Amables Predicciones

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Datos Biográficos Melanie Taylor Herrera nació en 1972 en la ciudad de Panamá. Tiene una licenciatura en Psicología y una maestría en Musicoterapia. Actualmente se dedica a la enseñanza musical, a tocar el violín y a escribir. Su cuentos han sido publicados en la revista Maga y varias antologías tales como Soles de Papel y Tinta (Editorial Alfaguara, 2003); Flor y Nata, antología de mujeres cuentistas panameñas (Editorial Géminis, 2004); Hasta el sol de mañana (Fundación Cultural Signos, 1998) y más recientemente una antología de cuentistas panameños (Universal Books, 2005). Obtuvo mención honorífica en el Concurso Maga de Cuento Breve (1996) y mención honorífica en el concurso de cuentos José María Sánchez del 2002 auspiciado por la Universidad Tecnológica de Panamá. Fue la ganadora en la categoría adultos del Concurso Medio Pollito del 2006 con el cuento infantil “El Acuario”. En el 2007 quedó como finalista en el certamen “Viernes en papel” realizado en España por la empresa Pompas de Papel. Publicó su primer libro de cuentos titulado Tiempos Acuáticos (Colección Cuadernos Marginales) en el año 2000 y en el 2005 publica su segundo libro titulado Amables Predicciones. También en el 2005 aparece en un libro llamado Poetas y Narradores del 2005 publicado por Ediciones del Instituto de Cultura Peruana en Miami, Florida y en Cuentagotas VI de AbraceEditores en Uruguay en el 2006. Sus cuentos han sido publicados en revistas impresas y electrónicas tales como The Barcelona Review, Letralia, La Zorra y el Cuervo, Maga, ANIDE (revista de la Asociación Nicaragüense de Escritoras) y revista Día D del diario Panamá América.


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Palabras al lector En este libro se reúnen cuentos , e incluso algunos poemas, correspondientes a diferentes épocas productivas. Tiempos Acuáticos es una primera producción que ve la luz en el año 2000. Decidí incluir estos cuentos pues la edición de los mismos esta agotada y varias personas han mostrado interés en leerlos. Cuentos con la letra “A” obtuvo una mención honorífica en el concurso José María Sánchez del 2002 auspiciado por la Universidad Tecnológica. Por último, está una sección de cuentos y poemas que por primera vez se publican. Aunque las temáticas son variadas creo que los cuentos están unidos por un hilo conductor: personajes y situaciones que bien mirados no resultan tan dulces e inocentes como en un principio. Al igual que el cuento que el libro lleva por título, Amables predicciones, los desenlaces tienden a desmentir las primeras expectativas del lector. Melanie


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Cuentos con la letra “A”

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Amantes:

Cuento en montaje de dos partes, técnica mixta (acuarela y acrílico) Amantes I La piel de los amantes es tierna como la de los pollos recién horneados. Se desprende fácil haciéndose jirones con un beso o una caricia. Yo vivo en el fondo de la piscina de la casa abandonada, conviviendo con las hojas huérfanas de árboles y las luciérnagas muertas luego de un breve amorío nocturno. Ella, la otra, la que pasa incansable, ausente y aferrada a las horas presentes, pretende que no existo. Pero aquí estoy. Me parece ver el contorno ondulante de sus zapatos negros a través del agua, el sonido de sus pasos amortiguados por este minuet acuático que me mece. Olía su perfume entre el de muchos hombres, sentía sus besos entre besos pasados y futuros, presentía sus manos antes de que se posaran en mis hombros. Ahora cuando paso frente a la casa, camino al trabajo, me parece un sueño que alguna vez la hubiésemos habitado, es como si ya no fuese mía, como si fuera nada. Lo recibo cada noche y me le hecho encima colgando sobre sus hombros pesados y seguros cubiertos por su saco de lana. Y cada noche me quita los brazos de sus hombros y se deshace del saco. Entonces me agarra por las caderas y me atrae hacia él. Somos uno sólo, él y yo, su piel y la mía se funden mientras me prodiga besos. Cada noche le recibo aquí en el portal. Antes solía pensar en él durante los días de lluvia o cuando olía su perfume en algún hombre extraño pero ya ni eso. La despedida fue fría como si nuestros sentimientos estuviesen en cubos de hielo flotando en


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alguna remota ensenada sueca. Cuando se vendieron los muebles sentí como si un enorme telón hubiese cerrado la escena. Fin del último acto. Los días lluviosos hacemos el amor y faltamos al trabajo. Cuando él llama para excusarse le hago cosquillas en la barbilla. El ritmo húmedo de la lluvia de noviembre es la música de fondo de nuestro éxtasis compartido. Quisiera que días como estos nunca terminasen y que pudiésemos languidecer en nuestra desnudez. El problema de los amantes es la atemporalidad. Creen que las cosas estarán ahí por siempre. Se besan frente a un árbol y luego si se cae lo toman de modo personal. ¡Tontos! Solía recordar su voz mientras alimentaba a los peces el sábado en la noche. Yo nadaba en la piscina los sábados. A veces buceaba en la parte más honda y atisbaba sus zapatos negros distorsionados por el agua en el borde de la piscina. Los viernes vamos a fiestas en casa de su primo Rolando o salimos al cine. En las fiestas bailamos mucho, pegados, y nos besamos. Si vamos al cine me pasa la mano por el hombro para que no me de frío y me susurra cosas al oído para cuando lleguemos a casa. Cuando susurra en mi oído me da cosquillas y una risa tonta. El viernes fui al cine sola. Sara no pudo acompañarme porque su madre enfermó y tuvo que quedarse a cuidarla. No lo extrañé para nada. La película estuvo excelente, actuaciones de primera y un trama absorbente. Sólo me molestó esa pareja frente a mí. El le susurraba cosas al oído y ella reía como una tonta.


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Amantes II: Aquella tarde en que me rompiste el corazón

No es el trabajo de pintura que seguramente me costará alrededor de trescientos dólares, ni la cadena del tiempo que habrá que cambiar por el golpe. No fueron los vidrios rotos que me cayeron en los pantalones, ni la cortada que me hice en la frente. No fue el hijo de puta tranque que se formó detrás de mi auto ni el toque interminable de cláxones enfurecidos. No fue que el policía tardase una hora en llegar. Tampoco que el motorizado de turno estuviese de malhumor y en vez de una sonrisa tenía una mueca de disgusto más brillante que su chaleco naranja. No es que el idiota que te acompaña incluso pretendió culparme aunque ni un tarado se creería ese cuento. No. Fue verte esa cara de caperucita, de falsa inocencia, lo que me hizo perder los estribos. Recapitulo. Hace dos meses dijiste que los lunes en la noche ibas a tomar un curso de inglés. A mi me pareció raro pero no dije nada. Luego te empezó a traer a casa el idiota ese y tampoco dije nada. Ladrón que roba ladrón tiene cien años de perdón― pensé. Mejor así, no tenía que levantarme yo para irte a buscar. Luego te empezó a corroer la culpa y no sabías qué hacer. Yo conozco eso. Que si me cocinabas mi plato favorito, que si amor esto o aquello. ¡Bah! Entonces el domingo me vienes a decir que éste es un matrimonio de puertas abiertas: “tú por lo tuyo, y yo por lo mío”. Me quedé hecho una pieza con una ceja arqueada en doloroso espasmo y las manos metidas en la tina de lavar, pues ya hace un mes que me lavo la ropa. En fin, que para consolarme me compré una botella de ese whisky tan especial que tanto me gusta, tan caro, tan bueno. Le llevaba envuelta en una bolsa marrón en el asiento del pasajero. Y justo hoy, justo hoy, que me iba a


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sentar con calma a reflexionar sobre todo lo sucedido, a sorber con sumisión pasmosa su melancólico efecto, vienen tú y ese mamarracho a estrellarse justo conmigo. La botella rodó en el asiento y cayó al piso. El piso del auto es un lago de vidrio y whisky y tú me miras con esos ojos de yo-no-fui. ¿No crees que esto es suficiente como para estrangularte con mis propias manos tú redomada hija de la grandísima...? Me mira con ojos enfurecidos como si le hubiese hecho algo. No es haber tenido que pasar la vergüenza pública de chocarme justo con él y estar casi segura de que alguien de la oficina me vio (voy a ser chisme, mínimo por un mes). Ni tampoco que me duela el cuello por el tirón del cinturón. No puedo quejarme siquiera de que al salir del auto tuvimos que esperar los tres ahí parados por una hora hasta que llegó un policía malhumorado que parecía disfrutar el hecho de decir mi nombre de casada con un sutil sarcasmo cada vez que podía. Y tampoco me quejaré del tic nervioso que David tiene y me saca de quicio especialmente en momentos como éste. Empieza a decir este..., este..., antes de cada palabra como si se le hubiese trabado la palanca de cambios. Hace cuatro meses llegué a casa y Jorge no estaba. Encontré su celular sobre la mesa y me llamó la atención que tenía seis llamadas perdidas. A Jorge rara vez lo llaman, así que esto me sorprendió mucho. No pude con mi curiosidad y me puse a escuchar sus mensajes. Una tal Gilda le reclamaba a Jorge por qué ya no la llamaba. A partir de ese día perdí las ganas de todo. Quería dormir y me quedaba horas con los ojos abiertos mirando el techo. Luego ya no me dieron ganas de hacer el café, ni de lavar, ni de arreglar el mantel de la mesa. Eso de no tener ganas es horrible de verdad. Después decidí tomar el curso de inglés a ver si me distraía la mente y fue cuando conocí a David quien era uno de los instructores. No es que David me devuelva las ganas del todo sino que me


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distrae. En realidad David me saca de quicio: su manera de decir este..., este..., su falta de sentido al vestirse (¿a quién se le ocurre combinar una camisa de rayas con pantalones de cuadros?), sus chistes sosos y esa manera de conducir peor que una vieja de ochenta años sin anteojos. Pero nada de estas cosas me hacen perder la paciencia como verle esos ojos rabiosos. Y lo que sí me molesta es que hoy, precisamente hoy, David me había comprado un anillo de oro blanco, tan delicado, tan caro, tan bueno. Yo lo contemplaba ensimismada en mi mano derecha justo cuando chocamos con Jorge y el anillo salió volando de mi dedo, y ahora no lo puedo encontrar. ¿Dónde estará? Estará en cualquier hueco de esta calle. Es que se me corroe el estómago. ¿No es esto suficiente para arrancarle los ojos a este grandísimo hijo de la gran....? Ahora que veo a Jorge y a Carla insultarse (de no ser por el policía ya se habrían ido a los puños) me pregunto si Carla me quiere. Porque semejante odio sólo puede ser resultado de un amor enorme. Hace un mes la conozco pero hoy la veo y me parece no conocerle. No ha sido el susto del accidente, ni que me vayan a tener que enyesar la pierna izquierda, ni el hecho de que probablemente no tenga auto por varios meses, ni que en el parte policial creo que me van a poner como el culpable, ni que Carla haya perdido el anillo que acabo de comprar. Lo que me molesta es que sé a ciencia cierta que esta mujer jamás me mirará con esos ojos exorbitantes ni me gritará con la pasión de amor ofendido con que le grita a su marido.


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Agenesia Viajar es incómodo. Pero como una no se puede quedar toda la vida como árbol, es decir, plantado, no queda más que sacrificarse. Primero está hacer la maleta. Menudo dilema. Puede uno empacar de más, con lo que se arriesga a pagar sobrepeso a la hora de la verdad en el aeropuerto, o se empaca muy poco y entonces está uno en casa del rayo, sin abrigo y muriéndose de frío, o en la playa sin vestido de baño. Luego de resolver este delicado asunto, balanceando futuras necesidades, confort y estilo, porque ir de viaje no es excusa para andar por ahí manga por hombro, en fin una vez saldado este asunto, está el hecho de la seguridad de la maleta. ¿Su maleta tiene candado? ¿Tiene el candado pero no encuentra la llave? Porque si la maleta no llega con usted a su destino y anda por ahí sin santo que la proteja....mejor ni pensarlo. Pasemos entonces a las revisiones. Sí, revisar si tiene todo en regla, el boleto aéreo, el pasaporte, la visa no vencida, los números telefónicos de emergencia y la llave de la casa. Ah, claro, y antes de irse, especialmente si vive uno solo, apagar todos los aparatos eléctricos, no vaya a ser que al regreso la casa no esté en pie. Por último, despedirse de la familia y amigos para hacernos la ilusión de que nos extrañarán y la vida será diferente sin nosotros. Por fin está usted listo. Está allí, en el aeropuerto, con su maleta, sus documentos, su ropa cómoda de viaje, pasa todos


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los trámites, hace la fila con sus compañeros de viaje que han pasado por sus mismos suplicios, saludan a las azafatas y a los señores auxiliares de vuelo. Busca su asiento y entonces... Marta buscó su asiento. Se alegró de no traer con ella ningún bolso. Se sentó y miró por la ventana entrelazando las manos. Los despegues la ponían nerviosa. Jugó un poco con la pulsera de oro en su mano izquierda. Tenía grabado el nombre de Eduardo. Sonrió recordando cuando Eduardo se la había obsequiado. Estaban sentados ambos en la casa de la playa. Atardecía y ella se mecía sola en la hamaca. Le parecía que ella y las olas se mecían al unísono. Volvían y venían una y otra vez. Empezó a sentir algo de sueño, sus ojos se cerraban cuando sintió la mano cálida en su vientre. Al abrir los ojos, ante ellos una cadena dorada resplandecía. Se incorporó riendo mientras Eduardo se la ponía en la mano. Zurda― le dijo guiñándole un ojo― para que te acuerdes de mí. Le dio un beso ligero en la boca y se alejó tarareando algo. Así era él y le encantaba. Lastimosamente no podía compartir la alegría de tenerlo en su vida. Era huérfana. No que sus padres hubiesen muerto realmente pero no los trataba desde que tenía quince años. Irse de la casa fue un alivio. Había luchado por ser ella desde entonces. Algunas veces pensó terminar con todo pero la felicidad parecía estar en su camino. Un camino iluminado― pensó mientras observaba a las azafatas explicar qué hacer en caso de emergencia. A su lado un hombre alto y gordo, con lentes que parecían lupas enmarcadas, dormitaba. El hombre hacía pequeños gruñidos y cabeceaba. Se divirtió observándole un rato. El primer hombre con que había dormido también había hecho gruñidos pero no de sueño. Tendría entonces 16 años y todavía se acordaba del vestido que llevaba. Era de un rojo encendido, tan encendido como su deseo aquel día. A


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ese hombre le estaría siempre agradecida: la había considerado hermosa, a pesar de todo... Se levantó. El avión hacía rato que se había estabilizado. Más le valía ir al baño ahora antes que empezaran a repartir el almuerzo. Tuvo que despertar a su vecino para poder pasar. Este se sobresaltó un poco y se agarró las gafas que resbalaban por sus mejillas. Mientras caminaba por el pasillo sintió con placer la mirada atenta de varios hombres. Cerró la puerta del baño al entrar y se observó un buen rato en el espejo. Su cabello rubio estaba perfectamente peinado, el maquillaje impecable le hacía resaltar sus rasgos de manera agraciada. Su cuerpo y su rostro habían sido esculpidos con dolor. Años de sacrificio y de creer en sí misma. Sus únicos compañeros constantes eran sus ojos verdes, ojos de mujer, de gata, de muñeca. Se sentó en el baño. Algo caliente salió de entre sus piernas y sintió alivio. Cuando tenía quince años su padre había abierto la puerta del baño sin tocar y la encontró así sentada con la falda puesta. Sus ojos verdes se encontraron con la mirada furiosa del hombre. La había agarrado por un hombro y la había estrellado contra la pared. Nunca había sentido tanto miedo en su vida. Tú, tú... decía su padre que casi no podía hablar. Las venas en la nuca gruesa y roja de su padre sobresalían iracundas... Salió del baño y volvió a su asiento. El hombre al lado suyo leía una revista. Disculpe―le dijo. El hombre se levantó para dejarla pasar mientras su mirada lujuriosa resbalaba de sus senos a sus caderas terminando en sus piernas. Esperaba que no se pusiera impertinente. Algunas veces tenía que ponerse grosera con algunos majaderos. Fue entonces que le sobrevino el presentimiento de que había olvidado algo. Trató de convencerse a sí misma de que era una tontería pensar algo así. Ella había revisado todo personalmente. Hizo un repaso mental: ¿la plancha? Sí, la había puesto


