escandalosas abominaciones”? ¿O castigos justos contra los criminales de lesa nación? ¿Qué son la libertad y la igualdad de los habitantes? ¿Derechos del hombre? ¿O herejías...? El juicio inquisitorial se convierte, a partir de este momento, en campo de batalla ideológico. Si es ganado por los tribunales coloniales, Morelos no pasará de ser un eclesiástico español, criminal e incluso herético; pero si la pierden, los criminales serán ellos. El duelo ideológico empieza desde que lo acusan de haber “concurri-

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do” a la formación de la Carta Magna. En ese momento no sólo admite el cargo sino incluso agrega sarcásticamente haber aportado algunos documentos que servirían de modelo para elaborar aquélla, entre otros, El Espectador Sevillano y la Constitución española.447 La ironía de la respuesta no puede ser más obvia. Si la Ley Fundamental de Apatzingán es herética, y se quiere condenar como herejes a sus suscriptores —a él entre ellos—, es necesario que se haga lo mismo con la Constitución de Cádiz, su inspiradora, así como con todos sus diputados. Y para ello, naturalmente, se tendrá no sólo que remitir el juicio a la antigua España sino a todas sus “provincias de ultramar”, y esperar por algún tiempo sus resultados. De proceder así, se dará al traste con los planes de Calleja, consistentes “en diferir la ejecución por cuatro días”, de los que ya han transcurrido dos. Corre el tercero. Por eso resulta muy sospechoso que, después de haber admitido que juró la Constitución, termine sus palabras con el colofón de que “no por eso la defiende”, cuando lo que acaba de hacer es justamente lo contrario: ¡defenderla! A partir de este instante, vuelve a tejerse una red de equívocos y dudas. Muchas de sus respuestas concluyen con el sospechoso epígrafe: “sí, pero reconoce y confiesa sus errores”. Tienen el mismo ritmo: “sí, pero no”. A partir de ahora, el proceso se complica. Si se leen las respuesta en forma literal, sin análisis crítico, es posible llegar fácilmente a la conclusión de que el declarante es un hombre sin principios, sin convicciones e incluso sin escrúpulos. Ni más ni menos. Tal es la impresión que se propusieron transmitir los inquisidores -y el sistema colonial- a sus superiores, a fin de obtener la aprobación de este juicio y, de paso, confundir y debilitar a sus enemigos. Si se hace lo contrario y se observan con cuidado las ideas que corren entre las líneas de estos papeles, se verá a los inquisidores derrotados en el plano ideológico e inclusive, con un poco de imaginación, hasta sorprendidos in fraganti en la comisión del fraude judicial; es decir, en la interpolación de sus frasecitas tendenciosas, cuyo significado “legitimó” la intervención del tribunal 447

El Espectador Sevillano fue un periódico español que, a pesar de no haber durado sino tres meses en 1809, ejerció una gran influencia tanto en la Antigua como en la Nueva España. “Entre sus propósitos —dice Herrejón— estaba la supresión del absolutismo y el advenimiento del orden constitucional conforme al principio de la soberanía nacional”.

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en este asunto. He aquí repetido el mismo problema que ocupó nuestra atención durante el juicio de la Jurisdicción Unida. O creemos en la buena fe de los inquisidores y en la rectitud jurídica y moral que presidió sus actos judiciales —todos llevados a cabo en secreto— o dudamos de ellos en forma metódica y razonada, con base en los argumentos que se han expuesto en el curso de esta obra. Alertado el espíritu crítico, será relativamente fácil identificar las pequeñas frases que los inquisidores —maestros consumados en el arte del engaño y la perfidia— atribuyen al noble acusado. Identificadas las expresiones, éstas se convierten en pruebas de sus trampas y mentiras. Una de ellas —ya vista— es la de haberlo hecho decir que “concurrió a la Constitución”; sentencia carente de sentido. A la Constitución no se concurre sino a su proceso de elaboración. Y aunque esto no tiene trascendencia —pudo tratarse de un error del secretario—, la siguiente frase que ponen en su boca es importante y reveladora: que la firmó “como Vocal de Gobierno”. Falso de toda falsedad. No había Gobierno entre los insurgentes cuando se aprobó la Ley Fundamental. Había un Congreso Constituyente que reasumió todos los Poderes, incluyendo el Ejecutivo. No pudo haber firmado algo como Vocal de lo que no existía. Cierto que en septiembre de 1813, el caudillo propuso al Constituyente de Chilpancingo que los Poderes del Estado Nacional se separaran (se dividieran), y que las funciones legislativas fueran desempeñadas por el Congreso, mientras las ejecutivas las ejercía un Generalísimo dotado de amplias facultades. Cierto también que la asamblea parlamentaria no sólo aceptó la propuesta sino también eligió a su autor como “Generalísimo de las armas en toda su extensión” y encargado, con tal carácter, “del ramo ejecutivo de la administración pública”.448 Pero esta suprema distinción no le duraría más que tres meses —según lo declaró antes en la Jurisdicción Unida—, o seis, a lo sumo —a juzgar por el manifiesto del Congreso—. Dicho cuerpo parlamentario, en efecto, declararía en 14 de marzo de 1814 que “la autoridad ejecutiva, depositada interinamente en el Generalísimo de las Armas, volvió al Congreso, para salir de sus manos más perfeccionada y expedita”.449 Por consiguiente, 448

Acta de la sesión de apertura del Congreso, testificada por el secretario Rossainz, Lemoine, doc. 111. 449

Declaración de los principales hechos que han motivado la reforma y aumento del Supremo Congreso, Lemoine, doc. 160.

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el organismo constituyente reasumió oficialmente tanto las facultades legislativas como las ejecutivas (e incluso las judiciales) desde marzo hasta octubre de 1814. Consiguientemente, Morelos no firmó el documento constitutivo como “Vocal de Gobierno” sino como “Vocal del Congreso”, es decir, como diputado de la asamblea nacional. No es lo mismo ser miembro de un Poder Constituyente que miembro de un Poder constituido. Pero la confusión no es del declarante, por supuesto, sino de los inquisidores. Acostumbrados al absolutismo y al despotismo, a pesar de haber sometido la herética Constitución de Apatzingán a un examen exhaustivo, no fueron capaces de hacer diferencia alguna entre un organismo legislativo y uno ejecutivo, y menos entre un congreso constituyente y un gobierno constituido. Para ellos, ambas cosas no eran más que nombres distintos que nombraban a un mismo objeto. La división de poderes en la nación beligerante no volvería a establecerse sino hasta después de promulgada la Constitución, es decir, en 23 de octubre de 1814, por lo cual el Constituyente quedó convertido en Congreso Ordinario e instituyó, además, un Supremo Consejo de Gobierno. Al ser electo Morelos como uno de los Vocales de dicho Gobierno, dejó de ser parte del Congreso, del organismo legislativo, de la Representación Nacional, sin perjuicio de regresar a él como diputado al finalizar su corto mandato en el Poder Ejecutivo, práctica y estilo en los sistemas parlamentarios de la época. El Consejo de Gobierno estaba integrado por tres Vocales, como lo declarara Morelos en la Jurisdicción Unida, y cada uno de ellos duraba un año en su encargo. Como Vocal del Gobierno firmó la Constitución y la promulgó junto con los otros dos Vocales. El tribunal, ignorante de los mecanismos y procedimientos constitucionales —a pesar de haber condenado a las llamas el documento respectivo—, proyectó su confuso pensamiento político atribuyéndoselo a su prisionero. Al caer en esta falsedad, dejó probado que las inconsecuencias ideológicas (y políticas) de este proceso fueron de dicho tribunal, no del cautivo. 2. CUMPLIÓ E HIZO CUMPLIR LA LEY En el Capítulo 18, el fiscal acusa a Morelos de haber autorizado en el nombre de Dios actos de terror contra los españoles. Siendo individuo del Supremo Gobierno —dice el acta— y residiendo

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en este reo la usurpada autoridad de hacer ejecutar cuantas herejías y blasfemias contiene su abominable Código (Constitucional), no sólo lo firmó (afianzándose con este hecho en los errores que contiene), sino 450 que lo mandó guardar y ejecutar.

El persecutor inquisitorial agrega que, al hacer respetar la Ley Fundamental de “los insurgentes”, el Vocal del Supremo Gobierno, supuestamente, violentó a los pueblos “no sólo con la fuerza corporal de las armas sino con la espiritual de los juramentos”. Cierto. Al convertirse en custodio de la Constitución, obligó a autoridades y ciudadanos a que juraran “en nombre de Dios” que respetarían sus preceptos y obedecerían a las autoridades emanadas de dicha Ley Fundamental. Consecuentemente, esto era cometer, en opinión del mismo fiscal, “robos, adulterios, estupros, homicidios y demás escandalosas abominaciones de que abunda la rebelión, y de que es autor y fautor este infame reo”.451 En suma, además de cumplir, hizo cumplir la Constitución: tal es el contenido concreto del cargo, el cual admitió sin vacilación alguna. Para entenderlo cabalmente, es necesario recordar que, dos días después de promulgado el citado Decreto Constitucional para la Libertad de la América Mexicana, es decir, el 24 de octubre de 1814, el Congreso expidió un decreto ordinario cuyo artículo 11 ordena su juramento al tenor de la siguiente fórmula: “¿Juras a Dios observar en todos y cada uno de sus artículos el Decreto Constitucional sancionado para la libertad de la América mexicana, y que no obedeceréis otras autoridades ni otros jefes que los que dimanen del Supremo Congreso?”452 El documento constitucional de referencia, jurado en nombre de Dios, había servido -según el fiscalpara legitimar el terror insurgente contra los que cometieran el delito de lesa nación. Consecuentemente, los actos de terror se habían llevado a cabo en nombre de Dios, “como si a su divina majestad se le pudiera agradar con el pecado”.453 —Es cierto —confiesa— que la juró y la mandó jurar (la Constitución), no reflexionando en los daños que acarreaba, y antes bien, creía que eran en orden al bien común; tomados sus capítulos de la Constitución

450

Acta de Acusación. Capítulo 18.

451

Ibid.

452

Doc. 176. Normas para el juramento del Decreto Constitucional establecidas por el Congreso. (Lemoine, E., Op. Cit.). 453

Acta de acusación. Capítulo 18.

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española de las Cortes y de la Constitución de los Estados Unidos, como se lo aseguraron sus principales autores, que lo fueron el Lic. Herrera, presbítero, de quien ya habló, el Lic. Quintana (Roo) y el Lic. don José Sotero Castañeda, y otros como Verduzco y Argándar; pero 454 que ahora reconoce los errores que se le indican.

Al lado del Morelos auténtico, parece empezar a surgir otro que firma un documento político trascendental, sin prever sus consecuencias y que, además, reconoce los errores que le hace notar el juez inquisidor. Vamos por partes. En primer lugar, entendamos la “falta de reflexión” en los daños que acarreara la Ley Fundamental; actitud que no deja de ser finamente irónica. En segundo, esto sí bastante serio, el supuesto reconocimiento de sus errores. Como en su respuesta de la víspera, el acusado hace resaltar la influencia ejercida por la Constitución española en la mexicana de Apatzingán, a la que presuntamente agrega otra más: la de los Estados Unidos. Ello es muy discutible. La Constitución francesa de 1793, como lo han demostrado distinguidos especialistas, ejerció mayor influjo en nuestro Decreto Constitucional que la de los Estados Unidos.455 Y si Morelos no citó aquélla, es muy probable que no lo haya hecho con ésta. Además, al contrario de lo que ocurriera con la hispánica, en que había razón para citarla, no tenía ninguna para hacerlo con la “angloamericana”. Parece interpolación. Para los inquisidores, los Estados Unidos era “un país de herejes”. Al imitar las prácticas constitucionales heréticas de este lugar, en donde reinaba “el tolerantismo de religión”, dejaron sentado en actas que los insurgentes eran por lo menos sospechosos de serlo también. Sin embargo, aceptemos —con las reservas del caso— que estas palabras son del procesado. No hay mayor problema. “No reflexionó en los daños que acarreaba” la Constitución de Apatzingán —dice— porque sus principales capítulos fueron tomados de la Constitución española. Ahora bien —y en esto consiste la ironía—: si los capítulos constitucionales de las Cortes estuvieran en vigor durante más de dos años en la antigua —y en la nueva— España, sin producir ningún daño al sistema político ni a la religión,

454

Respuesta de Morelos al Capítulo 18 del acta de acusación.

455

De la Madrid Hurtado, Miguel, División de Poderes y Forma de Gobierno en la Constitución de Apatzingán, Cap. IV.

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era absurdo “reflexionar” que los de la América mexicana, que también “eran en orden al bien común”, como los de Cádiz, y que no rigieran más que en el territorio nacional, y no del todo, ocasionaran los “daños” mencionados por el fiscal. Dicho de otra manera, si los principios constitucionales de la península nunca fueron declararon heréticos, ni durante ese largo tiempo ni después, resultaba temerario “reflexionar” que los de los insurgentes —tomados de aquéllos— sí lo llegaran a ser en tan reducido período. En breve, “no reflexionó” que lo que los españoles aprobaran “en orden al bien común”, acarreara “daños” si lo hacían los americanos. Curioso tribunal que condenara en éstos lo que no se atreviera a hacer en aquéllos. La segunda parte de su declaración parece mucho más seria: “Pero ahora reconoce los errores que se le indican”. ¿Qué errores se le indicaron? Recordémoslos. Primero, que mandó guardar y ejecutar la Ley Fundamental. Segundo, que ordenó hacerla jurar en el nombre de Dios. Tercero, que dispuso el desencadenamiento del terror rojo americano contra los que se opusieran a sus preceptos. Cuarto, que el nombre de Dios, por consiguiente, se utilizó para justificar el terror, los crímenes, los incendios, los saqueos, las violaciones, etcétera... Al punto primero contestó que era cierto, que “la juró y la mandó jurar”. Con esto aceptó la responsabilidad de todos los actos condenados por el tribunal. A los puntos segundo, tercero y cuarto, también, creyendo que sus capítulos “eran en orden al bien común”. Luego entonces, el terror desatado contra sus enemigos en nombre de Dios era un punto “en orden al bien común”. Siendo un acierto político, no puede ser un error, salvo para los inquisidores. Si creyó en la justicia de su causa; si tuvo la guerra por justa y lo mismo los estragos producidos por ella, incluyendo las muertes de seres humanos; si consideró que los “homicidios” y demás latrocinios en guerra justa era motivo de dispensa por Roma; si los hombres ejecutados por su orden no los juzgó asesinatos sino justa y legítima represalia; si admitió la responsabilidad plena y total de sus actos políticos; si expresó que los crímenes, incendios, saqueos y demás —castigos justos a los responsables del delito de lesa nación— “eran del orden al bien común”; si todos ellos fueron considerados por él como aciertos de la nación y de su gobierno, e inclusive, si no se olvida su irónica respuesta que puso en ridículo a los inquisidores, al recordarles que los principios que estuvieran en vi-

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gor en España, nunca declarados heréticos —a pesar de haber servido de base para suprimir su tribunal—, fueran tales en América; si se toma en cuenta todo lo anterior —que revela a un hombre con la frente en alto que acepta sus responsabilidades— resulta ilógico, anormal y absurdo que, de repente, “reconozca los errores que se le indican”; expresión adecuada en la terminología inquisitorial, no en la insurgente, dado que el declarante los acababa de reconocer como aciertos. Uno de los errores que sí admitirá —como se verá más tarde— consiste, no en haber ejecutado los postulados constitucionales de Apatzingán, sino en no haberlos hecho ejecutar como es debido. De haber tenido la suficiente fuerza ejecutiva, su causa hubiera triunfado. Luego entonces, si la frase es de él —lo cual es muy dudoso— los errores que admite son, no los de la ejecución de su “abominable código”, sino los de su incompleta ejecución. En cambio, si la frase no es de él, como parece más fundado (puesto que admite como errores lo que durante todo el proceso ha defendido como aciertos); si la frase es de alguien más —de los inquisidores o de su inspirador, el “docto párroco” citado por el arzobispo Fonte para hacer que el acusado abominara sus supuestos crímenes— y si dicha frase no tiene el sentido que se le ha dado al inicio de este párrafo, una de dos: o fue arrancada a base de tortura, o simple y llanamente, refleja el sentir y el lenguaje de los inquisidores. Habrá que reconocer, en honor de la verdad, que no hay ningún dato —en los procesos o fuera de ellos— para probar la tortura, ni siquiera para sospecharla. Además, por la ironía de la respuesta acabada de producir, parece que el héroe estaba en esos momentos de excelente humor. Consecuentemente, o tiene el significado apuntado anteriormente, o es una interpolación que expresa la opinión de los inquisidores, no la de Morelos. Así como en el otro tribunal lo hicieron decir que tenía el proyecto de pedir perdón al rey —al que acababa de acusar de alta traición—, no su reconocimiento político para una nación que quería ser independiente, en éste lo harán admitir como errores constitucionales los que fueran sus más importantes aciertos. Dicha frase final sigue el mismo ritmo que el de la respuesta anterior. Antes fue: “pero no por eso la defiende”, cuando lo que acababa de hacer era precisamente defender la Constitución. Ahora es: “pero que reconoce los errores que se le indican”, supuestamente pronunciada en el momento en que los ha postulado como aciertos. Más tarde dirá: “pero que reconoce y confiesa los errores

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que contiene”, a pesar de declarar que siempre le pareció bien la Carta Constitucional, excepto en su parte orgánica. Todos estos remates sintácticos no hacen más que confirmar la misma idea, el mismo recurso, la misma estratagema confesada por el doctor Fonte al monarca español: “pero Dios le comunicó conocimiento y detestación de sus delitos”.456 Sin embargo, dichas inflexiones gramaticales no prueban la supuesta claudicación o desmoronamiento de Morelos —y menos ante un tribunal que tanto desprecio le causara— sino la presencia del “docto párroco” en este juicio, con una misión especial: la de hacerlo admitir que las ideas por las que luchara no eran más que errores, crímenes y abominaciones. ¿Cuáles fueron éstas? No está de más reiterarlas. No sólo haber firmado la Constitución, “afianzándose con este hecho en los errores que contiene”, sino también haber ordenado que se guardara, se ejecutara y se hiciera cumplir. 3. LA HEREJÍA DE LA TOLERANCIA “Para este reo —dice el fiscal en el Capítulo 19— son de igual apreció” la religión católica y “las sectas y errores que la contradicen”, y lo mismo “pesa en el fondo de su corazón la autoridad de Jesucristo como la de Belial, su enemigo”.457 Morelos es partidario, en una palabra, de un tolerantismo en materia de religión o, como se diría actualmente, de la libertad de creencias. Morelos responde: —Como la Constitución se leyó en un día precipitadamente, no tuvo tiempo para reflexionar en ello; pero confiesa que la juró y la mandó ju458 rar.

La respuesta está de cabeza, al gusto y conveniencia de los jueces inquisidores, a fin de seguir con el juego de hacerlo afirmar y, luego, meter el consabido “pero”. Lo único que hay que hacer es poner dicha declaración sobre sus pies. Primero es el ser, luego, la forma de ser. “La juró y la mandó jurar”. Esto es el ser, lo esencial, lo substantivo. Al confesarlo así, acepta no solo cumplir con sus preceptos sino también valerse de la fuerza —material, moral y espiritual— para hacerla cumplir. Vuelve a asumir —para empezar— 456

Doc. 299 (Ver nota 13 del Capítulo I).

457

Acta de acusación, Capítulo 19.

458

Respuesta de Morelos al Capítulo 19 del acta de acusación.

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la responsabilidad plena y total de sus actos, incluyendo desde luego la tolerancia que se le reprocha. Morelos era partidario de la religión exclusiva. Así lo escribió en los Sentimientos de la Nación (Artículo 2). Por otra parte, la Constitución de Apatzingán dispone que “la religión católica, apostólica y romana es la única que se debe profesar en el Estado”.459 Pero el héroe no era un fanático. Respetaba otras ideas y creencias. En este sentido, coincidía con las tesis de Spinoza sobre la tolerancia. Había inmigrantes que querían ayudar a construir el país —así se creía entonces— y a favorecerse de sus beneficios. Además, existía la posibilidad o la esperanza de que desembarcaran tropas de otros países —quizá de Estados Unidos— para ayudarlos en la lucha. Los que las formaban eran en su mayoría protestantes o librepensadores. A estos “transeúntes” no se les podía obligar a que renunciaran a su religión y abrazaran la católica a fin de poder apoyar la causa de la independencia. Era preciso admitirlos con el libre ejercicio de sus credos. Los artículos 10 y 20 de los mismos Sentimientos de la Nación, al condicionar la admisión de estos extranjeros industriosos o de dichas tropas de otros países, dejaron la vía abierta al respeto y tolerancia de otras creencias. La Constitución de Apatzingán, por su parte, establece que "los transeúntes serán protegidos por la sociedad, pero sin tener parte en la institución de sus leyes. Sus personas y propiedades gozarán de la misma seguridad que los demás ciudadanos, con tal que reconozcan la soberanía y la independencia de la nación, y respeten la religión católica, apostólica y romana".460 Los transeúntes a que se refiere esta disposición no eran otros que los inmigrantes y soldados extranjeros de referencia. Desde que Calleja tuvo un ejemplar del Decreto Constitucional de la Tierra Caliente, informó de inmediato al rey de España que los insurgentes "habían abierto por el artículo 17 de su fárrago constitucional la entrada a los extranjeros de cualquier secta o religión que sean, sin otra condición que la que respeten simplemente la

459

Decreto Constitucional para la Libertad de la América Mexicana. Art. 1o.

460

bid., Art. 17.

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religión católica".461 Este principio de tolerancia no volvería a resonar en los ámbitos constitucionales de México sino hasta cincuenta años después. ¿Fue culpable el caudillo de esa tolerancia, que encierra el germen de la libertad de cultos? Sí, sí lo fue. “No concurrió a su formación -respondió ante la Jurisdicción Unida-, si no es que a los últimos artículos de ella; pero habiéndola leído en un día, la juró”.462 No se arrogó el crédito de la obra constitucional. No fue un fruto jurídico de él sino de la nación beligerante. Pero habiéndose enterado de su contenido, incluyendo el punto relativo a la tolerancia de creencias religiosas, la juró y la hizo jurar. Aceptó el precepto jurídico en todas sus consecuencias. Después del ser, viene la forma de ser. Después de lo expuesto, ¿pensó que dicha tolerancia conciliaba “la autoridad de Cristo con la de Belial, sus enemigo”? No, francamente no. “No tuvo tiempo para reflexionar en ello”. No estaba de ocioso, como el fiscal del Santo Oficio. No era un desocupado que se la pasara buscando gusanos exóticos en el cuerpo social para contemplar sus formas y colores. No investigaba tampoco el sexo de los ángeles. Aquila non capit muscas: el águila no caza moscas. Los diputados andaban por esos días a salto de mata, deliberando a la sombra de los árboles de la Tierra Caliente, redactando la Carta Constitucional en medio de mil penalidades y peligros. Eran días difíciles. Los asediaban las tropas españolas, el hambre y la peste, pero no el fantasma de la desmoralización. Morelos, en calidad de guardián del Congreso, estaba protegiendo desde diversos puntos sus labores constituyentes. Cierto que no tenía mando de armas después de haber sido derrotado en Valladolid y Puruarán, en diciembre de 1813 y enero de

461

Bando del virrey condenando la Constitución de Apatzingán, previa consulta con la Audiencia de México, de 24 de mayo de 1815. (Zitácuaro, Chilpancingo, Apatzingán, tres grandes momentos de la insurgencia mexicana), sobretiro del Boletín del Archivo General de la Nación, Tomo IV, No. 3, México, 1963, pp. 622629. 462

Acta de la segunda audiencia llevada a cabo por la Jurisdicción Unida en la tarde del 22 de noviembre, en la que constan las respuestas producidas por Morelos a 18 preguntas de los jueces, así como a los cargos de traición a la patria y de haber cometido delitos enormes y atroces. Respuesta a la pregunta No. 13, Hernández, n. 74.

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1814. Tal es la suerte de la guerra. A veces de gana. A veces se pierde. Cierto también que en marzo de 1814 había sido despojado del Poder Ejecutivo y del grado de Generalísimo. Estaba inclusive distanciado de sus compañeros —por razones políticas e ideológicas— por la que tampoco intervenía en los debates. Pero el 12 de octubre de 1814, el comandante Andrade llegó a Ario y le comunicó oficialmente la restitución de Fernando VII en su trono, invitándolo a nombre del gobierno colonial a que declinara las armas por haber cesado el motivo de la lucha. El caudillo no contestó. Lo que hizo fue entregar el documento respectivo al Congreso, del que era diputado. Luego, condujo al mismo cuerpo parlamentario a tierra de sus amigos: a Apatzingán. El 20 ó 21 de octubre leyó aquí el proyecto de Ley Fundamental. Es obvio que estuvo de acuerdo con él, en lo general. Por eso, al día siguiente, 22 de octubre, le dio su voto aprobatorio. Hubiera querido, por supuesto, que contuviera principios que tendieran a “moderar la opulencia y la indigencia”, como lo propusiera en los Sentimientos de la Nación; pero no fue su voluntad la que prevaleció sino la de la mayoría parlamentaria. Hubiera deseado también otra forma más eficiente, más práctica, más funcional de organización de los Poderes Públicos, confiriendo más fuerza al Ejecutivo. Pero no fue su opinión la que dominó esta vez sino la de la nación representada por el Congreso. Y aunque Morelos no respondiera directamente al comandante Andrade el 12 de octubre —no tenía por qué hacerlo, puesto que su carácter no era más que el de diputado, no de jefe de Estado—, lo haría el Congreso a la faz del mundo, promulgando la Constitución diez días después. La preocupación del héroe por afianzar la autoridad del pueblo; por hacerlo dueño del Poder Político en todo el territorio de la América mexicana —aunque su forma de organización política no respondiera a las necesidades de la guerra— y por aceptar, en fin, tanto a soldados de posibles tropas de apoyo —aunque no fueran católicos—, cuanto a inmigrantes industriosos que se sumaran al proceso de reconstrucción nacional, fue más importante que todas las objeciones que pudo haber opuesto al documento constitucional. Se adhirió a los puntos en que coincidió con sus compañeros y se reservó el derecho de impugnar en su oportunidad aquellos otros en los que difirió. Esto fue lo que atrajo su interés y su atención, no andar pensando, como el fiscal del Santo Oficio, en las relaciones entre Dios y el Diablo. “No tuvo tiempo para reflexionar en ello”.

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4. CRÍTICA A LA CONSTITUCIÓN —Este reo” se hizo sospechoso —expone el fiscal en el Capítulo 20— “no sólo de tolerantismo sino de ateísmo y materialismo”, al estar “imbuido en las máximas fundamentales del herética pacto social de Rousseau y demás pestilenciales doctrinas de Helvetius, Hobbes, Espinoza, Voltaire y otros filósofos reprobados por anticatólicos”. Prueba de ello fue que “suscribió sus delirios”, entre otros, los de que “la ley es la expresión de la voluntad (general); que la sociedad de los hombres es de mera voluntad y no de necesidad, y de aquí proviene el considerar al hombre independiente de Dios, de su eterna justicia, igualmente 463 que de la naturaleza, de la razón y de la honestidad.

Morelos estaba de acuerdo con Rousseau —qué duda cabe—, aunque no por basarse éste en “las máximas del pacto social” sino por las consecuencias políticas que dedujo de ellas, principalmente la que se refiere a la soberanía popular; ya que dichas “máximas”, más que del pensador ginebrino, eran originalmente de los grandes teólogos de la Edad Media, de Tomás de Aquino y del Renacimiento español —los mejores teólogos al decir del Maestro Hidalgo—, para no citar a los filósofos europeos citados por el fiscal —Hobbes, Espinoza, Helvetius y Voltaire—, por las razones expuestas en uno de los capítulos anteriores de esta obra. En este caso, el fiscal se refiere concretamente a la disposición constitucional del Congreso mexicano que condena el despotismo español; que declara que la ley no es la expresión de la voluntad de un autócrata sino de la “voluntad general”, y que tampoco emana de un señor, sea quien fuere, ni de su familia, ni de un grupo o clase de hombres, sino de la “representación nacional”, como lo señalan los Artículos 4 y 18 de la Constitución de Apatzingán. Los diputados constituyentes no hicieron más que repetir, según el fiscal del Santo Oficio, lo que “dijeron los impíos ya citados, y se expresa terminantemente por este infame en el artículo 18 de su perversa y ridícula Constitución”.464 El artículo 18 mencionado dice textualmente lo siguiente: “La ley es la expresión de la voluntad general en orden a la felicidad común; esta expresión se enuncia por los actos emanados de la Representación Nacional”.

463

Acta de acusación del promotor fiscal del Santo Oficio. Capítulo 20.

464

Ibid.

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Morelos suscribió la declaración anterior sin reservas de ninguna clase. —Reproduce su anterior respuesta. Y lo que puede decir es que al confesante siempre le pareció mal, por impracticable, y no por otra co465 sa. Pero que ahora conoce y confiesa los errores que contiene”.

Hay contradicciones de principio en esta declaración, que obligan a analizarla cuidadosamente. Al reproducir su anterior respuesta “no tuvo tiempo para reflexionar” en pequeñeces. Pero si siempre le pareció mal es que lo tuvo de sobra para reflexionar en ellas. Y lo extraño es que habiéndole parecido mal desde siempre, no reconociera sus errores sino hasta ahora. ¿Cuál de estas tesis es la que sostuvo realmente en el tribunal? Las tres, sin duda; pero en su orden, una a una. Veamos el inicio de su respuesta. “Reproduce lo antes dicho”. Estas palabras son de él, desde luego. ¿Qué dijo en su declaración anterior? Dos cosas: a) que juró y mandó jurar la Constitución. Esto es lo importante. A confesión de parte, relevo de prueba. Con ello está dicho todo. Aceptó sus preceptos, incluyendo los que se refieren al pacto social y al carácter de la ley en cuanto expresión de la voluntad general, y se valió de la fuerza material, moral y espiritual para hacerlos respetar. Y b) que no tenía tiempo para reflexionar en nimiedades. Consecuentemente, no tuvo tiempo para suponer que ser partidario de la teoría del pacto social era caer en “el ateísmo y el materialismo”. La segunda parte de la declaración es altamente reveladora de su más profundo pensamiento político. “Siempre le pareció mal, por impracticable, no por otra cosa”. Esta frase habría que leerla a contrario sensu para entenderla mejor. La Constitución siempre le pareció bien, en todo —incluyendo sus supuestos errores— excepto en su parte orgánica, operativa, ”práctica”. El documento constitucional está dividido, como todos los de su clase, en dos partes: una dogmática y otra orgánica. Aquélla contiene los principios en que se basa y los fines que persigue; ésta, 465

Respuesta de Morelos al Capítulo 20 del acta de acusación del promotor fiscal del Santo Oficio

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los poderes que establece para hacer valer unos y otros. La primera es declarativa. La segunda, “práctica”, organizativa, operacional. Morelos siempre estuvo de acuerdo con los dogmas políticos de la Constitución de Apatzingán, que consagran tanto los derechos de la nación como los derechos del hombre. Siempre dio su conformidad a los principios que afirman que el pueblo es la suprema fuente del Derecho, del Poder y de la Justicia; que confiere a la nación la potestad única para decidir su destino histórico; que proclama la libertad y la igualdad del individuo; que señala los rasgos generales de la forma de gobierno republicana, e incluso que establece la forma básica de organización de los Poderes Públicos. En cambio, siempre tuvo divergencias con sus compañeros diputados en lo relativo a la organización concreta de dichos Poderes, en función de su eficacia. Siempre censuró que el Congreso retuviera todas las atribuciones de la soberanía nacional. Siempre se opuso a la creación de un gobierno débil, dividido en tres personas y casi desprovisto de facultades, durante el limitadísimo periodo de un año. Siempre consideró que la organización política, sin un mando único e indivisible —sobre todo en tiempos de guerra—, haría imposible la independencia. Siempre criticó, por consiguiente, la parte “orgánica” o “práctica” de la Constitución de Apatzingán. Y esto lo hizo no sólo en el tribunal del Santo Oficio sino antes, entre sus compañeros: tal sería una de las principales discrepancias que tuviera con ellos. Siempre criticó la Constitución por haber establecido un poder inoperante para alcanzar la victoria. “Siempre le pareció mal —en suma— por impracticable”. Conste: “No por otra cosa”. Lo que él propuso fue, no un Estado tiránico o autoritario, sino un Poder Ejecutivo dotado de amplias facultades para hacer frente a la guerra; es decir, un Generalísimo con mando de armas en toda la extensión del país, al cual se subordinaran todos los jefes y oficiales de la nación, encargado del ramo ejecutivo de la administración pública y con atribuciones suficientes que le permitieran destruir con una mano y edificar con la otra. Un poder fuerte y ágil para actuar y ejecutar, sujeto a la vigilancia y control del Poder Legislativo. Ya se vio que el Constituyente de Apatzingán no aprobó sus ideas por temor al despotismo y a la dictadura personal. En su lugar estableció un triunvirato al que llamó Supremo Consejo de Gobierno, dotado de facultades ejecutivas muy restringidas, sin atribu-

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ciones para asumir mando de armas y sometido totalmente a sus decisiones. Este sistema político, en opinión del héroe, no podía traer —y no trajo— buenos resultados prácticos. No importaba. Lo prioritario en esos momentos era legitimar el derecho de la nación para hacer la independencia, así como el del pueblo para lograrla por medio de la fuerza, si así era necesario, sin miedo a la acusación de incurrir en alta traición o de cometer crímenes enormes y atroces. Así que el héroe se sumó a la opinión de sus compañeros diputados y aprobó lo esencial, sin reparar en lo secundario. Sin embargo, como se dejó establecido en el propio Código Político insurgente, “la sumisión de un ciudadano a la ley no es ningún comprometimiento (sic) de la razón ni de su voluntad; es un sacrificio de su inteligencia particular a la voluntad general”.466 Tal era el caso. Aún no estando de acuerdo con su parte orgánica, el ciudadano José Ma. Morelos y Pavón se sometió a la ley y sacrificó su inteligencia particular a la voluntad general. Al jurar cumplir y hacer cumplir sus preceptos, nunca faltó a sus palabra. Respetó su juramento desde que estampó su firma en el Decreto Constitucional hasta el día en que cayó prisionero. Una vez capturado por sus enemigos, ya no podía —a pesar del juramento hecho— ni observar la ley ni hacer que se aplicara. Su inteligencia particular quedaría liberada. La Carta Política tenía virtudes, con las que estaba de acuerdo; pero también defectos. No la atacaría, por supuesto, “pero no por eso la defiende”. Preso en los oscuros calabozos secretos de la Inquisición, tenía sin embargo el espíritu libre. Nada ni nadie, ni siquiera el pavoroso cuerpo inquisitorial ni la amenaza de ser víctima de las aterradoras sentencias de todo el sistema colonial, podría someter su conciencia. Su cuerpo sería susceptible de ser sujeto por hierros, grillos, cadenas, barrotes, e incluso lastimado, torturado, desmembrado, quemado; pero nadie podría aherrojar, martirizar o poner fuego a sus ideas. En el tribunal ejerció el derecho de crítica. La Constitución, que él mismo contribuyó a formar y que siempre le pareció bien, en lo general y en muchos de sus puntos particulares, le pareció mal, en cambio, por no haber establecido poderes suficientemente adecuados para alcanzar los fines que se propuso. Esto, a su juicio, fue un 466

Decreto Constitucional para la Libertad de la América Mexicana. Art. 20.

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error. Eso es todo. Al declararlo así, dictaría su testamento político sobre la organización de los Poderes Públicos. Consiguientemente, la Carta Fundamental siempre le parecería bien, excepto en su parte orgánica, operativa, práctica. O, al revés: “Siempre le pareció mal, por impracticable. No por otra cosa”. Esto no es ninguna retractación. Al contrario. Es una declaración ingeniosa y hábil para confirmar su tesis política sobre un Poder Ejecutivo vigoroso y unipersonal, y una enseñanza que legó, no a sus compañeros de lucha —puesto que no compartían sus ideas al respecto— sino a sus herederos en la historia. La tercera parte de su respuesta agrega: “pero ahora conoce y confiesa los errores que contiene”, expresión de fuertes resonancias episcopales que ya nos es familiar. ¿Qué errores señaló el fiscal en este Capítulo? Recordémoslos: fueron dos, deducidos ambos de “las máximas del heretical pacto social”; el primero, que la ley es expresión de la voluntad general”, y el segundo, “que la sociedad de los hombres es de mera voluntad y no de necesidad”. El primero no lo reconoció Morelos como error, porque antes había confesado que sus capítulos “eran en orden al bien común”, entre ellos, el de la voluntad general convertida en ley. Lo único que le había parecido mal era el relativo a la organización de los Poderes. Tal sería el único error que reconoció y confesó. Lo demás siempre le pareció bien. En cuanto al segundo, es de la responsabilidad del fiscal, no de Morelos. La tesis del contrato social, en efecto, no afirma “que la sociedad de los hombres es de mera voluntad y no de necesidad”. Este es un error, sí; pero no de Rousseau sino de su intérprete inquisitorial. Desde Aristóteles se enunció el principio de que la sociedad es un fruto de la naturaleza, no de la voluntad; es decir, que los hombres se unen en sociedad como resultado de la necesidad, no por un acto de libertad; por instinto gregario, en suma, no por conveniencia. Según el filósofo griego, el hombre es un animal político. El único ser que puede vivir al margen de la sociedad es dios o bestia. Los partidarios del pacto social, de Santo Tomás a Rousseau, pasando por los teólogos Mariana y Suárez y los filósofos Hobbes y Espinoza, no niegan los principios de Aristóteles. Al contrario. Parten de ellos para elaborar sus teorías en un plano superior: el sociopolítico. Lo dicho por el fiscal es un error, insistimos; pero de él, no de los Constituyentes de Apatzingán, ni reconocido por Morelos. Un error producto tanto de su ignorancia como de sus prejuicios. Lo arriba expuesto es suficiente para deducir que la tercera par-

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te de su declaración, en el sentido de “conocer y confesar los errores que contiene”, no resiste más que una de estas dos interpretaciones: o la frase es de él y entonces se refiere a sus observaciones constitucionales sobre el establecimiento de los poderes, a los que consideró inadecuados tanto para hacer la guerra como para asegurar la paz, o, de plano, es una interpolación. Los que estaban levantando el acta eran los funcionarios inquisitoriales, no el acusado. Lo que para Morelos eran aciertos, para los jueces inquisidores eran errores. Este controvertido término no parece recoger los rebeldes acentos del lenguaje político de Morelos sino los de los obsequiosos Fonte, Flores o Monteagudo. No es de la nación sino de la colonia... 5. EL USO DE LAS ARMAS Otras de las funestas consecuencias —según el fiscal— de la teoría del contrato social, fue haberlo hecho creer que la revolución, el derramamiento de sangre humana, los latrocinios y todo crimen de lesa majestad divina y humana son legítimos; de donde erróneamente dedujo que lo torpe es honesto; que lo bueno es malo y lo malo bueno, cimentando las leyes de la moralidad en el pacto de los que se congregan para fincar la felicidad común.

Y esta felicidad de los insurgentes consistió en cometer toda clase de crímenes enormes y atroces. El cargo concreto, en una palabra, es el de haber supuesto legítimo el uso de las amas para derrocar al gobierno colonial.467 —Es verdad que hacía lo que en el Capítulo se dice. Y creía que era lícito, porque veía que los contrarios hacían lo mismo, y no se juzgaba 468 ni él ni sus cómplices por de menos condición.

El declarante, como se ve, se apresura a admitir el cargo. Para él, la sociedad no estaba al servicio de ningún gobierno, aunque éste se hubiere transmitido por sucesión dinástica. Era el gobierno —cualquiera que fuese su forma— el que estaba al servicio de la sociedad. En consecuencia, la sociedad tenía el derecho de imponer al gobierno, por los medios que fueran necesarios —incluyendo la violencia armada— las modalidades exigidas “en orden al bien

467

Acta de acusación del promotor fiscal del Santo Oficio. Capítulo 21.

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Respuesta de Morelos al Capítulo 21 del acta de acusación.

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común”. De allí que considerara, en efecto, que la rebelión fuera legítima (en caso de que no se aceptara su carácter de guerra popular). La sociedad, compuesta por ciudadanos americanos, tenía el derecho incontestable de constituirse en la forma en que lo estimara conveniente, y los derechos no se imploran: se ejercen. En este caso, el uso de la fuerza era lícito y exculpados sus inevitables efectos que, en términos del fiscal, eran “el derramamiento de sangre humana, latrocinios y crímenes de lesa majestad divina y humana”. La guerra era justa. Lejos de ser un delito, era un derecho. “Es verdad lo que se dice en el Capítulo y creía que era lícito”. Por otra parte, “veía que sus contrarios hacían lo mismo”; es decir, que el único método empleado por ellos para proteger sus privilegios y sostenerse en el Poder era “la rebelión, el derramamiento de sangre humana, los latrocinios y todo género de crímenes de lesa majestad divina y humana”. En 1808 habían usurpado el Poder mediante golpe de Estado e iniciado el derramamiento de sangre haciendo morir a Talamantes, Primo de Verdad y otros. Luego, se habían sostenido en él mediante la espada y el terror, persiguiendo y encarcelando a los partidarios de la independencia, cuando no juzgándolos sin ningún derecho por el delito de reclamar respeto a los derechos nacionales; asesinándolos sin piedad y descuartizándolos para exponer sus cabezas al escarnio público. Si los americanos formaron un Estado y empuñaron la espada fue porque se consideraron iguales a los españoles: no se juzgaron “de menos condición”. No eran animales, ni cosas, ni esclavos para doblegarse servilmente bajo el peso de las cadenas y recibir sin réplica los latigazos de los déspotas. Si no superiores, tampoco eran inferiores a sus adversarios. Eran iguales. No había entre ellos más que una sola diferencia. La fuerza de éstos no estaba amparada por ninguna ley, aunque invocaran la de la conquista o la de la tradición monárquica. “El título de conquista no puede legitimar los actos de la fuerza”, señala la Constitución de Apatzingán. Por otra parte, “el gobierno no se instituye para honra o interés particular de ninguna familia, de ningún hombre ni clase de hombres, sino para la protección y seguridad general de todos los ciudadanos, unidos voluntariamente en sociedad”. La fuerza del joven Estado americano, a pesar de sus errores y balbuceos, se fundaba desde el punto de vista interno en el derecho inalienable de la sociedad para establecer la forma de gobierno que más le conviniera, y desde el externo, en el “Derecho Convencional de las Naciones”. Era una fuer-

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za histórica que se apoyaba en la justicia y el Derecho. 6. MINISTERIO DE ASUNTOS ECLESIÁSTICOS El fiscal acusa a Morelos en el Capítulo 22 de ser, “como lo son todos los herejes, tan pronto cristiano como hereje... tan pronto ateísta como verdadero sacerdote”. De su larga exposición se deducen dos cargos: uno, haber quitado y puesto curas “a su antojo y capricho”, atentando de ese modo contra un derecho de la jerarquía eclesiástica “instituida por inspiración divina”; el otro, ser causante de muchos concubinatos, “como lo son ciertamente todos los matrimonios que se han celebrado” sin la autoridad o presencia de los párrocos realistas y con la de sólo los de su partido”. —Al principio de la insurrección, sólo fue su intento poner un eclesiástico que se entendiera con los eclesiásticos, como su superior, para que los corrigiera, con el fin de que no se careciera del pasto espiritual, y que a éste se le dio el título de Vicario General Castrense; para cuyo empleo solicitó por medio de carta al padre Espíndola, que no le contestó, después de haberlo sido el Lic. Herrera, el Dr. Velasco y el Dr. San Martín; que esto fue en el rumbo del Sur, porque en el Norte nombró otros el comandante (del Norte López Rayón), que fueron sucesivamente Cos y Argándar; que estos tenían facultades de poner ministros que administraran todos los sacramentos —aún el de matrimonio—, en cuya validación no tuvo duda, por haberle dicho el padre Pons, provincial de Santo Domingo de Puebla —que se fue a los Estados Unidos de capellán de Herrera— que en Polonia se levantó una provincia, y habiendo los sacerdotes religiosos que había entre ellos administrado sacramentos y celebrado matrimonios, el Papa no sólo lo aprobó sino alabó su celo; lo que creyó el confesante. Y más, habiendo leído en Benjumea, Tratado de Matrimonio, que en casos extraordinarios como éste podía asistir a los matrimonios lícita y válidamente la persona de más excepción que se hallara presente, aunque no fuera sacerdote ni eclesiástico, poniendo el caso de los que han sido arro469 jados por alguna tormenta a alguna isla donde no haya eclesiástico”.

Esta es la única respuesta extensa de Morelos en este juicio. Es explicable. Los temas de carácter político escapaban, en su opinión, a la competencia de los tribunales de la colonia, incluyendo el de la Inquisición. En cambio, los asuntos religiosos podían eventualmente ser conocidos por los tribunales eclesiásticos, entre ellos, el de la fe.

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Respuesta de Morelos al Capítulo 22 del acta de acusación.

