Polemica

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MORELOS POLÉMICA SOBRE UNA CAUSA CÉLEBRE

José Herrera Peña


Conferencia en la Sala del Pleno del Supremo Tribunal de Justicia en el Estado de MichoacĂĄn de Ocampo el 30 de septiembre de 1999, con base en siete artĂ­culos publicados en el mes de septiembre de 1987 en el diario Excelsior.


MORELOS: POLÉMICA SOBRE UN CAUSA CÉLEBRE

Dos interpretaciones de la misma historia

JOSÉ HERRERA PEÑA


Primera Edición Junio 2009 Morelia, Michoacán, México Título: Morelos, Polémica sobre un caso célebre Autor: José Herrera Peña Diseño Portada: Eduardo Pérez Negrón Fabián Ediciones Casa Natal de Morelos Coedición con: Coordinación de los Centenarios, Congreso del Estado de Michoacán de Ocampo y Frente de Afirmación Hispanista A. C.

Segunda Edición Diciembre 2015 Ecatepec de Morelos, México Responsable de la edición: Angélica Rivero López

IMPRESO EN MÉXICO Copyright © 2015 José Herrera Peña All rights reserved ius.jhp@gmail.com




PALABRAS PRELIMINARES

Cura, caudillo y líder del Ejército Insurgente, José María Morelos es una de las figuras más emblemáticas del movimiento independentista del siglo XIX. Nació el 30 de septiembre de 1765 en Valladolid, capital de la antigua Provincia de Michoacán. Fue fusilado el 22 de diciembre de 1815 en el Barrio de San Juan Acalhuacán, perteneciente al pueblo de San Cristóbal Ecatepec y enterrado el mismo día en el camposanto del atrio de la Parroquia de San Cristóbal. En 1877 le fue agregado en su honor el apelativo “de Morelos” al municipio y a la entonces Villa de San Cristóbal Ecatepec. En el marco del bicentenario luctuoso del Generalísimo José María Morelos y con el propósito de fortalecer la identidad municipal, entendida como el conjunto de rasgos propios que fundamentan el sentimiento de pertenencia de una comunidad, el Consejo Municipal de la Crónica de Ecatepec de Morelos, presenta la 2a edición del libro intitulado Morelos. Polémica sobre una causa célebre, cuyo autor es el Dr. José Herrera Peña. Esta es una edición corregida y aumentada y es una aportación a la literatura histórica o a la historiografía sobre el Siervo de la Nación Entre los objetivos que tiene el Consejo de la Crónica Municipal de Ecatepec de Morelos, está el llevar a cabo la investigación, promoción y difusión de los distintos hechos históricos, políticos, económicos, sociales, culturales, patrimoniales y humanos más relevantes que tengan efecto en nuestro Municipio, que por su trascendencia sean dignos de conocimiento, registro y difusión. Expreso mi reconocimiento e infinita gratitud al Dr. José Herrera Peña, quien generosa y desinteresadamente i


nos permitió la reedición de su obra Morelos. Polémica sobre una causa célebre, la cual ponemos en sus manos con el objetivo de incentivar en nuestra comunidad el interés por conocer nuestra Historia, que es parte de nuestra identidad. Amigo lector, esta obra ha sido reeditada con el apoyo del Mtro. Jorge Hernández Hernández. Expresamos nuestro agradecimiento por su generosa aportación, ya que permitió sufragar los costos de publicación de este texto. Esta edición está dedicada a los ciudadanos del Municipio de Ecatepec de Morelos, en especial a los oriundos de los pueblos originarios. Es nuestra obligación valorar, conocer y difundir la vida y obra del Generalísimo, por su legado como constructor de las bases jurídicas del Estado mexicano. Honremos a una figura que dio y da identidad a nuestras comunidades; y constituyen la vida y la historia que refuerza nuestra integridad como seres humanos y nos integra como pueblos.

Dra. Angélica Rivero López Cronista Municipal de Ecatepec de Morelos

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PRESENTACIÓN Tal y como aconteció con el Sembrador de Libertades, don Miguel Hidalgo y Costilla, con relación a su fantasmal Manifiesto de Retracción de su acción revolucionaria de Independencia patria, misma que ya fue debidamente comprobado jurídica e históricamente de no pasar de ser un risible mamotreto inexistente, pero en el que para desgracia del Padre de la Patria cierto es, cayeron a favor de la trampa inquisitorial algunos de nuestros despiadados investigadores del tema, que no faltan incautos, pues como nos explicara uno de estos pretéritos elaboradores realistas de las supuestas retracciones de insurgentes como lo fue el arrepentido criollo y canónigo oaxaqueño José Ma. San Martín, al expresarnos, leo: “Estas retracciones, han sido uno de los embustes de los gachupines para dar crédito a su partido, etc…”, para enseguida aclararnos la manera, forma y medios de los que se valían a poco tiempo de fallecidos los prohombres emancipadores, y buscar su mediata denigración personal con estas elaboradas y supuestas defecciones que no eran sino patrañas legaloides literarias realizadas por el nada Santo Oficio inquisitorial. Y así, ahora igualmente se busca denigrar al Señor Morelos con la concebida técnica de una supuesta retracción que se dice y hasta se presenta en su cargo con un papelote tal vez con su firma (no confirmada técnicamente en su caligrafía), pero sin su letra ni menos ser de su puño pues es de recordar que en esos tiempos las autoridades virreinales eran capaces como algunos de nuestros modernos notarios, que con su fe pública, renacen muertos para formar documentos apócrifos, por lo que de estrada para el consiguiente análisis histórico del problema es de desestimarse esos documentos, más aún las declaraciones inducidas bajo presión eclesiástica inquisitorial, y en este caso antisacerdotal contra su fraterno Cura de Nocupétaro y iii


Carácuaro como es el caso y lo que supuestamente expresara en un papel, que repetimos no consta de se entregó ni menos existe probanza expresa del permiso carcelario para proporcionárselo, y más aún tampoco son procesalmente probatorias las supuestas declaraciones del señor Morelos en sus tres injustos procesos o “Causa” a que se le sujetó inclementemente en 78 horas continuadas con el colmenar de ilícitos y delitos de los que se defendió sin asistencia de defensor profesional… No obstante, ciertamente causan buena impresión jurisdiccional las declaraciones en las que con el acuse de sus denigradores, no existió en ningún momento el delito de traición al rey español, dado que Morelos no peleó contra el monarca Hispano sino que su lucha bélica de independencia la efectuó en plan de reconquista territorial nacionalista frente a un ejército como era el de la España invasora y tricentenariamente esclavista…y por lo que toca a la supuesta declaración de Morelos dizque frente a sus compañeros de lucha emancipadora, técnicamente las declaraciones no solo evitaron culpar y menos delatar a sus colaboradores de lucha pues estas declaraciones no fueron más allá de los hechos ya pretérita y expresamente conocidos por los mismos realistas, por lo que consideramos no resultan sino una “tomada de pelo” con su reconocido gracejo literario del Señor Morelos. Por todo esto y más, con su reconocida seriedad histórico-jurídica, nuestro colega abogado y doctor en ciencias históricas: José Herrera Peña, realiza en este trabajo un pormenorizado análisis documental sobre la propalada como supuesta retracción emancipadora con tintes de delación frente a sus compañeros de campaña bélica por parte del señor Morelos, pero no dejando lugar a dudas que esta supuesta retracción es como la del señor Hidalgo, otra patraña más de las autoridades virreinales para buscar, solo buscar; porque no lo lograron en su tiempo y ahora solo lo es iv


para algunos incautos, socavar la gran labor independentista de Morelos, que quiéranlo o no, es el indiscutible creador de nuestra República Mexicana, por él denominada América Septentrional, pues con la integración de los Tres Congresos de Chilpancingo, Apatzingán y Ario es innegable procreó y modeló la patria, años antes proclamada desde la Congregación de Dolores independiente por el padre de la patria, exrector Nicolaita don Miguel Hidalgo. Como igualmente es innegable, que el abogado historiador José Herrera Peña, en este trabajo de auscultación histórico – jurídica, nos aclara los hechos y las patrañas denigradoras de los injustos críticos del señor José María Morelos, el Hombre. Y razones de historiografía para inducirnos a la lectura de esta realista defensa sobre el Siervo de la Nación y con verdadero interés editorial hacia la verdad histórica para ser entregado a la bondad de su lectura. Y razones de historiografía para inducirnos a la lectura de esta realista defensa sobre el Siervo de la Nación y con verdadero interés editorial hacia la verdad histórica, presentamos por Ediciones Casa Natal de Morelos y el Frente de Afirmación Hispanista A.C., juntamente con la coordinación del Bicentenario de la Independencia y Centenario de la Revolución Mexicana del Congreso Michoacano para ser entregado a la bondad de su lectura.

Lic. José Fabián Ruiz.

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POLÉMICA SOBRE EL CASO DOS INTERPRETACIONES DE LA MISMA HISTORIA I LA VERSIÓN DE VICENTE LEÑERO Y HERREJÓN PEREDO ¿Cuál fue la actitud de don José Ma. Morelos al ser aprehendido por sus enemigos y recluido en las cárceles secretas de la Inquisición? ¿Se arrepintió de haber participado en la elaboración de la Constitución de Apatzingán? ¿Rechazó haber contribuido a forjar el alma jurídica de la nación mexicana? ¿Declaró realmente que cuando firmó el Decreto Constitucional de referencia no sabía lo que hacía? ¿Transmitió a sus enemigos información militar calificada de confidencial? ¿Delató a algunos de sus compañeros de armas? ¿Se le doblaron las rodillas frente a sus enemigos? Luego entonces, ¿es cierto que, espantado ante la muerte, se quebró en los momentos decisivos, se hincó ante sus enemigos y les pidió perdón...?i Estas y otras delicadas cuestiones, planteadas desde hace mucho tiempo entre los historiadores profesionales — nacionales y extranjeros— sin darles ningún crédito, fueron reformuladas en los últimos años, en el mismo sentido, por dos autores mexicanos: uno de ellos, dramaturgo, y el otro, historiador. El primero, Vicente Leñero, lo hizo en una obra de teatro que causó conmoción y hasta cierto escándalo, titulada Martirio de Morelos —puesta en escena en uno de los teatros de la UNAM—; el segundo, Carlos Herrejón Peredo, en un trabajo de distinto género, de carácter rigurosamente histórico, que se publicó calladamente, casi en secreto, llamado Los Procesos de

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Morelos. La de Vicente Leñero, aunque fundada en las actas de los procesos, es una obra literaria, poética, de ficción. En ella, el autor da a los documentos una interpretación nada favorable a su “martirizado” personaje. En una de sus primeras declaraciones, por ejemplo, Morelos explica las causas del fracaso de la guerra de independencia. Señala dos. Son las mismas que hacen fracasar a cualquier movimiento político o militar, en cualquier lugar del mundo y en cualquier época de la historia: sus antagonismos internos y la falta de apoyo exterior. Esta parte del drama histórico es aprovechada por Leñero para exhibir al reo insurgente, en el mejor de los casos, como un hombre contradictorio, y en el peor, angustiado, decepcionado y hasta arrepentido. Debe advertirse que, en el fulgurante interrogatorio que se produjo en el tribunal, las respuestas de Morelos, como los disparos de un fusil, son breves y precisas. En cambio, ésta es larga y confusa. A veces se revela como un hombre íntegro, vertical, y a veces, como un ser quebradizo y descompuesto. Al empezar surge el primero. Al terminar, el otro. Al principio admite haber sostenido sus ideas “con el mismo esfuerzo de principio a fin”; es decir, desde que se incorporó a la causa nacional e improvisó su pequeño ejército insurgente, hasta “los últimos tiempos”. Su respuesta, tanto en las actas del proceso como en la obra de Leñero, corresponde a la pregunta que le es hecha por los jueces. En seguida, sin que nadie le pregunte nada —primer absurdo—, se corrige en cierto modo, pues agrega que al final (los últimos tiempos), “se desengañó” de poder alcanzar el triunfo de su causa, tanto por “la diversidad de dictámenes” entre sus compañeros de lucha, cuanto por la falta de recursos y de tino. Empieza a dar la apariencia de un hombre deprimido, angustiado y desilusionado.