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dentro de la maleta. ¿Sería la medicina? No, no, si la llevaba en la cartera. Qué tontería―se dijo mientras sorbía una Coca Cola. El llanto de un niño perturbó por un momento el silencio. Niños...nunca podría tener niños. Eso la entristecía, pero Eduardo comprendía. Adoptaremos una docena, había dicho. Ansiaba tener niños pero no se puede tenerlo todo. Volvió a pensar que había dejado algo olvidado. ¿Sería el aire acondicionado? La cuenta le vendría altísima. Si Eduardo pasaba por el apartamento seguro lo apagaría. Se lo había prometido. Después de todo ella estaría fuera casi un mes. ¿Un mes, Marta? –le había preguntado con extrañeza. Ella le había explicado que su amiga Patricia había tenido un aborto espontáneo, estaba muy deprimida y necesitaba ayuda. Tú eres un ángel, le dijo entonces besándole la mano galante. Sintió una punzada en el estómago. ¿Por qué siempre terminaba mintiendo? Pero sería la última vez. Ya no tendría que volver a ver al Dr. Stein, ni ir a Río. Todo estaría en el pasado como una película en blanco y negro. A medida que avanzaba el tiempo su vida se borraba a su pesar. La punzada en el estómago volvió a repetirse. ¡Pero si ella no había olvidado nada! De seguro había pagado la cuenta del teléfono antes de irse. ―¿Desea pasta o pollo? ―preguntó la azafata amablemente. ―Pasta. Se metió un bocado caliente a la boca. La masa se deshizo jugosa en su lengua. Su vecino engullía rápidamente un pollo. ¡Sirven tan poco!―exclamó mientras se metía un pedazo de perejil en la boca. Al poco tiempo dormitaba nuevamente. Marta se limitó a observar el banco de nubes que atravesaban. Las nubes le recordaban el algodón de azúcar. De niña siempre le gustó. Una vez sorprendió a su madre mirándole con lástima mientras comía algodón. ¿En el fondo la comprendería? Nunca


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lo sabría. El Dr. Stein estaba muy orgulloso de ella. Esta sería su última cita. Le traía una mola de regalo. La había mandado a hacer especialmente para él. Si su padre hubiese sido comprensivo como el doctor y no una retahíla de así no se come, así no se camina, así no se ríe, así no se habla. Pensar en él la alteraba. Se puso a hojear una revista de modas. Su atención en las últimas colecciones de primavera duró poco. Coño, ¿qué podía haber olvidado? ¿Los documentos? No. ¿La cartera roja para el conjunto floreado? No. ¿Apagar la cafetera? No. ¡Dios! ¡ La cajeta donde tenía aquellos álbumes de fotos viejos! ¡¿Pero, cómo había sucedido?! Tenía el pasaporte guardado en la cajeta. Al sacarlo la noche anterior había olvidado volver a poner la cajeta en su lugar. Empezó a sentir un temblor en todo su cuerpo, la revista se deslizó de sus manos. NO― dijo en voz alta. ¿Le pasa algo?―dijo su vecino mirándola extrañado. Nada, nada― musitó agitada. Las lágrimas le impedían ver. Un día cualquiera llegaría Eduardo a regar sus plantas. Llegaría reído y luciendo elegante como siempre. Seguramente le dejaría una tarjeta cariñosamente escondida debajo de una almohada en el sofá. Vería la cajeta en la mesa de la cocina y sentiría curiosidad. Abriría cada álbum despacio y vería las fotos de su infancia. Habría un hombre enorme con cara seria, una mujer de rostro triste y un niño con sus mismos ojos. Al pasar las fotos vería cómo el niño se hacía mayor hasta convertirse en un hombre. Y luego sólo sería vería fotos de ella y ataría cabos. Porque esos ojos verdes, ojos de mujer, de gata, de muñeca sólo podían ser los ojos de Marta.


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Arpadura Cuando llegaron, la presentación del libro ya había comenzado. Fabricio guió la espalda de su acompañante de manera gentil pero firme. Quedaron detrás de Obregón, Santos y Guevara, trío incansable que acudía a cuanta presentación literaria aconteciese, engullía cuanto canapé se ofrecía y tomaba vino malo y barato a raudales. Guevara había sido el último ganador del Premio Musas: se hacía el modesto pero de su figura emanaba un recién adquirido estatus, un vaho invisible conformado por la soberbia, el orgullo y muchos meses de lecturas elevadas. Últimamente había adquirido el hábito de decir nosotros cuando se refería a sí mismo y había tomado como nueva pasión, leer en latín, pues buscaba un entendimiento más cabal de la herencia greco-romana. Hablaba en esos instantes Castillo, autonombrado intelectual (de cuando acá los intelectuales se llaman a sí mismos intelectuales, se preguntó Fabricio burlonamente). Declarándose amigo del autor, pues habían sido compañeros de aulas universitarias, de exámenes interminables y parrandas juveniles, se fue adentrando paulatinamente en la obra haciendo comparaciones a diestra y siniestra con autores pasados y modernos, citando sin moderación y enredándose tanto en su rimbombancia, que al finalizar un alivio embargó a la sala conformada por un tercio de estudiantes universitarios, otro tercio de familiares del autor y un tercio mixto de escritores y artistas. La mayoría


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no había comprendido nada. Castillo se sintió complacido. Entre aquellos que con su estruendoso aplauso pretendían apagar el rugir de su ignorancia, estaba la acompañante de Fabricio, Teodora. Nadie la llamaba así y todos la conocían por Dora. La amante, la otra, el secreto a voces de un hombre que por lo demás llevaba una vida sin mayores torceduras y que era respetado como profesor, escritor y crítico. Jamás había llevado a Dora a ninguno de estos actos, muy pocos en el mundo literario la conocían en persona. Su existencia sólo se materializaba en susurros y anécdotas, en oraciones que iniciaban “me parece haberlo visto con alguien que no era su esposa”, “llamé y contestó alguien que no era Claudia, tú sabes, su mujer”, “dicen que lo vieron cenando con una mujer que presentó como Dora, una estudiante”. Fabricio miró de reojo a Dora mientras aplaudía y respiró hondo porque faltaba mucho. Después de Castillo, la maestra de ceremonia presentó a Carmen Vergara, estudiante de Español de la Universidad de San Juan y miembro del Círculo de Lectura de dicha institución. La joven se acercó tímidamente al micrófono. Primero agradeció muchísimo la oportunidad de expresar sus ideas. Seguido dijo que el leer este libro de poemas la había elevado al éxtasis, que Garrido, su autor, era uno de los grandes de la literatura panameña (aquí Guevara se removió en su asiento) y que las palabras no le eran suficientes para explicar las sensaciones y emociones creadas por la obra. La incertidumbre de los tiempos en que vivimos, la prisa de las grandes ciudades, el anonimato, las mentiras disfrazadas de verdades y viceversa, quedan plasmadas en estos versos que suponen una ruptura con la obra anterior del autor y dejan entrever la influencia de... La estudiante siguió hilvanando sus ideas hasta que el tejido quedó completo y se sentó envuelta en una manta de tupidos aplausos, especialmente de su madre, sentada en primera fila, y


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de Dora, que aplaudía enérgicamente. Dos días antes de la presentación del libro, Fabricio y Dora habían ido a cenar. Luego de la cena habían ido a casa de Dora. Mientras Fabricio se volvía a poner su ropa, Dora lo observaba plácida en su desnudez, y de pronto dijo las palabras de la discordia. ―Tú nunca me has llevado a esas cosas tuyas. ―¿Qué cosas mías, Beba? ――dijo Fabricio entre la ternura y el cansancio ajustándose el cinturón. ―Esas cosas de libros, cuando los presentan. ―Ay, Beba. ¿Para qué te voy yo a llevar a esas presentaciones literarias? Te vas a aburrir. Ni siquiera Claudia va a menudo. ―O sea que Claudia si ha ido pero yo no. Fabricio intuyó que la conversación se dirigía hacia un norte borrascoso. Trató de enmelar a Dora con palabras suaves. ―Dora, corazón. Entiéndeme. En estas presentaciones básicamente varias personas, otros escritores, hablan de la obra del autor. Luego alguien lee un fragmento de la obra y al final el autor da algunas palabras de agradecimiento. Con suerte hay algún refrigerio, la gente conversa un rato y ya. No te estás perdiendo nada fuera de este mundo. Dora le dio la espalda. La mirada de Fabricio resbaló por su espalda, subió la ladera de sus caderas, atisbó las ondulaciones de sus piernas y finalmente se posó en sus pequeños pies con sus uñas pintadas de un rosa pálido. ―Está bien. El miércoles hay una presentación. Te paso a buscar a las siete en punto. Dora se volteó y le estampó un ruidoso beso. Cuando Fabricio regresó a su casa, Claudia le esperaba con lágrimas en los ojos. Se le abalanzó. Gargantúa, repetía


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una y otra vez entre sollozos. Gargantúa era un perro doberman viejo y ciego que había estado siempre con ellos. Fabricio la abrazó tiernamente. Se murió Gargantúa ――dijo Claudia. Miró a Fabricio y le preguntó: ¿A dónde estabas? Fabricio dijo que había estado cenando con un estudiante que no tenía muchos recursos, pero que era muy aplicado. Tú siempre tratando de ayudar a todo el mundo ―acotó Claudia. Fabricio le secó las lágrimas cuidadosamente. Luego del discurso de Carmen Vergara, un joven delgado con voz diametralmente opuesta a su escurridiza anatomía recitó con mucho ánimo y con técnica de concurso de oratoria uno de los poemas titulado Oscuros callejones. A Fabricio le gustó. Aunque Garrido no era el poeta actual que más le impresionara tenía que aceptar que sus versos poseían un ritmo interno, una melodía inherente, música. Eso no se enseña, se intuye. Dora tenía cara de aburrida. Para ella los poemas debían ser de amor. Estos temas le parecían traídos por los pelos. Aplaudió poco. Finalmente Germano Garrido se levantó de su asiento. Dio las gracias con cara de aburrido y señalando las mesas terminó con un espero que disfruten del brindis. Su madre, su hermana, la abuela y su bisabuela fueron a llenarlo de flores, besos y abrazos que Germano soportó estoicamente como había soportado los discursos y el saco que llevaba puesto. Lo suyo era escribir, lo demás le parecía ruido de fondo. El triunvirato se acercó a las mesas. Descubrieron unos muslitos de pollo que acompañados de salsa barbacoa se les antojaron divinos; unos emparedados microscópicos de tuna que desaparecían en sus ávidas lenguas sin permitir una degustación adecuada; unos rollitos de jamón que les pareció importado porque la contextura era firme y no jabonosa como el local, y unos pastelitos de fresa demasiado dulces. Todas estas


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viandas fueron acompañadas de un vino rojo, seco y difícil al gusto, pero muy accesible al bolsillo. Obregón llevaba la delantera pues había empezado a tomar vino desde el inicio del acto. Un tenue color rosáceo se había posado indiscreto sobre sus mejillas. Al finalizar el brindis el público fue abandonando poco a poco la sala. Sólo quedaban Garrido, su familia y algunos amigos charlando amenamente y por otro lado, un pequeño círculo formado por Fabricio y Dora y el triunvirato. Guevara llevaba la voz cantante pues poseía una memoria prodigiosa y podía citar con gran facilidad a diversos autores y si podía dejaba escapar algún verso. Santos tenía una capacidad de análisis de gran precisión, su manera de hilvanar ideas y de hallar patrones escondidos en los más dispersos escritos semejaba la destreza del mejor de los relojeros suizos. Obregón, impedido por el vino, se ocupaba de mirar con ojos resbalosos a Dora que de pronto se sentía perdida. Fabricio estaba deleitado. El triunvirato siempre le divertía de manera diferente cada vez. Admiraba sobre todo a Santos que aunque callado y menos extrovertido que Guevara se le antojaba de un intelecto formidable. Ya la conversación se deslizaba hacia su final cuando Santos dijo con voz contundente: la verdad es que los versos de amor han muerto. Guevara le contradijo con toda suerte de argumentos. Buscó a Neruda y a Bécquer para que lo auxiliasen. Santos seguía inconmovible. Fabricio se inclinaba por él. Dora no pudo contenerse. ―Yo creo que usted no sabe lo que dice. Hubo un silencio. Fabricio tragó en seco. ―A mí me gustan los poemas que ponen en Stereo Azul con música suave. Todos son de amor. O los que me dice Fabricio. ¿Cómo es que se llaman?


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―Esos los inventé para ti ―dijo Fabricio con voz opaca. ―Si la dama así lo estima entonces así es ―contestó Guevara con una sonrisa bailándole en el rostro― pues donde las palabras no llegan residen los sentimientos más puros. ¡Un brindis! Todos se tomaron una última copa. Cruzaron la puerta y antes de separarse Guevara le susurró al oído a Fabricio: Ars longa, vita brevis. Carpe diem.


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Aprisa Correo electrónico de Camilo Santos a Ana Raquel Conti: De: camito@hotmail.com A: aconti@sinfo.net Oye, el martes no podré encontrarte en el lugar de siempre. Tengo cosas que hacer. Correo electrónico de Ana Raquel Conti a Camilo Santos: De: aconti@sinfo.net A: camito@hotmail.com Más te vale que estés ahí. Tengo algo importante que decirte. El crujido herrumbroso del portón de entrada la sobresaltó. No podría resistir todo este lío. ¿Cómo se había metido en esto? ¿Debía regresar y deshacer todo? Afuera sólo escuchaba el ruido del tráfico, la voz de él no la tocaba. Deseó nunca haberlo conocido, nunca haberle enviado el email, nunca haber abierto la puerta, entrado, discutido... las lágrimas empezaron a resbalarle por las mejillas. Abrió torpemente su auto y guío enajenada por la ciudad. Al llegar a su casa, se tumbó en la cama un rato. Cuando despertó pensó que habían pasado diez minutos, pero cuando consultó su reloj se asustó al constatar


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que habían sido horas. Se echó agua en la cara para despertarse y llamó a Atenea. Los periódicos, cinco, en nefasto ramillete, estaban sobre la mesa. Cada titular en letras grandes: CASI MATA A SU AMANTE EXTRAÑO CASO DE ENAMORADOS EL POBRE Y LA RICA AUMENTA VIOLENCIA ENTRE LA JUVENTUD: EL CASO CONTI-SANTOS SANTOS INTERPONE DEMANDA

Camilo Santos miraba los titulares con odio. Agarraba un periódico, pero tal era el disgusto que luego de leer dos líneas lo volvía a colocar sobre la mesa. Se levantaba, daba unos pasos, escudriñaba su casa que ahora le parecía extraña. ¿Sería esa su mesa, sus cuadros, su hijo? Volvía a sentarse en el sofá, agarraba un nuevo periódico, empezaba a leer, el odio resurgía, tiraba el periódico, se levantaba... Mientras que a Camilo padre la angustia lo corroía, a su hijo la indiferencia y hermetismo de un monje Zen le eran propios. Tirado en un sofá, con los pies sobre la mesa de periódicos, un brazo doblado bajo la cabeza a guiso de almohada y la mano libre fusionada con el control remoto cambiaba canales. ―¡Ya basta!― gritó la madre mientras apagaba la televisión― El uno con los periódicos y el otro con la televisión. Me van a volver loca. Hace una semana casi te matan y ahora mírate: como si nada. ―¿Y qué quieres que haga, mamá?― La voz de Camilo era profunda como la de un contrabajo. Tirado en el sofá, con el corte de moda, es decir, rapado, era fácil ver por qué las féminas le hallaban sexy. Era alto y robusto, la piel canela


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y una sonrisa llena de picardía. –Mira, tenemos un abogado contra la loca esa. Porque, si bien ella tiene toda la plata del mundo, de que quedó como una loca no hay duda. ―¿Camilito, tú la querías? ―¡¿Qué?! ―No te hagas el sordo, ¿que si la querías? ―¿Y eso qué tiene que ver con lo que estamos hablando? La madre se llevó una mano al pecho y se fue entre lágrimas a su habitación seguida por su marido. Camilo suspiró y volvió a encender el televisor: Animal Planet se enlazó con una novela venezolana con un video musical con un telenoticiario con el canal de las películas... ―¿Y por qué yo? Tengo clases a las tres en la universidad. ¿Por qué no llamas a Eusebio? El te ayudó la vez pasada. ―Viste como eres, Camilito. Tu padre se mata para mandarte a estudiar y que vistas bien y ¿tú no lo puedes ayudar el día que te necesita? Yo le rezo mucho a la Virgen para que te guíe, hijo, porque la gente malagradecida termina mal. ¿Es que te da vergüenza el trabajo de tu padre? ―Mamá, no es cuestión de pena. Sino que voy a perder la clase y después es un lío y entonces yo iba a jugar basket con Gustavo. ―Déjalo, mujer. Mira, a él le da pena andar conmigo en esas casas pues sino lo confunden con un obrero. Aunque a Camilo le costaba admitirlo, en verdad le avergonzaba. Sin embargo, la culpabilidad pudo más y aceptó ir con su padre a arreglar el aire acondicionado. Para disminuir la molestia mandó a su mente de vacaciones1 (esto lo hacía a 1 Poner la mente de vacaciones: truco habitualmente utilizado por adolescentes y adultos menores de 25 años que consiste en centrar la atención en algo diferente a lo que el progenitor, maestro o jefe esté diciendo, de modo que si le indagase posteriormente no podría dar fé de lo que se ha dicho. Es casi un estado hipnótico.


