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Bienvenido lector,
es impiadosa y decidida, y tiene la fuerza natural para no detenerse en su búsqueda. Los obstáculos que se le presentan, también imponen su voluntad. Y es aquí donde me detengo a plantear la segunda pregunta: ¿Es posible hacer justicia de dos formas completamente opuestas?
Me encomendaron la tarea de prologar este libro, y la primera pregunta que me surgió al leerlo fue la siguiente: ¿Es una novela o un comic? Decididamente no es ninguna de las dos cosas, y puede ser ambas a la vez. Si nos adentramos en la terminología estricta, lo que van a leer a continuación es una Novela Ilustrada, formato que se viene abriendo paso en el universo literario con la fuerza de un tsunami. Nuevamente Alejandro nos desafía a entrometernos en la lectura a partir de un formato distinto, en su búsqueda personal de acercarse a la literatura desde diferentes rincones. Tal vez lo logre, tal vez no; eso quedará a exclusiva decisión de ustedes, curiosos lectores. En esta oportunidad, nos invita a meternos en la piel de una mujer de leyes, con un pasado turbulento que ha logrado ordenar pero que está allí, latente, como un cazador con su presa. Frente a ella, seis mujeres violadas y asesinadas que reclaman desesperadamente justicia desde el silencio rebelde e incómodo de su aborrecible muerte. Ella
La respuesta está aquí dentro, y resulta necesario atravesar el embravecido mar que nos ofrece la novela para encontrar un singular veredicto a la pregunta. No hay recetas al momento de leer, ya sea una novela, un poemario, una historieta. Sin embargo, permítanme sugerirles un pulso de lectura: deténganse en cada capítulo a saborear las letras como si fueran un delicioso chocolate o un aromático vino, y recorran con su mirada los trazos precisos y provocadores de las imágenes que acompañan a cada uno de dichos capítulos. La experiencia es mixta, es mutua, se concibe como un todo y como universos paralelos a la vez. Invita a la paciencia, y ofrece como recompensa una estimulante navegación. Afectuosamente, El hacedor de historias
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Subió al automóvil, sin entender que con ello cambiaría su vida.
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Tuvo una infancia difícil, repleta de ausencias y desamores, y una juventud, embriagada de lujuria desenfrenada y soledades asfixiantes. Hasta que ese día conoció a su mentor.
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En el más absoluto aislamiento, fue instruida en las prácticas de supervivencia más salvajes y refinadas. Ya en su madurez, coronó su aprendizaje con la disciplina de los cuervos. Se convirtió en abogada.
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Ascendió en el sinuoso y miserable camino de los hombres. Su piel, herida, reflejaba cada una de las batallas ganadas. Su alma, el temple del acero forjado.
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Alcanzó la cima en el papel de jueza. Con la cima, el poder y la envidia. Con el poder, su caso más resonante y oscuro. Carátula: Violación en concurso real con femicidio.
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El caso no cuadraba. Perfil: psicópata. Astuto. Vínculos con el poder político. Seis adolescentes violadas y asesinadas. La cacería recién comenzaba.
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Su primer encuentro fue en la cárcel. Frente a frente: el tiempo suspendido, las miradas desafiantes, implacables. El regocijo, en él. Mil años de sumisión y desprecio, en ella.
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“Desesperación, locura y muerte es lo único que encontrará tras esas rejas”, sentenció ella. Una mueca burlona se dibujó, desafiante, en el rostro del asesino.
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La ciudad descansaba. Ella permanecía inmóvil frente al ventanal de su décimo piso. Copa en mano, reflexionaba inquieta. El sonido estridente del celular la invocó; la voz era conocida. “Mañana sale libre; sólo quería que lo supieras primero”. La ira se alojó en la tensión de su mandíbula.
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Víctima Nº 7: cuerpo ultrajado con crueldad sobre el símbolo femenino. Su orgullo flaquea. Un manto de miedo cubre la urbe.
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La ciudad se alza en ebullición febril. Las calles hormiguean de mujeres enfurecidas. El poder y los medios se distraen en discusiones banales. Ella prepara la ofensiva.
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La noche aguardaba en tensa calma; ella, recostada insomne, imaginaba un futuro que no será. El proyectil atravesó el vidrio de la ventana, estallando en mil pedazos. El mensaje era claro: “Ahora voy por vos”.
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Su corazón latía cual galope a campo abierto; la sangre corría torrentosa, quemando la piel. Tomó conciencia de su momento y oportunidad; se juró hacer justicia. Si no era con la palabra, a hierro y fuego.
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Su vida se dividió en dos. De día, recorría pasillos sombríos, grises; resistía ante puertas que se cerraban, otrora abiertas; buceaba entre interminables expedientes. De noche, sigilosa, transitaba callejones inmundos, violentos, misóginos.
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“Tal vez sea lo último que haga en mi vida; tal vez el dolor sea el sentimiento que se extinga conmigo. Pero si de algo estoy segura, es de que mi infierno será lo último que verá esa bestia”.
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Se paró un instante frente a la puerta de su casa. Algo no encajaba. Una sensación de intranquilidad la asediaba; las paredes irradiaban inseguridad, vulnerabilidad transgredida. Tomó suavemente el picaporte, lo giró escuchando el accionar del mecanismo y el deslizar del pestillo. Asomó su perfil derecho...
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La casa estaba en penumbras, tal como la había dejado, pero diferente. Avanzó cautelosa, expectante. Detectó algo en el piso, fuera de lugar. No lo identificaba. Se acercó hasta tenerlo a sus pies; reconoció parte de su ropa interior. Se agachó lentamente mientras su oído estaba alerta. Una oleada de furia la inundó. La prenda estaba marcada con sangre...
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Recordó las palabras de su mentor: “La venganza no es un acto de justicia, pero a veces resulta necesaria”. Tomó la prenda y recorrió el resto de la casa. Todo estaba igual que como lo había dejado. Se duchó, vistió el traje oscuro especial y tomó la calle nuevamente en busca de una presa.
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“Dame una dirección, un lugar, un nombre”, ordenó ella, susurrando amenazante sobre el oído de su víctima. “No tienes idea de con quién te estás metiendo”, alcanzó a responder de costado el maleante. “Él tampoco”, respondió ella. El “crack” de su cuello fue el último sonido de la noche.
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El teléfono sonó dos veces en el despacho principal de la gobernación. Con gesto adusto pero confiado, el hombre atendió. “Están preguntando por él en la calle”, informó una voz anónima. Sin responder, cortó; dirigió su mirada a través del gran cristal y sonrió con malicia.
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Temprano en la mañana, ella releía los volúmenes del expediente, abarrotados de hojas intrascendentes. Buscaba entender cómo había logrado ser exculpado; liberado en sus narices, triunfante. La puerta del despacho sonó en tres suaves golpes; reconocía el gesto. La silueta del presidente de la Corte se dejó entrever; ella, anticipándose, frunció el ceño.
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“Te lo digo por los años que trabajamos juntos, porque te estimo y por tu futuro; olvidate del caso”, intentó sugerirle él. Ella, misericordiosa, lo miró con una mezcla de ternura y tristeza. Antes de despedirlo y volviendo sobre el expediente, le dijo: “Éste no es mi caso, es el caso de todas; está más allá de tu comprensión”.
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Llegó a su casa desahuciada y sin ideas; al abrir la puerta vio algo arrastrarse con el giro. Era una tarjeta que, por el logo, sería de su trabajo. Estaba invitada a la cena de camaradería en casa de gobierno. Sin sacar los ojos del papel, pensó: “Puedo obtener algo de estas fiestas jurásicas”. Soltó el maletín sobre el dressoir y caminó hacia la ducha.
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Entró al salón a paso firme, marcando su presencia en ese circo de hombres ambiciosos de poder rancio. El pelo recogido, un vestido marfil al cuerpo y la mirada sagaz en busca del espécimen más redituable para su propósito. Identificó al ministro de seguridad, ex comisario, ex informante, “ex”. Se acercó a su lado, tomó su brazo y suavemente le dijo: “El mundo se puede caer a pedazos y vos tan elegante”. Él, sin ver quien le hablaba, sonrió.
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“Si no te conociera, pensaría que estás buscando escalar”, dijo él, mientras le besaba la mejilla. “Me conoces bien; necesito tu ayuda”, respondió ella, con mirada imperturbable. Él, tomándola de la cintura y adivinando sus intenciones, la condujo hacia un sector reservado. “¿En qué puedo ser útil, después de tantos años?” preguntó irónicamente, aun sabiendo el propósito del encuentro. Sin rodeos, contestó: “Quiero encontrarlo”.
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En los ojos del masculino se adivinaba un brillo de nostalgia de tiempos pasados, excitantes e intensos; de aquellos que sólo son posibles cuando se vive atravesado por un amor revolucionario. En los de ella, en cambio, la nostalgia tomaba la forma de una bruma liviana, confusa. De ausencias y olvidos. Él lo sabía; causa y efecto.
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Esforzándose por no fallar una vez más, él tomó su mano y le dijo: “No es fácil lo que me pedís. Todos saben que lo buscás y ya tengo presiones. Salió sin cargos y lo protegen desde las sombras”. Viendo que su mirada se endurecía, agregó: “Te voy a ayudar y, si con ello pierdo todo, habrá valido la pena”. Ella, sin embargo, no sonrió.