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La larga declaración está dividida en dos partes. Una, trata sobre el nombramiento de funcionarios eclesiásticos, función reservada a la jerarquía. Otra, sobre la validez de los sacramentos administrados por los insurgentes, entre ellos el matrimonio. Con respecto al primer punto reconoce que, en condiciones normales, era necesario el concordato con la silla apostólica para poner y quitar ministros eclesiásticos; pero en la agitada América, desde hacía muchos años, no se vivía en condiciones normales sino anormales. Una situación extraordinaria requería de soluciones extraordinarias. De allí que nombrara un vicario general castrense, una especie de ministro de asuntos eclesiásticos, que resolviera todo lo de su ramo. Ahora bien, ambas vías, la ordinaria y la extraordinaria, una permanente y otra transitoria, eran igualmente válidas. En relación con el segundo punto, dice que los párrocos realistas no tenían el monopolio de la administración de los sacramentos, entre ellos, el del matrimonio. Estos estaban más allá de las banderías políticas y eran comunes a todos los contrayentes, independientemente de raza, clase social, profesión o partido político. Las uniones celebradas por los párrocos insurgentes no eran concubinatos ni estupros ni “otras abominaciones” sino matrimonios en legal y debida forma. En casos ordinarios, bastaba la presencia de un eclesiástico, cualquiera que fuera su bando, partido, nacionalidad e incluso religión, para validar la unión. En los extraordinarios, ni siquiera se necesitaba el clérigo mencionado -cualquiera que fuera la militancia política o el credo religioso que tuviera-, ya que un laico podía actuar como testigo. Así lo sancionaban la teoría y la práctica, la costumbre y la ley, los teólogos y el Papa. Tales eran las enseñanzas de Benjumea en su Tratado, cuya autoridad invocara al iniciarse el proceso, confirmadas por el sumo pontífice en el asunto de la provincia rebelde de Polonia. Por consiguiente, si el fiscal consideraba heréticas las prácticas y enseñanzas de referencia, era necesario que enderezara su acción persecutoria contra los teólogos y el mismo Papa. 7. GUERRA CONTRA EL REY —Este reo —prosigue el perseguidor oficial—, a imitación de asquerosos animales que se alimentan de inmundicias propias y ajenas, se ha nutrido no sólo en los crímenes propios de su lujuria, ambición y soberbia, sino también ha comido y bebido en las cenagosas fuentes de

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Lutero y otras herejías”.

Después de injuriarlo, acusa al reo de haberse propuesto no sólo “destruir la autoridad legislativa de la iglesia” sino también “aniquilar el trono”. Y así, “sancionó en su maligna Constitución ser lícito el levantamiento contra el legítimo príncipe” y declaró “la guerra a nuestro soberano bajo el pretexto de tiranía y despotismo”. Es, en suma, reo de alta traición.470 Si hacemos a un lado la debilidad escatológica del fiscal y su inclinación de injuriar y calumniar al detenido, el cargo concreto que le levanta es el de haber hecho, a la manera de Lutero, la guerra al monarca. Morelos lo rechaza categóricamente. Al principio no tuvo la intención de declarar “ser lícito el levantamiento contra el legítimo príncipe”, por la sencilla razón de que no había príncipe, ni legítimo ni ilegítimo, contra el cual hacer la guerra. La situación fue otra. No habiendo ningún príncipe, la soberanía la recuperó la nación. Tal fue la tesis del Ayuntamiento de la Ciudad de México, amparada en la legislación del reino. Con fundamento en ella, propuso a Iturrigaray que se pusiera al frente de la nación, aunque no con el anacrónico título de virrey —puesto que ya no había rey— sino con el de encargado provisional del reino, y que con tal carácter convocara a un “Congreso de representantes de todas las ciudades, villas y lugares del reino”, que asumiera la majestad, la soberanía, el Poder Supremo de la Nación. Después del golpe de Estado descargado por los peninsulares en la noche del 15 al 16 de septiembre de 1808 contra las autoridades legítimamente constituidas, atropellando todos los derechos de la nación, Morelos decidió tomar las armas; pero no “para declarar la guerra al legítimo príncipe”, puesto que éste no existía, sino “llevado de la opinión de su Maestro Hidalgo”, consistente en defender los legítimos derechos de la nación y deshacerse de la opresión de España, de la misma manera que ésta quería sacudirse el yugo de Francia. Lo que era lícito en el pueblo español no podía volverse ilícito en América por el solo hecho de haber un océano de por medio. —Entró en la insurrección no haciendo reflexión de lo que contiene el

470

Acta de acusación. Capítulo 23.

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cargo y llevado de la opinión de su Maestro Hidalgo, pareciéndole que se hallaban los americanos, respecto a España, en el caso de los españoles, que no querían admitir el gobierno de Francia. Y más cuando oyó decir a los abogados que había una ley en cuya virtud, faltando el rey de España, debía volver este reino a los naturales, cuyo caso creían verificado; pues hasta ahora no han creído la vuelta del rey a España, (lo que) el confesante ya lo cree factible... Aunque a ratos se le dificulta que haya vuelto tan católico como se fue, por haberlo con471 ducido las tropas francesas; esto es, en el caso de que haya venido.

La declaración de ser legítima la lucha contra el monarca, por consiguiente, no se hizo sino hasta el 22 de octubre de 1814. Fue una disposición preventiva, en el caso de que el rey regresara “contaminado”. Hasta ahora, no ha creído en su retorno. Y a pesar de que “ya se va desengañando de que ha venido y no con órdenes de Napoleón”, todavía le quedan fuertes dudas. La vuelta del rey “ya la cree factible, aunque a ratos se le dificulta que haya vuelto tan católico como se fue”. Todavía cree que está “contaminado”, es decir, todavía no le quita el título de traidor. Quisiera hacerlo, pero es imposible. La guerra contra él sigue siendo lícita; “esto, en el caso de que haya venido”. A lo mejor todo es una trampa. Y, por último, el acusado, según el fiscal, había obrado “contra la persona sagrada del rey y de su soberanía” en dichos y hechos, a través de “proclamas sediciosas, incendiarias, falsas, temerarias, piarum aurum ofensivas, firmándolas de su puño y letra, y autorizándolas con el poder de las armas, para compeler a los pueblos a la desobediencia al rey y a la obediencia de este monstruo, que quiso erigirse árbitro y señor de América, en contradicción de Dios, de los hombres, de la iglesia, del rey y de la patria”. Tal es el último cargo.472 Morelos desestima la acusación. Era esencialmente igual a la inmediatamente anterior y ya había producido su respuesta. Si no había rey, era imposible cometer delito alguna contra una persona que no existe. Si ya lo hay, está por verse. Mientras éste no dé su reconocimiento político a la nación, seguirá siendo lícita la resistencia a su autoridad. Por otra parte, los que se han creído no sólo árbitros sino dueños de la América, por decreto de “Dios, de los hombres, de la iglesia, del rey y de la patria” son ellos, los miembros del sistema colonial. Él, en cambio, no es más que un modesto ciuda471

Respuesta de Morelos al Capítulo 23 del acta de acusación.

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Acta de acusación. Capítulo 24.

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dano americano, miembro de la Junta de Gobierno. Con este carácter ya ha reconocido haber cometido el terrible crimen de jurar los principios constitucionales y el no menos grave de autorizar el empleo de la fuerza para hacerlos cumplir, es decir, para hacer respetar la voluntad nacional. Con ello, lo único que en realidad quiso fue que la nación se erigiera en árbitra y señora de sí misma. —Es cierto —confiesa— que ha firmado algunas proclamas, que no han sido hechas por sí sino por Cos y en fuerza de ser Vocal de la Junta de Gobierno; pero que no ha aspirado a erigirse árbitro de América, ni quiso admitir el tratamiento de Su Alteza Serenísima que le daban, suplicando que más bien le dijeran Siervo de la 473 Nación...

473

Respuesta de Morelos al Capítulo 24 del acta de acusación.

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XIX CHRISTI NOMINE INVOCATO SUMARIO. 1. Presentación de pruebas. 2. El defensor de oficio. 3. Dictamen de los heretólogos. 4. Sentencia. 5. Abjuración.

1. PRESENTACIÓN DE PRUEBAS Al concluir el interrogatorio, el inquisidor Flores informa al acusado que el promotor fiscal ha pedido al tribunal a su cargo que lo declare “incurso en la pena de excomunión mayor y en las demás fulminadas contra semejantes delincuentes, imponiéndole las que por derecho le corresponden como hereje formal, apóstata y traidor al rey y a la patria, relajando su persona a la justicia y brazo seglar, en la forma acostumbrada”.474 El juez supone que Morelos quedará impresionado, pero éste no se inmuta. Sabe que el tribunal dictará sentencia en los términos solicitados por el fiscal y que “relajarán” su persona al Estado colonial para los efectos correspondientes. Guarda silencio. “Y en este estado -asienta el acta-, el señor inquisidor mandó que se le diese publicación de los documentos”.475 El secretario le da a conocer las pruebas escritas presentadas contra él por la parte acusadora, sin dar lugar “a otro género de pruebas” debido “a la estrechez del tiempo”. Las documentales de referencia son siete, entre ellas, la Constitución de Apatzingán. Morelos reconoce como suya la firma estampada en ella. Primero, el Decreto Constitucional firmado, entre otros, por este reo. Segundo, una proclama firmada también de muchos, entre ellos, este reo, en 23 de octubre de 1814. Tercero, otra proclama firmada en consorcio de Liceaga y Cos, en 25 de ese mismo mes. Cuarto, otra firmada en Ario, de 16 de febrero de 1815, por los mismos. Quinta, otra firmada de los propios, a 9 de dicho mes (febrero) y año (1815) en el 476 propio lugar (Ario).

474

Acta de acusación. Parte final.

475

Quinta Audiencia, por la tarde, del 24 de noviembre. Presentación de pruebas.

476

Ibid.

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El acta interrumpe la exhibición de documentos para hacer constar que todos los anteriores son los mismos “de que ha hablado (Morelos) en las respuestas de la acusación, y que ha firmado por los motivos que lleva señalados”.477 Sexto, “una carta impresa por este reo al señor obispo de Puebla, en 24 de noviembre de 1811, desde el cuartel general de Tlapa. (El acu478 sado dijo) ser suya y dictada por sí”. Séptimo, “un edicto publicado por el señor obispo de Valladolid Abad y Queipo, en 22 de julio de 1814, en que excomulga a este reo y lo declara hereje. Morelos dijo que no ha visto antes de ahora dicho edic479 to”. Nosotros tampoco. Por lo menos, no corre agregado en autos.

A continuación, el tribunal manda que se le dé copia y traslado tanto de la acusación del fiscal como de las pruebas documentales presentadas en su contra, “para que responda y alegue contra ellas, de su justicia, lo que viere que le conviene, con parecer de uno de los letrados que ayudan a las personas que tienen causa con este Santo Oficio, que lo son el Lic. don José Ma. Gutiérrez de Rosas, Lic. don Pablo de las Heras y Dr. don José Ma. Aguirre”.480 Morelos, según el acta, elige al primero de los abogados que figuran en la terna anterior, no porque lo conociera o tuviera confianza en él sino porque su nombre estaba a la cabeza de la lista. Con lo anterior se da por terminada la diligencia. El inquisidor le advierte que “lo mandará llamar”; lo amonesta nuevamente para que “lo piense bien y diga verdad, y fue mandado volver a su cárcel, lo que certifico”. Firman el acta Morelos y el secretario Chevarri. 2. EL DEFENSOR DE OFICIO Poco después —el mismo sábado—, en una breve audiencia que se lleva a cabo cerca del medio día, el inquisidor “mandó subir a ella de su cárcel al dicho don José María Morelos y, siendo presente, le fue preguntado qué es lo que trae acordado sobre su negocio y causa, so cargo del juramento que hecho tiene”. 477

Ibid.

478

Ibid.

479

Ibid. Quinta Audiencia, por la tarde, del 24 de noviembre. Presentación de pruebas. 480

Ibid.

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—Nada —responde— trae acordado que deba decir”. —Fuele dicho que presente está el Lic. don José María Gutiérrez de Rosas —a quien nombró por su letrado—; que trate y comunique con él lo que viere que le conviene sobre su negocio y causa, y que con su parecer y acuerdo, alegue de su justicia, porque para esto se le ha mandado venir a esta audiencia”. —El dicho Lic. don José Ma. Gutiérrez de Rosas juró en forma de Derecho que bien y fielmente y con todo cuidado, defenderá al dicho don José María Morelos en esta causa, en cuanto hubiera lugar en Derecho. Y si no tuviere justicia, lo desengañará. Y en todo hará lo que el buen y fiel abogado debe hacer. Y que tendría y guardará secreto de todo lo que hubiere y supiere”. —Luego —prosigue el acta—, le fueron leídas (al abogado) las confesiones de Morelos, la acusación del promotor fiscal y a lo que a ella ha respondido, y también los documentos presentados por dicho señor 481 promotor y lo a ellos respondido por el reo”.

Después de enterarse de lo actuado, el abogado defensor se entrevista con su cliente —en presencia de los inquisidores— y, según el acta, éste “trató y comunicó lo que quiso sobre su negocio y causa con el dicho su letrado; el cual le dijo que lo que le convenía para el descargo de su conciencia, breve y buen despacho, era decir y confesar la verdad, sin levantar a sí ni a otro falso testimonio. Y si era culpado, pedir penitencia, porque con esto saldría con misericordia”. Gutiérrez de Rosas, como se ve, era un buen abogado defensor —igual que Quiles—; pero no del acusado sino de la Inquisición. Morelos, según el acta, le responde —que tiene dicha y confesada la verdad, como aparece de sus confesiones, a las que se remite, y niega lo demás contenido en dicha acusación, y de ella pide ser absuelto y dado por libre, y por lo que tiene 482 confesado, ser piadosamente penitenciado”.

En “sus confesiones”, el héroe jamás acepta que el tribunal esté dotado de atribuciones para conocer “su negocio y causa”. Al contrario: lo tacha de ilegítimo e ilegal. La única idea que pudo haber transmitido a “su defensor” es la misma que corre a lo largo de todo 481

Sexta Audiencia, por la mañana de 25 de noviembre.

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Ibid.

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del proceso: la de su fino desprecio al tribunal del Santo Oficio, claramente admitida, reconocida y precisada. El asunto por el que se le juzga es político, no de religión. Tal ha sido la más importante de sus “confesiones”: la columna vertebral de su defensa. Luego entonces, el tribunal es incompetente para juzgarlo, excepto en materia de fe. En ésta, sólo en ésta, ha reconocido su competencia y “confesado” la verdad. En cambio, en materia política, así como en otros cargos que le ha imputado el fiscal —de los cuales no es responsable—, niega el contenido de la acusación. Por lo confesado en asuntos en que es competente el tribunal —en los de religión— pide que se le castigue piadosamente, si es que ha cometido alguna falta. Y en lo negado, lo rechazado, lo impugnado —en asuntos políticos—, que se le absuelva y libere. En seguida, según el acta, se le entregan copias del acta de la acusación y de las pruebas ofrecidas en su contra. Es de dudarse que en tan corto tiempo —setenta y dos horas— los escribientes hayan sacado copias manuscritas de la larguísima acta de acusación, de todos los documentos probatorios que le sirven de fundamento y de las actas de las audiencias celebradas en el tribunal. Sin embargo, Morelos supuestamente las recibe “y protestó alegar lo que a su derecho convenga”.483 Por último, El señor inquisidor mandó a dicho abogado que se le entregue el proceso, por tres horas, como en efecto se lo llevó, para alegar el derecho de su parte. Y con esto cesó la audiencia; el dicho Morelos fue amonestado de que aún lo piense bien y diga verdad; fue mandado volver a su cárcel, y lo firmó con su abogado, lo que certifico”. Aparecen las firmas del acusado, de su “defensor” y del secretario.

484

La única defensa posible, según el Lic. Gutiérrez de Rosas, se divide en dos puntos: primero, admitir todos los cargos, confesar todas las culpas e implorar la misericordia del tribunal; segundo, manifestar la intención, antes de la sentencia, de hacer una completa abjuración de sus errores a fin de evitar la pena de “relajación”. Sin embargo, si Morelos no ha aceptado ninguno de los cargos

483

Ibid.

484

Ibid.

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en materia política ante los jueces inquisidores, menos lo hará ante su “representante legal”. Y si lo único que ha manifestado es su desenvuelto desprecio hacia este tribunal, difícilmente podrá implorar su misericordia. La estrategia del acusado y su “defensor” son, como se ve, radicalmente distintas y hasta opuestas. El abogado sigue la suya propia. Ha recibido instrucciones, no de su cliente, sino del tribunal. Así que, en este punto, no se ponen de acuerdo. En el otro, en cambio, el relativo a la abjuración antes de que se dicte el fallo, es materia de entendimiento, a condición de que se registre en el acta que dicha abjuración la hace en asuntos exclusivamente religiosos, no políticos. Así que el mismo sábado, después de comer, “estando en su audiencia de la tarde”, el inquisidor “mandó traer a ella de su cárcel al dicho don José María Morelos, y siendo presente, le fue dicho qué es lo que trae acordado sobre su negocio y causa, so cargo del juramento que fecho tiene”. —Nada —responde— tiene que decir. —Fuele dicho que está presente el Lic. don José María Gutiérrez de Rosas, que tiene ordenadas sus defensas; que las vea y comunique con él lo que convenga a su defensa y justicia. —Y luego el dicho abogado le leyó, haciendo presentación de un escrito firmado de su nombre, y devolvió el expediente y demás papeles que se le entregaron; el dicho don José María Morelos, con parecer de dicho Lic. don José María Gutiérrez de Rosas, dijo: que concluya defi485 nitivamente.

El abogado lee sus alegatos, lo que no significa que “su defenso” esté de acuerdo con ellos. Tan es así que se niega a firmarlos. Lo único que acepta es que —fastidiado de la farsa— la causa concluya. Sin apelación. Que concluya definitivamente. Y dicho señor inquisidor mandó que se agregue el citado escrito a sus autos, y que se notifique al señor promotor fiscal del estado que tiene esta causa, para que la audiencia concluya. Y con esto fue mandado

485

Séptima audiencia, por la tarde, de 25 de noviembre.

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volver a su cárcel y lo firmó, de que certifico, con su letrado.

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Lo que firma Morelos es el acta de la audiencia, se reitera, no el escrito de su abogado. Al conocer lo anterior, el fiscal no se opone a los alegatos del defensor; ni en la parte en la que, al desengañar a su cliente, refuerza los argumentos de la propia acusación; ni en la otra en que, para atenuar la pena, le ofrece su abjuración. Tampoco objeta el pedimento del detenido, en el sentido de que concluya definitivamente la causa. Felizmente puestos de acuerdo, al menos en esto, el inquisidor respira tranquilo. Y así, al final del agitado e intenso tercer día, la causa virtualmente se cierra. “El día 25 —dice el inquisidor— a las ocho de la noche, estaba ya concluida”.487 Las demás actuaciones de este juicio se llevarán a cabo sin la presencia del héroe. A éste, sin embargo, no se le dejará tranquilo. Apenas liberado de las diligencias del tribunal de la fe, volverá a sometérsele a la Jurisdicción Unida... 3. DICTAMEN DE LOS HERETÓLOGOS Al día siguiente, domingo 26 de noviembre, estando en su audiencia de la mañana, el inquisidor Flores “mandó traer a los padres calificadores fray Domingo Barreda; Dr. fray Luis Carrasco, del Orden de Santo Domingo; fray Diego Antonio de las Piedras y fray Antonio Crespo”.488 Morelos había sostenido que se le estaba juzgando en asuntos políticos, no de fe. De allí que, antes de dictar sentencia, fuere necesario conocer la opinión de los teólogos especialistas en la materia. De acuerdo con la doctrina y la ley, ¿es materia de fe o no el movimiento de independencia? ¿Es asunto religioso o puramente político? ¿Son heréticos o no los postulados de la Constitución de Apatzingán? ¿Son heréticas o no las proclamas firmadas por Morelos? ¿Son heréticas o no las declaraciones y confesiones que éste ha producido ante el propio tribunal?

486

Ibid.

487

Informe del inquisidor Flores a los señores del Supremo Consejo de Su Majestad de la Santa y General Inquisición, de 29 de noviembre de 1815. 488

Octava Audiencia, por la mañana, de 26 de noviembre.

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Es preciso que los padres calificadores revisen nuevamente el Decreto Constitucional -el alma de la nación insurrecta- así como los manifiestos presentados por el fiscal, a la luz de las impugnaciones de Morelos, a fin de que rectifiquen o ratifiquen su dictamen de 8 de julio anterior, y además, que expresen si de acuerdo con sus conocimientos teológicos, las pruebas mencionadas contienen elementos de herejía o son de naturaleza estrictamente política. El dictamen rendido por los teólogos no determinará el carácter de la sentencia. Los jueces inquisidores tienen facultades para condenar o absolver al reo, independientemente de lo expuesto por los peritos en herejía. Generalmente, sin embargo, su opinión altamente especializada es un valioso elemento que podría dar a dicha sentencia, en su caso, mayor solidez y fundamento doctrinal. En su nuevo dictamen, los teólogos ratifican por unanimidad las censuras que, contra la Constitución de Apatzingán y proclamas firmadas por el acusado, hicieran desde julio de ese mismo año. A pesar del carácter estrictamente político del proceso, su sabiduría la emplearon para imprimirle un contenido religioso. En lo que no hay unanimidad es en lo relativo a las declaraciones que el propio Morelos produjera ante el tribunal. El “padre maestro fray Domingo Barreda” dijo que sus confesiones y defensas sólo lo constituyen en sapit heresim, hereje consciente de serlo. Los otros, más atrevidos, “convinieron en que es hereje formal, negativo y no sólo sospechoso de ateísmo sino ateísta”.489 Consecuentemente —en su opinión—, el tribunal era apto para juzgarlo y dictar la sentencia que los jueces consideraran conveniente. Aparecen al calce las firmas de los cuatro calificadores. Los votos de los teólogos se pronuncian no sólo contra el reo sino también contra el alma jurídica de la nación: el Decreto Constitucional para la Libertad de la América Mexicana. Desde entonces, la independencia nacional tendría que hacerse no sólo contra la política del gobierno español sino también contra la misma teología “colonial”. El proceso concluyó... 4. LA SENTENCIA Ese mismo día, teniendo a la vista el voluminoso expediente, los jueces inquisidores dictan sentencia. El texto correspondiente es terminado de redactar al sonar las doce campanadas del domingo 489

Ibid.

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26 de noviembre. Es el último de los cuatro días que concediera el virrey al tribunal de la Inquisición para desahogar la causa. Sin embargo, el documento no es firmado por ellos sino hasta el día siguiente, en la solemne y pública ceremonia de degradación. Christi nomine invocato, es decir, invocando el nombre de Cristo, declaran “al precitado José María Morelos hereje formal negativo, confitente diminuto, malicioso y pertinaz; despreciador, perturbador y perseguidor de la jerarquía eclesiástica; atentador y profanador de los santos sacramentos; reo de lesa majestad divina y humana, pontificia y real, y como tal, hereje y fautor de herejes desde que empezó la insurrección, y enemigo cruel del Santo Oficio... Aunque merecedor de la degradación y relajación por los delitos cometidos del fuero y conocimiento de este Santo Oficio, por estar pronto a abjurar sus crasos e inveterados errores, le condenamos, en el remoto e inesperado caso de que se le perdone la vida por el excelentísimo señor Virrey Capitán General de esta Nueva España, a destierro perpetuo de ambas Américas, Corte de Madrid y sitios reales, y a reclusión perpetua o en uno de los presidios de África, a disposición del excelentísimo e ilustrísimo señor Inquisidor General. Lo deponemos de todo oficio y beneficio eclesiástico, con inhabilidad e irregularidad per490 petuas.

No dictan sentencia de degradación, porque ya lo ha hecho desde el viernes anterior el tribunal eclesiástico de la Jurisdicción Unida. Tampoco la de “relajación”, por la misma razón y, sobre todo, porque aparentemente el virrey se opuso. Se vieron obligados a obsequiar las “graves causas y justos respetos” representados por él. Además, el acusado ha ofrecido abjurar de sus errores. Al deponer al condenado de “todo oficio y beneficio eclesiástico”, lo despojan de lo que ya no tenía. Ya no era suyo —desde 1810— el curato de Carácuaro ni su modestísima capellanía, ni su casa en Valladolid, ni su rancho en Nocupétaro. Al declararlo con “inhabilidad e irregularidad perpetua”, no hacen más que formalizar una situación de facto, buscada motu proprio, voluntariamente, desde 1810, por el propio Morelos, para hacer la guerra en calidad de militar, inhábil e irregular de su condición de presbítero. Y al confiscarle sus bienes, le quitan lo que de hecho ya no poseía. Su casa en Valladolid la había perdido desde el año de 1811. 490

Sentencia del tribunal del Santo Oficio, firmada el lunes 27 de noviembre, en audiencia a puerta abierta.

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La sentencia dictada por el tribunal de la Inquisición es inútil, por cuanto no podía surtir ningún efecto, salvo el de destierro y reclusión perpetuas, y aún esto, sólo “en el remoto e inesperado caso de que se le perdonara la vida”. Es inútil, además, porque al aplicarle el estigma de hereje, aunque pretendieron extenderlo a la nación en armas, ésta no se dejaría intimidar. Al contrario. Proseguiría tenazmente su lucha hasta alcanzar no sólo la independencia sino también la libertad de pensamiento y de opinión, de creencias y de expresión. Es inútil, en fin, porque nadie creería nunca, ni entre los partidarios ni entre los enemigos de la independencia, ni entonces ni después, que haya sido hereje el hombre más extraordinario que produjera la nación en esa época. 5. ABJURACIÓN DE FORMALI Parece haber un momento de flaqueza en Morelos —otra vez—, cuando acepta firmar la abjuración de sus errores para impedir la sentencia de “relajación”. Habrá qué acercarnos al texto, que en su parte substancial, reza lo siguiente: Yo, José María Morelos, que estoy aquí presente ante vuestra señoría, como inquisidor que es contra la herética pravedad y apostasía en esta ciudad y arzobispado de México, y en todos los reinos y provincias de esta Nueva España, Guatemala, Islas Filipinas -sus distritos y jurisdicciones-, por autoridad apostólica, real y ordinaria. Puesta ante mí esta señal de la cruz y los sacrosantos evangelios que con mis manos especialmente toco, reconociendo la verdadera, católica y apostólica fe. Abjuro, detesto y anatematizo toda clase de herejía que se levante contra la santa fe católica y ley evangélica de nuestro redentor y salvador Jesucristo, y contra la sede apostólica e iglesia romana... Especialmente aquélla en que yo, como malo, he caído y tengo confesada ante vuestra señoría, que aquí públicamente se me ha leído, y de que he sido acusado y tengo confesado. Y juro y prometo tener y guardar siempre aquella santa fe que tiene, guarda y enseña la santa madre iglesia. Y que seré siempre obediente a nuestro señor el Papa y a sus sucesores que canónicamente lo sucedieren en la silla apostólica, y sus de-

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terminaciones...”

491

El texto anterior no es redactado y menos concebido por Morelos, aunque sí firmado por él. Es tomado de una vieja fórmula en que interviene el Santo Oficio desde el siglo XVI, común a todas las causas de fe, empleada para todos los casos y copiado por algún empleado del tribunal por órdenes del inquisidor de México, a fin de que el condenado estampe su firma. Su texto será públicamente leído al día siguiente, en la ceremonia de degradación, y sometido a su consideración para que lo rubrique. Al firmarlo, reconoce que “abjura, detesta y anatematiza toda clase de herejía”. El héroe no tenía por qué maldecir de esa manera; pero acepta hacerlo porque su abjuración es de forma, no de fondo. Es una fórmula estrictamente religiosa, “de machote”, con la que no está de acuerdo, pero tampoco en desacuerdo. Es irrelevante. Sobra. Está de más. No le atañe directa ni indirectamente, ni personal ni ideológicamente. Pero si firmarla atenúa los terribles efectos de la sentencia, no tiene por qué negarse a ello. Y no se niega. La parte sobresaliente de dicha pieza procesal es aquélla en la que, después de abjurar, detestar y anatemizar toda clase de herejía, agrega: “especialmente aquélla en que yo, como malo, he caído y tengo confesada”. Tal era la forma de la abjurar en todos los casos, no sólo en éste. Reitérase que se trata de la fórmula de estilo, la sentencia de rigor, la frase habitual de todos los condenados por el tribunal, independientemente de las reales o supuestas herejías en que hubiesen incurrido. En este caso, el cautivo sabía que no había caído en ninguna clase, ni real, ni supuestamente. Claro, de haber admitido que la independencia lo era, su abjuración lo hubiera comprometido; pero habiendo sostenido que ésta era un asunto político, no de religión, la abjuración salió sobrando. Insístese, pues, que él no tiene confesada ninguna herejía, ni considera como tal la independencia, ni el texto de la abjuración hace referencia expresa a ella, ni contiene tampoco asuntos políticos sino exclusivamente religiosos. Así, pues, firma el documento. Su abjuración, como la sentencia del Santo Oficio, será inútil y no producirá ningún efecto.

491

Abjuración. Firmada por Morelos el lunes 27 de septiembre en audiencia a puerta abierta..

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El propósito de denigrar la causa de la independencia nacional, buscado con ahínco por el tribunal de la Inquisición, resultaría no sólo inútil sino contraproducente. “El artificio obró contra sus autores —dice Alamán— pues el proceso de Morelos fue el último golpe de descrédito de este tribunal, cuyo postrer acto público fue el auto de fe de aquel caudillo. De todo podría ser acusado Morelos menos de herejía, y además de la injusticia de la sentencia, pareció una venganza muy innoble presentar como objeto de desprecio y vilipendio al mismo hombre que lo había sido antes de terror, no respetando los fueros de la desgracia y cubriéndolo de ignominia en el momento de bajar al sepulcro...”492

492

Alamán, op. cit.

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XX QUE SI LE DAN AVÍOS DE ESCRIBIR SUMARIO. 1. El alcalde del crimen: a) asuntos pendientes; b) ocho cuestiones capitales; c) impotencia para actuar. 2. Reconstitución de la Jurisdicción Unida: a) estado actual de la rebelión; b) el capellán Morales; c) nuevas declaraciones de Morelos; d) disolución del tribunal.

1. EL ALCALDE DEL CRIMEN El viernes 24 de noviembre es un día cargado de acontecimientos. En el Palacio Real, el virrey escribe su carta confidencial al inquisidor comunicándole que su noble prisionero pudiera atentar contra su vida para producir al Estado un daño político de no poca gravedad y trascendencia. En el Palacio Episcopal, la Junta Eclesiástica convocada por el arzobispo Fonte, compuesta por tres españoles y cuatro americanos -tres obispos y cuatro funcionarios subalternos-, entre los que se contaban Antonio de Antequera y el deán Mariano Beristain, dicta sentencia de degradación y elabora su contradictoria petición de “clemencia”. En el Palacio de la Inquisición, el héroe comparece ante el tribunal del Santo Oficio para impugnar su competencia y contestar a las preguntas sobre sus estudios y lecturas, así como responder a los primeros 17 capítulos del acta de acusación. En el mismo Palacio, la Jurisdicción Unida vuelve a constituirse para tomar nuevas declaraciones a Morelos (aunque ya había cerrado la instrucción) y, al verse impedida por el tribunal del Santo Oficio (que todavía no concluía su asunto), inicia causa al capellán José María Morales. Pues bien, ese mismo día, el alcalde del crimen José Antonio Noriega, algo así como un procurador de justicia, se dirige al virrey para comunicarle que tiene sobre su escritorio varios asuntos pendientes, los cuales podría poner “en giro” si lo autoriza a tomar declaraciones a Morelos sobre ocho cuestiones íntimamente vinculadas entre sí. Lo que quiere el alcalde Noriega es que Morelos revele los nombres de los personajes secretos de las organizaciones urbanas clandestinas, partidarias de la independencia; que confirme las sospechas que sobre algunos de ellos se tienen; que explique por qué los nombres de la lista dada por Matamoros en su proceso no corresponden a nadie, y, sobre todo, que delate a los partidarios de

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la independencia que trabajan en las oficinas mismas del virrey. Gracias a estas informaciones será posible no sólo hacer cundir el pánico entre los simpatizantes del héroe -el pavor saludable al que se refiriera el doctor Fonte- sino ejercer las acciones persecutorias correspondientes contra los más importantes de ellos, y contra todos, si fuere conveniente. He aquí los ocho asuntos a los que hace referencia el alcalde: 1o. Si él o su nombrado Congreso escribió al doctor Guridi y Alcocer para hacerlo vocal (diputado) por Tlaxcala. 2o. Qué sujeto de la secretaría del virreinato le remitió un estado general de la fuerza de este reino, el mismo que enseñó el citado Morelos. 3o. Debe decir de un religioso laico de San Hipólito, que es su inmediato correo, e igualmente del cura Llave. 4o. Que reconozca la carta firmada por Antonio Tello, quién es y quién el sujeto que le presentó esta carta. 5o. Que reconozca la lista que Matamoros le mandó de Los Guadalupes y diga quiénes son los sujetos que comprende la que Morelos mandó a Matamoros, según su misma carta, que debe reconocer. 6o. También de quién es la carta que recibió en Chilpancingo por conducto de Gregorio Rodríguez, indultado por vuestra excelencia. 7o. Y de varios hechos con relación a sus partidarios Los Guadalupes, Los Serpentones y otros. 8o. Y no menos debe exponer cuáles son los fondos que hay en esta capital para sostener las familias de los que se hallan entre los rebeldes... como lo aseguró Cortázar cuando señaló cuarenta pesos cada mes a doña Josefa Montes de Oca. Si vuestra excelencia lo tuviere a bien -concluye Noriega- podrá mandar que, concluidas las diligencias que con este reo se están practicando, sigan éstas, como que son de necesidad precisa de evacuar493 las.

Calleja comprende de inmediato la importancia de estas cues493

Oficio del alcalde del crimen al virrey, fechado el 24 de noviembre, en el que recomienda que se practiquen diligencias sobre algunos asuntos pendientes, Hernández, n. 19.

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tiones y decide sacar provecho de la situación. En efecto, ¿quiénes son los sujetos que han ayudado a Morelos desde la capital del reino? ¿Quiénes lo ayudan aún? En ese momento se percata de que, además de los tres objetivos políticos del doctor Fonte, en función de los cuales se han desahogado las actuaciones judiciales: el castigo ejemplar y espantoso, el pavor saludable y el aborrecimiento de sus delitos, deben perseguirse varios más. Es necesario, como Noriega se lo pide, que el prisionero revele los nombres de sus informantes, de sus partidarios, de sus “secuaces”, así de la capital como de las otras ciudades del reino. Nombres, nombres, nombres... Pero además, es preciso que proporcione datos sobre los lugares en que ha dejado escondido el dinero, las joyas, las alhajas, las barras de metales precisos, en suma, los cuantiosos bienes de los que se había apoderado durante “la revolución”. En otro orden de ideas, debe formular, contra ofrecimiento de conservarle la vida, un plan de pacificación que le permita restablecer el añorado orden colonial a lo largo de todas las “provincias”. Y por último, aunque no menos importante, debe dar información pertinente que le permita hacer el relato de lo que ha ocurrido en la Nueva España desde 1808 hasta la fecha, en que todo el movimiento de la historia culminará en su gobierno y en él mismo. Ya había pensado en este proyecto desde hacía algún tiempo e incluso tenía planeado encargarlo a una comisión, en la que se encontraba el deán Beristain. Por lo pronto, decide dar curso a la petición del acucioso alcalde Noriega. Respecto a la necesidad que hay de que el reo Morelos declare sobre los puntos de que me habla usted en su oficio de hoy, le prevengo que poniéndose de acuerdo con el señor doctor don Manuel de Flores, aproveche las horas que tenga libres dicho reo para evacuar las referidas diligencias en términos que no excedan del lunes próximo, en 494 que todo ha de quedar concluido.

Aunque copia de la disposición anterior es enviada al inquisidor 494

Oficio del virrey al alcalde del crimen fechado el 24 de noviembre, en el que lo autoriza a evacuar las diligencias solicitadas. Doc. 21. Oficio del virrey al inquisidor de la misma fecha, en el que le transcribe el oficio anterior, Hernández, n. 20.

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de México para los efectos previstos, el prisionero no tiene un solo minuto libre el viernes, ni el sábado, pues el primero de esos días da respuesta a los 17 capítulos de la acusación, y el segundo, a los otros 10, además de asistir a otras diligencias como la del reconocimiento de su firma en las pruebas documentales aportadas en su contra por el promotor fiscal, y la de su entrevista con el defensor de oficio Gutiérrez de Rosas. Pero aunque hubiera tiempo, el inquisidor Flores no soltaría su presa a nadie —ni al propio virrey— mientras la tuviera bajo su jurisdicción. Así que el pobre alcalde Noriega no puede practicar ninguna diligencia —ni siquiera pasar del primer patio del Palacio inquisitorial—, por más ruegos que hace a los subordinados del doctor Manuel de Flores y a pesar de las órdenes de Calleja. 2. RECONSTITUCIÓN DE LA JURISDICCIÓN UNIDA Mientras tanto (el mismo viernes), la Jurisdicción Unida, compuesta por el provisor Flores Alatorre y el auditor Bataller, se constituye nuevamente en el palacio de Santo Domingo para tomar “de los presbíteros don José María Morelos y don José María Morales declaración inquisitiva del estado actual de la rebelión”.495 A los jueces comisionados les ocurre lo mismo que al alcalde del crimen: no les es posible hacer comparecer al héroe por estar ante el otro tribunal; pero aprovechan el tiempo —ya que están allí— para interrogar al capellán Morales, capturado en Temalaca con el caudillo, sobre el tema anotado arriba. Esta es, por cierto, la primera y la última vez que Morales será molestado por el tribunal mixto. El resto de sus días lo pasará bajo la protección y amparo del doctor Fonte. Los jueces lo inquieren sobre “el estado actual de la rebelión y todo lo que al gobierno secular y eclesiástico le interesa saber”.496 Sus informaciones tratan sobre las relaciones con Estados Unidos; las fuerzas y recursos de “los independientes”; es decir, de la

495

Acuerdo del tribunal de la Jurisdicción Unida para tomar declaración inquisitiva sobe el actual estado de la rebelión a los reos Morelos y Morales, Hernández, n. 48. 496

Acta levantada por la Jurisdicción Unida, de 24 de noviembre, en la que constan las declaraciones del capellán Morales sobre el estado actual de la rebelión, Hernández, n. 49.

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nación; el traslado del Congreso de Uruapan a Tehuacán; el gobierno eclesiástico de “los independientes”; las supuestas o reales dudas de éstos sobre el retorno del rey, y la cárcel de la nación insurgente para eclesiásticos que hacían política contra ella y a favor del gobierno colonial. No se formula en su contra ni un solo cargo, ni se le considera presunto responsable del delito de lesa majestad, ni menos sospechoso de crímenes enormes y atroces. Su calidad, más que de acusado, es la de testigo. Si el viernes no pueden los jueces comisionados de la Jurisdicción Unida tomar nuevas declaraciones a Morelos, lo harán el sábado. Y efectivamente, se constituyen en la Sala del Palacio de la Inquisición desde muy temprano “con objeto de evacuar la declaración prevenida del presbítero don José María Morelos; lo hicieron comparecer y ante mí le recibieron el correspondiente juramento bajo el cual ofreció decir verdad. En ese estado —agrega el acta— se suspendió la diligencia, por haber estado ocupado el presbítero toda la mañana en asuntos del Santo Oficio, de lo cual doy fe”. Firma el documento el secretario Luis Calderón.497 A pesar de todo lo actuado y de que en lo sucesivo debe producir “una declaración inquisitiva sobre el estado actual de la rebelión”, el que está ocupado en asuntos del Santo Oficio es, no el militar de la nación americana, aunque tampoco “el cura que fue”, sino el presbítero Morelos; no el Vocal del Supremo Consejo de Gobierno, que es el último empleo que ha tenido hasta antes de su captura, como él mismo lo expresara, aunque tampoco el “cura que ha sido”, sino el presbítero. La razón de su nueva comparecencia es clara: debe “evacuar la declaración prevenida”. ¿Cuál es ésta? Al cumplir con su trabajo, el licenciado Quiles, defensor de oficio en la Jurisdicción Unida, había ofrecido en nombre de su cliente un “plan de pacificación” a cambio de su vida. Una de las razones de la reconstitución de este tribunal, a pesar de que ya había cerrado el caso, sería precisamente la de hacer producir al condenado el ofrecimiento de referencia. Los jueces no regresan en la tarde del sábado al palacio inquisitorial. A pesar de su alta investidura, han sido desairados dos ve497

Certificación de la Jurisdicción Unida, fechada el 25 de noviembre, en la que se asienta que tuvo que suspenderse la diligencia que se iba a practicar con Morelos, antes de que ésta comenzara, por requerimiento del tribunal del Santo Oficio, Hernández, n. 50.

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ces: una el día anterior y otra esa misma mañana. No precisamente por la prepotencia del Santo Oficio, sino porque la maquinaria de tal instituto realmente está trabajando a todo vapor para poder concluir la causa de Morelos en el término de cuatro días fijado por el virrey. En todo caso, probablemente molestos, regresan sólo hasta el día siguiente. Y si éstos, no obstante su distinción y autoridad, no llevan a cabo ninguna diligencia durante esos días, menos será capaz de hacerlo el alcalde Noriega. Nunca lo hará. No volverá a aparecer en esta historia. Por fin, el domingo 26, en la mañana, mientras los inquisidores se dedican a redactar su inútil fallo y hacer los preparativos para la ceremonia del día siguiente, “en que todo ha de quedar concluido”, al decir de Calleja, los jueces comisionados Flores Alatorre y Bataller hacen comparecer a Morelos ante el tribunal que ellos forman, para hacerlo declarar -como al capellán el día anterior- acerca del “estado actual de la rebelión”, aunque también para “evacuar la declaración prevenida”, esto es, el supuesto plan de pacificación. La Jurisdicción Unida no pareció darse cuenta de estar cometiendo un grave error de forma. Ya no tenía razón de ser. Ni lógica ni jurídicamente tenía ya el carácter de tribunal. La jurisdicción eclesiástica ya había cerrado el caso e incluso dictado sentencia de degradación cuarenta y ocho horas antes; es decir, el viernes anterior. Había condenado a Morelos a sufrir la pena más grave que la iglesia podía decretar. No podía juzgarlo otra vez: ni por los mismos delitos ni por otros. Ya estaba sentenciado. El juez eclesiástico Flores Alatorre nada tenía que hacer allí, ni por qué volver a hacer declarar al mismo condenado, y menos aún sobre asuntos de naturaleza estrictamente militar. En el caso particular de Morelos, la Jurisdicción Unida ya había dejado de existir. Los que le estaban tomando sus nuevas declaraciones no eran jueces ni siquiera de facto, menos desde el punto de vista formal. Eran dos pillos sin ninguna autoridad ni representación, y sus declaraciones carecían de validez incluso desde la óptica jurídica colonial. “Estando ya desembarazado el reo”, según el acta del espurio tribunal de la Jurisdicción Unida, éste es compelido a hacer una descripción del estado de las fuerzas de la nación independiente así como de los jefes que las mandan; las relaciones que sostiene con las potencias extranjeras, y los recursos materiales, financieros y humanos con que cuenta. Nada parece agradar más al caudillo. Hasta nos parece verlo irguiendo el pecho y levantando la frente para pasar revista a sus imaginarias tropas, tanto las que caían ba-

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jo la autoridad del Estado nacional, cuanto aquéllas que, aunque estaban haciendo la guerra a España, se conducían por cuenta propia. Esta sería una magnífica oportunidad para volver a imprimir al proceso, a pesar de su irregularidad formal y de su nulidad jurídica, el carácter político y militar que siempre debió haber tenido. Aunque los “jueces” creían estar tomando declaraciones al “presbítero”; el que se incorporó y habló fue el general y miembro del gobierno nacional. Habrá que advertir que, a propósito de esta diligencia, dícese que Morelos, abatido, confesó y reveló secretos militares de gran significado para la causa nacional. Nada más falso. No hay nada en actas que permita deducir que las presiones ejercidas contra él lo hicieran vacilar, ni que haya confesado, ni entonces ni después, algo que el gobierno español no conociera previamente. Hay que recordar que al héroe se le había juzgado como “clérigo sedicioso”, no como jefe de Estado. Él aprovechó el banquillo de los acusados para demostrar que el nuevo Estado nacional no era una ficción extraída de su mente sino una realidad política forjada por el pueblo, y mencionó tanto el dilatado territorio que estaba bajo su jurisdicción, cuanto el poderoso ejército que lo custodiaba. Acerca de los jefes de la nación independiente menciona a los doce de mayor reputación, entre ellos, en primero y segundo lugar, respectivamente, a los de Puebla y Veracruz, provincias a las cuales se dirigía cuando fue capturado. El primero, Manuel Terán, coronel que se quedó con la división que tenía Rossains, y se compondrá como de dos mil hombres poco más o menos. Y que de todos los comandantes que hay en el día éste es, en concepto del deponente, el que tiene mayor disposición, así por su ta498 lento como porque agrega a él algunos conocimientos matemáticos.

Por eso se había decidido ir a verlo a su cuartel general en Tehuacán: era el comandante de la provincia de Puebla. El segundo, Guadalupe Victoria, por cuyo nombre es conocido por haber mudado en éste el que antes tenía cuando fue preso Hidalgo, por cuyo motivo se vino a la Costa del Norte, en donde está en el día. Y su división tendrá una fuerza poco más o menos como la de Terán, aunque uno y otro suelen juntar más gente desarmada cuando tratan de

498

Hernández, n. 51.

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atacar algún convoy.

499

Victoria era el comandante de la provincia de Veracruz, con jurisdicción en la Costa del Norte, como se llamaba a la bañada por las aguas del Golfo de México, de la misma manera que Costa del Sur lo era por las del Océano Pacífico.

Después de contar a los doce jefes, agrega que A más de estos hay otros comandantes de menos importancia y reputación, y que entre los que la tienen, se le pasó nombrar a Rayón, que debe ocupar el segundo lugar después de Terán, y cuya división se 500 halla en el Cóporo.

Al solicitársele “el plan de pacificación” ofrecido en su nombre por el “abogado defensor”, Morelos aparentemente reflexiona y decide seguir el juego del gobierno colonial. Finge acceder a dicha solicitud y proporcionar el mencionado plan: no faltaba más; pero no en forma verbal, para que quede asentado en actas ante un representante eclesiástico, que nada tiene que ver con el fuero militar, sino en forma escrita y reservada únicamente a la jurisdicción del Estado. Y que si le dan avíos de escribir —dice— formará un plan de las medidas que el gobierno (colonial) debe tomar para pacificarlo todo y, en 501 especial, la costa del Sur y la Tierra Caliente”.