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Nadie ignora que la lucha por la independencia, además de haber sido una guerra a muerte contra el gobierno colonial — dependiente de España— fue también en todo tiempo —por lo que a la insurgencia se refiere— un movimiento político estremecido por sus apasionadas contradicciones internas. De más está citar los fuertes antagonismos entre Hidalgo y Allende, López Rayón y Morelos, éste y el Congreso, y así sucesivamente. Esto significa que, ni las reyertas de los insurgentes, ni los escasos recursos de que siempre dispusieron para hacer la guerra, fueron algo nuevo para el cautivo, que lo pudiera amedrentar, desanimar o “desengañar”. Al contrario. Su fuerza la adquiriría y aumentaría entre tales choques, conflictos, faltas y carencias. Por eso resulta difícil aceptar que un hombre que se abre paso en medio de tantos obstáculos y alcanza el supremo poder entre los suyos; que lo utiliza para aterrorizar a sus enemigos así como para unificar a innumerables insurgentes divididos, y que lo conquista, además, sin tener al principio armas, recursos, hombres o asesoría (y ni siquiera un nombramiento formal — por escrito—, pues no contaba más que con “instrucciones verbales” de su jefe Hidalgo), sea el mismo que ahora se muestre escéptico del triunfo “por la diversidad de dictámenes” y la “falta de recursos y de tino”. Pero Leñero no repara en ello, sino para hacer fácil lo difícil y admitir lo inadmisible; es decir, para presentar a un Morelos confuso, titubeante e inseguro, al que parece no interesar nada más que salvar la vida. Normalmente —sin pregunta de por medio— la declaración debió haber terminado aquí (si no es que en el párrafo anterior); pero, incomprensiblemente —lo mismo en actas que en la escena—, el detenido, al seguir hablando, se convierte otra vez en su contrario, es decir, en hombre de una pieza y seguro de sí mismo, que admite haber pensado reorganizar su gobierno, hacerse de recursos y pasarse más

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tarde a Nueva Orleans o a Caracas, en busca de ayuda. El personaje “desengañado” que surge en la obra dramática se escapa por un momento al autor —a pesar suyo— y adquiere de pronto una dimensión política distinta. Deja de ser aquél que, desilusionado y triste, es abatido por el peso de la adversidad, y se transforma —sin transición— en alguien que, al contrario, decide enfrentarse a ella mediante un plan que abarca dos aspectos fundamentales: la reorganización del ramo de hacienda, en el interior, y la búsqueda de ayuda exterior en la América del Norte y en la del Sur. La declaración del héroe, sin embargo —en actas y en la obra citada—, tampoco termina en este punto. Nuevamente, sin que nadie le pregunte nada, insiste en seguir hablando, contradecirse y claudicar (esta vez sin cortapisa alguna), al expresar también que proyectó viajar “a la antigua España (son sus palabras) para presentarse al rey, si es que se había restituido, a pedirle perdón”. La frase es fuerte. No corresponde a la misma persona que acaba de hacer planes para reorganizar la hacienda pública y promover el reconocimiento del exterior, ni menos al que ha sostenido sus ideas “con el mismo esfuerzo de principio a fin”. Leñero, como algunos otros que se han ocupado del tema, pasa por alto un movimiento de ideas tan irregular. Tampoco advierte lo extraño de ese viaje con objetivos enteramente opuestos: a Estados Unidos y a Venezuela, en busca de ayuda para consumar la independencia, y “a la antigua España” para lo contrario, es decir, para olvidar la lucha e implorar el perdón del rey. El autor, penosamente impresionado —al parecer— por esta última parte de la declaración, y sin buscar las razones de tan burda contradicción (que se expondrán más adelante), divide lo expuesto por Morelos en varias partes y las hace preceder de preguntas —inventadas por él—, que pone en boca de los jueces.

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Esta licencia poética, aunque hace más ágiles los parlamentos en función de la representación, da coherencia a lo incoherente y lógica a lo absurdo, en demérito del personaje, que se le empieza a derretir como un muñeco de cera. El espectador —o el lector— empieza a pensar, aún sin quererlo, que el prisionero, con el pretexto de buscar ayuda, quiso en realidad aprovechar su viaje al exterior para huir y echarse a los pies del rey. A medida que avanza la obra, el hombre de la escena, desgarrado, descompuesto, aniquilado, se deshace más y más. Es tan fuerte esta tendencia hacia el desmoronamiento del héroe que, en cierto momento, el autor se ve obligado a hacer a un lado las actas del proceso a fin de resolver el drama a golpes de imaginación. Consecuente con su planteamiento inicial, hace decir a Morelos lo que éste jamás dijo: lo hace abjurar de “todas las herejías” contenidas en el Decreto Constitucional de 22 de octubre de 1814 y retractarse de haber participado en la lucha por la independencia. Tal es el climax del drama. El detenido, acobardado, da la espalda a su propia vida, a sus actos y a sus ideas, cae de hinojos ante sus verdugos y les implora que tengan piedad de él. Poco después, el Lic. Miguel González Avelar, a la sazón líder del Senado, aprovechó la tribuna de San Cristóbal Ecatepec —en donde fue fusilado Morelos— para fulminar a aquéllos que se atreven a manchar la memoria de los héroes, entre ellos, la del Siervo de la Nación. Debo advertir que, como otros muchos, nunca estuve de acuerdo con la visión que tiene Leñero de esta tragedia histórica; pero menos aún que pudiera ser eventualmente molestado por sus ideas. Por eso, a diferencia de algunos, no me sumé a los que exigieron que se prohibiera su representación en un teatro de la Universidad de México. Al contrario. Me permití enviar una carta al rector —con copia al

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autor— en la que emití mi “voto particular” sobre este asunto. Y es que, aunque fundada en las actas de los procesos, la de Leñero —como se dijo anteriormente— es una obra de teatro, es decir, una obra de ficción, de fantasía, de imaginación. En este tipo de trabajos, el autor tiene no sólo el derecho sino también la obligación de transmitir al espectador —o al lector— todo tipo de posibilidades dramáticas, incluyendo la de hacerlo sentir y pensar en una forma distinta a la esperada. El único juez para calificar la representación, por consiguiente, es el público, no un funcionario administrativo, sea cual fuere. Por las razones que hayan sido, la UNAM respetó las libertades de pensamiento y expresión —era elemental—, y permitió que el drama siguiera representándose. Vale comentar que su puesta en escena no tuvo mucho éxito. El público dejó pronto de asistir, y no por otra cosa, sino porque la calidad artística de la representación dejó mucho que desear. Así terminó este episodio. Dos años después —en 1985—, sin tambores ni fanfarrias, apareció otra obra sobre el mismo tema. Esta ya no fue producto de la imaginación poética, como la de Leñero, sino una especializada investigación histórica escrita por Carlos Herrejón Peredo, editada por el Colegio de Michoacán. En ella, con documentos al canto y argumentos de toda índole (filosóficos, teológicos, jurídicos y políticos), se sustenta la tesis fundamental de que, al estar Morelos en prisión, se dobló en realidad y no sólo en el escenario; que en efecto tuvo el intento de pedir perdón al rey; que eludió su responsabilidad en la elaboración de la Constitución de Apatzingán; que reveló informaciones de gran valor estratégico y, sobre todo, que se arrepintió y se retractó. Lejos de ser un héroe es más bien el prototipo del anti-héroe —por lo menos en sus últimos momentos— o, en el mejor de los casos, “humano —diría Nietszche—, demasiado humano”. Tales son las paradojas del destino. Por un lado, ese año

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se lanzaba el nombre de Morelos al espacio sideral —impreso en dos satélites artificiales—, en homenaje a su carácter de fundador de un Estado nacional. Por otro, se publicaba una sesuda obra de investigación —financiada por los gobiernos federal y local— que, sin proponérselo, ponía en duda la justicia de dicho homenaje...

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Portada de "Los procesos de Morelos" de Carlos Herrej贸n Peredo, Colegio de Michoac谩n.

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II TRAÍDO DE LA TIERRA CALIENTE CON EXCESIVO SIGILO “No hay argumentos suficientes para descartar una retractación de Morelos”, afirma Carlos Herrejón Peredo en su obra Los Procesos de Morelos. Argumentos, los hay de sobra. Pero antes de exponerlos, conviene hacer un sucinto registro de los hechos. Al conocer el virrey Félix Ma. Calleja el parte militar en el que se le informó la fortuita aprehensión de Morelos, ocurrida el 5 de noviembre de 1815 en Temalaca —un olvidado pueblo a la orilla del Balsas—, ordenó que se difundiera la increíble noticia en un número especial y extraordinario de la Gaceta de México, órgano oficial del gobierno colonial. En seguida, tanto él como el arzobispo de México Pedro de Fonte se dedicaron a resolver los problemas de su sujeción a proceso y posterior ejecución. De inmediato se presentaron las primeras dudas, no en cuanto al destino del prisionero —que era la muerte—, sino al lugar, tiempo y modo de su ejecución. El virrey creyó que bastaba someter al detenido a juicio sumario ante consejo de guerra, con base en el Bando virreinal de 25 de junio de 1812, y ejecutarlo sobre la marcha en el lugar en que había sido capturado. El arzobispo, por su parte —doctor en Derecho— impuso su opinión, fundada en las leyes españolas y en los precedentes judiciales, de que debía ser trasladado a la capital del reino de la Nueva España, para ser juzgado solemne y formalmente por un tribunal mixto, formado por las autoridades de la Iglesia y el Estado. Para desahogar el proceso ante este tribunal especial llamado Jurisdicción Unida, fue necesario traer a Morelos de la

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Tierra Caliente, en que abundaban las guerrillas insurgentes, a la ciudad de México. El recorrido tuvo que hacerse con grandes precauciones. Su llegada a la capital se estimó altamente peligrosa por creerse que, si alguien la advertía, el pueblo se levantaría “para liberar a su humillado héroe”, al decir del arzobispo. Consecuentemente, la llegada de las tropas coloniales a la capital “del reino” —custodiando al importante prisionero— no ocurriría de día sino de noche: “después de las doce de la noche”, conforme a las órdenes del virrey. Llegaron a la gran ciudad, no como soldados vencedores, en medio de las aclamaciones de la multitud, el repique de las campanas y el tronar de los cañones, sino como criminales, a altas horas de la noche y en secreto, temerosos de la reacción del pueblo. Para resguardar a Morelos durante el juicio sumario ante la Jurisdicción Unida —que se llevaría a cabo a puerta cerrada— se le alojó en las cárceles secretas de la Inquisición, en el calabozo número uno. Pocas horas después —a las once de la mañana del miércoles 22 de noviembre de 1815— se inició la instrucción ante los jueces comisionados por la Iglesia y el Estado. Concluyó al día siguiente, a las doce horas en punto. En este tribunal mixto se le acusó de haber fundado un nuevo Estado nacional y recurrido a las armas para alcanzar su independencia, o sea, en la terminología jurídica española de la época, de haber cometido alta traición y crímenes enormes y atroces, figuras delictivas ambas sancionadas con la pena de muerte. En este tribunal expresó su intención de ir a España para pedir el perdón del rey... El jueves 23 de noviembre, apenas concluido el juicio anterior, el tribunal del Santo Oficio le abrió causa para juzgarlo por sus ideas —filosóficas y políticas— y condenarlo como “hereje”. En este juicio se negó a defender el Decreto Constitucional para la Libertad de la América Mexicana promulgado en Apatzingán el 22 de octubre de 1814, fruto jurídico de la independencia y alma de la nación insurrecta, y

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reconoció, además, los errores que contiene. El viernes 24, mientras el cautivo estaba sujeto al proceso anterior, el Tribunal Eclesiástico —parte de la Jurisdicción Unida— dictó sentencia de degradación, la cual no le sería notificada sino hasta el lunes siguiente. Al día siguiente, domingo 26, el tribunal del Santo Oficio concluyó sus actuaciones y condenó al cautivo como “hereje”. Ese mismo día, por cierto, la Jurisdicción Unida volvió a constituirse —a pesar de haber dictado sentencia su parte eclesiástica— para hacer declarar a Morelos sobre asuntos exclusivamente militares, entre ellos, cuál era el territorio dominado por las tropas del nuevo Estado nacional; cómo estaba organizado el ejército popular insurgente que lo salvaguardaba, y qué relaciones tenía el gobierno mexicano con otros países del mundo, especialmente con los Estados Unidos. En esta diligencia, el declarante reveló los nombres de los principales jefes del ejército popular de liberación nacional. Un día después, lunes 27 de noviembre, a las ocho y media de la mañana, se “verificaron” las dos sentencias dictadas por ambos tribunales —la del Eclesiástico y la del Santo Oficio— en la capilla del Palacio de Santo Domingo, ante un reducido grupo de notables. Primero, el auto de fe la de la Inquisición, que lo declaró hereje, y luego la solemne ceremonia de degradación de su condición de presbítero, en cumplimiento de la sentencia eclesiástica. Esa misma noche, “después de las doce”, Morelos fue sacado de las cárceles secretas de la Inquisición y llevado a un nuevo calabozo militar situado en el cuartel del Real Parque de Artillería, en La Ciudadela. Del martes 28 de noviembre al sábado 2 de diciembre se le hizo comparecer ante un tribunal militar. Técnica y jurídicamente, dicho órgano castrense no fue más que una prolongación de la Jurisdicción Unida, la parte eclesiástica excluida. El tribunal militar fue formado por el virrey a fin de que el