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Mientras tanto, a cuadras de la fiesta, una secreta y áspera conversación tenía lugar: “¡Idiota! Tenés que desaparecer. Te está buscando y sabés que es peligrosa”. El asesino, recostado sobre un mullido sofá, vaso en mano y tres líneas sobre el vidrio, sonreía con soberbia satisfacción. Incorporándose replicó: “Dejala que me encuentre. Mejor. Conocerá lo que es bueno, esa perrita”. Y una sonora y desagradable carcajada inundó la habitación.
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La fiesta se desarrollaba entre sutiles engaños e hipócritas acuerdos. Nadie asistía a esa reunión tan prestigiosa sin llevarse un gajo para su propósito; ni se retiraba de la misma sin haber negociado una cuota de su dignidad. Ella, enfocada en su objetivo y lastimada en su orgullo, esperaba de él la información que redimiera, al menos por el momento, las ausencias del pasado. Él, solemne, habló: “Empezá por la gobernación y los acuerdos con las contratistas”. Y la música siguió....
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La pregunta rondaba en su cabeza: ¿Qué vínculos había entre un violador serial y empresas contratistas del gobierno? La respuesta, escurridiza, exigía acciones que transgredieran las normas. Sabía cómo hacerlo; se había preparado para ello.
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Usando sus más confiables contactos, logró identificar las principales cinco empresas contratistas. “Una visita íntima, siempre da buenos resultados”, pensó. Objetivo 1: Construcciones industriales. CEO: Don Carlos Spinoza. La noche cerrada auguraba tormenta. Mientras tanto, Spinoza recibía sexo bajo el escritorio. Una sombra fugaz surcó la tenue luz de la oficina, alterando la placidez del dominador. Su suerte estaba echada.
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La daga alcanzó superficialmente la garganta de Spinoza y un hilo de sangre arruinó el cuello de su camisa europea. “Andate!”, ordenó ella a la practicante y ésta corrió hacia la puerta sin mirar atrás. El Don respiraba entrecortado, con el cuello hacia atrás y el terror impreso en sus pupilas. La daga profundizaba su presencia en la piel; sedienta y justiciera. Ella preguntó al oído: “¿Quién protege al asesino de las mujeres?, ¿Qué negociado tienen con el gobierno?”. “Puta!”, escupió él, “Morirás como las demás”, concluyó, y la voz se diluyó con el gorgoteo de la sangre.
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La ausencia de respuesta la preocupó aún más que aquello que podría haber dicho su víctima, pero el engranaje no podía detenerse ya. Revisó papeles sin resultados y en vano tomó fotografías. No había indicios que vincularan sus intereses. Objetivo 2: Electropower S.A. CEO: Ing. Carmen Fourier. Una sensación de malestar comenzó a invadirla. No lograba identificar el origen. ¿Empatía?, ¿desigualdad?
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La casa de Carmen Fourier era imponente y a la vez sobria, fiel reflejo de su personalidad. Avasallante, pero con estilo. Esos detalles la hicieron dudar un instante, pero no debía nublar su enfoque. Deslizándose por la terraza, ingresó a la sala de juegos y, desde allí, a las habitaciones. Una luz tenue se observaba al final del pasillo. Carmen vivía sola, precio que debía pagar por diferenciarse en ese mundo hostil, agresivo y machista.
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Encontró a Carmen bañándose; el vapor inundaba la habitación y empañaba el espejo. Eso le facilitó ingresar y esconderse luego en el vestidor. Carmen salió confiada, envuelta en una mullida bata negra, y una mano la amordazó. Despertó dos horas más tarde, atada a una silla y todavía en bata. Tardó en reconocerse en esa situación. Fría como era, no se inmutó.
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Le disparó la misma pregunta que a Spinoza apenas Carmen la detectó. Instintivamente había decidido ponerse la máscara para no ser reconocida, algo que no se podía explicar a sí misma. Carmen calculó las repercusiones de las posibles respuestas, pero, como brillante estratega que era, decidió esperar. Ella no. Encendió el pequeño aparato que las conectaba a través de cables y subió la intensidad. El incipiente cosquilleo sobre el cuello de Carmen se convirtió en temblor y el espanto se apoderó del rostro. Movió las manos pidiendo hablar.
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“No sé quién sos, ni por qué estás metida en esto, pero te aseguro que está más allá de tu alcance”, afirmó Carmen. “Siete mujeres fueron violadas y asesinadas por un salvaje y sé que tiene que ver con empresas vinculadas con el gobierno. Entregámelo y te dejo libre” replicó ella. “Lo haría, también lo desprecio, pero es el costo que debemos pagar para sostener nuestro sistema, nuestro status”, continuó Carmen. Una descarga mayor contrajo sus músculos hasta desmayarla. Despertó dos horas más tarde, descompuesta. Ella tomó nuevamente la palabra: “La próxima te paraliza el corazón. Dame un dato”.
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“Buscá en Anestesia Nocturna Bar. El mudo Santana. Dale mi nombre”, informó Carmen, resignada. “Si no es verdad, vengo por vos”, sentenció. Y otra descarga la desmayó nuevamente.
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El celular vibró en el bolsillo del gobernador. De reojo visualizó el número, sin interrumpir la conversación que mantenía. Preocupado, pidió disculpas y se alejó. La voz de Carmen, entrecortada y oscura, se deslizó por el auricular: “Era una mujer. Quiere ubicarlo por los asesinatos. No dije nada, pero me preocupa”. “Dejalo en mis manos”, respondió sombríamente y cortó. Buscó en la agenda y marcó. Apenas atendieron, ordenó: “Visitó a Carmen. No confío en ella, seguro habló. Visitala, pero no dejes huellas”.
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El asesino entró confiado a la casa de Carmen. Se conocían; aunque ella le temió siempre. Una sonrisa diabólica se dibujó en el rostro vil y perverso del energúmeno. Ella intentó hacerlo breve, de pie en la entrada. Él, desagradablemente, caminó sin oír hacia la vitrina de bebidas. Se sirvió un whisky añejo y relamiendo su lengua luego de probarlo, se acercó a Carmen. “¿Hablaste con ella?”, preguntó amenazante. Intentando mantener una posición firme, ella respondió: “¿Por quién me tomás?”. “Por lo que sos, una sucia ramera”, respondió y soltó el vaso estrellándolo contra el piso. La noche se cerró tenebrosa, tal como la vida de Carmen.
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Parte Forense Nombre del individuo: Carmen Fourier. Género: femenino. Causa de fallecimiento: asfixia. Descripción: El cuerpo posee marcas en muñecas, piernas y entrepierna de elemento corto punzante (posiblemente alambre de púas). Violación con restos de semen y con algún elemento rígido. Asfixia por estrangulamiento. Hora aproximada del deceso: tres de la mañana.
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Sus informantes le habían adelantado los resultados del informe forense; esperaba con ansias que el caso cayera en su juzgado. Tenía allí suficientes pruebas como para guardarlo en la sombra hasta que se pudriera por todo lo que hizo. Pero la suerte le era esquiva y el caso recayó en el juzgado del perverso Dr. Hegui Larrat; corrupto, capaz de sumergirse en las profundidades del sistema infame y de manipular desde allí las más viles sentencias.
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“¡Hijo de puta!”, arremetió diciendo mientras ingresaba violentamente en el despacho del presidente de la Corte, “¡Cómo pudiste permitir que caiga en lo de ese delincuente, sabiendo todo lo que vengo luchando por esa causa!”, continuó. “Fue a sorteo. Conocés el procedimiento”, fue la lánguida y escueta respuesta del letrado. “¡Mentira!, sos un cagón... Pero esto no va a quedar así” sentenció y, al salir, cerró la puerta con violencia.
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Salió decidida a tomar las riendas del caso aunque clandestinamente y atravesando los obstáculos que se le presentaran. Su primera parada fue la morgue: allí le debían favores. Logró obtener del médico a cargo, viejo luchador de causas perdidas, el detalle del informe y, fundamentalmente, la verificación del ADN en el semen encontrado. Próxima parada: la oficina de Justina Miller. Profesión: periodista.
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Justina Miller era una periodista reconocida y en ascenso en el mundo de la prensa gráfica. Sus artículos siempre agitaban el avispero y, en más de una vez, habían acabado con promisorias y corruptas carreras políticas. La venía siguiendo en los últimos artículos y lo que más alimentaba su interés era su inclinación feminista en las editoriales más recientes. Llamó al despacho y una insulsa secretaria le informó que la periodista no se encontraba en el país y que regresaría en una semana. Maldijo por lo bajo, pero agradeció condescendiente. En su mente tuvo que reordenar los pasos a seguir.
