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Revista de Filosofía y Teología AÑO 6

No.11 Noviembre 2018

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1 Editorial

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2 San Agustín y los Salmos Fr. J. Fernando Zarazúa Trejo, OSA

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3 Un caso de antiaristotelismo agustiniano: Lutero y la recepción de Aristóteles en la Reforma protestante Manfred Svensson 4 La estrategia narrativa de San Agustín en el relato de su conversión Luis Octavio García Mondragón 5 Búsqueda Marcela Valdés 5 Conversión de San Agustín Fr. Nicolás P. Navarrete

Agustiniano, Instituto Filosófico-Teológico Presidente del Consejo Editorial Fr. Edgardo Frías Paredes, OSA

Ma. Esperanza Rodríguez Fr. Clemente Díaz Contreras, OSA Fr. Ricardo Guzmán Mendoza, OSA

21 37 47 50

jimenezjuanmiguel78@gmail.com Contacto: Tel: +52 55 5562 0774 Correo electrónico: secretaria@institutoagustiniano.org hortensio@institutoagustiniano.org Página web: www.institutoagustiniano.org Facebook facebook.com/AgustinianoIFTA

DERECHOS DE AUTOR Y DERECHOS CONEXOS, Año 6, Número 11, noviembre 2018, es una publicación semestral editada por el Agustiniano, Instituto Filosófico-Teológico, Paseo de San Agustín 72, Alteña III, Lomas Verdes, C.P. 53120, Naucalpan de Juàrez, Estado de México, ISSN: en trámite. Queda prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos e imágenes de la publicación sin previa autorización del Instituto Nacional de Derechos de Autor. 4

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E EDITORIAL

En el itinerario metafórico sobre lo libresco florece siempre la espiral y la esfera. Algo así

como punto que inicia, pero pierde su horizonte y eventualmente se reconoce. Nosotros vamos en esa espiral de la prolongación del texto que se difumina y reaparece. La Sagrada Escritura sale siempre a nuestro encuentro, a través de sus personajes, cuyas historias y nombres son como un objeto perdido y que, al encontrarlo, nos sitúa y define. Sus relatos prolongados en que figuran pueblos enteros que se esforzaron inútilmente por huir de ellos. En la oculta y frágil memoria “del todos” extraigamos uno, simbólico, histórico y político: “la viña de Nabot” corre entre la complejidad mezquina del poder y las redes cortesanas que se aceitan y nutren, para terminar el rodeo en el abuso del poderoso y la indefensión del humilde. En este número, San Agustín es un punto axial y referente obligado, insignia de pasión y amor por la Escritura, centro de su vida. La poesía que lo volcaba en lágrimas con sus dedos recorriendo las líneas de Virgilio, ahora nos lleva de la mano con él, en la lectura de los salmos. Lírica magistral de alabanza a Dios y peregrinar de los hombres entre el llanto, la tristeza por la tierra perdida y el justo que ve la devastación. El hiponense siente vibrar su corazón sobre el hombro que contempla la belleza de la creación como amor de Dios, en tanto que Cristo le susurra al corazón ardiente que ahí está su reflejo, como imagen sobre el agua con la que el cielo se conecta y el hijo fluye en el diáfano líquido. En la reiterada reflexión sobre lo sagrado y su presencia en la vereda siempre por recorrer del hombre, el Obispo de Hipona ve su rastro en la Sagrada Escritura, voz de Dios que ha volcado su vida: el jardín, el llanto y su mirada escuchando el mandato de tomar el libro. Ha llegado al verdadero puerto. El P. Fernando nos conduce por la vida de San Agustín con el corazón puesto en la poesía de los salmos. En la profundidad resquebrajable del corazón está en contrapartida la abismal vitalidad de las sagradas letras. AÑO 5

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Hemos mantenido el eco del número anterior sobre el hilo conductor que guía la crítica a la Iglesia por parte de la visión divisa entre Sagrada Escritura y fe, Iglesia y su historia. El lugar que ocupa el maestro de Alejandro (Aristóteles) sobre la fundamentación teológica de la construcción misma del magisterio. La metáfora del encuentro en la espiral de la lectura parece tomar una estación obligada con Platón y Aristóteles, y el uso de sus textos para combatir a quienes, en su momento, los encontraron con las palabras precisas para anunciar el plan de salvación. El Maestro Octavio llama a vivir la textualidad de Las Confesiones como rodeos literarios alimentados de fe, conciencia de Dios y debilidad humana en un hombre que quiere veamos, con sus ojos, a un Dios que es todo misericordia para con el extraviado y le sale al paso a cada momento. Ese instante podemos ser nosotros en la mirada puesta en la pluma desgarrada del alma apasionada por Dios. Invitamos a recorrer estas líneas llenas de pasión, sabiduría y amor por Dios que nos llama a descubrirnos en su Palabra. Cumplimos un ciclo. Agradecemos a todos los que, con una valentía generosa nos ayudaron a consolidar este proyecto del Hortensio. A ellos, Dios los tenga siempre en su mirada amorosa. Felicitamos al Nuevo Padre Provincial, el P. Marco Antonio Luna Medrano y su consejo. El Dios de la esperanza, la caridad y el amor, seguro estarán a su lado en la conducción de Nuestra Provincia de San Nicolás de Tolentino de Michoacán.

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Salmos

SAN AGUSTÍN Y LOS SALMOS Fr. J. Fernando Zarazua Trejo, OSA

SAN AGUSTÍN Y LA BIBLIA.

Al hablar de San Agustín tendremos que hacer referencia necesariamente a su relación con la Sagrada

Escritura. La Biblia es la pasión de Agustín, como lo expresará en diversos escritos posteriores a su conversión y, sobre todo en los de su experiencia pastoral. “La profundidad de las Santas Escrituras es ilimitada. Aunque buscase estudiarlas a ellas y nada más, desde la infancia hasta la vejez, con extrema tranquilidad, con el más incansable celo y con talento más grande que el que poseo, tendría todavía mucho camino que recorrer para descubrir sus tesoros” (Cartas 137, 3.)

San Agustín no es un biblista teórico y abstracto, sino que se vio envuelto en los problemas bíblicos por la fuerza de los hechos; los hechos fueron para él el punto de partida, la base. En tanto que de joven había despreciado las Escrituras a causa de la dureza latina de las traducciones, y había dado fácil oído a las críticas de los maniqueos dirigidas especialmente al Antiguo Testamento, después de su conversión se entregó a estudiarlas con verdadero entusiasmo y así continuó durante toda su vida, llegando a tomar la Sagrada Escritura como único fundamento de una cultura verdaderamente cristiana, y es entonces que afronta una cantidad de cuestiones relacionadas con su interpretación. La pérdida de la fe maniquea provocó en Agustín una profunda crisis, en la que la Biblia ocupa un lugar central. Recibida la gracia de la conversión, comprende Agustín que los libros tenidos en otro tiempo por despreciables eran de autoridad indiscutiblemente divina, y de ciencia donde se ventilaba el conocimiento de Dios y del hombre. Un hombre como él, enamorado de la verdad, al sentirse iluminado por los resplandores de ella, no puede menos de entregarse de lleno a su contemplación, y sobre todo cuando su amor por la verdad se ve también impulsado por el compromiso de anunciarla y explicarla a los demás, en su condición de pastor. Por eso, desde el momento de su conversión se dedica al estudio de las divinas Escrituras, pues ha visto que si las ciencias humanas encierran alguna verdad, ésta pertenece a Dios (De Doctrina Christiana, II, 8), y, por lo tanto, la verdad, por decirlo así, completa, se halla en los libros inspirados. AÑO 5

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Cuando Agustín, de joven, se consideraba un libre pensador sentía una envidia casi celosa frente a la seguridad instintiva de la fe, ese sensus catholicus que podía descubrir entre los simples creyentes, como su madre; tal sentimiento dejó luego el lugar a un sentido de descanso y alegría; y de aquí le vino, para toda la vida, una profunda humildad. En efecto, es a los humildes a quienes se manifiesta la verdad. Él estaba también íntimamente convencido de que sus trabajosas meditaciones, conducidas al principio por muchos senderos tortuosos, lo habían llevado finalmente a la fe del pueblo simple. Lo que él podía formular, al fin, después de años de tanteos, sus fieles ahora lo sentían, o mejor, lo saboreaban sin fórmulas, como la leche ofrecida a ellos por la Escritura en su maravillosa elocuencia, y lo podían aferrar de algún modo, con la fuerza de la fe, de la esperanza y del amor, pues como el mismo Agustín diría: “El hombre que tiene su sostén en estas tres virtudes y ahí se adhiere inquebrantablemente, no tiene ya necesidad de la Escritura, a no ser para instruir a otros” (De Doctrina Christiana I, 39, 43) En Agustín encontramos, pues, un magnífico testimonio de actitud hermenéutica frente a la Biblia que no es movida por intereses de carácter puramente teórico, de mera curiosidad intelectual, ni por mero afán de instrucción académica, sino que su acercamiento a la Biblia refleja plenamente el desarrollo de una experiencia existencial, que va desde la crítica y el rechazo hasta la aceptación total de la Palabra de la Escritura como respuesta a su búsqueda de verdad y como iluminadora de su existencia personal y de su compromiso pastoral. La base de comprensión e interpretación de la Biblia para Agustín, su especialidad podemos decir, era la vida como tal, la vida entera, el sentido y el valor de esta vida humana, la salvación del hombre, y esto lo reflejará en todos sus comentarios bíblicos, en los que nos arrastra en la ola poderosa de su pensamiento, ofreciéndonos, junto al valor estrictamente bíblico, al valor filosófico y al valor teológico, el valor vital (= sentido espiritual). Los comentarios de San Agustín no son obra de especialistas ni destinados a especialistas; son reflexiones de un convertido, de un gran genio, del mayor de los Santos Padres. Se dirigen a todos los hombres, interesan a todos. Podríamos sintetizar el camino de Agustín en su relación con la Sagrada Escritura, en los momentos que van desde la decepción de la juventud, la inquietud de la etapa de la conversión, la preocupación ante el compromiso pastoral, hasta la profunda convicción de que sólo la Palabra de Dios puede animar y alimentar toda la vida. Baste leer sus mismas palabras: A. Decepción: “Tomé la decisión de dedicarme al estudio de las Sagradas Escrituras... me di cuenta de que no están al alcance de la gente orgullosa, algo que está igualmente oculto a los niños. Yo no era la persona apta para poder adentrarme en ellas, ni para agachar la cabeza para trasponer sus pasos... Mis sentimientos no coincidían con los sentimientos que actualmente expreso... esta Escritura está hecha para crecer con los pequeños, y yo rehusaba ser pequeño, por estar hinchado de orgullo (S. Agustín, Conf., III, 5.) B. Inquietud personal: “Mi ambición de joven era aplicar al estudio de la Sagrada Escritura los refinamientos de la dialéctica. Así lo he hecho, pero sin la humildad del verdadero investigador. Debería haber llamado a la puerta y ella se hubiera abierto para mí. En lugar de eso, la estaba empujando mientras aún estaba cerrada, intentando entender con soberbia lo que se aprende con humildad”. (S. Agustín, Serm. 51, 6.) C. Responsabilidad pastoral: “Me atrevo a confesar que conozco y con plena fe retengo lo que atañe a mi propia salud. Mas ¿cómo he de administrarlo a los demás sin buscar 6