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detenido diera a conocer su participación en la guerra de independencia, desde que tomó las armas hasta que fue capturado; revelara los nombres de sus partidarios ocultos en las ciudades bajo el dominio colonial; expusiera el estado actual de las fuerzas nacionales; formulara un plan de pacificación, y confesara en qué lugares ocultó el enorme botín acumulado a lo largo de sus exitosas campañas. En este tribunal, en el que ya no hubo acusaciones ni defensas sino sólo preguntas y respuestas, Morelos expuso el estado en que se encontraban las fuerzas nacionales y ofreció formular un plan de pacificación en provecho del gobierno español. Del 2 al 19 de diciembre ya no se practicó ninguna actuación judicial. A pesar de ello, dícese que produjo tres controvertidos documentos los días 10, 11 y el 12 de diciembre. En uno de ellos hace una relación de lugares en los que los suyos depositaron metales desechados e inservibles, a los que algunos historiadores quieren dar valor estratégico. En otro, se arrepiente de haber participado en la guerra y pide perdón a sus enemigos, del rey abajo. Y en el último, exhorta a sus compañeros de armas a abandonar la causa y volver a la paz de sus hogares. Como se ve, en los tres procesos —Jurisdicción Unida, Santo Oficio y militar— y fuera de ellos hay numerosas referencias a las supuestas debilidades del héroe. En el primer tribunal, aparece su intención de ir a España a pedir perdón al rey. En el segundo, reconoce los errores que se le señalan sobre la Constitución de Apatzingán y abjura de ellos. Y en el tercero, formula un plan de pacificación. Fuera de los procesos, existe la carta confidencial suscrita por él y dirigida al virrey sobre los metales que sus compañeros arrojaron a la basura y los lugares en que existían minas de donde era posible extraer dichos metales. A lo anterior se agregan —como lo consignó el virrey en su sentencia— sus “vagas e indeterminadas ofertas” para disuadir a los suyos de que abandonen las armas. Y al final está su “retractación” y su

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“petición de perdón”, por una parte, y su exhorto formal a sus compañeros de que renuncien a la independencia, por la otra; documentos publicados en la prensa colonial a los cuatro días de su ejecución. Luego entonces, las actas de los procesos y los documentos extrajudiciales citados parecen dar la razón a la tesis sustentada por el investigador Herrejón Peredo en su obra editada por el Colegio de Michoacán, financiada por el Gobierno de Michoacán —a cargo en ese entonces de Cuauhtémoc Cárdenas— y por la Secretaría de Educación Pública —cuyo titular era Miguel González Avelar.

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Portada de "La Constitución de Cádiz", edición conmemorativa con motivo del bicentenario de su expedición el 19 de marzo de 1812, Secretaría de Cultura del Gobierno de Michoacán.

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III QUERÍA EL RECONOCIMIENTO DE LA NACIÓN En los últimos momentos de su vida, Morelos se retractó de haber participado en el movimiento de independencia, según la tesis fundamental de Carlos Herrejón Peredo, expuesta en su libro Los Procesos de Morelos. Su retractación —añade— no fue un acto aislado, final y único, sino la culminación de un proceso de ablandamiento y declinación que se fue desarrollando a lo largo de su cautiverio. “Puede pensarse —dice Herrejón— que varias declaraciones de los procesos, en conjunto, representan una disposición de ánimo que se encaminaba a la retractación”. El avance de dicha disposición, a juicio del investigador citado, dejó su huella en cuatro cosas distintas: primera, “el deseo manifestado por Morelos, desde el proceso de la Jurisdicción Unida, de acudir al rey a pedirle perdón”. Otra, la revelación que hizo Morelos el 12 de diciembre, de su puño y letra, sobre escondite de armas y material bélico. La tercera, el testimonio del arzobispo Fonte sobre la autenticidad de la retractación. Y la más grave de todas —concluye Herrejón—, el hecho de que Morelos recibió los sacramentos de la Iglesia antes de morir. Al autor de Los Procesos de Morelos se le pasó agregar otras dos cuestiones —por lo menos— que también podrían formar parte de ese “estado de ánimo” tendiente, según él, al arrepentimiento y a la retractación: una de ellas, el reconocimiento que hizo de los errores que se le señalaron sobre la Constitución de Apatzingán, y la otra, la elaboración de un plan de pacificación. Sin embargo, ninguno de los hechos anteriores, ni los mencionados por el historiador ni los agregados por mí, representa la “disposición de ánimo” a la que hace referencia. Veamos ahora la primera de las supuestas fallas que se le

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critican, la de su intento de ir a la antigua España para solicitar el perdón del rey. Luego, en los siguientes artículos, veremos las demás. Al caudillo, como se asentó en uno de los capítulos anteriores, se le hizo comparecer en la ciudad de México ante un tribunal especial, mixto, formado por la Iglesia y el Estado. Este tribunal, llamado Jurisdicción Unida, se constituyó para juzgarlo —como a don Miguel Hidalgo y Costilla en Chihuahua en 1811— al tenor de las disposiciones jurídicas españolas en vigor: la Ley 12, título 9; la Ley 71, título 15, y la Ley 13, título 12 del Código Carolino, llamado así en honor de Carlos IV, bajo cuyo reinado se expidió. Estas normas jurídicas derogaron en 1795 a las de la antigua Recopilación de Indias, en lo relativo a clérigos españoles que cometen el delito de lesa majestad y otros “crímenes enormes y atroces”. Para fundamentar su legitimidad, la Jurisdicción Unida — como le ocurriría igualmente al Tribunal del Santo Oficio—, tenía la necesidad jurídica de dejar acreditado en autos que Morelos era clérigo español, que había cometido el delito de alta traición y otros crímenes enormes y atroces. De lo contrario, es decir, de reconocerse que el detenido tenía características diferentes a las exigidas por las leyes españolas, como la que propusiera el gobierno nacional insurgente en marzo de 1812 a través del Plan de Paz y Guerra (redactado por José Ma. Cos), la situación hubiera sido diferente. De admitirse que Morelos era de una nueva nacionalidad, la americana (mexicana), como él lo proclamó, no la española; que ostentaba el carácter de militar —con el grado de capitán general—, no el de clérigo; que era jefe de un nuevo Estado nacional —en lucha por su independencia—, no un rebelde, y que había hecho la guerra a otro Estado —el español—, no una revolución contra la autoridad del rey, las leyes carolinas arriba citadas no hubieran sido aplicables. En este caso, los tribunales coloniales se habrían visto obligados a disolverse, por carecer de jurisdicción y competencia en este

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asunto, y tratar a Morelos como prisionero de guerra; es decir, privarlo de la libertad pero respetarle la vida. Pero lo que se quería era su muerte, no su cautiverio. Tal es la razón por la cual las actas de todos los procesos están redactadas con el lenguaje jurídico —y político— de los captores, de tal suerte que lo que consta en ellas no hace sino reafirmar constantemente la legitimidad de los tribunales que las produjeron. Si no se toma en cuenta esta dicotomía no sólo formal sino también ideológica; no sólo lingüística sino igualmente política, será difícil comprender el verdadero sentido de los procesos y, por consiguiente, admitir que el intento del declarante de ir a España “a pedir perdón al rey” no fue otra cosa que un plan para negociar directamente el reconocimiento político del nuevo Estado nacional. Habrá que explicar el asunto. Las declaraciones de Morelos son breves, directas y frecuentemente irónicas. Cuando se le acusa de haber traicionado al rey, produce una sarcástica respuesta que deja perplejos a los jueces: imposible cometer delito alguna contra una persona que no existe. Tenía razón. El monarca había abdicado la corona en favor de Napoleón desde mayo de 1808 y no sería reinstalado en su trono —por la misma Francia— sino seis años después, en mayo de 1814; reinstalación de la cual dudaba el prisionero que hubiera tenido efecto. Sus palabras textuales son las siguientes: No creyó que incurría en el delito de alta traición cuando se decidió por la independencia de estas provincias —y trabajó cuando pudo por establecerla—, porque al principio no había rey en España contra quien se pudiese cometer este delito”. Cierto que después sumó su voto a la Declaración del Congreso de Chilpancingo “de que nunca debía reconocerse al señor Fernando VII, ya porque no era de esperarse que volviese, o ya porque si volvía había

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de ser contaminado”. En todo caso, antes de votar, lo consultó “con las personas más instruidas que seguían aquel partido. Y le dijeron que era justo por varias razones, de las cuales una era la culpa que se consideraba en Su Majestad, por haberse puesto en manos de Napoleón, entregándole la España como un rebaño de ovejas. En la declaración anterior hay varios términos que no son de Morelos, sino de los jueces. Por lo que luchó fue por la independencia de la nación, no de “estas provincias”, expresión heredada de la Constitución de Cádiz recientemente derogada por el monarca. Lo que escribió fue los Sentimientos de la Nación, no los sentimientos de “estas provincias”. Las personas “más instruidas” que lo asesoraban crearon una nueva entidad política independiente, un nuevo Estado nacional, no un nuevo “partido político”; que le hizo la guerra a España, no que promovió una revolución contra el rey. Aunque el secretario del tribunal intercala en el acta el título de “su majestad”, al referirse al monarca español, escribe después involuntariamente las auténticas palabras de Morelos, según las cuales aquél no es el “rey nuestro señor”, como los jueces lo han registrado antes, sino “el señor Fernando”, a secas. Además, culpa a este “señor” —lo considera culpable— de haber cedido cobardemente sus posesiones a un déspota extranjero y haberle entregado su pueblo como ganado. Este acto constituye el más grave de los delitos políticos en cualquier país y en cualquier época de la historia. El ilustre reo dicta sentencia. La alta traición fue cometida por “el señor Fernando”, a quien considera culpable, no por él. Y por último, esta apreciación no es personal sino del nuevo Estado nacional, obligado a insurgir de las ruinas del viejo Estado español.

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El juicio contra él, en pocas palabras, lo convierte en un juicio contra el rey (y los que dependen de él) y lo encuentra “cupable”. En estas condiciones, ¿no es extraño oírle decir, a continuación, que si el Congreso lo aprobaba, pensó salir a Nueva Orleans o a Caracas en busca de ayuda, “o a la antigua España para presentarse al rey nuestro señor... y pedirle perdón”? ¿No es incomprensible que proyectara hacer un viaje a los países de América (del Norte y del Sur) para pedir apoyo y, al mismo tiempo, a España, para lo contrario, es decir, para echarse a los pies del rey? ¿No es absurdo, además, que intentara ir a pedir perdón a un hombre al que acababa de calificar de traidor? No. No es incomprensible, ni absurdo, ni extraño, ni incongruente, ni contradictorio, si lo dicho anteriormente se expresa, no en la terminología colonial sino en el lenguaje insurgente. El viaje a España pensó hacerlo —no lo olvidemos— sólo si el congreso le daba la autorización y los recursos. Así lo declaró ante el tribunal. No fue un intento personal e íntimo, que sugiere el deseo de huir desmoralizado, ya que transmitió “su pensamiento a sus dos compañeros de gobierno”. El proyecto, por consiguiente, debía ser previamente aprobado por el Supremo Consejo de Gobierno; luego, por el Congreso. Tratábase entonces de un proyecto de Estado. En este contexto, “pedir perdón al rey” no era solicitar un perdón destinado a salvar la vida de un hombre, como pudiera erróneamente suponerse. De haber querido hacer esto, no necesitaba trasladarse “a la antigua España”. Le hubiera bastado negociar el indulto —tantas veces ofrecido y siempre rechazado— en la Nueva España. Y hubiera mantenido oculto su pensamiento. Comunicárselo a sus compañeros de gobierno hubiera sido absurdo y contraproducente. Menos a los del Congreso, donde tenía rivales políticos que lo habrían hecho pedazos.