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menudo) así que quien lo hubiese visto en el auto con su padre hubiera pensado que éste llevaba un maniquí al lado y no un ser vivo. Al llegar una empleada les abrió la puerta y los guió al estudio donde debían hacer las reparaciones. El estudio era un salón amplísimo con el piso y techo de madera. Los muebles eran europeos y había dos pinturas enormes de Sinclair. Camilo se acercó para mirarlas mejor cuando su padre le interrumpió: ―Anda, busca las herramientas que se han quedado en el carro. Salió torciendo la boca. Iba caminando sin fijarse y masticando su disgusto solo cuando tropezó con alguien. A sus pies se encontraba una joven pálida y delgada con el cabello negro largo. Estaba recogiendo las cosas que se le habían desparramado de su bolso. Camilo se agachó para ayudarla. Aun arrodillado era mucho más alto que ella. Con cuidado recogió una barra de labios y unas llaves y se las dio a la joven. Esta al mirarlo se sonrojó mucho y musitó un gracias. ―Disculpa, es que no me fijé, como no conozco la casa... ―¿Qué haces aquí? ―Ah... (tosió mucho), sí, este...yo..yo arreglo aires acondicionados con mi papá. ―Ah, sí,el del estudio. Mi papá anda como loco hace días porque no ha podido usarlo. Bueno, permiso. Camilo la vio alejarse y antes de perderla de vista le gritó: Camilo Santos. Ella giró y dijo― Ana. Camilo se quedó inmóvil por unos minutos hasta que la voz de su padre lo puso en contacto con la realidad: ―¿Todavía estás aquí? Óyeme, pero que bulto eres. Yo no sé ni pa’ qué te traje. Con lo cual se dirigió al auto a


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buscar él mismo lo que necesitaba. Camilo fraguó muchos planes de cómo iba a encontrarse con Ana: accidentalmente en la calle (lo descartó por poco probable), en una disco (¿entre tanta gente?), la esperaría de casualidad cerca de su casa (no, a la gente le extrañaría verlo parado ahí y seguro llamarían a la policía), en un café, en un taxi, en el Banco, en la Arrocha, en un restaurante de moda... Su imaginación era fértil y todos los días había nuevos encuentros mentales. A veces, en vez de prestarle atención al juego de baloncesto en la tele planeaba el diálogo: Hola, ¿te acuerdas de mí? El del aire acondicionado (Nooo, horrible, espantoso). Hola, ¿te acuerdas de mí? Camilo (aquí bajaba la voz un cuarto de tono). El arreglo del aire acondicionado no fue del todo perfecto y en menos de un mes, llamaron al padre de Camilo para solucionar el problema. Camilo se ofreció enseguida: ―Papá, yo puedo ayudarte―― dijo sonriendo como si le fueran a tomar una foto. ―¿Ayudar? A desayudar dirás. No, hombre, si la vez pasada no fuiste sino de paseo. No, gracias. Tú estudia para tu universidad. ―Papá, no. Yo voy a ir. La mamá de Camilo frunció el entrecejo. ―No, Camilito. Quédate. A ver, ¿qué hiciste la vez pasada? ―Ven, ¿por qué quieren pelear conmigo? Eso es lo que yo digo. Después dicen que uno se avergüenza y cosas así. Durante el segundo viaje a casa de los Conti, Camilito se mostraba de encantador buen humor y ayudó en todo. Su padre sólo hacía mover un brazo cuando su hijo enseguida llegaba con la herramienta adecuada, la escalera, el trapo, los periódicos y los repuestos.


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―¿Quieres agua, papá? ―No, Ca... ―Ya voy a buscarla. Espérate un momentito― Camilito desapareció antes de que su padre pudiese emitir otra palabra. Se dirigió a la cocina donde una empleada trapeaba el piso. ―Oiga, ¿dónde está Ana? ―¿Pa’ qué? ―contestó Chepita, que así se llamaba la sirvienta, con voz dura mientras erguía su talla de cinco pies con el trapeador a modo de arma mortal. ―¿Y a usted qué le interesa? –respondió molesto Camilo mientras le daban ganas de agarrar a la chola por el cuello. ―¿Y pa’ qué pregunta entonces? Camilo se fue masticando su disgusto. Chepita torció los ojos y siguió trapeando. Para suerte de Camilo, Ana estaba en casa y volvieron a tropezar en el pasillo. Intercambiaron saludos y hablaron de diversos temas mientras que Chepita con las orejas aguzadas intentaba captar la conversación. Fue a partir de ese segundo encuentro que comenzaron a verse. Atenea tuvo que poner el vaso sobre la mesa. Miraba a Ana con sus ojos muy abiertos. ¿Sería todo esto cierto? Bueno, no había duda pues Ana estaba hecha añicos, llorando desconsoladamente, la cara roja y toda despeinada. ―A ver si comprendí. Tú conociste a un muchacho que repara aires acondicionados en tu casa. ―Sí ―Luego vino todo el embrollo, este... sadomasoquista. Luego el man se cabreó y se fue distanciando y entonces tú quieres verlo de nuevo, pero ¿para qué? ―Porque lo necesito, me vuelvo loca sin él pero también me desequilibra estar con él.


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―Ay, Ana, la verdad ya me estás enredando. Tú no lo quieres, él no te quiere. Todo es la cama, entonces, mija, corta la cama y se acabó el embrollo. ―¡Tú no entiendes! –gritó Ana levantándose exasperada. ―Pero, Ana, ¿qué te pasa? No te vayas así, por favor. No puedes andar manejando en ese estado. ―Sí, tengo que irme. Me cité con él hoy. Tenemos que hablar. ―Ana, espera, yo te llevo. Ana, ignorando a su amiga, salió rápidamente por la puerta.

―Ey, ¿qué te pasa? Camilo se encontraba en el medio de la cancha de baloncesto con la pelota en la mano. Parecía una estatua de ébano cubierta de rocío. Su amigo Gustavo esperaba la bola en posición de bloqueo pero Camilo no se movía. ―No es por nada, pero tú andas bien raro. Julita también me dijo que ya no estás como antes y que te desapareces, le llegas tarde. Dime, ¿quién es el levante? Bien secreto te lo guardas. Camilo empezó a narrarle cómo había conocido a Ana y las cosas que hacían. Sintió tanto alivio, como si vomitara todas sus culpas. Dejando escapar un silbido, Gustavo empezó a jugar nerviosamente con los cordones de sus zapatillas: ―¿Y no te daba miedo las cosas que hacían? ―Al principio no, pero luego me he dado cuenta de que a esta tipa le falta un tornillo. ―(Sí, claro, como si a él no le faltase uno también)


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Este... ¿y vas a ir a la cita hoy? ―Bueno, sí porque así ya rompo con ella de una vez. ―Ahh... Camilo apretó el mentón.

El juicio fue bastante publicitado. Desde su inicio a Camilo no le habían faltado admiradoras. Cada mañana al abrir la puerta de su casa, la madre de Camilo encontraba fotos, cartas, bragas y notitas varias. El padre, aunque trataba de ocultarlo, se sentía orgulloso y los titulares de los periódicos ya no le producían tanta acidez. El uso del Pepto Bismol disminuyó. Aunque no se les permitió tomar fotos durante la audiencia, los periodistas se apostaban certeros a la salida para filmar, fotografiar, entrevistar, abrumar, enredar, dejar ciegos con los flashes y empujar a acusados y acusadores, jueces, testigos, abogados, porteros, familiares, paleteros y chicheros. Maravilloso embrollo de prensa nacional en éxtasis. Pero lo que llevó al juicio a la cúspide fue el día que Ana se presentó ante el jurado. En uno de los periódicos de mayor circulación apareció: TESTIFICA ANA CONTI: SOPRENDENTES DECLARACIONES Llegó a la sala pareciendo una Ofelia contemporánea. Delgada y pálida, vestida en un ligero traje color rosa, parecía más bien una criatura indefensa y no la ávida amante que la prensa pinta. Su voz, debilitada seguro por la fuerte emoción, se oía tímida por lo que la sala hizo un silencio sepulcral. Al ser expuestos los hechos causaron asombro en la concurrencia hasta el punto que varios familiares, tanto de la joven Conti


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como del joven Santos, debieron dejar la sala para no perder la compostura. Ana Conti aceptó tener una relación exclusivamente sexual con el joven Santos (aquí la conocida Chepita, nana de la acusada, tuvo que dejar la sala pues se puso a gritarle improperios a Santos). Esta relación tenía matices, por decir lo menos, sado-masoquistas. Se reunían en una casa abandonada propiedad de la familia Conti. La última vez que se vieron, Ana Conti, en un arranque de celos, dado que Camilo le pide que rompan la relación, lo deja amarrado en la bañera. Camilo se había dejado amarrar pues Ana le había pedido tener relaciones una última vez siguiendo ciertos procedimientos (que aparecen en el libro oriental Kama Sutra). Pero no contenta con esto, deja la pluma goteando lentamente agua. Gota tras gota la bañera se iba llenado y Camilo se sentía cada vez más desesperado. Camilo pasa así cinco horas hasta que una amiga de Ana, Atenea, lo libera. Afortunadamente Camilo parece tener un resguardo2 multilock o un ángel de la guarda3 pues no pescó ni un resfrío luego del incidente. Se cree que Eros Conti llegará a un acuerdo monetario con la familia Santos pues si llegase a declarar Camilo el caso no resultaría favorable para su única hija, Ana. Correo electrónico de Marleny Sánchez a Gustavo Vega. De: mamaleny@hotmail.com Para: gsanchez@sinfo.net Cc: saramendez@pananet.com, juegavivo@ yahoo.com 2 El famoso mentalista Kristian niega ser el responsable de dicho resguardo. Aunque sí acepta que él sabe hacer resguardos buenos y no “chanchullos” como la competencia. 3La psíquica Anabela dice que todos poseemos un ángel de la guarda. Su usted desea conocer cuál es su ángel puede consultarla. Ver anuncio en la sección de clasificados.


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¿Qué pasó? Tu amigo cabeza rapá tiene más admiradoras y está bien pegao. Unas amigas quieren conocerlo. Nos vamos a reunir mañana en Koanes como a las diez. ¡Tráelo porfa! El domingo el padre dio un sermón donde advirtió acerca del sexo, la lascivia, el Kama Sutra, etcétera. Están pasando una película por cable así que te veo. Marleny chez.

Correo electrónico de Gustavo Vega a Marleny Sán-

Para: mamaleny@hotmail.com, saramendez@pananet.com, juegavivo@yahoo.com De: gvega@sinfo.net Mala amiga. Sino es por el juicio ni te acuerdas de este negro. Veo duro que Camilo vaya porque como llegaron a arreglos monetarios está pensando en qué invertir el dinero. Se ha puesto (para mi sorpresa) bastante seriecito y anda con la Julita (que lo apoyó digan lo que digan de la china) para arriba y para abajo. Así que tus amigas se quedarán con las ganas. Yo no puedo ir pues me voy a la playa este fin de semana. Saludos, Gustavo4. 4Si usted ha leído este cuento y no tiene correo electrónico, cable ni celular lamento informarle que su capacidad de accesar información no es cool. Sin embargo, desde otro punto de vista, usted puede leer, lo que le sitúa por encima del porcentaje de analfabetos que hay en el mundo.


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Amables predicciones ¿Que cuándo llegó a Panamá? Nadie sabe. ¿Su edad? Probablemente tan vieja como la república misma. ¿Parientes, amigos? Todos. ¿Oficio? Aduladora de almas, genetliaca de vidas, leyenda urbana. La primera vez que me llevasen a casa de Madame Dupré fue bajo mis más fervientes protestas. Ni mis pataletas, ni palabras sucias, ni el escupirle los anteojos a Josefa, ni patear al perro, ni llorar a pulmón partido, ni gritar con mayores decibeles que el autobús más ruidoso, hicieron desistir a mi tía y a mi hermana mayor de su tarea: arrearme entre ambas hasta dicha madame. Entiéndanme, era yo sólo un mocoso de ocho años y estaba convencido, con el mismo convencimiento con que recitase las penitencias del cura, que madame Dupré era una mismísima bruja. Fijo que si yo entraba a esa casa por lo menos salía convertido en sapo. En el camino me di cuenta de que llamaba mucho la atención con mi alboroto, dejé de moverme y me dispuse a arreglarme la ropa que ya estaba bastante ajada. Mi tía y mi


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hermana me soltaron, no sin mirarme de vez en cuando de reojo por si volvía a las andanzas. Decidí dejarme llevar y que luego ellas viesen qué iban a hacer conmigo una vez la bruja me convirtiese en sapo. Quizás así aprendiesen una lección. De vez en cuando soltaba un leve sollozo para que no olvidasen que iba contra mi voluntad, pero iba. En fin, que llegamos a aquella casa, elegante y soberbia, en Bella Vista. Había un gran patio lleno de árboles frutales y aunque quise agarrar un mango, sólo un mango pequeño y maduro, mis cancerberas me congelaron las ganas con unas miradas de acero que decían: te mueves y rejito te damos. Nos recibió una mujer bajita, negra, con los ojos de tigre y el cabello recogido en un rodete. Vestía un traje rojo y olía tan maravillosamente que quise acercarme más pero al sentir la mirada de esos ojos entre amarillos y pardos, sólo pude quedarme quieto donde estaba. Ella nos guió por un pasillo oscuro. Pasamos por muchas habitaciones sólo resguardadas por lánguidas cortinas de un color violeta pálido. Al final del pasillo había un puerta que daba a un patio y allí tendida en un sofá recubierto de almohadones de colores estaba Madame Dupré. Blanca y gorda, ajada, con ojos azules casi imperceptibles que achicaba aún más para mirarlo a uno, se abanicaba de manera casi frenética con su mano izquierda mientras trataba de arreglarse el papo rojo que a manera de adorno colocase en su pelo, seguramente teñido, negro como la noche. Al vernos puso el abanico a un lado y extendió una mano llena de anillos. ―Allez. ―Dice que se acerquen–tradujo la mujer de rojo. La voz de Madame me sonó a una campana vieja y herrumbrosa. Mi hermana y mi tía me pusieron delante de ellas y me


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empujaban suavemente pero con firmeza. “Uy, qué valientes” pensé. La fama de Madame era inmensa y vivía de las recomendaciones, de las recomendaciones, de las recomendaciones. Allí, en un esquina había una vasija de barro llena de billetes, billetes puestos por personas como mi hermana que en esos precisos instantes se inclinaba para depositar dos dólares. Cada quien depositaba lo que podía o sentía necesario. Comprendería después que Madame era un oráculo: sólo tenía que mirar a alguien brevemente con sus ojos semicerrados para entonces pronunciar (en francés por supuesto) una frase, mejor dicho un enigma, que supuestamente encerraba una predicción producto de la lectura de lo más recóndito del alma del sujeto. Circulaba la historia de una joven de sociedad (cuyo nombre fue cambiado tantas veces que se aplica a cualquiera de las familias de sociedad) a quien Madame le dijo “mélange, melancholie, mari”. Nadie entendió pero a los cinco años se casó con un hombre que resultó un tarambana de primera línea y que murió en un aparatoso accidente de auto. Mi hermana decía exaltada ――¡Pero si estaba clarísimo! Melange era el accidente donde se involucraban varios autos. Melancholie la muerte. Y por supuesto, mari, el marido. Vaya usted a saber semejante lógica. Luego estaba la historia de un hombre que fue y Madame empezó a dar gritos y tuvieron que sacarlo de la casa. Cuando se calmó sólo dijo quedamente: Asessin. Resultó ser el guardespaldas de un político importante. También estaba el caso del maestro de escuela, que llegó para reclamar por una estudiante a quien, después de una visita a Madame, habían tenido que internar por una crisis de nervios. Madame se levantó y con su dedo índice le dijo fulminante: Pere. Era el padre de la muchacha pero no la había reconocido y ahora la tenía como alumna. En fin, historias iban y venían como inter-


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minables cuentas de un rosario de palabras que generaban a su vez más y más palabras. Así pues estaba yo frente a Madame esperando sus profecías. Ella me miró primero sin interés y luego frunció el ceño, y lo frunció más y luego quitó la mirada. Paintre―dijo secamente. Pintor― tradujo la mujer de rojo. Mi tía y mi hermana salieron muy calladas y yo las seguía a distancia. Cuando llegamos a casa se sentaron ambas a la mesa mirándose en silencio. Mi hermano estaba tirado en la mecedora mientras veía la tele en blanco y negro. El show de Dony y Mary Osmond con sus sonrisas de pasta de dientes. Y muchos globos y risas. Yo quería también ver el show pero sentía que había algo solemne en el ambiente, así que opté por sentarme a la mesa y observar la tele desde lejos, no fuera a parecer irreverente. ―Dos dólares― dijo mi hermana. ―Dos dólares― repitió mi tía. ―Conque pintor―dijo mi hermana. ―Pintor―dijo mi tía. ―De casas― dijo mi hermana. ―No sé― dijo mi tía. ―De cuadros― dijo mi hermana. ―No dijo― dijo mi tía. ―Tonterías― dijo mi hermana. ―Me parece― dijo mi tía. Fue el fin de la conversación sobre mi futuro. En la noche, cuando ya estaba cerrando los ojos, mi hermano me despertó para preguntarme: ¿Y qué dijo la bruja? Que seré pintor. Se fue a su cama cayéndose de la risa. ¡¿Tú, pintor?! ¡Jooo! Pasarían veinte años desde aquella visita para que yo regresase a ver a Madame. Pensé que ya estaría muerta pues ya era vieja siendo yo niño, pero no: estaba. Sólo faltaba la mujer de rojo, quien sí había fallecido hacía cinco años. A Madame


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la cuidaba una india guaymí quien me recibió con los pies descalzos y con mirada de extrañeza. Su hermoso cabello negro le caía hasta la cintura. ―¿Qué quiere?― dijo en su español cortado. ―Ver a Madame Dupré ― contesté. ―Mama no atiende a nadie― dijo dispuesta a cerrarme la puerta en las narices―. Tú vete. ―Oiga, sólo quiero saludarle. Hizo un puchero con la boca y terminó por abrir la puerta. La seguí por el mismo pasillo largo cuyas habitaciones ahora estaban cerradas por puertas que no permitían atisbar a su interior. Al final salimos al mismo patio y ahí estaba ella, en silla de ruedas, frágil ya, no obesa, sus ojos azules más apagados. La vida la abandonaba a todas luces. ¿Se acordaría de mí? Me paré frente a ella. Sus ojos me prestaron atención paulatinamente. Una leve sonrisa se dibujó en su rostro. ―L’enfant...murmuró casi para sí. ―¿Usted sabía la verdad, no? ―Yo sabía que sufrirías, que amarías de maneras torcidas como yo, que amarías ante todo a... ―Un pintor― completé yo ―Y vi todo el dolor, el rechazo, de esas dos mujeres incluso... ―¿Cómo se llamaba la mujer de ojos de tigre? ―Rosa ―¿La quiso mucho? ―Oui, beaucoup. La voz ya gastada se le quebró. Hubo unos minutos de silencio. ―¿Qué perfume usaba? ―Era agua de gardenias. ―Ahhh― Reí para mí mismo. Había buscado ese per-


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fume entre tantos en vano. Me sentí satisfecho. ―Vous ètes content? ―Oui― contesté. Me acordé de tantas cosas a la vez: las parejas que presenté como “amigos”, el pintor del cual me enamoré, cuando mi hermana se alejó de mí al saber la verdad de mi vida. Ah, Madame sabía tanto. ―Hasta pronto. ―C´est finit pour moi, mon cherie. Au revoir! Fui su última visita.