Debe advertirse también que, a pesar de la importancia descomunal de tal ofrecimiento, los jueces no le darían “los avíos de escribir” solicitados, lo que no deja de ser extraño y sorprendente. Y si se los dieron, los utilizó para otra cosa, pues nunca produjo el anhelado plan de pacificación. Por lo pronto, al finalizar sus actuaciones, los dos jueces -el eclesiástico y el secular- ponen las actas a la vista del virrey y le anticipan que tan pronto como el famoso plan sea redactado de puño y letra del prisionero, se lo enviarán. Pasamos a manos de vuestra excelencia las declaraciones que hemos

499

Ibid.

500

Ibid.

501

Ibid.

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recibido de los rebeldes presbíteros Morelos y Morales sobre el estado actual de la rebelión, para los efectos que puedan conducir, y luego que el primero forme la instrucción que ha ofrecido, la remitiremos a vuestra señoría también. Dios guarde a vuestra excelencia muchos 502 años”. Firman Flores Alatorre y Bataller.

Aún no siendo jurista, Calleja caería en la cuenta —un poco tarde—- de que la Jurisdicción Unida ya no tenía razón de ser. La presencia del juez eclesiástico en un asunto exclusivamente militar, reservado a la jurisdicción del Estado, resultaba sobrando. Más aún, si se toma en cuenta que todo lo eclesiástico había concluido con la sentencia. En esta materia, el caso estaba cerrado. El ofrecimiento del reo de escribir un plan de pacificación ante el “tribunal hermafrodita” —como llegaría a llamarlo fray Servando— no tenía ningún valor político ni práctico. No comprometía al oferente ni lo sujetaba jurídicamente ante nadie. Ese mismo día, el virrey lo disolvió verbalmente. La Jurisdicción Unida, de este modo, se extinguiría como se había formado: irregular y atropelladamente. Los jueces nunca recibirían el nombramiento respectivo, ni harían el juramento de proceder conforme a la ley, ni respetarían las formalidades esenciales de cualquier procedimiento judicial, ni actuarían honestamente, ni serían relevados legalmente de sus responsabilidades. Serían utilizados, sin contemplaciones, por razones de Estado. Y por las mismas razones, sin consideraciones de ninguna clase, hechos a un lado. Pero el ansiado plan de pacificación debía ser producido, ahora que se contaba con el ofrecimiento real del cautivo y no sólo el de su abogado. También debía revelar éste los nombres de los informantes ocultos en las ciudades. Y los de los lugares en que estaban escondidos sus tesoros. Y datos para hacer la historia de los acontecimientos ocurridos de 1808 a 1815. Calleja empieza a concebir un proyecto para obtener todo lo anterior. El asunto queda pendiente...

502

Oficio reservado de la Jurisdicción Unida al virrey fechado el 26 de noviembre de 1815, en el que le remite las actas en las que constan las declaraciones de Morelos y del capellán Morales sobre el estado actual de la rebelión, Hernández, n. 53.

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XXI LE RASPÓ LOS DEDOS SUMARIO. 1. Preparativos del arzobispado: a) mensaje verbal al obispo Antonio; b) devolución del expediente al auditor Bataller. 2. Preparativos del Santo Oficio: a) invitación al virrey; b) nueva comisión a Concha. 3. El auto de fe: a) llegada de los prelados al palacio inquisitorial; b) omisión de actas; c) la ceremonia vista por la prensa; d) abjuración de formali. 4. La solemne degradación: a) los ropajes; b) las manos; c) la cabeza; d) lágrimas del verdugo.

1. PREPARATIVOS DEL ARZOBISPADO La sentencia eclesiástica dictada el viernes 24 de noviembre ordena “que se proceda a la real y solemne degradación, practicándola cuando tuviese por oportuno dicho ilustrísimo señor obispo de Oaxaca en la forma y con la asistencia acordada”.503 Ni el tiempo “oportuno”, ni el lugar, ni la “asistencia acordada” son confiados al papel. La ceremonia se llevará a cabo tres días después, en el Palacio de la Inquisición y ante una selecta concurrencia. El sábado, el doctor Fonte manda llamar a su provisor, el doctor Flores Alatorre, y le comunica confidencialmente los propósitos que tuvieran los teólogos de la Junta Eclesiástica al dictar dicha sentencia; entre ellos, el más importante en esos momentos, sembrar pánico, terror, intimidación. Esto lo hace con el fin de que hable con Antonio de Antequera, el ministro ejecutor de la sentencia, hospedado en el convento de El Carmen, y le haga saber verbalmente que dar decoro y solemnidad a la degradación significa proyectar pavor entre la concurrencia. A continuación, toma la pluma y escribe al prelado el siguiente oficio: A fin de que tenga efecto la ejecución solemne que a usía ilustrísima corresponde —dice— he dado a mi provisor la comisión especial de 504 que proporcione al acto todo el decoro que merece.

Ya se anticipó que, en los términos de la sentencia, la degradación no debía verificarse en secreto, aunque tampoco en forma po503

Hernández, n. 90.

504

Oficio del arzobispo Fonte al obispo de Oaxaca, fechado el 25 de noviembre, en el que le comunica que a él le corresponde la ejecución de la sentencia eclesiástica dictada en la causa de Morelos, Hernández, n. 91.

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pular. Lo primero era intranscendente y lo segundo, peligroso. Acordamos —confiesa el doctor Fonte— que el acto de degradación fuese solemne y público, en paraje donde el pueblo no pudiese abusar 505 de su concurrencia ni dudar de este castigo.

El pueblo debe saber que el héroe ha sido sometido a una terrible pena; pero se le tiene miedo. Es necesario que se le mantenga alejado y disperso. El despertar del pueblo ha aterrorizado a los funcionarios “coloniales”. Ahora son estos los que deben aterrorizar a aquél. Debe buscarse un público selecto y sujeto a control, que represente a las clases principales, esto es, un público de notables. Se convocaron para un salón del tribunal de la Inquisición —agrega Fonte— personas condecoradas del estado civil y militar, y además, un gran número de párrocos y vicarios, prelados regulares y sus compañeros, cuidando que entre éstos fueran aquellos individuos a quie506 nes pudiera servir de útil escarmiento el acto al que eran llamados.

Lo importante no es tanto degradar al condenado, cuanto hacerlo frente a un público escogido y representativo, compuesto de civiles y militares, y sobre todo, de eclesiásticos: es entre ellos en donde existen grandes núcleos de partidarios de la independencia. El propósito tampoco es castigarlo por castigarlo, sino aprovechar el citado castigo ejemplar y espantoso “para producir entre los espectadores -dice Fonte- un pavor saludable”.507 Al día siguiente, domingo 26, desde su convento de El Carmen, el obispo de Oaxaca se da por enterado así del mensaje verbal como del breve oficio que le enviara el arzobispo Fonte, y le escribe con temblorosa mano: Trataré con el señor provisor de usía ilustrísima todo lo conveniente y 508 correspondiente al decoro del acto sagrado de degradación.

Habiendo entendido perfectamente bien el mensaje del doctor

505

Hernández, n. 299.

506

Ibid.

507

Ibid.

508

ficio del obispo de Oaxaca al arzobispo de México fechado el 26 de noviembre, en el que le hace saber que dará al acto de degradación el decoro que corresponde, Hernández, n. 92.

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Fonte, lo más importante de su comunicado es lo siguiente: Se ejecutará mañana todo, con arreglo a las justas ideas de usía ilus509 trísima y a lo que convenga a la expectación del público.

El obispo de Antequera hará hasta lo imposible por producir el terror entre los asistentes, particularmente entre los ocultos “secuaces” del condenado. No cualquier terror, sino el buscado y planeado: un terror espiritual, mil veces más temible, horrendo y espantoso —para la mentalidad de la época— que otro de cualquiera otra clase. El arzobispo Fonte, mientras tanto, continúa dictando disposiciones relacionadas con la ceremonia del día siguiente. Supónese que los nombres de los sospechosos que se encuentran en sus “listas negras” son incluidos en la de los invitados de honor, “para que les sirva de útil escarmiento”. Por desgracia, no nos ha llegado el texto de las listas ni el de ninguna invitación. Tomando en cuenta que el tribunal eclesiástico había dictado sentencia el viernes anterior y la Jurisdicción Unida acababa de disolverse por instrucciones verbales del virrey, el arzobispo Fonte decide remitir el expediente de Morelos a la jurisdicción del Estado. De Bataller lo había recibido: a él se lo devolverá. Nuevamente habla con su asistente, el provisor Flores Alatorre, y le pide (probablemente en voz muy baja) que informe al juez del Estado lo mismo que había revelado secretamente a Antonio de Antequera. Queda encargado mi provisor —expresa— de poner en manos de vuestra señoría el proceso original que con fecha 23 del corriente se sirvió remitirme, así como el testimonio de lo que posteriormente se ha practicado por la jurisdicción eclesiástica, declarando al reo Morelos por depuesto perpetuamente y digno de la degradación solemne, que se ejecutará en el tiempo y circunstancias que el señor provisor infor510 mará a vuestra señoría”.

Hecho lo anterior, el doctor Fonte rinde visita al virrey en su Palacio Real, no sólo para ponerlo al tanto de los últimos detalles sino también para asistir espiritualmente a su familia en lo que se pudie509

Ibid.

510

Oficio del arzobispo Fonte al auditor de guerra Bataller, fechado el 26 de noviembre, en el que le comunica que le remite el proceso original de Morelos por medio de su provisor, Hernández, n. 93.

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re ofrecer. La esposa de Calleja está sufriendo en esos momentos los dolores de un parto prematuro... 2. PREPARATIVOS DEL SANTO OFICIO. Ese mismo domingo, el doctor Manuel de Flores comunica a Calleja por escrito que “el tribunal del Santo Oficio ha de celebrar (sic) mañana, a las ocho, acto público y particular de fe de Morelos, y para él se han convidado hasta cien personas de todas clases”.511 El inquisidor lo avisa a su excelencia el virrey, “por si gusta enviar a algunos de sus principales familiares”.512 Cien personas que, sumadas a las aproximadamente cuatrocientas que ha invitado el arzobispo, dan una cantidad mayor a la que el salón del Palacio de la Inquisición puede contener. Habrá apretujamientos, codazos y forcejeos entre la gente condecorada del estado civil y militar para presenciar la ceremonia, sin mencionar a los numerosos dignatarios eclesiásticos que también asistirán.513 Nada le gustaría más a Calleja que asistir personalmente al acto, acompañado de su esposa, favoritos y amigos. Espectáculos como ése no se dan todos los días. Pero el pavor, el terror y el espanto del doctor Fonte han empezado a hacer estragos en su propia casa. Esa noche, su esposa está en un grito. Imposible llevarla a la ceremonia. Tampoco puede dejarla sola en tan dramáticas circunstancias. El desenlace fatal podría ocurrir de un momento a otro. Así, pues, no le será posible asistir. Pero no debe privar de tal fasto a sus íntimos. Asistirán mañana —contesta— al auto público y particular de fe de Morelos que celebra (sic) ese tribunal, y al de degradación que se ejecutará después, mi ayudante general y secretario, el señor coronel don Bernardo Villamil (el de los “dulces meneos”); los tenientes coroneles don José Joaquín Pelaez y don José Daycember, y los capitanes don 514 Agustín de Bustillo y don Ramón de la Roca (el poeta)”.

511

Oficio del inquisidor al virrey fechado el 26 de noviembre, en el que le participa que el auto de fe de Morelos será celebrado al día siguiente, Hernández, n. 22. 512

Ibid.

513

Ibid. “A pesar de que la tropa cumplió exactamente la orden de no dejar entrar persona que no fuera decente, pasaron de quinientas las que había”. 514

Oficio del virrey al inquisidor, fechado el 26 de noviembre, en el que le avisa quiénes concurrirán al auto de fe de Morelos, Hernández, n. 23.

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A continuación, ordena al coronel Concha que asista al día siguiente a la ceremonia a las ocho de la mañana, no en calidad de espectador invitado sino acompañado del sargento mayor de la plaza, a fin de hacerse cargo de la persona de Morelos. Debe dejarlo en las cárceles secretas a disposición solamente del gobierno a su cargo. De nadie más. También le previene que lleve con él al capitán Alejandro de Arana, “quien servirá a vuestra señoría de secretario en las diligencias que se ofrezcan en la casa de la Inquisición”.515 Esa noche de espanto, nadie podrá dormir en el Palacio Real. En medio de atroces sufrimientos, nace prematuramente el niño Félix María Calleja del Rey y de la Gándara. Madre y niño están a punto de morir varias veces... 3. EL AUTO DE FE El lunes 27 de noviembre, a las ocho de la mañana, el público invitado invade la sala de audiencias del Palacio de la Inquisición para asistir a la doble ceremonia. Primero, el auto de fe del Santo Oficio; después, la solemne degradación eclesiástica. Sabemos cómo ocurrió el primero de los actos, no porque el tribunal del Santo Oficio lo haya hecho constar en actas, sino gracias a la crónica de un periódico de la época: El Noticioso General. Lo mismo puede decirse de la ceremonia de degradación practicada por la jurisdicción eclesiástica: ésta no levantó ningún testimonio de esta diligencia. Quien lo hizo fue un funcionario subalterno del Santo Oficio. Según la certificación levantada por éste cinco días más tarde -el 2 de diciembre- “de mandato verbal del tribunal”, la ceremonia se lleva a cabo “a puerta abierta, presentes innumerables personas, y también las que determinadamente se habían llamado al efecto”.516 Previamente de acuerdo con el señor inquisidor decano doctor Manuel

515

Oficio del virrey al coronel concha fechado el 26 de noviembre, en el que le ordena que se haga cargo de Morelos después de llevarse a cabo el auto de fe y el de degradación, Hernández, n. 25. Oficio del inquisidor al virrey, fechado el 28 de noviembre, en el que le informa que Morelos quedó en las cárceles secretas del Santo Oficio a disposición del coronel Concha, Hernández, n. 32. 516

Certificación de Matías de Nájera, secretario numerario del Secreto de la Inquisición de México, de 2 de diciembre de 1815, agregada a la causa inquisitorial de Morelos.

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de Flores —asienta la certificación—, el ilustrísimo señor doctor Pedro de Fonte, arzobispo electo de México, y el ilustrísimo señor don Antonio Bergosa y Jordán, obispo de Oaxaca, llegó éste en coche desde el convento del Carmen —su habitación— a la casa grande de la Inquisición. Recibido al bajar del coche y al pie de la escalera por sus familiares y por varios ministros de este tribunal, subió su señoría ilustrísima en derechura a la sala del tribunal, que estaba llena de gente de pri517 mera distinción.

El prelado de Oaxaca se dirigió al altar. Se arrodilló trabajosamente ante él. Oró un momento, se levantó con la ayuda dos o tres subalternos y pasó a ocupar el sitial que le estaba reservado, bajo dosel, “al lado del Evangelio, con arreglo al pontifical romano”.518 De las quinientas personas que asistieron al acto, no hubo una sola que registrara sus impresiones: ni en cartas, diarios o memorias ni en ninguna otra clase de documento. Aparentemente, se les heló la sangre. Congregados los inquisidores, el fiscal, los ministros subalternos, los consultores togados y los padres calificadores, dio principio la ceremonia. “Nunca he entrado a este salón —escribe Alamán— sin que la imaginación me represente vivamente la escena, que me parece tener ante los ojos”.519 Colocados todos en sus respectivos lugares, los alcaides de la cárceles secretas condujeron a Morelos, como a las ocho y media de la mañana, al salón de ceremonias, vestido de sotana corta hasta la rodilla, sin cuello, descubierta la cabeza en señal de penitente y con una vela verde (de hereje) en la mano. Al verlo, la concurrencia prorrumpió en una serie de exclamaciones. Restablecido el silencio y puesto el ilustre reo frente al dosel en un banquillo negro sin respaldo “se dio principio al santo sacrificio de la misa —según la crónica periodística— hasta concluir en el evangelio”.520 Al terminarse esa parte de la ceremonia se sentó el preste —sacerdote que celebra la misa cantada— y se hizo el silencio. Encima del altar, sobre el tablado, resaltaba el emblema de la Inquisición: una cruz verde sobre fondo negro adornada con una rama de olivo a la derecha, símbolo del perdón, y la espada desenvainada a la izquierda: el de la justicia. Y vuelto Morelos hacia el tribunal, empezó uno de sus secretarios a

517

Ibid.

518

Ibid.

519

Alamán, op. cit.

520

Reseña inserta en uno de los periódicos de la capital: Noticioso General, No. 40, 25-29 de noviembre de 1814, Lemoine, doc. 224.

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hacer relación del proceso. Por él -continúa la crónica- resultó hereje formal, iniciado de ateísta, deísta y materialista, hipócrita, lascivo (pues a pesar de su estado tenía tres hijos) y, finalmente, reo de otros muchos delitos. Leídos sus descargos sólo produjo el reo disculpas 521 frívolas inverosímiles.

Nosotros ya conocemos la sentencia. Con base en ella podemos decir que lo que asienta la noticia de prensa es falso, porque aquélla lo declaró “hereje formal negativo, confitente diminuto, malicioso y pertinaz... hereje y fautor de herejes... y enemigo cruel del Santo Oficio”, no lo que dice el periódico. Además, la publicación que hizo la reseña no reveló ninguna de las “disculpas frívolas inverosímiles” a que se refiere. Las respuestas de Morelos nunca contuvieron disculpa alguna, ni fueron inverosímiles, y mucho menos frívolas. Al contrario: impugnó la competencia del tribunal; lo calificó de instrumento de la tiranía y de la intervención extranjera; se burló de sus excomuniones; despreció todas sus disposiciones; exhibió sus burdas contradicciones y denunció sus maniobras y maquinaciones. En cuyo estado —sigue la crónica— pronunció el Santo Oficio sentencia contra él, reservando sus efectos (excepto la abjuración de sus errores) para el remoto e inesperado caso de que el excelentísimo señor virrey le personase la vida en el otro proceso sobre la alta traición 522 en que ha incurrido.

Terminada de leer la sentencia, los inquisidores Flores y Monteagudo la firmaron a la vista del público. A continuación, el secretario leyó un papel conteniendo la abjuración de los heréticos errores del condenado y lo presentó a éste para que lo firmara. Escuchado su contenido y constatada su naturaleza religiosa, no política, de dicho documento, Morelos lo firmó.523 Seguidamente —continúa la crónica— subió el reo al tribunal, donde arrodillado recibió la absolución y expiación, rezándose el salmo Miserere Dei, durante el cual dos sacerdotes tocaban las espaldas del reo a cada versículo con manojos de varas, en ademán de azotarlo. Después, puestas ambas manos sobre los sagrados evangelios y una santa cruz, hizo la protestación de fe en alta voz, concluyéndose así el ac-

521

Ibid.

522

Ibid.

523

Abjuración de Morelos, firmada el 27 de diciembre, agregada a la causa inquisitorial después de la sentencia.

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to perteneciente a la Inquisición.

524

Todo se verificó así la mañana del 27 —concluye el inquisidor en su informe a sus superiores— en el acto más grave, solemne y majestuoso que acaso se habrá visto en la sala de este tribunal...

4. LA SOLEMNE DEGRADACIÓN Correspondía ahora al obispo de Oaxaca practicar “el terribilísimo acto de degradación”, al decir del inquisidor. Asistido del maestro de ceremonias... y de sus capellanes de sobrepelliz, y de sus pajes, de sotana; revestido de medio pontifical, con capa pluvial, mitra y báculo, se pasó al sitial de en medio. Y sentado en él, mandó traer el reo degradado don José María Morelos, revestido de 525 sacerdote, con el cáliz preparado en además de ir a decir misa.

Certificación falsa en cuanto al punto de que el reo todavía no estaba degradado. Morelos atravesó la sala de un lado a otro, acompañado de los familiares del Santo Oficio, hasta quedar frente al obispo de Oaxaca. Los asistentes se levantaron para verlo mejor. Cuando todo volvió al orden, aquél fue presentado a éste. Por fin, los dos viejos enemigos se conocieron personalmente y se miraron mutuamente. Hacía casi tres años, el prelado había tenido que abandonar Oaxaca antes de que Morelos diera la orden de asaltarla y tomarla. Ahora, la situación era diferente. El humillado obispo estaba en posición de humillar al aguerrido general. Antonio de Antequera, que de arzobispo de México nombrado por la Regencia llegara a ser fulminantemente degradado por el “rey nuestro señor” —en la terminología procesal de la época—, tendría la satisfacción de degradar a su odiado enemigo, que apenas dos días antes lo denunciara en el proceso de la Inquisición como pastor “de poca caridad por la dureza con la que trató a los eclesiásticos insurgentes”.526 Había llegado el momento de hacerle tragar sus palabras y demostrarle en carne propia que su acusación no era nada frente a la realidad que estaba por afrontar. Dicen las crónicas que temblaba de emoción.

524

Noticioso General, Hernández, n. 40.

525

Certificación de Matías de Nájera.

526

Respuesta de Morelos al Capítulo 11 del acta de acusación, dentro de la causa inquisitorial.

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Cuando sintió sobre él la mirada de su víctima, sus estremecimientos fueron seguramente de miedo. El obispo mandó al secretario de cámara y gobierno del arzobispado que “leyese en alta voz, como lo ejecutó, la sentencia de degradación pronunciada y firmada por los siete señores de la Junta formada por dicho arzobispo electo”.527 No leyó todo el proceso; no, nunca. Mucho menos las agresivas declaraciones de Morelos, poniendo en su sitio a la Jurisdicción Unida y a todo el sistema político monárquico y colonial, sino sólo la sentencia. Los efectos del fallo no eran, como pudiera pensarse, privarlo de su carácter de sacerdote. Este error sería cometido por el redactor de El Noticioso General. Nadie podía hacer esto. Ni el Papa. Menos un obispo. La sentencia de degradación únicamente tenía como efecto desposeerlo “de todo privilegio clerical, de todo oficio o beneficio; pero no del carácter, que es indeleble”.528 De acuerdo con la doctrina del canonista Lucio Ferrasio, la deposición real o actual se da cuando... el clérigo es privado, destituido, desprendido, despojado de todo orden, oficio y beneficio, de manera actual y con la solemnidad prevista por el Derecho, quitándole las insignias clericales y entregándolo al tribunal secular para que lo castigue conforme a las leyes. Morelos, al declararse “irregular”, había perdido ya motu proprio todo oficio, beneficio o privilegio clerical, mas no su calidad sacerdotal. El tribunal haría lo mismo. No podía hacer más. La iglesia lo estaba despojando, por sentencia condenatoria, de lo que ya no tenía por decisión personal: un espacio en la jerarquía y una serie de privilegios e inmunidades. Nada más. Esto es lo que había abandonado voluntariamente Morelos para consagrarse a su nueva misión política y militar. Al condenado no podía afectársele en nada. El mensaje era para sus partidarios. Antonio, revestido de medio pontifical, con mitra y báculo, gritó con temblorosa voz “la sentencia, en latín, conforme al pontifical romano”.529 Obligaron a Morelos a que se arrodillara ante el prelado con el cáliz en la mano y cubierto con los ropajes de presbítero. Dieciocho años atrás —en 1797—, tres habían sido los actos de su ordenación. El obispo fray Antonio de San Miguel le había impuesto

527

Certificación de Matías de Nájera.

528

Lemoine, doc. 224, nota al pie de la página 635.

529

Certificación de Matías de Nájera.

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las manos sobre su cabeza tonsurada; cubierto su cuerpo con los ropajes litúrgicos y consagrado sus manos ungiéndoselas en el interior en forma de cruz con el aceite de los catecúmenos. Ahora se procedería a la inversa. Se le rasparían las manos. Se le despojaría de sus vestiduras. Y se le cortaría el pelo. El virtuoso y anciano señor obispo —dice la crónica— no pudo contener su ternura y sus lágrimas y sollozos interrumpían continuamente 530 su voz.

Eso es lo que señala el reportaje periodístico. Es la opinión del cronista. Muy subjetiva y parcial. Nosotros, que ya conocemos a nuestro buen Antonio, creemos que lo que no pudo contener fue su dicha. Sus lágrimas y sollozos no eran de dolor sino de placer. La emoción de la venganza no lo hacía sufrir sino gozar. Primero le arrebató con violencia el cáliz de la mano. “Apartamos de ti la facultad de ofrecer el sacrificio a Dios y de celebrar misa”. Luego, el bárbaro anciano dejó ver su sadismo al raspar las manos del condenado. “Con esta raspadura te quitamos la potestad que habías recibido en la unción de las manos y los dedos pólices, de sacrificar, consagrar y bendecir”. Se las raspó con tal fuerza, furia y frenesí, que llegó al éxtasis cuando vio que les brotaba la sangre. Cuenta la leyenda que en los ojos de Morelos brilló una lágrima. Algunos ingenuos historiadores han querido ver en ella el símbolo de su arrepentimiento y su pesar por los privilegios clericales perdidos. Esto, además de absurdo, es ridículo. Morelos no tenía ya ningún privilegio de esta clase desde hacía cinco años. Al declararse “irregular” los había perdido todos. Imposible sentir pesar por perder algo a lo que voluntariamente se ha renunciado. Además, durante los dos procesos a los que fue hecho comparecer, nunca mostró un signo de arrepentimiento sino una fuerte voluntad de combate. No es posible arrepentirse de lo que se está orgulloso. Otra cosa probablemente hubiera sucedido si los suyos lo hubieran degradado de sus insignias militares. Pero aquí, al ser degradado de presbítero —calidad a la que no volvió a hacer referencia a fin de afirmar su nueva condición de político y militar—, si en efecto asomó esa lágrima a sus ojos, fue probable e involuntariamente de dolor físico, y seguramente, de rabia, de indignación y de impotencia; no de pesar ni de arrepentimiento. Nunca. Imposible.

530

Hernández, n. 224.

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Le raspó los dedos pólices e índices —señala la certificación— y le quitó la casulla y la estola, diciendo a cada acción la oración o pala531 bras correspondientes que trae en latín el pontifical”. Los capellanes asistentes vistieron al degradado con las vestiduras correspondientes a cada orden. “Se las fue arrancando sucesivamente su señoría ilustrísima degradándolo del orden de diácono, de subdiácono y de los cuatro menores, diciendo su señoría ilustrísima a cada cosa las palabras del pontifical, y por último, lo despojó de la sobrepelliz y de la so532 tana clerical.

“Te despojamos con razón del vestido sacerdotal que significa la caridad, porque te desprendiste de ella.. Torpemente arrojaste el signo de Dios, simbolizado por la estola; por tanto, la apartamos de ti... Te privamos del orden levítico, porque no cumpliste con tu ministerio dentro de él... Con la autoridad de Dios omnipresente, Padre, Hijo y Espíritu Santo, y con la nuestra, te quitamos el hábito clerical y te desnudamos del ornamento de la religión. Y te deponemos, degradamos, despojamos y sacamos de todo orden, beneficio y privilegio clerical... Y como indigno de la profesión de clérigo, te devolvemos a la servidumbre y a la ignominia del hábito y del estado laical...” El “hábito del estado laical” le había proporcionado gloria y honor, no “ignominia”. No era necesario de devolverlo a tal “servidumbre”, porque ya vivía honrosamente en ella, al grado de pedir que se le llamara “Siervo de la Nación”. Por último, “como a hijo ingrato, te arrojamos de la herencia del Señor... y por la gravedad de tu conducta, quitamos de tu cabeza la corona, signo regio del sacerdocio”. El obispo Bergosa cortó al condenado el pelo “inmediato a la corona, que acabó de desfigurar un barbero, quedando Morelos en traje de secular”.533 El traje de secular es el que había vestido durante los últimos cinco años. Con el traje de secular sellaría su grandeza. Es el que vestía cuando fue capturado. Ese mismo portaba cuando lo vimos comparecer ante los tribunales. Con el traje de secular moriría. Para entregar el condenado al Estado, el obispo Antonio repitió solemnemente las palabras del pontifical romano. El Estado estaba representado en ese acto por el coronel Concha, quien quedó hecho cargo de su persona.

531

Certificación de Matías de Nájera.

532

Ibid.

533

Ibid.

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Además, hizo que el señor provisor doctor don José Félix Flores Alato534 rre leyera en público el oficio de intercesión a favor del reo.

Con lo anterior se finalizó el acto —señala la certificación—, hecho todo “con la mayor gravedad y circunspección por el obispo de Oaxaca, así como con respetuosa admiración y silencio de los circunstantes”.535

534

Ibid.

535

Ibid.

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XXII UN NUEVO TRIBUNAL SUMARIO. 1. Saldo de lo actuado: a) historia de la revolución; b) plan de pacificación; c) nombres, nombres, nombres; d) el tesoro de la nación. 2 El calabozo del cuartel: a) el Real Parque de Artillería; b) traslado de Morelos; c) reconocimiento de facto de su condición política. 3. El tribunal militar: a) noticias de la prensa; b) nombramiento del secretario; c) carácter de las actas; d) declaraciones y omisiones. 4. El interrogatorio: a) historia de los acontecimientos; b) estado actual de las fuerzas militares insurgentes; c) nombres de los ocultos partidarios de la insurrección; d) nuevamente el plan de pacificación; e) los bienes de Morelos.

1. SALDO DE LO ACTUADO Los dos tribunales, a juicio del virrey, han trabajado bien en el caso de Morelos. La Jurisdicción Unida lo ha hecho “confesar” la comisión de “delitos enormes y atroces” durante la “insurrección, así como el de “alta traición” por haber querido alcanzar la independencia “de esas provincias” por medio de la fuerza armada y popular. El segundo —el del Santo Oficio—, declarándolo hereje formal por haber sustentado sus ideas constitucionales. Los dos, presentándolo como “presbítero español” para fundar su derecho a juzgarlo. Uno de ellos, condenándolo a la “degradación” de su carácter de presbítero y a la “relajación”, y el otro, a su deportación y reclusión perpetuas, en el remoto e inesperado caso de que se le perdonara la vida. Lo sucedido hasta entonces ha respondido a los intereses del Estado español, en general, y del rey, quien es su titular. Lo que ocurra en lo sucesivo, tendrá por objeto satisfacer los intereses específicos del virrey. Nada más. Ya se han alcanzado los fines políticos propuestos por el doctor Fonte; aplicádose al condenado lo que en aquel tiempo es considerado como “un castigo ejemplar y espantoso”; producido el “pavor saludable” entre algunos de sus ocultos partidarios, sobre todo, entre los más pusilánimes, y la rabia e indignación entre todos. La ceremonia de degradación practicada por la jurisdicción eclesiástica ante quinientos notables ha causado “el efecto apetecido”, en pala-

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bras del mismo arzobispo de México. Al aparecer la noticia en la prensa al día siguiente o al otro, los no asistentes la leerán con los pelos de punta. De esta suerte, se ampliará la sensación de terror. Los partidarios y simpatizantes de la independencia, ocultos entre la aristocracia, el clero, la milicia, la minería, el comercio y otras corporaciones de la capital, deben quedarse paralizados durante algún tiempo por la indignación y la impotencia, aunque también por el miedo y el espanto. Y se han interpolado palabras y frases en las actas judiciales para hacer aparecer al condenado “reconociendo y detestando sus errores”. Alcanzadas las metas de Estado para obtener la aprobación del monarca, es necesario ahora perseguir otros fines que dejen satisfechos los intereses —y la vanidad— del virrey de la Nueva España. Su actuación al frente del gobierno y del ejército colonial ha tenido por objeto despachar asuntos no sólo en función del momento, de la coyuntura, sino también de grandes fines históricos; es decir, de metas que, por hundir sus raíces en el remoto pasado, son necesariamente a largo plazo. Calleja tiene un alto sentido de la historia. Necesita dar a sus actos un dilatado aliento de estadista. En el pasado estaban la conquista, la dominación militar, la sujeción de las almas, la colonización, la explotación de las minas y de los recursos naturales de la Nueva España, el sometimiento jurídico y político de clases y castas novohispánicas al Poder Político español: factores todos en los que el gobierno de la metrópoli había fincado su poder y su grandeza en los pasados siglos. La historia de España es en gran parte la historia del Nuevo Mundo. Calleja aparece en “las Indias”, según la terminología tradicional —no América, vocablo insurgente adoptado por Cádiz—, para afirmar la dominación y la grandeza de la península ibérica: es la conciencia y el brazo ejecutor de la España eterna; la encarnación de la historia universal en el continente de la esperanza, y el arma de la providencia para alcanzar fines históricos superiores. El capítulo que se iniciara con Cortés culmina en él, en Calleja, virrey de la Nueva España. De él depende el porvenir del reino. De todos los levantamientos contra el orden establecido a lo largo de la historia, el más impresionante y violento es el desencadenado por Miguel Hidalgo, en 1810 —que él logra sofocar—, y el más poderoso y organizado, el promovido por José Ma. Morelos a partir de 1811, a quien tiene preso en un calabozo secreto de la In-

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quisición. Dichos caudillos insurgentes no han sido más que instrumentos de los que se ha valido la historia universal —la providencia— para enaltecer su nombre. El destino le ha revelado su alta misión histórica al poner a Morelos en sus manos. Debe aprovechar su presencia —contra los consejos del doctor Fonte— para obligarlo a registrar la historia “de la rebelión”. Conocer las entrañas del monstruo —el de la rebelión— desde sus orígenes hasta su estado actual, es el único modo de lograr su destrucción definitiva. Y este conocimiento histórico se podrá obtener, entre otras cosas, gracias a su prisionero. En el relato que éste produzca, más grande resultará la figura del vencedor -la de élmientras más poderosa sea la de su enemigo derrotado. Aparecerá ante la posteridad como un nuevo San Jorge venciendo al herético dragón de la independencia. Nunca se imaginará que, al querer dejar constancia de los hechos históricos de esa manera, lo único que hará será permitir que Morelos deje constancia de su propia grandeza. Además de su vanidad, tiene intereses políticos y económicos muy concretos qué satisfacer. Su prisionero ha ofrecido un plan para pacificarlo todo. Si efectivamente lo produce, se valdrá de él para restaurar el orden. Su estatura histórica como pacificador de estas provincias será aún más grande que la del propio Cortés. El plan ofrecido debe comprender dos partes: primero, que revele el auténtico estado de fuerzas militares del enemigo, y segundo, que formule la estrategia adecuada —puesto que él conoce el medio— para acabar con aquéllas. Como consecuencia y complemento de lo anterior, Morelos debe dar también los nombres de todos sus “secuaces que lo han apoyado con informes y recursos en las principales ciudades del reino. Calleja no quiere aniquilarlos. Mejor dicho, no puede. Es más fácil que éstos acaben con él. Reconoce que todos los habitantes de “estas provincias”, incluyendo a la mayor parte de los europeos, son partidarios de la independencia. Todos. Hasta su secretario privado, el coronel Fernández Villamil (el de los “requiebros y maneras mujeriles”), su confesor, su esposa doña Francisca inclusive, podrían ser miembros de la orden secreta de los Caballeros de Guadalupe, llamados escuetamente Guadalupes. Luego entonces, pueden ser informantes de Morelos. No lo duda. Sabe perfectamente bien que la independencia es sumamente ventajosa para “las provincias” que forman parte de su reino, más que su pertenencia a la metrópoli. Y no sólo lo sabe, sino que lo ha informado así a sus

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superiores. Hasta se ha afirmado que alguna vez cruza por su mente la idea de levantarse con el reino y fundar una nueva dinastía. Cierto que para él, al igual que para tantos otros individuos de la época, la independencia no suscita tanta oposición como los otros fines planteados por los insurgentes, tales como la república, la democracia, la propiedad privada, la libertad de conciencia, la igualdad de todos ante la ley, la destrucción de fueros y privilegios, “la moderación de la opulencia y la indigencia”, etc. Pero eliminando estos subversivos principios, la independencia es para todos una meta fascinante. En todo caso, su estrategia la divide en dos partes: destruir a los insurgentes, sofocar sus demandas y neutralizar a sus partidarios o simpatizantes, y estudiar después la forma de dar trámite al suspirado asunto de la independencia. Quiere que Morelos le proporcione los nombres de sus partidarios, no tanto para ejercitar acciones persecutorias contra ellos —nunca terminaría—, cuando para intentar una política concreta de doble filo: halagar a unos y reprimir a otros; asegurar los intereses de aquéllos y confiscar los de éstos; dividirlos y debilitarlos, mantenerlos neutralizados e inactivos, y someterlos mejor. Una vez hecho esto, ya se verá... Y quiere saber también dónde están las riquezas de la nación erigida por Morelos en el territorio del que se adueñara: el botín de sus campañas. Hará con sus cuantiosos bienes lo que ha hecho con otros de la misma procedencia: enviar algunos a España; distribuir generosamente otros —entre sus hombres— y apropiarse de la mayor parte de ellos. Calleja se había casado con una joven y hermosa criolla de San Luis Potosí, no debido a que fuese criolla, bella o joven, ni menos porque la amara, sino por ser una riquísima heredera. Esto lo había hecho automática aunque indirectamente uno de los hombres más ricos del reino. Sin embargo, durante la guerra, él se ha apropiado de enormes caudales que lo han convertido no sólo en un hombre rico por sí mismo, sino en uno de los más ricos del mundo. Su ambición es ilimitada. Mientras más grande sea su fortuna personal, más seguro se sentirá. Además, ya que se ha enfrentado con éxito y logrado someter a una nación entera, justo es que dicha nación pague el precio de la derrota con sus tesoros, y que la mayor parte de ellos, o por lo menos, una gran parte, se quede en su poder para asegurar su propia protección, a donde quiera que vaya y donde quiera que esté.

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Si Morelos quiere conservar la vida; si, en lugar de perder la cabeza, prefiere ser deportado a África, además de “la instrucción” ofrecida de pacificarlo todo, así como los nombres de sus misteriosos partidarios en todas las ciudades del reino, debe revelar los lugares en que yacen sepultadas o escondidas sus riquezas, o las de la que él nombra “la nación”. Estos fines, se repite, no interesan tanto al rey de España cuanto a él mismo. Los de aquél ya han quedado satisfechos en los términos en que los concibiera el doctor Fonte. Ya puede ordenar su ejecución sin mayores trámites. Pero los de él todavía no lo están. A partir de ahora, procurará alcanzarlos sin compartir con nadie sus secretos pensamientos. Sus móviles nunca los confiará a nadie, excepto al papel, y esto, indirectamente, al delinear un interrogatorio que empieza a trabajar a solas durante la tormentosa noche del domingo 26, en la habitación contigua a la de su esposa enferma y su hijo agonizante, y que no termina sino hasta el lunes 27. 2. EL CALABOZO DE UN CUARTEL En efecto, aunque Calleja ha tenido el propósito original de dictar el lunes la sentencia de muerte —después de que “todo concluya”—, las consideraciones anteriores lo hacen pensar, durante la noche en que nace su hijo, en la necesidad de formar un nuevo tribunal: ágil, certero, eficaz, dirigido por él mismo, para hacerlo funcionar con la perfección de un reloj, y alcanzar los nuevos objetivos que los otros no contemplaran. El tribunal militar debe estar formado por el coronel Concha, en calidad de juez, y el capitán Alejandro de Arana, veterano en estas lides, de secretario. Dicho tribunal podrá constituirse en “la casa de la inquisición”, como casi se lo revela a Concha al darle instrucciones de que se hiciera cargo del condenado al finalizar el auto de fe y la degradación, y se asociara luego con el capitán Arana para que le sirviera de secretario en las diligencias que se pudieran ofrecer.536 El lunes 27, consumada la ceremonia de degradación, cambiará de idea. La ciudad entera empieza a arder de indignación. La reacción social ha sido mucho más rápida e intensa de la que previera. Luego entonces, el Palacio de Santo Domingo se ha convertido en un punto vulnerable. Es necesario sacar al prisionero de sus cárce536

Hernández, n. 25.

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les secretas y alojarlo en otro sitio en el que, además de mejor custodiado, el nuevo tribunal trabaje a su gusto y en toda libertad, no sujeto a las condiciones y limitaciones del severo inquisidor Flores. El traslado no se hará de día sino de noche. Hacerlo de día sería demasiado expuesto y peligroso. En la noche se aprovechará el toque de queda y la dureza de la ley marcial. Ese lunes, mientras Morelos es degradado en el Palacio de la Inquisición, el virrey continúa formulando el interrogatorio que debe desahogar el tribunal militar. Además de una completa relación de los hechos en los que directamente participara desde sus inicios, debe producir los nombres de sus cómplices en todas las ciudades, así como el ansiado plan de pacificación. El interrogatorio de referencia está compuesto de 21 puntos, cada uno de los cuales consta de cuatro o cinco preguntas en promedio. Al entregárselo a Concha esa misma noche, le previene: A estas preguntas podrá vuestra señoría añadir las que se ofrezcan, según sus conocimientos, y aún hacerle los cargos y observaciones que parezcan oportunos, concluyendo con la declaración de los bienes o cantidades que tenga, ya patrimoniales, ya adquiridos antes de su rebeldía, o bien por efecto de sus depredaciones y robos, y dónde se 537 hallan. Me pasará usted estas diligencias para su resolución”.

No le fija ningún término para llevar a cabo sus actuaciones; pero le recomienda verbalmente que las apure y concluya a la mayor brevedad posible, trabajando durante el mayor número de horas disponibles. También verbalmente —probablemente a su oído— le ordena que extraiga a Morelos de las cárceles secretas de la Inquisición esa misma noche, después de las doce, y lo traslade en carruaje cerrado y bien asegurado con cadenas y grillos, a su nuevo calabozo. Rechaza de inmediato la idea de llevarlo a las cárceles de La Acordada o, menos aún, la Real de Corte. Ninguna de éstas ofrece las suficientes condiciones de seguridad necesarias. Escoge un cuartel difícil de ser tomado por asalto: el Real Parque de Artillería, situado en La Ciudadela. Apenas encendidas las lámparas de sus habitaciones, mientras la virreina y su heredero continúan debatiéndose entre la vida y la 537

Oficio del virrey al coronel Concha fechado el 27 de noviembre, en el que le da instrucciones de someter a Morelos a un interrogatorio militar compuesto de 21 puntos, Hernández, n. 40.

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muerte, Calleja da la orden “reservada” al inquisidor: Habiendo resuelto que el reo Morelos sea extraído esta noche de las cárceles de ese tribunal y conducido a la prisión que le está destinada, lo aviso a vuestra señoría por mano del señor coronel don Manuel de la Concha, a fin de que, a la hora que disponga este jefe, mande que 538 se le entregue”.

No le comunica la hora en que se llevará a cabo el movimiento ni mucho menos el nombre de la prisión destinada al prisionero. El documento se lo da a Concha para que se lo dé personalmente en sus propias manos. Más tarde, dicta otra carta confidencial al coronel Joaquín Ponce, comandante del Real Parque de Artillería, ordenándole que prepare “inmediatamente pieza segura y acomodada al efecto”.539 El calabozo del condenado debe ser custodiado día y noche por una guardia compuesta por un capitán, un subalterno y cuarenta hombres, “todo bajo la dirección y responsabilidad del señor coronel don Manuel de la Concha, que se presentará con el reo y cuidará de poner otra guardia, de su relevo y demás”.540 Tampoco le indica cuándo o a qué hora se presentará el prisionero. Exige que se le informe si, además de la tropa existente allí, hay lugar “de alojar también doscientos hombres de infantería que se alternen en la guardia del reo”; esto último, “para disponer que pasen a él mañana”.541 El calabozo es preparado de inmediato, como lo ordena Calleja “en su oficio de esta noche, que acabo de recibir —contesta el coronel Ponce— para asegurar en él al reo Morelos. Y hay proporción —agrega— para alojar en este cuartel los doscientos hombres de infantería”.542

538

Oficio reservado del virrey al inquisidor fechado el 27 de noviembre, en el que le comunica que Morelos será extraído esa noche de las cárceles secretas, Hernández, n. 28. 539

Oficio reservado del virrey al coronel Joaquín Ponce fechado el 27 de noviembre, en el que le ordena que prepare un calabozo para Morelos en el Real Parque de Artillería, Hernández, n. 29. 540

Ibid.

541

Ibid.

542

Ibid.

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A las doce de la noche en punto, como un fantasma, Concha se presenta al inquisidor Flores para que le entregue a su hombre. Con cierto pesar, Flores da instrucciones de que lo saquen de su calabozo. El trámite no es inmediato: tarda una hora. Concha no tiene prisa. Di las órdenes correspondientes —dice el doctor— al alcaide de las cárceles secretas, el que ha dado cuenta; lo que se verificó a la una de 543 la noche, en que lo sacó de estas cárceles dicho señor coronel”.

Nuevamente el cautivo es asegurado con esposas, grillos y cadenas, de los que no se le despojará sino hasta después de su muerte. El trayecto de la Inquisición a la Ciudadela dura también una hora. Las oscuras calles están desiertas. A lo lejos se escuchan apenas los apagados estruendos de una batalla. El horizonte se ilumina de vez en cuando al resplandor de los proyectiles. La tropa que escolta a Morelos tiene órdenes de tirar a matar sobre cualquier sombra que se atraviese en el camino. Deben liquidar igualmente al prisionero en caso de que alguien pretenda rescatarlo. En medio de la poderosa columna de caballería, la guardia de los cuarenta que rodea el carruaje en el que viaja el encadenado prisionero está lista para ejecutarlo en el acto si nota alguna irregularidad. El nervioso destacamento llega por fin a su destino. Sólo se quedan en el cuartel los cuarenta hombres de la guardia y los doscientos de reserva. El coronel Concha recluye de inmediato a su custodio en su nuevo calabozo. El sargento mayor de la plaza —se informa al virrey— da parte a vuestra excelencia que a las dos de la mañana he trasladado en compañía del señor coronel Concha al reo Morelos desde la Inquisición al Real Parque de Artillería, donde quedó en un calabozo con la guardia que 544 estaba escoltado en la primera prisión.