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En el tiempo ocioso, recordó la sugerencia de Carmen: visitar al mudo Santana. Previamente, y como mujer pragmática que era, planificó su entrevista. Revisó todas las causas que lo implicaban y, aunque no tenía mucho, todos dejaban rastros que hubiesen pagado por ocultar. Ingresó al tugurio sin detenerse en la puerta de entrada. Seguida de cerca por dos matones, se dirigió a lo que distinguió como una zona vip. Allí, la atajó un urso con cara de bulldog. “Busco a Santana”, disparó ella mirándolo a los ojos. “¿Quién lo busca?”, la detuvo. “Una mujer peligrosa. Pregúntenle, tiene bien claro quién soy”, respondió desafiante.
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Al regresar del interior del bar, el urso le facilitó el ingreso, indicándole la zona oscura donde se encontraba Santana. Al verla llegar, Santana le indicó un asiento y bebida; ella descartó lo segundo. “¿Qué es lo que viene a buscar?”, tomó él la iniciativa. “Información para vincular los asesinatos con el gobierno”, aclaró ella. “Pierde el tiempo, no sé de qué habla”, la evadió. “¿Y del comercio con las nenas en Santa Marta?, ¿De eso sí sabe?”, contragolpeó con dureza. Santana se quedó mirándola fijamente y, acusando el golpe, se irguió en su postura relajada. Ella saboreó esa primera estocada.
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“Ese expediente está archivado”, argumentó él. “Pero no cerrado. Y alguien podría sutilmente hacerlo aparecer en el escritorio del juez Di María”, sugirió ella. “Muchos como usted han querido obtener información de mi parte, pero por algo me he ganado el apodo que llevo”, dijo él con suficiencia. Ella lo miró fijamente, con el rostro impávido y sin dar señales de haber comprendido el mensaje. Eso lo incomodó e, impaciente, se arrellanó en el asiento. Un movimiento veloz y certero nació de la cintura de ella y fue a dar al hombro de él; una daga se incrustó justo por debajo de la clavícula y, cuando él intentó liberar un grito de dolor, ella ya se encontraba encima y sostenía con su mano derecha la daga.
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Ante el gemido de dolor de Santana, el urso intentó abalanzarse sobre ella, pero una segunda daga tomó posición de ataque en dirección a la garganta del mastodonte; éste dudó un instante en continuar su avance. Viendo la situación, Santana se apresuró a levantar su mano y detener así, la marcha de su guardaespaldas. Él se detuvo y ella, mirándolo con dominio de la situación, decidió bajar el arma. Dio media vuelta y retomó la conversación con su víctima: “Tal vez ahora decida corregir su mudez”, lo animó ella. “Creo que puedo hacer una excepción esta vez”, concedió con resignación.
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Liberó a Santana de la daga y aguardó sentada en la mesa ratona, apuntándole por si tomaba una decisión errónea. Él, dolorido como estaba y sujetándose el hombro con una prenda, bebió un buen trago de su whisky que le ayudó a reflexionar sobre cómo seguir; no veía alternativas. Eligió ceder. “Mañana a la noche, cuando la ciudad duerma, vaya al parque municipal y busque debajo de la estatua del fundador. A partir de allí, no nos veremos nunca más. En caso de que se le ocurra volver por acá, no saldrá para contarlo”, sentenció con bronca. Y continuó: “¿Cómo sé que ese expediente no saldrá a la luz?”. Ella, casi de espaldas en dirección a la salida, respondió: “No se preocupe, soy una dama”.
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Encapsulada en un momento de soledad, observando a través de su ventanal la oscuridad de la noche, abrigada por la tensa calma que ésta le devolvía, un interrogante germinaba en su mente: ¿Sus asesinatos eran comparables con los del monstruo que perseguía? La respuesta le era esquiva, inquietante, culposa por su condición de jueza: No. No eran lo mismo, los de ella eran necesarios, útiles, justos.
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Con la seguridad que le brindaba la respuesta de su conciencia, y tomando recaudos para no ser vista, se dirigió al parque de la ciudad. Efectivamente, la metrópoli dormía, por lo que no tuvo inconvenientes en hallar al pie del monumento un pequeño sobre que contenía un pen drive. Sin perder tiempo, regresó a su casa con la ansiedad e inseguridad propias de una novata ante un examen. El cansancio y el sueño se habían esfumado, el pulso latía inquieto, el velo de la oscuridad se estaba por correr.
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Se preparó ansiosa frente a la notebook; la lentitud del arranque conspiraba contra su necesidad de saber. Al fin pudo insertarlo y una catarata de documentos se desplegó ante sus ojos. La sonrisa maliciosa se dibujó en su rostro. Transferencias, mails, depósitos; el entramado estaba allí, en su monitor. Por un instante tuvo miedo, se sintió frágil, solitaria; era un blanco fácil, debía proteger esa información y sabía cómo.
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Su tutor le había enseñado, meses antes de despedirse para siempre, el lugar de resguardo de toda la información secreta que protegía y formaba parte de la organización a la que pertenecían. En un banco especialmente elegido, de una localidad ignota, precisas palabras de un encriptado mensaje y la marca que le hiciera en el brazo al abandonar su custodia, permitían el acceso a una cámara especial dentro de la bóveda. Allí, en una caja forrada de terciopelo negro, dejó el pen drive y claras instrucciones de qué hacer en caso de que la eliminaran y no hubiera podido alcanzar su objetivo.
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Regresó de su viaje fugaz y, luego de imprimir toda la documentación que le facilitara el mudo Santana, se dirigió rápidamente al despacho de Justina Miller, corresponsal del diario Primicia. Amada por unos y odiada por otros, se destacaba en su trabajo por la tenacidad con que se dedicaba a los casos que investigaba. Ingresó al edificio luego de anunciarse y, al llegar, pudo distinguir lo que caracterizaba a esa mujer: un despacho aislado, todo vidriado y, en cada paño, un sinnúmero de papeles, rostros, gráficos, bosquejos, líneas de colores aquí y allá. Sintió empatía y sonrió.
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Golpeó la puerta y aguardó a que la viera. Cuando Justina levantó la mirada la identificó al instante y también adivinó el motivo de su visita. Le agradó que la hubiera elegido; su olfato periodístico le indicó que se involucraría en algo intenso, peligroso. La invitó a pasar y, apenas mediando un saludo, en sus miradas coincidió un brillo de búsqueda de justicia que no requirió de palabras que lo aclararan.
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Le explicó todo el caso que estaba investigando, desplegó sobre el escritorio todos los papeles que le había hecho llegar el mudo Santana, fue explícita en su necesidad de justicia y, por qué no, en el sentimiento de indignación que la embargaba. Justina, mientras tanto, oía en silencio, asentía, tensionaba su mandíbula. Como una gran predadora de la noticia, recreaba durante el relato la magnitud del enfrentamiento que se avecinaba; su excitación iba en aumento y, desesperadamente, su cuerpo y mente pedían el momento de actuar, salir al combate.
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Acordaron la estrategia de investigación de modo que no despertara sospechas. Justina haría lo suyo, con sus métodos, y ella continuaría trabajando en las sombras de la justicia y los suburbios. Se comunicarían en intervalos regulares, claramente establecidos y sin contacto personal, salvo que fuera de extrema urgencia o que el riesgo de los acontecimientos pudiera echar todo a perder. Así deberían continuar hasta que le diera la orden a Justina para publicar todo lo pactado. Pero los tiempos se acelerarían y dejarían marcas.
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Descansaba en su cama como hace tiempo no recordaba. Su almohada por fin se sentía mullida y las sábanas, frescas, suaves, acogedoras. Se adentró en un sueño poco común, onírico, pero a la vez cercano. Su “ex” la esperaba en un muelle que no conocía; su rostro, apenas iluminado por la luz escurridiza del atardecer, recibía la calidez de los últimos rayos de sol. No estaba segura de avanzar hacia él, pero la convicción en su mirada era un refugio que necesitaba y hacía tiempo que no tenía. Se veía irreal en tanta perfección, no percibía los límites del sueño. Estiró su mano hasta rozar la de él. En ese instante, una mano huesuda y húmeda cubrió su nariz y boca; se asfixiaba.
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Instintivamente, y por los años de entrenamiento riguroso, su cuerpo reaccionó en una maniobra de defensa que tomó desprevenido al agresor y pudo hacerlo a un lado. Aún en total oscuridad, saltó de la cama y se colocó en posición de ataque. No podía verlo, pero oía su agitada respiración. Algo en ese jadeo le resultaba desagradablemente familiar; sabía que era él. Ambos se excitaron con la posibilidad de terminar, de una vez por todas, esta historia que los unía. Pero ninguno animaba un movimiento: estudiaban sus posibilidades, sus ubicaciones relativas. El aire de la habitación se tornaba irrespirable.
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“Puedo sentir tu respiración, perra, y me resulta tan excitante…”, exclamó él, en un tono desagradable. Ella, en silencio y de espaldas a la cajonera de la habitación, buscaba a tientas alguna de las armas pequeñas que escondía para situaciones como aquella. Él blandía en su mano un cuchillo de gran hoja y se aprestaba a atacar. Aunque desconocía el sitio exacto de su oponente, el perfume que emanaba la piel de ella lo incitaba a actuar, a lastimarla y a lamerle las heridas, como lo había hecho con sus anteriores víctimas. Pero ésta era especial, única. Saltó al colchón y, apoyando el primer pie, se dio impulso hacia adelante para caer con todo su peso. El brazo izquierdo, con el cuchillo en alto, se suspendía amenazante.