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Adiós El verano debió sorprenderme en Filadelfia pero me encontró, en la mitad de un torrencial aguacero de junio, manejando un auto prestado con el fin de visitar a una amiga en Santiago de Veraguas. Sandra me había dicho que el auto estaba hecho una seda, que no me daría el más mínimo problema. Lo que no me dijo era que el aire acondicionado no funcionaba, que la llanta delantera derecha estaba a una nanonésima de segundo de pincharse, que la palanca de cambios era temperamental y que en el asiento del conductor había un resorte dispuesto a violarme. Dicen que a caballo prestado no se le miran los colmillos. No estaba segura si al final del viaje quedaría colmillo alguno o caballo. A través de los cristales empañados pude atisbar el nombre del hotel. Me estacioné y con la mochila al hombro pretendí ganarle la carrera a la lluvia. Entré hecha un guiñapo, mojando todo y a todos. Cuando cerré la puerta de mi habitación suspiré aliviada. Tomé un baño y traté de distraerme un rato viendo el cable pero me quedé dormida. A la mañana


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siguiente debía preguntar aquí y allá hasta dar con la amiga por la que había hecho este periplo. En mi sueño, me vi en Filadelfia en el City Hall. De pie en medio del enorme compás, con mi abrigo marrón cuyas mangas me quedaban demasiado cortas, con mis botas apretadas, veía pasar a todos corriendo para alcanzar un subterráneo. Miré hacia el norte y me pareció verla. Luego giré hacia el sur y creí que se escabullía por entre dos chicos negros que rapeaban una canción que me sonaba conocida. Atisbé al oeste por donde la horquilla gigante indica la entrada a la estación y la veía descender por las escaleras. Finalmente se fue en un taxi hacia el este, su cara era la de la coreana de la lavandería pero sabía que era ella. Desperté cansada. Después de mordisquear unas tortillas y sorber nerviosamente el café, que me pareció maravilloso luego de tanto café aguado en Filadelfia, y de parar en un taller para que me cambiaran la llanta, fui a casa de José Montenegro, su primo. Me recibió alegre, ofreciéndome el desayuno ya que, según él, el anterior no era válido. Su mujer, sus hijos, sus perros, parecían girar en torno a su voz vivaz como la tierra alrededor del sol. ¿En dónde te quedas?, me preguntó. Cuando le dije que en el Gran David, asestó un puñetazo sobre la mesa. ¿Pero cómo es posible? ¿Acaso no somos tu familia aquí? Ya le digo al muchacho que pase a buscar tus cosas. Me negué con firmeza. Volví a tomar café y a comer tortillas además de unos bollos de mantequilla que se deshacían pecaminosamente en mi boca. Luego de hablar animadamente de idas y venidas, de mi vida bohemia que parecía entretenerles tanto, hice la pregunta. La mujer de José desapareció con sus hijos discreta pues sabía que las nubes de tormenta se avecinaban. ¿Para qué quieres saber de ella? –preguntó ya sin sonreír. Ella vivió en mi apartamento antes de que todo esto pasara y quiero saber


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cómo está― contesté. José se levantó respirando de manera agitada. Estela― dijo gravemente― hemos tratado todo, todo. La llevamos a psiquiatras, psicólogos, videntes y ella insiste en que nada pasó. Simplemente dice que la verdad del Señor le ha sido revelada y que su nueva vida está libre de pecado. No nos habla. Vas a ir hasta allá por gusto. Le rogué tanto que me dio la dirección. Cuando me dirigía hacia el auto, escuché que me decía te vas a arrepentir. Tuve que manejar como cuarenta minutos para llegar a la casita solitaria que se erguía en medio del campo. Salí del auto. La puerta estaba cerrada. Sólo se veían unas gallinas, una vaca que dormitaba amarrada a un árbol y un pozo. No sabía qué hacer, si tocar o irme. El cacareo de las gallinas era el único sonido, quizás no estuviera. ¿Qué había pasado durante el invierno? Ella se había quedado entre las nieves mientras yo me había largado con el amante de turno a unas supuestas vacaciones navideñas en Cartagena. Al final regresé con otro y ella ya no estaba en el apartamento. Sólo una nota agradeciendo todo. No la pude contactar por más que quise, su familia la dio por desaparecida. En marzo regresó a Veraguas, dijo haber nacido nuevamente en la fe del Señor y se juntó con un tal Juan a vivir como la más humilde de las siervas de Dios. El doctorado, los proyectos que realizaríamos juntas, las juergas que armamos, se fueron como agua por el colador del fregador. Toqué tres veces. Ella abrió la puerta. Vestía una ligera bata floreada donde asomaba un embarazo de por lo menos cuatro meses. Tenía los pies descalzos. Adentro estaba oscuro. Era mediodía y el calor insoportable. No nos dijimos nada, pero me dejó entrar. Ella se sentó en una mecedora y yo me senté detrás de ella en una cama. ―Juan no viene sino hasta la tarde. Tuvo que ir a hacer unas diligencias a San Francisco de la Montaña. Tiene familia


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allá. La habitación tenía sólo una estufa herrumbrosa, una mesa con un mantel de plástico verde, la mecedora, la cama y una guaricha. ―¿Y eso que estás por acá? ¿Visitando a José? Por cierto, ¿y cómo anda mi primo? Su voz se me antojaba lejana aunque estábamos muy cerca la una de la otra. Tan cerca que si yo estiraba mi brazo podía tocar el suyo que reposaba en la mecedora. ―José está bien― dije yo, y mi voz también me pareció remota― Los niños creciendo, sobre todo Josesito que ya pronto y me alcanza. ―Tienen a quién salir― dijo ella ―Tienen a quién salir―repetí yo. El cacareo de las gallinas no espantaba los pensamientos que súbitamente inundaban mi febril imaginación ni me devolvía las palabras que se iban de mi boca sin hacer ruido. El silencio me pesaba pero no me atrevía a moverme. Tenía el cabello muy largo, ella que siempre lo había llevado corto, y estaba muy delgada, demasiado. ―¿Y para cuándo es el bebé? ―Dios mediante en agosto. ―¿Niño o niña? ―Lo que Dios nos mande. Yo asentí con la cabeza. ―¿Vas a seguir viviendo en Filadelfia? – esta vez me miró a los ojos. ―No sé. Puede que me mude a Québec para el otoño. ―¿Un nuevo amigo? Sonreí. ―No, una oferta de una agencia publicitaria. Además


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ya me aburrí de Filadelfia. Mucho amor fraternal. Ella no le halló el chiste. Yo tampoco luego de haberlo dicho. ¿Qué habría pasado ese invierno, ese diciembre, en que Alicia se había quedado sola en mi apartamento? No debía haber pasado nada. En noviembre yo la había recibido y le había presentado a mis amigos, los recovecos de la ciudad, cómo andar en el subterráneo, cómo vestirse para no morir de frío, y cómo pasarla bien sobre todo. Había iniciado su doctorado con tanto entusiasmo. Vi su vientre y me estremecí. Juan había aparecido en su vida en marzo. Me había despedido en el aeropuerto alegre, con su pelo corto y mojado con gel, su chaqueta nueva de cuero, sus botas puntiagudas y su risa inocente y pícara. Y ahora una extraña me hablaba dándome la espalda. Cuando iba a preguntarle directamente qué había pasado, ella empezó a hablar sola. No como si me hablase a mí sino al universo. Había dos amigas. Una muy loca llamada Estela y una muy estudiosa llamada Alicia. Alicia fue a visitar a Estela al país de las maravillas. En el país de las maravillas hay muchas cosas que hacer a todas horas. Pero a Estela le gustaban las cosas que se hacían sobre todo en la noche. Tenía muchos amigos. Algunos buenos, algunos malos. Ella se lo había dicho a Alicia. Y generalmente sólo me presentaba los buenos. Estela hacía cosas algo malas pero no le pasaba nada. Nunca le pasaba nada. Ciertamente yo no soy candidata a un concurso de moral. Sólo una vez le ofrecí a Alicia fumar marihuana y nunca le presenté a Jerry ni a otra gente algo espinosa. Sabía que ella no sabría cómo cuidarse de ellos. Yo jamás le... Un día Estela se tuvo que ir al campo a recoger fresas. Le dijo a Alicia no le abras la puerta a nadie. Aquí está la llave.


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Espera a que regrese. Pero se le olvidó que un hombre muy malo también tenía la llave. Muy muy malo. ¿Estaría refiriéndose a Jerry? ¿Le habría dado yo una llave? Habíamos terminado hace cosa de unos meses. Jerry era adicto, a veces se ponía violento. ¿Le habría dado yo la llave? A veces se me olvidan las cosas. El hombre malo llegó con otro. Estaban fuera de sí, muy molestos y gritaban Estela, Estela. Pero Estela no estaba sino Alicia. Ellos no podían irse sin nada, ellos no podían irse sin hacer cosas malas, ¿verdad? Ahora Alicia me miraba directo a los ojos. Y yo sólo le miraba su vientre. Me faltaba el aire. Me levanté de la cama. Torpemente me dirigí a la puerta. Pero a Estela nunca le pasan cosas malas. ¿Verdad? ―Me saludas a mi primo. Tengo que echarle maíz a las gallinas. Debí hacerlo en la mañana pero me dan náuseas. Se levantó y caminó detrás de mí hasta la puerta. Antes de subir al auto la miré. Su rostro estaba sereno.Manejé sin parar hasta Campana. Me tuve que hacer a un lado del camino. Desde la altura divisaba el mar. Respiré hondo y dentro de mí estalló un infierno, no podía parar de llorar. De pronto pensé que estaba en Filadelfia y no en Panamá. Que Alicia iba a la universidad. Que yo le deseaba un buen día mientras que las hojas naranjas y amarillas de los árboles se arremolinaban alrededor de sus botas puntiagudas. Que yo iba a un cerrajero a cambiar la llave. Que había tenido un mal sueño...


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Torrejitas de maíz Debo hacer las cosas con mucho cuidado, porque si se va infligir dolor debe hacerse de manera delicada y no burdamente como si se embadurnara un lienzo a punta de brochazos caprichosos. Mi abuela y mi tía Enilda no entienden eso. Andan por ahí pensando que no las escucho. Sólo ayer mientras descansaba en mi cama, se asomaron con cuidado a la puerta, y pensando que no las oía empezaron a cuchichear: ―Mírala, mamá ―decía mi tía Enilda. ―Echada allí sin decir ni pío desde que ese sinvergüenza la dejó. No se queja, no llora, no grita. No hace nada sino andar por los rincones como buscando yo no sé qué. ―¡Es que hay cada quién, hija! Yo ya le hubiera ido a cantar las cuatro verdades a ése. Tú conoces mi carácter, Enilda― respondió enérgicamente mi abuela. Yo las dejo hablar y preocuparse: así me estorban menos. Toda la semana he estado recolectando las espinas de los pescados que la abuela fríe. Lentamente he ido colocando una espina tras otra en una pequeña caja. También de forma discreta he ido arrancando las espinas de los rosales de mi tía Enilda. Algunas veces me he herido en esta tarea, pero me contento enseguida sabiendo mi objetivo. Al fin tengo suficientes espinas. Antes de dormir las contemplo en la cajita en la que descansan imaginándolas al


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clavarse como sanguijuelas a la carne. Luego ha venido la tarea más difícil, preparar la masa para las torrejas de maíz. La abuela se ha sorprendido, pues poco interés le he puesto hasta ahora a la cocina. He desgranado y molido el maíz y he confeccionado la más suave de las masas. Cuando ha estado lista le he colocado las espinas. Finalmente hecho las torrejas al aceite hirviente donde se tornan doradas. Con esmero las saco del sartén y las coloco en una vasija muy bonita de color jade. Ahora que está todo listo, debo arreglarme. Me hago el moño que tanto le gustaba a Manuel y me pongo el vestido azul que me sienta tan bien. Luego me pinto despacio la boca de rojo. Recojo la vasija y salgo sonriente por la puerta ante las miradas sorprendidas de mi abuela y mi tía. No saben que mi alegría se debe a que voy donde Manuel. Cuando llegue le diré que he comprendido todo, que entiendo y que en señal de amistad le traigo estas frituras que tanto le gustan. Y él, sintiéndose culpable, tomará las torrejas y con premura se las llevará a la boca. Y mientras mastique el dolor le transfigurará el rostro e hilillos de sangre saldrán por sus labios, y yo estaré allí sentada frente a él, serena y risueña, viéndolo sufrir.


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Close up ¿Quién entiende a la gente?, se preguntó Jorge disgustado mientras contemplaba la lluvia anémica que empañaba la ventana de su estudio. Se acordó de lo que una vez le dijo su primo Gustavo: La gente ansía todo aquello que no posee y, como siempre hay más cosas que no se poseen que las que se tienen, hay un margen suficientemente amplio para la infelicidad. ¡Ah, cuanta razón tenía su primo! Allí en sus manos estaban las pruebas fehacientes de ese hecho. Mientras repasaba los negativos para escoger algunos y tirar el resto a la basura, desfilaron por su mente los comentarios de sus clientes: ¿Por qué se me ve la nariz tan grande? ¿No habrá modo de hacer desparecer esas arrugas? ¡ El cabello se me ve horrible! Se necesitaban toneladas de paciencia para tratar de complacer tan disparatadas peticiones. Su peor experiencia había sido la señora Fong. Había arribado un sábado por la tarde con una percha llena de vestidos, y no sólo se los probó todos, sino que también cambió de peinado al menos tres veces y sugirió algunas poses que en opinión de Jorge resultaban poco favorecedoras. Luego, cuando tuvo listos los revelados, la señora Fong insistió en que borrase arrugas a diestra y siniestra e incluso se atrevió a sugerir que su trabajo no había sido tan bueno como le habían contado. ¡Calma, Jorge, calma ! Se decía a sí mismo. A veces se preguntaba si encontraría a alguien que se


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sintiese realmente cómodo consigo mismo, que se levantara en la mañana y no se molestase en acomodarse el peinado con frustración ante el espejo, que no se agarrase las llantas en su cintura con deseperación al ir al baño, que no buscara obsesionado manchas en sus dientes o granos en la cara . Mientras seguía mirando los negativos contra la luz de una lámpara, la campanilla de la puerta sonó. Al estar cara a cara con la mujer que acababa de llegar se sintió curiosamente alegre. Después de responderle algunas preguntas sobre los tamaños y los precios de las fotos acordaron una sesión al día siguiente. Cuando la mujer salió, Jorge se quedó un rato inmóvil olfateando el perfume que había quedado atrapado en el estudio y no se había ido con ella. Le gustó mucho tomarle las fotos a la señora W. Le agradaban sus rasgos maduros, las líneas alrededor de su boca, el surco blanco de canas que interrumpía irreverente el mar de cabellos oscuros, como lucía sus zapatos de tacón alto y su voz reposada y algo grave: la voz de alguien que ya no se sorprendía de ciertas cosas. Hizo algunas tomas de cerca y otras de medio cuerpo. Al revisar los negativos se sintió satisfecho y espero ansioso a que viniera a buscar las pruebas. Quizás se animase y la invitase a salir. Una tarde soleada llegó la señora W. Jorge buscó las pruebas, se las enseñó con una sonrisa y le dijo: ―Esta es la que más me gusta, señalando una foto en la que el rostro de la señora W lo abarcaba todo. ―Uuuy, esto sí es muy de cerca, ¿no le parece?― comentó la señora W. Jorge se limitó a sonreír. ―¡Vaya, cuántas arrugas!― continuó la señora― ¿No habrá modo de, de― titubeo un poco― suavizarlas? Ahora hay tanta tecnología, ¿no?