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mi propia utilidad, sino la salvación de los otros? Quizá haya ciertos consejos en los Sagrados Libros (y no cabe duda de que los hay), cuyo conocimiento y comprensión ayudan al hombre de Dios a tratar con más orden los asuntos eclesiásticos, o por lo menos a vivir con sana conciencia entre las manos de los impíos, o a morir por no perder aquella vida por la que suspiran los corazones cristianos, humildes y mansos. ¿Cómo puede conseguirse esto sino pidiendo, llamando y buscando, es decir, orando, leyendo y llorando, como el mismo Señor lo preceptuó? Con este fin me valí de los hermanos para solicitar de sincerísima y venerable caridad alguna prorroga... y tal vez en menor espacio de tiempo que el solicitado me encontraré instruido en los salubérrimos consejos de las santas Escrituras”. (S. Agustín, Ep. 21, 4. 6.) ¡Oh, qué maravillas encierra la palabra humana! ¿Cómo serán las que encierra la Palabra divina? ¡Oh, qué milagro es la palabra humana! ¿Qué será la Palabra divina? Yo no soy más que una criatura, y criaturas son también los que me escuchan; pero si mi palabra produce tantas maravillas en mi corazón, en mi boca, en mi voz, en los oídos de aquellos que me escuchan, en sus corazones, ¿Qué podremos decir de la Palabra de Dios? (S. Agustín, Serm. 120,3) D. Oración y predicación: “Señor, que sea siempre humano y comprenda las cosas humanas; pues también yo, que hablo, soy hombre como lo son aquellos a quienes hablo. Yo hago llegar a sus oídos el sonido de mi voz, y, por medio de él, introduzco en sus corazones lo que he entendido... Que mis oyentes, iluminados por Ti, escuchen tu Palabra por medio de mi”. (S. Agustín, Serm. 120, 3.) SAN AGUSTÍN Y LOS SALMOS. El libro de los SALMOS es, sin duda, el libro más leido de toda la Sagrada Escritura, tanto en el Judaísmo, como en el Cristianismo, formando parte esencial de su liturgia y siendo también objeto de oración y de meditación personal. Y no podría ser de otro modo, pues recogiendo la experiencia histórica de muchos siglos en los que el Espíritu Santo ha ido poniendo en labios de los salmistas las palabras para expresar sus sentimientos ante las diversas experiencias de la historia de Israel, que despues se hace historia también del cristiano. Por eso en los salmos podemos encontrar desde las voces de júbilo y alegria que celebran los grandes acontecimientos de las obras de Dios en favor de su pueblo, los lamentos ante las desgracias, el sufrimiento, el destierro, la enfermedad y la muerte, las súplicas de perdón de quien reconoce haberse apartado del camino de Dios, himnos de agradecimiento al reconocer los dones recibidos y, en fin, la más amplia gama de sentimientos que reflejan todo lo que puede haber en el corazón humano que pone su fe en Dios, pero que en no pocas ocasiones expresa también sus dudas, o las que la realidad y su experiencia le presentan. Son, pues, los Salmos plegarias extrañas, nacidas hace más de dos milenios en labios de un pueblo pequeño y que, desde entonces, no han dejado de ser murmuradas o gritadas en el silencio de los claustros o en el clamor de los órganos litúrgicos, en el secreto de la vida cotidiana o en las asambleas de los pueblos creyentes. Plegarias extrañas en las que todo sorprende al hombre occidental: el ritmo, las imágenes, la violencia de los sentimientos y la historia de Israel que sin cesar aflora en sus estrofas. Una de las claves para entrar en su universo es precisamente percibir que son historia: son la vida convertida en plegaria, la historia de Israel transfigurada en eucaristía mediante su entrada en el culto. Y son una invitación para que hagamos de nuestra vida una plegaria. Al abrir un libro de plegarias bíblicas, uno esperaría encontrarse con textos edificantes, tejidos de buenos sentimientos, impregnados de una fuerte teología... Pero son humanos, con el pie en tierra, hechos de AÑO 5

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carne y de sangre, espejos de nuestras rebeldías y de nuestras infidelidades. Porque son plegarias de hombres, de hombres que no se engañan a sí mismos cuando se encuentran con su Dios, que se enfrentan con él con todas sus pasiones y con todas sus miserias, con toda su nostalgia de amor. De esta forma, nos revelan la cara misteriosa de nuestra vida cotidiana, de nuestras luchas y de nuestras esperanzas, esa cara que está escondida con el mesías de Dios (Col 3,3). Nos hacen entrar de este modo en la plegaria de un pueblo en el que cada uno, cuando reza, dice nosotros; incluso el yo de la mayor parte de los salmos es colectivo. Descubrimos que solamente como pueblo es como nos encontramos con Dios. Y nos vemos arrastrados por ello en una inmensa historia de amor, la que desde el amanecer del primer día ha emprendido Dios con el hombre1. Así, dice San Agustín: “Para que el hombre alabara dignamente a Dios, Dios se alabó a sí mismo; y, porque se dignó alabarse, por eso el hombre halló el modo de alabarlo” Los salmos son expresión poética de experiencias religiosas. En ellos y por ellos el creyente se dirige verbalmente a Dios. Entender y explicar los salmos es sobre todo entenderlos y explicarlos como expresión de experiencias religiosas2. Nacemos

con este libro en las entrañas. Un libro pequeño: 150 poemas, 150 escalones levantados entre la muerte y la vida; 150 espejos de nuestras rebeldías y de nuestras fidelidades, de nuestras agonías y de nuestras resurrecciones. Más que un libro, un ser vivo que habla, que sufre, que gime y que muere, que resucita y que canta, en el umbral de la eternidad (A. Churaqui). Es por eso muy comprensible que San Agustín haya tenido tanta preferencia por este libro, siendo de los muy pocos que comentó en su totalidad, haciendo incluso de algunos más de un comentario.3 Desde el principio de su conversión vemos al Santo, en la quinta de Casiciaco, enfrascado en la lectura y meditación de los Salmos, pues aunque pidió a San Ambrosio que le indicase lo que en aquel retiro debía leer de la santa Escritura para prepararse a recibir el bautismo, no habiendo entendido la lectura del profeta Isaías que le ordenó, la dejó para cuando estuviese más ejercitado y adaptado al lenguaje divino, según nos dice él en sus Confesiones. Por el contrario, la lectura y meditación de los Salmos arrebataba su espíritu, de tal modo que hubiera querido que con él los recitase el mundo entero para que se encendiese en amor hacia Dios, pues advertía en su espíritu la luz que desprendían los misterios divinos, los afectos de esperanza y de gozo, de temor y de horror, de misericordia, de humildad y grandeza que infundían en su corazón, siendo un abundante alimento para reparar la debilidad y flaqueza del corazón humano. Con todo, quizá jamás se hubiera determinado a exponer todo el Salterio si por un conjunto de causas no se hubiera visto obligado a ello. Además de la abundante doctrina moral y teológica que los Salmos contienen, con la cual podría formar perfectos cristianos, se daba la circunstancia que por aquel tiempo era el Salterio, con el Evangelio y las Epístolas de los Apóstoles, los libros de la Escritura que más se leían, y puede decirse que estaban en manos de todos los fieles; pues entonces se instituyó, como consigna el mismo Agustín, que se cantasen los Salmos, según la costumbre oriental, en las iglesias del Occidente, siendo la de Milán una de las primeras que estableció esta costumbre. Conocedores, por tanto, los fieles del sentido material de los Salmos, era necesario que no sólo conociesen la letra, porque la letra mata y el espíritu 1 MANNATI, M., Orar con los salmos, Navarra 1984 (Cuadernos bíblicos, 11), 4-5. 2 ALONSO SCHÖEKEL, L., Treinta salmos: poesía y oración, Madrid 1981, p. 25 3 En la Colección de Obras Completas de San Agustín de la BAC tenemos cuatro tomos que contienen los comentarios de Agustín a los Salmos, llamados Enarrationes, en edición bilingúe. Son los tomos 19, 20, 21 y 22, edición preparada por el P. Balbino Martínez Pérez, O.S.A., y con una magnífica introducción general, en el tomo 19, del P. José Moran, O. S. A. 8