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El “perdón” al que se refiere Morelos estaba destinado a salvar la vida de una nación torturada por una larga guerra, que no había cometido más crimen que el de querer gobernar su propio destino histórico. Siguiendo este orden de ideas, el “perdón” solicitado al rey para la nación no podía ser más que el resultado del “perdón” concedido por la nación al rey por haberla traicionado y abandonado durante años; por tenerla todavía desamparada, “si es que se había restituido”, a pesar de tener la obligación legal y política de protegerla; por haberla dejado, en suma, en manos de los peninsulares, que ejercían despóticamente el poder colonial, en lugar de confiarlo a los que la había defendido en su ausencia para conservarla dentro de sus dominios. Recuérdese la terminante declaración de Morelos, de que “nunca debía reconocerse al señor Fernando”... a menos de que él reconociera la independencia de la nación. Pedir “perdón”, en estas circunstancias, no era ninguna afrenta sino una obligación política. La frase del “perdón” —insisto— pertenece a la terminología enemiga. Lo que se quería pedir, en realidad, en el lenguaje insurgente y a nivel de proyecto, era el “reconocimiento político” del nuevo Estado nacional. Era una carta de negociación que se quería plantear directamente ante el monarca, “si es que se había restituido”, y que no implicaba renunciar a la lucha armada y mucho menos a la independencia, sino que tomaba a una y otra como punto de partida para llegar a una transacción favorable a las dos partes en conflicto. La concesión del “perdón” era la concesión de la independencia. De haberse llevado a cabo este proyecto, la república, establecida en forma provisional al tenor de la Constitución de Apatzingán, hubiera sido reemplazada por la monarquía constitucional. La nación, a través de sus representantes, habría asumido la jefatura de gobierno, y el rey, la del Estado. Morelos hubiera aceptado este compromiso —no hay ninguna duda—, como lo hiciera de agosto de 1811 a 1813, al formar parte de la

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Suprema Junta Nacional Americana que sostuviera los derechos del monarca ausente de acuerdo con la tesis de López Rayón. Y es que, a pesar de ser un republicano convencido, por la independencia todo debía intentarse. Todo. De hecho, tal fue la posición de Vicente Guerrero cinco años después; tal el proyecto que se vio obligado a formular Agustín de Iturbide...

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Portada de "Sentimientos de la Nación", obra conmemorativa con motivo del bicentenario de la presentación de este documento el 14 de septiembre de 1813 ante el Congreso de Anáhuac instalado en Chilpancingo, Secretaría de Cultura del Gobierno de Michoacán.

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IV LOS ERRORES DE LA CONSTITUCIÓN El tribunal del Santo Oficio se constituyó en México el jueves 23 de noviembre de 1815, poco después del medio día —al concluir sus actuaciones el de la Jurisdicción Unida—, para condenar a Morelos por sus ideas liberales, republicanas y democráticas; por haberlas convertido en normas constitucionales del nuevo Estado nacional, y por observarlas y haberse valido de la fuerza pública para hacerlas cumplir. Es necesario aclarar que el 8 de julio de 1815 —cuatro meses antes de su captura—, el mismo tribunal de la Inquisición había declarado heréticas las ideas anteriores, contenidas en el Decreto Constitucional para la libertad de la América mexicana, sancionado en Apatzingán el 22 de octubre de 1814. Habiendo sido Morelos uno de los que firmaran y juraran dicho decreto, debía ser juzgado y condenado como hereje. Herrejón Peredo, en su obra Los Procesos de Morelos, sostiene que en este tribunal Morelos trató hasta lo último de eludir su responsabilidad respecto a la elaboración del Decreto Constitucional citado; que se negó a defenderlo, y que reconoció los errores que contiene. Las explicaciones que ofrece para justificar las “debilidades” del declarante son más penosas que las “debilidades” mismas. El acusado firmó la Constitución de Apatzingán —dice Herrejón— porque “la conocía poco”. ¿Es acaso necesario conocer mucho y hasta aprenderse de memoria un documento para poder firmarlo? Morelos no defendió el Código Constitucional —agrega—, porque su participación en el proceso de su elaboración “fue bastante menor de lo que pudiera pensarse”; es más, porque “la elaboración misma del Decreto Constitucional se llevó a cabo sin Morelos”. ¿Es que hace falta intervenir en la redacción de un

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documento político —sobre todo de esta clase— para defenderlo? Y “reconoció los errores” que contiene porque el cautivo, “regular moralista —concluye Herrejón— carecía de conocimientos profundos de teología dogmática” y no era experto en el análisis de cuestiones delicadas en materia de fe. ¿Se requiere entonces ser un teólogo de la talla de Santo Tomás o de Daniel Rops para dictaminar si es herejía o no que un pueblo asuma el derecho de gobernarse a sí mismo? ¿O ser un “gran moralista” para saber si es herejía o no que un individuo profese las creencias de su agrado mientras no transgreda la ley ni afecte derechos de terceros? Cuestiones como éstas, de carácter político o de tolerancia ideológica — señaladas en la Constitución de Apatzingán—, ¿realmente entrañan un conflicto de fe? ¿Es difícil establecer si son aciertos o errores de una nación en lucha por su independencia? Firmar un documento político sin saber lo que dice es algo peor que pecar de ingenuidad. Negarse a defenderlo, a pesar de haberse comprometido a ello, es carecer de principios y escrúpulos. Reconocer como errores de la nación sus más altos valores políticos, antes admitidos como aciertos, es no tener responsabilidad, valor, ni dignidad. ¿Fue así Morelos...? Juzgue el lector. Veamos primero el asunto de su responsabilidad.“Es evidente —dice Herrejón— la voluntad de desli ndar su responsabilidad respecto a la elaboración del Decreto Constitucional”. Lo evidente es lo contrario. Desde las primeras audiencias indagatorias del tribunal del Santo Oficio, antes de que se iniciara propiamente la instrucción, el compareciente advirtió que todo este asunto —el de la independencia— era estrictamente político, no de religión. Luego entonces, el tribunal citado, cuya función era únicamente la de velar por la pureza de la fe, no la de apoyar al régimen colonial o condenar al naciente Estado nacional — asuntos políticos—, carecía de competencia para juzgar

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materias ajenas a la suya. En este caso, lo que procedía era declararse incompetente y sobreseer la causa. El tribunal de referencia, por supuesto, no daría trámite a la demanda del ilustre reo y continuaría con el proceso. Al llegar al punto de la Constitución de Apatzingán, asunto político, no de religión, Morelos aceptó enfáticamente que “la juró y la mandó jurar”. Cierto que firmaría el documento —lo aclaró él mismo—, bajo reserva; es decir, no obstante diferir en una de sus partes más importantes —la orgánica—, hecho que representó “un sacrificio de su inteligencia particular a la voluntad general”, para usar los mismos términos de la Constitución mencionada. Cierto también que no intervendría todo el tiempo en su elaboración, “sino es a los últimos artículos de ella”; pero — advirtió—, “habiéndola leído en un día, la juró”. Y cierto, por último, que no sólo él sino todos los diputados la aprobaron con urgencia, pues “la Constitución se leyó (y aprobó) en un día precipitadamente; pero —nótese la insistencia— confiesa que la juró y la mandó jurar”. Con esto está dicho todo. A confesión de parte, relevo de prueba. Al contrario de lo que sugiere Herrejón, el héroe asumió desde el principio, ante el tribunal, la responsabilidad íntegra de sus actos políticos. Pasemos al siguiente asunto. “Morelos dijo en su proceso —señala Herrejón— que no defendía el Decreto Constitucional. Es demasiado fácil alegar que esta declaración no es auténtica o que fue arrancada por presión. Más bien hay indicios y pruebas para no pensar así”. Lo “demasiado fácil”, al contrario, es suponer que la declaración de Morelos es auténtica. No lo es. Pero admitamos que lo sea. Una cosa es decir, y otra, hacer. Y lo que hizo el héroe, a pesar de lo dicho, fue defenderla.

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La defendió, además, haciendo gala de su más fina ironía. Al acusársele de haber participado en una Constitución tachada de herejía, expresó que ésta se derivaba de la Constitución de Cádiz. Tal es la primera premisa del silogismo. La segunda, omitida de las actas, no lo está de la realidad ni de la historia: la Constitución española nunca fue tachada de herejía. La conclusión es inevitable. Era ridículo calificar de herética a la Constitución mexicana, no habiéndolo sido la española, de la que aquélla se derivaba. Después de esta defensa, el colofón de que “no por eso la defiende”, que el acta atribuye a Morelos y que sirve de fundamento a la tesis de Herrejón, carece de validez tanto desde el punto de vista lógico como del jurídico, ya que lo que acababa de hacer era justamente lo contrario: ¡defenderla! A continuación, los jueces inquisidores lo hicieron admitir “los errores” de la Carta Magna. Sin embargo, el héroe puso en ridículo al tribunal con otra respuesta que, a pesar de que Herrejón la ve comprometedora, es de fino carácter irónico. “No reflexionó en los daños que acarreaba”. Y en efecto, si la Ley mexicana “tomó sus principales capítulos —dice Morelos— de la Constitución española”, y si ésta no produjo ningún daño a la pureza de la fe, resultaba temerario “reflexionar” que la de los insurgentes, cuyos principales capítulos eran virtualmente los mismos, sí lo llegaran a causar. “No reflexionó” en que lo que los europeos aprobaran “en orden al bien común”, en sus propias palabras, pudiera “acarrear daños” por hacerlo los mexicanos. Curioso tribunal que condenara en éstos lo que no hiciera en aquéllos. Después de escuchar al acusado, el nuevo colofón puesto por los jueces en su boca, de que “ahora reconoce los errores que se le indican” —ante el cual se inclina Herrejón—, carece de importancia y fundamento. Sin embargo, habrá qué precisar el punto. ¿Qué errores se le indicaron? Primero, que mandó guardar y hacer guardar la Ley Fundamental. Segundo, que ordenó hacerla jurar y que se valió

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de la fuerza para imponer su observancia. A lo primero respondió que era cierto, que “la juró y la mandó jurar”, y a lo segundo, que lo hizo creyendo que sus capítulos “eran en orden al bien común”. Habiendo considerado expresamente que sus principios eran aciertos de la nación en pie de guerra, con los cuales se comprometió y juró cumlir, es absurdo que, al mismo tiempo, los haya reconocido como errores. Esto va contra las leyes de la lógica y del sentido común. Al advertir el juego de los inquisidores, Morelos aprovechó una de las preguntas para estampar con fuerza y precisión, sin equívoco de ninguna clase, el verdadero carácter de sus ideas políticas. Lo que puede decir —declaró— es que al confesante siempre la pareció mal (la Constitución) por impracticable, y no por otra cosa. La frase anterior hay que leerla a contrario sensu para entenderla mejor. La Ley Suprema siempre le pareció bien en todo —incluyendo sus supuestos errores—, excepto en su parte orgánica, operativa, práctica; es decir, la relativa a la organización de los Poderes Públicos del nuevo Estado nacional. El héroe siempre censuró, en efecto, que el Congreso asumiera la mayor parte de las atribuciones del Estado; que dirigiera los asuntos de la guerra y de la paz, y que dejara al gobierno sin facultades ejecutivas. Siempre consideró difícil —si no imposible— que un Estado nacional, en pie de guerra, sin un mando único, indivisible y dotado de toda clase de facultades, es decir, sin un Ejecutivo vigoroso, pudiera alcanzar su independencia. Siempre criticó la parte orgánica o, como él la llamaba, la parte “práctica” de dicha Constitución de Apatzingán, por no haber establecido un Poder Ejecutivo ágil, fuerte,

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vigoroso. Y esto lo hizo no sólo en el tribunal sino antes, en medio de sus compañeros diputados. Tal fue la principal discrepancia que tuvo con ellos. El propuso que el Estado se dividiera en tres poderes; que el Congreso se reservara únicamente el legislativo, es decir, la facultad de hacer leyes; que transfiriera y depositara el Ejecutivo en un Generalísimo, y que éste tuviera autoridad en toda la extensión del país en calidad de comandante supremo de las armas nacionales, por encima de los pequeños caudillos en proceso de convertirse en caciques. Nunca le pareció bien que la Constitución adoptara un poder ejecutivo inoperante, que no podía ejecutar nada. En este sentido, no, “no la defendió”. Y sólo en este sentido, sí, “sí reconoció los errores que contiene”. En este sentido, en suma, “siempre le pareció mal —se insiste— por impracticable. No por otra cosa”. Así, pues, contra lo sostenido por Herrejón Peredo, las constancias procesales, interpretadas conforme a derecho y dentro de su marco político e histórico, permiten descubrir a un hombre que se mantuvo siempre erguido, la orgullosa frente levantada; que asumió en todo tiempo la responsabilidad íntegra de sus actos políticos —sobre todo en tratándose de la suscripción de la más importante de las leyes nacionales—, y que defendió permanentemente los principios filosóficos y políticos de dicha Carta, por considerar que “eran en orden al bien común” y, consiguientemente, que eran aciertos del nuevo Estado nacional en pie de guerra. Y al mismo tiempo, siempre criticó, antes y durante su cautiverio, el capítulo referente al Poder Ejecutivo. Fue un error, a su juicio, no haber dotado de suficiente autoridad al Poder Ejecutivo. Fue un error haber dejado a la nación sin la fuerza suficiente para ejecutar su voluntad política, que era la de regir por sí misma su propio destino histórico: asunto político y no de religión. Fue un error haber dejado a la Constitución en el nivel

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de documento teórico, no adecuado a la práctica; con principios acertados, pero con un sistema de organización política ineficaz para alcanzarlos; reducida a simple pedazo de papel, no convertida en arma en manos de la nación para conquistar su independencia. “Siempre le pareció mal —en suma— por impracticable. No por otra cosa...”