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Jorge contestó que si eso era lo que ella quería pues sí, sí se podía. ―¡Y mire estas canas!― exclamó asustada― Debí teñirme el cabello ¡Qué horror! ¿No habrá modo de borrarlas por computadora o algo así?. Jorge decidió quedarse callado. ―Bien, no está mal― dijo finalmente la señora W― En estos días estaba yo ojeando unas revistas de moda y vi esta foto de una artista, ¿cómo es que se llama?.. Bueno, no importa. En fin, esta foto tiene un brillo especial. ¿No podría usted sacar este efecto? Jorge le dijo que podía trabajar en eso, pero que estos cambios tendrían un costo adicional. ―Oh, no importa― respondió sonriente la señora W. Cuando la señora W salió por la puerta, Jorge se recostó en el mostrador desencantado. ¡Qué cosas!― se dijo mientras miraba tristemente las fotos. Tiró los negativos que no necesitaría a la basura y abrió la puerta para que el perfume de la señora W saliera pronto de su estudio.


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Reflejos ― ¿Me vas a dar el número de teléfono hoy o cuándo? La voz de Nena suena dura. Más que una pregunta es una orden. Está sentada allí, delineándose los ojos, bordeándoselos con líneas negras muy finas como si dibujase un delicado anagrama, símbolo de sus veleidades. Siempre adornándose; llenándose de abalorios y perfumes; cultivándose como a una rara variedad de flor; ocultando la acrimonia que reviste secretamente su carácter; buscando atraer, fascinar, retar, atrapar las almas elegidas para ser vaciadas, lentamente, suavemente, con la misma fuerza con la cual se arranca el ala de una mariposa. El negro le hace ver sus ojos más almendrados, más misteriosos. Unos ojos que cuentan historias, que dicen que ha vivido mucho, odiado mucho, hurgado en sus sentidos, sufrido. Y en realidad ha vivido viajando, sin preocuparse de su edad, de un oficio, ha ido de un lado a otro como una trashumante de ciudades: un invierno lo pasa en una y en verano la abandona, dejando migajas de un alma consumida y llevándose consigo el producto de su influencia. ―Me juzgas, crees que tienes más moral que yo― dice mientras empieza a pintarse las uñas de los pies de un rojo intenso. Una a una, con calma, con placer.― El amor al arte nos ha dañado a ambas. En realidad no eres mejor que yo, sólo


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crees que eres mejor. Estoy acostada en la cama con mi vestido todo ajado. Frente a mí, Nena está de espaldas al tocador y su cabello se refleja en el enorme espejo. Nos hicimos ambas tanto daño buscando en vano nuestros talentos. Talentos que no florecieron, que no germinaron y quedaron truncados en muñones de desasosiego y acritud. Con reverencia ridícula poníamos los viejos discos del abuelo. Ah, esas voces potentes, estridentes, hablándonos en un idioma que no entendíamos, pero insinuando sentimientos que intuíamos. Yo quería ser soprano. ¿Las sopranos son ángeles, no?. Ella, contralto, la voz misteriosa y profunda. Pero de nuestras gargantas sólo salen frases, gritos, gemidos, toses, susurros, hola, buenos días, buena suerte. Los cantos dulces y cadencias virtuosas quedaron incorpóreas envueltas en las gasas del deseo. Mis dedos torpes y lentos se encaramaban arrítmicos en las teclas negras cuando debían hacerlo en las blancas y caían en las blancas cuando debían subirse a las negras. ¡Cómo sufría la maestra! Quería parecer atenta, aunque en secreto se preguntaba cuándo acabaría su tortura, cuándo dejaría yo de insistir. La dejé ir gustosa y creo que me lo agradeció siempre. Pero Nena... ella no deja ir a la gente cuando se debe, sino cuando ella quiere. Trató con la pintura y sólo obtuvo garabatos y distorsiones de dibujos. Lienzos de blancura resplandeciente que emborronó con sus trazos. Su maestro la dejaba hacer, porque se entretenía haciendo bosquejos de ella. En realidad la deseaba y ella lo sabía. Su maestro de la escuela, de la escuela de monjas. ―¿Te acuerdas, Nena, cuando embadurnaste el piso con tu pinturas?― deja de pintarse las uñas por un momento y suelta una carcajada. ― ¡Ah, sí!. Ningún cuadro me salía bien. Se queda un


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rato en silencio y luego agrega:―¡Pero ahora me pintan a mí! Una tarde lluviosa llegó sonriendo mientras la abuela iba detrás con la cara seria y angustiada. Se tiró en esta misma cama sin quitarse los zapatos y sosteniendo un cuadro entre sus manos. ¿Qué sucede?, pregunté, pues aquel día yo no había ido a la escuela a causa de la gripe. Ella lo contó todo risueña, sin darse cuenta de cuánta crueldad había en cada palabra, cada suspiro, cada risotada. ¡Su maestro la había pintado desnuda! Rememoró cada encuentro furtivo, cada beso apasionado, sus frases entrecortadas... Y cuando terminó la pintura lo acusó de seducirla y las monjas lo echaron. ¡Por qué hiciste eso!― le grité.― Nadie podrá pintarte tan hermosa. Sólo él, habiendo descubierto la maldad que hay al final de tus ojos, te ha amado. Me miró y dijo, mientras sostenía el cuadro con la punta de su dedo índice: ¿Lo quieres o no? Fue el primero de mi colección. Después vendrían los libros, las canciones, los poemas y más cuadros. ¿Soy acaso cómplice de su maldad? Pero si no guardase yo cada obra, de seguro las rompería o las tiraría. ―¿Por qué no pones esa canción de Piaf que tanto me gusta?― dice mientras se prueba unos zarcillos. A mí también me gusta esa canción. Tarareamos un rato juntas. ―Mejor pon algo de piano― interrumpe― El disco ese de la portada azul. Sí, ése. Me recuerda al pianista. Me lo recuerda. Guardo la pieza que le compuso a Nena en mi cajón bajo llave. Es una pieza sublime. Algún día le pediré a Edgardo que la toque. Quizás se la regale, pero tengo que esperar un poco más. Me duele desprenderme de ella. El pianista era un hombre hermoso. Pocas veces se dice que un hombre es hermoso. La gente dice que un hombre es guapo o que es atractivo. Interesante, también. Pero, ¿hermoso? Con cuarenta años recorridos, no entiendo cómo no olió


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la fatalidad al conocer a Nena. Al leer sus cartas y ver las fotos la envidié tanto. ¿Lo harían en el piso al lado del piano, en la mesa luego del almuerzo, en la noche entre cobijas? ¿Cómo tocarían sus manos, cómo prodigaría sus besos, cómo se sentiría su cuerpo? Entonces sobrevino su dureza. Sutilmente lo fue envolviendo en sus peligrosos juegos; combinando pastillas de colores y los ebúrneos polvos que prometen quimeras; haciéndolo alejarse de sus amigos, perder contratos. Embriagadora y lúdica maldad. Ni siquiera su belleza la detuvo. ¿Cómo puede ser tan...? ―Bueno, estoy lista.― anuncia contenta.― ¿Estos rizos no resultarán muy exagerados? ―¡Te ves hermosa! ―Entonces, dame el número. ―Yo no sé, es que eres tan mala a veces... ―Es un fotógrafo profesional. Sus fotos salen en las revistas. ¡Por Dios! Tengo que conocerlo. No tengo ninguna foto en mi colección. Nena debe resultar fascinante en fotos, como una diosa. Quizás la próxima vez me niegue, puede que incluso le advierta al hombre sobre Nena. Pero una foto... una foto de un artista... ―Estoy esperando, se me hace tarde. ― Ah ,sí. El número es...mejor te doy la dirección: Hotel Caribe, habitación cuarenta y tres. Nena gira, quedando así frente al espejo, y yo me coloco detrás de ella. Por un rato nos contemplamos ambas, reflejos una de la otra, espejos reflejados en espejo. Puede que Nena tenga razón y no soy tan buena como a veces pienso.


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Léeme Al llegar halló la puerta abierta. Lo primero que le impresionó fue la oscuridad reinante. Aunque afuera hacía un sol desnudo de febrero, martillante, sádico y sin siquiera una nube para cubrir su impudicia, en el interior de la casa apenas si se colaban algunos rayos a través de las ventanas resguardadas por pesadas y oscuras cortinas. Luego que sus ojos se adaptasen al cambio de luminosidad, pudo ver las cosas con mayor claridad. ¡Había libros por todas partes! Pegados en desiguales torres a las cortinas, regados en el suelo como piezas de un enorme rompecabezas, también germinaban del sofá, las sillas y la mesa. Entre esta babilónica colección de escritos se destacaba en un sillón una mujer cuyas generosas carnes colgaban fláccidas con verdes venas como carreteras en el mapa de su piel. Su cabello oscuro parecía estar hecho de paja y caía sin gracia alguna hasta sus hombros. La mujer sonrió, con los pocos dientes que le quedaban, y le dio la bienvenida a Enrique. Este, medio asustado, preguntó por Rebeca. ―Rebeca― gritó la mujer con voz ronca― te busca...¿Cómo es que se llama, joven? ―Enrique


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―Te busca Enrique. Rebeca salió a recibirle y Enrique tuvo la sensación de que la oscuridad de la sala empezaba a desaparecer. Parada frente a él estaba ella con esa sonrisa pícara, los ojos marrones, dulces como un sirope, bordeados por gruesas cejas negras, la boca que parecía estar a punto de proporcionar un beso y aquella piel suave de la que se desprendía un olor a vainilla despertando en él un estado entre el deseo y las ganas de comer. Si no hubiera estado la abuela presente se le hubiera abalanzado encima, sin embargo se quedó parado allí mirándola embelesado sin darse cuenta de como la abuela se reía de él con su sonrisa sin dientes acompañándose del temblor de sus generosas carnes. Rebeca le hizo una señal con su dedo índice para que la siguiera. Fue detrás de ella, recorriendo pasillos tapizados del piso al techo por libros, hasta llegar a su habitación. Al entrar sólo podía verse una cama amplia cubierta por una sábana blanca y el resto de la habitación era el mismo caos de libros y revistas que reinaba en el resto de la casa. Ella se tiró en la cama, rebotando un poco su delgada figura. El se sentó tímidamente en el borde. Hablaron un buen rato de cosas sin importancia hasta que ya no tuvieron nada más que decirse. ―¡Cuántos libros!― exclamó Enrique, deseoso de hacer conversación. ―Mi abuela y yo a-d-o-r-a-m-o-s los libros. Siempre compramos libros y más libros, de segunda incluso, y la gente siempre nos regala. ¿Cuál es tu escritor favorito? ―Ah...―pensó un poco― Últimamente sólo he estado estudiando para los exámenes finales. ―Bueno, ¿y quién no?. Enrique sonrió asintiendo con la cabeza. ―Yo he estado leyendo el Decamerón― continuó ella― La narración que más me gusta es la del monje que se


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hace pasar por ángel para estar con una mujer, ―Yo podría ser tu ángel de la guarda― dijo Enrique mirándola directo a los ojos. ―Pero tendrías que prometerme leerme algo antes de dormir. ―¿Sólo eso? ―Sólo eso. Pido poco, ¿verdad?. ― Rebeca batió sus pestañas con delicada gracia. Enrique se acomodó más cerca de Rebeca. Ella tomó un libro tirado al pie de la cama y se lo entregó. ―Ábrelo al azar y léeme algo― fue su orden. Empezó a leer: Narración primera. Masetto de Lamporecchio, fingiéndose mudo se hace hortelano de un convento de monjas que porfían por acostarse con él... Cuando terminó la lectura le dijo entre risas: ―Y ahora que he hecho todo lo que a su gracia le ha plugido, ¿qué recibiré a cambio de tan buen servicio? ―Cierra los ojos― dijo ella. Teniendo los ojos cerrados sintió el beso en la mano con la que sostenía el libro. ―Y ahora debes irte. Tengo cosas que hacer.― La voz de ella era cortante y el cambio de ánimo tan brusco que Enrique no se atrevió a cuestionarla. Algo decepcionado, pero aún con esperanzas se dejó guiar hasta la puerta donde Rebeca le propinó un ligero beso en la mejilla. ―Regresa el viernes― dijo ella. Sólo una semana, pensó él. Se habían conocido en la biblioteca de la universidad. El aire acondicionado no funcionaba y pocos se aventuraban a tomar el baño sauna que recibían gratis al consultar un libro. Pero a Enrique no le importaba el calor a cambio del silencio. En ese océano transparente de silencio, interrumpido sólo por


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burbujas pasajeras ocasionadas por el suave rumor de las páginas al voltearlas o el caminar discreto de la bibliotecaria, la vio por vez primera. Estaba sentada frente a él, una mesa de por medio, absorbiendo el libro que desplegado tenía frente a sí, cual anémona golosa de letras impresas. La estudió lentamente, olvidándose de su libro de anatomía y del examen que tendría al día siguiente. Y en vez de aprenderse el nervio óptico, supo el color exacto de sus ojos abstraídos; no estudio donde terminaba el trigémino, pero sí el contorno de su boca; no se memorizó el inicio del facial, pero sí el óvalo de su rostro; no se preguntó porque al neumogástrico lo llamaban vago, pero deseo conocer su nombre. Ella, emergió de pronto de las profundidades de su lectura, y sus miradas se encontraron. Enrique molestó de que lo sorprendiese empezó a leer en voz alta el enorme tratado de anatomía: el nervio trigémino sale del puente de Varolio...Ella le imitó y pronto sus voces conformaron el más disparatado duelo de palabras: él, pausadamente, tomó el...músculo masticador....distraído como estaba... el dolor de las estructuras....de su ingrato corazón....la lesión paralizó... Algunas personas, perturbadas por las súbitas mareas que se presentaban en su antes tranquilo océano, empezaron a protestar. Pero ellos siguieron así, elevando cada vez más sus voces, como si recitasen una ópera wagneriana, hasta que los gritos de la bibliotecaria los hizo callar. ―¡Qué barbaridad!¡¿ Acaso estamos ya en el manicomio o en el zoológico?! ¡Los dos fuera de aquí! Salieron ambos rápidamente bajo la severa mirada de la cancerbera de los textos quien agitaba una regla como una espada llameante. Expulsados, corrieron escaleras abajo hasta salir de la biblioteca donde pudieron dar rienda suelta a su risa. Después de intercambiar nombres y teléfonos se despidieron. Al día siguiente ella le llamó para invitarlo a su casa.


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Ahora que se dirigía a verla, Enrique pensó en lo fea que era la casona donde ella vivía. No sólo quedaba al final de un estrecho y pedregoso camino, sino que se alzaba de manera solitaria en un terreno pelado donde ni los arbustos se molestaban en crecer. La casa era de dos plantas y hacía ya mucho que nadie la pintaba, tanto, que hasta los musgos, por pena, empezaban a cubrir sus paredes. La primera planta tenía una terraza cubierta por un techo de tejas y a ésta se llegaba mediante una escalera resguardada por unos leones de piedra. Había caído sobre el tejado de la terraza una semilla y crecía entre las mismísimas tejas un flacucho árbol. Alguna vez alguien quiso mantener una colección de plantas decorativas en la terraza pero ya nadie las cuidaba y se habían convertido en una verdadera jungla de matas alocadas a punto de impedir la entrada a la casa misma. El padre de Rebeca, un comerciante, había erigido la casa con la idea de proporcionar a su familia un hogar amplio con un bello jardín y por un tiempo así fue, mientras su esposa viviese. Luego de su muerte, el hombre con pesar trajo a su madre a vivir con él para que cuidase de su pequeña hija. La relación con su madre siempre había sido distante. Raisa había sido una mujer de “avanzada”,como ella misma se llamase, y en un tiempo cuando la palabra “recato” no sonaba cursi, usaba pantalones, fumaba una cajeta entera de cigarrillos y no dudo en abandonar a su marido para irse con un hombre más joven. Su hijo, al verla llegar a la casa, parado entre los leones de piedra, experimentó un maligno placer al observar como había decaído, engordado y perdido esa gracia única que se conservaba incólume en las fotos. Aunque le preocupaba la influencia que pudiese tener en su hija, no intervino mucho en su crianza y pasó sus últimos años encerrado en su estudio, diluyéndose en alcohol y tristeza. Un espíritu de abandono había poseído la casa y sus habitantes sentían cierto


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regocijo en ver las cosas deshacerse entorno suyo: los sofás perder su color, los cuadros colgar virados, la pintura descascarillarse, las alfombras quedar en jirones, la madera de mesas y sillas devoradas por voraces polillas, los pisos perder su brillo, la alberca secarse, marchitarse el jardín. Y mientras más opaco y feo se hacía todo, más libros traían la abuela y la nieta con entusiasmo pueril, tantos que ya los estantes y anaqueles no pudieron contenerlos y habían terminado por poseer la casa. Luego de luchar brevemente con una enredadera que se extendía justo a la altura de su nariz, Enrique tocó la herrumbrosa aldaba que sonó hueca y cansada. Rebeca le abrió la puerta. Al entrar notó que la abuela no estaba sentada en la sala. Como si le adivinase el pensamiento, Rebeca le informó que ésta llegaría al día siguiente de un viaje al interior. En esta ocasión lo condujo a la parte trasera de la casa, por donde salieron a un patio tan estéril como el de la entrada. Únicamente se distinguía el albugíneo borde de la alberca en el medio de esa nada de yerbajos secos por el sol. Se fueron acercando hasta quedar en el borde mismo. Yacía en el fondo un amasijo de páginas sueltas, de libros descuadernados, un colorido mosaico del mayor desorden. ―Aquí mi abuela tira los libros que aborrece. Enrique pensó cómo haría la abuela para leer tanto libros. ―¿Bajamos?― dijo Rebeca quien ya se daba un chapuzón de hojas. Enrique también se sumergió y estuvieron largo rato escarbando entre los restos decolorados, sucios, rotos y, en algunos casos, irreparables, de las lecturas malqueridas de la abuela. Ciertamente algunos eran sobre temas intranscendentes, pero otros, la mayoría, hubieran resultado entretenidos a otras personas. ―¿Por qué los compra entonces?― preguntó Enri-