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vivifica. Como este conocimiento espiritual de los Salmos no estaba al alcance de todos, y aun el mismo sentido material encerraba muchas oscuridades, los mismos fieles, ansiosos de su perfecta formación cristiana, urgían al Santo a la exposición de los Salmos, conforme lo podemos notar principalmente en el prólogo que el mismo San Agustín insertó a la del salmo 118 y en la carta 169, a Evodio, donde dice: «Con ahínco me piden que exponga los salmos que aún no he tratado». Por tanto, como, por una parte, veía el arsenal de doctrina que encerraban los Salmos, y, por otra, el conocimiento superficial que de ellos tenían los fieles, y sus continuas instancias y peticiones, y, sobre todo, la obligación que tenía como pastor de apacentar a su grey, se determinó a completar la exposición después de mucho trabajo, con tal ardor, que «no quiero—dice—que me aparten ni me retarden de esto cualesquiera otras cuestiones que me salgan al paso». Y podemos afirmar que de tal modo arrebató su espíritu, durante toda su vida, la lectura de los Salmos, que se despidió del mundo recitándolos. Por la misma lectura de su exposición a los Salmos vemos que no llevó un orden riguroso en ella, sino que se acomodó al tiempo, a las circunstancias y a las personas que se lo exigían. Tampoco expuso todos los Salmos en forma homilética: unos los predicó, otros los escribió y los entregó al pueblo, y otros, al mismo tiempo de predicarlos, se los copiaban. Había ya dado normas precisas para la interpretación de toda la Sagrada Escritura en sus libros De Doctrina christiana. Por lo mismo, ahora se ajusta a ellas en la exposición de los Salmos. En todo momento fue un acérrimo defensor del sentido literal de la Escritura; así, ahora procura ante todo aclarar este sentido, tomando como base para su trabajo las ediciones latinas. Cuando en ellas observa alguna discrepancia, recurre a los códices griegos, y cor ellos corrige no pocas veces las variantes de traducción que observa en los latinos; pues así escribe en la epístola a Audacio: «Yo no he traducido, sino he corregido los errores de los códices latinos, valiéndome de los códices griegos. De este modo quizá hice una lectura más apta, aunque tal vez no la adecuada». Otra cuestión que interesa es: ¿Qué Salterio ha empleado Agustín en su comentario? ¿De qué versión ha hecho uso? ¿Revisó Agustín las traducciones del Salterio? En el problema general de la crítica textual agustiniana se ha debatido mucho, sobre todo en relación con el Salterio. Los autores se dividen, que el Salterio de Agustín no es quizá el mejor de los salterios latinos traducidos sobre el griego, pero es ciertamente el más original, el más personal, y nos revela un aspecto todavía desconocido del gran Doctor. Los estudios sobre el conocimiento del griego en San Agustín llevan más o menos también a estas conclusiones, al menos en cuanto a la posibilidad de una tal revisión. San Agustín, ciertamente, hizo una revisión digna de su genio. La figura de Agustín se ilumina de este modo bajo un nuevo aspecto, que le retrata como quien sigue preparándose en griego ante las necesidades del pueblo para la instrucción y la tradición, para la defensa del dogma contra la herejía. Pero como el sentido literal dice muy poco al espíritu, y teniendo en cuenta que la letra mata y el espíritu vivifica, y que Dios entregó sus escritos para provecho espiritual de los hombres, y que dice el Apóstol que todas las cosas que tenían lugar en el Antiguo Testamento acontecían en figuras y se escribieron para nuestra enseñanza, después de aclarado el sentido literal expone el sentido espiritual o figurado, elevando de este modo de la tierra al cielo el corazón de sus fieles. Los Salmos, que con cariño y fruición leía y rezaba en Casiciaco, dejaron en su alma una huella imborrable. Si el espíritu de Agustín vivió continuamente de grandes emociones psicológicas, es cierto que la verdad le entraba por el oído con la dulce melodía de la Iglesia. En una confesión sencilla—era ya obispo—recuerda los deleites del oído y los peligros del AÑO 5

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mismo, pero admite la verdad, el medio de apostolado que significa la música con buenos sentimientos. Con cierta exageración de santo se examina de los placeres del oído y se recrimina que en ocasiones cede a su gusto, pero luego surge y se alza valiente a una región más alta. Tanto es así, que se ha visto tentado a desechar la costumbre de cantar los Salmos en la iglesia o de hacerlo como Atanasio de Alejandría, que los mandaba cantar con voz tan suave que semejaba más bien una lectura que un canto . Mas la experiencia y el paso que significan para su conversión las lágrimas al contacto con la música sagrada no le permitieron realizar el propósito concebido: «Con todo, cuando recuerdo las lágrimas que derramé con los cánticos de la Iglesia en los comienzos de mi conversión y lo que ahora me conmuevo, no con el canto, sino con las cosas que se cantan, cuando se cantan con voz clara y una modulación convenientísima, reconozco de nuevo la gran utilidad de esta costumbre. Así fluctúo entre el peligro del deleite y la experiencia del provecho, aunque me inclino más—sin dar en esto sentencia irrevocable—a aprobar la costumbre de cantar en la iglesia, a fin de que el espíritu flaco se despierte a piedad con el deleite del oído. Sin embargo, cuando me siento movido más por el canto que por lo que se canta, confieso que peco en ello y merezco castigo, y entonces quisiera más no oír cantar». La experiencia personal no le ha permitido ir contra una saludable costumbre. La actitud requerida aquí, como insistirá en todo Agustín, es de humildad, de sumisión a la voluntad de Dios, de hacerte mínimo y no atribuirte nada, para que Dios lo conceda todo. Invocar a Dios es llamarlo a la propia intimidad, y esto hay que hacerlo tanto en la prosperidad como en la adversidad. Así, el alma se concentra en sí misma, ora ante Dios, recuerda los días deliciosos de la suavidad y sus dulzuras y alegrías, aunque luego pregunte a su Dios: Señor, ¿por qué me has alejado de aquella dicha y me haces volver al peso de la banalidad por mi condición humana? Sería difícil querer hacer un comentario de tan extensa obra, por lo que sólo mencionaré, de forma breve algunos de los puntos que pueden orientarnos para una mejor comprensión de esta obra, remitiendo a la lectura directa de los textos. Me limitaré a lo siguiente: a) lugar en que fueron predicadas; b) auditorio; c) cronología. Es difícil precisar el auditorio de las Enarrationes, pues vemos a San Agustín en los diversos ambientes a que tenía que presentarse, y a los cuales tenía que adaptar su visión y su manera ordinaria de predicar. Sobre el lugar de predicación de los sermones sobre los Salmos de Agustín, diremos que una gran mayoría ha sido pronunciada en Cartago; otros, en Hipona; y otros, en Tagaste, sin descontar otros pueblos del norte de África, que habrán sido el teatro de esta ansia de perfección de Agustín. El mero hecho de presentarnos como teatro de la palabra agustiniana Cartago supone la imagen de un auditorio mixto, de la más diversa calidad y hecho a las más variadas emociones y expresiones. Agustín, al adaptarse al público, tendría, en efecto, que tener en cuenta la diversidad de psicología y acomodar su expresión a los diversos tipos que aparecen en ese mundo. Desde los marineros y cargadores del puerto hasta los intelectuales de alta alcurnia, que se acercarían a la cátedra de Agustín, cuyo recuerdo de escolar y de retórico perduraba en la gran urbe, oirían los comentarios. Un auditorio, pues, de lo más variado y, por lo mismo, de la máxima dificultad para el predicador. Agustín no temía al público, porque sabía ganarse la confianza y sabía atraerse la atención de sus oyentes. No es de maravillar, pues, que en estos sermones aparezcan anotaciones de toda clase, imágenes psicológicas que toquen a todos los grupos sociales, toques al corazón y embestidas a la inteligencia. Como en Roma, capital del mundo, Cartago, émula en todo de aquélla, se mezclaban en híbrida masa los gramáticos y los matemáticos, los herejes de toda estirpe y 10

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ralea con los paganos o sin divinidad. De todos aquellos de que nos habla en la Ciudad de Dios, no queda un estado de vida que no halle en las Enarrationes su lugar propio. Existen, pues, en su auditorio los borrachos, los impuros, los avariciosos, los hombres ávidos de soledad que pretenden retirarse del tumulto del público para vivir tranquilos en soledad y retiro. Aquí hallaremos justamente la clave de los problemas de fondo que se debaten en las Enarrationes. Existe, empero, algo más, algo que tal vez se deje traslucir menos en esta obra agustiniana que en ninguna otra. Las herejías y los cismas: los donatistas, atentando contra la unidad de la Iglesia; los pelagíanos, los arríanos en ocasiones y no sin alguna frecuencia los maniqueos, aparecen entrevelados en la presente obra. Aquí se aprecia la gracia de adaptación que adornaba a San Agustín, y que en gran parte era producto de su misma experiencia. No es posible establecer, con seguridad, la fecha de muchos de estos sermones, lo que ayudaría a resolver en cierto sentido el ambiente real y existencial en que San Agustín dictó al público esos sermones. La novedad de Agustín en sus Enarrationes no se reduce a la exposición, ni siquiera a la exégesis. San Agustín ha entrado en los Salmos con ansias de perfección, como dirigía hacia ella todas sus exposiciones bíblicas, y, por consiguiente, iba a prescindir un poco de la técnica, de las reglas dadas para la exégesis en el De doctrina christiana, y se implicaría en los problemas de la vida y en las aplicaciones prácticas. Esto no obsta para que en sus comentarios recurra con muchísima frecuencia, en ésta más que en ninguna otra obra, al griego y busque por medio de la palabra el significado espiritual que pretende dar al texto. La exégesis agustiniana es una profunda meditación sobre los temas abundantes que resume la Escritura en breves frases. No puede pedirse a Agustín una exégesis basada en la filología comparada y en los textos extrabíblicos, como puede hacerlo un escriturista de nuestros días. San Agustín sigue los moldes de la exégesis de su tiempo, y más en concreto de la doble influencia que sufrió en su formación escriturística: la maniquea, tal vez literal fuerte, y la de San Ambrosio, o general de la Iglesia, mística o espiritual. Su especialización era la vida como tal, la vida entera, el sentido y valor de esta vida humana, la salvación del hombre, y esto acontecía en unos años en que el hombre romano se halló de pronto metido en un callejón sin salida. Su tarea consistía en hacer ver la posibilidad de salvación. Los comentarios agustinianos son reflexiones de un convertido y se dirigen a todos los hombres, interesan a todos. Sin embargo, en las Enarrationes llega a un punto máximo en todos los sentidos. Se cruzan valores filosóficos con teológicos y vitales, pero sobre todo anda siempre en medio, prescindiendo de filosofía y teología, lo religioso, algo impreciso, pero que lleva la raíz profunda de la naturaleza humana y que siempre se incrusta en la sociedad. En realidad, al genio se le escaparán las cosas por imprecisas, pero penetra hasta la entraña íntima y llega al fondo con su sentido. Los comentarios de Agustín podrán servir o no servir a los especialistas bíblicos. Nadie, empero, podrá dudar de que el bien grande que producen en las almas no compense con creces su valor exegético. El tema central de los cometarios de Agustín a los Salmos es: Cristo y la Iglesia. Cristo aparece a cada página, o en nombre propio, o en nombre de la Iglesia, o en nombre de los miembros. Cristo es quien habla en los Salmos, y, sobre todo, cuando Agustín se apresta a explicar los títulos de los Salmos, choca siempre con Cristo por cualquier camino que se presente. Repite una y otra vez que Cristo y la Iglesia son una sola cosa, una sola alma, un solo hombre, una sola persona, un solo justo, un solo Cristo, un solo hijo de Dios. Todo esto, repetido por activa y pasiva en sus sermones, se prolonga con extensión maravillosa en las Enarrationes. Es principio de exégesis en Agustín para este tema, dos en una voz. AÑO 5