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Portada del libro “Morelos ante sus jueces” de José Herrera Peña

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V GRAVES REVELACIONES MILITARES Un hombre que lucha por la independencia de su país; que al caer preso confiesa que tenía la intención de ir a pedir perdón al rey; que elude su responsabilidad en la elaboración del Decreto Constitucional, y que admite como errores los más altos valores políticos nacionales que le han dado sentido y rumbo a su lucha, es un hombre del que se puede esperar cualquier cosa; comprometer a sus compañeros, por ejemplo, o revelar informaciones de carácter militar útiles para el enemigo. Tal es el planteamiento que hace Carlos Herrejón Peredo en su libro Los Procesos de Morelos. En los capítulos anteriores quedó explicado lo referente al auténtico significado político de su petición de perdón, muy diferente, como se ha visto, a la interpretación literal que podría hacer de las actas quien las leyera sin criterio jurídico. Se trató también el relativo a los errores de la Constitución de Apatzingán supuestamente reconocidos por él, precisando cuáles fueron los que admitió Morelos, cuáles no y por qué impugnó los que reconoció. Analicemos ahora los asuntos de carácter militar... 1. Avíos de escribir. Al concluir sus diligencias el tribunal del Santo Oficio el domingo 26 de noviembre de 1815, al medio día, el detenido fue puesto nuevamente a disposición del tribunal de la Jurisdicción Unida —la Iglesia y el Estado— a fin de que produjera declaraciones sobre el estado de las fuerzas armadas de la nación beligerante, así como sobre el grado de avance de las relaciones diplomáticas que había promovido con las otras naciones del mundo, especialmente, con Estados Unidos. Casi al final de la diligencia —según el acta respectiva—,

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el cautivo solicitó “avíos de escribir” a fin de formular un plan estratégico del que pudiera valerse el gobierno colonial para pacificar el país. A diferencia de lo que ocurriera con Melchor de Talamantes, en que fueron obsequiados sus deseos, a Morelos no se los facilitaron. Dos días después, trasladado de las cárceles secretas del Santo Oficio a un calabozo del Real Parque de Artillería, en La Ciudadela, fue hecho comparecer ante un tribunal militar a fin de que rindiera —entre otras cosas— su declaración sobre los asuntos anteriores. Estos episodios procesales forman el contexto que aprovecha Herrejón Peredo, en su obra citada, para dejar sentado que Morelos fue un delator; que confió más en el apoyo de los Estados Unidos que en la fuerza de su propio pueblo, y que la debilidad de su estado de ánimo quedó en evidencia al acceder a dictar su plan de pacificación. 2. La delación Analicemos el problema de la supuesta delación. En la audiencia correspondiente, el declarante “fue precisando lugares y tropa”, al decir de Herrejón; es decir, dio a conocer los territorios que se encontraban bajo el dominio de las fuerzas nacionales y enumeró, además, a los doce comandantes que las comandaban en los territorios que liberaran a sangre y fuego; trece comandantes, en realidad, pues a uno no lo quiso recordar sino hasta el final de la diligencia. “No fueron infructuosas las presiones ejercidas contra Morelos —dice Herrejón—; la confesión, pues, fluyó concisa y objetiva, bien que haya sido mucho más lo que Morelos pudo haber dicho y no declaró entonces”. El autor insinúa que, al mencionar los nombres de los trece comandantes de la nación beligerante, los delató; lo que no deja de ser una aberración. Dichos jefes militares actuaban a

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la luz pública, con la cara descubierta. Operaban frontal y abiertamente, no en forma clandestina ni se cubrían la cara con un capuchón. Eran soldados que se habían forjado a sí mismos al calor de la lucha armada desde —la mayor parte de ellos— hacía cinco años. Eran la columna vertebral de la nación en pie de guerra. Eran conocidos como jefes por propios y extraños, por amigos y enemigos, y hasta podría decirse que más por éstos que por aquéllos. No se ocultaban de nada ni de nadie. Al contrario. Sus nombres inspiraban terror entre sus adversarios. Delatar es revelar lo que está oculto, no dar a conocer lo que ya es conocido. Morelos hizo referencia a los que luchaban en los campos de batalla, a los que tenían cargos no sólo militares sino también políticos, a los que estaban rodeados, escoltados y protegidos por sus hombres armados, más de dos mil —en promedio— para cada uno de los trece, en iguales frentes de guerra, lo que hacía un total de veintiséis mil hombres sobre las armas: ¡a los que era preciso unificar...! Esto no es delatar sino, en todo caso, ofrecer una prueba de fuerza real. De los otros, de los que actuaban clandestinamente a favor de la independencia en los lugares dominados por las tropas coloniales, no dio ni un solo dato. Tan es así que sus nombres escaparon a la historia. El virrey formuló personalmente un interrogatorio para que Morelos lo contestara ante el tribunal militar. En los puntos 6, 8, 9, 12 y 13 se le preguntó quiénes le ayudaron desde el interior de las ciudades de México, Orizaba, Oaxaca, Valladolid y otras, tomadas por él o en vías de serlo. En realidad, casi la cuarta parte de dicho interrogatorio tiene por objeto conocer los nombres de los simpatizantes de la causa insurgente, ocultos en los lugares dominados por las fuerzas realistas. No dio ninguno. 3. La alianza con Estados Unidos En cuanto a los intentos de alianza con los Estados

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Unidos, Herrejón los critica y señala que los dirigentes de la nación, deprimidos por las constantes derrotas en los campos de batalla, confiaban más en la ayuda extranjera que en la fuerza del pueblo. “Esta frustración —agrega— hubo de pesar también sobre Morelos, pues la postrera dirección de la insurgencia se había empeñado demasiado en conseguir esa ayuda, como si fuera la última esperanza”. Comparemos el texto anterior con la declaración del héroe ante el tribunal militar: La única causa que estimaban necesaria —dice Morelos—, era la protección de una potencia en clase de auxiliar… Nunca creyeron —insiste— que ningún (país o ejército) extranjero pasase los límites de auxiliar. El apoyo exterior, como es fácil advertir, era importante; pero, al contrario de lo que sostiene Herrejón, no lo principal sino lo accesorio: “lo auxiliar”. Lo fundamental, la última esperanza, fue siempre la acción, la energía y el sacrificio del pueblo. 4. Plan de pacificación Veamos por último lo relativo al plan de pacificación. Al finalizar la audiencia en la que reveló las dimensiones territoriales controladas por el ejército nacional, Morelos ofreció que: Si le dan avíos de escribir formará un plan de las medidas que el gobierno (colonial) debe tomar para pacificarlo todo, y en especial, la Costa del Sur y la Tierra Caliente. A propósito de esta declaración, Herrejón comenta que el

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reo, “abatido, hizo una excesiva promesa”. Lo que no dice es que, a pesar de la descomunal importancia de tal ofrecimiento, los tribunales coloniales no dieron al acusado “los avíos de escribir”; lo que no deja de ser —dado el enorme interés que tenían en dicho plan— extraño y sorprendente. Y si se los dieron, los utilizó para otra cosa, pues nunca produjo de su puño y letra el anhelado plan de pacificación. Días después, sin embargo, el virrey Calleja le pidió —a través del tribunal militar— que formulara el mencionado plan. Morelos lo complació sin titubeos y lo dictó al secretario —no lo escribió—, lo que quedó registrado en el acta respectiva. Herrejón, en lugar de analizar su contenido, da por sentado que en ese “plan” se hacen revelaciones estratégicas de gran utilidad para el gobierno colonial. “No dudo —dice— de su autenticidad ni de su veracidad”. Yo tampoco. Vale la pena asomarse a este texto. El plan de pacificación consiste, grosso modo, en que las tropas coloniales (realistas) entren a los territorios dominados por las del nuevo Estado nacional (insurgentes); que ofrezcan indulto a los jefes militares más importantes, y que derroten rápidamente en los campos de batalla a los que no se sometan. ¡Como si esta estrategia no fuera elemental! ¡Y como si no hubiera sido la misma que empleara el sistema colonial durante todos esos años, sin llegar a obtener jamás los resultados apetecidos y esperados! Ya más de cerca, el plan está enderezado contra cuatro jefes militares insurgentes; dos “de la Costa del Sur”, como se llamaba a la bañada por las aguas del Pacífico, y dos “de la Costa del Norte”, como se denominaba a la del Golfo de México. Los primeros son Vicente Guerrero y Sesma, que dominaban —en ese entonces— lo que hoy es el Estado que lleva el nombre del primero así como parte del de Oaxaca. Los

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otros dos Guadalupe Victoria, comandante militar de la provincia de Veracruz, y Manuel Mier y Terán, de la de Puebla; éstos, por cierto, peleados a muerte entre sí en aquel tiempo. Morelos recomendó irónicamente —en su plan— que el gobierno colonial enviara dos mil hombres a Huajuapan; no para que acabaran con Guerrero —del que reveló planes militares que a éste nunca cruzaron por su mente—, sino para que Guerrero diera buena cuenta de ellos. Propuso también —con no menos sarcasmo— que se enviara una división completa a algún lugar que impidiera que Guadalupe Victoria y Mier y Terán sumaran sus fuerzas. Estos dos jefes no tenían ningún propósito de unirse, ni de reunirse, sino de acabarse entre sí, de combatirse y destrozarse. Una de las razones por la que los Poderes del Estado nacional decidieran trasladar su sede de Uruapan a Tehuacán había sido justamente la de evitar el choque. Pero la sugerencia del detenido no está exenta de sentido práctico: una división realista entre ambos podría impedir la catástrofe. Y su última recomendación, la de que las tropas coloniales se situaran en Tehuacán, la fortaleza de Mier y Terán, no puede considerarse más que como una burla sangrienta. Tehuacán había sido, en lo pasado, y lo sería también, en lo futuro, una plaza inexpugnable, en la que no habría más ley que la del coronel Mier y Terán, desde la cual ejercería su influencia y su control en el corazón del país, sin dejar de amenazar el resto. Era un gran peligro no sólo potencial sino real para los intereses del gobierno colonial. Si éste no hubiera capitulado motu proprio dos años mas tarde, difícilmente se la habrían arrebatado. El plan de pacificación fue propuesto por Morelos con tal seriedad, que desconcertó no sólo a los hombres del sistema colonial sino también a muchos historiadores. En su tiempo despertó tales sospechas, que siempre se actuó en las regiones mencionadas por él con dudas e inseguridad. En todo caso, el plan serviría, para todos los efectos prácticos, no para pacificar estos territorios, sino para mantenerlos levantados en armas. Y

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de los cuatro jefes citados por él, dos son los que sostendrían la guerra hasta el fin: Guadalupe Victoria y Vicente Guerrero. Ambos llegarían a ser Presidentes de la República...