Cuarenta hombres —de los doscientos asignados a esta tarea— apuntan permanentemente sus fusiles al pecho del hombre enca-

543

Oficio del inquisidor al virrey fechado el 28 de noviembre, en el que le informa que Morelos fue extraído de las cárceles secretas a la una de la mañana, Hernández, n. 33. 544

Parte del sargento mayor de la plaza José Mendívil al virrey fechado el 28 de noviembre, en el que se da cuenta de haber sido trasladado Morelos de la Inquisición a la Ciudadela, Hernández, n. 31.

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denado en su calabozo, relevándose en sus tareas de vigilancia cada hora. De esta suerte, a pesar de las prevenciones del doctor Fonte, lo que el gobierno colonial niega a Morelos de iure —su condición de jefe de un Estado beligerante— se ve obligado a reconocerlo de facto. Al dársele como morada el Real Parque de Artillería se le reconoce implícitamente su calidad de soldado enemigo. A un salteador de caminos se le confina en una cárcel ordinaria, no en la celda de un cuartel. Al sometérsele a un extenso interrogatorio político y militar ante un tribunal especial, de carácter castrense, formado por la máxima autoridad política del reino, se le confirma su status político. Desde que se instala en su nueva morada, el prisionero se siente mucho más a gusto, cómodo y contento, que antes, en la de los clérigos. El tribunal especial será instalado para recibir las declaraciones del jefe militar de una nación sometida. A pesar del trato brutal que recibe y de los hierros que le sujetan pies y manos, el noble cautivo se yergue desde el fondo de su prisión para sostener una nueva batalla jurídica en la que, a pesar de las triquiñuelas del sistema colonial, afirma orgullosamente lo que siempre fue desde que se inició esta epopeya histórica: el símbolo de una nación en lucha por su libertad. 3. EL TRIBUNAL MILITAR Es martes 28 de noviembre. La Gaceta de México publica en su primera plana una noticia relativamente fresca, ocurrida el día anterior: el parte del coronel Pedro Menezo, comandante de la línea de puestos militares al contorno de esta capital, sobre el victorioso rechazo al furioso asalto de varias columnas insurgentes. Si el ataque de referencia en la periferia de la ciudad tuvo alguna relación con el traslado de Morelos, es algo que no tiene comprobación alguna. El periódico también da a conocer en sus páginas interiores el acta solemne de la villa de Yautepec, negando haber otorgado autorización alguna a cualquiera de sus vecinos para que la represente en el llamado Congreso Mexicano, así como las declaraciones de los vecinos de Chautla accediendo a prestar “voluntariamente” mil quinientos pesos al gobierno español de la colonia. Y se anuncia, como de costumbre, la venta de nuevas libros: “El arte taquigráfico, o de escribir tan veloz como se habla; está a la venta al precio de

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seis reales en la librería de Jáuregui”.545 En el Palacio Real, el auditor de guerra Bataller se presenta ante el virrey Calleja para entregarle su escrito, en el que pide que se condene a Morelos a la pena de muerte. Y en el Cuartel de La Ciudadela, el coronel Concha notifica al capitán Alejandro de Arana su nombramiento de “secretario de este interrogatorio”, y éste responde “que aceptaba y prometió, bajo su palabras de honor, obrar con fidelidad en cuanto se actúe, y para que conste, firmó conmigo”.546 Parece que el capitán Arana es, en efecto, un hombre de honor: una perla en un muladar. Milita durante mucho tiempo con el general Ciríaco de Llano y participa en las célebres batallas de Valladolid y Pururarán, que marcan el ocaso de Morelos; en la última de las cuales es hecho prisionero el mariscal Mariano Matamoros. Nombrado juez instructor en el proceso que se le forma a este gran caudillo, lo trata no sólo con respeto y atención sino también con una secreta admiración. Mientras el obispo Abad y Queipo se porta en este caso en forma despreciable, ruin y soez, los jefes militares lo hacen con caballerosidad y cortesía. Aunque el comandante Llano lo sentencia -por órdenes de Calleja- a ser fusilado por la espalda, como traidor, da contraorden en el último instante, haciendo que ofrezca su pecho al pelotón, a manera de homenaje, por su valor y dignidad. Los militares europeos, a pesar de que siempre niegan a los clérigos que se convierten en soldados de la independencia el carácter de tales, siempre terminarán reconociéndolo, a pesar suyo, directa o indirectamente, consciente o inconscientemente, en los últimos momentos. El capitán Arana, en todo caso, no parece ser ajeno a este gesto. El tribunal militar se constituye en el calabozo “donde se halla el rebelde”, según el acta, a efecto de someterlo al interrogatorio formulado por el virrey. Aquí ya no se le recibe juramento como presbítero (tacto pectore et in verbo sacerdotis), puesto que acaba de ser oficialmente degradado de tal estado; pero se tiene buen cuidado de que tampoco lo haga —conforme al estilo de la época— “sobre la cruz de su espada y bajo palabra de honor”, como se hace jurar a los militares. La fórmula del juramento se simplifica en los 545

Gaceta de México, martes 28 de noviembre de 1815, No. 827.

546

Certificación fechada el 28 de noviembre por Concha, juez comisionado por la jurisdicción militar, en la que hace constar que hizo saber su nombramiento de secretario al capitán Arana, Hernández, n. 41.

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siguientes términos: Teniéndolo presente, se le recibió juramento en forma que hizo por Dios Nuestro Señor y una señal de la cruz, por el cual ofreció decir 547 verdad en lo que supiera y fuere preguntado”.

Las preguntas del interrogatorio virreinal están sujetas a un orden cronológico y jerarquizadas conforme a los intereses de Calleja. El cuestionario empieza desde que el interrogado toma las armas en su curato de Carácuaro y finaliza cuando es aprehendido. Tiene el propósito de indagar cómo ocurren las batallas —victorias y derrotas— en las que participa el declarante; como se hace del Poder Supremo entre los suyos; cuál es el estado de las fuerzas militares insurgentes; qué avance tienen las relaciones de la nación con otros países del mundo; quiénes le ayudaron desde las ciudades que cayeron bajo su dominio; cómo podría pacificarse el reino; cuáles son sus bienes patrimoniales y dónde los tiene. En este tribunal no habrá acusaciones ni defensas, sino sólo preguntas y respuestas. Los fiscales y defensores de oficio saldrán sobrando. Tampoco habrá cargos, como lo sugiriera el virrey el juez instructor; los de rigor —la alta traición y la desolación de su patria— ya se le habían hecho en la Jurisdicción Unida. El tribunal militar no se forma para formarle un nuevo juicio sino simplemente para que amplíe las respuestas que produjera en el que se le había abierto. La jurisdicción militar no es más que una prolongación de la Jurisdicción Unida, en su parte secular; es decir, la eclesiástica excluida. Inicia sus trabajos el martes 28 de noviembre, a primeras horas de la mañana, y los concluye cuatro días después, el sábado 1o. de diciembre, a altas horas de la noche. El martes 28, Morelos da respuesta a las cinco primeros puntos; el miércoles 29, a otros seis, hasta completar once; el jueves 30, a nueve, para hacer un total de veinte, y el viernes 1o., además de dar fin al interrogatorio de veintiún puntos del virrey, contesta otras diez preguntas que le formula el juez militar. Después de estas diligencias, el virrey, erigido en juez supremo del reino, puede dictar la sentencia respectiva. En este expediente, las respuestas no están adulteradas, falsifi547

Acta levantada por el tribunal militar de 28 de noviembre en la que constan las declaraciones de Morelos sobre los primeros cinco puntos del interrogatorio del virrey, Hernández, n. 42.

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cadas o interpoladas, salvo en los casos de rigor. De esta manera, a la guerra la llama revolución o rebelión; a las tropas españolas, tropas del rey; a los jefes insurgentes, cabecillas; al pueblo de una ciudad, plebe; al aparato de poder del nuevo Estado Nacional, partido de la insurrección; a sus compañeros de armas, cómplices y secuaces, etc. Es la terminología de sus enemigos, no la de él. Por lo demás, el que declara es Morelos. Ni el tribunal castrense ni el virrey tienen interés en tergiversar sus declaraciones ni en falsificar las actas, como en los tribunales anteriores. Al contrario. Ya no necesitan tener “las confesiones del reo” para fundar el derecho a juzgarlo y condenarlo, ni sus retractaciones, para probar su eficacia. Ahora, lo que quieren son sus auténticas informaciones. Necesitan respuestas claras y detalladas. Al leer este expediente, se siente la presencia del héroe. Surge él de cuerpo entero. Es realmente él quien habla. Por eso, no es extraño que sus biógrafos se basen en estas declaraciones para escribir su participación en la guerra de independencia. “Contó fielmente todo cuanto aconteció —dice Alamán—, desde que tomó parte en la revolución hasta que fue aprehendido, sin jactancia al hablar de las ventajas que obtuvo, y sin bajezas ni humillación cuando trata de los reveses que experimentó”.548 De cualquier manera, débese tener cuidado al leerse estas declaraciones. Su relato es fiel porque él lo produjo, no porque lo que produjo fuera fiel. Es verdad lo que se registra en actas; pero lo que se registra no es necesariamente la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Y no es que mienta. Morelos no miente jamás. Lo que pasa es que tampoco es tan ingenuo como para proporcionar información que pueda ser útil al enemigo, bajo ninguna de sus formas. No dice mentiras, pero tampoco revela datos, nombres o hechos que el gobierno colonial no tenga previamente en sus manos. Lo que considera que no debe decir, simplemente lo omite. Recurre a estratagemas como, por ejemplo, fallas de su memoria. Se le olvidan las cosas. Estos olvidos, reales en ocasiones, en su mayoría son fingidos. Saltan a la vista al leer sus declaraciones. Otro de sus recursos: explicar ampliamente cuestiones que no se le preguntan para evadir el tema. Y por último, confesar ignorancia total al respecto. No miente, porque es hombre de una sola pieza y 548

Alamán, op. cit.

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además está bajo juramento. El no es un perjuro. Sus enemigos pueden ser dobles, falsos, mentirosos e hipócritas: él no. Pero no hace revelaciones comprometedoras de ningún tipo, porque se le olvidan, a pesar de que las recuerda perfectamente bien; porque se distrae, aunque tiene el espíritu alerta a lo que le está siendo preguntado, o porque no sabe absolutamente nada de lo que está completamente bien enterado. Las historias que se han basado en las declaraciones que rinde ante el tribunal militar tienen las cualidades que el héroe les imprime en su proceso, aunque también los grandes defectos o desventajas que se derivan de sus numerosas e importantes omisiones. Al reproducirse lo dicho por Morelos, sin espíritu crítico, han presentado un cuadro unilateral, inexacto e incompleto de la independencia. El caudillo estaba preso. Tenía razones poderosas para omitir ciertas cosas importantes —quizá las más importantes—, no así sus biógrafos y comentaristas, que no obstante tener el deber de profundizar en la investigación, no lo han hecho por pereza mental en numerosos casos, y a veces, por dolo. Al analizar este expediente se constatará lo anterior. No ahondaremos en el tema, porque no se trata en estas páginas de hacer la historia y el análisis de la guerra de independencia sino sólo la historia y el análisis de estos procesos. Sin embargo, nos veremos obligados a hablar sobre algunos asuntos de la guerra, especialmente relacionados con los antagonismos internos de los insurgentes, a fin de aclarar lo que ocurre en los tribunales coloniales y, de paso, ilustrar lo arriba expuesto. Por lo pronto, es necesario advertir que la lectura de lo actuado en el tribunal militar no sólo está íntimamente relacionado con los expedientes anteriores —muy particularmente con el de la Jurisdicción Unida—, sino además es lo único que arroja luz y fija con precisión el significado, los alcances y los límites de lo declarado antes por el detenido, a veces confuso, ambiguo o contradictorio; no por causas imputables a él sino a sus jueces. Estas últimas actas —las del tribunal militar—, a pesar de sus imprecisiones, no sólo reafirman la alta categoría política del representante de una nación a la que en todo tiempo se negaron sus derechos, sino también desvanecen totalmente las calumniosas imputaciones y los infundados cargos que se han hecho al héroe, a propósito de sus supuestas debilidades y retractaciones. Mencionar éstas, valiéndose únicamente de las actas de los otros tribunales;

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sin hacer de ellas el riguroso examen que merecen; sin análisis crítico de ninguna naturaleza, y sin adminicularlas con las que se levantaron en este último, es presentar las cosas deformadas y fuera de contexto. Al proceder de este modo, se es víctima de la ignorancia y de la irresponsabilidad, o del dolo y la mala fe. En ambos casos, lo que se pone de manifiesto es, no tanto el ánimo de detractar al héroe —dizque para bajarlo de su broncíneo pedestal y convertirlo en ser humano—, ni hacerle el juego a los que lo capturaron, humillaron y asesinaron, y ni siquiera perpetuar la infamia, la calumnia y la ignominia. Morelos está más allá de estas reales o supuestas pretensiones. Lo que se pone en evidencia al proceder así es, más bien, la incapacidad intelectual del que aborda este tema para captar el espíritu de la época, descubrir el significado de los acontecimientos e interpretar los hechos en función de la lógica histórica. A pesar de lo dicho, hay veces en que los detractores del héroe -—los de antes y los de ahora— no tienen remedio. Han utilizado también este expediente para hacernos creer que, ya casi frente a la muerte, le temblaron las piernas y delató a sus compañeros de armas. Este cargo es no sólo infantil sino aberrante. Los comandantes insurgentes operaban frontal y abiertamente, no en forma clandestina. No se cubrían la cabeza con un capuchón. Daban la cara. Era conocidos como soldados insurgentes por propios y extraños. Actuaban como tales ante amigos y enemigos. De la misma manera que el gobierno insurgente conocía a los oficiales realistas, el gobierno colonial sabía quiénes eran los insurgentes, qué fuerzas tenían, cómo actuaban y qué territorio dominaban. Los que se mantenían ocultos eran los partidarios de la independencia en las ciudades bajo el gobierno colonial, así como los de la colonia bajo el gobierno americano. Delatar es lo que está oculto. No se puede delatar lo que es conocido. Morelos hará referencia a sus hombres, a los que luchan abiertamente con las armas en la mano, a los que dan la cara, no a los que están ocultos. De estos no ofrecerá ni un solo dato. Tan es así, que sus nombres escaparán a la historia... 4. FINES DEL INTERROGATORIO En la primera audiencia, Morelos relata su entrevista con Hidalgo; su marcha hacia “la Costa del Sur” teniendo como objetivo la toma de Acapulco, y sus expediciones y acciones desde la primera vez que entró en combate, el 13 de noviembre de 1810, hasta que

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llegó a Cuautla el 9 de febrero de 1812.549 En la segunda, habla de los preparativos para resistir en Cuautla a las tropas de Calleja; lo ocurrido durante el sitio; la forma en que lo rompió; la manera en que reorganizó sus fuerzas; la toma de Orizaba y lo que hizo en cuarenta horas que estuvo allí; su regreso a Tehuacán; su marcha a Oaxaca; la toma de este plaza y la ejecución de los jefes que la defendían; su marcha sobre Acapulco, la toma de su población, y el sitio y la capitulación de su fortaleza.550 En la tercera, menciona lo referente a la formación del Congreso de Chilpancingo y la aprobación de la división de Poderes; la marcha sobre Valladolid, su rechazo en este plaza y su derrota posterior; su retroceso a Puruarán, su nueva derrota, la captura y el fusilamiento de su segundo Mariano Matamoros; la ejecución de doscientos prisioneros españoles; lo ocurrido en Tlacotepec; su salida de Uruapan a Tehuacán; la creación de un gobierno subalterno y los jefes que dependían de éste; su llegada a Temalaca; las razones por las que decidió ir de Uruapan a Tehuacán escoltando a los poderes del Estado; las relaciones con las potencias extranjeras y los medios para pacificar el país.551 Y en la cuarta, continúa con el tema de la pacificación y da las razones por las que no reconoció a Fernando VII ni aceptó el indulto que se le ofreció, y además, habla sobre los recursos para sostener el Poder Público y las fuerzas armadas insurgentes; los motivos para trasladarse a Tehuacán; los auxilios del exterior; la conducta del capellán Morales; los individuos que tuvo como secretarios y escribientes; las personas con las que estuvo en comunicación; sus banderas, sus bienes patrimoniales, sus uniformes, las personas que se los hicieron y en qué lugar.552

549

Hernández, n. 42.

550

Acta levantada por el tribunal militar el 29 de noviembre, en la que constan las declaraciones de Morelos sobre los siguientes puntos del interrogatorio del virrey, hasta el número once, Hernández, n. 43. 551

Acta levantada por el tribunal militar el 30 de noviembre en la que constan las declaraciones de Morelos sobre los siguientes puntos del interrogatorio del virrey, hasta el número veinte, Hernández, n. 44. 552

Acta levantada por el tribunal militar el 1o. de diciembre en la que constan las declaraciones de Morelos sobre el último punto del interrogatorio del virrey y responde a otras diez preguntas complementarias, Hernández, n. 45.

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De los puntos anteriores, las dos terceras partes inquieren sobre cuestiones históricas. El fin de algunos es el de ubicar correctamente el estado en que se encontraban en esos momentos las fuerzas armadas insurgentes. Casi la cuarta parte tiene por objeto conocer los nombres de los simpatizantes de la causa insurgente ocultos en las diversas ciudades del reino. Y las demás se proponen averiguar las relaciones del Estado mexicano con las potencias extranjeras, así como la estrategia del declarante para pacificarlo todo, y el número y valor de sus bienes patrimoniales. En la parte histórica es prolijo, minucioso y procura dejar constancia de todo cuanto aconteció con la mayor fidelidad posible. Otra cosa ocurre cuando se le pide que revele el estado actual que guardan sus tropas. En este caso recurre a sus estratagemas para evadir el tema: olvida responder, se distrae hablando de otras cosas o, de plano, ignora el punto. En el punto 3, por ejemplo, se le pregunta con qué fuerzas contó en sus comienzos para llevar a cabo la insurrección y cuáles son las que ha empleado hasta el día con mayor éxito. La primera la explica con lujo de detalles: sus comienzos. Al llegar a la segunda, se distrae y olvida responderla. Interesado en el relato, Concha se marea. Y el capitán Arana no abre la boca para nada. Se limita a tomar nota. En los puntos 16, 17 y 18 se le inquiere sobre las tropas insurgentes que operan en Michoacán; las que deja atrás cuando emprende su marcha a Tehuacán, y las que salen a su encuentro desde diversos puntos, antes de su captura, así como las que existen en la “Costa del Sur”, Oaxaca, Puebla y Veracruz. El general insurgente hace una relación de los diez principales jefes que operan en Michoacán. Si se compara esta lista con la que hiciera antes en la Jurisdicción Unida, se notan grandes diferencias. ¿Cuál de sus informaciones está apegada a la realidad? ¿Alguna de ellas lo está? Al hacer referencia a las que salen a su encuentro antes de su captura, se limita a decir que “fueron algunas cortas partidas, pero se volvieron a sus respectivas demarcaciones”. ¿Cuáles son estas partidas? ¿A qué demarcaciones regresan? Se le olvida explicar el punto. Y en cuanto a los jefes de “la Costa del Sur” y demás lugares, menciona a Vicente Guerrero, Sesma y Osorno, por una parte, y a Manuel Mier y Terán y Guadalupe Victoria, por otra, como lo había hecho antes en la Jurisdicción Unida; pero no revela ningún dato nuevo de importancia que pueda ser útil al gobierno colonial, infinitamente mejor informado de la situación. Algo crucial: al pedírsele los nombres de sus partidarios ocultos

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en las ciudades dominadas por los “realistas”, tampoco menciona uno solo. En los puntos 6, 8, 9, 12 y 13, por ejemplo, se le pregunta quiénes le dieron información desde las ciudades de México, Orizaba, Oaxaca y demás. Admite haber recibido apoyo, ayuda, información, poderes, recursos, etc.; pero unas veces se distrae y habla de otras cosas interesantes que seducen a su juez; otras, manifiesta ignorar quiénes pudieran haber sido, y las últimas, declara tajantemente que no recibió ayuda de nadie. Casi al final del interrogatorio —en el punto 20— Calleja llega a su objetivo supremo. Con cierta timidez, no exenta de arrogancia, el virrey se humilla ante su prisionero y le pregunta cómo acabar con una nación a la que, cinco años después de haberla sometido a la prueba del fuego y del hierro, no sólo sigue en pie sino se ha vuelto insoportablemente más fuerte y consciente de sus derechos y de su naturaleza política. Morelos obsequia sus deseos y le dice qué hacer. Sorprende que sus detractores no se hayan servido de estas declaraciones para probar otra de sus supuestas flaquezas o debilidades. Hasta nos parece verlo sacudiendo sus hierros, irguiéndose marcialmente y dando cátedra de estrategia militar a su captor, el virrey. El asunto es muy simple. Lo único que hay que hacer es que las tropas realistas entren al territorio insurgente; derroten a sus enemigos; ofrezcan el indulto a los jefes; persigan a los que no lo acepten, y se proceda en todo con gran rapidez. ¡Como si ésta no hubiera sido la política del gobierno colonial a lo largo de los cinco años anteriores! ¿Hay acaso alguna otra? Y por último, en lo referente a sus bienes —a los de la nación— responde que todo lo gastó en sostener “a su gente”, sin que le quedase más que lo que se le tomó al capturarlo. Y habiéndosele replicado e instado a que diga la verdad, supuesto que han sido muchos los millones que debe haber reunido en todas aquellas partes donde introdujo la revolución, principalmente en Orizaba, Oaxaca, Chilapa, Acapulco y demás, en que había una existencia de mucha consideración no sólo perteneciente al Rey sino también a tantos infelices particulares que por su causa se ven reducidos a la mayor indigencia, respondió: que lo que ha cogido en los lugares citados y en los demás por donde ha andado no ha sido bastante para pagar a la 553 gente que le seguía, porque ha trabajado sin sueldo, y responde.

A excepción del relato histórico, pues, Calleja no obtendrá nada 553

Ibid.

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de su prisionero: ni el estado real de las fuerzas nacionales, ni los nombres de sus informantes y simpatizantes, ni el plan de pacificación, ni el señalamiento de los lugares en que se encontraban sus “inmensos caudales”. Nada...

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XXIII LA LUCHA POR EL PODER SUMARIO. 1. Primera audiencia: a) de Carácuaro a la formación de su ejército; b) llegada a Cuautla. 2. Segunda audiencia: a) nombres de sus partidarios en la capital; b) nombres en Orizaba; c) nombres en Oaxaca; d) nombres en Acapulco. 3. Tercera audiencia: a) la Junta de Zitácuaro; b) el debate ideológico interno; c) la desintegración de la Junta. 4. El Congreso Constituyente: a) la convocatoria de Acapulco; b) instalación del Congreso en Chilpancingo; c) el Poder Ejecutivo.

1. PRIMERA AUDIENCIA 1o. En qué fecha y paraje tomó partido por la rebelión —le pregunta Concha—, y si fue por decisión o convencimiento propio, o por comi554 sión y persuasión de otras personas, expresándolas.

La obsesión de Calleja durante todo el interrogatorio va a ser la de obtener los nombres de las personas. Nombres, nombres, nombres. Morelos los dará cuando nadie les puede hacer daño, porque han fallecido o porque están protegidos por sus propias fuerzas armadas. Y los omitirá en cualesquiera otra situación. En esta respuesta, aprovecha la oportunidad para vincular su linaje político con el del Maestro Hidalgo —quien le diera su primera comisión políticomilitar—; pero a nadie responsabiliza de su propia decisión de llevarla a cabo. A principios de octubre de 1810 —responde— tuvo noticia en su curato que se había movido una revolución en el pueblo de Dolores y que la acaudillaba su cura don Miguel Hidalgo. Supo que marchaba sobre la ciudad de Valladolid, con cuyo motivo salió el exponente a informarse. Encontró a éste en Charo -después de haber salido de Valladolid dejando a esta ciudad por suya- con dirección a México. Y habiéndole prevenido que lo acompañase hasta Indaparapeo, le aseguró que los motivos que tenía aquel movimiento o revolución eran los de la independencia a que todos los americanos se veían obligados a pretender, respecto a que la ausencia del rey en Francia le proporcionaba coyuntura para lograr aquélla. En consecuencia, admitió una comisión que Hidalgo le confirió para levantar tropas en la Costa del Sur, con arreglo a sus instrucciones

554

Hernández, n. 42.

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verbales. Estas fueron las de que por todos los lugares que pasara se encargara y recibiera el gobierno y las armas que existían. También le encargó la toma de Acapulco, cuyo objeto, como principal, obligó a Hidalgo a darle la comisión por el rumbo de la Costa del Sur. En consecuencia, sin haber precedido más que su acción voluntaria, solicitó a 555 Hidalgo y admitió de él su comisión. 2o. Cuáles fueron las causas o razones que lo obligaron a abrazar dicho partido —pregunta el juez—; si estaba convencido de la justicia y legitimidad de ellas, y qué pruebas tenía.

Esta pregunta ya se le había formulado tanto en la Jurisdicción Unida como en la Inquisición, sin que Calleja entendiera cabalmente la respuesta. Y es que la ofrecida en el primer tribunal parece trunca: “Los males que se han seguido hasta aquí desde que se perturbó la paz en este reino son consiguientes a toda revolución popular”. Y la del segundo es breve y sin mayor fundamento: “Tenía los homicidios por justos y lo mismo la guerra”. Sí, pero por qué: tal era la cuestión que interesaba al virrey: qué pruebas tenía de su pretensa justicia. Morelos no hace caso a la pregunta. ¿Qué prueba más contundente que la voluntad y la emoción de un pueblo decidido a ser libre y dispuesto a cualquier sacrificio para lograrlo? Si a estas alturas todavía no entiende las razones ni las causas justas de la guerra de independencia, peor para él: —Con lo que ha expuesto en la antecedente —responde— satisface 556 completamente la que comprende ésta.

Eso es todo 3o. Con qué fuerzas y medios contó desde luego y contaba en lo sucesivo para llevar a cabo la insurrección —le preguntan—-; cuáles son los que ha empleado hasta el día con mejor suceso (éxito) y qué objetos se proponía.

La primera parte la explica. Al llegar a la segunda, relativa a los medios empleados hasta el día con mejor éxito, se distrae y la omite:

555

Ibid.

556

Ibid.

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Sólo con veinticinco hombres que pudo reunir en la demarcación de su curato —responde—, con algunas escopetas y lanzas que mandó hacer, emprendió la marcha”.

En seguida, describe hacia dónde se dirigió, puntos por los que pasó, gente que se le unió, armas que consiguió, recursos que obtuvo y territorio que ganó, todo sin disparar un rito, hasta llegar al lugar llamado El Aguacatillo; en el que, entre paréntesis, expidió su primera ley sobre la igualdad de los habitantes de esta gran nación.557 4o. Cómo hacía compatibles sus designios y planes con las obligaciones que le imponían su destino, estado y carácter hacia Dios, hacia el rey y hacia la patria.

También esta pregunta ya le había sido hecha en otro tribunal, el del Santo Oficio. Reproduce su respuesta anterior y aprovecha la oportunidad para rendir homenaje a su Maestro; no al cura sino al Capitán General Hidalgo y Costilla: Más bien se creyó obligado a defender la América hasta lograr la independencia —declara— que las obligaciones de su curato, porque como ya había aceptado la comisión que lleva referida de Hidalgo -que se titulaba Capitán General- y había visto que en Valladolid erigió éste intendente y otras autoridades (que desempeñaban puntualmente sus encargos), le pareció como indispensable obedecer a aquél bajo las circunstancias que le prescribió, pues su doctitud no le daba el más mínimo recelo de que irían errados sus proyectos; mayormente cuando —como ya lo ha expuesto— no había rey en España, y por eso ha558 cía compatibles sus designios. 5o. Diga la serie de sus acciones militares, ya adversas o favorables, desde que se presentó en campaña hasta que en 1812 se acercó a esta capital y se fortificó en Cuautla; las divisiones del rey que derrotó, en qué parajes y el progreso de sus operaciones.

Nada agrada a Morelos que dar cumplida respuesta a la pregunta anterior. Se solaza recordando los progresos de su carrera militar en la época en que no tenía más enemigos que los que estaban frente a él —las tropas de España y no del rey—; es decir, cuando todavía no se agudizaban las discordias entre los propios insurgen-

557

Ibid.

558

Ibid.

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tes. Relata todas las acciones de su campaña inicial, desde su bautizo de fuego en El Veladero —en las proximidades de Acapulco—, en la que tanto sus fuerzas como las de sus contrarios se dispersaran mutuamente, hasta que se templó su ejército con sangre, sudor y pólvora, en múltiples batallas cuyo resultado le permitió apoderarse de todo el Sur del país y lo decidió a avanzar hacia la ciudad de México. Sin embargo, al llegar a Cuernavaca, retrocedió a Cuautla. Y en este estado, el presente señor juez comisionado para el interrogatorio mandó suspender esta declaración para proseguirla el día de 559 mañana, respecto a que son ya las nueve de la noche.

Morelos no lee el acta porque es corto de vista y en la noche ve menos que en el día; pero el caballeroso capitán Arana lo hace en voz alta, a su ruego. Y entendido el rebelde José María Morelos de cuanto ha expuesto el día de hoy respecto de haberse leído de principio a fin, dijo que cuanto lleva expresado es la verdad por el juramento que para ello interpuso, en el que se afirmó y ratificó ante mí, el secretario.

¡Qué diferencia con las actas de los otros procesos! Aparecen las firmas de Concha y de Morelos, y luego, “ante mi”, la de Arana.560 2. LA SEGUNDA AUDIENCIA Al día siguiente, explica lo faltante del anterior punto del interrogatorio, diciendo que se acercó a Cuautla debido a “la abundancia de haciendas y demás”, decidiendo fortificarse en ella porque supo que el Ejército del Centro al mando de Calleja había salido para batirlo desde la ciudad de México. 6o. Qué fuerzas tenía entonces de infantería y de caballería; cuáles fueron sus designios; si contaba con que le protegería la misma capital, y qué datos tenía para ello, expresando los individuos de ella con quien ha tenido correspondencia y relaciones, directamente o por medio de otras personas; cómo y por qué medios se ha practicado esta comunicación y quiénes la conservan aún.

Casi nada quería el virrey. Este es sin duda alguna uno de los 559

Ibid.

560

Ibid.

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puntos más importantes del cuestionario. Sin embargo, de las múltiples preguntas que contiene, Morelos contesta sólo las dos primeras y las restantes no, debido al “total desconocimiento” que tenía sobre ellas. Da cuenta de las fuerzas de infantería y caballería que tenía en ese entonces, y se dedica luego a describir algunas acciones del famoso sitio de Cuautla. En cuanto a “los designios del que declara, éstos eran los de acercarse a esta capital (México) en el caso de que obtuviera una acción decisiva sobre las tropas del rey, porque aunque estaba entendido por noticias vagas y sin ningún fundamento...” ¿Quiénes le comunicaban esas noticias? —interrumpió Concha—. La pregunta, desde luego, no consta en el acta; sólo la respuesta: “Los de la Junta de Sultepec” —responde Morelos—, que era la de Zitácuaro; es decir, los miembros del gobierno nacional. Y prosigue su relato: Aunque estaba entendido que la plebe de México se hallaba en buena disposición para recibirlo, nunca tuvo la mayor confianza de que harían lo mismo las tropas que la guarnecían. Y así —no teniendo otros datos, correspondencia o relaciones de personas que le aseguraron esta verdad—, sólo se había resuelto dar una acción sobre México 561 luego que derrotase el ejército que lo sitiaba en Cuautla”.

Concha queda decepcionado. No recibe ni una sola información valiosa: ni nombres, ni sistemas clandestinos de comunicación entre la insurrección y los anónimos notables de la ciudad, ni ningún otro dato. 7o. A dónde se retiró después de su salida de Cuautla; qué número de gente perdió allí, y cómo y con qué medios volvió en estado de salir a campaña.

Describe la forma en que le rompió el sitio a Calleja; sus pérdidas —que fueron pocas— y la manera en que reorganizó a sus hombres para iniciar la nueva campaña —lo que sería relativamente fácil por haber conservado intacto su ejército—, hasta llegar por primera vez durante la guerra a Tehuacán.562 No menciona, en cambio —porque no se le pregunta— el debate que, por escrito, empezó a tener con el licenciado Ignacio López Rayón, presidente de la Junta Nacional Americana —compuesta por el mismo López 561

Doc. 43 (Ver nota 18 del Capítulo XXII).

562

Ibid.

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Rayón, José Ma. Liceaga y José Sixto Verduzco—, sobre el proyecto constitucional que fue sometido a su consideración. 8o. Refiera su entrada en la villa de Orizaba, si obró de inteligencia con los habitantes y cantidades de tabaco que extrajo y quemó a quienes pertenecían.

Relata el avance de sus tropas sobre Orizaba y su toma en sólo dos horas de combate. En cuanto a sus contactos, “no tuvo más antecedente... que la voz general de algunos de los que lo acompañaban, reducida a que deseaban todos los más de aquella villa que se acercase para adherirse a su partido, como en efecto advirtió en algunos de aquella villa que lo pretendieron visitar con gusto y le manifestaron complacencia”. Y luego, por describir la forma en que dispuso del tabaco —lo entregó a las llamas—, se le olvida citar a sus simpatizantes. A Concha también re-preguntarle quiénes eran éstos.563 9o. Refiera igualmente todo lo que ocurrió en el ataque y toma de Oaxaca, qué causas le obligaron a preferir esta expedición, no obstante la fuerza que allí había y la del ejército que a las órdenes del brigadier Olizábal llegó a situarse en Tehuacán; que cantidades de dinero, armas y efectos encontró, y si obró de inteligencia con los habitantes de la misma ciudad, nombrando los principales.

Lo importante es lo último: quiénes son ellos, los principales, los que obraron de acuerdo con él. Relata su retorno de Orizaba a Tehuacán, y luego, su avance sobre Oaxaca, su ataque y su toma en dos horas de fuego, “en tales términos -expresa- que a las dos de la tarde ya el declarante estaba en la Plaza Mayor y a las tres comiendo en la casa de un europeo apellidado Gutiérrez”. Detalla las cantidades de armas que obtuvo, pero no hace ninguna referencia al dinero. En lugar de esto, describe la forma en que mandó al paredón al Teniente General Sarabia y a los oficiales Bonavia, Régules y Aristi, “a pesar de los empeños de su maestro Moreno” (quien le diera clase de Gramática y Retórica en el Colegio de San Nicolás), y de los ruegos y súplicas de parte del clero y de las familias principales”. Respecto a su avance sobre Oaxaca, éste lo determinó sin conocer su situación defensiva ni haber obtenido de nadie información alguna sobre ella. A ciegas, pues. 563

Ibid.

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Dijo que desde Chilapa escribió a su maestro, el canónigo de Oaxaca don Jacinto Moreno, uno de los días del mes de septiembre de 1811, noticiándole las ideas que tenía de acercarse con su gente a aquella ciudad, y aunque éste le contestó que le tenía lástima por verlo metido en el partido de la revolución, nada le dijo sobre que se acercase o no. Esta contestación la recibió el declarante en Tlapa en noviembre del mismo año. Y aunque desde allí propio le repitió otra carta al expresado maestro, no le volvió éste a contestar. Sin otro antecedente, más que por las noticias que iba adquiriendo en las marchas que hizo desde Tehuacán para Oaxaca, emprendió esta marcha sin que para ello hubiera tenido de ningún otro individuo la más mínima contestación e 564 inteligencia con el que declara. 10o. Si precedió capitulación para la toma de Oaxaca, cuál fue; si la amplió, por qué a pesar de ella mandó fusilar a los señores Sarabia, Bonavia, Régules y otros individuos de las tropas del rey, expresando su número.

El caudillo contesta que no hubo ninguna capitulación sino una rendición incondicional, y que en la repuesta anterior ha expresado “las particularidades que comprende ésta”.565 11o. Diga lo ocurrido en el sitio y toma de Acapulco; qué gente perdió allí y si obró de inteligencia con su gobernador José Antonio Vélez y otras personas del castillo, que expresará, manifestando el motivo de la diferente conducta que siguió hasta aquí, cumpliendo la capitulación.

La conducta fue diferente porque la situación fue diferente. Aquí sí hubo capitulación. Por otra parte, a contrario de lo que pasó en Oaxaca, que cayó en dos horas de combate, la fortaleza o castillo de Acapulco fue en todo tiempo una posición enemiga: desde 1810, año en que llegó con su bisoño ejército, hasta abril de 1813, en que tomó la plaza después de varios días de recios combates y tras cerrar personalmente el sitio al fuerte durante cuatro meses. Relata la forma en que atacó primero la población, tomándola después de ocho o nueve días, y luego la propia fortaleza, a cuyo comandante ofreció varias veces la capitulación, a lo que el Vélez le respondería que “sólo los bárbaros capitulan”. Cuatro meses después, sin embargo, el 18 de agosto, a punto de hacerse saltar el castillo por los aires, el “bárbaro” de Vélez se decidiría a capitular “en los términos que expondrá”, o sea, en los mismos que sobre el particular se im564

Ibid.

565

Ibid.

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primieron tanto en México como en Oaxaca, por uno y otro gobierno. En este estado de cosas, el juez Concha Mandó suspender esta declaración para proseguirla el día de mañana, respecto a que son ya las nueve y cuarto de la noche.

Nuevamente el capitán Arana lee el acta de la diligencia “de principio a fin y dijo (el declarante) que cuanto lleva expuesto es la verdad por el juramento que para ello interpuso, en el que se afirmó y ratificó ante mí”. Aparecen las firmas de Concha y Morelos, y dando fe, la del secretario Arana.566 3. LA JUNTA DE ZITÁCUARO El jueves 30 de noviembre se constituye el tribunal militar desde muy temprano en el calabozo de Morelos para proseguir el interrogatorio. Los asuntos militares son dejados a un lado. La confrontación armada entre insurgentes y realistas abre un paréntesis. El propósito del gobierno colonial es asomarse al interior de la insurrección y detectar sus fuerzas políticas internas y el grado de desarrollo y de poder de cada una de ellas. 12o. Cómo se formó el Congreso de Chilpancingo; qué causas le movieron; de que modo obtuvo el Poder Supremo; qué fines se propuso su política de titularse Siervo de la Nación; qué formalidades se practicaron para esto y para el nombramiento de Vocales; si éstos o Morelos mismo recibieron poderes e instrucciones de ésta u otras capitales del reino o de algunos individuos particulares de ellas, y qué fue lo que se trató y estableció allí para el régimen y dirección del gobierno que se proponía crear.

Antes de exponer —y ampliar— la respuesta de Morelos, conviene advertir que la reiterada petición de mencionar los individuos particulares de las provincias que otorgaron poderes o instrucciones a los Vocales que los representaron en el Congreso, no la puede satisfacer por no tener “el más mínimo antecedente”.567 Ahora bien, los siete problemas planteados en este punto son los más dramáticos y apasionantes de la insurrección, vistos desde 566

Ibid.

567

Doc. 44 (Ver nota 19 del Capítulo XXII).

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sus entrañas: los de la lucha por el Poder. Cuando se compara la pobreza de la respuesta con la riquísima información que existe al respecto, se constata una vez más que el héroe, aunque no mintió, tampoco dijo lo que sabía —ni en los asuntos políticos ni en los militares—, sino únicamente aquello de lo cual estaba enterado —y con mayor detalle y precisión— el propio gobierno colonial. El motivo de haberse formado el Congreso de Chilpancingo — responde Morelos— dimanó de que, estando encontrados los Vocales de la Junta Suprema, que se titulaba de América (Rayón, Liceaga y Verduzco), éstos le pedían -cada uno de por sí- armas y gente para perseguirse mutuamente. Y como el declarante advirtió que de esta oposición habían de resultar forzosamente malas consecuencias a la causa general que defendía, les propuso que para evitar semejantes desórdenes se erigiese la Junta General (el Congreso), a donde a pluralidad de votos se acordaría lo conveniente. Habiéndoles dejado a su arbitrio el lugar donde aquélla se debería reunir, convinieron que fuese 568 en el expresado Chilpancingo.

Es difícil resistir la tentación de evocar los principales antecedentes del episodio a que se refiere Morelos. El 13 de julio de 1811, el Lic. Ignacio López Rayón, ministro de Estado y Despacho del gobierno de Hidalgo, ante la ausencia de éste, decidió convocar a los principales jefes y oficiales del ejército americano a una asamblea que tendría verificativo en Zitácuaro el siguiente mes de agosto, a fin de reorganizar el gobierno nacional. El enemigo de la nación en pie de guerra no era en esos momentos el Estado colonial sino el fantasma de la anarquía. “El tiempo pasa —decía Morelos— los desórdenes siguen y queriendo remediarlo de otro modo, sería mejor pelear contra las siete naciones”.569 El caudillo apoyó la iniciativa de López Rayón y, aunque no pudo asistir a la reunión, envió en su representación al doctor José Sixto Verduzco. La asamblea de Zitácuaro resolvió crear “en ausencia” de los primeros caudillos -que acababan de ser ejecutadosun organismo colegiado que representara al Estado nacional, compuesto de cinco Vocales, a fin de asumir todos los atributos de la soberanía o, como dice el documento constitutivo, “para llenar el hueco de la soberanía”; que era, según se quiera interpretar, el vacío de Poder dejado por los ausentes Hidalgo y Allende a nivel na568

Ibid.

569

Morelos escribe a Ignacio López Rayón brindándole su apoyo entusiasta para la instalación de la Suprema Junta Gubernativa, Lemoine, doc. 13.

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cional, o el del Deseado Fernando VII. De los cinco Vocales se eligieron sólo tres: el propio Rayón, con los títulos de Presidente de la Junta y Ministro Universal de la Nación; José Ma. Liceaga, segundo del anterior, y el doctor Verduzco, representante de Morelos. Dos Vocalías quedaron vacantes “cuando la actitud, mérito y representación de los ausentes lo exijan”.570 Uno de los ausentes —si no el único— con fuerza y representación, Morelos, nunca exigió nada; pero al poco tiempo los otros Vocales lo invitaron a asociarse al supremo órgano del Estado americano en calidad de cuarto Vocal. Una de las características más importantes de la Junta Suprema Nacional Americana fue la de que, a diferencia del gobierno a cargo del Maestro Hidalgo, que omitiera cualquier referencia al monarca (por la sencilla razón de que éste no existía), declaró oficialmente desde su instalación que ejercería las funciones de la soberanía en nombre de Fernando VII. Aunque su Presidente reconoció que este nombre no se había usado hasta entonces “para nada”, argumentó que era necesario hacerlo en lo sucesivo a fin de ganar adeptos. “Con esta política hemos conseguido —dice— que algunos americanos vacilantes por el vano temor de ir contra el rey sean ahora los más decididos partidarios que tenemos”.571 Aunque se enteró de esta línea política sólo después de muchas semanas de haber sido aprobada, Morelos provisionalmente la aceptó. El movimiento, a punto de precipitarse al abismo de la anarquía, requería de un orden —cualquier orden político— que lo sujetara y controlara; pero se reservó el derecho de exponer su criterio, que era —según lo confesaría ante la Jurisdicción Unida— “no engañar a la gente haciendo una cosa y siendo otra; es decir, pelear por la independencia y suponer que se hacía por Fernando VII”. Durante dos años justos —de agosto de 1811 a agosto de 1813—, el cuerpo colegiado presidido por López Rayón representaría a la nación en armas. Los cuatro Vocales se distribuyeron militar y políticamente el territorio de la América septentrional de acuerdo 570

Zitácuaro, Chilpancingo y Apatzingán, tres grandes momentos de la insurgencia mexicana. Sobretiro del Boletín del Archivo General de la Nación. México, 1963, T. IV, No. 3. 571

Ibid.

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con los cuatro puntos cardinales. A Morelos le tocó el Sur. Al iniciarse el año de 1812, el Presidente López Rayón hizo circular entre sus colegas el proyecto de una Constitución política para la nación independiente. En el mes de abril, mientras se dirigía a Toluca, envió oficio a Morelos —acuartelado en Cuautla— al que adjuntó el texto constitucional mencionado, a fin de que lo examinara “y expusiera con toda libertad lo que juzgara conveniente añadir u omitir”. Allí mismo le advertiría que “la Constitución podrá modificarse por las circunstancias, pero de ningún modo convertirse en otra”.572 Morelos estuvo de acuerdo con el proyecto en lo general. Sin embargo difirió en puntos de no escasa importancia. Separó a éstos de aquéllos para postularlos —conjunta o separadamente— cuando las circunstancias fueren oportunas. Y al observar que el abogado sostenía en su manuscrito que los suyos eran “los deseos de nuestros pueblos”, como no vaciló en asegurar, Morelos se consideró autorizado para interpretar los de él como “sentimientos de la nación”, y éste fue, en efecto, el título que puso a sus reflexiones constitucionales; las que no daría a conocer oficialmente sino hasta septiembre de 1813, en la instalación del Congreso Constituyente de Chilpancingo. En el proyecto de López Rayón se señala que “la América es libre e independiente de toda otra nación”.573 El reino debía gobernarse con exclusión de Francia e incluso de España; pero permanecer sujeto al trono peninsular. El doctor Cos expondría esta tesis en su Plan de Paz y Guerra: “España y América son partes integrantes de la monarquía sujetas al rey; pero iguales entre sí y sin dependencia o subordinación de la una respecto de la otra”.574 Morelos estaría de acuerdo con la tesis de la igualdad de las naciones; pero no en lo relativo a la común sujeción al rey, por la sencilla razón de que éste no existía. En Tehuacán, en noviembre de 1812, anota al margen del proyecto constitucional de Rayón: “La proposición de Fernando VII es hipotética”.575 Y así, frente a la tesis 572

López Rayón, Ignacio, Elementos Constitucionales.

573

Ibid, Art. 4.

574

Cos, José Ma., Plan de Paz y Guerra, Art. 3.

575

Doc. 40. (Lemoine, E., nota al pie de la página 219, Op. Cit.).