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que. Rebeca, sentada sobre dos gruesos volúmenes y bañada por los tenues rayos del sol del atardecer, le explicó como la abuela al ser abandonada por su joven amante había tomado la lectura como una adicción. Desde pequeña la había introducido en el hábito y pronto la acompañó en sus frenéticas búsquedas hasta que ebrias de tantas letras habían perdido la cuenta de cuántos libros poseían. ―Cuando tenía once o doce años encontré su diario. Recuerdo que había escrito una frase que decía más o menos así: no sé si de tanto leer he empezado a aburrirme de la gente, es decir, de la gente real. También decía muchas otras cosas de las que ya no me acuerdo. ―¿Qué sucedió con el diario? ―Lo quemó. La había traído justo al borde de la piscina y la hizo observar como las páginas de su diario se consumían por el fuego. Cuando las páginas no fueron más que negros y quebradizos restos se marchó sin decir nada, arrastrando pesadamente los pies. La noche se posó sobre Enrique y Rebeca y las sombras emergieron de los rincones. Salieron de la alberca y entraron a la casa dirigiéndose al estudio. Una hermosa colección de antiguas fotos se desplegaba cual mnémicos mirmidones ante su vista. Fotos del padre de Rebeca, cuando apenas era un muchacho; fotos de su abuela como una mujer guapa y seductora; fotos de su madre, sonriente y dulce, sosteniéndola en sus brazos. En medio del desorden y la desolación, sorprendía el brillo de la plata de los marcos de las fotos, lo único cuidado en aquella casa. Rebeca tiró algunos libros al suelo para hacer espacio en un viejo sofá y lo invitó a sentarse junto a ella. El tomó unas de sus manos y empezó a repasarlas suavemente,


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entrelazando a ratos sus dedos con los suyos. ―Si tú fueras un monje con poderes mágicos y desearas visitarme, pero mi abuela te lo impidiese, ¿en qué te convertirías para llegar a mí? ―Ese no es el caso― contestó Enrique sin dejar de acariciarle la mano. ―Pero,¿ y si así fuese?. ―Me haría pasar durante el día por uno de los leones de piedra. En la noche, sería un león de verdad, entraría dando un enorme rugido a la sala, iría hasta tu cuarto y daría zarpazos a la puerta hasta que abrieses. ―Abro la puerta... ―Cuando abres, estás muerta de miedo, queriendo desmayarte pero sin poder moverte. Y en el preciso instante en que yo, la fiera, me abalanzó sobre ti me convierto en humano otra vez. Agradablemente sorprendida por su respuesta, se fue acercando hasta estamparle un beso y se hundieron ambos en la suave comodidad del sofá. Pasaron juntos así muchos viernes, jugando con el sentido de las palabras, robándose besos entre los puntos y las comas de sus lecturas, imaginándose situaciones fantásticas al desabotonar una camisa, rimando frases, siendo ella, dea de los tiempos, y él, señor de las conjugaciones. Para entonces, ya Enrique tenía una idea clara del prólogo de ese texto llamado Rebeca y quería entrar de lleno al cuerpo de la obra. Sin embargo, ésta sabía siempre como ponerle puntos suspensivos a sus encuentros y a Enrique la introducción se le hacia demasiado extensa. Durante varios días meditó qué hacer y decidió que en este caso sólo la honestidad, llana, simple, sin palabritas superfluas, era lo indicado. En la primera oportunidad que tuvo, para hacer lo que ya le había costado varias noches de insomnio,


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entró por la puerta con la energía de un cometa y terminó como un sol sin reacción atómica. Luego de que Rebeca le abriese la puerta, le dijo que la esperase un poco y desapareció de su vista. Tirada en el suelo, flotando entre papeles, estaba la abuela. ―Acérquese joven― le dijo Cuando lo tuvo suficientemente cerca, la abuela extendió sus manos grandes y regordetas atrapando una de las de Enrique. ― Mi nieta me está ayudando a buscar un libro en el piso de arriba. ¿Qué tal si me ayuda aquí ?. ― ¿Y cómo se llama el libro? preguntó tratando que el malhumor que empezaba a experimentar no reluciera en su cara.― Ese es el problema― dijo la abuela mientras se quitaba unos mechones de cabello que caían sobre su frente y buscaba los anteojos que colgaban sobre su generoso pecho― No recuerdo el título exacto. Debe ser algo como Tunisia, país mágico o Noches en Tunisia. ¿A quién carajo le importa Tunisia?, pensó Enrique mientras se dirigía a una torre de libros que había cerca de una ventana y empezaba a leer los títulos uno por uno. ―Ya buscamos allá― le interrumpió la abuela― Mejor busque debajo de esa mesa. Se dirigió a la mesa y empezó a revolver los libros que allí se amontonaban. Enrique no veía el momento para ponerle fin a su tortura y a cada rato levantaba la vista esperando ver a Rebeca. La abuela tenía el hábito de pasarse la lengua por entre los pocos dientes que como estalactitas colgaban de su encía produciendo un sonido semejante a una serpiente. Al primer sssss Enrique dejó caer una revista del susto. Después del tercero se dio cuenta que el sonido provenía de la abuela y ya no quiso quedarse en la sala. ―Voy a buscar a Rebeca La abuela estaba entretenida hojeando algo y ni se


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molestó en contestarle. Se fue Enrique por entre pasillos hasta llegar a la escalera que subía conformando un arco al piso superior. Apenas iba por los primeros escalones, cuando Rebeca venía ya de vuelta. ― Seguro debe estar en la cocina― le dijo cuando estuvo a su lado. La siguió entonces a la cocina, donde había libros encima del refrigerador, sobre las repisas, en el piso. Rebeca fue directo a la estufa y metiendo la mano en el horno sacó un libro que en la portada decía: Noches mágicas en un país llamado Tunisia. ― La abuela siempre hace estas cosas― dijo Rebeca dándole la espalda mientras colocaba el libro sobre los hornillos usándolos a modo de atril. Enrique se le pegó, aspirando con fuerza su olor a vainilla, dejando vagar su mano por su vientre. ―¡Rebeca!― el grito de la abuela sonó como si mil aldabas le pegasen a Enrique en la cabeza. Rebeca lo empujó suavemente y se fue a la sala. Se despidió pronto. En el camino iba pateando las piedras que salían disparadas como pequeños misiles mientras rumiaba su mala suerte. Una cálida noche llegó sin que le esperasen. Rebeca asomó su cara por la puerta ligeramente abierta, pero no le pareció a Enrique que se sorprendiese de verlo. ―¿Tu abuela?― preguntó a boca de jarro. ―No está― contestó Rebeca calmadamente mientras abría la puerta del todo. Entró y quedaron frente a frente. ―¿Y? dijo ella acomodándose el cuello de la bata que traía puesta. Él le quitó con brusquedad el cabello que caía sobre su


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oído derecho y vació en él su proposición. Ella le acarició una mejilla y luego le tomó la mano y le fue guiando a través de las torres de libros, circunnavegando entre diccionarios, tratados, enciclopedias, novelas, ensayos, antologías, compendios, resúmenes, manuales, revistas hasta llegar a una habitación, la única habitación en la casa donde no había libros. Una cama con cuatro postes de hierro sumamente elaborado, doblado y desdoblado en raras formas, elevándose los postes hasta casi tocar el techo, ocupaba el centro del cuarto. Rebeca observó a Enrique, tocando suavemente su mentón, sintiendo el cosquilleo que le producía su barba incipiente, leyó el deseo que en sus oscuros ojos merodeaba. Pronto se liberaron de sus ropas y Enrique empezaba ya a apreciar mejor el cuerpo de la obra, adentrándose en la acción de los primeros capítulos, cuando la voz algo ronca de Rebeca le susurró al oído: ―Léeme. De algún lado había tomado Rebeca un libro, que ahora sostenía en su mano derecha. Enrique quedó como si lo hubieran lavado en seco. ―Léeme― volvió a suplicarle Rebeca. Se incorporó y empezó a buscar sus ropas tiradas en el suelo. ―¿Qué haces?― preguntó Rebeca con voz pastosa. ―¿Que hago? ¡Tú lo que eres... eres una loca, una anormal!― Enrique trataba de subirse la bragueta del pantalón infructuosamente. Salió de la habitación con la camisa a medio abotonar, los zapatos en la mano, su cabello en desorden. Se fue como alma que busca el diablo por el camino pedregoso, la luna su testigo, no sin antes darse a la tarea de gritar a pleno pulmón ¡Vampira literaria! con acompañamiento de algunos perros aulladores. Mientras, Rebeca volvió a ponerse su bata y se sentó en la cama. Respiró hondo, hizo un pequeño puchero con la boca como si fuese a llorar, pero se contuvo. Con mucha deli-


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cadeza abrió el libro, posó su dedo índice al inicio de una frase y empezó a leer. En estos días, Enrique fue a la biblioteca algo temeroso a la ira retroactiva de la bibliotecaria, pero entró sin problemas. Se sentó y se puso a hojear un aburrido tratado de química orgánica. Luego de adentrarse en las excitantes intimidades de los átomos de carbono y sus enlaces, alzó la vista y pudo ver a Rebeca escuchando a un muchacho que le leía de un libro de poesías. Enrique tuvo que salirse de la sala pues no podía contener la risa. Se imaginó al pobre muchacho gastando las palabras noche tras noche, hiendo por ese pedregal con las ganas jalándole, caminando entre el polvo y el papelerio de aquella casa, teniendo que soportar la horrífica visión de la abuela... Sintió que una súbita y agradable sensación de alivio le envolvía como un saco perfectamente entallado y bajó las escaleras silbando alegremente.


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Esa vibrante y maravillosa ciudad llamada Nueva York La ciudad de Nueva York es grandísima. Las aceras son del tamaño de algunas calles aquí en Panamá. Sí, las calles parecen no tener fin. En el parque Central la gente hace roller―skating y desde el Empire State tienes una magnífica vista, bla, bla, bla, también puedes darte unas vueltecitas en una carroza tirada por caballos... Las palabras suenan gastadas en mi boca y no entiendo este afán de Lupe y Sara de que les cuente las mismas cosas una y otras vez. De tanto repetir la misma historia, el cuento ya sale por sí solo y hasta puedo pensar en otros asuntos al mismo tiempo. El embrollo de Nueva York no fue tan difícil, es decir, agarras cualquier revista y ya encuentras fotos y te hablan de la Quinta Avenida, de Broadway, del Soho. Con un poco de imaginación no se tiene que gastar la plata en pasaje de avión. Lo de Suiza, eso si fue más duro. Claro que Beatriz y yo nos fuímos de compras. Fuimos a The Gap, a Macy’s, a Levi’s y a Toy’r’us. Almorzamos en el Fashion Café y vimos a las mismísimas modelos con nuestros


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ojos. Eran altísiminas, como unas barbies, ¿Cómo no ibamos a visitar la isla? Es obligatorio... Hay que ver lo metiche que son Lupe y Sara. Joo, no se les escapa una. Yo iba a contar sólo lo de Nueva York y tanto preguntaron que tuve que salirme con lo del internado en Suiza. Juro por Dios que, si por mí fuera, eso no lo hubiera contado. Que Beatriz me perdone, pero no puede decir que soy una mala amiga. Cuando llegué al colegio de una vez nos hicimos compinches. Yo odio el colegio, pero vengo porque mi mamá quiere que tenga una muy buena educación y haga “buenos contactos”. Si supiera...aquí si no se es blanca, digo, blanca, blanca, y con un apellido de yo-no-sé-quien-yono- sé-cuanto, que tenga muchos dólares de por medio, no se es nadie. Todos los que somos de color crema, canela y de ahí para abajo y con apellidos que si los sacudes sólo escuchas centavos, olvídate. Ahora las dos ridículas éstas me preguntan porqué a Beatriz la mandaron a un internado si ya estamos a un año de terminar la secundaria... Es que los papás de Beatriz están muy comprometidos con la educación de su hija y como en Panamá estamos diez años, así mismo, diez años atrasados respecto a Europa, ni modo. Yo misma la despedí en el Aeropuerto allá en Suiza. Estaba bellísima, con un abrigo blanco y unas botas rojas. Ahí fue cuando conocí al instructor de esquí, Carl. Alto, enorme, rubio, incluso tenía las cejas y las pestañas casi blancas... Ooookey, no tenía porque agregar lo del tal Carl, pero cuando uno se inspira las historias salen solas. Hay que ponerle un poco de sal a los caldos porque sino quedan sosos... Por supuesto que fuimos a la discoteca con Carl y bailamos tanto que no podíamos con nuestras vidas al día siguiente. Yo me tuve que regresar a Panamá, pero Beatriz me ha prometido que les escribirá a todas ustedes. Aunque, imagínense, estará ocupadísima... Pobre Beatriz, los malestares que anda pasando, pero bien que tiene la culpa. Yo me limito a ponerle icing al


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pastel, no vayan a decir después que no ayudé en algo. Y pensar que estas vacaciones me las pasé aburridísima en Chame en la casa de mi tía. Lo más dizque interesante es ir al río o darle de comer a las gallinas. Hasta yo misma me estoy empezando a creer que estuve en Suiza y lo de Nueva York lo siento tan real que si me hicieran una prueba con un detector de mentiras no fallo. Ahora veo que Ana Raquel se acerca. Uffff, yo no la soporto. Fuera de que su apellido se traduce en condominio frente al mar, mamá que maneja un BMW, casa en exclusivo resort en la playa, etcetera, camina como si tuviera dos nubes bajo las plantas de los pies. Para rematar es rubia natural, no como la Lupe que parece que le hubieran pintado el pelo con lápices amarillos. Además la nariz la tiene respingada y la arruga cada vez que no le gusta algo. ¡Hasta que se me revuelve el estómago...! Hola, Ana Raquel. ¿Qué adonde se fue Beatriz? Estuvimos juntas durante las vacaciones en Nueva York y luego la acompañé a Suiza al internado. Estuvo todo divino, como ya le dije a Lupe y Sara, paseamos toooodo Nueva York, el Empire State, musicales de Broadway, compras en la Quinta Avenida, el World Trade Center... Coraje tiene esta Ana Raquel haciéndome repetir la misma idiotez de cabo a rabo... ¿Cómo se llama el aeropuerto de Suiza? Pues aeropuerto de Suiza. ¿En qué ciudad? Más vale que desvíe la conversa porque estamos entrando en los baches... ¡Cómo voy a saber cómo se dice pastel de manzana en Suiza!.... ¿Apfelquée? Ay ,yo no tengo cabeza para esos nombrecitos. Mira, Ana Raquel si tú no me crees ese es tu problema. Pura, envida querida. Cuidado con lo que dices, porque Beatriz es mi mejor amiga y no voy a permitir que andes hablando mal de ella. ¡Qué los papás de Beatriz no tenían dinero para pagar el colegio!¡Ni que tú fueras la única con plata en el mundo...! Ahora sí se me sube el indio arriba y no me contengo... Yo no quise golpear a Ana Raquel. Bueno,


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sólo un tantito, pero no mucho.¡En que líos te metes María! Ya oigo los tacones de la profesora de Física que al oír el ruido de la pelea viene viento en popa y con lo mal que le caigo. Derechito a la dirección. Ha salido medio salón a ver mi vergonzoso retiro mientras la Ana Raquel llora y se toca el moretón que le dejé de regalo en el cachete. ¡Pero, como actúa! Quien la ve creería que la están enterrando mañana. Otra vez, en las andanzas María Suarez, dice la directora con cara de cansancio. Ya yo me sé la estrategia. Callada y mirando la pared como si hubiera un mensaje escrito en ella. Esta vez me mandan al psicólogo de la escuela. Eso es lo bueno, siempre hay variedad, unas veces a la enfermera, otras llaman a mi mamá, pero hoy al psicólogo... Mire licenciado, está bien. Acepto que hice mal. Pero es que hay que tener estómago para soportar a cierta gente. No es justo... El psicólogo me cae bien. Es un señor viejito, viejito, con unas cuantas canas, que es lo único de cabello que le queda. Me escucha atentamente con una sonrisa suavemente grabada en el rostro.. Le voy a decir la verdad, pero sólo a usted. Beatriz metió la pata, ya sabe, quedó encinta y la mamá la mandó a Chiriquí adonde la madrina. Yo la acompañé y como ví como lloraba mortificándose que dirían la gente de la escuela, pues... licen, un acto de misercordia prácticamente. Además todos tenemos derecho a irnos a Nueva York por los medios que sean... El psicólogo saca un pañuelo y se tapa la boca. Yo sé que se está riendo. Hasta a mí me da risa todo lo que a pasado. Con una voz suavecita me dice que me porte mejor y que ponga de mi parte. ¡Ay, María!, dice como suspirando mientras me despido. Ahora que salgo y voy por el pasillo puedo divisar a la Lupe y a Sara que seguramente querrán ser las primeras en enterarse de que me hicieron. ¡Que se queden con las ganas! Aunque pensándolo bien, lástima que el licenciado no es más joven y guapo porque hubiera podido inventar una historia en la que se me declaraba


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rendido de amor. 隆Ah! Mejor les digo que me puso un test y que soy demasiado inteligente para esta escuela y que me va a recomendar a otra mucho mejor...Sara, estoy perfectamente bien. Si supieran lo que me ha dicho el psic贸logo...