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Iconographia magni patris Aurelli Augustini. 1624 Grabados de Boetius Bolswert AĂ‘O 5

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Siendo Cristo y la Iglesia, en la concepción agustiniana, una sola persona, como nos dirá en alguna ocasión, toda la Escritura no hace más que hablar en su nombre. Cristo y la Iglesia hablan sin cesar en la Escritura. Cristo se cubre de nuestras miserias, y cuando habla de ellas acepta nuestra persona y la toma sobre sí mismo. Los textos de los Salmos que no pueden aplicarse al Cristo real, cabeza, se aplicarán al Cuerpo, a los miembros; pero en uno y en otro caso hablará Cristo en nombre propio y en el de sus miembros. El misterio de la Escritura lo encierra Cristo y la Iglesia. Así como en el De catechizandis rudibus nos diría que la predicación ha de fundarse sobre todo en la adquisición y logro de la caridad, aquí Cristo es pregonado en plenitud en su Cuerpo. Los miembros quedan realzados y los Salmos aparecen con su sentido mesiánico. En los Salmos todo llama a la puerta con el fin de dar siempre acogida al Cristo, que se le presenta bajo figuras muy diversas. Se desprende con plenitud la espiritualidad cristológica y eclesiológica de las Enarrationes. Son dos características esenciales de estas exposiciones agustinianas. Cristo se transforma en sus fieles, ora en ellos, los santifica y, diríamos, se santifica con ellos, les cambia la visión, les aparece en los demás, y todos pueden adorar a Cristo en la persona de los miembros. La santidad del cristiano, santidad de Cristo, es la nota específica y característica de una espiritualidad que afinca su raíz en la más pura fontana teológica. La unidad de Cristo con todos y de todos en Cristo es el lema agustiniano que se predica en las Enarrationes. La Iglesia, cuerpo visible, los agrupa en organización y jerarquía externa, expresión de la íntima y trascendente. Cristo gime en sus miembros y se alegra con ellos, y esta consciencia ha de invadir a todos los fieles. Es una primera nota para una lectura sabrosa y reflexiva de las Enarrationes. Con este primer principio de espiritualidad cristológica, no es de maravillar que la base de la gran obra agustiniana sea precisamente la perfección como empresa común de todo hombre, no solamente de una élite. Admira la insistencia con que Agustín recurre a la toma de consciencia de ese pertenecer a Cristo, de ese ser miembros de su Cuerpo místico, que impone, por consiguiente, una serie de aceptaciones de amor. Agustín no propone retiros ni grandes mortificaciones; trata únicamente de cristianizar todos los ambientes, de dar a los fieles la conciencia de que pueden ser perfectos en cualquier estado de vida en que militen. Siendo miembros de ese Cristo que ha querido reunimos a todos en sí mismo, redimiéndonos, todos tenemos que ver a Cristo en los hermanos y ver a Cristo en cada una de nuestras acciones. A lo largo de las Enarrationes desfilan todas las clases de la sociedad. La experiencia múltiple vivida por el Santo le capacitó para la comprensión de los diversos estados en que puede seguirse la voluntad de Dios. Son maravillosas sus páginas, en las que plantea con claridad los problemas de la vida matrimonial, o de la vida juvenil, o de los espectáculos, o de los clérigos, o de la vida monástica en sus diversos aspectos. No había oscuridad en la mente de Agustín, y solamente dos eran los temas fundamentales que le interesaba inculcar a sus fieles: la posibilidad de ser perfectos en el propio estado, perteneciendo a Cristo, y la aceptación de la voluntad de Dios, manifestada también en el Cristo, y que se ve clara en la Sagrada Escritura. Todo el proceso será obra conjunta de la gracia y de la voluntad humana, y si en determinados casos insiste en uno o en otro, no es por excluir, sino porque le interesa acentuar más un aspecto o el otro para dar ánimos a quien se halla en la brega. El drama de la existencia cristiana sigue en pie y seguirá hasta el fin de los siglos. El aparente fracaso del cristianismo, como aparente fue el fracaso de Cristo en su carrera mortal, radica justamente en la fe, en la invisibilidad, a los ojos de la carne, del Dios que se siente y mora en el corazón y del amor que vitaliza el camino de perfección. Existencialmente, sin fe 14

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no puede darse un paso en la vida ni en lo humano ni en lo espiritual. El donatismo era idealista: pretendía una Iglesia inmaculada, limpia ya de toda mancha en el mundo. San Agustín enfrenta al cristiano con realismo y, a su vez, convenciendo al donatista de su falsedad. Por eso ha de sentar el fundamento de la vida cristiana en la aceptación de esa voluntad de Dios, que quiere, o al menos permite, que la Iglesia en el tiempo se vea asaltada también por los hipócritas. El hombre no se atreve a llamarse justo, porque sabe que la justicia en la vida, la perfección, es muy difícil y costosa; pero San Agustín le enseña una magnífica lección de humildad. Le lleva ante esa fe que pregona tener y le hace atenerse a ella. ¿Crees? pues si crees, has de obrar en consecuencia, y, obrando en consecuencia, ahí está Dios a tu lado, viéndote luchar y dándote fuerza para la pelea y ayudándote a vencer y coronándote si vences. Dios escucha la oración siempre non ad voluntatem de quien pide, pero sí ad sanitatem. Por eso la gratitud ha de ser la virtud base en la vida del espíritu, que al fin es correspondencia al amor de ese Dios que se nos entrega en todas las cosas y que hemos de ver en todos los acontecimientos y en todos los sucesos. El grito máximo del cristiano en todo momento ha de ser el de acción de gracias a Dios por todos los beneficios. San Agustín se ha cansado de decir y repetir en su vida personal y en su correspondencia y sermones que, para que el alma llegue a Dios con facilidad, es preciso que se sienta desolada, tiene que sentirse un peso para sí misma. La aspiración es siempre idéntica y la ha puesto de manifiesto sobre todo en las Enarrationes. La voluntad de Dios nos exige una toma de posición, una actitud frente a lo mundano y frente a lo eterno. San Agustín fue un realista, y en su convencimiento y experiencia vivencial conocía los vacíos que deja el mundo, tanto tras el éxito como tras un fracaso y traslada este sentido de la vida como peregrinación y como destierro a otro campo de grandes posibilidades, el ring de la tentación en que nos debatimos continuamente. La aceptación de la voluntad de Dios nos promete la seguridad, la calma y la alegría aun en medio de la tribulación y del quebranto. La perfección se reduce a esta visión de ver la vida como una peregrinación continuada, porque apostatamos de nuestra profesión de viajantes tan pronto como frenamos la marcha. Tenemos que avanzar, y avanzar sin demora ni descanso, en medio del quebranto y de la incomprensión. Dios quiere que alimentemos estos pensamientos y que reduzcamos toda nuestra vida alegremente a contemplar el gozo de quienes le aman. Si Agustín nos ha anunciado que el amor hace dulce el trabajo y que cuando Cristo nos dijo: «Vengan a mí todos cuantos trabajan y yo los aliviaré», es que sabía que quien quiere seguirle debe unirse a El y por su medio pasar el abismo profundo de este mundo, en que muchos naufragan con tanta facilidad. Tema importante en la predicación de Agustín es lo que el designa como uti (usar), se aplica a las cosas terrenas de las cuales no se puede gozar y el frui (disfrutar)4, que queda únicamente para las cosas eternas y celestiales. La actitud del hombre frente a los bienes de la tierra es precisamente la indiferencia. ¿Qué significa esto? San Agustín responde con claridad: no se trata de despreciar los bienes materiales ni de rechazarlos; no se trata de separarse del mundo y pensar que la vida retirada es más fácil para el servicio de Dios. 4 “No ignoro que, propiamente hablando, el fruto es privativo del que goza, y el uso, del que usa, y que, al parecer, existe esta diferencia entre ambos: que decimos gozar cuando el objeto nos deleita por sí mismo sin necesidad de referirlo a otra cosa, y usar, cuando buscamos un objeto por otro. De donde se sigue que de las cosas temporales debemos usar, no gozar, para merecer gozar de las eternas. No como los perversos, que quieren gozar del dinero y usar de Dios, porque no gastan el dinero por amor de Dios, sino que dan culto a Dios por causa del dinero. Según el modo corriente de hablar, usamos de los frutos y gozamos de los usos. Ya está admitida también la costumbre de llamar frutos a los del campo, de los cuales todos usamos temporalmente” (La ciudad de Dios 11, 25).