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Contraportada de "Sentimientos de la Nación", Secretaría de Cultura del Gobierno de Michoacán.

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VI UN ESCRITO COMPROMETEDOR Los juicios concluyeron. Las declaraciones de Morelos — muchas de ellas comprometedoras— quedaron registradas en actas; pero la actuación deprimente del recluso no terminó allí. Más adelante, tomó la pluma e hizo revelaciones estratégicas de gran importancia para el gobierno colonial que causaron la decadencia del movimiento insurgente; instó a sus compañeros a que abandonaran las armas; pidió perdón al rey y a todas las autoridades coloniales, y se retractó de sus ideas y de sus actos; “retractación —dice Herrejón— que tiene el carácter de total”, según lo asienta en su libro Los Procesos de Morelos. Los nuevos testimonios de Morelos a los que se refiere Carlos Herrejón Peredo constan en tres documentos extrajudiciales. El primero, aparentemente, es de su puño y letra. Está fechado el 12 de diciembre de 1815. Los otros dos no fueron elaborados por él, aunque dícese que sí firmados. Están fechados el 10 y el 11 de diciembre, y no fueron publicados en la Gaceta de México, órgano oficial del gobierno colonial, sino hasta el 26 de diciembre, cuatro días después de su ejecución. De estos tres documentos, veamos el primero; es decir, el controvertido documento del 12 de diciembre, que se dice escrito de su puño y letra. Dejemos los otros dos, o sea, los no elaborados por él, pero sí supuestamente firmados, para los dos últimos capítulos de este trabajo. En el primer papel, según Herrejón, el héroe “hace revelaciones que se enderezan directamente a socavar la insurgencia. En realidad, esas revelaciones también anulaban posibilidades de un futuro resurgimiento de la causa”. Dícese que este documento es auténtico. El historiador

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Ernesto Lemoine Villicaña —mi querido maestro en la División de Estudios de Posgrado de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM— sostiene que “éste es, sin duda alguna, el más comprometedor para su fama, el más quemante y el único que no desaríamos haber visto firmado por él”. Y concluye, categórico: “Por principio, su autenticidad no se discute”. A pesar de juicio tan rotundo, hay cinco razones poderosas que obligan a dudar de la autenticidad de este documento. Consiguientemente, tendremos que discutirlo. Primera. Es necesario es advertir que, en ese tiempo, estaba estrictamente prohibido dar a un recluso papel, tinta y pluma, a menos que lo ordenara expresamente el tribunal, lo que se dejaba sentado en actas. El escrito producido por el reo se agregaba al expediente y, si era necesario, se sacaban las copias certificadas de dicho documento para los fines que se requirieran. En este caso, no hay ninguna constancia de que a Morelos se le hayan entregado los “avíos de escribir” mencionados. No se los dieron siquiera para formular el plan de pacificación, asunto de extrema importancia política y militar, menos para hacer constar otros asuntos necesariamente secundarios. Esta es la primera razón para dudar de la autenticidad del documento que se dice suscribió el 12 de diciembre. Segunda. No se agregó dicho documento, supuestamente producido de su puño y letra, ni —de paso— los otros dos también mencionados, aparentemente firmados por él, a ninguna de las causas: ni a la de la Jurisdicción Unida, ni a la del Santo Oficio, ni a la del tribunal militar. Tercera. No se sacaron copias certificadas de ninguno de los tres documentos arriba citados para incluirlas en el testimonio de los procesos remitidos al rey de España con los que se le dio cuenta de este asunto.

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Cuarta. En esos días, que corren entre el 10 y el 12 de diciembre, el juez militar encargado de la causa y de la custodia del prisionero —el coronel Concha—, no pudo haber autorizado que se le dieran los “avíos de escribir” de referencia. De acuerdo con los registros oficiales, estaba ausente de la ciudad de México. Su ausencia, para ser precisos, duró del 4 al 15 de diciembre. Fue comisionado para hacerse cargo de los efectos de la Nao de China —la última nao de la historia—, traídos de Acapulco con destino a la capital, y en esos días andaba batiéndose contra las guerrillas insurgentes que querían apoderarse del cargamento por el rumbo de los Llanos de Apam y Teotihuacán. El militar que lo sustituyó, por su parte, no recibió más instrucciones del virrey que las de encargarse de la custodia del ilustre prisionero, no de la causa; todo lo cual obra en el expediente respectivo y en otros documentos de la época. Consiguientemente, careció de facultades tanto para proporcionar al cautivo los “avíos de escribir” que le permitieran producir el documento del 12 de diciembre, cuanto para arrancarle su firma en los otros dos. Quinta. La última razón que nos obliga a dudar de la autenticidad del documento del 12 de diciembre está directamente relacionada con el estilo en que está escrito. En sus párrafos se leen palabras como tropas del rey o insurrección, que pertenecen a la terminología política de las autoridades coloniales, no a la de la insurgencia. Es necesario recordar que, desde su primera declaración en la Jurisdicción Unida, el compareciente expresó que había hecho resistencia a las tropas “creyendo que eran de España y no del rey”. En todos los tribunales se negó a dar a su lucha el carácter de un movimiento interno contra la monarquía española, es decir, una revolución contra las autoridades constituidas. Por el contrario. Siempre afirmó haber participado en una guerra —justa— de Estado a Estado, de nación a nación; en una guerra internacional, en la cual las partes contendientes eran la antigua España y la América mexicana. Por eso es que, al final de las actuaciones del tribunal militar, Morelos exigió que se asentase

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en el acta que: El haber notado varias veces las tropas del rey no ha sido más que para distinguirlas de las suyas; pero que a aquéllas siempre les ha dado el nombre de tropas del gobierno (español) de México, que es a quien ha hecho la guerra. Es inverosímil e ilógico que un hombre que sostiene en todos los tribunales, de principio a fin, que ha hecho la guerra a España y no al rey, se desentienda de esta postura e incluso la niegue, motu proprio, justo antes de morir; que adopte el lenguaje político de sus captores, y que califique a la guerra como insurrección, a las tropas del gobierno español de México como tropas del rey, y que todo ello, además, ¡lo escriba de su puño y letra! Lástima que este escrito no haya sido sometido a un riguroso examen de laboratorio para saber si el papel es de 1815 o de fecha posterior, y si la letra corresponde efectivamente a la de Morelos, como parece, o se trata de una estupenda imitación. Mientras esto no se haga, los razonamientos planteados aquí no tendrán más fuerza que la de la lógica y, por consiguiente, se habrá de aceptar, con mi maestro Lemoine, que “por principio, su autenticidad no se discute”. Admitiendo, pues, que este papel haya sido elaborado por Morelos, ¿cuál es su contenido? ¿Por qué es tan “quemante” y “comprometedor”? ¿Por qué asegura Herrejón que, al redactar este documento, el prisionero no sólo “socavó la insurgencia”, sino también “anuló las posibilidades de su futuro resurgimiento”? ¿En qué consiste su gravedad? Su contenido consta de tres partes fundamentales. En la primera, señala que diversos metales como cobre,

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fierro, acero y estaño (que se usaron para volar en 1813 el fuerte de San Diego, en Acapulco (en caso de que no capitulara) fueron escondidos en túneles y zanjas cavadas por los insurgentes (durante el sitio a la fortaleza). Otras porciones de estos metales fueron dispersas en el agua salobre o echadas a la basura en Acapulco y lugares cercanos, probablemente cuando desmantelaron dicha fortaleza en 1814. En la segunda, se hace referencia a algunas minas de plomo situadas cerca de Mezcala o de la antigua Valladolid —la ciudad de su nacimiento—, y a otras de cobre, en Ario, cerca del volcán del Jorullo. Se dice igualmente que el salitre se tomaba de Huetamo y Cutzamala, y el azufre, de Tajimaroa. Y en la tercera, que las fundiciones de hierro y acero se encontraban en Huetamo y Coalcomán. Mi maestro Lemoine dice que el virrey remitió el papel a Armijo para que verificara los datos y que “muchos resultaron ciertos”. ¿Y que hay de extraño en ello? ¿No siempre ha habido minas de los metales mencionados en algunos de los lugares descritos? ¿No hay todavía cobre en Ario? ¿Ya desapareció del todo el salitre de Huetamo y Cutzamala? ¿No hay azufre en los alrededores de la antigua Tajimaroa, hoy Ciudad Hidalgo? ¿No hay incluso un balneario que lleva el nombre de Los Azufres? ¿Y el hierro y el acero? ¿No están todavía en las costas de Michoacán? ¿No se ha levantado en ellas un gran centro siderúrgico? ¿No el gobierno colonial, que hiciera de la minería la principal de sus actividades, sabía todo esto desde la época de la Conquista? ¿Qué hizo saber Morelos a sus captores que ellos previamente no supieran? ¿Dónde están sus “quemantes” y “comprometedoras” declaraciones? Y, sobre todo, ¿en qué perjudicaron a la causa insurgente, como lo afirma Herrejón? ¿Cómo es posible concebir que la transmisión de esos datos haya anulado “el futuro resurgimiento de la causa”? ¿No es

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ingenuo e infantil pensar que estas supuestas revelaciones causaran el daño que se dice? ¿No acaso, inclusive —lo que es el colmo—, la mayor parte de los lugares citados —si no todos— permanecieron en poder de las fuerzas insurgentes hasta que se consumó la independencia nacional? Además —y esto es lo más sorprendente del caso—, el gobierno colonial nunca pidió a Morelos informaciones de esta naturaleza. Lo que le solicitó fueron datos que le pudieran ser útiles para ganar la guerra; por ejemplo: el estado que guardaban en ese momento las fuerzas nacionales; un plan de pacificación; los nombres de los partidarios de la independencia que vivían en las ciudades realistas o, por lo menos, los lugares en que yacían los tesoros de la nación, “los muchos millones que debe haber reunido —en palabras de Calleja— en todas aquellas partes donde introdujo la revolución”. En lugar de tales informaciones, que le fueron requeridas reiteradamente por el virrey a través del tribunal militar, el prisionero hizo, fuera de actuaciones judiciales, esa magra relación de metales inservibles, desechados o arrojados a la basura, y de centros mineros artesanales y rudimentarios. ¿Reveló acaso dónde estaban las riquezas que buscaba el enemigo? ¿O los nombres de sus partidarios clandestinos? ¿O el estado actual y real de sus fuerzas militares? En todos los casos, la respuesta es no. ¿Por qué este papel no corre agregado a los procesos del héroe? ¿Por qué se encontró en el expediente personal de Armijo? ¿Por qué no se envió a Madrid con las copias de los juicios? Si se hubiera enviado, ¿n —o hubiera suscitado toda clase de preguntas? Por ejemplo: ¿Por qué Morelos, a pesar de estar encadenado e incomunicado, escribió esta carta tan confidencial? ¿Quién le proporcionó los “avíos de escribir”? ¿Quién se los autorizó? ¿Por qué no se formalizó el acto? ¿Por qué no se levantó el acta respectiva? ¿Por qué el prisionero se dirigió directamente

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al virrey y no al tribunal militar? Y sobre todo, ¿por qué, sin que nadie se lo solicitara, había hecho una relación de los lugares en que los insurgentes habían escondido metales no preciosos? ¿Había otra lista que revela los lugares en que estaban ocultos los metales preciosos? ¿Por qué no se había remitido ésta? Luego entonces, ¿a quien compromete más este documento? ¿A Morelos? ¿¡O a Calleja!? En todo caso, el cautivo finaliza su escrito —si es que lo escribió— deseando al virrey, su anciano enemigo de más de sesenta años de edad, una larga vida; pero lo hace en forma tan refinadamente sarcástica, que despoja a su deseo de seriedad. Emplea la habitual fórmula de cortesía de la época y se despide de él diciéndole: “Dios guarde a vuestra excelencia muchos siglos”. Si la carta es real y su destinatario la leyó, debe haberse quedado pasmado. No muchos años, sino ¡siglo! A pesar, pues, de lo que sostiene Herrejón: si el escrito de Morelos es auténtico, ¿lo compromete en algo? Y si no lo es, ¿en qué lo compromete...?

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Portada de "Suprema Junta Americana y Congreso de Anáhuac", obra conmemorativa en ocasión del bicentenario del Congreso de Anáhuac que se instaló en Chilpancingo el 14 de septiembre de 1813, y del Decreto Constitucional para la libertad de la América Mexicana (Constitución de Apatzingán), promulgado el 22 de octubre de 1814. Secretaría de Cultura del Gobierno de Michoacán.