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Tiempos acuáticos El agua estaba tibia porque el sol de la tarde, encariñado con su límpido y escurridizo linaje, trataba en vano de abrazarle: sólo conseguía que sus rayos sutilmente rechazados se reflejasen en un espejismo de diamantes. Pero, ¿por qué el agua prefiere entonces a las piedras que le permiten su caricia ininterrumpida, lisonja a su fría indiferencia? Las piedras a su vez prefieren a las ranas. Prefieren a las ranas pues su sangre es fría como fría su existencia. Dejan que las ranas entre verde y marrón pongan sus ancas babosas en su compacto cuerpo mineral. Dejan que las ranas montadas unas sobre otras se apareen y luego coloquen los huevos en ellas, en sus grietas y espacios. Las ranas no tienen problemas en aparearse porque no conocen el bochorno ni la angustia. Ha de ser que las ranas no saben que están desnudas. Y las ranas ingratas prefieren a los mosquitos más que a las piedras. Los mosquitos son tan delicados, tan invisibles. Pero los mosquitos prefieren a casi todos los hombres. Prefieren a esas carnes cálidas y sudorosas para posarse y chupar con la glotonería de sus minúsculos estiletes. Prefieren a todos menos a mí. Porque a mí nadie me quiere. Ni la muerte. Mi primera gran idea surgió un día en que llovió tanto que juro por Dios que una verdadera cortina de miles y miles de gotas impedía que alguien entrase o saliese de casa. Man-


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drágora y Euris no llegaron sino hacia medianoche contando terribles historias de filas interminables de autos, verdaderos lagos en las vías públicas, derrumbes, ahogados y varados. Dijeron haber tenido que tomar refugio en una casa. Para haberle pasado tantas peripecias daban la impresión de estar demasiado contentos. Yo estaba muy disgustada. Había tenido cuatro preciosas horas a mi disposición y no había hecho nada útil. Nana había estado dormida. Quizás fue verla dormida lo que dañó mis planes. Se veía tan frágil con su cabello blanco recogido en un sencillo rodete y su bata floreada cubriéndola en delicado gesto. Su pecho apenas si se alzaba con cada respiración. Estaba en el sofá de la sala. Una foto de cuando Nana tenía veinte años asomaba en un rincón. El contraste tan sorprendente me angustió y aún más el parecido de aquella Nana veinteañera con mi propio rostro. Me imaginé ser una vieja de ochenta años con la piel arrugada, con el cansancio de vivir harto y seguido, con tantas memorias, con tantos olvidos. Un frío me invadió y sentí no poder moverme. Sonó entonces un trueno horrible. Me levanté de un salto y fui a la cocina para hacer lo mío. Con la mano algo temblorosa cerré todas las ventanas y la puerta. La oscuridad era total. A tientas busque la llave del horno. El penetrante olor a gas empezó a reptar por todas partes como gasa. Recuerdo haberme agachado para abril la puerta del horno. Iba ya a meter mi cabeza con algo de dificultad pues no había tomado en consideración que mi enorme cabellera pudiese ser un obstáculo. Como decía, iba ya a meter la cabeza cuando sentí un leve golpeteo en la puerta. La puerta estaba cerrada así que no tenía porque preocuparme. Unos minutos más y... tac, tac. Ay, Nana, ¿por qué no sigues durmiendo? Tokio abre la puerta. ¿En que momento alucinante mi querida madre habría pensado en ese nombre? Me levanté y cerré la puerta del horno de golpe. También apagué el gas.


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Yo había pensado en irme rodeada de silencio, de misterio, de paz. No con mi abuela gritando mi nombre. Encendí la luz de la cocina y abrí las ventanas. ―Nana― dije sonriendo al abrir la puerta. ―Tokio, ¿por qué hay ese horrible olor a gas? ¡Y mírate el cabello! Seguro y estabas tratando de hacer un pastel. Nana entra cargando su fragilidad de ave herida y disfraza su conocimiento de lo real con un aire condescendiente. Sabe perfectamente lo que he hecho y hace un cuadro de pasteles; sabe que Euris y Mandrágora no son inocentes mariposas y les hace historias de virtudes; sabe que mi madre se ahogó a propósito y teje cuidadosa un relato de las insospechadas tragedias de la vida.

Cuenta Nana que el día que murió mi madre era hermoso. Era verano y estábamos todos en el río. Tendría yo dos años y no recuerdo nada. Mandrágora y Euris tendrían cinco años. Mi madre era una mujer hermosísima. Suponemos que los mellizos son del mismo padre. Yo pertenezco al último descuido de mamá. Mandrágora se parece mucho a ella, Euris a quién sabe quién. Euris dice recordar a mamá haciendo un clavado y no salir a la superficie. El reporte oficial dice que se tiró justo donde había una piedra matándose instantáneamente al romperse el cráneo. Mamá conocía el río perfectamente y sabía a dónde no tenía que ir. Yo digo suicidio. Pero las cosas que yo digo sólo me las digo a mi misma. Estamos aquí otro año, otro verano, en otra ida al río. Estamos aquí sentados en círculo, tomando limonada, mordisqueando unos muslos de pollo algo fríos, deleitándonos con chistes conocidos, con las


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historias de Nana sobre el tranvía y el ferry. Estamos aquí pretendiendo ser palomas cuando somos chacales, vivos estando muertos, alegres sintiéndonos tristes, flores de papel cuando nuestra hechura es de hierro. Mandrágora y Euris se excusan para recorrer el pueblo. Yo los sigo a prudente distancia, simulando entretenerme en kioscos de revistas, en puestos de lotería, en una silla del parque. Siguen su caminata dándole un vistazo a la iglesia sin entrar y luego se dirigen a donde empieza un bosquecillo. Los sigo por entre la maleza, los arbustos, las piedras, por entre animales reales e imaginarios, por entre sombras purpúreas y verdes, por entre el miedo y la malicia. Me atraen de una manera repugnante. Se detienen en un claro y Euris la abraza como queriendo absorberla. Sus manos se deslizan por su nuca, baja hacia la espalda. Yo quisiera ser un árbol, yo quisiera ser es hierba sobre las que sus pies se posan, yo quisiera ser la fruta que lentamente es roída por dentro. Un grito escapa de mi boca. Ambos se separan de manera brusca. Emerjo de entre los árboles. ―Nana los mandó a buscar. Quiere irse a casa. Mi voz suena extraña a mis propios oídos. Como si saliese de una grabadora. Como esos mensajes de las compañías cuando lo ponen a una en espera. Mandrágora y Euris se miran. Su mirada si acaso duró unos segundos pero estaba llena de frases, de gemidos, de signos de exclamación que llenarían hojas y hojas de papel. El viaje de regreso a casa es incómodamente silencioso. En vez de recostarnos en gráciles almohadones de chistes y risas, nos tambaleamos entre hirientes ángulos de palabras no dichas e insultos no proferidos.


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Otra vez lluvioso. Otra vez las malditas ranas croan incansables. Parecen crecer de entre las paredes, estar en mi cama y cantar en mi oído. No puedo dormir. El aire está tan cargado que siento ahogarme. Mi cama es un lago lleno de plantas que me atrapan y se enredan en mis piernas, me tapan la boca, me halan el cabello. Me dirijo al patio en plena noche. El tejado cruje doloroso bajo las gotas que escupe incansable este cielo electrizado de noviembre. Hace un mes se fue Euris. Hace un mes Mandrágora, a quien nunca he llamado hermana, es aún más hermética y distante. Hace un mes tuve mi segunda gran idea. Era domingo. Habían ido a despedir a Euris al aeropuerto. Yo me hice amanecer enferma y realmente me veía febril. Febril al ver todas esas palabras tristes que Mandrágora escribía en sus ojos llorosos y que Euris parecía no ver. Febril al ver a Nana juntar sus manitas arrugadas como origamis ansiosos. Febril de ver a Euris partir y para mi sorpresa no alegrarme sino extrañarle. La casa era mía. Vagué por ella como un fantasma hurgando las cosas de mi madre que Nana guarda. Decidí llevarme conmigo un par de aretes de esmeralda. Había encontrado la manera perfecta. Fui al baño y me miré en el espejo contemplando las esmeraldas resaltar contra mi cabellera negra. Cogí la navaja con la mano derecha firme y procedí a cortar mi muñeca izquierda. Me detuve a mitad de camino cuando la sangre empezó a salir como un hilillo imparable y a hacer un caminito rojo por entre la blancura del lavabo. Me quedé ensimismada en ese rojo sobre blanco. Iba a seguir cortando cuando una voz masculina interrumpió el “momentum”. Ya no podía seguir. Me dirigía a la puerta y abrí navaja en mano con el hilillo de sangre siguiéndome como perro faldero. ―¿Sí?


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El hombre no pareció sobresaltarse ante la escena. Sin decir palabra me quitó la navaja de las manos, me hizo un torniquete en la muñeca con un pañuelo que sacó del bolsillo y se sentó a fumar un cigarrillo. ―¿Euris?― preguntó con voz que delataba gran fuerza bajo la aparente calma. Miré el reloj frente a mí. Eran las diez de la mañana. ―A estas horas debe estar volando hacia México. ―¿México? ―Se ha ido a estudiar. ―Ah. El hombre soltó una bocanada de humo y se me quedo mirando. La forma en que me miraba me hizo sentir desnuda aunque llevaba una bata de dormir de mangas largas y que me llegaba hasta los tobillos. ―Usted... ¿de dónde conoce a Euris? ―Jugaba con él algunas veces a las cartas. Por dinero, ¿entiendes? No supe que decir y me puse a verme la muñeca cubierta por el pañuelo manchado de rojo. En eso llegó Nana. Mandrágora se fue directamente a su cuarto. El hombre se levantó y saludó cortésmente a la abuela. Le contó una historia de cómo yo, tratando de matar una serpiente en el jardín, me había cortado con el machete y él, que pasaba por ahí, corrió a auxiliarme. Nana empezó a llorar ya que eran muchas cosas en un solo día. El hombre se despidió dándome la mano. Pasaron varios minutos antes que realizara que me había dejado una tarjeta con el nombre Lucas Passat .

Por semanas sólo pensaba en Lucas Passat. Veía la


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tarjeta y hacía planes para llamar al número pero me arrepentía. Aquí fue cuando tuve mi tercera y última gran idea. Si fallaba esta, no lo intentaría más. Al menos esa fue mi promesa. Hice una cita con el señor Passat quien dijo acordarse perfectamente de mí. La vista de su apartamento es panorámica y los autos y buses son sólo pequeñas hormiguitas en el suelo. El cielo parece inundarlo todo confundiéndose con el mar en un solo fondo azul. Los sirvientes aparecen y desaparecen de manera silenciosa y oportuna como si en vez de personas fueran fantasmas. Estaba en el medio de la habitación mirándome de la misma manera que en casa. Instintivamente crucé los brazos como para protegerme. Bienvenida me dijo rodeándome con su brazo izquierdo. El suave crujir de la tela de su saco contra mí, la mezcla de perfume y cigarrillos, el calor de su mano sobre mi hombro: todo me confundía y sólo sabía caminar junto a él que me dejaba admirar el panorama a su lado. Ya no me apetecían vinos ni canapés. Nana, Mandrágora y Euris eran tan pequeños como los autos que veía desde las alturas. Subimos los escalones lentamente hacia las habitaciones. No hubo palabras entre nosotros. Ahora comprendía el lenguaje de los mellizos, ahora sabía que una ceja que se alza, una pupila que se agranda, un párpado que cae leve son las palabras del deseo. La habitación en la que me introdujo era amplia pero parca. Sólo lo esencial, una cama y un sillón. Al cerrar la puerta tras de sí, me preguntó sonriendo: ―¿Es tu primera vez? Iba a contestar un no, pero mi cara me traicionó e hice un puchero con mi boca que se trabó al querer decir que sí al mismo tiempo. ―Me lo imaginaba. Así que el plan esta vez es dejar de ser virgen y luego que: ¿lanzarte del balcón, poner la cabeza en el horno?


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―Eso ya lo hice. ―Bien, Tokio. Si te quieres acostar, perfecto. Si te quieres matar o contarle tus enredos a alguien , viniste al sitio equivocado. ―Yo no quiero nada― respondí sintiéndome estúpida sin atreverme a mirarle a los ojos. Lentamente se quitó el saco poniéndolo en el sillón. Cada caricia suya desdijo de su indiferencia y su paciencia, de su falta de compasión. Mientras lo veía dormitar sentí mi cuerpo no ser el mismo y decidí que mejor era terminar lo empezado. Me ponía las ropas torpemente cuando sentí su mirada. ―Disculpa, no quise despertarte. ―¿Adónde vas? ―preguntó con voz somnolienta. Se ofreció a llevarme lo que me pareció disparatado. Le rogué que me dejase sola una vez llegásemos al sitio. Maneja demasiado rápido. Llegamos a la playa. La noche es fría y la brisa ululante levanta ventiscas de arena. Miro la negrura murmurante que se extiende ante mí, fusión de mar y cielos nocturnos. ―Puedes irte ya. Passat enciende un cigarrillo visiblemente molesto. ―¿Estas segura? Pregunta varias veces sin mirarme el rostro y pateando la arena bajo sus pies. ―Vete. Lo veo alejarse por el camino oscuro: el ruido de las llantas sobre las piedras, las luces alumbrando, el rugir del motor son entonces un recuerdo. Me quito los zapatos y mis pies se entierran en la arena. Camino lentamente hacia el mar. Me detengo justo en la orilla y cierro los ojos. Aspiro el aire cargado de sal hasta sentir mis pulmones reventar, me deleito con la música marina del oleaje, con el cántico del viento, con la sen-


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sación del agua fría que llega hasta mis pies. Sigo mi camino hasta sentir el agua en mis caderas. Está tan fría que empiezo a tiritar. Sigo hasta que ya el fondo me es inalcanzable. El oleaje me mece a su antojo. La costa es cada vez más lejana. Ya no lucharé. El agua se convierte en un vientre frío y salado que me rodea por todas partes. No tengo peso. Pienso en el sol temprano en las mañanas, el olor del café, la imagen de Nana dormitando, una caricia. Resurjo a la superficie con braceos desesperados. Todo el aire del mundo no me parece suficiente. Empiezo a nadar hacia la playa. Con cada brazada mi deseo de vivir aumenta. El oleaje es fuerte y empiezo a sentir cansancio. Sólo tengo que concentrarme. Dar una brazada, y otra, y otra... A lo lejos distingo unas luces. Sólo debo seguir nadando...


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Canción de cuna para corazones rotos Cuando las sombras danzarinas entran a mi cuarto y se posan entre el armario y la ventana, entonces pienso en ti. Cuando el ruido de la calle ya no es y sólo queda el murmullo de los gatos, Caundo mi llanto teje una fina redecilla sobre mi rostro Y el corazón me cruje como una galleta china, Entonces pienso en ti. (Tú que vas y vienes a tu antojo, a quien recibí coqueta como si fuese la vez primera) Nos encontramos en una callejuela y nos separamos en la gran vía: Tu cruzaste, yo me quedé quieta apoyada en un poste para no caer. Debo admitirlo, No tengo corazón para santos ni para marinos de espuela. En la oscuridad de mi cuarto un fantasma vaga, Tumbando mis cosas y no me deja dormir. Y aun en mis sueños no me siento segura pues se aparece el muy piola a susurrarme tus palabras de amor. Supongo que sólo el tiempo inexorable y lánguido todo lo borra... ¿Pero, como ha de borrarte si en mi cuarto el tiempo no pasa sino que permanece insomne con ojos abiertos cuan largo es tendido en mi cama? El fantasma llama mi nombre para que me asome al balcón, voy y no estás tú como pensaba. Debo admitirlo, no tengo corazón para santos ni para marinos de espuela. Abril 2001


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Retratos de a dólar y memorias perdidas Quisiste hilar estrellas con hilos baratos y sólo lograste zurcir trapos. No confundas: deseos con realidades lágrimas con compasión seriedad con amargura sonrisa con amistad miradas con amor Pues es el amor sobretodas las cosas el que elusivo se esconde tras libros perdidos, riachuelos de olvidos, gracia que se ruega e invalida todo Mis secretos mejor guardados quedan sin resguardo en el amor. Como flores cuyos pétalos caen lentamente así el amor devela las armaduras de nuestras sensibilidades Pero los espejismos que extravían el camino del corazón pintan de amor retratos de a dólar y cajas de cartón. Deja que el viento que se cuela por la ventana revuelva los papeles sueltos de tu mente, Abre de par en par tu alma pues sólo el amor es tu salvación. Se me olvida todo, no recuerdo nada. ¿A dónde, disculpe, vio usted mi memoria? ¿En el jardín junto a la fuente? ¿En el tejado en el pico de un ave? ¿En las lozas rotas del edificio baldío? ¿En la mirada triste de un niño? Yo la busco con afán pero ella pícara se me escapa Y mis llaves, mis citas, se desvanecen ignotas. Mayo 2004


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El lago Un hombre y una mujer vivían discutiendo siempre. Tanto, que si dejaban de hacerlo sus propios hijos se alarmaban. Así eran, incluso cuando se mudaron a un tranquilo pueblo en donde había un lago. Temas de discusión nunca faltaron y uno de ellos era el lago. La mujer insistía que en el fondo del mismo crecían unas plantas acuáticos hermosísimas, mientras que el hombre sostenía que aquello era imposible pues el lago era sumamente hondo y nadie las había visto. Pasaban tardes y noches enteras discutiendo aquello hasta que la mujer decidió investigarlo ella misma. Salió un día al amanecer, aún envuelta en su camisón, en dirección al lago. Al llegar tomó un bote, lo fue empujando hasta alejarse de la orilla y subió a él. Navegó largo rato a la deriva, miró brevemente al cielo y se tiró al agua. Amigos y familiares buscaron el cuerpo infructuosamente. Sin embargo, al año siguiente, en vísperas del aniversario de su muerte, el cuerpo resurgió a la superficie. Unos pescadores trataron de rescatarla, pero casi se ahogan pues el cuerpo era más resbaloso que el jabón y al final terminó por hundirse nuevamente. La misma escena se repitió por dos años consecutivos. Cada vez, un maremágnum de gente gritando, chapoteos desesperados, llantos de viejas y rezos de curas acompañaban en disonante acorde las apariciones de la mujer. Finalmente al tercer año, el


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hombre, quien hasta entonces se había negado a participar en la búsqueda, accedió a ir. Hacía un viento frío y las ariscas olas sacudían al bote donde el viudo acompañado de vecinos y pescadores esperaba ansioso. Repentinamente apareció la difunta. Iban ya a intentar sacarla cuando la mujer abrió los ojos y a la gente el grito colectivo se les quedó congelado en la garganta. ―Estabas equivocado. Sí hay plantas hermosas en el fondo― dijo la mujer que esta vez se hundió para no salir nunca más.