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Únicamente se atiende a no engreíse por la prosperidad ni quebrantarse por la adversidad, sino, en uno y otro caso, saber conservar la presencia de ánimo y la consciencia de Dios y bendecirle. He aquí la postura cristiana frente a los acontecimientos y frente a todas las cosas. El cristiano no renuncia al progreso, no renuncia a los valores de la tierra; renuncia a gozarse en ellos y a considerarlo como fin en sí. La indiferencia ante lo terreno brota de la esperanza de lo celestial, y no puede existir ésta si antes no se ha hecho nacer en el corazón el deseo de la patria y la nostalgia de la eternidad. Y esto solamente sucede a quien tiene la esperanza muy fija y la fe muy viva, a quien es guiado continuamente por Cristo. Solamente con la mirada puesta en la patria puede realizarse felizmente la travesía por este mundo en que moramos, rodeados de enemigos por todas partes. En la misma conciencia del desterrado va ya implícito el deseo de la patria, y no se sentiría a disgusto en los bienes de la tierra si no se experimentara ciudadano de otra patria por la que suspira con ansia. San Agustín no se cansa de repetirnos que se corre por el amor, por el deseo; que el amor no puede permanecer inactivo; que no se va a Dios por espacios temporales. Y la nota característica de la vida cristiana ha de ser forzosamente, cuando la fe, la esperanza y la caridad están vivas, la alegría. Entra en ti mismo, continuamente repite Agustín esta invitación. El hombre necesita en la vida el silencio, y las almas que buscan a Dios, que ansian el fin, se agencian esos momentos del retiro del tumulto para pensar a solas sus problemas y sus visiones de Dios. Entra en sí mismo, pero no ha de quedar en sí mismo. Es muy peligroso, quizá más que la consideración de las obras externas, y debe, por consiguiente, no quedar allí, sino sobrepasarse, trascenderse también a sí mismo, buscar a Dios en sí mismo, pero sobre sí. De sí mismo pasa a Dios, su único refugio, y en El revierte todas las penas y las ansias de su espíritu, con peligro de incomprensión ante los hombres. Dios quiere justamente que hagamos de la vida una oración, y la convertiremos en tal cuando seamos capaces de bendecirle y alabarle tanto en la prosperidad como en la adversidad, tanto en el dolor como en la alegría, tanto cuando nos vaya bien como cuando no nos salen tan bien las cosas, tanto en los fracasos como en los éxitos. Haciendo bien todas las cosas, nuestra vida será un cántico de alabanza a Dios. San Agustín admite también la oración-petición, puesto que todo cuanto podemos lo podemos por la gracia de Dios, y es necesario pedir esa ayuda, pero le interesa mucho más la petición de esa gracia con un amor grande, que nos lleve a cantar con todas nuestras obras hechas, por amor, y exige de Dios que siga aumentando nuestro deseo, nuestra esperanza, nuestro amor, nuestro suspiro, y aumentando esto decrecerá el vicio y el pecado y progresará la vida espiritual. La oración-petición nace de nuestra indigencia, es oración de mendigos, de humildes ante Dios, que, reconociendo la propia miseria, se sientan a los pies del rico Y esta oración ha de ser gratuita, es decir, no debe ser interesada; se debe rogar a Dios por sí mismo y no por algo fuera de El. Sin embargo, es preciso orar con perseverancia, con tesón, sin cansarse, sin sentir tedio en la oración, como si Dios, por diferir conceder la misericordia, el perdón o la gracia que le pedimos, no escuchara nuestras plegarias. San Agustín, gran conocedor de los secretos de la vida espiritual, previene con mucho tacto: «Muchos languidecen en la oración. Al principio de su conversión oran fervorosamente, luego lánguidamente, después fríamente y al fin con negligencia. Se sienten como seguros. Vigila el enemigo; tú duermes». ¿Cómo se realiza esta oración? No se trata ya de esos ratos de plegaria en recogimiento ante el Señor, sino de una alabanza continuada que ha de constituir la base de nuestra 16

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existencia. ¿Cómo se alaba, pues, a Dios, siendo la alabanza nuestra oración? He aquí la solución agustiníana que nos resuelve los grandes problemas en medio de las preocupaciones agitadas de la vida, que nos acosa y nos priva de la tranquilidad para poder dedicarnos a una oración serena y sin prisas: Vivan bien y están alabando a Dios. Oramos a Dios cuando nos congregamos en la iglesia, dice el Santo; pero salimos de la iglesia y cesamos de alabar a Dios. Hay que alabar a Dios con todo nuestro ser, no solamente con la lengua y con la voz, sino con la conciencia, con la vida, con los hechos. Esa es la voluntad de Dios, y cumpliéndola le agradamos y agradándole le alabamos, alabándole le amamos y amándole estamos en conversación continuada con El, y ésa es nuestra oración. Cuando clamamos con la vida, aunque la lengua calle, estamos orando. La plegaria es un clamor a Dios, que ha de ser cordial siempre y en ocasiones procederá de nuestros labios, contando que lo esencial es el corazón, el amor, el deseo. Es preciso, pues, orar con el corazón, y esta oración cordial ha de tener su correspondencia en la vida. San Agustín nos llega a decir que laudare orare est, y se alaba viviendo bien, y se vive bien alimentando buenos pensamientos. Hagas lo que hicieras, si deseas la patria, el sábado eterno, no dejas de orar. Si no quieres interrumpir la oración no dejes de desear. Tu continuo deseo es tu voz continua. Callarás si dejas de amar. Deseo y amor, alabanza y canto, he aquí toda nuestra vida reducida a la oración. En las Enarraciones no se trata de «mística» ni de «contemplación», sino de vida cristiana llevada a su perfección completa. Agustín prefería exponer la vida sin complicaciones, según el curso ordinario de sus ideas. La Enarración al Salmo 41 es un magnífico resumen de la espiritualidad de las Enarrationes, por eso quiero concluir presentándoles los primeros números de esta Enarración. Agustín presenta siempre el binomio: alegría y tristeza, nostalgia y esperanza, deseo y patria, uso e indiferencia. Y en el mundo, conformarse con la voluntad de Dios y hacer de la vida una oración continuada: quidquid egeris, bene age et laudasti Deum (Lo que hagas, hazlo bien y habrás alabado a Dios).

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Sermón al pueblo5 1. [v. 2]. Hace ya tiempo que mi alma desea gozarse con ustedes en la palabra de Dios, y saludarlos en él, que es nuestro auxilio y nuestra salvación. Oigan por mi medio lo que el Señor nos da, y alégrense conmigo de su palabra, de su verdad y de su amor. De él hemos recibido un salmo, muy de acuerdo con su deseo, del cual les voy a hablar. Comienza este salmo por un santo deseo, expresado así por el que lo canta: Como el ciervo suspira por las fuentes de agua, así mi alma suspira por ti, oh Dios. ¿Quién es el que esto dice? Nosotros mismos, si lo deseamos. ¿Por qué vas a buscar fuera a ver quién es, cuando te es posible ser tú lo que estás buscando? Pero no se trata de un hombre, se trata de un cuerpo: el Cuerpo de Cristo, la Iglesia. Y no todos los que entran en la Iglesia tienen este deseo; en cambio los que han gustado la dulzura del Señor, y hallan en este cántico un sabor especial, no crean encontrarse solos. Tengan por cierto que esta clase de semilla está esparcida por el campo del Señor, por todo el orbe de la tierra, y que esta es la voz de toda unidad cristiana: Como el ciervo suspira por las fuentes de agua, así mi alma suspira por ti, oh Dios. Y bien podría entenderse que esta voz es la de aquellos que siendo todavía catecúmenos, se apresuran hacia la gracia del baño santo. Por eso cantamos aquí este salmo, para que de esta forma anhelen la fuente de la remisión de los pecados, como suspira el ciervo por las fuentes de agua. Que sea así, y que en la Iglesia este sentimiento ocupe realmente un puesto relevante. Sin embargo, hermanos, me parece que incluso en el bautismo los fieles no sienten saciado este anhelo; pero quizá si caen en la cuenta de por dónde están peregrinando, y hacia dónde han de llegar, se inflamarán todavía con más ardor. 2. [v. 1]. El título del salmo es: Para el fin, salmo, para comprensión de los hijos de Coré. Encontramos a los hijos de Coré también en los títulos de otros salmos, y recuerdo que ya hemos tratado y explicado lo que este nombre significa; recordaremos, no obstante, este título, y por el hecho de haberlo ya explicado, no dejemos de comentarlo de nuevo. De hecho no todos estaban presentes en los lugares donde lo expliqué. Coré fue un hombre, a cuyos hijos se les designa como “hijos de Coré”. Pero nosotros vamos a profundizar en este misterioso nombre, para que se nos ilumine lo que encierra. La verdad que es un misterio no pequeño que a los cristianos se les llame hijos de Coré. ¿Por qué hijos de Coré? Por ser hijos del Esposo, hijos de Cristo. A los cristianos se les llama, de hecho, hijos del Esposo. ¿Por qué identificamos a Coré con Cristo? Porque Coré significa Calvario. Muy de lejos viene esto. Preguntaba por qué a Coré se le identifica con Cristo. Pero ahora pregunto con más fuerza por qué a Cristo se le relaciona con el Calvario. ¿No sucedió que Cristo fue crucificado en el Calvario? Indudablemente. Luego los hijos del Esposo, los hijos de su pasión, los hijos redimidos por su sangre, los hijos de su cruz, que llevan en la frente lo que los enemigos fijaron en aquel lugar del Calvario, se llaman los hijos de Coré. A ellos se les canta este salmo para que entiendan. Activemos, pues, nuestro entendimiento, y si es que se nos canta a nosotros, tratemos de entenderlo. ¿Y qué es lo que debemos entender? ¿Qué pretende dar a entender el cántico de este salmo? Me atrevo a decir: Lo invisible de Dios desde la creación del mundo, resulta comprensible a través de sus criaturas. Ánimo, hermanos, traten de comprender mi anhelo, háganse partícipes conmigo de este mi deseo; tengamos juntos este amor, juntos tengamos esta sed ardiente, corramos juntos a la fuente para comprender. Suspiremos como el ciervo por la fuente, pero no la fuente del bautismo, que los catecúmenos desean para alcanzar el perdón de sus pecados, sino como ya bautizados, suspiremos por la otra fuente de que habla la Escritura: Porque en ti está la fuente de la vida. Sí, él es la fuente, él es la luz; porque tu luz nos hace ver la luz.Si es la fuente y es la luz, con toda razón es también la sabiduría, puesto que sacia el alma ávida de saber; y todo 5 Traducción del P. Miguel Fuertes Lanero O.S.A.