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Ella, en el mismo instante en que sintió con sus dedos el filo de la navaja escondida debajo del primer cajón, alcanzó a ver en la hoja del cuchillo el reflejo de un haz de luz que se colaba por la persiana. En un movimiento circular con su mano derecha, sacó la navaja de su fijación, giró y flexionó sus rodillas hacia la izquierda y, habiendo descendido unos centímetros de su posición original, esquivó el descenso tajante del cuchillo y cortó velozmente el brazo de su adversario. Con la misma inercia, rodó hacia la puerta del baño y se apoyó de espaldas a ella, esperando un nuevo ataque.
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El ataque nunca llegó. El asesino de las mujeres, superado por ese ágil e imprevisto movimiento, fue víctima de una sensación de temor e inseguridad, que se amplificó cuando reconoció en su brazo izquierdo una herida sangrante por el profundo corte. Poniéndose rápidamente de pie, se dirigió hacia la puerta del dormitorio que, al abrirla, dejó ingresar un haz de luz por el pasillo, que marcó el perfil de su rostro transpirado y desencajado. Antes de salir, y a contraluz, dio media vuelta y chilló: “Eres una perra mugrienta; esto no termina acá. Estás muerta.” Y descendió escaleras abajo hasta que los pasos se perdieron en la noche. Ella sonrió satisfactoriamente; no había más tiempo que esperar. Apenas amaneciera, emitiría dos mensajes en paralelo que harían desestabilizar el futuro por venir.
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El sol despegaba ya del horizonte y el teléfono de Justina Miller oficiaba de despertador inquieto. “¡¿Hola?!”, respondió intrigada. “Justina, soy yo. Es momento de largar la noticia”, le indicó. Justina, confundida por el abrupto despertar y por lo preciso de la indicación, titubeó al preguntar: “¿Estás segura?, no tengo todo armado y me restan algunas cuestiones por chequear”. Una fracción de silencio se apoderó del espacio telefónico; “no importa, es ahora. No hay más tiempo”, sentenció. La comunicación se interrumpió de golpe; Justina quedó con el móvil en la mano. Ya no podía dormir, su mente comenzó a imaginar las posibles repercusiones. Habría que protegerse de lo que estaba por venir.
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Mientras mantenía la conversación con Justina, subía apresuradamente los escalones del juzgado. A la segunda movida no la consideraba tan contundente, pero sí necesaria: impondría una denuncia penal en contra del asesino, argumentando su presencia aquella noche en la casa y el intento de homicidio. Como especialista en el tema, sabía que las pruebas eran buenas pero no definitivas. Y, dependiendo de dónde cayera el caso, el resultado podía ser ambiguo. Pero los efectos que preveía estaban por venir, se complementaban catastróficamente con lo que se avecinaba.
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A través de sus contactos en el juzgado, rápidamente, se realizaron los análisis de la sangre remanente en la navaja y la toma de huellas en la habitación. Sólo un día fue necesario para dejar en evidencia al propietario de todos esos rastros y, dada su anterior estadía en la cárcel, la orden de detención fue emitida al instante. El primer paso estaba dado; sólo restaba aguardar su efectividad. Justina, por su parte, ya tenía redactada la noticia; sería portada e informe principal del periódico. Tras varias discusiones con sus superiores, especulaciones e incertidumbres por la repercusión del contenido, finalmente primó el sentir periodístico. El segundo paso también estaba dado.
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La noticia inundó los medios, alcanzó las calles, las confiterías, las conversaciones intrascendentes de los individuos sociales. La política agitó sus aguas turbias y arremolinadas; en vano fue querer desentenderse de aquellos salpicados. Justina no salía de su asombro y se envalentonaba con el transcurso de los acontecimientos. Era ahora o nunca; sentía en la ebullición de sus venas el vértigo de estar ante un momento histórico del periodismo. El temor también se confundía con la arrogancia del orgullo inmediato. Mientras tanto, y en otro sector de la ciudad, una notebook dibujó una parábola hasta estrellarse y fragmentarse en pedazos contra la pared de un despacho; la furia sometía al poderoso.
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La secretaria, al oír el estruendo, se asomó por la puerta. Un vaso de vidrio estalló por encima de su cabeza, convenciéndola de que retirarse era una decisión acertada. Sin embargo, los insultos atravesaban los límites del despacho. Un fax urgente aguardaba a su objetivo en el escritorio de la secretaria: una copia borrosa de la orden de captura del hermano se materializaba como una estocada definitiva. La duda respecto de entregar el papel invadió el férreo espíritu de la secretaria. Finalmente decidió hacerlo sutilmente: lo deslizó por debajo de la puerta y desapareció.
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Un teléfono agitó el saco del presidente de la corte: “¿Qué mierda significa esta orden?”, cuestionó duramente la voz del gobernador. “Tenemos un acuerdo y más vale que lo mantengas”, agregó y aguardó la respuesta en un silencio amenazador. Titubeante e inseguro, el presidente respondió: “No lo olvido. No te preocupes, yo me encargo”. La comunicación se interrumpió abruptamente y dejó al presidente desarmado y confundido con la mirada perdida en la pantalla negra del celular, como una paradoja del destino que le esperaba. Mientras, Justina decidía redoblar la apuesta y se apersonaba en el despacho del gobernador.
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Aturdido por el llamado, el presidente de la corte irrumpió bruscamente en la oficina de la jueza. Ella, levemente sorprendida por lo estridente del ingreso, le dirigió una mirada curiosa pero impasible; su percepción le indicaba que no era momento de mostrar afinidad. “¡Vos estás loca!”, gritó nervioso. “¿Qué buscas?, ¿que todo reviente y comience una guerra? ¡Terminá ya con esta farsa!”, le ordenó furioso. “Busco justicia o, ¿no es eso a lo que nos dedicamos?”, lo provocó sarcásticamente. “Te estás hundiendo sola. Hasta acá te sostengo; si seguís con esta maniobra, me verás en la vereda de enfrente”, concluyó él. Ella, levantándose lentamente, con las manos apoyadas en el escritorio y sin quitarle la mirada, le respondió: “No te preocupes, no estoy sola. Me acompañan siete mártires”.
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Justina se anunció en el despacho ante la incrédula mirada de la secretaria, que aún seguía asustada por los últimos acontecimientos. Temerosa, golpeó la puerta e ingresó la mitad de su cuerpo; el gobernador estaba de espaldas a la puerta, mirando la ciudad desde el ventanal. La secretaria le indicó que la periodista solicitaba entrevistarlo y quedó aguardando la respuesta. Durante segundos, que se convirtieron en eternidad, el gobernador meditó sombríamente las consecuencias de aceptar el desafío; finalmente se decidió, dando la orden con el movimiento ascendente de su mentón. Justina ingresó a paso firme, impregnando el ambiente con un perfume dulzón que repugnó al gobernador. Éste la recibió de pie, en silencio y con una expresión dura en su rostro.
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Extendiendo su mano derecha hacia el sofá, la invitó a sentarse y Justina, decidida, aceptó. “No esperaba la visita de la prensa” inició, soberbio, el gobernador. Justina, haciendo caso omiso a la provocación, respondió: “Resulta extraño que no nos esperara, dados los últimos acontecimientos”. “¿A qué se refiere?”, interrogó el entrevistado con incredulidad. “A la información que lo vincula a usted con hechos de corrupción, provenientes de la obra pública”, aclaró Justina y continuó: “¿Acaso asegura desconocer el informe del periódico con todos los datos, referencias y detalles que lo asocian con las empresas contratistas de su gobierno?”. La expresión del hombre se endureció y, en vísperas de retomar el mando de la conversación, replicó: “Son todas mentiras, especulaciones. ¿Acaso tiene pruebas de lo publicado?, ¿O es usted un títere más del amarillismo mediático?”. Una punzada de indignación invadió a Justina, obligándola a jugar una carta desafiante: “Transferencias entre cuentas, mails y detalles de llamados, le dan forma a mi amarillismo”. El rostro del gobernador se tornó pálido y su mirada se ensombreció.
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Tomando unos segundos para reponerse, el gobernador se adelantó en su asiento y, dirigiendo una mirada penetrante a su entrevistadora, le preguntó: “Estimada: ¿Alguna vez sintió terror en su vida?”. Justina, sin procesar correctamente lo que había oído, respondió: “Como toda persona normal, por supuesto que he sentido miedo; eso me hace más humana”. Satisfecha con su respuesta, y creyendo que continuaba incomodando a su entrevistado, también se adelantó en su sitio. Él, sonriendo de lado, maliciosamente, se echó sobre el respaldar antes de contestar: “Yo nunca mencioné la palabra miedo. El miedo lo pone a uno en alerta, activa su sistema nervioso para actuar instintivamente. El terror, por su parte, paraliza, anula; lo convierte en una presa fácil”, concluyó satisfecho y amenazante. Justina, al oír la frase, comenzó a sudar frío; sintió la angustia apoderarse de su comportamiento.