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VII LA SUPUESTA RETRACTACIÓN Y OTRAS FALSEDADES Al final de su vida, Morelos se retractó. “Sólo si renegaba de su vida revolucionaria podría morir con los sacramentos”. Tal es la tesis central de Carlos Herrejón Peredo en su libro Los Procesos de Morelos. Y aunque admite que el documento de la retractación es ajeno al estilo de Morelos, “de aquí no se sigue —arguye— que no lo haya suscrito”. A Morelos, pues, se le doblaron las piernas en los instantes supremos, pues, según Herrejón, y terminó dando la espalda a los más altos valores e intereses de la nación. La retractación a la que se refiere dicho autor está expresa en una carta impresa dirigida al virrey Félix Ma. Calleja, fechada en la ciudad de México el 10 de diciembre de 1815 y supuestamente firmada por Morelos, en la que éste —o el suscriptor que haya sido— sustenta opiniones diametralmente opuestas a las que produjo realmente en los tribunales coloniales. Se dice arrepentido de haber hecho la guerra de independencia e implora perdón a sus enemigos. Dicho documento, firmado supuestamente el 10 de diciembre, apareció publicado en la Gaceta de México, órgano oficial del gobierno colonial, el 26 de diciembre de dicho año; es decir, cuatro días después de la ejecución del héroe. Lo curioso del caso es que la supuesta retractación no existe. La carta en que Morelos se arrepiente y pide perdón nunca fue producida por nadie. No la hubo —vamos— ni en versión falsificada. Nadie se cuidó jamás de hacer un documento imitando la letra del condenado a muerte o, al menos, su firma. La supuesta carta fechada el 10 de diciembre, publicada el 26, fue elaborada en la oficina del virrey después de la muerte

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de Morelos, y su texto, enviado directamente de tal oficina a la imprenta. Destruyóse el apócrifo original y quedó únicamente el texto impreso. Así de simple. Dicho documento nunca habría sido redactado por Morelos no sólo porque sustenta opiniones políticas exactamente contrarias a las que realmente sostuvo en los tribunales de sus enemigos, sino también por otras razones. A diferencia del escrito de 12 de diciembre —comentado en el apartado anterior—, que existe y se dice formulado de su puño y letra, éste no existe ni ha existido jamás. Nadie lo vio ni lo ha visto nunca, salvo el virrey y el amanuense que lo escribió. Y aunque el arzobispo de Fonte asegura que el condenado “extendió un escrito que mandó publicar el virrey”, lo que él leyó fue lo que mandó publicar el virrey —como nosotros—, no el escrito mismo. Por otra parte, no es ocioso insistir en que a Morelos nunca se le dieron “avíos de escribir” en ninguno de los calabozos en que fue recluido. No tuvo más pertenencias que una muda de ropa, y eso consta en el expediente respectivo. No hubo ningún juez que lo haya autorizado a expresar sus ideas por escrito, como ocurrió excepcionalmente en el caso de don Melchor de Talamantes. No existe ninguna acta que acredite que se le haya entregado papel y tinta. No hay ningún documento judicial que ordene que su supuesto escrito de 10 de diciembre, de significativa importancia política, se agregue a la causa de la Jurisdicción Unida. No hay ninguna resolución judicial, en suma, que decrete que se saquen las copias certificadas del importantísimo documento para anexarlo al expediente que debía remitirse al monarca español. Herrejón sostiene que, efectivamente, Morelos no redactó la retractación del 10 de diciembre, pero que sí la firmó. ¿Sí? ¿Cuándo y dónde? ¿Ese mismo día en su calabozo de La Ciudadela? Si así lo hubiera hecho, el gobierno colonial no habría escatimado recurso alguno en darla a conocer

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inmediatamente, esa misma fecha, en la prensa a su servicio, en edición especial y extraordinaria, y no hasta el 26 de diciembre, cuatro días después de su ejecución. “Habiéndose hecho el 10 de septiembre —dice un comentarista de la época apellidado Aguilar— era más regular haberla publicado luego, inmediatamente, para no incurrir en la nota de falsos ni en la nulidad de testificar con muertos”. Herrejón se da cuenta de las dificultades de este problema y lo resuelve a su modo: “Tocante a la diferencia de tiempo entre la redacción y la publicación —dice—, se explicaría dentro de este supuesto: la redacción y fecha de la retractación fueron anteriores a la firma de Morelos, quien pudo estamparla cuando los eclesiásticos que acompañaron a Morelos en la capilla pidieron papel y tintero; no para redactarla, sino para darla a firmar”. Esto sería el 21 de diciembre, todavía en el calabozo de La Ciudadela. Ese día, en efecto, el tribunal militar notificó a Morelos en su celda la sentencia de muerte, dictada el día anterior por el juez del Estado: el virrey Calleja. El acto se llevó a cabo con la solemnidad del caso, habiéndose levantado el acta respectiva. Después de esto, se le puso en capilla. Aquí, según Herrejón, los eclesiásticos que lo acompañaron lo hicieron firmar su retractación. Sin embargo, uno de ellos, el padre Salazar, en un escrito que publicó veintiocho años más tarde, refiere que, aunque ellos pidieron efectivamente papel y tinta, “no hubo tiempo para que escribiesen cosa alguna”. Además, si firmó el 21 de diciembre, ¿por qué entonces el documento respectivo tiene fecha del 10? ¿Y por qué no se publicó ese mismo día 21 o, a más tardar, al siguiente? Por último, ¿por qué no se levantó acta de un hecho tan singular y significativo? Herrejón argumenta a este respecto que, “para la autenticidad de un documento no es necesario que se mencione en la causa”. Esto, que es inobjetable en

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determinados casos, no lo es para los procesos de los tribunales coloniales. Melchor de Talamantes, por ejemplo, fue el único a quien se entregaron “avíos de escribir” en las cárceles secretas de la Inquisición para que produjera sus ideas políticas, no así a Hidalgo, Matamoros o Morelos. En su proceso se hizo constar en actas cuantos pliegos se entregaron al reo, en qué fecha, cuántos más solicitó, cuántos escribió, cuántos devolvió al tribunal, cuándo lo hizo, y qué es lo que contienen. Dichos escritos originales se agregaron a la causa, se hicieron copias certificadas y, además, se sacó testimonio de ellos para su remisión a España. En los procesos de Morelos aparecen en actas hasta los detalles más insignificantes relacionados con el reo; por ejemplo, la ropa que llevaba puesta, el estilo de sus zapatos, el color de sus calcetines y hasta el hecho de que no estaba rasurado. Asentar estos detalles, que pueden parecer triviales, y no hacerlo con la signatura del más trascendental de los documentos del proceso —la retractación— es algo que no tiene sentido. Tratemos de ayudar a Herrejón y supongamos que el documento que se comenta tampoco fue firmado el 21 de diciembre, estando el reo en capilla, en La Ciudadela, sino el 22, en San Cristóbal Ecatepec, justo antes de ser conducido al paredón. Las objeciones subsisten. ¿Por qué aparece firmado en la ciudad de México y no en San Cristóbal? ¿Por qué el 10 y no el 22 de diciembre? ¿Por qué se publicó hasta después de su ejecución y no durante su reclusión? Además, ¿por qué no hay un solo testigo de acto tan trascendental? ¿Por qué no existe otra firma al lado de la del condenado? ¿Por qué no estampó su nombre el propio juez? ¿O uno de los capellanes? ¿O un simple soldado? ¿Por qué nadie quiso comprometer su firma en un hecho histórico y cierto? ¿Porque éste no lo fue...? Además, aquí tampoco se levantó acta alguna del

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acontecimiento.¿Por qué no? No habría habido ningún problema para ello. El juez militar —el coronel Concha— estaba presente. Había sido comisionado para llevar a cabo él mismo la ejecución. Y por último, si Morelos hubiera firmado la retractación antes de ser llevado al paredón, ¿no se habría hecho constar el hecho, no en acta sino, al menos, en el parte militar correspondiente? ¿No se habría certificado en dicho parte que el reo había firmado la carta que contiene “un arrepentimiento total” —en frase de Herrejón—; carta que se adjuntaba para todos los efectos legales, entre ellos, el de su publicación? Pero no, no hay nada de eso. Nada. Todo lo que dice el parte de referencia es lo siguiente: “Parece que (Morelos) manifestó algunos deseos de arrepentimiento, diversos de los que hasta entonces había demostrado”. Como es fácil advertir, el militar no está seguro. “Parece”. Sólo “parece...” De haber sido auténtico el documento de retractación, además de agregarse a la causa, hubiera servido de base para sacar las copias certificadas del testimonio que se remitiría al rey de España para su conocimiento y efectos legales consiguientes. En efecto, en la sentencia, el virrey ordena claramente: “Sáquese testimonio de él (del expediente) y dése cuenta a Su Majestad en el inmediato correo”. Si así se hizo con todas las constancias de la Jurisdicción Unida, ¿por qué no con la más importante de ellas: la supuesta retractación? Es fácil entender por qué. Es imposible certificar que una copia concuerda con el original, cuando éste no aparece por ningún lado. En otras palabras, no se puede dar fe de lo que no existe. Esto lo hacen algunos notarios de nuestra época, inmorales y corruptos. Yo conozco algunos. Pero nadie, ni siquiera el más modesto soldado de aquel tiempo, quiso hacerlo. Por eso es que ningún historiador del siglo pasado, ni realista, ni insurgente, ni liberal, ni conservador, ni mexicano, ni

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extranjero, creyó jamás en la autenticidad de la retractación. Ya desde una temprana época, Lucas Alamán, que tuvo acceso a los originales del caso, lo dejó fundadamente escrito: “Una retractación —dice—, que con su firma se publicó por el gobierno después de la ejecución, con fecha 10 de diciembre, no hay apariencia alguna de que fuese suya, pues es enteramente ajena a su estilo. Y no es tampoco probable que la firmase, habiendo sido redactada por otro, pues no se hace mención alguna de ella en la causa”. Si este documento hubiera realmente existido, sea de puño y letra de Morelos o, por lo menos, firmado por él, en lugar de copia certificada, se habría enviado la versión original a Madrid —dejando copia aquí— y habría causado tal conmoción, que no se hubiera dudado en exhibirla en algún museo, en vitrina especial. Allí estaría todavía...

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EPÍLOGO Al recibir el rey el testimonio certificado de la causa de Morelos, ordenó al ministro de Guerra que formara una comisión que la sujetara a un riguroso examen, en la que participó él mismo, y que duró casi un año. Si hubiera encontrado en autos la supuesta retractación no es remoto que habría llegado a censurar la actuación de las autoridades coloniales de México. Sentencias tan graves como la degradación y la muerte no se dictan contra un clérigo humillado, colaboracionista y arrepentido. Pero no hubo nada de esto. El 26 de diciembre de 1816, el ministro de Guerra del gabinete español acusó recibo de las constancias que forman esta causa y manifestó al gobierno de la Nueva España que, habiendo acordado lo conducente con el rey, éste se había dignado “aprobar la ejecución y muerte que sufrió dicho cabecilla rebelde José María Morelos”; lo que le fue comunicado “de real orden de Su Majestad”, para “todos los efectos a que deba haber lugar”. La ejecución fue en secreto. La forma de muerte, el fusilamiento por la espalda. Y la pena se aprobó por habérsele encontrado culpable, en la terminología española, de “alta traición” y “crímenes enormes y atroces”. En el lenguaje insurgente, su condena se aprobó por haber sido un jefe militar que haría honor a su alta investidura política nacional, desde el principio de la lucha por la independencia hasta ser sacrificado; por haber fundado un nuevo Estado nacional, y por recurrir a las armas para alcanzar su independencia. Esta —y no la de Herrejón— es la única conclusión lógica, jurídica, histórica y política que se deriva de los procesos de Morelos, “para todos los efectos a que deba haber lugar...”

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Obra conmemorativa "Supremo Tribunal de Justicia", publicada en ocasión del bicentenario de la instalación de este órgano del Poder Judicial de la Nación insurrecta en Ario, el 7 de marzo de 1815. Secretaría de Cultura del Gobierno de Michoacán.