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de aquél, escribe en los Sentimientos de la Nación “que la América es libre e independiente de España y de toda otra nación, gobierno o monarquía”.576 En sus Elementos Constitucionales, Rayón propone que “la soberanía dimana inmediatamente del pueblo, reside en la persona del señor don Fernando VII y es ejercida por el Supremo Congreso Nacional Americano”, es decir, por el organismo colegiado presidido por él.577 Morelos, en cambio, sostiene que “la soberanía dimana inmediatamente del pueblo, el que sólo quiere depositarla en el Supremo Congreso Nacional Americano”. Así, de una plumada, le corta la cabeza al monarca.578 El brillo del debate ideológico que necesariamente tendría que surgir entre estas y otras tesis tan distintas sería sofocado por el tronar de los cañones y opacado por el humo de la pólvora. “El tener el enemigo siempre al frente -decía Morelos- no me deja discurrir en materia tan grave”.579 Al final de noviembre de 1812 tomó Oaxaca y, al iniciarse diciembre, ordenó que se celebrara con gran pompa el juramento de obediencia al gobierno de la Junta Americana; pero, al mismo tiempo, escribió al Presidente que sometiera a discusión, a la mayor brevedad posible, las dos líneas políticas del movimiento —la monarquista y la republicana— a fin de que se adoptase la que decidiese la mayoría de los Vocales. Y como éstos eran solo cuatro, propuso que se nombrara al quinto, para caso de empate, e incluso uno por cada provincia liberada por las tropas nacionales. Dicha Junta, por cierto, en tanto era reforzada por Morelos en todo el Sur, empezaba a desintegrarse en las demás regiones; no precisamente por divergencias ideológicas que opusieran a sus miembros, sino por otras causas que, por ser más superficiales — conflictos de autoridad e inclusive personales— eran por consiguiente más graves. López Rayón separó a Liceaga y Verduzco de sus Vocalías, y éstos, a su vez, desconocieron al Presidente. De las palabras pasaron a los hechos y, como cada uno tenía sus propias

576

Morelos, José Ma., Sentimientos de la Nación, Art. 1o.

577

López Rayón, Ignacio, Elementos Constitucionales, Art. 5.

578

Morelos, José Ma., Op. Cit., Art. 5o.

579

Oficio dirigido por Morelos a Rayón de 2 de noviembre de 1812, fechado en Tehuacán, Lemoine, doc. 39.

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tropas, las enfrentaron entre sí, ante el natural regocijo de los realistas. Morelos, que a la sazón se encontraba en Acapulco estrechando el sitio a la fortaleza, enterado de la tragedia, escribió al Presidente: “El rumor ha volado a estas provincias. En todos se ha observado un general disgusto. Quiera Dios que no siga el cáncer adelante, que es lo que desea el enemigo”. Al mismo tiempo, le indicó que, como siempre, haría respetar su autoridad, a condición de que sometiera a debate —de una vez por todas— las dos líneas políticas de la insurgencia, pues la “provisional” —como calificó a la monarquista— no estaba dispuesta a aceptarla más. ”Me sacrificaré gustoso -son sus palabras- en hacer obedecer a la Suprema Junta; pero jamás admitiré el gobierno tirano —esto es, el monárquico— aunque se me elija a mí mismo por primero”.580 Al notar que entre sus propios cuadros surgían síntomas de cizaña, intervino con presteza para sofocarlos, entre ellos, el del monarquista Carlos Ma. de Bustamante —futuro historiador—, que no dudó en crearle problemas al Gobernador de la provincia de Oaxaca, el Mariscal republicano Mariano Matamoros. Al amonestar a aquél, le recordó que “cuando la discordia comienza por los principales, corre como fuego abrasador por todos los subalternos, da materia de arrepentimiento a los recién convencidos y de murmuración a los poco adictos”.581 Un vez más, pidió a López Rayón que convocara a todos los Vocales: a los electos en 1811, al quinto Vocal que faltaba por elegirse, y a los que también debían nombrarse para representar las provincias liberadas del Sur —Oaxaca y Tecpan—, a una asamblea general ante la cual fueran sometidas todas las discrepancias que los separaban —desde las personales hasta las políticas— y, fundamentalmente, para dar forma jurídica a la nación. Al evadir el Presidente tal petición, Morelos decidió hacer circular desde Acapulco la convocatoria para un Congreso Constituyente en Chilpancingo. Este debía instalarse en septiembre de 1813 para celebrar el principio de la historia nacional. La legitimidad de dicha 580

Oficio dirigido por Morelos a Rayón, de 29 de marzo de 1813, fechado en el Cuartel General de El Veladero, Lemoine, doc. 68. 581

Oficio dirigido por Morelos a Carlos Ma. de Bustamante, fechado en Acapulco el 29 de julio de 1813, Lemoine, doc. 99.

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asamblea parlamentaria no debía ponerse en duda. Lo legítimo era no sólo lo autorizado por el Presidente de la Junta Suprema Nacional Americana sino fundamentalmente lo que se ajustara a los altos intereses e ideales de la nación. Por el contrario, “no puede ser legítimo el que reducido a los fines personales impide los medios de que la patria se haga independiente”.582 Ilegítima sería la actitud de su compañero de armas, por consiguiente, si se oponía a la convocatoria. En cuanto a sus propias ambiciones políticas, “yo soy enemigo de fungir —escribió— y estaré contento en cualquier destino en que sea útil. No pretendo la Presidencia. Mis funciones cesarán establecida la Junta (el Congreso) y me tendré por muy honrado con el epíteto de Siervo de la Nación”.583 4. EL CONGRESO CONSTITUYENTE Hasta esa fecha, todas las atribuciones de la soberanía se habían concentrado en la Suprema Junta, al ejercer facultades legislativas, ejecutivas e incluso judiciales. Los Vocales, “agobiados con la inmensidad de atenciones” que tenían a su cargo, según Morelos, lejos de haber hecho progresar los asuntos de la guerra y de la paz “habían padecido con frecuencia su retroceso”.584 Este nefasto estado de cosas no tenía “otra causa que la reunión de todos los Poderes en los pocos individuos que han compuesto hasta aquí la Junta Soberana”. En lo sucesivo, ésta debía reservarse únicamente las funciones legislativas, transfiriendo las ejecutivas a otro Poder, al que se “dotara del mando de armas en toda su extensión”, es decir, no sólo en uno de los puntos cardinales —como hasta ese momento— sino también en los demás.585 El encargado del Poder Ejecutivo debía ser elevado, pues, al grado de Generalísimo o Comandante Supremo de las armas nacionales, para estar por encima de los demás y ampliar su jurisdic-

582

Oficio dirigido por Morelos a Rayón fechado en Acapulco el 3 de agosto de 1813, Lemoine, doc. 101. 583

Ibid.

584

Convocatoria de Morelos para formar un Congreso Constituyente en Chilpancingo, fechada en Acapulco el 8 de agosto de 1813, Lemoine, doc. 103. 585

Ibid.

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ción a todo el país. Tal fue el mensaje de Morelos desde Acapulco en agosto de 1813. El reglamento interior del Congreso que el Caudillo expidió a continuación, fijó y normó los asuntos que debían ser tratados por dicho cuerpo constituyente: 1. Proceder en la primera sesión a la distribución de Poderes, reteniendo únicamente el que se llama legislativo. 2. Transferir el ejecutivo al general que resultase electo generalísimo. 3. Reconocer el judicial en los tribunales actualmente existentes. 4. Expedir con la solemnidad posible un decreto declaratorio de la independencia de esta América respecto de la península española, sin 586 apellidarlo con el nombre de algún monarca.

Y todo lo anterior debíase sancionar jurídicamente, en su oportunidad, mediante el documento constitucional respectivo. Nada de esto expresa el prisionero ante el tribunal que lo interroga. Lo único que dice es que el Congreso que se instaló en Chilpancingo estaba compuesto por nueve diputados. No menciona que de ellos asistieron sólo cinco a la ceremonia inaugural, representando a diversas provincias: José Ma. Murguía a la de Oaxaca (y no Sabino Crespo, como declaró, pues éste vendría después), electo Presidente del Congreso; José Manuel de Herrera, a la de Tecpan (hoy Guerrero); José Sixto Verduzco, a la de Valladolid, y Andrés Quintana Roo, a la de Veracruz (y no a la de Yucatán, como dijo, ya que la representaría a partir de febrero de 1814), así como el propio Morelos, quien a pesar de su calidad de Vocal no representó a ninguna. Los otros cuatro venían en camino: López Rayón, representando a la provincia de Guadalajara (que es Jalisco); José Ma. Liceaga, a la de Guanajuato; Carlos Ma. de Bustamante, a la de México, y José Ma. Cos, a la de Puebla (y no a la de Zacatecas, como ex-

586

Reglamento del Congreso expedido por Morelos en Chilpancingo el 11 de septiembre de 1813, Artículos 13, 14, 15 y 17.

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presó, ya que a ésta la representaría más tarde).587 El 14 de septiembre de 1813, vísperas del quinto aniversario del golpe de Estado que frustrara la primera convocatoria promovida por el Ayuntamiento de la ciudad de México para reunir el Congreso Nacional Americano, y del tercero del grito de Dolores, el Siervo de la Nación pronunció, ante el Congreso recién instalado, “un discurso breve y enérgico —señala el acta— sobre la necesidad en que la nación se halla de tener un cuerpo de hombres sabios y amantes de su bien, que la rija con leyes acertadas y den a su soberanía todo el aire de majestad que le corresponde”.588 A continuación, el secretario del Congreso leyó “un papel hecho por el señor Capitán General Morelos, cuyo título es Sentimientos de la Nación, en el que se echan los fundamentos de la Constitución futura”.589 En el tribunal militar, el detenido continúa su relato: El declarante propuso que eligiesen un individuo para el Supremo Poder Ejecutivo, que lo tuviera en depósito mientras se erigía una corporación, y de aquí resultó electo el que declara con este cargo, por todos los votos, y aunque lo renunció en el acto, insistieron los Vocales 590 en su votación”.

Cierto que recomendó que el Poder Ejecutivo fuera ejercido por un individuo; pero no en forma provisional ni “mientras se erigía una corporación”, sino en forma permanente, para quedar como un rasgo distintivo del Estado mexicano. Serían los Vocales los que, posteriormente, decidirían que el Ejecutivo se lo habían encargado en forma temporal. Mientras tanto, ganó el Poder. Pidió a los Vocales —declara Morelos— que en lo sucesivo se había de titular Siervo de la Nación, porque éste le pareció más a propósito que otro retumbante, y también contribuyó en algo su humildad, por la cual resistió igualmente el título de Alteza que acordaron ser el que le pertenecía durante el tiempo que tuviera el cargo, y a pesar de ello le

587

Acta de instalación del Congreso de Chilpancingo, de 14 de septiembre de 1813, Lemoine, doc. 111. 588

Ibid.

589

Ibid.

590

Hernández, n. 44.

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mandaron que así se debería nombrar, como en efecto se lo han se591 guido dando.

Agrega que sólo las provincias de Oaxaca y Tecpan eligieron a sus Vocales, no así las otras, que se limitaron a enviarles algunos poderes. Muchos historiadores se han ido con la finta. “Reunió un congreso de elección ficticia —dice Carlos Pereyra—, como tenía que serlo en medio de una campaña que dejaba fuera de la influencia del caudillo casi todo el país”. No, la elección no fue ficticia, ni en las dos provincias mencionadas de Oaxaca y Tecpan, ni en las demás que estarían representadas en el Congreso, aunque algunas se limitasen a enviar algunos poderes. Tan no lo fue, que todavía se conserva la abundante documentación que se levantó al respecto, a pesar de las tropas españolas y de la peste inclusive. Bajo “la influencia del caudillo”, por otra parte, se encontraban íntegras las provincias de Oaxaca y Tecpan; casi íntegras las de Puebla, Veracruz y México, así como las de Valladolid, Guanajuato y Guadalajara (con excepción de su capitales). El territorio liberado no era nada despreciable: llegaba hasta las goteras de la capital del reino. El propio virrey lo reconocía así en su informe al gobierno español: las consecuencias de la rendición de Acapulco, “unida a lo poco favorable que han sido en corto tiempo los sucesos militares en la provincia de Puebla, por haber vuelto aquel rebelde a Chilpancingo, que es ahora su capital; reforzado con las armas y la artillería que tomó en Acapulco, ha extendido su línea (su frontera) hasta las inmediaciones de Puebla, a cuya ciudad amenaza, igualmente que a esta capital (México) por el rumbo de Izúcar y Cuautla... adelantando fuertes cuerpos por el río Mezcala, cuyos principales pasos tienen tomados con artillería por su margen izquierda”.592 El gobierno colonial, como se ve, tenía mayor información que la que produce Morelos. Muchísimos relatos históricos se han basado en las declaraciones que el héroe rinde ante el tribunal militar, sin tomar en cuenta que éstas tenían que ser obligadamente limitadas; referirse a lo accesorio, no a lo principal, y omitir todo aquello que pudiera ser valioso a sus enemigos: “El principal punto que trató el Congreso -concluye el prisionero- fue el que se hiciese una Consti591

Hernández, n. 11.

592

Oficio reservado del virrey al Ministro de la Guerra, fechada en México el 5 de octubre de 1813, Lemoine, doc. 121.

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tución provisional de Independencia”.593

En nada mintió; pero ¡cuántos detalles importantes pasó por alto! Podrían escribirse varios libros sobre ello...

593

Hernández, n. 44.

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XXIV EL PLAN DE PACIFICACIÓN SUMARIO. 1. El despojo del Poder: a) Valladolid: sede del Congreso Constituyente; b) el derecho de represalia; c) las desavenencias con el Congreso; d) táctica a la defensiva; e) el gran vacío histórico. 2. El Plan de Pacificación: a) la ironía del declarante; b) los resultados del Plan; c) reconocimiento a Fernando. 3. Últimas cuestiones.

1. EL DESPOJO DEL PODER El mismo jueves 30 de noviembre, Morelos da respuesta a casi todos los puntos del interrogatorio de Calleja. 13o. Cuál fue el plan de sus operaciones cuando en octubre de 1813 se presentó con Matamoros a la provincia de Puebla; de qué fuerzas de infantería y caballería disponía, y qué motivos le decidieron a emprender su marcha hacia Valladolid: si fue por temor del ejército real que se acercaba a Tepecoacuilco o por considerar fácil la toma de esa ciudad con los auxilios que se prometía de ella, expresando si estaba en comunicación con algunos de sus habitantes, y diga quiénes eran.

Diga quiénes... Demanda obsesiva que tendrá siempre la misma respuesta: no fue nadie, o lo ignora, o se le olvida, o se distrae y no presta atención, o habla de otras cosas. Aquí, por ejemplo, nadie le hubiera creído no haber tenido contactos con sus paisanos y vecinos. Se ve obligado a confesar que los tuvo; pero no directamente sino a través de uno de sus coroneles; éste se encargaría de la misión y nunca tendría el cuidado de comunicarle con quiénes se entrevistó. Avanzó sobre Valladolid —como a las ciudades anteriores— porque sus propios compañeros de armas se lo pidieron, no porque algunos de los vecinos principales se hubieran puesto de acuerdo con él. Nunca. No tuvo ninguna comunicación con los habitantes de aquella ciudad, porque aquéllos lo hacían directamente con Muñiz, quien se las trasladaba al declarante, al mismo tiempo que Verduzco y Liceaga, miembros del Congreso, le instaban a que se acercase a aquella ciudad por

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ser la más propia para la residencia de la Junta”.

594

Previamente, ha hablado sobre sus victoriosas incursiones en la provincia de Puebla, el número de sus fuerzas y los motivos de marchar a Valladolid, que no fueron otros que haber creído fácil su captura, “respecto de la corta guarnición de ochocientos hombres (que la defendía), y a los conocimientos que tenía del terreno de su nacimiento”.595 14o. Refiera lo ocurrido en las acciones de Valladolid y Puruarán; a dónde se retiró después; su marcha hasta Coyuca y Tlacotepec; derrota que sufrió y por orden de quién fueron degollados o fusilados los miserables prisioneros que existían en su poder, y en qué número.

Calleja nunca supo de cierto lo ocurrido en la batalla de Valladolid, ciudad escogida por el Siervo de la Nación “para residencia de la Junta”, es decir, para sede del Congreso Constituyente. Los partes de sus comandantes le informaron que habían llegado a tiempo los refuerzos para rechazar el ataque insurgente y que, más tarde, el coronel Iturbide haría una fugaz incursión en el campamento enemigo; pero no supo exactamente por qué los insurgentes no habían intentado un nuevo asalto, como lo tenían preparado, ni qué produciría su trágica desbandada la noche siguiente. Morelos tampoco se lo aclara. La operación duró toda la tarde, el día siguiente, la noche de éste y la 596 mañana del 25 (de diciembre de 1813). Resultó una derrota general.

Es Bustamante quien nos dará algunas pistas para descifrar el enigma. Iturbide hizo una inesperada exploración —que convirtió en incursión— hasta el cuartel general de los insurgentes, situado en las lomas de Santa María —que dominan el valle de Guayangareo—, al caer la tarde del 24 de diciembre. Morelos acababa de ser rechazado con grandes pérdidas la mañana de ese mismo día y se disponía a atacar en la noche. Iturbide sorprendió a los asaltantes en los precisos momentos en que llevaban a cabo sus preparativos y, llevando sus jinetes a la grupa a los llamados “voladores”, convirtió el reconocimiento exploratorio en una relampagueante ofensiva. Los “voladores” son aquéllos que montan a la grupa de los caballos 594

Hernández, n. 44.

595

Ibid.

596

Ibid.

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y “vuelan” durante el ataque sobre el enemigo, se convierten en un destacamento de infantería y, llegado el momento, vuelven a montar -a volar- velozmente en la retirada. Cuando Iturbide llevaba a cabo el inesperado movimiento, llegaron las tropas del insurgente coronel Navarrete: los refuerzos que esperaba Morelos para caer esa noche sobre la ciudad; pero los acuartelados insurgentes supusieron que eran realistas también y los rechazaron furiosamente —mientras Iturbide se retiraba— y los atacados, a su vez, contestaban el fuego creyendo combatir al enemigo. De este modo se despedazaron entre sí toda la noche. El Generalísimo abandonó el lugar y se retiró a la hacienda de Chupio, y luego a la de Puruarán, siendo perseguido de cerca por las fuerzas realistas al mando del brigadier Ciríaco de Llano. En este último lugar, Morelos se sintió enfermo, confió el mando a Matamoros y le dio instrucciones de que rechazara al enemigo. La acción se resolvió en su contra en menos de una hora. Sufrió grandes perdidas materiales y humanas, entre éstas, la de su segundo Matamoros, que fue hecho prisionero. En el tribunal militar describió su retirada, casi una huida: Coyuca, Ajuchitlán, Tlacotepec, Coronilla y Acapulco. La captura de Matamoros dio motivo al doloroso, dramático, terrible ejercicio del derecho de represalia, también llamado por Grocio “derecho del talión”. Calleja se resistía a admitir que el único responsable de la ejecución de doscientos españoles había sido él, por no aceptar la propuesta del declarante: la vida de los españoles a cambio de la de Matamoros. —En Tlacotepec —explica el héroe— acordó con el Congreso y a consecuencia sentenció a muerte los doscientos prisioneros europeos 597 que tenía en Tecpan y en Zacatula.

No fue una simple venganza de su parte, sino una reflexiva y madura decisión de Estado. ¿Quiénes eran los prisioneros? —Los mismos que propuso el declarante al gobierno de esta capital (México) por la vida de su segundo, el Teniente General Matamoros, que le fue hecho prisionero en Puruarán; advirtiendo que aquella sentencia la pronunció luego que supo que en Valladolid había sido pasa-

597

Ibid.

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do por las armas el expresado Matamoros.

598

¿Degollados o fusilados? ¿Cuántos exactamente? Poco importaba ya. —La ejecución de aquellos europeos la verificaron Pablo Galeana, Monroy y Brizuela en las cercanías de Acapulco, Tecpan, Coahuayana, Zacatula y Ajuchitlán: unos fusilados y otros degollados, según su599 po . 15o. Diga el influjo, representación y relaciones que conservó en el llamado Congreso Mexicano, y el origen y fundamento de las desavenencias con los individuos de él.

¡Qué mejor información hubiera querido Calleja! Su interés era el de saberlo todo: desde que el Congreso reasumiera todos los poderes —el legislativo, ejecutivo y judicial— en febrero de 1814, en Tlacotepec, hasta que volviera a transferir el gobierno a un triunvirato y el judicial a un tribunal superior de justicia, por mandato del Decreto Constitucional para la Libertad de la América Mexicana, expedido en octubre de ese mismo año en Apatzingán. Y luego, desde que empezara a funcionar constitucionalmente el Estado, con los tres Poderes separados, hasta el momento en que éstos decidieran trasladar su sede de Uruapan a Tehuacán. Tal es el espíritu de la cuestión. Sin embargo, Morelos no hablará más que del primero de los temas; se distraerá y olvidará hacerlo con los demás. Al comparar nuevamente la pobreza de la respuesta con la abundancia de documentación histórica al respecto, vuélvese a constatar que lo que ocultó fue más que lo que reveló, hasta en puntos que el enemigo conocía perfectamente bien. Por cierto, su dramática confesión en el primer tema la hace constar con claridad, aunque no sin cierta vergüenza: —La representación y relaciones que conservó después de Tlacotepec —que fue donde reasumió el Congreso el Poder Ejecutivo— sólo fue el de Vocal y Capitán General de las armas, sin embargo de no tener a su mando más que una escolta compuesta de ciento cincuenta hom-

598

Ibid.

599

Ibid.

368


MORELOS ANTE SUS JUECES 600

bres.

Así, pues, el Congreso, al reasumir todos los Poderes en febrero de 1814, despojó a Morelos del Poder Ejecutivo, pero no lo degradó a Capitán General. Sin embargo, a pesar de haber mantenido su alto grado militar, Morelos fue igualmente desprovisto de cualquier mando de armas, no quedando más hombres a su cargo que los de su escolta personal. A partir de este momento, por cierto, el Congreso decidiría la dirección de la guerra. No sólo su estrategia general sino también las operaciones militares. Su decisión estratégica fundamental sería pasar de la ofensiva a la defensiva. Todos los comandantes quedarían sujetos a las órdenes de dicha asamblea. Morelos seguiría siendo Vocal o Diputado, pero ya no comandante supremo, ni siquiera comandante a secas. Por consiguiente, desde ese momento hasta su captura ya no dispondría de mando de armas. La idea del héroe era que el Congreso se reservara únicamente las funciones legislativas. Había marchado a Valladolid para convertir esta notable y hermosa ciudad michoacana en la capital de la nación independiente y sede del Congreso Constituyente. Los desastres de Santa María y Puruarán frustrarían sus planes. Y al concentrar el Congreso todos los Poderes, es decir, al asumir la dictadura parlamentaria, cambiar de estrategia y negarse a conferirle nuevamente mando de armas, dichos planes se volverían completamente irrealizables. Morelos se opondría firmemente a estas resoluciones. Desde entonces, la asamblea nacional empezaría su vida errante, a salto de mata, acosada por las tropas realistas, sin un escudo protector —un Poder Ejecutivo— que custodiara sus labores constituyentes. Prosigue Morelos: —El Congreso determinó —en Tlacotepec, Ajuchitlán, Tlalchapa, Guayameo y Huetamo— que los mil hombres que reunió en el primero (Tlacotepec) y las demás tropas y armas que habían estado hasta entonces al mando del que declara (pasaran al Congreso); cuyo principio fue sin duda el origen y fundamento de las desavenencias con los individuos del Congreso, porque éste determinaba —en concepto del 601 que declara— muy mal de las tropas.

600

Ibid.

601

Ibid.

369


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He aquí los dos graves cargos que formula el héroe contra sus compañeros diputados: primero, haberlo despojado no sólo del poder político y de los restos de su ejército, para dejarlo al mando sólo de su escolta personal; asunto que fue “sin duda el origen y fundamento de las desavenencias”. Y segundo, dirigir muy mal las tropas que le arrebatara. Pruebas: “a pesar de que supo en Tlacotepec el 23 de febrero de 1814 —expresa— que una partida de tropas del rey venía en su solicitud, un día antes de que llegase, no salió (el declarante) de aquel pueblo, como lo hicieran los Vocales del Congreso (sino) hasta que aquéllas (las tropas realistas) las tuvo muy inmediatas. Y por lo mismo, consultando que sólo tenía sesenta hombres de su escolta y trescientos desarmados, se resolvió no aguardar la división del rey que tenía a la vista. Y así, se retiró por los parajes que ha dicho, perdiendo todo su equipaje, sello, imprenta y remonta, con algunos muertos”.602 Perdió, pues, como lo declarara el capellán Morales, “hasta la camisa”, por proteger —con un escaso puñado de valientes— la retirada del cuerpo parlamentario, que constituía la conciencia de la nación en pie de lucha. Tlacotepec prenuncia la desgracia de Temalaca. Ahora bien, a pesar de haber reconocido hondas diferencias con sus compañeros diputados, la majestad de la nación residía en el Congreso al que él mismo convocara, y no en ninguno de sus hombres, por más importante que fuera. Era necesario respetar y obedecer sus decisiones así como hacerlas respetar y obedecer. Las diferencias de criterio que surgieran al interior de la pequeña asamblea parlamentaria serían graves y agudas; pero, a contrario de López Rayón, primero —al que llegaría a llamar contrarrevolucionario—; de José Ma. Cos, después —al que tendría que aprehender y reprender—, y de Terán, por último —al que ya no podría aplicar ningún correctivo por haber sido capturado—; él mismo presentaría su disidencia dentro, no fuera de este organismo. Los antagonismos políticos serían violentos y dolorosos; pero el caudillo siempre se sometería al dictamen de la mayoría —aún no estando de acuerdo con ella-— y lo respetaría por considerarlo lo que era: una alta, la más alta decisión de Estado. ¡Que diferente actitud a la de otros como Rayón, Cos y Terán...! Aunque admite abiertamente ante sus enemigos haber tenido 602

Ibid.

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discrepancias con sus compañeros de lucha por cuestiones de estrategia política y militar, olvida hacer mención del modo en que fueron progresando y resolviéndose. Concha no le da importancia al asunto y allí concluye todo. Habrá qué decir, sin embargo, que para Morelos, el secreto del triunfo radicaba, fundamentalmente, en la unión de las fuerzas nacionales: “Una larga experiencia me ha enseñado —expresó al ser nombrado Generalísimo— que mis armas no han progresado tanto por la pericia militar, cuanto por la unión de la fuerza, que es consecuencia de la subordinación a una sola voz”.603 Para mantener la unidad era imperativo el sometimiento de la minoría a la mayoría y de los cuadros inferiores a los superiores. Sin embargo, una cosa era la disciplina y otra el despotismo. “No admitiré jamás el gobierno tirano —declaró en otra ocasión—, aunque se me tenga a mí mismo por primero”.604 La concentración de las fuerzas militares así como el ramo ejecutivo de la administración pública, es decir, todo el poder civil y militar en un solo hombre, no debía considerarse dictadura, ni despotismo, ni tiranía, porque la existencia del Poder Ejecutivo no implicaba la nulificación de los demás Poderes sino, al contrario, era su mejor soporte, apoyo y garantía. Cuando corrió el rumor de las agudas divergencias entre Morelos y el Congreso, muchos insurgentes pensaron -entre ellos López Rayón- que aquél daría golpe de Estado, disolvería al cuerpo parlamentario y asumiría la dictadura. Pero Morelos no era López Rayón, ni Cos y mucho menos Terán. Nada ocurrió. El 14 de marzo de 1814, es decir, el día mismo en que reasumió todos los Poderes, el Congreso ofreció públicamente que volvería a transferir el Ejecutivo -reformado- y el Judicial a otros organismos: “La autoridad ejecutiva, depositada interinamente en el Generalísimo de las Armas, volvió al Congreso, para salir de sus manos (próximamente) más perfeccionada y expedita”.605 Esta determinación se tomó —a pesar de los rumores propagados— “sin convulsiones, ni reyertas, ni discordias”. Allí mismo anunció, además, que aumentaría el número de Vocales de nueve a dieciséis; no por elección —no lo permitía el estado de cosas— sino por designación. “Este aumento va a dar a 603

Proclama de Morelos anunciando su designación por el Congreso de Generalísimo y encargado del Poder Ejecutivo, Lemoine, doc. 114. 604

Hernández, n. 68..

605

Declaración de los principales hechos que han motivado la reforma y aumento del Supremo Congreso, Lemoine, doc. 160.

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sus deliberaciones más peso, a sus sanciones más autoridad, y a la división de Poderes, más solidez”.606 Al persistir los rumores de ruptura entre el Morelos y el Congreso, Liceaga ordenó mes y medio después —el 1o. de junio de 1814—, que se publicara otro manifiesto a la nación. Lo expidió “Su Majestad el Congreso” en el “Palacio Nacional de Huetamo”, a fin de rechazar la especie. Al conocer el documento anterior, Morelos —que hasta ahora guardara silencio, pues no era más que un diputado en minoría—, se sintió obligado a dirigirse públicamente a la Representación Nacional, desde Aguadulce —cinco días más tarde— para darle a conocer su actitud y atajar los rumores: “Señor — dice al Congreso—, nada tengo que añadir sobre puntos de anarquía mal supuesta. Lo primero, porque Vuestra Majestad lo ha dicho todo. Lo segundo, porque cuando el Señor habla, el Siervo debe callar. Así me lo enseñaron mis padres y maestros”.607 El 23 de octubre, el Congreso restableció el Poder Ejecutivo, por mandato constitucional; pero no encargándolo a una persona, ni tampoco con mando de armas “en toda su extensión”, como propusiera Morelos, sino depositado en un Consejo de tres miembros designados por el Congreso, responsables ante él, por espacio de un año, y sin mando de armas. Fueron electos Vocales del Supremo Consejo de Gobierno los diputados Liceaga, Morelos y Cos, en su orden. Al Siervo de la Nación “siempre le pareció mal” este sistema político, “por impracticable, y no por otra cosa” —como lo declarara en la Inquisición—; pero habiendo emanado del Decreto Constitucional, se sometió a él; lo juró y lo hizo jurar, y se valió de su autoridad política y moral para hacerlo respetar. Durante el año de 1815, al despachar los asuntos de su competencia, empezó a influir en el Congreso para que cambiara la dirección estratégica de la guerra y pasara de la defensiva a la ofensiva. No estando facultado para tener mando de armas —ni siquiera como Vocal del Consejo de Gobierno— proyectó hacer la guerra a través de los comandantes de su confianza, como lo era Terán; una guerra relámpago, electrizante, de avances y retrocesos, victorias y derrotas —que tal es la suerte de la guerra—; pero a la ofensiva, que pusiera en jaque al enemigo y unificara a los jefes insurgentes 606

Ibid.

607

Oficio de Morelos al Supremo Congreso, fechada en el campo de Aguadulce el 5 de junio de 1814, Lemoine, doc. 168.

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divididos, y por último, a partir de Tehuacán, a fin de aprovechar su posición geográfica para transmitir noticias al exterior y recibirlas de él con más rapidez. No lograría los objetivos de esta nueva y más difícil campaña; pero se esforzaría en alcanzarlos... 16o. En qué estado dejó las cosas cuando se vino a Huetamo; bajo qué especie de gobierno quedaron; cuántos cabecillas existen por aquella parte, sus fuerzas y designios, y lo que sepa de Cos, Liceaga y demás Vocales que no lo acompañaron.

Estamos ya instalados en los “últimos tiempos”. El relato del héroe salta de principios o, si se quiere, de mediados de 1814, hasta octubre de 1815. Concha no se percata de ello. Morelos, por su parte, no llena el gran paréntesis. Va directo al asunto: “Cuando salió de Uruapan para Huetamo el día 29 de septiembre último, lo hizo no sólo con el Supremo Congreso Mexicano sino también con los Vocales del Supremo Gobierno y los del Supremo Tribunal de Justicia”.608 Tratóse, pues, de un traslado de la sede de los Poderes del Estado. La capital de la nación insurrecta pasaría de Uruapan a Tehuacán. El movimiento se haría por territorio amigo, pero acosado por el enemigo. En previsión de que algo ocurriera —como ocurrió— “se dejó en la provincia de Valladolid una Junta Subalterna con facultades de gobernar por las tres corporaciones y dar cuenta a éstas en el paraje donde se situasen”.609 La Junta Subalterna concentró los Poderes —legislativo, ejecutivo y judicial— a fin de gobernar y administrar los asuntos de las provincias del Sur y el Occidente. Morelos hace en seguida la relación de los diez jefes principales que quedaron sujetos a la autoridad de la Junta en esta inmensa demarcación territorial, al mando de 4,200 hombres. “Sus designios eran permanecer a la defensiva”, como lo ordenara el Congreso desde hacía un año y medio. No importaba. Puesto que no tenía mando de armas, llegado a Tehuacán y a través del coronel Manuel Mier y Terán —e inclusive del comandante Guadalupe Victoria—, el héroe se esforzaría por convencer al Congreso de pasar a la ofensiva. “A Cos —uno de los Vocales del Congreso— lo dejó preso en Atijo, a su marcha el día 15 de octubre. Y Liceaga —el otro Vocal— pidió licencia por tres meses desde Huetamo, para ir al Bajío, con protesta que hizo de reunirse

608

Hernández, n. 41.

609

Ibid.

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en el paraje en que se situase la Junta o Congreso”.610 A José Ma. Cos lo había tenido que aprehender personalmente —por instrucciones del Congreso—, porque éste había resuelto oponerse abierta y públicamente no sólo a la política del mismo Congreso sino a su autoridad y a sus mandatos. Condenado a muerte por traición, se le conmutaría la pena a prisión perpetua, por los servicios que rindiera antes a la patria. Al poco tiempo sería liberado por la Junta Subalterna. Otros dos diputados —Sánchez y Arias— habían pedido su retiro, y tres más —Argándar, Izazaga y Villaseñor—, licencia temporal. Sería una especie de desbandada. Tampoco importaba. Los ausentes serían reemplazados en su oportunidad por otros más entusiastas. Sin embargo, ya no habría oportunidad... 17o. A dónde se dirigía desde Huetamo; con qué numero de gente de armas salió de allí; qué gavillas debían agregársele; cuáles eran sus planes y proyectos en el paraje donde pensaba situarse; con qué investidura o carácter los iba a ejecutar y cómo lo adquirió.

El héroe menciona los jefes militares que acompañaron a los Poderes del Estado en su expedición de Uruapan a Tehuacán — que eran los responsables de su seguridad—, así como los que esperaba encontrar en el camino para proteger la marcha. —El declarante iba comisionado o director de las marchas para situar (a las corporaciones) en Tehuacán, Songolia, Zacatlán o Naulingo, que era donde habían determinado hacer mansión. En el camino se les agregaron algunas cortas partidas, pero éstas se volvieron a sus respectivas demarcaciones. Los sujetos que mandaban esta división (que acompañaba a las corporaciones) eran el mariscal Nicolás Bravo, 611 Lobato, Paez, Carbajal e Inturrigaray.

Los encargados de custodiar a los Poderes del Estado Nacional habían sido otros, no él, cuya única función sería la de “comisionado o director de las marchas”. Aquéllos tenían mando de armas y él no. Luego, aunque nadie le pregunta nada, hace la lista de los Vocales que iban en la expedición de referencia: los del Congreso, los del Gobierno y los del Tribunal de Justicia, e incluso la de los secretarios de cada cuerpo. Luego entonces, la nación contaba con un aparato político completo. Sus instituciones estaban en marcha. El 610

Ibid.

611

Ibid.

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Estado mexicano era una realidad y estaba bien representado. No volvió a recibir ningún refuerzo hasta que se le capturó en Temalaca, —pero sí esperaba, por orden que el Gobierno les había mandado, que habían de salir a recibirlo y sostenerle en el Paso del Río las divisiones de Sesma —que estaban en Chilacahuapa—; las de Guerrero —que estaban en las inmediaciones de Tlapa—, y la de Terán —que se hallaba en Tehuacán—, con trescientos hombres cada uno; pero 612 que ignora el motivo por qué no cumplieron aquella orden”.

El gobierno colonial tenía informes infinitamente más exactos y completos tanto de los pocos jefes insurgentes citados como de muchísimos otros que Morelos “olvida” mencionar. A la lista anterior, añade los nombres de Osorno y Victoria, “y todos estos reconocen a la Junta (el Congreso) y obedecen al Supremo Gobierno”, a diferencia de otros que actuaban por su cuenta. Luego, habla de los planes y proyectos del Estado mexicano para proseguir su lucha. Omite, por supuesto, desde el punto de vista militar, lo principal, o sea, su intención —que no era más que una intención— de pasar a la ofensiva; se concreta a decir que sus fines políticos eran los de situarse “entre aquéllos”, es decir, de interponerse entre Terán y Victoria para impedir que llegaran a las manos, y además, de “aproximarse a saber el resultado del cura Herrera, que fue enviado a los Estados Unidos”.613 18o. Que haga si puede una enumeración de la fuerza y armas de todas clases que tiene cada uno de los cabecillas que existen en la Costa del Sur, Oaxaca, Puebla, Tehuacán y Veracruz, y si todos le reconocían y dependían de sus órdenes.

Lo que quería el virrey, en otras palabras, era un estado completo de las fuerzas insurgentes que se encontraban en las regiones mejor controladas por ellas. Claro que Morelos podía darle lo que se le pedía. Pero no lo hará. Tanto en este tribunal como en la Jurisdicción Unida había producido información sobre los jefes militares más importantes de la independencia. Si los datos antes proporcionados hubieran servido al gobierno colonial, éste no habría insistido en su demanda. Calleja tenía información mucho más completa y precisa. Pero lo que quería era que Morelos la confirmara, ampliara y detallara. El descaro de esta petición no tiene límites. 612

Ibid.

613

Ibid.

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El preso no habría rendido esta información ni sometido a tortura. Que se conformara con lo que antes declarara: —Lo que ha expuesto en la anterior ha satisfecho esta pregunta.

614

Eso fue todo. 19o. Qué conciertos o tratados se han formado, ya sea por el mismo Morelos mientras ejerció el Poder Supremo, o bien por el llamado Congreso Mexicano, con los angloamericanos o con cualquiera otra nación extranjera; qué auxilios de armas y gente se les han pedido; cuáles se han recibido o se esperan y por qué puntos; si obtuvieron contestación de algún gobierno extranjero; qué cantidades de dinero se han remitido en solicitud de dichos auxilios, y por qué mano; quiénes son sus agentes o encargados, y lo demás que sepa y le conste sobre envío de emisarios y oficiales a dichos países.

La verdad es que la nación en armas careció de un personaje de la talla de Benjamín Franklin, que hubiera hecho por la América mexicana lo que éste hiciera por la angloamericana. El sabio, residente durante muchos años en varios países europeos, con importantes relaciones en ellos y dominio de los idiomas, movería a Europa entera en favor de la independencia de Estados Unidos. El Congreso Mexicano nombró como plenipotenciario de José M. Herrera en calidad de embajador itinerante, que no hablaba sino español y latín, y que no conocía a nadie. No habiendo llegado ni siquiera a Washington, en nuestro propio continente —se quedó anclado en Nueva Orleans—, menos alcanzaría Londres o París. Y aunque hubiera ido más lejos, poco habría logrado. Menos aún, si se toma en cuenta que, en esos momentos, la actitud de las potencias europeas era no causar problemas a España sino al contrario: apoyarla y favorecerla. Estados Unidos, aunque todavía no se había convertido en una gran potencia, asumiría la misma postura, tanto por falta de recursos, cuanto —sobre todo— por la deuda financiera, política y moral que tenía con España, por el apoyo antes recibido por ella para hacer la independencia. Las relaciones exteriores, en todo caso, nunca serían adecuadamente atendidas por el Estado nacional, a pesar de sus esfuerzos, debido a la carencia de hombres preparados para ello; lo que no dejaba de exasperar a sus dirigentes, conscientes de esta enorme falla. 614

Ibid.

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Ni el que declara ni el Congreso Mexicano —contesta Morelos— han tenido los más mínimos conciertos ni tratados con los angloamerica615 nos ni con otra nación extranjera.

El héroe menciona a su mariscal Anaya, “que por sí solo fue al Nuevo Orleans y se volvió sin conseguir nada”; a Peredo —enviado por Rayón—, que no pudo pasar, y últimamente, el Congreso, a Herrera: —Ninguno ha conseguido de los angloamericanos más que lo que lleva expuesto (nada) y, a consecuencia, infiere que a Herrera le suceda 616 lo mismo.

Por último, relata sus contactos con dos fragatas inglesas, uno de cuyos capitanes le propuso “por medio de una carta escrita en inglés, que si el exponente pagaba los millones de pesos que la España debía a su nación, propondría a su gobierno el auxilio de tropas y armas”. No dice qué respondió a la oferta, aunque es probable que no la haya aceptado: que España pagara sus deudas y América las suyas.617 2. EL PLAN DE PACIFICACIÓN 20o. Diga sinceramente su opinión respecto al estado actual de la insurrección y medios que para tranquilizar su conciencia y satisfacer a Dios y al Rey, cree que pueden ser útiles para cortarla y debilitarla y restablecer el orden, ya sea en todo el reino o en algunas de sus provincias.

Este es el tantas veces mencionado plan de pacificación, no ofrecido nunca seriamente por el caudillo, sino pedido, casi implorado por el virrey en persona. Debe haberle costado bastante trabajo humillarse a tal extremo. De cualquier modo, esta solicitud es otra de las más desvergonzadas e indignas del interrogatorio. No es necesario poner de manifiesto la enorme inferioridad moral del jefe del Estado colonial frente a su prisionero. Salta a la vista. El capitán Arana, si en realidad fue un hombre de honor, debe haber bajado la cabeza, incapaz de sostener la mirada del declarante.

615

Ibid.

616

Ibid.

617

Ibid.

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Morelos, por su parte, a pesar de sus grillos y cadenas, y de no esperar más que la muerte, tiene al menos la satisfacción de contemplar el inesperado cuadro de un poderoso militar español pidiéndole, a través de dos testigos —el juez y el secretario— que lo ayude a sofocar un movimiento armado y popular que él no había sido capaz de aplastar, a pesar de los medios más brutales puestos en acción para ese fin. El interrogado lo complace en el acto. Debilitar y aún cortar la insurrección es, a su juicio, la cosa más fácil del mundo. Basta con que las tropas de España (y no del rey) evacúen sus posiciones y se embarquen rumbo a su tierra; pero esta recomendación puede parecer una grosería. Y de lo que se trata es que dichas tropas lo domine todo, no que se vayan. Aún así, el asunto es simplísimo. Deben entrar al territorio insurgente a través de un paraje solitario y desconocido donde no hay insurgentes (?); ofrecer indulto a los jefes; perseguir a los que no lo acepten, y sobre todo, obrar rápido. La declaración se divide en dos partes. La primera la hace esa misma noche. La segunda, a la mañana siguiente. El juez Concha ordena que se suspenda la diligencia, a pesar de ser apenas “las ocho de la noche”, a fin de dar cuenta a su jefe Calleja -a la mayor brevedad- de la actitud asumida por el detenido. La declaración del detenido parece deliberadamente incoherente: —Respecto del estado actual de la insurrección —expresa el héroe— y de las pocas fuerzas (sic) que dejó desde Teloloapan para la provincia de Valladolid, por Tlalchapa, Cutzamala y Huetamo, puede pacificarse muy fácilmente (sic), con tal de que entre una división realista (sic) en un paraje que desde el principio de la insurrección acá no se ha visto un soldado (?). Por los conocimientos que tiene del anhelo de los pueblos por el restablecimiento del comercio y su organización total, cree de positivo que se logrará la pacificación (sic), ya ofreciendo indultos a los cabecillas, ya persiguiendo a aquéllos que no lo admitan -que serán seguramente pocos-, por la disposición que el que declara les ha advertido y por la violencia en que se hallan los pueblos, que carecen de lo necesario para su subsistencia, porque los rebeldes les han prohibido usar de los arbitrios que les hacían sostener antes (?); pero advierte que esta operación debe hacerse por aquel rumbo sin pérdida de tiempo (sic), a causa de que la prisión del que declara les ha de haber hecho decaer de cierto orgullo y confianza que les infun-

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día su presencia.

618

El juez suspende la diligencia. “Dirá lo demás mañana”. El capitán Arana, ante la impaciencia de Concha, lee el acta “de principio a fin”; el prisionero se entera de su contenido, la ratifica y la firma. Hacen lo mismo Concha y Arana. Se levanta la sesión. Entonces, el coronel sale a todo galope del cuartel al centro de la ciudad a fin de dar cuenta a su jefe. ¿Tiene oportunidad de verlo? ¿No se lo impide la atención que éste le da a la virreina, cada vez más grave? ¿Qué acuerdan? A la mañana siguiente, viernes 1o. de diciembre, vuélvese a constituir el tribunal militar en el calabozo de La Ciudadela. Morelos continúa exponiendo su supuesto plan de pacificación. Lo que hace ahora es advertir a los españoles que los insurgentes tenían conocimiento de los lugares en que estaban acantonadas las tropas virreinales; de cuántos hombres se componían cada uno de sus cuerpos y qué intenciones tenían cada uno de ellos. Además, sugiere que lleven a cabo sus planes de invadir el territorio de la provincia de Tecpan, formada por él, no con el propósito de aniquilar a las tropas insurgentes sino seguramente ser aniquiladas por ellas. —La división de tropas que le parece debe entrar, como lo dijo ayer, apoyada en otra de la provincia de Valladolid para recorrer Ario y Puruarán, al mismo tiempo que la tropa de Tecpan avance sobre Zacatula y Coahuayutla, así como debe hacer lo mismo el destacamento que está en Tlacotepec, por la izquierda del río hasta el paso de las Balsas, le parece al que declara es el movimiento más oportuno para que todo aquél se pacifique, mayormente que cuando por esta operación se le corta en mucha parte los auxilios y pertrechos que a Cóporo le entran de Huetamo y de Atijo, así como también se les estorba la retirada que comúnmente hacen los rebeldes de la provincia de Valladolid, al mismo tiempo que por este medio se habilitan los comercios de la costa con esta provincia, el Bajío y los demás lugares que le son in619 teresantes a aquél.