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Cuentos Algarete Eran las siete de la noche y Julián se sentía cabreado. Su día había empezado a las siete de la mañana, cuando recogiese a una profesora que iba hasta Albrook. Olía bien pero hablaba poco. Intentó hacerle conversación y sólo pescó monosílabos. Puso la radio y las luces verdes y rojas de los semáforos se confudieron con el vaivén del reggae “aquí llego la caballota, la perra, la diva, la potra”, con su desodorante ambiental de piña, con el Divino Niño colgado en el espejo retrovisor, con el ligero tinte del cristal trasero, con la picazón que sentía en su testículo derecho. Se rascó y por el retrovisor observó las piernas de su pasajera quien miraba distraída por la ventana. La dejó en un colegio y la vio entremezclarse en el mar de faldas de cuadros y medias blancas, mientras contaba el dinero. A los quince minutos, un hombre ensacado que iba al Seguro de Transístmica se subía al auto. Olía a colonia fuerte y barata y carraspeaba constantemente. Charlaron de fútbol y de política. De fútbol estuvieron de acuerdo, de política no. Sospechó que el hombre era arnulfista y que sus comentarios en contra de la presidenta lo molestaron. Decidió cambiar de tema. A fin de cuentas él no era político y ¿para qué hacer una enemistad a las ocho y veinte de la mañana? ¿Y se va hacer unos exámenes? ¡Noooo, hombre!, una tipa que me debe plata y se ha estado haciendo la loca ya tres quincenas. Ayer cobró


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y no le paso una más. Julián asintió. Eso de prestar dinero era siempre mal negocio. Eran un cuarto para las nueve y paró en una fonda para tomarse un café. Apuró el líquido negro mientras una bachata que escupía la radio le hacia mover un pie sin darse cuenta. Se subió a su auto y de nuevo la canción esa de “la diva, la perra, la potra” lo hizo olvidarse de un par de luces rojas. Bajó súbitamente la velocidad en una calle del Cangrejo para observar a sus anchas una pelirroja de Sedal con pantalón a la cadera, tatuaje en el coxis, nalgas paradas y tacones coquetos. Ella se detuvo para hablar por su celular y el se detuvo a su lado tocando la bocina de manera desesperada. Detrás se hizo una fila de conductores exasperados que también sonaban sus bocinas. Ella lo miró de reojo, torció la boca y le dio por completo la espalda para seguir hablando. El arrancó haciendo rugir el motor, lo que sólo le permitió escuchar la última sílaba del hijoeputa que el auto detrás suyo le dedicaba a todo pulmón. Le dieron ganas de orinar y se detuvo cerca de un palo de mango de un terreno baldío. Se acercó al palo y orinó con alivio. Un tipo sospechoso le pasó como que muy cerca y hasta miró hacia atrás. Julían le gritó maricón y le sacó el dedo, sí, el del medio. Subió al taxi y arrancó esta vez dirigiéndose a Transístmica. Hizo varias carreras cortas a bancos y oficinas. A las doce lo paró una pareja que se dirigía al Ancón. Ir a culear a esta hora― pensó con hastío― con este calor, con este tranque. Seguro es queme. El tipo le decía cosas al oído a la mujer pero esta mantenía la cara seria y se tocaba los anteojos oscuros nerviosamente. Ey, broder, ¿tú crees que nos podrías buscar a las una? Julián exhaló y asintió con poco entusiasmo. Salió del Ancón y se estacionó en la Gran Estación. Utilizó la hora para llamar a un posible queme desde un teléfono público ya que en su celular no tenía minutos; se comió una chicha y una empanada de carne que le dejó los dedos grasosos y la boca


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llena de migajas; habló con otro taxista de llantas y arrancó a la una en punto. Recogió a la pareja que ahora yacía letárgica en el asiento trasero, ella con la cabeza hacia atrás, él con los ojos entrecerrados. Los dejó en el Ministerio de Salud en Avenida Perú. Pensó en su mujer, Marta, y en la noviecita, Yasubel, y en el queme, Zabdis, en sus hijos Julián Alberto y Alberto Julián, gemelos idénticos, y en su hija Zaribeth de una relación anterior. Decidió concentrarse en Zabdis porque era lo más novedoso y repaso mentalmente su último encuentro en un motel justo como él que acababa de dejar, y deseó con todas sus fuerzas tener dinero para llamarla y buscarla después que el novio la dejase en casa. Se sintió excitado y metió el acelerador a fondo por lo que casi ocasiona una colisión triple. Las mentadas de madre se estrellaron contra su vidrio y el parabrisa las lanzó al viento. Paró justo a las dos y media de la tarde, con un sol rompeladrillos y un calor rompehígados, frente al Machetazo de Calidonia. Subió una señora de carnes flácidas y abundantes, con las piernas marcadas por venas varicosas y de cuyos brazos asomaban negros vellos vírgenes de todas rasuradora. Tenía un bigote incipiente y el pelo blanco lo llevaba corto. Cargaba bolsas de supermercado. Julían abrió el maletero y la señora depositó la carga. Al subirse dijo con voz de cantalante desgastada: a Villa Rica. Julián sintió una patada en el estómago y frenó en seco. No voy pa’ lla― dijo pegándole al timón. Movía la cabeza de manera obstinada con sus pelos en punta por el gel. Esto es una sinvergüenzura, joven. Voy a llamar a la policía. Los taxis son un servicio público. Llame a quien quiera. ¡Yo no voy! El taxi se mantuvo estático por cinco redondos minutos. Julian movía su cabeza de puercoespín en un no rotundo y la señora gesticulaba, manoteaba, gemía y casi lloraba pero la palanca de freno seguía inamovible. Cansada y herida, sin policía a la vista y con curiosos al alcance de la


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mano, bajó y quedó sumida en una nube de blanco humo entre sus paquetes. Eran las tres de la tarde y ahora Julián estaba de malhumor. “Subete al palo encebao” lo hizo sentir un poco mejor. Recogió a unas estudiantes de la Profesional que iban para la Terminal de Albrook. Parecían botellas de soda en efervescencia pura. Sus risas, su coquetería, la manera como cantaban “súbete al palo encebao”, el contraste de sus medias blancas con sus piernas canela y la manera como sus faldas azules se subían arriba de sus rodillas, la insinuación de sus sujetadores en sus camisas blancas, el brillo labial que hacía sus sonrisas más alegres, el rimmel que sus pestañas lucían al batirse. Julián se sentía también alegre y les decía cosas atrevidas, les preguntó si tenían novio, si tenían celular, que les iba invitar a las tres para enseñarles algo. Luego de dejarlas en la Terminal acarreó consigo la alegría como algunos niños llevan sus loncheras. Tan alegre estaba que no sintió cuando un bus de Don Bosco le besaba ligeramente su defensa trasera. El crujir de la lata lo despertó de su momento feliz y de una bofetada lo colocó al punto del desenfreno. Salió del auto hecho una furia, vociferando todas las malas palabras y todas las permutaciones de dichas malas palabras. El conductor del bus al verlo salir del taxi decidió no bajar, trancó la puerta y se dispuso a espera a un policía. Era un hombre pequeño y rechoncho con pocas ganas de complicarse. Julián pateó la puerta del bus, golpeó su propio auto al ver con detalle el daño hecho, resopló y finalmente se tiró en su asiento exhausto. El policía, el busero, los curiosos y los testigos se fueron a las seis de la tarde. Los vio alejarse sabiendo que nunca vería un centavo del cabrón que lo había chocado. Arrancó ahora con la música desafinada de la hojalata colgando y la percusión interna del puñetazo que no pudo


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propinar. Eran las siete de la noche. Deseaba llegar pronto a casa para acostarse y no saber nada más. Rogaba que Marta no le jodiera la paciencia con quejas o celos, que hubiese comida, que los mellos no estuviesen llorando o gritando, que Yasubel no... sonó el celular. Era la susodicha. Quería verlo cuanto antes, le susurraba tentadoramente papi, bebé, vente, vente. Julián ya no tenía argumentos, se sintió tan cansado que simplemente apagó el celular y lo tiró con rabia en el asiento trasero. Toy jodido, pensó. Era como tener todas las ganas del mundo juntas pero estar amarrado por ataduras invisibles. Tenía que llegar a casa y acostarse inmediatamente. Todo su cuerpo le dolía. Se había enrrumbado por la Ascanio Villalaz, ahora oscura y poco transitada. Un bulto se le tiró al frente. Frenó y quedó atónito. Una mujer con el pelo rojo naranja, un traje corto púrpura y botas negras jadeaba frente a su auto. No pensó nada, no grito nada, es más, no sintió nada. Sólo la miraba como quien mira un póster, un avance de un filme, una foto de periódico. ¿No podía ser real, o sí? La mujer, quien apretujaba unos papeles en su mano derecha, fue dando tumbos hasta una de las puertas traseras y se introdujo en el auto. Sudaba copiosamente, y su piel blanca se tornaba rojiza en sus mejillas, en la punta de la nariz, en su escote, lágrimas humedecían todo su rostro. Finalmente luego de mucho jadear soltó un coño desde el fondo del alma y Julián arrancó el taxi. Siguió hasta la Franquipani y luego tomó a la derecha a la altura del Seguro. La mujer empezó a hablar. Es un hijo de puta, sí, uno auténtico, de pura cepa. Ay, que ahora su mujer regresó y yo, dígame, y yooooo!!!! El yo sonó como aullido de mujer―loba. A Julián se le encresparon los vellos de su espalda pero siguió manejando mudo. Que si estaban de pelea, que ya todo se había acabado...hacerme esto a miiiiiii.....El mi sonó a grito de soprano coloratura rodando


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por escaleras infinitas. La mujer tiraba las hojas al viento. ¿Ve esto? Son su gran producción, sus últimos cuentos, los que le tomaron un año y seis meses escribir, un año y seis meses en que yoooo hice de empleada, secretaria, cocinera, enfermera, contadora, editora de libros, amiga, amante...aquí se le hizo un nudo en la garganta y no pudo continuar. Sólo dejaba escapar las hojas de sus dedos. A Julian se le salieron las lágrimas. Iban por Calle Cincuenta. Pare. La mujer se bajó frente a Elite. Tiró dos arrugados dólares y cerró la puerta. Julián manejó sin voltear siquiera la cabeza hasta su casa en Tocumen. Tomó los dos dólares tirados en el asiento y una página solitaria, lo único que quedaba de aquellos cuentos al garete. Leyó. Eran las siete de la noche y Julián estaba cabreado. Su día había empezado a las siete de la mañana... Le agarró un doloroso ataque de risa que lo obligaba a contornearse sobre el asiento. De pronto dejó de reir, arrugó el papel y lo botó en el patio del vecino. Entró a su casa, trancó la puerta y se tumbó como un árbol caído en el sofá. Su mente estaba completamente en blanco y pronto sus ronquidos armonizaban con el silencio de una noche fantástica. Agosto 2004.


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Karaoke El pequeño bar estaba vacío. Reimer aspiró su cigarillo con fuerza y miró alrededor: dos mujeres cuarentonas con arrugas contenidas y vestiditos desbordados; tres negrotes en una esquina con los cuales jamás les gustaría tener una diferencia; un chino perdido que se tambaleaba y eso que estaba sentado y él. Se miró en el espejo del bar. No era guapo, lo sabía, pero su porte y altura lo habían ayudado en sus conquistas. Su satisfacción se vio aumentada cuando se percató que una de las dos mujeres lo observaba con detenimiento. Cada vez que exhalaba el humo de su cigarrillo, la rubia lo miraba de reojo. Sonrío para si. Pensó en invitarla a un trago pero recordó que necesitaba que Walker llegara con el dinero. Walker era su jefe y lo había citado a las nueve. Eran las nueve y quince. Miró su vaso de whisky medio vacío con tristeza. Ojalá llegara pronto para poder ordenar otro e invitar a la rubia que bien mirada tenía pechos grandes y un cabello muy bien arreglado. En la mañana su jefe, Augusto Walker, lo había llamado aparte. En su oficina le había explicado que necesitaba con urgencia cinco mil dólares. Al principio había estado aprehensivo pero a medida que Walker hablaba empezó a relajarse. Era un negocio redondo. Llegaría a Aduana un cargamento. Walker tenía contactos que “perderían” el cargamento. El mismo pondría el dinero sino fuera porque su esposa le tenía con-


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geladas sus cuentas hasta la resolución del juez. Cinco grandes y tendría una mercancía que valía veinte mil dólares. Walker le devolvería seis mil ese mismo día. No estaría realmente involucrado, simplemente le hacía un favor a Walker. Miró hacia la rubia. Esta se dirigió hacia la pequeña pista y tomó el micrófono. Iniciaba el karaoke y sólo él y la amiga aplaudieron. Empezó una canción de Olga Tañón. Montada en el ritmo alocado de los tambores merengueros la rubia estaba al punto del colapso. No bien las letritas en la pantalla cambiaban de color, la rubia aún no terminaba lo anterior. Era un divorcio entre ella y la música pero ¡cómo bailaba! Esos senos saltarines, esos hombros rumberos, esas caderas sinuosas, y bajaba y subía, y subía y bajaba. Reimer la miraba confuso. No atinaba a entenderle el rostro. Tanto cabello y tanto remeneo le impedían distinguir sus facciones. Sólo el rojo bombero de la boca asomaba a veces. Miró su reloj, eran las nueve y cuarenta y cinco. Justo entonces entró Walker preso de una gran agitación, se tocaba la corbata como si fuese un talismán. Le apretó la mano muy fuerte depositando en ella un papel. Reimer miró el papel y cuando iba a decir unas palabras ya Walker cruzaba la puerta mientras le gritaba: estamos en contacto. Era un cheque por dos mil dólares. Respiró hondo y supo que nunca vería el resto, si es que el cheque tenía fondo, y que probablemente a partir del lunes Walker sería muy difícil de localizar. ¿Quién era Walker? No había fotos de su familia en su escritorio, los de la oficina decían que su puesto era político, no tenía su teléfono… La rubia volvía a la carga, ahora con una balada. Al menos llevaba mejor el ritmo, aunque la afinación era más bien abstracta. La observó mientras se contoneaba de atrás hacia delante. Se la imaginó sin esas pestañas enormes, sin la boca rojo bombero, sin el artefacto que mantenía su busto saltarín


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contra toda gravedad, sin la faja que impedía que su vientre se abultase, sin las medias que hacían lucir sus piernas sedosas, sin los tacones que la hacían más alta, sin el polvo que ocultaba su cutis, sin el tinte que la hacia rubia…se guardó el cheque en el bolsillo, tiró la colilla en un cenicero y cruzó la puerta resignado.


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104 Amables Predicciones es una recopilación de cuentos de la escritora panameña Melanie Taylor. Hay dos grupos de cuentos en este libro. Cuentos con la letra A son cuentos que ganaron mención honorífica en el concurso José María Sánchez de la UTP y tienen la particularidad de que sus títulos inician con la primera letra del alfabeto. Son cuentos urbanos, de lenguaje desenfadado y situaciones novedosas. Tiempos acuáticos son cuentos de la primera publicación de la autora, con personajes principalmente femeninos. Sólo nos queda predecirle al lector una lectura entretenida durante la cual el tiempo se le escurrirá de manera imperceptible. Sus cuentos han sido publicados en revistas impresas y electrónicas tales como The Barcelona Review, Letralia, La Zorra y el Cuervo, Maga, ANIDE (revista de la Asociación Nicaragüense de Escritoras) y revista Día D del diario Panamá América.

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