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aquel que entiende, es iluminado por una cierta luz no material, no corporal, no exterior, sino interior. Porque existe, hermanos, una luz interior que no la tienen los que no comprenden. Por eso el Apóstol, a los que anhelan esta fuente de vida, y algo perciben de ella, les dirige la palabra el Apóstol con esta recomendación: No vivan ya más como los paganos, que tienen la mente vacía, a oscuras en sus pensamientos, ajenos a la vida de Dios, por la ignorancia que hay en ellos, por la ceguera de su corazón. Si éstos están a oscuras en su mente, es decir, porque no entienden, andan a ciegas; y por tanto, los que entienden, son iluminados. Corre hacia las fuentes, suspira por las fuentes de agua. En Dios está la fuente de la vida, una fuente inagotable; y su luz es una luz que nunca se oscurece. Suspira por esta luz, por esa fuente y esa luz que tus ojos no conocen. Cuando se ve con esta luz, se habilita tu ojo interior; cuando bebes de esta fuente, la sed interior se inflama. Corre hacia la fuente, suspira por la fuente; pero no de cualquier modo, no corras como cualquier animal: corre como el ciervo. ¿Qué significa como el ciervo? No lo hagas con lentitud; corre veloz, anhela con prontitud la fuente. Bien sabemos que el ciervo tiene una singular velocidad. 3. [v. 2]. Pero quizá la Escritura no ha querido que nos fijemos solamente en este aspecto del ciervo, sino también en algún otro. Mira qué más cosas hay en el ciervo. A las serpientes las mata, y tras la muerte de las serpientes, arde en una mayor sed; tras haber eliminado a las serpientes, corre más apasionadamente a las fuentes. Las serpientes son tus vicios; elimina las serpientes del pecado: y suspirarás entonces con más intensidad por las fuentes de la verdad. Tal vez la avaricia te susurra algo tenebroso, te musita en contra de la palabra de Dios, en contra el mandato de Dios. Y puesto que se te dice: desprecia alguna cosa, no vayas a cometer pecado; si prefieres hacer el mal, antes que pasar por alto, antes que alguna comodidad temporal, has elegido ser mordido por la serpiente en lugar de darle muerte. Cuando das preferencia a tu vicio, a tu deseo, a tu avaricia, a tu serpiente, ¿cómo vas a encontrar en ti ese anhelo que te hace correr a la fuente de las aguas? ¿Cómo suspirarás por la fuente de la sabiduría, si todavía te afanas entre el veneno de la malicia? Da muerte en ti a lo que es contrario a la verdad. Y cuando te veas libre de las perversas codicias, no te quedes como si no tuvieras qué desear. Hay, sí, algo hacia lo que debes encaminarte, si es que en ti ya no hay nada que se te oponga. Me dirás, quizá, si ya eres ciervo: Dios sabe que ya no soy avaro, que ya no deseo nada de nadie, que se ha apagado en mí la pasión por el adulterio, que no me consumo ya por el odio, la envidia, ni nada semejante. Me dirás: todo esto en mí ha desaparecido, y tal vez buscas dónde complacerte. Sí, busca dónde complacerte, suspira por las fuentes de agua; Dios tiene con qué saciarte, y cómo colmar al que acude a él, y al que llega sediento como ciervo veloz, después de matar la serpiente.

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Iconographia magni patris Aurelli Augustini. 1624 Grabados de Boetius Bolswert

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Un caso de antiaristotelismo agustiniano: Lutero y la recepción de Aristóteles en la Reforma protestante Manfred Svensson Universidad de los Andes, Santiago de Chile msvensson@uandes.cl

Considerando la variedad de críticas a Aristóteles que se encuentra entre autores de la modernidad temprana, el artículo pregunta por la existencia de una crítica característicamente protestante. Las objeciones de Lutero son así explicadas como una variante reformacional de un tipo de crítica a Aristóteles común en el agustinismo tardomedieval. Finalmente, se evalúa los efectos de esta posición en Melanchthon. Palabras clave: Aristóteles, Lutero, Melanchthon, agustinismo tardomedieval. 1. Introducción ¿Existe un antiaristotelismo de la Reforma protestante? La respuesta afirmativa goza de cierta general aceptación. El caso de Lutero puede ser el más elocuente, pero para otros reformadores la caracterización como antiaristotélicos también ha sido usual. La pregunta por su aristotelismo o antiaristotelismo se enmarca, por supuesto, en un conjunto más amplio de preguntas respecto de la relación de la Reforma con la tradición intelectual precedente y con la modernidad. Así, lo común es que el antiaristotelismo de los reformadores sea acentuado por quienes destaquen el quiebre de la Reforma con la tradición intelectual precedente (por ejemplo MacIntyre, 1984, 165-167). Su aristotelismo, por el contrario, tiende naturalmente a ser acentuado por quienes destacan la continuidad con la misma o, por ponerlo en términos más elocuentes, por quienes afirman (laudatoria o críticamente) el papel de la Reforma no en poner término a la Edad Media sino en revitalizar sus preguntas —y algunas de sus respuestas— por un siglo y medio (Troeltsch, 2001, 257). Después de todo, a la Reforma sigue una escolástica protestante respecto de la cual hay un similar elenco de preguntas por su ubicación respecto de otros fenómenos en la historia de las ideas: o bien se considera a la escolástica protestante como una “recaída” en un modo de pensar ajeno a la Reforma, o bien —algo más plausible— se la considera como el desarrollo, la institucionalización de ciertas intuiciones de la Reforma, institucionalización que permite continuidad y discontinuidad tanto respecto de la Reforma como respecto de la tradición intelectual precedente (Muller, 1987-2003). AÑO 5

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En esa escolástica protestante Aristóteles desempeña obviamente diversos papeles. Para ella Aristóteles es “el Filósofo” tanto como lo es para la escolástica medieval, aunque tal como en el medioevo eso signifique niveles y tipos muy distintos de apropiación de la obra del Estagirita (Pleizier y Wisse, 2011). A veces significa apelación sustantiva al mismo, otras veces trivial —como quien remite a una enciclopedia a quien busca conocer el sentido de un término. Tanto en esta escolástica como en la Reforma que la precede hay por supuesto críticos de Aristóteles y críticas a Aristóteles también por parte de quienes lo ven con simpatía. La cuestión que me interesa aquí es la naturaleza de esas críticas: habiendo en los siglos XVI y XVII ya varios tipos de antiaristotelismo, interesa ver en qué medida hay alguno particular de la Reforma. Un escolástico protestante de primera importancia, como John Owen, puede, por ejemplo, presentar sus ocasionales críticas a Aristóteles apoyándolas con referencias a Agrícola, Erasmo y Vives — difícilmente un elenco de autores distintivo del protestantismo (Owen, XIV, 315316). Entre los estudiosos contemporáneos ocasionalmente se encuentra algo similar. En su importante artículo sobre la tradición peripatética, “De Aristóteles a Leibniz”, Ingemar Düring menciona el lugar de Aristóteles en la Reforma en una línea en la que nombra a Lutero junto a Vives y Nizolio como representantes del fiero rechazo del humanismo al Aristotelismo “degenerado” de la escolástica (1968, 209). La impresión que da un texto como el de Düring —ilustrativo de una amplia literatura—, es elocuente: no solo se ignora el aristotelismo de la Reforma, sino que su antiaristotelismo es presentado como simple reflejo o paralelo del antiaristotelismo de ciertos humanistas. En lo que sigue busco abordar este problema con especial atención puesta en Lutero. Al respecto son tres las tesis principales que interesa transmitir en este capítulo. En primer lugar, que su antiaristotelismo es de una naturaleza tal que si bien no puede ser tenido por exclusivamente protestante (pues tiene algo de genéricamente agustiniano), contrasta con otros antiaristotelismos del periodo. En segundo lugar, que no obstante estar este antiaristotelismo de Lutero conectado con aspectos centrales de la Reforma, el rechazo de Lutero por Aristóteles constituye no la norma, sino la excepción dentro del temprano protestantismo. Tras considerar su trasfondo medieval y las principales preocupaciones de Lutero, lo pondremos en ese mayor contexto, al contrastarlo con la figura de Melanchthon. En tercer lugar, sin embargo, el carácter paradigmático que suele atribuirse al aristotelismo de Melanchthon será aquí matizado, atendiendo a la huella que la posición de Lutero dejó en la obra de su colega y estrecho colaborador. 2. Martín Lutero y el antiaristotelismo tardomedieval Que Martín Lutero puede ser contado entre los antiaristotélicos es algo de lo que no cabe ninguna duda, aunque participa, como a nadie ha de extrañar, de ocasionales referencias positivas a Aristóteles y parte del lenguaje de éste se encuentre asumido sin conflicto por el reformador alemán. Hay además en Lutero una reiterada pretensión de no solo haber leído a Aristóteles, sino de haberlo entendido mejor que sus antecesores medievales. Él habría entendido a Aristóteles mejor que tomistas y otros, y si solo tuviera tiempo para explicarlo mostraría el absurdo de intentar armonizarlo con Platón como lo hace Pico della Mirandola —aunque, precisa, tampoco el Aristóteles bien entendido sería compatible con el cristianismo (WA Br 1, 157).1 Como en tantos otros tras él, Lutero es generoso 22