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“Podrá amenazar, extorsionar o violentar a cada uno de los que muestren la corrupción que usted personifica, pero lo que nunca podrá es silenciar la voz de las que buscamos justicia”, sentenció Justina, haciendo un esfuerzo por que su voz se mantuviera firme. Y continuó: “Después de esto, su carrera está acabada. Aunque ponga en acción su red mafiosa, no podrá cambiar el curso de los acontecimientos. Su destino es inexorable y el de su hermano también”, concluyó tajante. Ante estas últimas palabras, y sin dejar de observarla, el gobernador se puso rígido en su asiento. Se levantó lentamente y caminó hasta el ventanal; de espaldas a Justina, le dijo: “La entrevista ha terminado”. Ella tomó sus cosas y, mientras se dirigía hacia la puerta, él agregó: “Yo soy el único dueño de mi destino; y tal vez del suyo también”. Justina, estremecida, apuró el paso al salir.
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La oficina de la jueza vibraba alborotada al compás de la orden de captura librada sobre el asesino. Ella, envuelta en un torbellino de ansiedad, programaba el accionar que debía llevar a cabo la policía para detenerlo. Esta vez no podía fallar. Tenía certeza absoluta sobre el lugar que tenía que allanar, el protegido escondite que lo cubriría por última vez. Podía sentir el aroma dulce de la justicia en el aire de su despacho. Tomó su maletín y salió decidida hacia el pasillo que la comunicaba con el playón en donde esperaban los oficiales; en su determinación, chocó contra el presidente de la corte, que la aguardaba afuera. En un último intento desesperado, él la tomó por los hombros: “No lo hagas”, le suplicó perturbado y con temor en sus ojos. “No me vas a detener. Sé dónde está y hoy se hará justicia”, respondió resuelta. Lo evitó y continuó su marcha. Él la observó irse y, apesadumbrado, tomó el celular.
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“Se dirigen hacia la cueva. No pude detenerla”, informó resignada la voz del presidente por teléfono. “Siempre fuiste un cobarde; incapaz de ejecutar las acciones que requieren pelotas. Dejalo en mis manos; de ahora en más estás solo”, sonó glacial la voz del gobernador antes de cortar. El presidente de la corte supo en ese instante que su futuro político estaba arruinado y, con ello, el sentido de su vida; sólo restaba una simple acción que ejecutar. Mientras tanto ella, junto a una veintena de policías, arribaba estrepitosamente al domicilio que protegía al asesino. El dato y las descripciones, brindadas anónimamente para la justicia por su Ex, resultaban exactas con el lugar que se erigía ante ellos. Ella sonrió de satisfacción como hacía tiempo que no le ocurría y, mirando fijamente al jefe de la policía, dio la orden de ingresar. El más robusto de ellos derribó la puerta de la guarida y ella fue la primera en ingresar. Una imagen provocadora e inquietante se desplegó ante su incrédula mirada.
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No podía creer lo que veía. Atónita, inmóvil, como si la energía de su cuerpo hubiera sido succionada por el vacío que generaba la representación que tenía delante. La vivienda estaba oscura, tenebrosa, desagradable; angustiosamente vacía. Y lo que más desolación e indignación le provocó fue la sucesión de imágenes en fotocopias de cada una de las mujeres asesinadas y violadas; decenas de ellas, todas repetidas, todas manchadas con sangre todavía húmeda. Nuevamente ultrajadas, sin piedad ni siquiera en las fotografías. Un remolino de furia se apoderó de su ser y, hastiada por un nuevo fracaso, emitió un desgarrador grito de venganza, al tiempo que despegaba una a una las imágenes. Los policías y secretarios se mantenían inmóviles a su espalda; ninguno se atrevía a intervenir en la escena. Ella sabía que la habían traicionado informando acerca de su incipiente llegada a la guarida y sabía quién lo había hecho; ya se ocuparía de él a su debido momento. Era tiempo de reorganizar la ofensiva, pero esta vez la llevaría a cabo con un método distinto. Ya no quedaba margen para las formalidades ni para los reglamentos. Dio media vuelta y, dejando a todo su equipo desconcertado, se marchó caminando calle abajo. Estaba sola en esto.
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Los últimos días de Justina habían sido febriles. Luego de la confusa entrevista con el gobernador y las repercusiones del caso en los medios, apenas si había encontrado un espacio para reflexionar sobre todo lo que había sucedido y, fundamentalmente, lo que presentía que estaba por venir. Ya en su departamento, se liberó de los zapatos y, sintiendo la presión de su piel sobre el parquet, se dirigió al pequeño bar que tenía en el living. Tomó la vieja botella de ron, regalo de su anterior y admirado jefe, y se sirvió una buena medida. Sintió sus músculos relajarse y sus párpados descender levemente; el cansancio de los últimos episodios agitados se adueñaba de ella. El celular interrumpió el instante de ensoñación: “¿Hola?”, atendió desconcertada. “Justina, soy José Plitzer, de la Asociación de Periodistas”, se presentó la voz. “Quería comentarte, informalmente, que tu investigación reciente tiene serias chances de ganar el premio principal de este año”, agregó. Justina, inmóvil y sin poder articular palabra, esbozó una sonrisa de satisfacción.
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“Justina, ¿estás ahí?”, consultó curiosa la voz. “¡Sí!, acá estoy”, respondió; “Sólo que no creo lo que estoy oyendo”, agregó entusiasmada. “Todavía es preliminar, pero realmente no creo que algo pueda superar la trascendencia de esta investigación. Te felicito y continuá por esta senda. Nos hablamos.”, saludó la voz. “¡Por supuesto!, gracias y a su disposición”, finalizó cordialmente Justina. Quedó pensativa, regocijada; como en un sueño del que no quisiera despertar. Imaginaba la felicidad que tendría su madre, impulsora y guía en los inicios de su profesión. Decidió llamar a quien había confiado en ella y la incentivó a arriesgarse en tan peligrosa aventura. El teléfono sonó tres veces: “Hola, soy yo, Justina. ¿Podés hablar?”, preguntó y, sin aguardar, agregó: “¡No sabés el llamado que recibí recién!, la investigación es seria candidata al premio anual de periodismo”, agregó efusiva. Ella, en una mezcla de alegría y tristeza, escuchó pacientemente el logro de Justina. Y tomando aire respondió: “Me alegro mucho por vos y lo vas a lograr, pero aquí las cosas no salieron muy bien. Le informaron sobre nuestra llegada y volvió a escapar. La situación es complicada. Cuidate mucho Justina”, concluyó con pesar. Al vibrar el aire con esas últimas palabras, el filo de una hoja atravesó, cobardemente, la espalda de Justina. El celular cayó al piso y la voz continuó esparciéndose en el ambiente, ya sordo y mezquino. “¡Hola!, Justina, ¿me escuchás?”; “Hola, hola...”
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El asesino, mientras su mano izquierda sostenía la empuñadura firmemente, cubría con la derecha la boca de Justina. Inicialmente, el cuerpo de la periodista se había rigidizado por la sorpresa pero, a medida que perdía fuerzas, se relajaba permitiendo al criminal recostarla en el piso, todavía con vida. Justina lo miraba con lástima y una mueca de satisfacción se adivinaba en sus labios. Había alcanzado el objetivo de su vida y nadie podría arrebatarle ya esa conquista. Menos él; ese ser despreciable y ausente de todo sentimiento de coraje y pasión. Se dejó caer sobre el piso, mientras sostenía la mirada fija en esos ojos vacíos y cargados de resentimiento. “Lo que has venido a buscar, ya se ha ido”, inició ella la conversación. “Te llevarás mi cuerpo, pero yo seguiré viva en la investigación que los hundirá a vos y a tu hermano”, sentenció. La mirada del asesino se oscureció y se convirtió en un reflejo de furia. El teléfono seguía emitiendo sonidos; él lo tomó y dijo con desdén: “Esta perra ya no continuará metiéndose en donde no le incumbe; y ahora seguís vos y esta vez será definitivo”, dijo por el altavoz. Del otro lado, el silencio dominó el tiempo y espacio. Al final se oyó: “No te preocupes, que seré yo quien vaya a buscarte”, y la comunicación se cortó.
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Ira. Angustia. Ansiedad. Reflexión. Calma y enfoque. Planificación. Preparación y acción. Objetivo: muerte.
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La muerte de Justina la había desenfocado en un principio; todo su ser se rebelaba sumido en una ira que le costaba reconocer, dominar. Procuró no dar pasos impulsivos que la dejaran expuesta ante sus enemigos y ante la opinión pública. Debía repensar sus movimientos, actuar con sigilo y sabía que para ello tendría que convertirse en una sombra, ser invisible. Antiguos fantasmas volvieron a su mente; actuar nuevamente en la noche, ejecutar las acciones aprendidas en su juventud. El rostro de su tutor tomó forma espectral en el ventanal de su casa. Él, o lo que su caprichosa imaginación le dictaba, parecía aprobar lo que estaba por venir. Sintió en su interior el fuego de la decisión tomada, de la adrenalina recorriendo su cuerpo clamando justicia. Apoyó el vaso sobre la mesa de vidrio y, por última vez, miró nostálgica la imagen que se proyectaba difusa en la ventana. Se dirigió hacia el placard de su habitación y activó la contraseña en el panel numérico. Éste se abrió desplegándose hacia ambos lados; el traje y las armas la recibieron expectantes.