Recomienda de paso que a la gente de la región a la que se va a atacar se le trate bien: “Por razón de que Sesma y Guerrero, situados en la Sierra Mixteca y frecuentemente en Chilacuayapa y Tlapa, amenazan invadir Oaxaca y su provincia con las fuerzas que 618

Ibid.

619

Doc. 45 (Ver nota 20 del Capítulo XXII).

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tienen y las que están reuniendo diariamente, le parece al exponente que con dos mil hombres que se situasen en Huajuapan y los estrechasen para privarlos de los alimentos que de aquellas inmediaciones tienen, se conseguiría mucha ventaja por quedar cortados y aseguradas las ciudades de Oaxaca y Puebla, a quienes amenazan —principalmente a la primera—, con la circunstancia de que el concepto del deponente es que a los pueblos se les trate con dulzura, ofreciendo en lo general un indulto a sus habitantes”. No pierde el héroe la ocasión para denunciar la brutalidad de las tropas realistas con los pueblos de la región, sugiriendo con diplomática ironía “más dulzura” en su trato. En conclusión, hará creer que Guerrero tenía propósitos militares que nunca cruzaron a éste por su mente. Y recomienda el envío de dos mil hombres a Huajuapan, no para que éstos acaben con dicho Guerrero sino seguramente para que éste dé buena cuenta de ellos. —Respecto a Terán —prosigue—, que se halla en las inmediaciones de Tehuacán, es de parecer que se le debe cortar para que no se reúna y menos esté en comunicación con Guadalupe Victoria, lo que no le parece difícil (!), situando una división en Songolica y en el mismo Tehuacán (sic). Los parajes que hasta ahora ha expresado en esta pregunta son los únicos de que tiene conocimiento; pero no concurriendo esta circunstancia con la costa de Veracruz, Llanos de Apam, la Nueva Galicia y el Nuevo Santander, no puede exponer su dictamen con propiedad y, en consecuencia, ignora los medios por dónde con620 seguir la pacificación de estos terrenos.

De estos últimos lugares prefiere no emitir opinión por razones obvias: carece de información fresca sobre las tropas realistas así como de los parajes adecuados a dónde enviarlas para ser fácilmente destruidas o por lo menos neutralizadas. La irónica recomendación de evitar que Terán y Victoria se reúnan no está exenta de sentido práctico. Los dos jefes insurgentes enemigos no podían unirse ni reunirse sino chocar entre sí. Una división realista entre ambos podía impedir la catástrofe. Y la última proposición, de que los realistas se sitúen en Tehuacán —la plaza inexpugnable de Terán— no puede considerarse más que como una burla sangrienta. Los objetivos principales del plan de pacificación expuesto por Morelos son los de acabar con Guerrero y Sesma, en la provincia que hoy lleva el nombre del primero, así como con Terán y Victoria, 620

Ibid.

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en las de Puebla y Veracruz, respectivamente. Las sospechas que despierta en el gobierno colonial son de tal naturaleza, que éste actuará en lo sucesivo preso de las dudas y la inseguridad. El plan servirá, para todos los efectos prácticos, no para pacificar estas regiones sino para conservarlas levantadas en armas. Son estos jefes insurgentes —sobre todo Guerrero y Victoria— los que sostendrán la guerra de independencia hasta el final. Terán cometerá gravísimos errores. Uno de ellos, aceptar el indulto después de haberse mantenido invicto en la plaza de Tehuacán durante dos años. Pero los otros dos serán irreductibles. Guadalupe Victoria, desde las profundas selvas de Veracruz y Tabasco, no teniendo más compañeros que los monos y los mosquitos, ni más alimento que las iguanas y las serpientes, y Vicente Guerrero, desde su nido de águilas en las cúspides de las montañas del Sur, jamás serán alcanzados por el despotismo colonial y menos vencidos. Ambos llegarán a ser Presidentes de la República. 21o. Si tuvo noticia de los reales decretos del Rey Nuestro Señor sobre su restitución al trono y paternales declaraciones dirigidas a los rebeldes de que dejasen las armas, y del Bando de este superior gobierno de 22 de junio del año pasado, que a él y a los principales caudillos de la rebelión se les ofreció el indulto, sin otra restricción que ir a España a disposición del supremo gobierno, y por qué sordo a la razón, olvidado de su ministerio y despreciando las obligaciones de vasallaje, continuó su obstinación, precipitando a los demás en su ruina.

También ya había contestado a esta pregunta en los tribunales anteriores. Sin embargo, confiesa: —Supo con evidencia moral y llegó a su noticia por varios conductos... que Fernando Séptimo (no el Rey Nuestro Señor) estaba ya en su trono; pero como al propio tiempo llegó a noticia del que declara que las tropas francesas lo habían conducido hasta la raya (la frontera), creyó que venía con órdenes de Napoleón para gobernar a su nombre 621 la España”.

En el curso de los procesos anteriores, hemos visto a Morelos dudar, por razones políticas, del retorno de Fernando. A veces, concede que ya se ha desengañado de que ha venido, y no con órdenes de Napoleón, y que “su regreso ya lo cree factible, aunque a ratos se le dificulta que haya vuelto tan católico”. Ahora, al contestar la última pregunta del interrogatorio, lo vemos admitiendo que

621

Ibid.

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supo de la vuelta del rey “con evidencia moral”; pero de lo que nunca dudó fue de considerarlo un cobarde y un traidor, indigno por consiguiente de ocupar el trono. Aquí se abre completamente de capa y admite que “nunca quiso reconocer a Fernando” (no Rey Nuestro Señor sino Fernando a secas). Y nunca lo quiso reconocer “como rey de España —prosigue— y menos obedecer sus órdenes, supuesto a que si miraba con odio a Napoleón, aborrecía igualmente cualquier cosa que dimanara de él”.622 Este Fernando, para él, no era rey sino “cualquier cosa” dimanada del jefe de una potencia extranjera, un títere del exterior, en una palabra: un traidor contra el cual ya había dictado sentencia. Aborrecía a cualquier traidor, independientemente de su rango y jerarquía. Por lo que se refiere al indulto, supo que le fue ofrecido; —pero no creyó que se verificara como allí decía, sino más bien tuvo aquel papel por supuesto y con el fin de ver si de esta suerte caían los 623 cabecillas en manos del gobierno (colonial)”.

Esa “restricción única de ir a España” era, desde los tiempos de Talamantes, bastante significativa y elocuente; pero Morelos no aceptó el indulto —como algunos de sus compañeros de armas— por cuestiones de principio, no de táctica ni por temor a perder la vida. Morelos era discípulo de Hidalgo. En esto, como en otras cosas, se dejaría “llevar por su opinión”, que era la siguiente: “El indulto es para los criminales, no para los defensores de la patria”. Aquí terminan los puntos formulados por el virrey, no el interrogatorio... 3. LAS ÚLTIMAS PREGUNTAS Calleja había leído diariamente, a altas horas de la noche, las respuestas dadas por Morelos a su interrogatorio. El jueves 30 de noviembre, Concha le lleva los últimos pliegos manuscritos de las actas al Palacio Real y, por las instrucciones que recibe, se ve que el virrey no queda satisfecho con las respuestas. Ordena al juez militar que vuelva a preguntar al detenido algunas cuestiones que le interesan muy especialmente.

622

Ibid.

623

Ibid.

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Lo que el virrey quiere saber, concretamente, es con qué recursos sostuvo Morelos al Congreso Mexicano; por qué escogió nueva residencia para los Poderes en la provincia de Puebla; qué auxilios había recibido del exterior; qué grado militar tenía su compañero, el capellán Morales; quiénes le habían servido como consejeros políticos; con quiénes había estado en comunicación en las ciudades realistas; qué bienes llevaba consigo en su última expedición; a qué cuerpos militares pertenecían las banderas que se le arrebataran en Temalaca; dónde estaban las riquezas que había acumulado durante la guerra, y quiénes le habían enviado un uniforme bordado de generalísimo desde la poblaciones realistas. De nada han servido, pues, las largas respuestas de Morelos, explicando con lujo de detalles muchos de los puntos anteriores: Calleja no le ha creído absolutamente nada; no porque considere que el detenido mienta. El virrey sabe que su enemigo no es un perjuro. Lo que pasa es que éste ha omitido deliberadamente información de primera importancia: por estar distraído; por olvidarlo, o por ignorarlo y, en suma, por no querer darla. Sin embargo, la insistencia del gobernante colonial será innecesaria e inútil: aquél no agregará nada nuevo a lo expuesto. Al día siguiente, viernes 1o. de diciembre, además de los dos últimos puntos -el 20 y 21- que quedaron antes anotados, el juez militar plantea al interrogado otras diez preguntas, al tenor de los lineamientos que recibiera de su jefe esa misma madrugada. 1. Cuáles era los arbitrios con que contaba para sostener al Congreso que le acompañaba en su última expedición y la tropa con que iba a situarse a aquél, además de la que se le reuniera en su tránsito y paraje donde se había de establecer.

Como el león cree que todos son de su misma condición, Calleja piensa que siendo él un déspota absoluto, dueño de vidas y haciendas, Morelos es otro igual, pero de signo contrario. Las palabras democracia, gobierno del pueblo, Congreso Nacional, división de poderes, Siervo de la Nación y otras, no expresan para él una realidad política distinta, sino la misma realidad, sólo que a la inversa. Es la misma moneda, pero vista del otro lado. Para él, Morelos no está sometido al Congreso. Es éste el que sirve de instrumento político a aquél. No es un Congreso que represente a la nación sino una pequeña corte de aduladores de Morelos. ¿Con qué medios la sostenía...?

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El cautivo pone en claro la cuestión: al Congreso —dice— tocaba proporcionar arbitrios para esta subsistencia”, y no al revés; “pero le consta —agrega— que sus miras y proyectos eran organizar el ramo de Hacienda y la intendencia en las provincias de Puebla, Veracruz y parte de Oaxaca...”624 2. Cuál fue el motivo que obligó al Congreso a preferir los pueblos de Tehuacán, Songolica, Zacatlán, Mizantla y Naulingo para su residencia.

Ya lo había dicho varias veces en la Jurisdicción Unida y otras tantas en el mismo tribunal militar: —La causa que para esto tuvo el Congreso —reafirma—, una de las principales, (fue) ponerse en comunicación con los angloamericanos y otra potencia que auxiliara sus ideas, respecto que creía con evidencia que sin el auxilio de alguna potencia no podía lograr el fin de la independencia que se había propuesto, y los demás motivos que para ello 625 tuvo fue por las razones que tiene dichas anteriormente. 3. Qué causas tenían para preferir los auxilios de los extranjeros por seguir su ridícula idea, sin advertir que aún cuando éstos les hubiesen dado los auxilios que pedían, se habían de ver precisamente obligados a someterse a su gobierno y a seguir la religión arbitraria que a aquéllos les pareciese, con abandono total de la católica.

Calleja cree que si Fernando VII, que era de altísima alcurnia, se había visto obligado a cometer alta traición, al autorizar que España quedara sometida al gobierno francés, Morelos, dada la modestia de su cuna, no podría dejar de hacer otro tanto; pero lo que en aquél se justificaba, en éste debía castigarse cruelmente. Se equivocaba. Morelos precisa: —La única causa que estimaban necesaria era la protección de una potencia, en clase de auxiliar. Y que como las propuestas que se les han hecho últimamente por su enviado Herrera son con arreglo a su Constitución jurada (la de Apatzingán), nunca creyeron que ningún extranjero pasase los límites de auxiliar. Y a consecuencia, por lo tocante a religión, esperaban también que cumplirían lo que la misma Consti626 tución previene, de que la religión será la católica.

624

Ibid.

625

Ibid.

626

Ibid.

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4. Qué conducta ha observado entre los revolucionarios el Brigadier don José Ma. Morales, que fue preso juntamente con él; que empleos ha ejercido y demás particularidades que le haya observado para venir en conocimiento de las circunstancias de aquél.

La intención de la pregunta es evidente: Calleja quiere arrancar a Morales de las manos del arzobispo Fonte. Para tal efecto, no vacila en otorgara aquél lo que siempre negara a Morelos: su grado militar. Morales no es, según el virrey, capellán del Congreso sino nada menos que brigadier. Sin embargo, el héroe no compromete a su compañero. Al contrario. Al advertir que el único empleo que tuviera entre los suyos —el de capellán del Congreso— lo había perdido un día antes de su captura, lo libera de cualquier responsabilidad. El gobierno colonial tenía en su poder, en su concepto, no a un brigadier, ni siquiera a un capellán, sino a un simple particular. 5. Diga los sujetos que le han servido con más inmediación, como son sus secretarios, ayudantes, escribientes, confesores y aquéllos a quien haya tenido más confianza en la revolución; quiénes lo han dirigido en ella y quiénes ha estimado con preferencia por ser más útiles para formar planes o por su decidida adhesión al partido rebelde.

El héroe da una relación de 13 nombres: 4 secretarios, 3 escribientes, 6 ayudantes y ningún confesor, que apoyaron sus trabajos, unos en unas épocas, otros en otras. “No ha tenido confesor de asiento; pero sí se ha confesado durante la revolución”. Citó a seis sacerdotes establecidos en diversos lugares. Luego, menciona a los sujetos de su confianza: ¿Quién no los conoce? “Los Bravo, Ayala, Galeana, Matamoros, Rossains, Terán y Sesma”. En cuanto a los más capacitados para hacer planes, no mencionó a ninguno. Es más, según él, nadie -ni él- hacía planes, a pesar de que muchos de los actos tanto de Morelos como de los otros próceres de la independencia revelan lo contrario, e inclusive conócense los documentos en que constan. “No ha necesitado de planes y sí sólo de los conocimientos prácticos de los Bravo, Matamoros y Galeana”.627 6. Diga con ingenuidad y con la responsabilidad del juramento que ha interpuesto los sujetos que directa o indirectamente le han dado ideas para proseguir la revolución y si ésos se hallan en esta capital u otras ciudades y demás lugares del reino.

Lo peligroso para el régimen colonial, a estas alturas, no son ya

627

Ibid.

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los ejércitos y los cañones de los insurgentes sino “las ideas para proseguir” su lucha, así como la posibilidad de obtener la ayuda de una potencia extranjera. Si Morelos es físicamente eliminado y las ideas siguen haciendo estragos en el sistema colonial, de poco o nada servirá su muerte, como ha ocurrido ya antes en el caso de Hidalgo. Por eso, además de declarar heréticas las ideas, es necesario matarlas; pero esto no es posible lograrlo sin hacerlo con los que las anidan en sus mentes. ¿Quiénes son éstos? La petición era absurda e imposible de satisfacer. Si Morelos no había revelado los nombres de los que le proporcionaran informes o recursos, menos lo haría con los que le remitieran opiniones o proyectos políticos o constitucionales. Mejor dicho, obsequiaría los deseos del virrey dando un nombre, uno solo: el de Los Guadalupes. Sí, pero, ¿quiénes eran éstos...? —-Sobre estos particulares —responde—, se refiere y aún se ratifica en cuanto lleva expuesto en toda su declaración, añadiendo nuevamente que ninguno, en lo absoluto, que viva en esta capital, ciudades y lugares del reino, le ha escrito ni mandado decir de palabra, con nombre declarado, ideas, planes ni ninguna otra cosa que haya tenido conexión a dar fomento a la rebelión, porque aunque es verdad que de esta capital han salido libelos, noticias, estados de fuerzas militar y otros papeles concernientes al efecto, ignora quiénes hayan sido sus autores, ni de qué medios se hayan valido para la extracción y remisión de aquéllos que enviaban los titulados Guadalupes, como ya lo ha 628 expuesto. 7. Qué cantidades de plata acuñada portaba cuando fue preso, incluyendo la labrada y en pasta, de que se componía su botín.

El cautivo da las cantidades: tres mil pesos en reales y seis barras de plata, del fondo del Congreso, y un mil quinientos en plata, y otras seis barras, pertenecientes a él mismo. Es todo el tesoro de la nación y el de él. Suficiente para comprar cuatro o cinco casas en la ciudad de México a los precios de esa época. No más.629 8. Dos banderas que en la acción de Temalaca se le cogieron, la una con las armas en México y la otra con la efigie de Nuestra Señora de Guadalupe, diga a qué cuerpos pertenecían.

628

Ibid.

629

Ibid.

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Dos banderas no son nada. “Son parte de otras muchas que se hicieron en Oaxaca durante el tiempo que estuvo allí”. Y los cuerpos propietarios de tales banderas no existían. En todo caso, que lo investigaran en el campo de batalla. “No tienen cuerpo señalado en la gente que lo acompañaba”.630 9. Diga los bienes y cantidades que tiene, ya patrimoniales, ya adquiridos antes de su rebeldía, y los que después de ésta ha reunido a resultas de los saqueos de las ciudades y poblaciones donde ha andado con el mando que hasta ahora ha tenido.

Bienes y cantidades: he aquí la máxima obsesión de Calleja; no tanto los que adquiriera Morelos antes de la rebelión, sino los que acumulara durante ésta: ¿dónde están? El héroe menciona sus bienes patrimoniales: “No tiene ninguno. Adquiridos por su trabajo antes de la revolución -prosigue- sólo cuenta con una casa que mandó fabricar en Valladolid”. Esta ya había sido confiscada, saqueada y destruida por las tropas realistas desde 1811. “Los que tenía en su curato de Carácuaro, adquiridos a expensas de aquel beneficio y de su trabajo, todo se gastó al principio de la revolución a causa de que con ello dio principio a mantener la gente que le acompañó en sus primeras expediciones”. Y, ¡por fin! Lo que tanto interesa a Calleja: —Que todo el dinero que ha adquirido en sus expediciones, dimanado de los saqueos que se han hecho en las ciudades y demás lugares del reino, todo -¡todo!-, lo ha gastado en mantener a su gente -enfatiza-, sin que en lo absoluto le quedase más que aquello poco que se le co631 gió en prisión.

Lo expuesto no es suficiente. Instado nuevamente para que diga dónde ha dejado los millones de pesos de los que se había apoderado, replica que “no han sido bastantes para pagar la gente que le seguía, porque ha habido meses que ha trabajado sin sueldo”.632 Esas riquezas -y otras-, de haberlas habido, eran propiedad de la nación, y de nadie más...

630

Ibid.

631

Ibid.

632

Ibid.

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10. Por último, diga si de esta capital o de otras ciudades y lugares que han estado libres de su poder y dominio, le han mandado alguna ropa para su uso; principalmente aquélla de costosos bordados que ha usado como Generalísimo de América, y algunas otras alhajas de consideración, que por ser exquisitas y de valor, no es fácil creer que se hayan hecho en otros lugares que en las ciudades principales; que exponga quiénes las han hecho, los sujetos que las han remitido y el conducto por donde las recibió. —De las ciudades y lugares libres de su dominio —contesta—, nada, ¡nada! —subraya—, ha recibido; porque dos uniformes bordados (y no solo uno, como afirmaba Calleja) que le regaló Matamoros, los mandó hacer en Izúcar y Oaxaca durante el tiempo que estos lugares estuvieron por ellos. Un bastón con puño de oro que portaba, lo tomó en Oaxaca. Un pectoral que perdió en Tlacotepec (destinado originalmente al obispo de Puebla) se lo regaló el padre Sánchez en Huajuapan. Y la poca plata labrada que llevaba esta vez, se la dieron en Puruarán, Uruapan y Ario, a cuenta de los seis mil pesos de sueldo que anualmente le había asignado el Congreso por su trabajo, a falta del nume633 rario de que estaba ya recibiendo. Con lo expuesto no se da por concluida la diligencia. El juez Concha vuelve a interrogarlo varias veces sobre el destino de sus bienes y los nombres de sus partidarios en las ciudades que le habían dado información antes de que cayeran en su poder o los que tenía en la propia capital. ¿Durante cuánto tiempo? Se ignora. ¿Aplicando qué métodos? También. ¿Qué responde el héroe? Esto no se ignora: lo mismo que ya había expuesto con anterioridad.

Nada de esto se hace constar en el acta; pero lo revela el tribunal al asentar que Héchole otras preguntas y cargos tocantes a la materia, respondió que 634 cuanto lleva dicho en el total de esta declaración es la verdad.

No firma el acta sin que se haga constar que no participó en un revolución contra el rey sino en una guerra contra España: —No tiene que añadir ni quitar cosa alguna. Y sólo advierte que el haber anotado Tropas del Rey no ha sido más que para distinguirlas de las suyas; pero que a aquéllas siempre les ha dado el nombre de tropas del gobierno (español-colonial) de México, que es a quien ha he-

633

Ibid.

634

Ibid.

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cho la guerra.

Con lo anterior se da por concluida la diligencia, “y a consecuencia se afirma y ratifica en cuanto ha expuesto, supuesto haberle leído de principio a fin su declaración”. Firman el acta Morelos, Concha y, dando fe, Arana.635

635

Ibid.

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XXV DIOS GUARDE A VUESTRA EXCELENCIA MUCHOS SIGLOS SUMARIO. 1. Su cabeza en jaula de hierro: a) petición de pena de muerte; b) mutilación de su cadáver; c) ejecución fuera de garitas. 2. Un escrito comprometedor: a) la nueva comisión a Concha; b) extraño escrito de Morelos; c) el juicio de Lemoine; d) dudas de su autenticidad; e) examen del lenguaje. 3. Asunto del que se trata: a) lugares en que se arrojaron metales a la basura; b) solicitud del virrey; c) comprometedor para Calleja. 4. Razones por las que lo escribió: a) supuestas torturas físicas; b) supuestas torturas morales; c) la visión del infierno; d) la visión del paraíso; e) vivir a cualquier precio; f) sarcástica generosidad del firmante.

1. SU CABEZA EN JAULA DE HIERRO El martes 28 de noviembre, mientras el tribunal militar se constituye en el calabozo del Real Parque de Artillería para iniciar sus actuaciones, el auditor de guerra Manuel de Bataller entrega en el Palacio Real su pedimento al virrey, en el sentido de que condene a Morelos a la pena de muerte. Declarado hereje formal y penitenciado por el Santo Tribunal de la Fe dice el pedimento-; depuesto y degradado por la Iglesia como indigno de los órdenes que recibió, y entregado al brazo secular, sólo resta que vuestra excelencia le haga sufrir la pena de muerte y confiscación 636 de sus bienes, a que podrá servirse condenarlo si lo tuviere a bien.

Ejecutarlo no basta, a juicio del fiscal del Estado: Debe ser fusilado por la espalda como traidor al rey”, aunque también mutilado su cadáver y expuestas sus partes en México y Oaxaca: “separada su cabeza y puesta en jaula de hierro, mandará se coloque en la Plaza Mayor de esta capital, en el paraje que vuestra excelencia estime conveniente, para que sirva a todos de recuerdo el fin que tendrán tarde o temprano los que, despreciando el perdón con que se les 637 convida, se obstinan todavía en consumar la ruina de su patria”.

636

Oficio del auditor de guerra al virrey fechado el 28 de noviembre de 1815, en el que en calidad de fiscal del reino pide que se aplique a Morelos la pena capital y se desmiembre su cuerpo, Hernández, n. 54. 637

Ibid.

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Exquisita sensibilidad la de Bataller. Precioso obsequio a la virreina Francisca de la Gándara: la cabeza del héroe con los ojos abiertos, en jaula de hierro, frente a su Palacio, para contemplación y deleite indefinidos. La cabeza “de este bribón —escribió Bustamante, alias Andrés López, refiriéndose a Bataller— sería bueno verla hoy (1823) en una escarpia de la Plaza. El pícaro cobarde huyó conociendo que éste era su fin”.638 La ruina de su patria —prosigue Bataller— es todo el fruto que puede esperar, según la ingenua confesión del monstruo de Carácuaro... Y cuya mano derecha se remita también a Oaxaca para que asimismo 639 se coloque en la Plaza Mayor.

Morelos nunca confesó que la ruina de su patria era todo el fruto que podía esperar sino que la guerra que había sostenido era una “guerra justa”, y que quien atentara contra la soberanía del pueblo, fuese individuo, corporación o ciudad, “sería castigado por la autoridad pública como delito de lesa nación”.640 Por lo demás, el Auditor no halla reparo, antes sí conveniencia, en que accediendo vuestra excelencia a la insinuación que, a nombre del clero, hacen los ilustrísimos señores arzobispo electo y asistentes, se verifique la ejecución fuera de garitas, en la hora y lugar que vuestra ex641 celencia estime oportunos.

La petición de la jerarquía eclesiástica, en el sentido de que se le perdone la vida al condenado, no debe tomarse en serio; pero la otra, sí: la de que se le ejecute fuera de los limites de la capital. Todos, como se ve, eclesiásticos y militares, han pulsado los peligros de hacerlo en la ciudad. De allí que el auditor de guerra no halle reparo, “antes sí conveniencia”, de que el virrey acuerde de conformidad esta última sugerencia. Calleja, sin embargo, no dicta sentencia...

638

Tristes recuerdos de los terribles insultos que sufrió en esta capital el mes de diciembre de 1815 el héroe más distinguido de la América, el excelentísimo señor ciudadano presbítero José María Morelos, Hernández, n. 98. 639

Hernández, n. 54.

640

Decreto Constitucional para la Libertad de la América Mexicana, sancionado en Apatzingán el 22 de octubre de 1814, Artículo 10. 641

Hernández, n. 54.

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2. UN ESCRITO COMPROMETEDOR El ilustre prisionero está en esos momentos dando cumplida respuesta a las cuestiones planteadas por el virrey a través del tribunal militar. Luego entonces, el gran juez del Estado no puede dictar sentencia sin conocer previamente las nuevas declaraciones que está produciendo. Tampoco lo hará el miércoles ni el jueves ni el viernes, porque se ocupará, entre otras cosas, de leer las actas que le lleva todas las noches el juez comisionado Concha. Sin embargo, concluidas las diligencias judiciales el viernes 1o. de diciembre, tampoco lo hace ese mismo viernes ni el sábado ni el domingo. ¿Por qué? ¿Y la prisa para “desembarazarse de esta clase de reos”? ¿De qué ha servido apurar al tribunal eclesiástico para que concluya la causa “en el perentorio término de tres días”? ¿Por qué ha forzado al Santo Oficio a que termine el proceso en sólo cuatro días? Obtenidas las respuestas que planteó ante el nuevo tribunal militar, ¿qué espera para dictar sentencia de muerte? ¿Su esposa y su hijo recién nacido se están muriendo, ahora sí? ¿Está ocupado en otros asuntos de Estado? ¿Cuáles? ¿Y el lunes 4? ¿Y el martes 5? ¿Y después? ¿Por qué no lo hace? El lunes 4 ordena al coronel Manuel Bracho que se haga cargo del prisionero en el Real Parque de Artillería. Honradísimo con la comisión, éste contesta: Enterado de la determinación de vuestra excelencia, que se sirve comunicarme por su oficio de este día, que acabo de recibir, voy a pasar inmediatamente a abocarme (sic) con el señor coronel don Manuel de la Concha para que me haga entrega del reo Morelos, al que custodiaré no falto a la confianza que vuestra excelencia se sirve dispensar642 me.

Al mismo tiempo, Calleja da a Concha una nueva comisión militar. Sabemos a dónde lo envía y con qué motivo. El miércoles 6 de diciembre, desde la hacienda Tepetates, a las nueve de la noche, el coronel informa a la superioridad que en las operaciones en las que se viera envuelto en los Llanos de Apam (al Norte de la capital), “mi pérdida —dice— ha sido de consideración”.643 Una semana des642

Oficio del coronel Rafael Bracho al virrey, fechado el 4 de diciembre, en el que le comunica que pasa a hacerse cargo de la custodia de Morelos, Hernández, n. 36. 643

Gaceta de México, jueves 14 de diciembre de 1815, No. 834.

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pués, el 12 de diciembre —día de la guadalupana—, Concha envía otro parte militar desde Teotihuacán (otra vez al Norte), donde anda también el físico Anastacio Bustamante, médico de la familia virreinal. Dos días más tarde, el 14 de diciembre, el convoy de China es defendido en los Llanos de Apam por las tropas de Concha (siempre al Norte), el cual entra esa misma noche “en esta capital con efectos de China”.644 El viernes 15 de diciembre el virrey organiza una inmensa algarabía en la ciudad, aunque no por la llegada de Concha sino por la de correos de España, “con cuyo motivo y el de gozar de completa salud nuestro amado soberano y los serenísimos señores infantes, dispuso que hubiese repique general de campanas, con misa de gracia (en la catedral) y salva triple de artillería”.645 Mientras tanto, ¿qué ocurre en la celda de Morelos? Sabemos que permanece firme el mismo dispositivo de seguridad. Allí están los fuerte barrotes que guardan la puerta y ventanas de su calabozo; los grillos y esposas que sujetan sus pies y manos, y los fusiles de los cuarenta hombres que le apuntan constantemente al corazón, en previsión de cualquier contingencia; rodeados por los doscientos hombres que se relevan en la guardia del reo y, en un círculo más amplio, por las tropas acantonadas en el cuartel de La Ciudadela. Y sabemos igualmente que, a pesar de que su ejecución es inminente y puede ocurrir en cuestión de horas -de minutos quizá-, ese hombre encadenado no ha perdido no sólo su capacidad de lucha sino ni siquiera su buen humor. No habiendo obtenido el virrey ningún beneficio práctico de sus declaraciones ante el tribunal militar, es de suponerse que algo le manda decir verbalmente a través de Bracho, su custodio provisional. Podemos conjeturar con reservas una oferta: su vida a cambio de cualquier información útil. Cualquiera. La que sea. Preferentemente, sobre metales preciosos y otras riquezas que haya atesorado y ocultado. En nuestra tímida hipótesis, Morelos le responde (verbalmente) que sí, a través de la misma vía (Bracho), e insiste en su pedimento: el que formulara ante la Jurisdicción Unida: “avíos de escribir”. No hará ninguna declaración que interese a su captor ante ningún tribunal: ni mixto, ni eclesiástico, ni inquisitorial, ni militar. Lo que el virrey quiere saber no se lo confiará a nadie; a ningu644

Gaceta de México, sábado 16 de diciembre de 1815, No 835.

645

Ibid.

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na persona o institución, amigo o enemigo, clérigo o militar, juez o defensor de oficio: ¡sólo a él! Lo que tiene qué decirle es importante pero sólo se lo dirá a él, directamente y por escrito. ¿Calleja cede a la demanda? ¿Morelos escribe unas cuantas palabras? ¿Cuándo? ¿Uno de los primeros días de diciembre? ¿Qué dice el mensaje? ¡Qué diéramos por saberlo! ¿Ofrece una relación de lugares en los que depositara metales preciosos? ¿Despierta la codicia de nuestro gobernante colonial? ¿Se queda éste sorprendido, intrigado, confuso, seducido, perplejo, con deseos de saber más al respecto? ¿Dónde está el papel respectivo? Sea lo que fuere, el virrey envía a su cautivo, aparentemente, un pliego en blanco. Quiere que le transmita la información ofrecida en forma explícita, clara y detallada. Morelos obsequia sus deseos y redacta de su puño y letra un extraño documento que -éste sí- se conserva original en el Archivo General de la Nación. El que suscribe —dice—, declara a vuestra excelencia otras breves noticias de que se ha acordado”.646 Si le transmite “otras”, es porque probablemente ya le había dado “unas”; de allí que hayamos supuesto la intermediación de Bracho y la existencia de un supuesto primer papel, hoy perdido. Lemoine dice que “éste es, sin duda alguna, el más comprometedor para su fama, el más quemante y el único que desearíamos no haber visto firmado por él”. Agrega que el virrey lo remitió a Armijo “para que comprobara in situ la veracidad de los datos en él contenidos, muchos de los cuales resultaron ciertos”. Y concluye: “Lo que hay que hacer es entenderlo y ubicarlo.647 Antes de hacer cualquier juicio sobre este documento, se impone dilucidar varios problemas: Primero, ¿es auténtico? Segundo, en caso de que lo sea, ¿es realmente comprometedor para la fama del héroe? Tercero, de ser efectivamente comprometedor, ¿lo es para Morelos y por las razones anotadas por Lemoine? Aunque la letra del escrito es de Morelos (al menos así lo parece) y a pesar de que el historiador asienta categórico que “por principio, su autenticidad no se discute”, hay numerosas dudas que nos asaltan. Dudas que se derivan, no del examen del manuscrito mis646

Carta de Morelos al virrey fechada en México el 12 de diciembre de 1815, Lemoine, doc. 229. 647

Ibid., nota al pie de página.

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mo sino del lenguaje empleado en él, así como de las circunstancias que lo rodean. Dichas circunstancias son las siguientes: está probado que a Morelos nunca se le dieron “avíos de escribir” en su calabozo; ni en éste del cuartel de La Ciudadela, ni en el anterior de las cárceles secretas del Santo Oficio. No hubo ningún juez, de los múltiples que tuvo, que lo haya autorizado a expresar sus ideas por escrito, como ocurrió, por ejemplo, en el caso de Talamantes. No existe ningún acta en que se haya dejado acreditado que se le entregó papel y tinta. No se los dieron ni siquiera para formular el famoso plan de pacificación, asunto de extrema importancia política y militar. Tampoco existe ningún documento judicial en el que se haga constar el acuerdo de que los supuestos escritos del héroe —de significativa importancia política— se agreguen a la causa. Además, el juez encargado de la causa militar no pudo habérselos proporcionado, ya que no estaba en México: como antes se expuso, andaba por los Llanos de Apam y Teotihuacán. Y el coronel Bracho, que lo sustituyó durante su ausencia, no recibió más instrucciones que la de encargarse de su custodia, no de la causa penal. Sin embargo, dejemos correr la hipótesis de que se le dan los “avíos de escribir” y produce un pliego de su puño y letra. Aún así, el texto está lleno de conceptos inapropiados. En uno de sus párrafos, por ejemplo, Morelos señala: “Aquellas (fincas) pueden lograrse a favor de las tropas del rey con un destacamento en Ario y las otras donde mejor convenga”.648 El lenguaje en que está escrito nos parece muy irregular. Para empezar, ¿qué es eso de tropas del rey? Desde que se inició el proceso de la Jurisdicción Unida declaró que, al ser capturado, había presentado resistencia a las tropas “creyendo que eran de España y no del rey”. En todos los tribunales se negó a considerarse un revolucionario, un rebelde o un sedicioso levantado en armas contra el rey. Siempre se opuso a dar a su lucha el carácter de un movimiento ocurrido dentro de las fronteras de la España transcontinental. En todos los procesos dejó constancia de ser un guerrero, un soldado, un militar: el jefe de un ejército del pueblo en guerra justa por su liberación nacional. Declaró haber participado en una guerra de Estado a Estado, de nación a nación; en suma, en una guerra internacional o en una guerra justa de América contra España, no en una rebelión contra el rey. Al final del interrogatorio ante el tribunal militar —apenas once días antes—, al leérsele el acta para que la ratificara y firmara, aun648

Ibid.

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que no logró que se hicieran constar todas las aclaraciones que hubiera deseado, sí lo hizo por lo menos con una que consideró fundamental: “Advierte que el haber notado varias veces tropas del rey no ha sido más que por distinguirlas de las suyas —dice el acta—; pero que a aquéllas siempre les ha dado el nombre de (tropas) del gobierno (español) de México, que es a quien le ha hecho la guerra por considerarlo dirigido por las Cortes y no por el rey”.649 Así, pues, es inverosímil, ilógico y absurdo que un hombre que ha afirmado de principio a fin, en todos los tribunales, que luchó contra “las topas de España y no del rey”, se desentienda de esta postura al cuarto para las doce, y que incluso la niegue por escrito, de su propia mano, diciendo que “aquéllas pueden lograrse a favor de las tropas del rey”. La extraña contradicción es, por lo menos, para hacernos sospechar. En otro párrafo escribe: “Están tenidos éstos y otros sujetos por contrarios a la insurrección”. Podemos entender que los secretarios de los tribunales hayan empleado la terminología política del gobierno colonial, según la cual la guerra nacional era despectivamente llamada insurgencia, rebelión, sedición o revolución (conceptos que finalmente fueron ennoblecidos por los nuestros). Lo que es difícil admitir es que un hombre que declara en los tribunales de la Jurisdicción Unida y de la Inquisición haber participado en la guerra; que califica a ésta de guerra justa; que se ostenta como Vocal del Supremo Gobierno que dirige esta clase particular de guerra, y que aclara -antes de firmar la última acta del tribunal militar- que le hizo la guerra a España, caiga en el último momento, motu proprio, en el uso del humillante término insurrección (que también llegaría a se enaltecido por los héroes de la independencia). Escribir estos conceptos era tanto como admitir su culpabilidad en los delitos que le imputaran y que él nunca aceptó. Aquí, por lo menos, debemos aceptar que “hay gato encerrado”. La fraseología política de esta época de la historia es no sólo distinta sino totalmente opuesta según la emplee uno u otro partido (en el lenguaje colonial) o una y otra nación (en el de Morelos). Oír al distinguido recluso hablando de estas provincias, tropas del rey o insurrección es exactamente tan inverosímil como escuchar a Calleja de nación americana, ejército nacional, derechos del hombre, legítimo Estado mexicano o guerra justa de los patriotas Hidalgo y Morelos. 649

Hernández, n.

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Lástima que este escrito no haya sido sometido hasta la fecha a un riguroso examen grafológico para saber si la letra corresponde efectivamente a la de Morelos, como parece, o se trata de un estupenda imitación. O a un análisis del laboratorio para determinar si el papel y la tinta son de 1815 o de fecha posterior. Mientras esto no se haga, nuestra duda no tendrá más base que la que se deriva de la lógica y, por consiguiente, tendremos que aceptar, con Lemoine, que “por principio, su autenticidad no se discute”.650 3. ASUNTO DEL QUE SE TRATA Así, pues, aceptemos con las reservas del caso la hipótesis de que se proporcionan a Morelos los “avíos de escribir”, a condición de que éste utilice el vocabulario político apropiado, esto es, el de sus captores y custodios, y que acepta tal condición. Puestos en este sinuoso y difícil camino, admitamos igualmente que es concebido, redactado y firmado por él. Ahora, se impone la pregunta: ¿es tan comprometedor para su fama, como se asegura? ¿Qué dice? Es una lista de lugares de “la Tierra Caliente y Costa del Sur” — el territorio dominado por el caudillo—, en los que fueron arrojados a la basura diversos metales como el cobre, el hierro, el estaño y el acero. Se habla también de algunas minas de plomo situadas cerca de Mezcala y de Valladolid, así como de otras de cobre en Ario, cerca del volcán del Jorullo; que el salitre se tomaba de Huetamo y de Cutzamala, y el azufre, de Tajimaroa, y que las fundiciones de hierro y acero estaban en Huetamo y Coalcomán. Lemoine dice que Calleja remitió el papel a Armijo para que verificara los datos y que “muchos resultaron ciertos”. ¿Y qué? ¿Cómo no van a resultar ciertos? ¿No el Congreso ordenó a Morelos que desmantelara la fortaleza de Acapulco? ¿Qué hizo con los metales inutilizados, sino tirarlos en los lugares cercanos a la bahía? Por otra parte, ¿no siempre ha habido minas de plomo en los lugares descritos? ¿No hay todavía cobre en Ario? ¿Y salitre en Huetamo y Cutzamala? Y el hierro y el acero, ¿no están todavía en las costas

650

Limitaciones de tiempo y recursos impidieron al autor de estas páginas llevar a cabo este proyecto. Al evadir su compromiso el gobierno de Cuauhtémoc Cárdenas, quedó en suspenso. Se espera que la UNAM promueva la publicación de todas las constancias procesales de los juicios de Morelos en un solo volumen “para decoro de la historiografía mexicana”, en la que se diluciden los problemas que se han planteado en esta obra y otros que, aunque omitidos en ella, son no menos graves e importantes.

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de Michoacán? ¿No se ha levantado en ellas un gran centro siderúrgico? ¿No el gobierno colonial sabía todo esto desde la Conquista misma? ¿No acaso fincó su economía en la explotación minera? ¿Qué hizo saber Morelos a sus enemigos —en caso de que el papel sea de él— que ellos no supieran previamente? ¿Dónde está lo “quemante” de sus declaraciones? ¿En qué pudieron perjudicar a la causa independiente? ¿En qué anularon su futuro resurgimiento? ¿Cómo es posible pensar que este controvertido documento haya podido causar el daño que se dice...? Por otra parte, si bien se ve, el virrey nunca pidió a Morelos información de esta naturaleza. Por lo menos, no existe ningún testimonio al respecto. Lo que él quería —y dejará constancia de ello— es algún dato que pueda ser útil a su gobierno en general o a él en particular: el estado de las fuerzas militares insurgentes; los nombres de los partidarios de la independencia que vivían en las ciudades bajo el dominio colonial; el plan de pacificación o, por lo menos los lugares en que yacen los tesoros de la nación insurrecta. Todo era importante para él; pero, ya que su prisionero se negaba firme y categóricamente a darle información alguna que le permitiera aniquilar a sus partidarios (lo que en última instancia aceptaba y respetaba) por lo menos le debía proporcionar la ubicación geográfica de los sitios en que escondiera “los muchos millones que debe haber reunido en todas aquellas partes donde introdujo la revolución”. En lugar de los datos requeridos a través del tribunal militar, Morelos envía a su captor “otras breves noticias de que me he acordado”. ¿Le dice acaso dónde están los tesoros que busca su enemigo? No. ¿Le proporciona los nombres de sus partidarios? Tampoco. ¿Le transmite un estado real de sus fuerzas militares? Nada de esto. Lo que le comunica es la ubicación de algunos lugares en que hay cobre y fierro echado por los insurgentes a la basura o a los charcos de agua salobres, y además, nombres, sí, nombres; pero no de los suyos, ocultos en las ciudades coloniales, sino ¡de los de Calleja escondidos en las poblaciones insurgentes! ¿Por qué el papel no corre agregado a los procesos del héroe sino en el expediente de Armijo? De enviarse con las constancias procesales al rey de España para su conocimiento y efectos legales consiguientes, ¿no hubiera suscitado preguntas? ¿Por qué Morelos, a pesar de estar encadenado e incomunicado en su prisión, se había dirigido al virrey en forma tan privada? ¿Quién le proporcionó “los avíos para escribir” esa carta tan confidencial? ¿Por autorización de quién? ¿Por qué no se dirigió al virrey a través del tribunal

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militar establecido al efecto? ¿Por qué le envió sólo la lista de los lugares en que los insurgentes tiraron metales no preciosos? ¿Y la otra lista, en la que hace constar dónde estaban los metales preciosos? ¿Por qué no se le había remitido esta última...? Para evitar este tipo de dudas molestas, el virrey aparentemente ordena que el “papel comprometedor” —si es que es auténtico— se agregue al expediente de Armijo. Al hacerlo así, en caso de haberlo hecho, se cubrió. ¿Qué tenía que hacer allí? ¿No podía dejar copia en este expediente y enviar original a la Corte? ¿O viceversa? Si el papel “comprometedor” es auténtico, ¿a quién compromete más? ¿A Morelos? ¿O a Calleja...? 4. RAZONES POR LAS QUE SE ESCRIBIÓ En el caso de que el papel que se comenta sea auténtico y admitiendo —sin conceder— que compromete la fama del héroe, ¿por qué lo escribió? “Lo que hay que hacer —dice Lemoine— es entenderlo y ubicarlo”. La manera en que lo entiende es la siguiente: “Debemos tener presente las adversas circunstancias materiales y morales bajo las que vivió el caudillo en los días de su cautiverio: torturado, humillado, sujeto a las más indignas coacciones; amagado con la amenaza de terribles castigos, terrenales y celestiales; cercado, en fin, por sus implacables verdugos —así los de la cruz como los de la espada— empeñados en destruirlo no sólo físicamente sino también —y esto era más importante para ellos— en lo que competía a su existencia póstuma. Y no hay que olvidar a Quiles, el abogado defensor”.651 Veamos lo de “las amenazas de terribles castigos”. A estas alturas, ya no tienen razón de ser. Ya han pasado. En primer lugar, las torturas físicas no existieron, salvo las obligadamente derivadas de su reclusión, incomunicación, encadenamiento y vigilancia permanente; es decir, no hubo azotes ni tormentos físicos de ninguna clase, como a veces lo han insinuado algunos historiadores —sin ningún indicio— para explicar las supuestas “flaquezas” de Morelos. En ese tiempo, cualquier forma de tortura se hacía constar en actas y se registraban no sólo las operaciones efectuadas por el verdugo sino también los gestos, muecas, imprecaciones, gritos y 651

Lemoine, doc. 229.