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APÉNDICE

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SENTIMIENTOS DE LA NACIÓN 1°. Que la América es libre independiente de España y de toda otra Nación, Gobierno o Monarquía, y que así se sancione, dando al mundo las razones. 2°. Que la religión Católica sea la única, sin tolerancia de otra. 3°. Que todos sus ministros se sustenten de todos, y solos los Diezmos y primicias, y el Pueblo no tenga que pagar más obvenciones que las de su devoción y ofrenda. 4°. Que el Dogma sea sostenido por la jerarquía de la Iglesia, que son el Papa, los Obispos y los Curas porque se debe arrancar toda planta que Dios no plantó: omnis plantatis quam nom plantabit Pater meus Celestis Cradicabitur [Todo lo que Dios no plantó se debe arrancar de raíz]. Mateo. Capítulo. XV. 5°. Que la Soberanía dimana inmediatamente del Pueblo, el que sólo quiere depositarla en el Supremo Congreso Nacional Americano, compuesto de representantes de las provincias de números. 6°. Que los Poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial estén divididos en los cuerpos compatibles para ejercerlos”. 7°. Que funcionarán cuatro años los vocales, turnándose saliendo los más antiguos para que ocupen el lugar los nuevos electos. 8°. La dotación de los vocales, será una congrua suficiente y no superflua, y no pasará por ahora de ocho mil pesos. 9°. Que los empleos sólo los americanos los obtengan. 10°. Que no se admitan extranjeros, si no son artesanos capaces de instruir, y libres de toda sospecha.

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11°. Que los Estados mudan costumbres y, por consiguiente, la Patria no será del todo libre y nuestra, mientras no se reforme el Gobierno, abatiendo el tiránico, substituyendo el liberal e igualmente echando fuera de nuestro suelo al enemigo Español, que tanto se ha declarado contra esta Nación. 12°. Que como la buena Ley es Superior a todo hombre, las que dicte nuestro Congreso deben ser tales que obliguen a constancia y patriotismo, moderen la opulencia y la indigencia, y de tal suerte se aumente el Jornal del pobre, que mejore sus costumbres, alejando la ignorancia, la rapiña y el hurto. 13°. Que las Leyes generales comprendan a todos, sin excepción de Cuerpos privilegiados, y que estos sólo lo sean en cuanto al uso de su ministerio. 14°. Que para dictar una ley se haga junta de sabios en el número posible, para que proceda con más acierto y exonere de algunos cargos que pudieran resultarles. 15°. Que la esclavitud se proscriba para siempre, y lo mismo la distinción de Castas, quedando todos iguales, y sólo distinguirá a un Americano de otro el vicio y la virtud. 16°. Que nuestros Puertos se franqueen a las Naciones extranjeras amigas, pero que éstas no se internen al Reino por más amigas que sean, y sólo habrá Puertos señalados para el efecto, prohibiendo el desembarque en todos los demás señalando el 10 por ciento. 17°. Que a cada uno se le guarden sus propiedades y respete en su casa como en un asilo sagrado señalando penas a los infractores.

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18掳. Que en la nueva Legislaci贸n no se admita la Tortura.

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19°. Que en la misma se establezca por ley Constitucional la celebración del día 12 de Diciembre en todos los Pueblos, dedicado a la Patrona de nuestra libertad María Santísima de Guadalupe, encargando a todos los pueblos la devoción mensual. 20°. Que las tropas extranjeras o de otro Reino no pisen nuestro suelo, y si fuere en ayuda no estarán donde la Suprema Junta. 21°. Que no hagan expediciones fuera de los límites del Reino, especialmente ultramarinas, pero, se autorizan las que no son de esta clase, para propagar la fe a nuestros hermanos de tierra adentro. 22°. Que se quite la infinidad de tributos, pechos e imposiciones que nos agobian, y se señale a cada individuo un cinco por ciento de semillas, y demás efectos u otra carga igual ligera, que no oprima tanto, como la Alcabala, el Estanco, el Tributo y otros, pues con esta ligera contribución, y la buena administración de los bienes confiscados al enemigo podrá llevarse el peso de la Guerra y honorarios de empleados. —Chilpancingo 14 de septiembre de 1813.—José María Morelos (rúbrica). 23°. Que igualmente se solemnice el día 16 de Septiembre todos los años, como el día Aniversario en que se levantó la voz de la independencia y nuestra Santa libertad comenzó, pues en ese día fue en el que se desplegaron los labios de

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la Nación para reclamar sus derechos con espada en mano para ser oída, recordando siempre el mérito del grande Héroe, el Sr. D. Miguel Hidalgo y su Compañero Don Ignacio Allende. Respuesta en 21 de noviembre de 1813. Y por tanto, quedan abolida éstas, quedando siempre sujetos al parecer de S.A.S.

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Oficio de remisión de la causa inquisitorial contra Morelos, enviado por el inquisidor de México al Consejo Supremo de la Inquisición. Archivo Histórico Nacional de Espáña. Cortesía: Dra. Rosario Márquez Macías, Universidad de Huelva, España.

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Copia del acta en que constan las declaraciones de José María Morelos ante el Tribunal de la Inquisición. Archivo Histórico Nacional de España. Cortesía: Doctora Rosario Márquez Macías, Universidad de Huelva, España.

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Copia del acta en que constan las declaraciones de José María Morelos ante el Tribunal de la Inquisición. Archivo Histórico Nacional de España. Cortesía: Doctora Rosario Márquez Macías, Universidad de Huelva, España.

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Copia del acta en que constan las declaraciones de José María Morelos ante el Tribunal de la Inquisición. Archivo Histórico Nacional de España. Cortesía: Doctora Rosario Márquez Macías, Universidad de Huelva, España.

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Copia del acta en que constan las declaraciones de José María Morelos ante el Tribunal de la Inquisición. Archivo Histórico Nacional de España. Cortesía: Doctora Rosario Márquez Macías, Universidad de Huelva, España

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Copia del acta en que constan las declaraciones de José María Morelos ante el Tribunal de la Inquisición. Archivo Histórico Nacional de España. Cortesía: Doctora Rosario Márquez Macías, Universidad de Huelva, España

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ÍNDICE

Palabras preliminares

pág. i

Presentación

pág. iii

La Versión de Vicente Leñero y Herrejón Peredo

pág. 1

Traído de la tierra caliente con excesivo sigilo

pág. 9

Quería el reconocimiento de la nación

pág. 15

Los errores de la Constitución

pág. 23

Graves revelaciones militares

pág. 31

Escrito comprometedor

pág. 39

La supuesta retracción y otras falsedades

pág. 47

Epílogo

pág. 53

Apéndice

pág. 55

El autor

pág. 75

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EL AUTOR

JOSÉ HERRERA PEÑA es licenciado en Derecho y Ciencias Sociales por la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo; doctor en Ciencias Históricas por la Universidad de la Habana, y profesor universitario. Ha escrito varias obras, entre ellas: 

Exilio y poder, USA, Amazon, CreateSpace, 2015. Libro electrónico disponible en Kndle-Amazon. (Primera edición bajo el título Migración y poder, México, Gobierno del Estado de Michoacán//Secretaría del Migrante, 2011)

Santos Degollado. Rector, Gobernador, Secretario de Estado, Ministro de la Corte, USA, Amazon, CreateSpace, 2015. Libro electrónico disponible en Kindle.Amazon. (Avance publicado bajo el título “Santos Degollado”, en 75


Historia de los Ejércitos Mexicanos, México, SDNSEP/INEHRM, 2013) 

Ignacio Zaragoza. La retirada de los seis mil, USA, Amazon, CreateSpace, 2015. Libro electrónico disponible en Kindle-Amazon. (Publicado bajo el tíulo “Ignacio Zaragoza”, en Historia de los Ejércitos Mexcanos, México, SDN-SEP/INEHRM, 2013)

La resistencia republicana en Michoacán, USA, Amazon, CreateSpace, 2015 Libro electrónico disponible en Kindle-Amazon. (Avance publicado bajo el mismo título en La resistencia republicana en las Entidades Federativas, Coordinadora Patricia Galeana, México, Siglo XXI, 2013).

La biblioteca de un reformador, México, UMSNH, 2005.

Los diputados mexicanos a las Cortes de Cádiz, USA, Amazon, CreateSpace, 2015. Libro electrónico disponible en Kindle-Amazon.

Maestro y discípulo, USA, Amazon, CreateSpace, 2015. También disponible en libro electrónico, Kindle-Amazon. (Primera edición con el mismo título, México, UMSNH, 1995, primera reimpresión 1996).

Morelos ante sus jueces, USA, Amazon, CreateSpace, 2015. Libro electrónico disponible en Kindle-Amazon. (Primera edición con el mismo título, México, UNAM//Facultad de Derecho-Porrúa, 1985. Varias reimpresiones)

Una nación, un pueblo, un hombre, USA, Amazon, 76


CreateSpace, 2015. Libro electrónico disponible en Kindle-Amazon. (Segunda edición bajo el título Una nación, un pueblo, un hombre. Miguel Hidalgo y Costilla, México, ICADEP.PRI, Morelia, 2010) (Primera edición bajo el título Miguel Hidalgo y Costilla, Cuba, Editorial Ciencias Sociales, La Habana, 2010) 

La caída de un virrey. Soberanía, Representación nacional e independencia en 1808, USA, AMAZON, CreateSpace, 2015. Libro electrónico disponible en Kindle-Amazon. (Primera edición bajo el título Soberanía, representación nacional e independencia en 1808, México, Senado de la República-Congreso del Estado de Michoacán de Ocampo-Gobierno del Distrito Federal/Secretaría de Cultura, 2009)

Michoacán. Historia de las instituciones jurídicas, USA, Amazon, CreateSpace, 2015. Disponible también en formato electrónico en KindleAmazon. (Primera edición con el mismo título, Senado de la República-UNAM/Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2010)

La amante del general, CreateSpace, 2015. Disponible Amazon.

también

en

vol.

formato

La amante del general, CreateSpace, 2015.

vol.

II,

USA,

Amazon,

electrónico, I,

USA,

KindleAmazon,

Disponible en formato electrónico, Kindle-Amazon. 77


(Primera edición con el mismo título, Ediciones La Francia Chiquita, 2006) 

Políticos, corsarios y aventureros en la guerra de independencia de México. Formato electrónico, Kindle-Amazon.

Morelos. Polémica sobre un caso célebre, México, Gobierno de Michoacán/Secretaría de Cultura, 2010. Libro electrónico disponible en Kindle-Amazon.

El libro de los códigos de Antonio Florentino Mercado, Formato electrónico Kindle-Amazon. (Publicado como Estudio Preliminar de El libro de los Códigos, México, Congreso de Michoacán de Ocampo, 2010)

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Edición Conmemorativa del Bicentenario Luctuoso del Generalísimo José María Morelos 1815-2015 CONSEJO MUNICIPAL DE LA CRÓNICA DE ECATEPEC DE MORELOS Cronista Municipal Ecatepec de Morelos Dra. Angélica Rivero López

de

Cronista del pueblo de Santo Tomás Chiconauhtla C. Aristeo Duarte Romero Cronista del pueblo de San Pedro Xaloztoc Dr. Aurelio Sánchez flores Cronista del pueblo de Santa Clara Coatitla Lic. Clara Guadalupe Pineda Sánchez Cronista del pueblo de Santa María Chiconauhtla C. Ignacio Villegas Cedillo Cronista del pueblo de Santa María Tulpetlac C. Rosa María de Jesús Turcio Cronista del pueblo de San Andrés de la Cañada C. Carlos Fragoso Soberanes Cronista del pueblo de San Isidro Atlauhtenco C. Gildardo Mendoza Ortega Cronista de la Ciudad de San Cristóbal Ecatepec de Morelos QFB Yolanda Ortega Ortega

Comisión del Pueblo de San Pedro Xaloztoc Lic. Rodrigo Garibay Morales C. Rubén Andonegui Martínez Lic. Felipe Ramos Martínez Ing. Martín Morales Arenas Comisión del Pueblo de Santa Clara Coatitla C. José Leopoldo López Rosas C. María del Carmen González Camacho Comisión del Pueblo de Guadalupe Victoria QFB. María Félix Aceves Herrera Lic. Roberto Aceves Fernández Comisión de la Ciudad San Cristóbal Ecatepec de Morelos C. Amador Valdés Díaz C. Candelario Gutiérrez Rivero Profa. María de los Santos Sánchez Rivero Lic. Félix Aguilar González C. Luz María Salinas Bautista C. Israel Paredes González C. Miguel A. Salinas López C. Mireya Zepeda García


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