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Se vistió lentamente y cada segundo que transcurría durante ese proceso proyectaba en su mente una sucesión de recuerdos de momentos pasados. Sabía íntimamente que, luego de esto, no habría vuelta atrás; tendría que buscar nuevos horizontes, construir una nueva vida. Pero acaso, ¿no era ese el precio que siempre supo que debía pagar por ejecutar lo que consideraba la verdadera justicia? Lo sabía y ese sentimiento confirmaba aún más sus acciones. Desplegó las armas sobre la cama, las observó detenidamente; una a una las registró y verificó sus mecanismos. Orgullosa de sí misma, las desarmaba con la misma pericia con que las volvía armar. Siempre se había destacado en eso y, aunque con poco entusiasmo, su tutor le había reconocido el talento. El rigor era parte de la enseñanza. Se paró delante del espejo como en una especie de despedida de sí misma; vio la imagen de aquella joven sin futuro vestida así por primera vez y sonrió. Había pasado demasiado tiempo, demasiadas cicatrices, todas ellas latían con fuerza, como si fueran la voz en la piel de las ocho mujeres asesinadas. Tomó aire, sopesó por última vez el bolso con las armas y salió de su casa. La noche dormía profundamente.
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Reflexionó en el auto hacia qué lugar dirigirse; todavía conservaba algunos informantes entre los callejones, pero el riesgo de que alguno de ellos se corrompiera y vendieran su ubicación y lo que estaba averiguando, resultaba demasiado alto para el estado de los acontecimientos. Eligió entonces regresar a la guarida del mudo Santana. Aunque seguramente no resultaba del agrado de ambos, era el único que le podía brindar un dato preciso sobre la ubicación del asesino y así terminar con esta carnicería. Pero, primero, debía organizar una ajustada coartada; ella era una figura relativamente conocida y la muerte de Justina la había expuesto aún más. Decidió alejarse por un tiempo de su casa y actuar desde un hotel en las afueras. A primera hora de la mañana llamaría a su secretaria aduciendo que un familiar lejano presentaba graves problemas de salud y que, en consecuencia, se ausentaría por unos días. De todas formas, la causa estaba en un punto muerto y no tendría el aval para continuarla. Ello, aunque la enfurecía, se presentaba como una aceptable distracción. Le habían enseñado que este tipo de trabajos se ejecutaban de noche, porque, como repetía su tutor, el mal se muestra de día, pero actúa de noche. Encendió el motor y encaminó el auto hacia los barrios bajos. En sus ojos se leía una determinación animal.
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Estacionó el auto a una distancia prudente para no ser vista desde el tugurio. Apagó el motor y se tomó unos minutos para ordenar la estrategia que lo hiciera hablar a Santana; no resultaría sencillo, dado que no tenía mucho que ofrecerle y, en su última visita allí, lo había dejado bastante en ridículo. Decidió jugarse la única carta que la convencía y, con el maletín en mano, se dirigió rumbo a la puerta. Allí aguardaba el urso, que apenas la vio venir, modificó su postura y tensionó los músculos del cuello. “Acá no es bienvenida”, le espetó como saludo. “¡Váyase!”, le ordenó con un movimiento hacia adelante del mentón. “Lo sé”, dijo ella, “pero tengo un negocio para ofrecerle a Santana”, agregó. El urso dudó un instante pero, si resultaba de importancia, su jefe no lo iba a perdonar fácilmente. “Espere acá”, le indicó con un ademán hacia el piso, e ingresó al club. Cinco minutos después regresó y la condujo hacia el interior. Esta vez, a una oficina pequeña y en penumbras; allí, sentado, detrás de un escritorio de madera y cuero, la esperaba Santana. “Si no recuerdo mal, la última vez acordamos que no volveríamos a vernos, o uno de los dos no iba a salir vivo de aquí”, inició él la conversación. “Por lo que me surge un interrogante: O usted es muy optimista sobre sus virtudes o, definitivamente, una loca inconsciente”, agregó. “Ambas”, respondió ella, escuetamente. “Pero esta vez vengo a ofrecerle un negocio, del que nos beneficiaremos mutuamente y por el cual viene esperando hace un tiempo”, concluyó. Santana la miró con recelo, pero algo le indicaba que debía seguir escuchando.
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“Te escucho”, dijo él, con visible brusquedad. “Asumo que estás absolutamente al tanto del estado de las cosas en relación con el caso de corrupción del gobernador y mi fallida persecución de su hermano asesino”, relató ella a modo introductorio. Santana asintió con un leve descenso de su mirada y, de este modo, ella continuó: “Por lo que estoy acá para que me des un dato cierto que me permita terminar con esta escalada de muerte. Luego, desapareceré definitivamente” concluyó y aguardó la respuesta. Un incómodo silencio inundó la atmósfera del lugar. Santana se irguió en su asiento y, juntando los dedos de sus manos, preguntó: “¿Y qué obtengo a cambio? Por lo que veo, ese dato sólo te beneficiaría, sin obtener yo nada a cambio”. Ella esperaba esa pregunta; o, mejor dicho, era la única pregunta de la que tenía una respuesta para ofrecer. “Según lo que me informan mis fuentes, y a partir de los últimos acontecimientos, tu negocio se ha vuelto poco confiable y eso resulta muy inconveniente en este rubro, ¿me equivoco?”, lo interrogó. Una mueca de malestar se dibujó en su rostro. “Continuá”, le indicó él. “Te propongo reordenar nuevamente la distribución de poder en tu negocio, que vuelvas a tener las riendas de lo que sea que hagas en este antro; yo haré el trabajo sucio. Y, para eso, necesito que me des una ubicación”. Santana nuevamente se recostó en el respaldo de la silla, pensativo. ¿Confiar en esta mujer?, pensó. Sabía que ponía mucho en juego dando una información como esa, pero también era cierto que los negocios iban mal y se debía en gran parte a esos dos personajes. Finalmente tomó una decisión: “Sigue la pista de las autopartes”, le indicó. Dicho esto, hizo un gesto de saludo y se retiró hacia la oscuridad.
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Bastó que Santana le mencionara la palabra autopartes para que en su mente se desplegara un cúmulo de recuerdos de aquella causa, que llegara a sus manos en sus comienzos en la justicia. Fue uno de los primeros casos en que, con valiente ingenuidad, aprendió el oficio de la investigación y la búsqueda de pruebas en el sórdido mundo de los suburbios. Pero también aprendió lo que significaba enfrentarse ante un angustioso fracaso. Una vez que hubo alcanzado un avance crucial en la investigación, donde comenzaban a repetirse nombres y métodos, el caso le fue arrebatado por el entonces presidente de la corte y consecuentemente archivado. Protestó, sí, pero era apenas una joven promesa, sin respaldo ni contactos. Habían pasado muchos años, muchas causas, peores traiciones, pero los nombres seguían en algún lugar de su memoria y ahora volvían a la luz. El gobernador, en sus tiempos de simple puntero político, tenía un negocio de autopartes exitoso, con el que financiaba las campañas del candidato oficialista; ese había sido su trampolín para el cargo que ahora ocupaba. Hacía años que no se lo vinculaba más con el rubro y es por ello que, posiblemente, su mente había descartado cualquier conexión con los hechos recientes. También recordaba que poseía unos galpones en el puerto en donde, supuestamente, comerciaba otros bienes que no la habían dejado terminar de investigar. Era un buen sitio para volver a examinar y, tal vez, serviría para cerrar también aquella herida de juventud.
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Sabía que el puerto era un predio muy grande, repleto de galpones y sectores de guarda y logística y su distribución, bastante confusa. Le tomaría demasiado tiempo recorrer cada uno de esos lugares, con el riesgo de ser descubierta o, peor aún, exponiéndose a una muerte segura. Debía emplear el factor sorpresa a su favor y para eso tenía que llamarlo. No le gustaba molestarlo porque sabía que él lo tomaría como un intento de acercamiento y, aunque a ella no le desagradaba, tenía plena conciencia de que no era el momento para un nuevo comienzo. Ni siquiera había evaluado si era lo que realmente deseaba. Pero el objetivo estaba claro y él, en la fiesta, se había ofrecido a colaborar. Llamó: “¡Hola!, que agradable sorpresa recibir tu llamado”, dijo él. “Siento molestarte, pero necesito tu ayuda con un dato y es probable que haya que indagar hacia atrás en el tiempo”, le comentó solícita y agregó: “¿Podrás conseguirme información acerca de cuál era el galpón de autopartes del gobernador?”. Él reflexionó un instante y respondió: “No preguntaré en qué estás metida, porque sé que no me lo dirás. Te conseguiré ese dato y te llamaré. Pero a cambio te pido que te cuides para que, cuando termines con tu aventura, me brindes una tarde de tu tiempo para que disfrutemos de un café en el bar de siempre”. Ella, sabiendo que este pedido podría hacerse efectivo, replicó: “Acepto, pero sin presiones, la fecha la elegiré yo”. Ante el inocultable deseo y la desventaja en la negociación, él decidió aceptar. Cinco horas más tarde, y con el sol derritiéndose en el horizonte, él llamó: “Es el galpón RS205. Suerte; espero tu llamado”. Ella agradeció el dato y se mantuvo pensativa durante un instante en el auricular; finalmente decidió cortar. Era momento de actuar.