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confesiones del reo. Todo ello era considerado y apreciado por el tribunal para dar su fallo. En ninguno de los procesos que se siguieron al héroe hay nada al respecto. Por otra parte, de haber sido torturado en secreto, dada su reconocida habilidad para expresar sus ideas —a pesar de la censura de los jueces—, hubiera encontrado la manera de denunciar el hecho. No lo hizo. Por último, ningún torturado imprime a sus declaraciones la enorme fuerza que tienen las que auténticamente produjo, de principio a fin, ni da constantemente muestras de fina ironía y sano buen humor. En lo que toca a las “terribles torturas morales”, éstas ya le han sido infligidas: las de declararlo hereje y degradarlo de su condición de presbítero. De haberles temido, lo hubiera revelado antes, no después de recibirlas. Y antes no lo hizo e incluso ni siquiera pareció importarle. Si los suyos lo hubieran degradado de sus insignias militares, probablemente habría sido distinto, como lo fue cuando lo despojaron del Poder Ejecutivo y del título de Generalísimo. ¿Sufrió otras torturas morales? ¿Cuáles...? El “empeño de sus verdugos en destruirlo” no comenzó a partir de su captura sino desde el momento mismo en que tomó las armas en el año de 1810, y no cesaría —lo sabía muy bien— ni siquiera después de la muerte. La prueba es que aún no sabemos dónde están sus restos. Era uno de esos hombres que vino a traer, no la paz, sino la guerra: la guerra justa. Lo que se le hiciera desde su captura hasta su ejecución no sería más que un breve paréntesis en esa larga lucha histórica, librada durante muchos años, y que seguiría sosteniendo inclusive —como el Cid— después de muerto. Su existencia “más allá de la muerte” merece comentario aparte. Hay que puntualizar dos cosas. Morelos sabía —como catedrático de Gramática y Retórica, y lector de Cicerón— que mientras existiera la patria que él contribuyó a formar, su “existencia póstuma” nadie podría aniquilarla. Su memoria subsistiría todo el tiempo que perdurara la nación y sólo sucumbiría al desaparecer ésta. En cuanto a “la otra existencia póstuma”, la metafísica, tampoco había problema; en frase de Melchor Ocampo, él estaba bien con Dios y Dios con él. “La visión que se le ofrecía del infierno —dice Lemoine— aguardándolo en el más allá; el juego alternante —sádico y siniestro— entre la vida y la muerte, ser y desaparecer, con linderos de apenas el grosor del filo de una navaja; tres centurias de chantaje inquisitorial so pretexto del respeto a Dios, y etcétera, etcétera hasta el fin

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del mundo: eran demasiados enemigos acumulados contra una persona para que ésta no cediera”.652 Lemoine podría estar en lo cierto; pero también no estarlo. El retrato anterior es el de un hombre ordinario, común, que vive su vida normal; que repentinamente se ve obligado a hacer frente a la muerte —para la que no está preparado—- por alguna razón que no entiende ni acepta, en condiciones para él fuera de lo común, anormales y extraordinarias, y que acaba doblegado bajo el peso de los dos mundos —de éste y de aquél—; pero, ¿corresponde al de Morelos? ¿Así era él? Además, ofrecida una visión de lo que supuestamente ocurría en el alma del cautivo, ¿por qué no presentar la contraria? ¿Por qué sólo una y no la otra? ¿Por qué suponer que este hombre pensaba en el infierno? ¿Por qué no en el paraíso? ¿Por qué en lo peor y no en lo mejor? ¿Por qué en la muerte y no en la inmortalidad? ¿Por qué en lo previsto y propagado por el régimen colonial y no en lo afirmado y defendido por la nación...? Por otra parte, ¿cuál juego entre la vida y la muerte? ¿Debemos suponer que esta gran luchador no estuvo preparado para morir desde el momento mismo en que decidió empuñar la espada en octubre de 1810 para defender una causa en la que creía? ¿No vio caer a muchos de los suyos? ¿No estuvo él mismo muchas veces a punto de morir durante la guerra? ¿No vivió durante cinco años “en el filo de la navaja”? Preparado para la victoria, ¿debemos pensar que no lo estuvo también para la derrota? ¿Debemos aceptar que era un oportunista irresponsable presto para matar, no para morir? ¿Debemos admitir que jamás se dispuso espiritualmente para hacer frente a este mundo “y al otro”? ¿De quién estamos hablando? Además de ciudadano consciente de sus derechos y obligaciones, ¿no se consideraba acaso un hombre de Estado en guerra contra otro Estado? ¿No era un ser entrenado, tanto por la vida como por la guerra, para hacer frente lo mismo a situaciones normales que a anormales? ¿No era pues un ser ordinario y, al mismo tiempo, extraordinario? Contra lo conjeturado por Lemoine, hay pruebas suficientes para afirmar que “la otra existencia” no le preocupaba mayormente. No necesitaba de ningún “contacto” —párroco, prelado o algún otro— que abogara por él en esta vida para que lo salvara en “la otra”. Esta idea es del doctor Fonte, no de Morelos. Él no necesita652

Ibid.

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ba intermediarios para comunicarse con la divinidad, y menos los de una jerarquía que, al dar deliberadamente la espalda a sus principios cristianos —como repetidamente lo denunció, inclusive dentro de sus juicios— había luchado en bloque contra su pueblo y lo había entregado a él mismo “al brazo secular”. Con respecto al “chantaje inquisitorial”, no sólo no surtiría sobre él ningún efecto, sino exhibiría a su tribunal como instrumento del despotismo y de la intervención extranjera, y además de ridiculizarlo, mostraría ante él su más absoluto desprecio. Y por último, a Quiles sí hay que olvidarlo. Su presencia se extinguió rápidamente, como la luz de una vela entre las violentas borrascas de las múltiples audiencias que se celebraron ante los tribunales: el de la Jurisdicción Unida, el del Santo Oficio y el militar. Había significado poco en su momento. A estas alturas, ya no significaba nada. “Tras la mano del caudillo —dice Lemoine— advertimos la dialéctica de Quiles”.653 Es al contrario. Como en su oportunidad lo observamos, tras la tímida voz de Quiles se descubre la poderosa ofensiva dialéctica de su defenso, sólo que despojada de sus mejores y más certeros proyectiles. “Vivir a cualquier precio”, dice Lemoine. ¿Es posible aceptar esta afirmación? Para cualquier ser común, sin emoción, sin convicciones o injustamente amenazado, quizá. Para Morelos, ¿también? Si hubiera querido vivir, ¿para qué emprender la penosa expedición en la que capturado? ¿No hubiera vivido, sin tener que pagar precio alguno, de haberse quedado en los tibios y mágicos bosques de Uruapan —los mismos de su juventud— al lado de Francisca -— Pachita—, su mujer oaxaqueña, y de su hijo José, de un año de edad? ¿O aceptar el indulto tantas veces ofrecido e igualmente rechazado? ¿O permitido que la lucha la prosiguieran otros? Con sus cincuenta años a cuestas —incluyendo cinco de servicios en campaña— ¿no era ya tiempo de retirarse? ¿O de pedir una licencia temporal, por lo menos, como lo hiciera José Ma. Liceaga? Vivir a cualquier precio, para cualquier hombre ordinario, quizá es posible; pero Morelos era no sólo un hombre ordinario sino también extraordinario. Muchos no creen que existan personas de esta naturaleza. Sin embargo, las hay. Dominan las crisis, no son víctimas de ellas. Se templan con los golpes, no son destruidos por 653

Ibid.

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ellos. Se crecen ante la adversidad, no son reducidos por la misma. ¿No fue Morelos así? ¿No la nación misma se hizo en esta fragua? Analizado el problema desde un ángulo diferente, si Morelos tuvo dudas, debilidades y flaquezas, ¿por qué no admitirlo? ¿Para que disculpar o justificar los errores en que haya podido incurrir por este motivo? ¿Para qué ponerlo en una situación que otro hombre hubiera podido superar sin mayores problemas? ¿Tuvo vacilaciones? ¿Por qué no aceptarlo? ¿Y ya? Por las razones que hayan sido y que jamás conoceremos, tales “flaquezas” —si las tuvo—, no sólo serán respetables sino agregarán una nueva dimensión psicológica al personaje. Pero antes de llegar a esta conclusión, es necesario que se contesten satisfactoriamente y se respalden con evidencias las preguntas que se han hecho en estas páginas y otras que se podrían seguir planteando. Mientras no se haga de esa manera, tendremos todo el derecho a rechazar tal conclusión. Morelos finaliza su controvertido escrito con las siguientes palabras: “Estas son, señor excelentísimo, las (noticias) que se me han ocurrido. Y si me acordase de otras, las diré para que vuestra excelencia haga el uso conveniente”. El héroe sabe que nuestro “general español”, como le llamaron el Congreso y él mismo (no excelentísimo virrey), dada su avanzada edad, no le sobrevivirá mucho tiempo. De una manera u otra, los dos morirán en fecha más o menos próxima. Así que, al final de su escrito, el cautivo desea su anciano enemigo larga vida. Emplea la habitual fórmula de cortesía de la época. Sólo que lo hace en una forma tan inesperada y sarcástica, que desprovee a su deseo de seriedad y provoca en el “señor excelentísimo” el pasmo. Le desea una larga vida, pero tan larga, tan larga, que no es posible creer en sus palabras. Y si no es serio en sus supremos deseos, ¿lo es en el resto de su escrito? El que va a morir próximamente —de buen humor— dice mordazmente a su verdugo de sesenta años de edad: “Dios guarde a vuestra excelencia muchos siglos”. No muchos años. No: ¡siglos! A pesar, pues, de lo que se ha dicho sobre las supuestas flaquezas del héroe, si el escrito de Morelos no es auténtico, ¿lo compromete en algo? Y si lo es, ¿en qué lo compromete...?

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XXVI COMUNÍCOLO PARA OTROS FINES SUMARIO. 1. Cambio de guardia: a) sustitución de Bracho; b) otra supuesta oferta de Calleja. 2. Reconstitución del tribunal militar: a) extraña pregunta; b) declaración bajo doble juramento. 3. Sentencia del jefe de Estado: a) supuesto ofrecimiento del cautivo; b) otros ofrecimientos análogos. 4. Solicitud del Congreso: a) ilustre guerrero; b) intercesión por su vida; c) rama de olivo; d) amenaza de justicia; e) respuesta de Calleja; f) disolución del Congreso. 5. Notificación y ejecución: a) fuera de garitas; b) el comisionado ejecutor; c) traslado a San Cristóbal Ecatepec; d) muerte por la espalda.

1. CAMBIO DE GUARDIA Tres días después de la redacción del controvertido documento que se analizó en el capítulo anterior, es decir, el viernes 15 de diciembre, mientras la ciudad escucha el alegre repique de las campanas, asiste a misa de gracia y se estremece con las triples salvas de artillería por la noticia de que la familia real goza de completa salud, el virrey releva a Bracho de su comisión y se la vuelve a dar a Concha. Habiendo regresado de su expedición el señor coronel don Manuel de la Concha, he resuelto que vuelva a encargarse -con la tropa del Regimiento de Tlaxcala que no hace por ahora otro servicio- de la persona del reo Morelos, en los mismos términos que ha estado al cuidado 654 de vuestra señoría, a quien lo aviso para los efectos consiguientes.

Hace sacar copia del oficio anterior en la misma fecha, y antes de remitírsela a Concha para su conocimiento, le agrega la misteriosa frase: “Comunícolo a vuestra señoría para otros fines”.655 ¿Cuáles son éstos? Este asunto, como otros muchos, no lo confiará al papel. El cambio de oficial de guardia se hace en la tarde de ese mismo día. El coronel Bracho replica al virrey: “En virtud del superior oficio de vuestra excelencia que he recibido, he entregado al señor coronel don Manuel de la Concha la persona del reo Morelos, en esta misma tarde”. Y termina con la fórmula habitual: “Dios 654

Oficio del virrey a Bracho fechado el 15 de diciembre, en el que le ordena que entregue el reo al coronel Concha, Hernández, n. 37. 655

Oficio del virrey a Concha fechado el 15 de diciembre, en el que le transcribe el oficio anterior de la misma fecha, Hernández, n. 38.

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guarde a vuestra excelencia muchos años”.656 Años, no siglos, como generosamente le deseara Morelos... si es que eso le deseó. ¿En qué términos se hace cargo del cautivo el hombre que lo capturara en Temalaca? ¿Qué otros misteriosos fines tratará de alcanzar? ¿Qué le comunica secretamente Calleja? Aparentemente, serán los de arrancar a Morelos, en la medida de lo posible, su arrepentimiento por haber participado en la guerra y no haberse quedado en calidad de cura. Más adelante lo veremos. Mientras tanto, es necesario plantear otra conjetura, tomando como referencia las actas del tribunal militar levantadas varios días después así como la propia sentencia final. No habiendo obtenido ninguna información de su prisionero sobre el tesoro que escondiera ni sobre los nombres de sus secuaces, el “señor español” le hace saber la oferta que le hiciera llegar el Congreso mexicano; le vuelve a ofrecer la vida a condición de que pida a los suyos que se comprometan realmente a deponer las armas, y lo amenaza, además, con condenarlo a la última pena en caso de no hacerlo. Morelos, que sabe que ha sido condenado a muerte desde su captura, aparenta aceptar el trato y le hace “vagas e indeterminadas ofertas”. En esta hipótesis, no hay que suponer flaqueza alguna, ni en Calleja ni en Morelos, sino sólo una expresión más de la encarnizada lucha que se sostiene entre ellos. Por lo pronto, el virrey deja transcurrir el sábado 16, el domingo 17 y el lunes 18 de diciembre sin decidir nada en este asunto. Después de recibir la petición y la amenaza del Estado mexicano, se entera del cuartelazo de Tehuacán, en el cual el coronel Mier y Terán disuelve a las corporaciones que lo formaban. Luego entonces, la amenaza y la petición han dejado de tener valor. Al corroborársele la noticia, reafirma su decisión de dar muerte a Morelos. Antes de dictar sentencia, sin embargo, el martes 19 de diciembre, remite una carta “muy reservada” a Concha, en la que le pide “que averigüe del reo Morelos qué noticias o antecedentes tiene acerca de una mujer que se dijo había sido despachada de esta capital, en el año de 1812 o en el 13, con objeto de darle veneno, y qué avisos recibió de la misma capital o de otra parte sobre este particular, y por qué conducto. Y si fuere necesario, le tomará vuestra señoría

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Oficio de Bracho al virrey fechado el 15 de diciembre, en el que le da cuenta de haber cumplido con sus instrucciones, Hernández, n. 39.

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una declaración jurada sobre esto y me la pasará”.657 Calleja, aparentemente, ha aprendido la lección. Antes, al enviarle clandestinamente “avíos de escribir” —si es que lo hizo—, Morelos no se obligaría ante nadie a conducirse con verdad. De allí que el 12 de diciembre anterior expusiera esa incoherente relación de lugares y nombres que, a pesar de haber impresionado a Lemoine, no servía al virrey para nada, excepto para comprometerlo ante sus superiores y burlarse de él. Error de semejante naturaleza no lo volvería a cometer. Después, al insinuarle que se dirigiera a los suyos para hacer que se rindieran, no le había respondido más que con “vagas e indeterminadas ofertas”. Es suficiente. Esta vez, la diligencia se hará constar en acta ante el tribunal militar. Ahora bien, ¿por qué hacer tan extraña pregunta a su prisionero? Probablemente él mismo había enviado a la referida mujer —a través de uno de sus íntimos— para que envenenara al héroe en campaña. Consecuentemente, sabe con precisión el nombre o los nombres de las personas con las que había compartido esta secreta maniobra, que terminara sin ningún resultado. Quiere saber si, en efecto, Morelos sabe lo que se le pregunta o se niega a confesarlo. Quiere una respuesta adecuada: qué avíos recibió, de dónde y por qué conducto. 2. RECONSTITUCIÓN DEL TRIBUNAL MILITAR A partir del martes 19 de diciembre, en que escribe a Concha el documento confidencial antes mencionado, los acontecimientos se precipitan. El miércoles 20 se hace necesario tomar el cautivo su declaración debidamente jurada ante el tribunal, ya que de otro modo no hubiera sido posible comprometerlo. En la Ciudadela de la Plaza de México... teniendo presente a don José María Morelos -señala el acta-, yo, el juez comisionado coronel don Manuel de la Concha, ante mí, el secretario nombrado en las diligencias practicadas anteriormente, recibió juramente que hizo por Dios Nuestro Señor y una señal de la cruz, por el cual ofreció a Dios y pro-

657

Oficio muy reservado del virrey al juez militar Concha fechado el 19 de diciembre, en el que le ordena que pregunte a Morelos los antecedentes de una mujer despachada de esta capital en el año de 1812 y 13 con el fin de envenenarlo, Hernández, n. 46.

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metió al Rey decir verdad en cuanto supiere y fuere preguntado”.

658

En esta ocasión, como se ve, el tribunal militar no sólo lo hace jurar por Dios y por la señal de la cruz que se producirá con verdad, sino también ofrecer a Dios y prometer al rey que así lo hará. Y no sólo Dios sino también el alter ego del rey sabrá que no lo haría. El declarante volvería alegremente a escabullirse. Por lo pronto, se sale “por la tangente”. Según el acta, “respondió que estando en el pueblo Chilapa recibió una carta firmada por un tal Alva...” ¡Por fin! ¡Un nombre! Dicha carta se la llevó un “sobrino o pariente de aquél”. Para que no se queje el tribunal, da a conocer las características del portador del mensaje: “Era de regular estatura, de pelo rubio y señalado por razón de las viruelas con algunas cicatrices”. De su lectura “infirió que se le trataba de dar veneno, a cuyo efecto habían salido de esta ciudad (México) dos hombres de oficio herreros”. Se le ha preguntado por una mujer y él habla de dos hombres. Y agrega: “Según las noticias que le comunicó su enviado..., (Alva) era clérigo con destino de capellán de coro y otras injerencias en la Colegiata de Guadalupe”. ¿Quién fue realmente el tal Alva? ¿Un simpatizante de la independencia? ¿Un nombre ficticio? ¿O uno de los propios hombres de Calleja? En todo caso, el gobernante colonial no se traga la píldora. El sabe muy bien quiénes son las personas a las que había dado esta misión. En el calabozo de la Ciudadela, esta vez, el tribunal está alerta. Se le ha preguntado por una mujer, no por dos hombres de oficio herreros. Se insiste en la pregunta. Morelos, presionado, responde que, en efecto, “estando en Tehuacán, le presentó su segundo Matamoros a una mujer cuyo aspecto era de india”.659 ¿Le advirtió alguien que ella le daría veneno? Sí, por supuesto. ¿Quién? Su general Matamoros. Nadie más. Su segundo le comunicó que dicha mujer “había salido de esta capital de México con objeto de darle al que responde un veneno, según ella le manifestó en una prolija relación...”660 En suma, no recibió ningún aviso, de ninguna parte y por ningún conducto, excepto del hombre que había sido su brazo derecho. 658

Acta levantada por el tribunal militar el 20 de diciembre, en la que constan las declaraciones de Morelos sobre los intentos de envenenamiento que sufrió durante la guerra, Hernández, n. 47. 659

Ibid.

660

Ibid.

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Punto. No compromete a nadie. Con lo anterior se da por concluida la diligencia, levantándose el acta respectiva. 3. LA SENTENCIA DEL JEFE DE ESTADO Leídas en el mismo día las actas que contienen las informaciones que anteceden —miércoles 20 de diciembre— Calleja toma su decisión en este asunto. Dicta sentencia. Si creemos en su dudosa palabra, su prisionero le insinúa de algún modo que le envíe (otra vez) “avíos de escribir”, a fin de pedir “a sus partidarios” que dejen las armas. Las supuestas ofertas antes mencionadas, según Calleja, no han sido precisas ni claras sino “vagas e indeterminadas”. No tienen significación política alguna sino sólo el propósito de impedir su ejecución. Por cuanto a las vagas e indeterminadas ofertas que ha hecho Morelos -dice la sentencia- de escribir en general y en particular a los rebeldes, retrayéndolos de su errado sistema, no se infiere otra cosa que el deseo que le anima en estos momentos de libertar de cualquier modo su vida, sin ofrecer ninguna seguridad de que aquéllos se presten a 661 sus insinuaciones.

Si el héroe hubiera hecho realmente este supuesto ofrecimiento, no se habría comprometido en cada; pero no existe ni una sola constancia, ni una prueba, ni siquiera un indicio de que lo haya hecho. Además, en el caso de que sea cierto, ¿qué seguridad podía dar —encadenado, encarcelado e incomunicado como estaba— a su verdugo? ¿Qué clase de garantías quería éste? Por otra parte, ¿no tenía el señor español una especial petición del Congreso Mexicano, ofreciendo dar fin al derramamiento de sangre si le respetaba la vida? ¿Qué otra cosa quería? ¿La rendición incondicional? ¿La renuncia definitiva? ¿La entrega total? Después de cinco años de guerra a muerte, sin dar ni pedir cuartel, ¿era posible? El mismo gobernante colonial reconoce en su sentencia que “no presentan la menor probabilidad de ello las repetidas experiencias de desprecio con que han visto semejantes explicaciones hechas por otras reos, como Hidalgo, Aldama, Matamoros, etcétera, en el terrible trance de trasladarse a la vista de su Creador”. Las peticiones de abandonar la lucha se habían rechazado en los casos anteriores, siempre con desprecio, por haber sido los captores, no los 661

Sentencia de muerte dictada por el virrey en la causa seguida por la Jurisdicción Unida contra Morelos, Hernández, n. 55.

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detenidos, quienes las hicieran. Teniendo presente -dice Calleja- el ejemplo de Leonardo Bravo, a quien habiéndole permitido mi inmediato antecesor, como lo hizo, a sus hijos y hermanos para que se presentasen al indulto, suspendiendo entretanto la ejecución de su sentencia, no sólo no lo verificaron sino que, al contrario, continuaron con más empeño sus hostilidades y 662 atentados contra su soberano, patria y conciudadanos”.

Cierto que los insurgentes nunca dejarían antes las armas, ni en la época de Hidalgo y Aldama, ni en la de Leonardo Bravo y Mariano Matamoros. Al contrario: recrudecerían sus campañas. “La nación no larga las armas —diría Morelos— hasta concluir la obra”.663 Ahora, según Calleja, estaba sucediendo lo mismo. Tenía en sus manos “la prueba” de que nadie había ofrecido deponer su actitud y entregar las armas a fin de liberarle. En su concepto, “siguen practicando (las hostilidades y atentados contra el soberano) después de la prisión de Morelos —agrega— las diferentes gavillas esparcidas en el reino, sin que una sola ni ninguno de sus caudillos se haya presentado ni ofrecido dejar las armas de la mano por libertarlo, con cuyo objeto y para tener esta última prueba, he suspendido expresamente hasta hoy imponerle la pena condigna”.664 Pero no es posible creer la palabra del virrey. Lo que dice no es cierto. A diferencia de los casos citados por él, ahora los insurgentes cambiaron de actitud y cedieron, con la secreta esperanza de que el gobierno colonial cambiara la suya y respetara la vida del héroe. De este modo, crearon las condiciones para reanudar la convivencia social bajo el dominio español, a costa de sus más caros anhelos. 4. SOLICITUD DEL CONGRESO El Congreso Mexicano dirige con toda oportunidad “una representación”, esto es, una solicitud a Calleja, al que de entrada no le reconoce su calidad de virrey ni gobernador de la Nueva España — es cierto—, sino sólo la de “señor capitán general del ejército español”; pero que de cualquier forma es el inicio de una negociación que, de prosperar, hubiera conducido a importantes concesiones de 662

Ibid.

663

Doc. 17 (Ver nota 9 del Capítulo VII).

664

Doc. 55 (Ver nota 12 de este Capítulo).

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una parte y de otra. En dicho documento, el Congreso recuerda al general que la suerte de la guerra ha puesto en sus manos “a un ilustre guerrero” (no a un clérigo), y que el trato que le dé debe corresponder a su real condición (la de militar americano), no a la de “cura rebelde” que le atribuye su captor. Su interpelación, fechada en Tehuacán el 17 de noviembre de 1815 y entregada días más tarde a su destinatario a través del Ayuntamiento de la Ciudad de México, le comunica textualmente lo siguiente: Señor General: la suerte de la guerra ha puesto en manos de vuestra excelencia la persona de don José María Morelos... Los diputados presumen que vuestra excelencia intente quitar la vida a este ilustre guerrero o que no lo trate con el respeto debido a su carácter... pues vuestra excelencia no considera esta guerra sino bajo el aspecto de una rebelión, no como la expresión y voluntad general de un pueblo 665 justamente irritado.

Además de interceder por su vida, los diputados advierten al soldado español el carácter que debe reconocer a su prisionero: Esta Representación Nacional faltaría a sus deberes si no solicitase a vuestra excelencia la conservación de la preciosa vida del general Morelos, que es uno de los jefes más principales y, al mismo tiempo, miembro de nuestro gobierno americano”.

Los que se dirigen al jefe español son no sólo los diputados del Congreso mexicano sino también los miembros de los Poderes Ejecutivo y Judicial: Exhortamos, pues, a vuestra excelencia, en nombre de la nación, y por las penalidades sufridas en esta guerra, a que conserve la vida de don 666 José María Morelos.

Más adelante, las nacientes instituciones del Estado mexicano hacen al jefe del Estado colonial un ofrecimiento inusitado, insólito, inesperado, único: Nos prometemos que cesará ya el derramamiento de sangre de los moradores de este país, ya que hasta aquí no ha reinado por todas partes sino la desolación y la muerte.

665

Bustamante, Op. Cit., p. 223.

666

Ibid.

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La condición es que conserve la vida del cautivo. No que lo ponga en libertad sino únicamente que no atente contra su vida. En caso contrario, le hace una terrible amenaza: “sesenta mil españoles deberán responder de la menor injuria que se le haga”.667 Aunque Bustamante asegura que él redactó el documento anterior, no tiene su estilo. Es firmado por el Lic. José Sotero Castañeda, presidente del Congreso; el Lic. Ignacio Alas, presidente del Gobierno, y el Lic. José Ma. Ponce de León, presidente del Supremo Tribunal de Justicia. Yo les he dado por respuesta —informa Calleja al ministro de la Guerra— un silencio despreciable... Suplico a vuestra excelencia reflexione sobre sus palabras, que le pintarán el carácter de estos rebeldes, la alta opinión que tienen de sí mismos, la determinación en que se ha668 llan y las esperanzas que abrigan.

Los sesenta mil españoles no responderían de inmediato al ultraje que recibe el héroe. El tiempo de una nación no se mide por la vida de un hombre. Pero lo irían pagando paulatinamente pocos años después: unos con su vida, otros con sus bienes, los más con el desprecio popular y los últimos con la expulsión de un país que era el suyo. Por eso es difícil creer en la palabra de Calleja. Hay no sólo signos entre los insurgentes que revelaron a éste un cambio de actitud, sino pruebas de ese cambio. Si respetaba el carácter de su prisionero, “cesará el derramamiento de sangre”. Tal es el compromiso de las instituciones del Estado mexicano. ¿No está claro el mensaje? ¿No salta a la vista el olivo de la paz? Si mintió en este punto, no es remoto que también lo haya hecho en el otro, es decir, en el que se refiere al supuesto ofrecimiento de Morelos de escribir “a sus partidarios”. Nada tiene de comprometedor el supuesto intento. También había ofrecido que haría un plan de pacificación si le daban “avíos de escribir” y, a pesar de haberlos recibido, según se dice, no lo formuló. Pero si no es cierto, no estamos obligados a aceptarlo como tal, simplemente porque Calleja lo consigna en su sentencia. No es la única falsedad que se dejó escrita en los procesos. Tampoco será la última.

667

Ibid.

668

Ibid.

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De cualquier modo, vale la pena señalar que, mientras las corporaciones del Estado mexicano se mantienen en Tehuacán, el virrey se abstiene de dictar sentencia. Durante todo el mes de noviembre y las dos primeras semanas de diciembre ve a sus contrincantes demasiado cerca de la sede de su gobierno. Es mejor conservar la vida a su cautivo que quitársela. Si a la esperada ofensiva insurgente sobre la capital se suma un levantamiento popular, como fundadamente lo teme, su situación puede volverse crítica. En tal caso, la vida de Morelos será escudo y garantía de protección e incluso de salvoconducto si sus tropas llegan a sufrir un revés espectacular. Por el momento, la correlación de fuerzas lo favorece; pero en la guerra todo puede pasar: nada es seguro. El 15 de diciembre se entera que el coronel Manuel Mier y Terán avanza ese mismo día con sus armas, pero no contra el ejército colonial sino contra sus propios compañeros de lucha: disuelve el Congreso, arresta a sus diputados y desconoce a los Poderes Ejecutivo y Judicial. Extraño personaje el coronel insurgente: inteligente, brillante, sagaz, pero confuso y desgarrado por contradicciones internas. Nace en la ciudad de México en 1789 y hace sus estudios en el Colegio de Minería, en donde aparentemente es uno de los alumnos examinados en 1803 por Humboldt. En 1812, el ingeniero Terán aparece al mando de la artillería de Morelos en el victorioso asalto a Oaxaca. En 1814 se hace cargo de la comandancia de la provincia de Puebla, con sede en Tehuacán, y fortifica Cerro Colorado. “Esta villa (la de Tehuacán) conoció entonces una actividad militar -dice Lemoine- que, a la vez, se tradujo en apreciables beneficios económicos. La tesorería e intendencia de Mier y Terán gozaban de robustez. Y la seguridad de todo el distrito, era garantizada por el afamado Cerro Colorado, posición dominante en el centro del valle, que Mier y Terán fortificó y artilló con las más estrictas reglas del arte de la guerra...” “Cuando Morelos conducía los Supremos Poderes a Tehuacán continúa Lemoine-, proyectaba hacer de esta población el centro del gobierno, que aglutinaría de nuevo a todas las comandancias dispersas y de donde irradiaría la ideología y política unívocas del movimiento. Morelos -se ha visto- no pudo llegar a Tehuacán; pero sí las corporaciones, hacia las que Mier y Terán no disimuló su rechazo, considerándolas un poder intruso que venía a obstruir su

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autoridad. Decidió por lo tanto eliminarlas”.669 Después del golpe de Estado, el ingeniero militar proyecta la toma del puerto de Coatzacoalcos, para tener una salida que lo comunique al exterior, como Guadalupe Victoria tiene la suya en el puerto de Boquilla de Piedras; pero la expedición que organiza para ese efecto en julio de 1816 termina dos meses después en un desastre, en el que el propio Mier está a punto de perder la vida. Regresa a Tehuacán muy deprimido y decide capitular ante el enemigo en enero de 1817, entregándole el inexpugnable Cerro Colorado. Se va a Puebla, en la que reside hasta 1821, la que deja para sumarse a las fuerzas del Ejército Trigarante. Luego, es diputado por Chiapas durante el imperio de Iturbide; ministro de la Guerra en el gobierno republicano de Guadalupe Victoria -su antiguo adversario-; director del Colegio de Artillería, y director de la Comisión de Límites entre México y Estados Unidos. Considerado en 1830 -por el doctor Mora- como candidato a la Presidencia de la República, en 1832 se suicida en una casa de Padilla, Tamaulipas; la misma, por cierto, en la que pasara sus últimas horas don Agustín de Iturbide, antes de ser fusilado. El 15 de diciembre de 1815, preso Morelos en el Cuartel del Real Parque de Artillería, en la Ciudadela de México, el coronel Mier y Terán disuelve en Tehuacán los tres Poderes del Estado mexicano. Bustamante, el historiador, a la sazón diputado del cuerpo parlamentario, relata el acontecimiento: “Vime rodeado de oficiales, desnudas sus espadas y agolpado en la puerta de la casa un grueso de infantería de la guarnición. Propúsose la cuestión de la forma que debería darse al gobierno; yo opiné que deberíamos continuar en la adoptada, a pesar de un gran razonamiento que hizo Terán pretendiendo manifestar que bajo de ella había retrocedido la revolución (sic) en vez de aumentar. Yo dije francamente: lo único que me parece que por ahora debe hacer el gobierno para sistemar la guerra, es crear una mesa de este nombre (una especie de ministerio), en la que se ponga de oficial a don Manuel Terán por sus conocimientos militares, y aguardemos las reformas del tiempo que las irá indicando. Los señores del gobierno don Ignacio Alas y don Antonio Cumplido (sustitutos de Cos y Morelos) mostraron dignidad, sosteniendo la existencia del Congreso, principalmente el primero... Por último, resultó acordado allí que el Congreso queda-

669

Lemoine, E., Morelos y la Revolución de 1810, gobierno del Estado de Michoacán, 1979, p. 327.

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ba disuelto y que se le subrogaría en una comisión compuesta de tres individuos con el título de Comisión Ejecutiva”.670 “Mier y Terán intentó justificar el cuartelazo por medio de dos proclamas (una del mismo día 15 de diciembre de 1815 y otra del 16 de enero de 1816), en la que vergonzante y con mala conciencia no quiso poner su nombre”.671 En la primera, como Cos meses atrás, considera ilegítimo al Congreso; lo acusa de haberse arrogado las atribuciones del Poder Ejecutivo, de dirigir mal la guerra y de cortar la acción de los comandantes militares. Justifica el golpe de Estado, diciendo que es para preservar y hacer prevalecer el espíritu -no la forma- de la Constitución. En las últimas frases late un reproche implícito a las tres corporaciones políticas nacionales por el funesto desenlace de Temalaca, en el que éstas se salvan dejando comprometido al general Morelos. La crítica que hace al despotismo del Congreso coincide en lo fundamental no sólo con la que antes hiciera el Dr. Cos sino inclusive con la del mismo Morelos; pero no hay duda de que éste, desde su calabozo, hubiera reprochado al enérgico artillero el artero golpe, por las mismas razones que lo hiciera con su amigo Cos: a las instituciones débese sostenerlas -sobre todo en tiempos de guerra- con todos los medios, no golpearlas. Atentar contra las corporaciones del Estado es atentar, en muchos sentidos, contra la nación. Hasta hoy se abusaba de la Constitución..., porque a pretexto de ella dice Terán- se deprimió el mérito de los militares; la representación del Congreso carecía de la confianza pública porque el pueblo no había tenido parte en sus respectivas elecciones... En una palabra, americanos, decidme: ¿Qué será mejor? ¿Sostener cincuenta soldados valientes para hostilizar al enemigo? ¿O a una corporación de representan672 tes suplentes para huir y comprometer a la autoridad...

Así, a su parecer, el golpe se justifica porque el Congreso había perdido la confianza no sólo de las fuerzas armadas, representadas por él, sino también “la confianza pública”, que él creía pulsar con certeza. Agrega que la estrategia de dicho cuerpo representativo se había caracterizado por despojar a Morelos del Poder Ejecutivo en marzo de 1814; de su ejército, semanas después; del mando de las 670

Bustamante, Cuadro Histórico, t. II., p. 233.

671

Lemoine, p. 328.

672

Bustamante, p. 237.

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provincias que liberara, en seguida, y además, de disponer “muy mal de las tropas”, al decir del propio Morelos. Terán tenía la sensación de que el movimiento nacional carecía de una auténtica autoridad ejecutiva. En lugar de establecerla, el Congreso la había asumido directamente de marzo a octubre de 1814. Y aunque, a partir de esta fecha, la transferiría formalmente a un cuerpo colegiado —un triunvirato—: sombra llamada supremo consejo de gobierno —que tenía poco de supremo, menos de consejo y nada de gobierno—, no le concedería, para todos los efectos prácticos ninguna facultad realmente ejecutiva. Los Vocales del Congreso, siempre según Terán, no habían sido electos por el pueblo. Luego entonces, a su juicio, el pueblo no estaba representado en el Congreso. Valían más “cincuenta soldados valientes”, en su concepto, que un grupo de “representantes suplentes”, que lo único que tenían en su haber hasta la fecha, y esto se vería en la dramática acción de Temalaca, había sido “huir y comprometer a la autoridad”. Los “suplentes”, comprometerían a Morelos y lo dejarían sin resguardo militar, solo, a merced del enemigo. El despotismo de la asamblea parlamentaria, a cuya representatividad le faltaba autenticidad, era suficiente, a su juicio, para disolverla por impráctica, ineficaz y haber hecho a la nación más mal que bien. Se había seguido sintiendo, como se ve, la necesidad de un mando superior que dirigiera a las fuerzas armadas. El sistema político adoptado por la Constitución no había sido práctico. A Morelos “siempre le pareció mal, por impracticable, no por otra cosa”. A Terán también. El Congreso, a su modo de ver, no había servido más que de “pretexto” para “deprimir el mérito de los militares”, alusión significativa a las limitaciones que le hicieran a Morelos. El Dr. Cos diría tres meses antes, en agosto de 1815, que había traidores en sus filas “a quienes los gachupines han constituido Vocales”; que el Congreso había sometido a los ciudadanos “a un yugo más pesado que el de sus enemigos”, y que “los señores Morelos y Sánchez Arreola están sufriendo una especie de prisión, sin libertad para expresar sus sentimientos y poner coto a las arbitrariedades”. Tales son algunas de las razones por las que desconocería a dicha asamblea, análogas en principio a las invocadas por Terán para disolverla definitivamente. No obstante lo expuesto, lo que se debía hacer era transformar, no disolver el Congreso. A pesar de la coincidencia de ideas entre

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Cos, Terán y Morelos, éste, a diferencia de aquéllos, no sólo había defendido la integridad del cuerpo parlamentario de la nación en armas y apoyado su autoridad, sino incluso sacrificado por él su propia libertad y, por ende, su vida misma. El impulso político de Azcárate, Verdad y Talamantes en 1808 para formar un Congreso que asumiera la soberanía nacional; proseguido por Hidalgo en 1810 al proponer que se convocara “un Congreso de representantes de todas las ciudades, villas y lugares del reino”; que empezara a tomar cuerpo y forma en el organismo formado por López Rayón en Zitácuaro en agosto de 1811, y que asumiera toda su fuerza y majestad en Chilpancingo en 1813, ofreciendo como coronación de sus esfuerzos constituyentes el Decreto Constitucional para la Libertad de la América Mexicana, promulgado en Apatzingán el 22 de octubre de 1814, se desmoronó. El dueño de la plaza de Tehuacán, comandante de la provincia de Puebla, Mier y Terán; el primero de los caudillos insurgentes, a juicio de Morelos, y el más peligroso de los enemigos del orden colonial, al sentir de Calleja, destruyó así las instituciones políticas ante las cuales se subordinara durante tanto tiempo la insurgente voluntad nacional. Las razones invocadas por el ingeniero para fundar el sorpresivo golpe de Estado serían firmes; los argumentos, convincentes; las justificaciones, múltiples; pero el lenguaje y el resultado, los mismos. Lo que Calleja no lograra en años de intensas campañas ideológicas, duros combates militares y al precio de tanta sangre derramada, él lo llevaría a cabo en unos minutos. El Congreso, por cuya instalación, defensa y protección sucumbiera Morelos, deja de existir. Hasta se antoja pensar que el repique de las campanas y el triple salva de artillería que se dejan oír ese mismísimo día por órdenes del virrey en la ciudad de México, se hacen por la noticia de este lamentable acontecimiento, más que por haber recibido pliegos de España o por la buena salud de Fernando El Deseado. A pesar de lo dicho por Terán, en el sentido de que en lo sucesivo haría respetar el espíritu, no la forma de la Constitución, la verdad es que ésta se redujo a un mero pedazo de papel. No hay espíritu sin forma. Las columnas insurgentes quedarían, ahora sí, en calidad de “gavillas”, sin sustento jurídico que las legitimara. Los patriotas descenderían con razón a la categoría de “rebeldes” o “revolucionarios”, como despectivamente les llamaran sus enemigos; es decir, delincuentes del orden común. Al dejar de formar parte de un Estado beligerante -una nación en guerra contra otra- no ten-

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drían más carácter que el de súbditos de España -la Nueva España-, levantados en armas contra las autoridades legalmente constituidas, o sea, las nombradas por el rey. Roto el timón —el gobierno—, la nave nacional quedaría al garete. De nada serviría que los insurgentes conservaran importantes posiciones durante años, desde las cuales dominaran regiones enteras, ni que lograran espectaculares triunfos militares aislados, ni que llegaran a estremecer con su fuerza al régimen político colonial, ni que cada caudillo formara su propio gobierno e hiciera valer sus disposiciones en el ámbito de su jurisdicción. La idea política nacional, es decir, la idea de nación americana, concebida por Talamantes, Hidalgo y Morelos, entre otros, palidecería y se debilitaría, dejando en pie la de reino de la Nueva España. Durante algún tiempo, nada sería favorable, porque es bien sabido que no hay viento favorable para una nave sin destino. La nación quedaría sin alma, sin conciencia, sin voz. Muchos años tardaría para recuperarse de este golpe. La posibilidad de la independencia, por lo pronto, se alejaría... El 20 de diciembre, teniendo la relativa seguridad de que no había ninguna ofensiva especial contra su régimen, el “general español” Calleja dicta sentencia en el caso de Morelos, sin mayores presiones ni contratiempos. Su prisionero ha perdido la fuerza política que hasta entonces, a pesar de todo, conservara. El equilibrio de fuerzas en el exterior, resuelta a favor del virrey sin disparar un tiro, se refleja inmediatamente en el calabozo del héroe. En consideración, pues, a todo, y a que en el orden de la justicia sería un escándalo absolverlo (de la pena) que merece, ni aún diferirla por más tiempo -pues sería un motivo para que los demás reos de su clase, menos criminales, solicitasen igual gracia- llévese a cabo la indica673 da sentencia.

Esta es la de muerte. Teniendo a la vista las representaciones del oidor Bataller y de la Junta Eclesiástica; aquél, solicitando la pena de muerte y la mutilación del cadáver, y ésta, que se le prive de la vida pero no en la gran ciudad de México, el supremo juez del reino de la Nueva España dicta la “indicada sentencia”. Era de esperarse: De conformidad con el dictamen que precede del señor auditor de 673

Doc. 55 (Ver nota 12 de este Capítulo)

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guerra -señala-, condeno a la pena capital, en los términos que expresa, al reo Morelos; pero en consideración a cuanto me ha expuesto el venerable clero de esta capital, por medio de los ilustrísimos señores arzobispo electo y asistentes, en la representación que antecede, deseando hacer en su honor y obsequio (y en prueba de mi deferencia y respeto al carácter sacerdotal) cuanto es compatible con la justicia, mando que dicho reo sea ejecutado fuera de garitas, en el paraje y ho674 ra que señalaré.

A pesar del dramático cuartelazo de Tehuacán y del inevitable debilitamiento de sus enemigos (a causa de sus antagonismos internos, más exasperados que nunca), que lo fortalecieran súbitamente y en forma extraordinaria, el virrey no quiere correr ningún riesgo. Es posible que la disolución de los cuerpos que representan a la nación insurgente hayan fortalecido y no debilitado a sus enemigos. Por lo pronto, ha quedado una Comisión Ejecutiva encargada de sostener su Constitución. Existe la posibilidad de que las contradicciones de los independientes así como sus enfrentamientos públicos constituyan una hábil estratagema. Es necesario precaverse contra toda eventualidad. Por otra parte, no obstante el sigilo con que se ha verificado el traslado de Morelos de “la casa de la inquisición” al cuartel de La Ciudadela, los partidarios de los rebeldes en la ciudad de México tienen identificado este lugar y lo vigilan discretamente sin cesar. En caso de ordenar la ejecución en la capital, frente al público, Calleja se expondría a una inesperada y desagradable sorpresa. No hay que descartar la posibilidad de una acción concertada entre lo que él llama la plebe y las columnas armadas insurgentes que merodean por los alrededores, apoyadas por un ataque sorpresivo de las fuerzas de Terán. La ejecución pública, por consiguiente, es necesario desecharla. En secreto, lo mismo da ejecutarla en el Real Parque de Artillería que “fuera de garitas”. Luego entonces, puede darse el lujo de obsequiar los deseos de la jerarquía eclesiástica, sin que le cueste nada. Al contrario. Al valerse de ella, le es factible curso a sus propios designios. De allí su determinación de que se ejecute la sentencia en un lugar y a una hora que por recelo y precaución no confía ni al papel. Por último, la solicitud de Bataller, en el sentido de que se descuartice el cadáver del ejecutado y se expongan sus partes en México y Oaxaca, la deniega. ¿Es ésta la única concesión 674

Ibid.

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que hace a su esposa? “Inmediatamente —dice— se dará sepultura a su cadáver, sin sufrir mutilación alguna en sus miembros ni ponerlos a la expectación pública”.675 El honor de asumir el papel de verdugo se lo conferirá a quien lo ha merecido: a Concha, el glorioso vencedor de Temalaca, custodio de su prisionero y juez comisionado, “a quien cometo la ejecución de esta sentencia, que se notificará al reo en la forma de estilo”.676 5. NOTIFICACIÓN Y EJECUCIÓN Al día siguiente, jueves 21 de diciembre, “en la Ciudadela de la plaza de México”, el tribunal militar, compuesto por el coronel Concha y el capitán Arana, se constituye en la prisión de Morelos a efecto de notificarle la sentencia dictada, no por el “señor capitán general del ejército español”, como lo denominara el disuelto Congreso, sino por el “virrey, gobernador y capitán general de esta Nueva España”, como consta en el acta. El coronel ordena que se dé lectura al documento. El secretario certifica que “haciéndolo poner de rodillas, le leí la sentencia de ser pasado por las armas, por la espalda, como traidor al rey, en virtud de lo cual se llamó a su confesor para que se preparara cristianamente”.677 No sería colgado, pues, ni se le daría garrote, como a un delincuente común. En otras palabras, no tendría el destino final del gran Leonardo Bravo. Se le fusilaría como lo que era: un soldado. Aunque se pretende humillársele hasta en la forma de morir, su ejecución será todo un símbolo. Dar la espalda al pelotón realista es darla a la colonia, al pasado, a la opresión, al bochorno, a la mentira, al engaño, a la ignominia. Adelante, ante sus ojos vendados, estará la nación, la libertad, el futuro, la igualdad, la honra, la dignidad, el progreso, el bienestar. Será fusilado por traidor a un rey al que él mismo ha calificado de traidor, o sea, por lealtad a su pueblo, a su raíz, a su tierra, a su sangre, a su patria, a su porvenir. El 21 de diciembre de 1797, Morelos había recibido su consagración sacerdotal de manos del obispo de Valladolid, fray Antonio 675

Ibid.

676

Ibid.

677

Acta levantada por el tribunal militar fechada el 21 de diciembre de 1815, en la que se hace constar la notificación hecha a Morelos de la sentencia de muerte, Hernández, n. 56.