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en epítetos respecto del Estagirita. Éste sería un “embaucador” (fabulator), un “filósofo rancio” (rancidus philosophus), según escribe Lutero varios años antes de iniciarse la Reforma (WA 9, 23 y 43). El conocedor de Aristóteles fácilmente se encoge de hombros ante las afirmaciones de Lutero, concluyendo que no hay modo de llevar una discusión seria sobre esta base: es difícil discutir con quien rara vez pasa del insulto al argumento. Como contraparte, está la disposición de no pocos estudiosos de Lutero que, viendo a éste presumir de conocimiento de Aristóteles, y viendo que de dicho conocimiento se desprende un juicio negativo sobre el Estagirita, no pueden sino dar por sentada la validez de dicho juicio. Lutherus dixit. ¿Cómo mediar entre estas posiciones? ¿Es simple ignorancia lo que hay en Lutero? ¿O hay algo de juicios fundados, pero oscurecido por su característica exageración? ¿O debemos de hecho inclinarnos por una matizada pero sustantiva defensa de sus declaraciones? En algunos casos el contexto permite responder a estas preguntas más fácilmente que en otros. Cuando Lutero escribe, por ejemplo, que el Espíritu Santo es más que Aristóteles (WA 6, 511), esto puede parecernos una aclaración innecesaria. Con todo, es un tipo de afirmación que adquiere algún sentido cuando se considera que al frente Lutero tiene no la matizada apropiación de Aristóteles de los grandes escolásticos, sino a polemistas de la corte papal como Prierias escribiendo que la verdad de Aristóteles deslumbra más que el sol, y que ninguna falsedad ha sido hasta ahora encontrada en él (Janz, 1989, 18). Pero ese tipo de explicación con atención al contexto no siempre se encuentra a la mano, obligándonos a dar cuenta de modo más detenido de la posición de Lutero. “Aristóteles es a la teología lo que las tinieblas son a la luz”(WA 1, 226). Una afirmación como ésta puede ser leída de diversos modos y podría estar enraizada en distintas tradiciones. No es extraño que una parte de la literatura vea aquí indicios para pensar en una tradición antiaristotélica de Lutero a Hobbes, como parte de una general influencia de la Reforma sobre la conformación del pensamiento moderno. Pero tal conclusión resulta precipitada: en el siglo XVI hay ya más de un tipo de antiaristotelismo, y solo con conciencia de esas múltiples alternativas puede trazarse la genealogía de posiciones posteriores. En efecto, en este punto de la historia uno ya encuentra al menos dos modos frecuentes de enfrentar la influencia que Aristóteles ha tenido sobre la teología: algunos resaltan la insuficiencia de Aristóteles, el carácter parcial que otorga el conocimiento natural y la necesidad de una revelación que supla esa carencia (así puede leerse las posiciones de Escoto y el Cusano); otros, en tanto, se concentran no en la insuficiencia de Aristóteles, sino en la pérdida de la (presunta) simpleza del cristianismo primitivo por la adopción de una sofisticada filosofía (cuéntese aquí a Valla y Erasmo). Pero hay una tradición más, a saber, aquella tradición agustiniana con particular conciencia de sus tensiones respecto de sus contemporáneos aristotélicos. Es un tipo de antiaristotelismo de larga data, pero que de modo particular se intensifica al tener como contraparte el aristotelismo radical en los años 70 del siglo XIII. Naturalmente es posible encontrarse con combinaciones de estas tradiciones. Pero lo característico de la tradición agustiniana no es, por ejemplo, el lamento por la pérdida de la sencillez del mensaje cristiano. Quien dirige la mirada a dicho antiaristotelismo agustiniano, efectivamente encuentra cierto espíritu, y no solo cierto espíritu sino también fórmulas específicas que podrían haber sido abrazadas por Lutero. Así, por ejemplo, en Absalón de

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san Víctor y su disyunción entre una teología fundada en Cristo y una teología fundada en Aristóteles (PL 211, 370). La condena (sin matices) de 1277 por parte de Tempier, o las Collationes (más sofisticadas) de Buenaventura, representarían así hitos que nos vuelven menos excepcional al monje del siglo XVI.2 Ya Grabmann (1936, 63-101) llamaba la atención sobre la considerable continuidad con que puede ser seguida dicha tradición de crítica a Aristóteles. Pero cabe, dentro del agustinismo tardomedieval, precisar algo más el tipo de trasfondo inmediato al que responde Lutero. Adolar Zumkeller (1963) ha llamado la atención sobre la obra de dos agustinos —Fidati de Cascia y Hugolín de Orvieto— cuya obra Lutero conoció y que lo habrían influenciado. En ambos se encuentra una crítica a la influencia de la filosofía sobre la teología muy similar en tono a la de Lutero, en el caso de Hugolín de Orvieto anclada al nombre de Aristóteles. Datando el comentario de Hugolín sobre las Sentencias de principios del siglo XV, Lutero lo habría leído a comienzos alrededor de 1514. Puede disputarse exactamente qué autores son los que transmiten de modo más decisivo esta tradición a Lutero, pero en cualquier caso hay una extensa y variada tradición agustiniana de crítica a Aristóteles que parece indudablemente influenciarlo.3 La conciencia de ese hecho puede volver comprensibles afirmaciones que de otro modo parecerían ser simplemente embarazosas. A mediados de los años treinta, por ejemplo, Lutero ya no solo critica el aristotelismo de Tomás, sino que lo acusa de averroísmo (WA 25, 219 y 43, 92). Podría objetarse con facilidad a Lutero el no estar tomando siquiera noticia de la oposición de Tomás a los averroístas en la última etapa de su carrera. Pero aunque tal objeción venga plenamente al caso, cabe notar que la crítica de Lutero goza de cierta plausibilidad dentro de esa tradición que en parte consideró a Tomás como tocado por la condena de 1277. La adhesión a Aristóteles, podría oírse decir a esta tradición, lleva quiérase o no a las tesis por todos rechazadas. Bien cabe señalar, por cierto, que en esto la tradición agustiniana es simplemente un caso —si bien uno particularmente acentuado y en una tradición de amplia continuidad— de problemática relación de una tradición religiosa con tesis aristotélicas. Después de todo, un conjunto más o menos estable de problemas —eternidad del mundo, resurrección del cuerpo, conocimiento de singulares de parte de Dios— resultaba no menos problemático para autores como Al-Ghazali en el islam y para diversos autores cristianos fuera de la tradición agustiniana. Pero con la tradición agustiniana estamos ante una tradición teológico-filosófica algo más robusta, y también ante cierta ampliación del elenco de tópicos que son evaluados críticamente. Ahora bien, la posición de Lutero en esta tradición agustiniana bien puede ser descrita como un asumir la misma, pero ampliando de modo particularmente enfático la preocupación por la filosofía práctica de Aristóteles. “La Ética completa de Aristóteles es el mayor enemigo de la gracia”, reza una característica tesis de 1517 (WA 1, 226). Hay, por cierto, pasajes dispersos en los que se refiere a problemas como la eternidad del mundo o la idea de un Dios que solo se conoce a sí mismo (así, por ejemplo, en las críticas del De servo arbitrio a la impasibilidad del Dios aristotélico que solo se conoce a sí mismo, WA 18, 706 y 785); hay también en la producción temprana de Lutero un importante texto que recapitula el conjunto de dichos tópicos clásicos del antiaristotelismo agustiniano. La temprana Disputación de 24