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Mientras aguardaba que la noche profunda se apoderara del tiempo, aprovechó para disfrutar de un baño de agua caliente y tenderse en bata sobre la cama austera del hotel; en momentos previos a operaciones de riesgo, siempre se había dado la oportunidad para relajarse y distraerse con los programas más insólitos de la televisión. Encendió el diminuto aparato que colgaba del techo y comenzó a conmutar los canales sin prestarles atención. De manera inconsciente, o porque una imagen conocida llamó su atención, se detuvo en un canal de noticias. Allí, primero en el zócalo y luego a pantalla completa, aparecía el nombre del presidente de la corte, acompañado con una fotografía de los últimos días. Se lo veía ojeroso y agotado. La noticia: “Hallan ahorcado al presidente de la Corte Suprema de Justicia”. Ella, consternada, cubrió la boca con su mano; los ojos se le cubrieron de lágrimas y su mano, libre, apretó con fuerza el control remoto. Como en un trance, continuó viendo el programa, en el que ampliaban el momento y las condiciones en las en que fuera encontrado el cuerpo y esgrimían argumentos acerca de los motivos del supuesto suicidio. Entre ellos, destacaban que al juez se lo veía desde hacía un tiempo presionado por la causa que vinculaba al gobernador en casos de corrupción con empresas contratistas y se lo señalaba, en los pasillos de tribunales, como el operador que permitía que la causa no avanzara. La periodista también informaba que, en las últimas horas, el caso estaría en manos del juez Di María, de probada reputación en anteriores causas de corrupción. Al oír esto, un suspiro se filtró a través de sus labios. Tal vez, la muerte de Justina no hubiera sido en vano y recibiría algo de justicia.
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Apagó el televisor y su mirada se reconoció en el espejo oval que estaba frente a ella, debajo del aparato. Se observó con curiosidad, como si la de enfrente fuera otra persona. Recién ahí tomó conciencia de que una lágrima había bajado por su mejilla; ese signo la retrotrajo a la realidad. Se secó con la bata y se levantó de un salto; ya no quería dejar lugar para los sentimientos. Cometería una distracción fatal si les daba espacio en los momentos que estaban por venir. Se colocó el traje, tomó el maletín y, dando una última mirada nostálgica a la habitación, cerró la puerta y enfrentó la noche. Ésta la recibió con una brisa suave y fresca; se le antojó ligera y cargada de una estimulante energía, aunque no sabía si no era un deseo nacido de su inconsciente. Subió al auto y condujo hacia el puerto. Conocía algo de su distribución, por lo que se acercó por el lado más oscuro y de menor movimiento. Se aproximó al alambrado con las luces bajas y a mínima velocidad. Estacionó detrás de unos contenedores viejos en desuso y aguardó a ver si su llegada había generado repercusiones de algún tipo. La noche seguía calma, como a la expectativa de que sucediera algo que la saque de su somnolencia. Bajó del vehículo y, luego de prestar atención a los sonidos nocturnos, saltó el alambrado perimetral para iniciar la búsqueda en el interior.
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Caminó durante varios minutos entre galpones y contenedores; apenas dos guardias cruzó en todo su recorrido y ninguno de ellos percibió una anormalidad que los distrajera de su trivial conversación. Aunque la noche era cerrada, se fue acostumbrando a distinguir los códigos pintados en cada uno de los portones. Sobre el final de una línea de ellos, distinguió algunos que se percibían como de los más antiguos del predio, identificó su objetivo. Aunque desgastada y levemente corroída, pudo descifrar la nomenclatura buscada. Aguardó un instante y recorrió el perímetro en proceso de reconocimiento y precaución ante eventos no previstos. Si él se encontraba en su interior, debía entonces manejarse con extrema cautela. En lo alto del lateral del tinglado, una fila de pequeñas ventanas se distribuía en espacios regulares que invitaban, por su precariedad estructural, a ser utilizadas como lugar seguro para inspeccionar el interior; eventualmente, podría servir como portal de acceso, si la pesquisa resultaba satisfactoria.
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Usando de apoyo una serie de estructuras oxidadas y un viejo contenedor, pudo posicionarse a la altura de las ventanas. Aunque pulidas por años de olvido, algunas de ellas todavía permitían distinguir los detalles del galpón. La quietud era completa y el silencio, abrumador. No había luces encendidas, ni velas, ni mobiliario; no había indicios de presencia humana allí dentro. Tanteó cada uno de los marcos y, eligiendo aquel que permitía su apertura y daba muestras de no emitir un chirrido que la pusiera a descubierto, ingresó sigilosa, aguardando agazapada en la cabriada más cercana.
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El hangar se mostraba silencioso, dormido. Descendió por la columna metálica, con una destreza que evidenciaba un pasado atlético y entrenado. Una vez en el suelo, se tomó un tiempo para sentir el espacio, percibir sonidos, reconocerlos y verificar que no hubiera riesgos latentes. Constató que no, que el lugar estaba vacío. Más relajada, pero sin descuidar la atención, caminó sin rumbo fijo, observando a su alrededor las paredes descascaradas, los charcos inmundos de años de estanqueidad, sin rastros de presencia humana desde hacía varios años. Molesta y abatida por un dato más que no arrojaba ningún resultado satisfactorio en su búsqueda, se detuvo un instante a evaluar su angustiante presente; ya no lo quedaban informantes, su trabajo ya no tenía un significado, “¿para qué seguir?”, se preguntó. Mientras dejaba ir su mirada a un infinito impreciso, una pequeña luz en un recodo del galpón llamó su atención y la sacó de su depresión. Algo le indicaba que valía la pena investigarlo y, en caso de ser sólo un reflejo del exterior o su imaginación buscando un rastro, abandonaría su cacería para siempre y replantearía su futuro.
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Avanzó lentamente, manteniendo la vista fija en el imperceptible resplandor del fondo. A medida que se fue acercando al final del hangar, percibía que la estructura no terminaba allí, sino que había como un anexo que se extendía más allá desde donde provenía el tenue fulgor que despertaba su curiosidad. Cuando arribó al estrecho acceso, constató que el pasillo, desprolijo y rústico, era un agregado a la estructura original que no respondía a la construcción de las demás partes. Fue por ello que no lo había detectado desde lejos. Con cautela, ingresó y caminó hacia lo que parecía una pequeña habitación en el fondo; sus músculos se tensaron y, concentrándose, agudizó sus oídos para percibir hasta el más mínimo detalle. Todo era un silencio inquietante. Al llegar al umbral, observó que la luz provenía de una débil vela y que también había una cama deshecha. Esa imagen le advirtió que hubo o había presencia humana e instintivamente se posicionó para recibir un ataque. Pasaron un par de segundos, pero nada pasó; aun así no podía descuidarse ni por un momento. Con esa postura ingresó al cuarto y, al girar hacia una de las paredes, su corazón empezó a latir con intensidad. Nuevamente, múltiples fotografías de las mujeres asesinadas estaban adheridas al muro; incluso la de Justina que, en su furia, le arrancó una lágrima.
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Angustia, rencor, odio, venganza; todos sus sentimientos de ese momento frente al inhumano y cobarde collage. Se acercó a las fotografías, que tantas veces había visto en los expedientes, y acarició cada una de ellas; las recorrió con sus yemas, mientras imaginaba, tristemente, las vidas que podrían haber llevado esas mujeres. Sus logros, los amores y desamores que las habrían hecho sentir vivas; las hijas, nietas, todas reclamaban con un grito desde un futuro que ya no sería. Sintió lo que tantas veces escuchó decir como una analogía: su corazón se estrujaba, se retorcía por el dolor del futuro perdido y su incapacidad de hacer justicia. Su cuerpo y mente, desenfocados del entorno, no le permitieron sentir la mano huesuda y húmeda que se deslizaba por atrás y le sujetaba fuertemente la cara, mientras la otra le hacía una llave por la espalda, dificultándole su movilidad.
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Torciéndole la muñeca, obligó a que soltara el maletín, pateándolo entonces hacia un extremo de la habitación. Por lo inesperado del ataque y por la posición en que se encontraba él, detrás de ella, estaba impedida para darse vuelta o intentar alguna maniobra para liberarse. La imposibilidad de moverse la angustiaba y comenzaba a transpirar frío; no podía terminar así. No de esa manera, tan sometida, tan resignada. Él, con un ágil movimiento de su pierna izquierda y empujándola hacia adelante, la tumbó al piso, boca abajo, y en un rápido accionar de sus manos y piernas, la giró hasta tenerla boca arriba. Firmemente sujetada al piso con el peso de su cuerpo y con sus antebrazos inmovilizando los de ella, la hizo describir una humillante postura de crucifixión. Como si fuera una imagen de lo descabellado que le había resultado el destino en los últimos tiempos, su tan asediada obsesión se encontraba tan cerca de ella y en tan dominante situación. Quiso gritar, llorar de rabia, escupirle ese rostro asesino y blasfemo y, sin embargo, su mente sólo le indicaba mantenerse expectante, incrédula, desorientada. Él, disfrutando y aprovechando su posición de supremacía y control, comenzó a restregarse fálicamente sobre la femineidad de ella. Nuevamente, miles de años de autoridad y dominio se representaban en ese ir y venir constante, tan injurioso y ultrajante, que a ella no le permitía reaccionar. Sólo veía su rostro y era cientos de rostros de asesinos a la vez. Él, gozando de ese vaivén, sonreía maliciosamente con una mueca desagradable.