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de San Miguel: tres días antes de la Nochebuena. Mucha agua había corrido desde entonces bajo los puentes. Dieciocho años después, en la misma fecha, el 21 de noviembre de 1815, se le notifica la sentencia de muerte como “presbítero sedicioso”: tres días antes de Nochebuena. El asunto de llamar a su confesor no tiene el propósito que podría suponerse. Sus últimos momentos revisten, para sus verdugos, una cuestión política, no espiritual. El confesor será llamado para que le arranque sus últimas revelaciones en materia política, no religiosa. Es en esos momentos cuando se intensifica la amenaza de las penas del infierno si no se arrepiente de su lucha, de su posición intransigente, de sus ideas, y si no se retracta de ellas. Desde antes de la notificación de la sentencia hasta el momento mismo de su muerte, no se le dejará tranquilo un solo instante. Se le envía primero al confesor; luego, durante el trayecto de México a San Cristóbal Ecatepec, a un capellán, y en este lugar, a un cura y un vicario, que conjuntamente unas veces, separadamente otras, llevan a cabo esta tarea. Es Concha quien lo revela: A más de los auxilios cristianos que ya había hecho aún antes de notificarle la sentencia en la Ciudadela, tuvo por el camino los que le ministró el padre capellán de la sección, y no obstante éstos, le proporcionó al cura de este pueblo y su vicario, quienes lo asistieron desde 678 tres horas antes de su muerte.

Calleja, como se ha visto a lo largo de estas páginas, gustaba de la noche para trabajar sus asuntos más importantes. Al estilo de los fantasmas, lo hacía “después de las doce de la noche”. En la del jueves al viernes -del 21 al 22 de diciembre- hace traer y Concha y desliza a su oído sus instrucciones al respecto; es decir, “los otros fines” que le anunciara desde que regresara desde su última expedición a los llanos de Apam. Habiendo constatado que en la ocasión anterior, a principios del mes, no había sido especialmente marcado por el enemigo, y que las embestidas que sufrieran sus tropas las resistiera bien, a pesar de sus “pérdidas de consideración”, debe preparar -él, que es del Sur- otra expedición al Norte de la capital; pero llevando esta vez consigo al insigne prisionero. Con las precauciones de rigor, debe conducirlo ese mismo día a San 678

Parte de Concha al virrey fechado en San Cristóbal Ecatepec el 22 de diciembre de 1815, en el que le informa haber fusilado a Morelos ese mismo día, a las tres de la tarde, Hernández, n. 61.

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Cristóbal Ecatepec, y ejecutarlo a las tres de la tarde en la casa que tiene el gobierno colonial, sin más testigos que la guarnición acantonada en ese sitio y los propios hombres de su tropa. Y el último de “los otros fines” del virrey consiste en que su subordinado dé especial atención y tenga gran cuidado en registrar los signos de arrepentimiento del condenado, frente al espectro de la muerte. Es probable que, como en los casos de Miguel Hidalgo y Mariano Matamoros, no muestre ninguno; pero no debe descuidarse el punto. En el caso de Hidalgo, los inquisidores habían reprendido a las autoridades eclesiásticas de Chihuahua por no levantar actas en las que se hicieran constar sus últimos momentos, a fin de hacer avanzar la causa que se había instruido en su contra, hasta ponerla en estado de sentencia, aún después de muerto. El cura del lugar “debió haberse acercado (al prisionero), excitándole a que hiciere su declaración; debió haber estado en expectación de las señales que manifestase de arrepentimiento, y si éstas eran aparentes o signos de verdadera penitencia, teniendo presente que los impíos más famosos han muerto en su impiedad y han aparentado conversión; para esto debió acercarse, examinar por sí mismo y formar juicio, e informar al tribunal”.679 En el caso de Morelos, la Inquisición ya había dictado sentencia y no tenía ninguna intervención en este asunto: no podía ejercer crítica o formular reproche de ninguna clase. De cualquier manera, Calleja considera necesario que Concha deje constancia de “las señales” de arrepentimiento que muestre el recién sentenciado, para los efectos legales a que hubiere lugar. De lo que ocurre después, no existe ningún testimonio imparcial o de algún partidario de la independencia. Sólo dos de los de la colonia. Uno de ellos es el parte militar de Concha sobre esta misión, y el otro, de uno de los clérigos que tienen la ingrata tarea de asistir “espiritualmente” al héroe. El primero está fechado en San Cristóbal Ecatepec el 22 de diciembre -día de la ejecución-, y el segundo, de un tal padre Salazar, en la ciudad de México... ¡veintiocho años después! “Salí a las seis de la mañana de esta capital -dice Concha-, conduciendo desde la Ciudadela la persona del rebelde José Ma.

679

Causas de Hidalgo

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Morelos”.680 Hace cinco horas de marcha para alcanzar su destino. A su llegada a San Cristóbal, “que fue a las once del día”, ordena al cura del lugar, Bachiller José Miguel de Ayala, que además de “asistir espiritualmente” al condenado, se encargue de dar sepultura a su cadáver en el cementerio de la parroquia del pueblo. El capellán de la tropa de Concha, por su parte, aclararía muchos años después, en 1843, que el héroe, contra lo que se decía entonces, había aceptado confesarse con él. ¡Gran revelación! ¡Otro mentiroso! Sin embargo, ofrece datos desde la óptica realista que arrojan alguna luz sobre lo ocurrido ese día. Dice que Concha lo presionó muchísimo para que participara en su expedición y que, con gran repugnancia de su parte, aceptó. Empieza, pues, curándose en salud. El 22 de diciembre, al llegar a la Ciudadela como a las cinco de la mañana, el coronel lo hizo entrar al coche del señor Morelos. Agrega que la columna que lo custodiaba hizo alto en la capilla del Pocito de Nuestra Señora de Guadalupe. Aunque no indica el motivo de esta detención, Bustamante asegura que fue para almorzar. Luego agrega que prosiguió su marcha hasta San Cristóbal, siempre en el carruaje de Morelos, y finaliza diciendo que “poco antes de fusilado, parecía que nada pensaba y que no se le daba nada; que de palabra era sumamente callado y ninguna cosa profería con extremo... (de modo que) todos vieran su arrepentimiento”.681 ¿Es éste el “docto párroco” citado por el arzobispo Fonte en su carta confidencial al rey de España? ¿Es el padre Salazar quien logra “el milagro” de la “conversión política” de Morelos? ¿Es él quien hace que Morelos “deteste” sus supuestos delitos y “se retracte” de ellos? No. Salazar no es párroco y mucho menos docto. Es un simple capellán. Una de sus frases lo pinta de cuerpo entero: “de palabra era muy callado”. ¿Se puede ser callado en otra forma? Este pobre hombre es uno de tantos clérigos fanáticamente partidarios del régimen colonial español, que viven defendiéndolo y mueren suspirando por él. Es criollo. No saldrá del país al desmoronarse el sistema colonial, como todos sus admirados protectores. Se le había dado la consigna de que viera en todos los movimientos de Morelos, fueran los que fuesen, signos de arrepentimiento, y veintiocho años después, todavía lo recordaría. Si Morelos “parecía” que no pensaba; que no se le daba gana nada; que no hablaba con 680

Lemoine, doc. 61.

681

Bustamante, op. cit.

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nadie, ¿cómo pudo “confesarse” con él? ¿Cómo pudo admitir que todos sus actos habían sido errores? ¿Cómo logró expresar su arrepentimiento? ¿A señas...? Bustamante, por el lado contrario, también inventa una historia; ésta, por lo menos, adecuada a las circunstancias. Asegura que Morelos levantó sus ojos al cielo y dijo: Señor, si he obrado bien, tú lo sabes. Si no, me acojo a tu infinita misericordia. ¿Cómo lo supo? ¿Quién oyó a Morelos pronunciar tales palabras? Salazar y Bustamante no hacen más que llevar agua a su molino. Lo único que se desprende del relato de Salazar es que el héroe permanece callado todo el tiempo. Consecuentemente, ni puede arrepentirse de haber participado en la lucha por la independencia nacional, como lo aseguran sus detractores, ni hacer tampoco la exclamación que se le atribuye, como lo reiteran sus apologistas. Lo que hay que hacer es omitir estos desplantes e imaginarlo encadenado, dispuesto a morir y en absoluto silencio. Al cumplir con las instrucciones recibidas, Concha cree advertir en el silencio de Morelos una señal de arrepentimiento, y así lo consigna en el parte que le remitió al virrey. A decir verdad, cualquier cosa que el condenado hubiera hecho o dejado de hacer, dicho o dejado de decir, se hubiera interpretado como señal de arrepentimiento. Sin embargo, en ese mismo parte, Concha rinde a su víctima, sin darse cuenta, un homenaje póstumo. “Parece que manifestó algunos sentimientos de arrepentimiento -dice-, diversos de los que hasta entonces había tenido”.682 Sin quererlo, reconoce expresamente que “hasta entonces” no había tenido ningún “sentimiento de arrepentimiento”. Lo que significa que los que se le atribuyen; todos, tanto los que supuestamente mostró ante los tribunales, cuanto los que se dice que tuvo en su calabozo de la Ciudadela entre los días 10 y 12 de diciembre, son falsos, sin excepción. Y los “sentimientos de arrepentimiento” que manifiesta frente al pelotón de fusilamiento, “parece” (sólo “parece”) que los expresa. La verdad es que Morelos no mostró nunca, ni al principio, ni durante, ni al final de su cautiverio, ningún arrepentimiento de ninguna naturaleza, y mucho menos pidió perdón. Al contrario. Siempre embistió contra sus enemigos y los despojó de toda autoridad para cometer sus actos. Estas triquiñuelas baratas estaban destinadas el vulgo. Era una manera de meter miedo a la gente timorata. 682

Lemoine, doc. 61.

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Si el grande, el héroe, el caudillo, se arrepentía en el supremo trance de pasar de la vida a la muerte, ¿qué era de esperarse del hombre menudo? Pero los principales no caían en estas mezquinas y pequeñas trampas. Ni los de uno ni los de otro bando. Los inquisidores sabían que cuando un hombre arriesga la vida por una idea, la muerte no es el fin de la idea sino su comienzo. “Los impíos más famosos —decían— han muerto en su impiedad”. El inquisidor Flores, concretamente, escribiría al obispo de Guadalajara, días antes de la ejecución de Morelos, que dudaba que éste llegase en verdad a “convertirse”, o sea, a arrepentirse y retractarse. Y es que los hombres de temple, como los que protagonizaron el drama de la guerra, no temieron a la muerte: la desafiaron. José Ma. Cos, por ejemplo, condenado a muerte por el Congreso -por los suyos-, habría exclamado: “mayor dolor me causará el piquete de un mosquito que el paso de la vida a la eternidad”. El también sabía que un hombre convencido vive y muere en sus convicciones. Pasaron tres horas de haber llegado a San Cristóbal: de las once a las dos. Lo único que se sabe es que los clérigos asedian al condenado para que confiese y se arrepienta, mientras éste permanece encerrado en un obstinado silencio. Al dar las tres, Concha manda formar la tropa: la de la sección a su mando y la de la guarnición destacada en ese lugar. Salazar dice en su anacrónico y breve relato que “al marchar al suplicio, Morelos se dio una caída” y “creyó que era de miedo”. Lo que no menciona, a pesar de haber sido testigo presencial, es que para llevarlo al paredón lo hicieron caminar sujeto a una pesada barra de grillos en los pies, con la que era difícil caminar sin tropezarse, lo que pone de manifiesto que el que tuvo miedo fue el capellán y quizá la tropa misma. Tal es la probable razón por la que se le darían dos cargas, ya que la primera no sería suficiente para privarlo de la vida. Por lo pronto, el héroe se incorpora de la caída al golpe de las cadenas. El cuadro militar presencia la maniobra con expectación, en medio de un profundo silencio, roto únicamente por el lúgubre redoble del tambor. Se le vendaron los ojos con el mismo pañuelo que traía amarrado a la cabeza, quedó solo en el lugar del crimen y levantó orgullosamente la cabeza, de espaldas al pelotón del fusilamiento. En ese momento, el comandante dio la voz de fuego.

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Así cayó el ciudadano José María Morelos y Pavón, Vocal del Consejo de Gobierno y Capitán General del ejército mexicano, uno de los hombres que llenara con su presencia una de las épocas más dramáticas y martirizadas del nuevo continente, y que forjara no sólo el brazo armado sino también la conciencia y los sentimientos de una gran nación...

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EPÍLOGO SU RETRACTACIÓN El 25 de diciembre de 1815, tres días después de ejecutada la sentencia, el régimen colonial dispuso que, en número especial y extraordinario de la Gaceta de México, se publicara al día siguiente el texto de una carta dirigida al “excelentísimo señor virrey don Félix María Calleja”, atribuida a Morelos, en la que éste se “retracta” de sus actos e ideas. Es así como el régimen colonial celebró la Navidad. El 31 de diciembre de ese mismo año, el mismo gobernante envió un documento “reservado” al rey de España, en el que le hizo saber el destino corrido por Morelos a consecuencia de la causa formada por la Jurisdicción Unida: de este modo festejó la llegada del Año Nuevo. La edición especial y extraordinaria de la Gaceta de México no sería necesaria. Lo que se hizo fue una edición normal y ordinaria. En ella se publican dos cartas atribuidas a Morelos: la retractación y un exhorto a los suyos. “Sin embargo de haberse prevenido en la Gaceta anterior que los documentos que se insertan en la presente se darían por extraordinaria -dice la nota del periódico-, ha parecido innecesario el aumento de ella”.683 La retractación está fechada el 10 de diciembre de 1815. El llamado a los suyos para que abandonen las armas, dos días después: el 12 de diciembre. Las cartas mencionadas nunca existieron, naturalmente, excepto en la imaginación de los hombres adueñados del poder colonial. A pesar de que el arzobispo Pedro de Fonte asegura haber tenido “la satisfacción de que por el celo de un docto párroco, Dios le comunicara conocimiento y detestación de sus delitos, para cuya reparación extendió un escrito que mandó publicar el virrey”, ni este escrito ni el otro existen ni existieron. El doctor Fonte incurrió en lo que se llama falso testimonio, si no es que en falsificación de documentos. En el mejor de los casos, lo que el arzobispo conoció, como nosotros, fue el texto publicado en la Gaceta, no el supuesto original. En el peor y más probable, él fue su autor. El “docto párroco” tiene su perfil. Sea lo que fuere, dichas cartas no las hubo ni

683

Gaceta de México, del martes 26 de diciembre de 1815. Tomo VI, No. 840.

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siquiera en versión falsificada. Su texto pasó directamente de la oficina del virrey —o del arzobispo— a la prensa. Fue tan grosera la fraudulenta maniobra que, habiendo tenido el propósito de desacreditar la causa de la independencia, lo único que logró es el efecto contrario. Ya desde temprana época, Alamán lo reconoce: “Una retractación —dice— que con su firma se publicó por el gobierno después de la ejecución, con fecha 10 de diciembre, no hay apariencia alguna de que fuese suya, pues es enteramente ajena a su estilo, y no es tampoco probable que la firmase, habiendo sido redactada por otro, pues no se hace mención alguna de ella en la causa”. Si Morelos hubiera escrito realmente las supuestas cartas de su retractación el 10 de diciembre, el gobierno colonial no habría escatimado recurso alguno en darlas a conocer inmediatamente, ese mismo día o, a más tardar, el siguiente. “Habiéndose hecho el 10 de diciembre —dice un comentarista de la época apellidado Aguilar— era más regular haberlas publicados luego inmediatamente, para no incurrir en la nota de falsos ni en la nulidad de testificar con muertos”.684 No es ocioso insistir en que a Morelos nunca se le dieron “avíos de escribir” en ninguno de sus calabozos. No hubo ningún juez que se los haya autorizado, ni una constancia que acredite que se le hayan entregado, ni un auto que ordene que se agregaran a la causa, ni algún documento judicial que disponga que se sacaran copias certificadas para agregarlas al testimonio de la causa enviada al rey de España. En la primera carta, el héroe aparece sumamente “arrepentido” de los “innumerables gravísimos daños que he ocasionado al rey, a mi patria y al Estado”. El estilo del documento corresponde a alguien como Bataller, el doctor Fonte o su “docto párroco”, no a Morelos. La frase sobre los “innumerables gravísimos daños” no es más que la confesión (nunca aceptada dentro del proceso) de los

684

Notas manuscritas que aparecen en una hoja que corre agregada a la proclama de Calleja, publicada en la Gaceta de México de 26 de diciembre de 1815, después de la supuesta retractación de Morelos, que se encuentra en el Tomo 5 de Operaciones de Guerra, en el Archivo General de la Nación, reproducida en Morelos, Documentos Inéditos y Poco Conocidos, Vol. III, Tomo III, Colección de Documentos del Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía, SEP, México, 1927, pp. 60-62.

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“crímenes enormes y atroces”, puesta allí para justificar a posteriori las sentencias dictadas en el caso, ante el rey de España. Los terribles estragos a los que se refiere jamás pudo Morelos causárselos al rey, por la sencilla razón de que cuando los produjo no había rey: argumento que siempre sostendría incluso en los momentos en que éste fuera reinstalado en su trono; admitiendo que, de existir, sería puesto por Francia, para mejor garantía de sus intereses, no de España. “Opinión muy racional y justa —dice Aguilar—, corroborada en los papeles públicos de los mismos tiranos. Véanse los que insertaron las primeras noticias de la venida de Fernando y advertirán que por disposición de Napoleón lo condujo el general Suchet con su ejército”.685 Los “gravísimos daños” que causó al Estado colonial son innumerables, es cierto, hasta dejarlo herido de muerte; pero no suficientes para hacerlo saltar en pedazos. Es más fácil que haya sentido pesar por no haber tenido éxito en destruirlo, que por haberle ocasionado sólo “gravísimos daños”. “Sin otro motivo que la autoridad de Hidalgo —prosigue—, de cuyo talento e instrucción tenía yo hecho un gran concepto, abracé el partido de la insurrección, insistí en él después, y lo promoví con los infelices progresos que todos saben, y que yo quisiera llorar con lágrimas de sangre, arrastrado de un deseo tan excesivo y furioso del bien de mi patria, que sin detenerme a reflexionar lo tuvo por justo”.686 Morelos, es cierto, admiraba al Maestro Hidalgo, pero no se lanzó a la guerra por el solo influjo de su enorme autoridad moral sino también “llevado de su opinión” —que la prensa tiene el cuidado de omitir—, en el sentido de que los americanos estaban, respecto a España, en el mismo caso que los españoles, que se negaban a admitir el gobierno de Francia. Una y otra causa son idénticas. Luchó, por consiguiente, llevado de la opinión de Hidalgo pero también de la justicia de su causa. Por otra parte, es imposible que, quien en el tribunal del Santo Oficio lograra llamar a las cosas por su nombre, haya “abrazado el 685

Ibid.

686

Supuesta retractación de Morelos, publicada en la Gaceta de México de 26 de diciembre de 1815.

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partido de la insurrección”, cuando es bien sabido que siempre afirmó formar parte de una nación, no de un partido político, y que lo que hizo fue la guerra, no la insurrección. El colmo del gobierno colonial fue el de pretender hacer creer al público que Morelos derramó “lágrimas de sangre” por haber hecho progresar su causa, no obstante haberlo oído en sus procesos hablar con orgullo de dichos avances. O que lloró de dolor por no “detenerse a reflexionar” que su causa era justa, a pesar que en lo que no reflexionó fue en otras cosas, como en la “conciliación de la autoridad de Cristo con la de Belial”. ¿Cómo iba a reflexionar que el hecho de que otros profesen una religión distinta a la católica cause daños al Estado nacional, según quedó registrado en las actas del tribunal del Santo Oficio? La supuesta retractación consigna otros muchos datos aportados por el héroe durante las actuaciones judiciales, pero presentándolos en todo momento exactamente al contrario. Su captura, por ejemplo, no la deplora sino la celebra; es más, la considera “un singularísimo beneficio de la infinita misericordia de Dios”. Los cargos que se le formularan en los tribunales ya no los rechaza, como lo hiciera antes, sino, al contrario “los reconoce y los detesta públicamente” —al estilo y conforme a los deseos del doctor Fonte—. A Fernando VII ya no lo acusa de haber abandonado a su pueblo como ganado, como durante el juicio, sino lo reverencia como “amadísimo monarca” y lo reconoce —en lenguaje episcopal— “cual legítimo y verdadero soberano”. Al final, según el documento impreso, pide perdón a todos: “A Jesucristo, mi redentor, amantísimo Dios de la paz, de la caridad y mansedumbre, por el detestable abuso que hice del carácter de ministro suyo”; no obstante haber declarado que de cualquier forma se habría incorporado a la lucha por la independencia, dada la justicia de su causa, aunque no hubiera sido sacerdote. Pide perdón al monarca “por haberme rebelado y sublevado contra él tantos fieles y leales vasallos suyos”, en contradicción con las tesis políticas sustentadas por él en los tribunales. “Se lo pido (el perdón) al clero secular y regular, de haberlo difamado y ex autorizado con mi mala conducta y la de otros que me han seguido”, no obstante haber denunciado a varios obispos “por la dureza y poca caridad” con que trataban a los insurgentes. “Se lo pido a los superiores eclesiásticos y civiles por el desprecio que hice de su autoridad”, pese a haber combatido a éstos con las armas en la mano y desautorizado a aquéllos por no haber sido nombrados por el gobierno americano.

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“Se lo pido, en fin, a tantos europeos y americanos por lo mucho que les he dañado en sus intereses y en sus haberes, y en la vida de aquéllos de quienes dependía su subsistencia”, a pesar de no haber escatimado esfuerzo alguno en acabar con ellos en función de los intereses, haberes y vida de la nación, y así haberlo declarado.687 En la otra supuesta carta firmada por él, fechada el 11 de diciembre —un día antes de sus deseos de que Dios guardara al virrey muchos siglos—, exhorta y ruega “encarecidamente” a los partidarios de la independencia que “por utilidad suya y del mejor servicio de Dios, y por el mismo amor que han tenido a nuestra desolada patria, cesen ya de destruirla”, y les pide que dejen las armas y “vuelvan al reposo y seno de sus familias”.688 Para mentir se requiere de buena memoria y la del virrey ya le fallaba lastimosamente. En su sentencia de 20 de diciembre expresa que las ofertas de Morelos, en el sentido de escribir “a los rebeldes” para se sometan a la dulzura del yugo colonial, “retrayéndose de su errado sistema”, habían sido “vagas e indeterminadas”, sin pasar de eso: de meras ofertas. En cambio, el llamado de Morelos a sus partidarios para que “larguen las armas sin concluir la obra”, no es sólo un ofrecimiento sino un exhorto formal, ni puede considerarse vago o indeterminado porque es claro, preciso y definido. Así que, o Calleja mintió el 25 de diciembre, día en que envió el texto atribuido a Morelos a la prensa, o el 10 de diciembre, en que dictó la sentencia, o en ambas ocasiones -lo que es más seguro-, puesto que dicho texto no existe, ni siquiera, se repite, en versión falsificada. Si las dos cartas póstumas de Morelos existieran o hubieran realmente existido, se habrían agregado al testimonio de las causas enviadas a Madrid para dar cuenta al rey de este asunto. Y la conmoción consiguiente habría sido tal, que no se hubiera dudado en exhibirlas en algún museo, en vitrina especial. Allí estarían todavía... *** Tan poco convincentes serían la supuesta retractación y demás 687

Ibid.

688

Ibid.

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expresiones de perdón así como el exhorto a sus compañeros de que abandonen las armas, que tirios y troyanos, insurgentes y realistas, doctos e ignorantes, por igual, nunca creerán que Morelos realmente las produjo, pensó, escribió o firmó. Hasta la fecha, no ha existido un solo historiador o jurista, nacional o extranjero, que haya sostenido la autenticidad de estas supuestas declaraciones. Sin embargo, vale la pena recordar algunas palabras que se escribieron sobre el carácter de las retractaciones de aquella época. José de San Martín, canónigo de Oaxaca en el mundo colonial y ex-vicario castrense en el gobierno nacional, publicó en marzo de 1817, mientras formaba parte de la Junta de gobierno de la nación radicada en Jaujilla, algo al respecto. El canónigo San Martín, que era experto en retractaciones —tanto en arrancarlas como en producirlas—, supuso irónicamente que algún día, el tribunal del Santo Oficio declararía a un tal Transmendia “hereje formal presbiteriano, discípulo de Lutero y de Melanctón. Y añadiría que quince años ha que Transmendia estaba acusado en el Santo Tribunal como sospechoso en la fe, que tenía libros prohibidos, que era solicitante in confesione, que era bígamo y que, con objeto de acriminarlo, le imputarán, sin tino, herejías contradictorias como lo hicieron con su alteza, el serenísimo señor don Miguel Hidalgo y Costilla”.689 “De todas estas condenaciones —agrega el simpático Vocal de la Junta de Gobierno— le ha de resultar a Transmendia mucha gloria actual y póstuma, y como yo tengo bastante dosis de amor propio, no quiero que logre aquellos honores el finado Transmendia. Esta pasioncilla me obliga a declarar que Transmendia es anagrama de San Martín. El autor de las anteriores notas es el ciudadano doctor José de San Martín, canónigo lectoral de la santa iglesia catedral de Oaxaca”.690 Luego, en tono más serio, continúa: “Mas no se crea por esto que tenga un alma tan baja. En esta declaración llevo también otro fin más alto y sublime. Soy americano por estudio y convencimiento. En la situación más terrible a que me conduzca la suerte, no quiero faltar a la fidelidad que le he jurado a mi patria, y por tanto, desde ahora prevengo a los tiranos gachupines que, si por desgra689

Fragmento de las contestaciones de la Junta Gubernativa (de Jaujilla) a la Mitra de Valladolid sobre nombramientos de un vicario foráneo. Marzo de 1817, Hernández, n. 531. 690

Ibid.

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cia cayere yo en sus sacrílegas y sanguinarias manos, no me formen proceso de delitos que el que comprende esta nota; ella quiero que sea mi confesión y declaración con cargos, y para que de todos modos sea valedera, ahora que soy hombre libre, les protesto delante de Dios que, si estando en sus tribunales de iniquidad, dijere alguna cosa en contra de cuanto he firmado, quiero que sea írrito, nulo, y que se tenga por efecto del temor a la muerte y de pusilanimidad de mi espíritu. Igualmente protesto a toda la América que si se publica alguna retractación de mis opiniones, no le den ascenso, no la crean...”691 En seguida, hace algunas revelaciones singulares sobre este tipo de actos, tan repetidos por el sistema colonial: “Estas retractaciones hechas en artículo de muerte han sido uno de los embustes de los gachupines para dar crédito a su partido. Han fingido muchas veces y puesto en boca de nuestros héroes, declamaciones y protestas de arrepentimiento, que jamás han sido capaces de concebir. La que se atribuye al señor Hidalgo, se sabe cuál es la oficina en que se forjó. El comandante Salcedo hizo que se imprimiera a nombre del magistral de Durango, don José Ignacio Iturribarria, como testigo ocular, cuando este canónigo estaba a cuarenta leguas del lugar en que murió nuestro Primer Jefe”.692 Por último, San Martín evoca los tiempos en que vivía en Oaxaca bajo el régimen colonial -antes de que la provincia cayera en manos de Morelos-: “El obispo auxiliar de Oaxaca, fray Ramón de Casaus, publicó una retractación a nombre de los señores López y Armenta, que estuvieron muy distantes de hacer, y lo aseguro porque yo los dispuse para ir al suplicio. Yo también formé otra — confiesa— a instancia del sanguinario Izquierdo, actual oidor honorario de México, y se puso en boca de los beneméritos ciudadanos Palacios y Tinoco, cuando ellos ni aún estando en capilla quisieron firmar”.693 *** De vuelta al tema de Morelos, débese advertir que el 31 de diciembre de 1815 y el 31 de enero de 1816, el virrey envió sendas

691

Ibid.

692

Ibid.

693

Ibid.

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cartas reservadas al rey de España, en las que le informa sobre los últimos acontecimientos ocurridos en el reino a su cargo: la reunión en Tehuacán de los dirigentes del Estado mexicano; la disolución del Congreso y de las otras instituciones políticas nacionales así como la formación de la nueva Junta Revolucionaria, “cuya presidencia se disputaban encarnizadamente”; la exposición que por medio del Ayuntamiento de la ciudad de México le dirigieran reclamando en favor de Morelos “los derechos de guerra y de gentes”, y la pena capital impuesta al caudillo a consecuencia de la causa que le formó la Jurisdicción Unida —ya que la del Santo Oficio resultaría inútil—, testimonio de lo cual remitió al mismo monarca en la segunda de las fechas mencionadas”.694 El marqués de Campo Sagrado, ministro de la guerra del gabinete español, acusó recibo al gobierno de la Nueva España de las dos cartas y anexos mencionados, con fecha 26 de diciembre de 1816, y le manifestó que, habiendo acordado lo conducente con el rey, además de diversas resoluciones “acerca de varios de los particulares enunciados”, dicho monarca se dignó “aprobar la ejecución y forma de muerte que sufrió el dicho cabecilla rebelde José María Morelos en virtud de la causa que se le formó en esa capital por la Jurisdicción Unida”. Esta suprema decisión la comunicó al gobierno de Nueva España “de real orden” de su majestad “para su conocimiento y satisfacción, con los demás efectos a que deba haber lugar, y en contestación a las citadas cartas”.695 La ejecución fue en secreto. La forma de muerte, el fusilamiento por la espalda. Y la pena se aprobó por habérsele encontrado culpable, en la terminología española, de “alta traición” y “crímenes enormes y atroces”. Dicho a contrario sensu, es decir, en el lenguaje insurgente, se le condenó por haber sido un jefe militar que haría honor a su alta investidura política nacional desde el principio de la lucha hasta ser sacrificado (“cabecilla rebelde”); por haber hecho cuanto estuvo en sus manos para alcanzar la independencia nacional (“alta traición”),

694

Bustamante, Carlos Ma. de, Op. Cit., pp. 222-223.

695

Doc. 295. Oficio del marqués de Campo Sagrado al virrey de la Nueva España fechado en Madrid el 26 de diciembre de 1816, en el que se acusa recibo de la causa de Morelos y manda decir que su majestad aprobó la ejecución y forma de muerte que sufrió don José Ma. Morelos en virtud de la causa que le formó en México la Jurisdicción Unida. (Hernández y Dávalos, Op. Cit.).

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y por recurrir a las armas para fundar un nuevo Estado nacional (“crímenes enormes y atroces”). Con la aprobación del monarca español a la sentencia dictada en contra del héroe, se cerró definitivamente el caso. El expediente respectivo se mandaría al archivo...

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BIBLIOGRAFÍA I. MARCO JURÍDICO A) CONSTANCIAS PROCESALES, PIEZAS PROBATORIAS Y OTROS DOCUMENTOS RELACIONADOS CON LOS JUICIOS Año de 1815. Secretaría del virreinato. Cuaderno 2o. Varios documentos y papeles concernientes a la conducción a esta capital del reo Morelos, declaraciones que se le tomaron en ella (Bustamante agregó el siguiente texto: “Causa formada por la Capitanía General con independencia de las que le formó la Inquisición y Junta de Seguridad al benemérito ciudadano José María Morelos, honor de la Nación mexicana). Tomo 180 del Ramo de Infidencias. Archivo General de la Nación. Colocación del manuscrito original en vitrina especial (Publicado por Hernández y Dávalos, J. E., en Colección de Documentos para la Historia de la Guerra de Independencia de México, de 1808 a 1821, José Ma. Sandoval, impresor, tomo sexto. México, 1882, pp. 2-16. Publicado también en la obra Morelos, Documentos Inéditos y Poco Conocidos, v. II, t. II, Secretaría de Educación Pública, México, 1927, pp. 303-323). Año de 1815. Secretaría del virreinato. Reservado. Causa seguida por la Jurisdicción Unida al reo José Ma. Morelos, principal caudillo de los rebeldes de este reino, aprehendido en la acción de Temalaca el 5 de noviembre de dicho año. Cuaderno No. 1. Tomo 178 del Ramo de Historia, Archivo General de la Nación (Publicada por Hernández y Dávalos, Op. Cit., pp. 52-74, y también, parcialmente, en Morelos, Documentos Inéditos y Poco Conocidos, v. II, t. II, bajo el título “Causa de las Jurisdicciones Unidas”, pp. 373-390). Inquisición de México. Año de 1815. El señor Promotor Fiscal de este Santo Oficio contra don José María Morelos, cura de Carácuaro, cabecilla de la insurrección, Capitán General de los insurgentes, por varios delitos pertenecientes al Santo Oficio. Cárcel No. 1. Secretario Chevarri (Causa instruida por la Inquisición de México, publicada por José Toribio Medina en su obra Historia del Tribunal del Santo Oficio; la Inquisición en México, Santiago de Chile, 1905, pp. 513-545; también por Genaro García en Autógrafos Inéditos de Morelos y Causa que se le instruyó, en Documentos inéditos o muy raros para la Historia de México, t. XII, Librería Vda. de Ch. Bouret, México, 1907, pp. 59-119; en Morelos, Documentos Inéditos y Poco Conocidos, v. III, t. III, Secretaría de Educación Pública, 1927, pp. 3-38 y en el Boletín del Archivo General de la Nación, México, 1958, t. XXIX, No. 2, pp. 189-268).

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Edicto del Tribunal del Santo Oficio en el que se censura y prohibe la Constitución de Apatzingán, fechado en México el 8 de julio de 1815 (Publicado por González, Luis, en El Congreso de Anáhuac, 1813, Cámara de Senadores, México, 1963) Año de 1815. Plaza de México. Interrogatorio hecho de orden de el excelentísimo señor don Félix Ma. Calleja del Rey, .Teniente General de los Reales Ejércitos, Virrey, Gobernador y Capitán General de esta Nueva España, al rebelde José Ma. Morelos, presbítero que fue y cura de Carácuaro. Juez comisionado, el señor coronel don Manuel de la Concha. Secretario, el capitán Alejandro de Arana. Expediente agregado al Cuaderno 2o., Ramo de Infidencias, Archivo General de la Nación, en vitrina especial (Publicado por Hernández y Dávalos, Op. Cit., pp. 1651, y también en Morelos, Documentos Inéditos y Poco Conocidos, v. II, t. II, SEP, México, 1927, pp. 327-369). Año de 1815. Testimonio de las diligencias practicadas por la Jurisdicción Eclesiástica para la deposición perpetua y degradación solemne del presbítero don José María Morelos, cura que fue de Carácuaro, obispado de Valladolid. Estas diligencias forman parte del Cuaderno 1o. (Publicado por Hernández y Dávalos, Op. Cit., pp. 68-73. Aunque en Morelos, Documentos Inéditos y Poco Conocidos, v. II, t. II se anunció en una nota al pie de la página 388 que “la causa canónica” se publicaría en el tomo III, no se hizo así. En todo caso, las diligencias correspondientes a esa causa no aparecen en dicho tomo). Proclama del general José Ma. Cos a los americanos, fechada en el cuartel general de Taretan, Michoacán, el primero de septiembre de 1814, exhortándolos a hacer la guerra al rey “con bandera negra”. Original en el Archivo General de la Nación, Operaciones de Guerra, T. 639, F. 676 (Publicado por Lemoine, Ernesto, en José Ma. Cos, Biblioteca del Estudiante Universitario, UNAM, No. 86, México, 1967). Bando del general José Ma. Cos, Vocal del Congreso de la América Septentrional, en el que impugna la legalidad del nombramiento de Manuel Abad y Queipo como obispo electo de Valladolid, fechado en el cuartel general de Uruapan, Michoacán, el 3 de mayo de 1814. Original en el Archivo de Indias, en Sevilla, España, sección México, leg. 2571 (Publicado por Lemoine, E., Op. Cit.). Decreto Constitucional para la Libertad de la América Mexicana, promulgado en Apatzingán, Michoacán, el 22 de octubre de 1814. (Existen varias ediciones facsimilares del Archivo General de la Nación así como

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del Gobierno de Michoacán). Proclama del Congreso Mexicano a la Nación, fechado en Apatzingán, Michoacán, el 23 de octubre de 1814. Original en el Archivo General de la Nación, Operaciones de Guerra, t. 941, f. 77. Ejemplar impreso en 8o. y 8 pp., t. 923, ff. 179-182 (Publicado por Lemoine, E., en Morelos, su vida revolucionaria a través de sus escritos y de otros testimonios de la época, UNAM, México, 1965, pp. 488-493). Proclama del Supremo Gobierno Mexicano a sus compatriotas, fechada en el Palacio Nacional de Ario, Michoacán, a 16 de febrero de 1815, firmada por José María Liceaga, presidente; José María Morelos; Dr. José María Cos, Remigio de la Garza, secretario de gobierno. Ejemplar impreso, con las rúbricas de sus autores, en el Archivo General de la Nación, Operaciones de Guerra, t. 923, f. 238 (Publicado por Lemoine, E., Op. Cit., pp. 517-519). Carta al Excmo. e Ilmo. señor obispo de Puebla don Manuel Ignacio del Campillo, firmada por José María Morelos en el cuartel general de Tlapa, a 24 de noviembre de 1811. Se ignora dónde se encuentra el manuscrito original (Publicada bajo el título: Morelos y Pabón (D. José María) en el Apéndice al Diccionario Universal de Historia y de Geografía, México, Imprenta de J. M. Andrade y F. Escalante, 1856, t. II, p. 927, y por Lemoine, E., Op. Cit., pp. 183-184). Representación del Congreso Mexicano al Señor Capitán General del Ejército Español D. Félix Ma. Calleja, pidiéndole que respete la vida del general Morelos. Firmada en Tehuacán el 17 de noviembre de 1815 por el Lic. José Sotero Castañeda, presidente del Congreso; Lic. Ignacio Alas, presidente del Gobierno, y el Lic. José María Ponce de León, presidente del Supremo Tribunal de Justicia (Publicada por Bustamante, Carlos Ma. de, en Cuadro Histórico de la Revolución de Independencia, segunda edición, imprenta Mariano Lara, t. II, México, pp. 221-223). Sentencia del virrey D. Félix Ma. Calleja del Rey en la causa seguida por la Jurisdicción Unida contra don José María Morelos, precedida por la solicitud del auditor de guerra pidiendo que se le aplique la pena de muerte, y sucedida por el acta de notificación de dicha sentencia, así como por la petición del arzobispo y clero de México intercediendo a favor del reo (Publicada por Hernández y Dávalos, Op. Cit., pp. 46-48, y en Morelos, Documentos Inéditos y Poco Conocidos, v. II, t. II, pp. 384390).

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Parte militar sobre la ejecución de Morelos y comunicado oficial al público en la prensa (Publicados por Hernández y Dávalos, Op. Cit., pp. 48-51). Retractación del ex-cura José María Morelos. No existe original ni copias con la firma del retractante. Publicada en la Gaceta de México, No. 640, de 25 de diciembre de 1815 (Reproducida en Morelos, Documentos Inéditos y Poco Conocidos, v. III, t. III, pp. 51-62). El arzobispo de México eleva a vuestra real noticia testimonio de la causa que se formó al cabecilla Morelos; da cuenta de las reglas que observó y fines que se propuso en su formación y término, y con ese motivo y el de una representación que su provisor le hizo, expone a vuestra majestad las ventajas que en su concepto resultarían de que suspendidas o derogadas tres disposiciones modernas, llamadas del Nuevo Código, se observasen en esta materia las antiguas Leyes que cita. México, 27 de julio de 1816. Firma Pedro arzobispo de México (Documento publicado por Hernández y Dávalos, Op. Cit., pp. 269-274 y en Morelos, Documentos Inéditos y Poco Conocidos, v. III, t. III, pp. 41-50). Contestación del ministro de la guerra de Madrid a las comunicaciones del virrey de la Nueva España de 31 de diciembre de 1815 y 31 de enero de 1816, comunicando la aprobación real de la ejecución de Morelos. Original en el Archivo General de la Nación, Ramo de Infidencias, t. 115 (Publicada por Hernández y Dávalos, Op. Cit., p 260).

B) PRECEDENTES JUDICIALES, OTROS PROCESOS Y LEGISLACIÓN Año de 1808. Secretaría del virreinato. Causa contra don Melchor de Talamantes por sospechas de infidelidad al rey de España y de adhesión a las doctrinas de la independencia de México, 19 de septiembre de 1808. Infidencia. Jurisdicción Unida (Publicada por Genaro García en Documentos Históricos Mexicanos, Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía, México, 1910, v.7). Año de 1811. Plaza de Chihuahua. Causa criminal contra don Miguel Hidalgo y Costilla. Jurisdicción Unida (Publicada por Hernández y Dávalos, Op. Cit., t. I, y por González Obregón, Luis, Los Procesos Inquisitorial y Militar del Padre Hidalgo y otros Caudillos insurgentes, Ediciones Fuente Cultural, México, 1953). Año de 1814. Proceso instruido en contra de don Mariano Matamoros (Publicado por Herrera Peña, José, en la colección Biblioteca Michoacana, Go-

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bierno del Estado, v. 1, 1964). Año de 1814. Cuaderno relativo al Dr. don José de San Martín por Infidencia. Jurisdicción Unida. Fiscal, el del Consejo Permanente, capitán D. Luis Alvarez Maraver. Socio eclesiástico, el Lic. don José Mariano Nava. Escribano de oficio, Fernando Fernández, que lo es. (Publicado por Hernández y Dávalos, Op. Cit., t. 6, pp. 290-397). Acusación presentada por el Dr. José Antonio Tirado y Priego contra el alcaide de las cárceles secretas de la Inquisición, don Esteban de Para y Campillo. Secreto del Santo Oficio. Inquisición de México, a 16 de marzo de 1816 (Publicada en Morelos, Documentos Inéditos y Poco Conocidos, v. III, t. III, México, 127, pp. 65-85). Año de 1817. Número 1. Causa contra la persona que dentro se dice por hereje y francmasón. México. Año de 1816. Cuaderno 1o., Número 1. El ministro que hace de fiscal contra el Dr. don Servando Mier, religioso de la Orden de Predicadores, y en el día, apóstata de su religión por proposiciones y traidor al rey. Cárcel No. 21. Secretario Río (Publicada por Hernández y Dávalos, Op. Cit., t. 6, pp. 638-950). Plaza de Guadalajara. Año de 1820. Causa criminal contra el Dr. José San Martín, Canónigo Lectoral de la catedral de Oaxaca, acusado del delito de infidencia y juzgado por la jurisdicción militar unida a la eclesiástica. Infidencia No. 2061. Juez fiscal, el teniente coronel veterano del Regimiento de Infantería de Puebla, don Domingo Claravino. Núm. 1406, fojas vuelta 573 (Publicado por Hernández y Dávalos, Op. Cit, t. 6, pp. 397-459). Causas formadas al Lic. don Ignacio López Rayón (Publicadas por Hernández y Dávalos, Op. Cit., t. 6, pp. 951-1054). El provisor vicario general de este arzobispado representa a vuestra señoría ilustrísima las dificultades y tropiezos que ha experimentado en las causas de Jurisdicción Unida por el modo por el que se practican y entienden las leyes llamadas del Nuevo Código; pide se sirva V.S.I. hacer a su majestad la correspondiente consulta sobre que se digne declarar su real voluntad en orden al uso de que deba hacerse en este reyno. México y junio 12 de 1816. Firma el ilustrísimo señor Félix Flores Alatorre (Documento publicado por Hernández y Dávalos, Op. Cit., pp. 262-269). Bando del virrey de la Nueva España de 22 de enero de 1811, publicado en

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La Gaceta de México, 24 de enero de 1811. Bando del virrey Francisco Xavier Venegas, de 25 de junio de 1812, reproducido en la Gaceta de México, martes 30 de junio de 1812, t. III, No. 253, pp. 585-587. LA PUENTE, Pedro de, Reflexiones sobre el Bando de 25 de junio último, contraídas a lo que dispone para con los eclesiásticos rebeldes, y al recurso que en solicitud de su revocación dirigieron el 6 de julio a este ilustrísimo cabildo varios clérigos y cinco religiosos de México. M. Fernández Jáuregui, México, 1812. RODRÍGUEZ DE SAN MIGUEL, Juan N., Curia Filípica Mexicana, prólogo de Soberanes Fernández, José Luis, UNAM, México, 1978. RODRÍGUEZ DE SAN MIGUEL, Juan N., Pandectas Hispano-Mexicanas, t. I. Introducción de González, María del Refugio, UNAM, México, 1980. SOBERANES FERNÁNDEZ, José Luis, Los Tribunales de la Nueva España, Antología, UNAM, México, 1980. Selección de las Leyes de Indias, Imprenta Saez Hnos., Madrid, 1929. Leyes de Indias, Disposiciones Complementarias, Impr. Saez Hnos, Madrid, 1930.

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B) OBRAS ESPECIALIZADAS BENÍTEZ, José R., Morelos, su casta y su casa en Valladolid, Biblioteca Michoacana, Gobierno del Estado, v. 3, Morelia, 1964. BUSTAMANTE, Carlos Ma. de, Campañas del general don Félix Ma. Calleja, comandante en jefe del ejército real de operaciones, llamado del Centro, Águila, México, 1828. BUSTAMANTE, Carlos Ma. de, La Constitución de Cádiz o motivos de mi afecto a la Constitución. Federación Editorial Mexicana, 1971.

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Licenciado en Derecho por la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo; Doctor en Ciencias Históricas por la Universidad de La Habana; Catedrático en diversas instituciones académicas de México y del extranjero, y autor de varios libros, entre ellos: Los diputados mexicanos a las Cortes de Cádiz, Diálogos constitucionales entre América y España, (Amazon, 2015) Michoacán. Historia de las Instituciones Jurídicas (Senado de la Re-

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pública, UNAM/Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2010) Miguel Hidalgo y Costilla. Una nación, un pueblo, un hombre (Ed. Ciencias Sociales, La Habana, Cuba, 2010). Soberanía, representación nacional e independencia (Senado de la República-Congreso del Estado de Michoacán- Gobierno del Distrito Federal/Secretaría de Cultura, 2009) Hidalgo a la luz de sus escritos, UMSNH, 2005) La Biblioteca de un reformador (UMSNH, 2005) Maestro y Discípulo (UMSNH, 1995) Cofipe Comentado (Secretaría de Gobernación, 1991) La Constitution Politique du Mexique (Université d’Ottawa, 1987), La Acuacultura en México (Secretaría de Pesca, 1982),

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