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Él, con su rostro muy cercano al de ella, la miraba libidinosamente directo a los ojos, mientras un hilo de saliva se colaba por la comisura de sus labios y amenazaba con descender hasta la piel demacrada de ella. No lo podía creer, encontrarse en esa situación, que resultara ser un tan injusto e insignificante final; algo debía hacer, reaccionar, rebelarse, cambiar el orden de las cosas. “¿Te gusta, perra sucia?”, le decía, aprovechándose de su poder. Una idea surgió en su mente; descabellada y atroz, se le presentó como una vía de escape. Aprovechando la cercanía entre ambos rostros, cambió su semblante y le sonrió; él, intrigado, se detuvo. Ella, en un movimiento sumamente veloz, lo besó sostenidamente. La desorientación, ante semejante episodio, desconfiguró completamente el accionar del asesino, que se detuvo y relajó los músculos de su cuerpo. Fue en ese instante en que ella detectó un alivio de la presión, que empleó para liberar su mano y pierna derecha, velozmente, y así efectuar un giro sobre el cuerpo de su oponente y aplicarle una llave candado que lo inmovilizó. El grito desgarrador de impotencia que brotó de la boca del asesino inundó todos los rincones del galpón, amplificándose por el eco en todas direcciones.
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Sometido como estaba, inmóvil, en esa posición de inferioridad, lo embargaron oleadas de furia, incitándola a forzar más la palanca y quebrarle definitivamente el brazo. Pero ella tenía un plan trazado y había esperado ese momento después de tanta angustia transitada. En un rápido y seco movimiento tomó su cabeza y la golpeó contra el piso; el desmayo fue inmediato y el cuerpo dejó de retorcerse. Le tomó el pulso y aún seguía con vida; el plan continuaba su curso. Se levantó y, en un acto reflejo de su cuerpo, que recordó el ultrajante episodio sexual que había sufrido hace instantes, comenzó a vomitar y a temblar convulsivamente. Una vez repuesta, observó el cuerpo tendido y comenzó con los preparativos; algunos elementos de la habitación le servirían para su cometido final.
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Arrastró la cama hasta la pared en donde se encontraban pegadas las imágenes de las mujeres asesinadas. Removió el colchón y la raída frazada y, tomándolo de un brazo, trasladó al cuerpo hasta colocarlo paralelo a la cama. Con un poco de esfuerzo, logró subirlo y distribuirlo en toda la superficie del entablonado. Pacientemente y hasta en cierto punto disfrutando de cada maniobra, le ató las muñecas y tobillos a los laterales del camastro. Se le antojó, de pronto, la representación de la imagen del gran Túpac Amaru, pero sin la cobardía y humillación de aquella matanza infame. Aún en lo lúgubre de la ocasión, ella percibía un aura de justicia, de rebeldía, del comienzo de una nueva era signada por un orden femenino de los valores, impulsada por la ebullición insurgente de las ocho mártires que la acompañaban en su cruzada desde el reflejo fotográfico que emitía la pared. Flexionando gravemente sus piernas, impulsó el camastro con el cuerpo atado, hacia adelante y hacia arriba. Lentamente, en un proceso que la dejó agotada, pudo disponer de la estructura en una posición inclinada, casi vertical. La cabeza del asesino colgaba, inconsciente, de costado y un gesto de temor había quedado impreso en su rostro. Lo miró durante varios segundos, regocijándose ante tan patético espectáculo. Con un felino movimiento se desplazó por la habitación y dispuso frente a él una improvisada mesa de luz y sobre ella, abrió lentamente el maletín. Un destello de brillantez surgió de los instrumentos que se encontraban organizados cuidadosamente sobre el paño de gamuza negra. La cita estaba por comenzar y, como corresponde en estos casos, es necesario que ambas partes se encuentren presentes. Un sonoro cachetazo obligó al asesino a salir del ensueño.
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El despertar fue confuso, le duraba el aturdimiento del sopapo; abrió los ojos lentamente y, con visible esfuerzo, intentaba enfocar y descifrar la realidad que lo rodeaba. Ella, sonriente, esperaba su reacción parada delante; transcurrieron unos segundos hasta que pudo distinguirla; los recuerdos de los últimos acontecimientos se le agolparon como una turba enfurecida. “¡Soltame, perra inmunda!”, escupió él, mientras ejecutaba denostados esfuerzos por liberarse de las ataduras. Ella se fue acercando suavemente, midiendo sus pasos. Cuando estaba a centímetros de él, lo miró y, desafiante, le dijo: “Deberías sentirte enaltecido porque me aseguraré de que este día sea recordado como el comienzo de una nueva etapa, el amanecer de un nuevo tiempo, en el que engendros como vos van a padecer hasta el final de sus días”, replicó, dando media vuelta y volviendo al maletín. Él, desencajado, se retorcía y emitía todo tipo de balbuceos guturales, que ella ensimismada, ya no oía. Se colocó los guantes negros de cuero y pasó sus dedos acariciando cada uno de los instrumentos, tomándose el tiempo para elegir el más adecuado para lo que tenía previsto hacer. Finalmente, y recordando las técnicas enseñadas por su tutor, tomó el más largo y fino de todos: aquel con la punta espiralada, de doble filo y punzante. La miró detenidamente y, con un gesto imperceptible, aprobó su propia decisión. Giró en su posición y con la seguridad de estar haciendo justicia, enfiló hacia el asesino que la miraba expectante y con un brillo de terror en sus ojos.
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Mirándolo fríamente a los ojos, con una sonrisa de malévola satisfacción y sin pronunciar palabra, ella introdujo lentamente la primera daga esbelta; él intentó soportar el dolor e incluso escupió su rostro, deseando que reaccionara. Ella, inmutable, lo miró con desprecio y se limpió con el dorso de la mano. Él se agitaba febrilmente sin éxito. Las riendas no daban tregua y un hilo de sangre comenzaba a salir por el filoso espiral. Ella sabía muy bien lo que hacía, los años oscuros bajo la conducción de su tutor, la habían perfeccionado en el arte de la tortura de precisión y con hábil maestría y sensibilidad femenina, había logrado mejorar los instrumentos hasta conseguir el objetivo máximo, una muerte lenta y extremadamente dolorosa. Tomó la segunda daga y perforó nuevamente la piel en otro punto estratégico, reviviendo recuerdos de momentos agitados y sombríos. Los movimientos del asesino comenzaban a menguar, los síntomas del tormento empezaban a evidenciarse: sudor frío, espasmos, agotamiento, locura, dolor, pánico. Así continuó con otras cinco dagas: una a una representaban como una maldición, la venganza de las ocho mujeres asesinadas. A él, el dolor físico ya le resultaba insoportable. La angustia espiritual en ella, comenzaba a cicatrizar tibiamente. Caminó nuevamente hasta el maletín y se dio vuelta para observar el espectáculo. Él era un mapa cubierto con líneas de sangre y su mirada pedía a gritos que lo matara. Ella, con satisfacción por el trabajo realizado, tomó una última daga y con determinación, caminó hacia él.
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Con precisión quirúrgica, introdujo la octava daga en el espacio que le brindaban dos costillas; lentamente se fueron desgarrando la piel y los músculos hasta llegar al corazón. Su conocimiento de la técnica y de la anatomía humana le permitió ingresar sutilmente por una de las cavidades. Por el laberíntico camino que generaba el espiral, un hilo de sangre oscura comenzó a brotar. Mientras él, agotado y con lágrimas en los ojos, suplicaba que se detuviera. Ella acercó su cara a la de él y le dijo: “Esta última daga es por Justina. Sentí como se desgarra tu corazón, cómo la sangre fluye y lentamente comienza a detenerse. Quiero que la imagen de ella te atormente mientras morís, a cada segundo. Ella y las otras siete mujeres serán tus inmortales verdugas”, culminó con desprecio. Recogió el maletín y antes de salir, giró para verlo por última vez. Ya nada quedaba por hacer allí. Se sentía satisfecha, curada. Sólo la pérdida de esas jóvenes valientes dejó un sabor amargo en el final. Inspiró profundamente y, acomodándose el pelo, salió de la habitación a paso decidido. Tibiamente el sol se deslizaba detrás de los galpones del puerto; comenzaba a amanecer y como el ocaso de un mal sueño, los rayos de luz despejaban la oscuridad de una noche extraña. Dejó que el sol acariciara su cara, lo necesitaba, como también un nuevo comienzo. Adentro, un corazón se detenía y una vida miserable llegaba a su fin. A pocos kilómetros de allí, diez federales y un juez esposaban al gobernador frente a los medios. Esa mañana se percibió un aroma distinto en la ciudad.
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