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Heidelberg, en efecto, cuenta con una serie de tesis teológicas, y otra serie de tesis filosóficas. En estas últimas, uno encuentra un Lutero que hace exégesis filosófica de tesis filosóficas, que amplía su preocupación por el aristotelismo a la serie de problemas teóricos propios del agustinismo medieval, y que ofrece en reemplazo de Aristóteles un antídoto no teológico sino filosófico: Platón. Con todo, dicho importante texto no fue —increíblemente— objeto de publicación alguna hasta ser editado por Junghans (1979), por lo que podemos aquí dejarlo de lado como un texto que ciertamente merece consideración detenida para la comprensión de Lutero y su relación con la filosofía, pero que no es relevante para la impronta que dejaría sobre el resto del protestantismo (para análisis del mismo véase Dieter (2001, 431-631). También el agustinismo tardomedieval tiene preocupaciones de tipo práctico, por cierto. Cuando Lutero escribe que “es un error pretender que la comprensión aristotélica de la felicidad no es incompatible con la doctrina católica”(WA 1, 226), estamos ante una afirmación que perfectamente podría provenir del cardenal Tempier (véase, por ejemplo, las tesis condenadas 22 y 157). En Hugolín de Orvieto, asimismo, uno encuentra objeciones respecto del carácter puramente temporal de la felicidad buscada por Aristóteles, de un tenor similar al encontrado en Lutero. Con todo, la objeción estándar de Lutero es otra: Aristóteles explica la justicia diciendo que la adquirimos por la realización de actos justos; pero no es así: es solo siendo justificados que puede emanar de nosotros la justicia. Afirmaciones en este sentido pueden ser encontradas desde los más tempranos escritos de Lutero. Así, por ejemplo, en las lecciones sobre Romanos, anteriores al inicio formal de la Reforma en 1517. Explicando la expresión “la justicia de Dios”(Rm. 1:17), escribe ahí que esta lleva dicho nombre precisamente “por contraste con la justicia de los hombres, que nace de las obras”. Así, continúa Lutero, “la define Aristóteles en el libro tercero de la Ética, pues según él la justicia nace de los actos”(WA 56, 172). Esta toma de posición, en diversas formulaciones, es recurrente; sabemos, además, que entre las primeras tareas académicas del joven Lutero estuvo el comentar la Ética, el texto al que está refiriendo (WA Br 1, 17). Uno de los elementos que particularmente llama la atención es el hecho de que con frecuencia, al objetar esta posición de Aristóteles, Lutero lo hace mediante un contraste explícito con Agustín, citando pasajes del De spiritu et littera —el más temprano de los textos antipelagianos de Agustín y el de más decisiva influencia en la Reforma (WA 56, 172; 1, 364 y WA Br 1, 70). Si uno se enfoca en estos pasajes, la inclinación a leer esto dentro de la entonces ya larga historia de tensiones entre la obra de Aristóteles y la de Agustín parece justificada, y salta a la vez a la vista lo centrales que son las objeciones de Lutero a Aristóteles para su propio proyecto. Se trata de algo vinculado al núcleo mismo del movimiento reformador. Pero surgen aquí varios puntos a tener en cuenta si queremos captar el alcance y la motivación de la crítica de Lutero a la comprensión aristotélica de la adquisición de virtudes. Como en todas las materias, cabe preguntarse qué hay de crítica a Aristóteles y qué de crítica a la apropiación teológica del mismo en el medioevo. No es poco frecuente que la cuestión sea tratada de modo indiferenciado, y Lutero mismo guarda cierta responsabilidad por ello. Si hoy resistimos la tentación de identificar a Aristóteles y Tomás de Aquino, por ejemplo, Lutero hace bastante por fomentarla. En La cautividad babilónica de la iglesia nos habla —a propósito de la

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transubstanciación— de su descubrimiento de “qué iglesia es ésta que toma tales determinaciones, a saber la tomista, la de Aristóteles”(WA 6, 508). El joven Lutero puede haber pasado un mal rato enseñando la Ética, pero es esta asociación con la teología medieval lo que hace que Aristóteles siga estando en su mente por el resto de su vida. Así, en 1518 escribe de un Aristóteles de cuatro cabezas (quadriceps Aristoteles) que se expresa en tomistas, escotistas, albertistas y modernos (WA 1, 509). Cabe, pues, afirmar que Lutero no tiene ningún interés independiente por Aristóteles, y que por tanto como regla cabe esperar que sus críticas al mismo vayan dirigidas en realidad a su adopción medieval. Pero eso obliga a preguntarse si acaso la crítica a Aristóteles, así como la formula Lutero, es aplicable a la escolástica como un conjunto o a alguno de sus principales representantes. A esa pregunta bien cabría responder que la posición aristotélica se encuentra tan modificada por la concepción tomista de hábitos infusos, que teólogos protestantes de ortodoxia impecable como John Owen pudieron seguir la misma huella (Cleveland, 2013, 69-120). La crítica de Lutero solo tendría sentido, aparentemente, si se dirigiera con exclusividad a Aristóteles (y si Lutero asume que en esto fue recibido sin modificación sustantiva por los escolásticos). Pero la posición de Aristóteles, como entre los estudiosos de Lutero lo ha destacado Theodor Dieter, no está suficientemente descrita con la afirmación de que el hábito es fruto de ejercitación. Respecto del origen de la virtud hay aquí, después de todo, una serie de problemas de cuyo planteamiento Aristóteles se hace cargo. Por lo pronto, está la gran dificultad de pensar cómo el que se ha vuelto injusto podría luego dejar de serlo. Aristóteles lo aborda en medio de su discusión sobre la voluntariedad del vicio en el libro III de la Ética a Nicómaco. Si bien volverse licencioso o injusto, escribe ahí, es voluntario, “no es por la simple voluntad que alguien dejará de ser injusto y se volverá justo”(EN III, 5 1141a 12-15). La idea de que “el principio” está en el agente es literalmente una concepción acerca del principio de la acción: arrojada la piedra, no es fácil ver cómo recobrarla. Esos son textos aristotélicos con los que alguien educado por el libro VIII de las Confesiones de Agustín podría sentirse perfectamente cómodo. Desde luego la manera en que Aristóteles plantea la cuestión está lejos de la noción de pecado original, noción según la cual todos estamos en la posición del licencioso o el injusto que Aristóteles describe; pero está no menos lejos de la idea de que siempre esté en nuestra mano el reorientar nuestra vida: “una vez que han llegado a serlo [licenciosos, injustos], ya no les es posible no serlo”(EN III, 5 1141a 21-22). Es más, si bien en Aristóteles efectivamente hay una prioridad temporal de la operación sobre el hábito, en el libro II de EN destaca el hecho de que en rigor el acto virtuoso solo puede ser llamado tal cuando proviene de la disposición virtuosa: “las acciones se llaman justas y moderadas cuando son tales que un hombre justo y moderado podría realizarlas” (EN II, 4 1105b 5-7). No es, pues, que en Aristóteles tengamos la posición según la cual nos volvemos justos por realizar actos justos y en Lutero la alternativa opuesta; Lutero convierte más bien en alternativa —simple prioridad del acto o del hábito— lo que en Aristóteles no es tal: hay un sentido fuerte en el que Aristóteles puede decir que solo del que ya es justo salen actos justos. No es inconcebible que bajo condiciones de recepción distintas un Lutero hubiese podido citar esa posición a su propio favor. Pero como ha notado Theodor Dieter, si bien en Aristóteles algunos de estos puntos son problematizados, lo mismo no vale 26

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para todos sus comentadores tardomedievales. En Buridan y Gabriel Biel, por lo pronto, una simple remisión a la capacidad del libre albedrío para corregir el vicio basta para solucionar lo que en Aristóteles tiene un carácter algo más aporético (Dieter, 2001, 175-193). Viniendo de una tradición agustiniana, y enfrentando a ese Aristóteles, no hay mucho que extrañarse del resultado. 3. Melanchthon Parece claro que las afirmaciones de Lutero respecto de Aristóteles se enmarcan en una medida sustantiva en su preocupación por el currículo universitario. Una relativamente extensa muestra de esta preocupación se encuentra en su escrito A la nobleza de la nación alemana de 1520, donde se lee sobre el reinado de este “ciego maestro pagano” sobre la sagrada Escritura y la fe cristiana, y sobre la reforma de las universidades como la principal tarea que podría acometer un papa o un emperador. La propuesta de Lutero en ese escrito es la abolición de la Física, Metafísica, el De anima y la Ética, mientras aconseja estudio “abreviado” de la Lógica, la Retórica y la Poética (WA 6, 457-458). Una célebre carta al superior de los agustinos, Johannes Lang, a comienzo de 1517, suele ser citada como indicio de la fuerza que en Wittenberg habría cobrado la posición de Lutero: “Bajo la ayuda de Dios nuestra teología y Agustín hacen grandes progresos y predominan en nuestra universidad. Aristóteles decae paso a paso y se encamina a ruina eterna”(WA Br 1, 99). Pero hay abundantes motivos para corregir la influencia que esta carta sigue ejerciendo sobre las descripciones del periodo (como Lindberg, 2009, 63 y McGrath, 2005, 61), donde se cita como fiable descripción de hechos. Como lo ha mostrado Heinz Scheible en un estudio sobre la evolución del currículum filosófico de la universidad de Wittenberg durante los primeros años de la Reforma, la afirmación de la carta de Lutero constituye más una expresión de sus deseos que una descripción de hechos. En realidad, el plan de estudios del año siguiente incorpora a Aristóteles más fuertemente que hasta entonces: a la exposición de varias de sus obras mayores en via tomista y escotista se suma desde entonces su exposición en formato humanista (Scheible, 2010, 130-141). Incluso textos que hasta ese momento habían recibido un trato menor o nulo, como la Metafísica, son explícitamente incorporados al programa. En palabras de Scheible, “precisamente en el momento en que Lutero lanza en Heidelberg una invectiva contra Aristóteles, en Wittenberg fueron creadas tres cátedras más dedicadas al mismo”(103). Es evidente que la mente tras la reforma universitaria de dicho año no es Lutero. Pero tampoco es Melanchthon, sino el consejero de Federico el Sabio, Georg Spalatin. Pero eso ya nos vuelve conscientes de la diversidad que reina en Wittenberg, y constituye un adecuado punto para pasar a considerar a Melanchthon. Este, en efecto, es con frecuencia citado como el ejemplo principal de aristotelismo protestante. Con todo, antes de considerar la legitimidad de dicho énfasis, conviene notar que hay un temprano antiaristotelismo de Melanchthon. Este se da bajo influencia de Lutero, quien desde luego causó gran impresión en su más joven colega. La formación inicial de Melanchthon había sido en Tubinga de 1512 a 1518, bajo un cruce de humanismo y via moderna. Y aquí importa destacar que ambos movimientos, en la forma en que los encontró en Tubinga, lo movían al aprecio por Aristóteles. En efecto, si atendemos a la mejor información que tenemos al respecto, la biografía de Melanchthon redactada por su amigo Joachim Camerarius, en Tubinga Aristóteles era identificado de modo principal con la via moderna. AÑO 5

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En la descripción que Camerarius hace de la querella de las vías en el ambiente en que se educó Melanchthon (reproducida por Oberman, 1989, 424) una vía, la de aquellos que “reales sunt nominati” es descrita por su adhesión a Platón o a alguna variante de su concepción (veluti Platonicam de Ideis...); la otra vía, “más bien seguidora de Aristóteles”, sería la de los llamados “nominales” o “moderni”. Ahí mismo, Melanchthon es descrito por Camerarius como alguien que si bien adhiere a la segunda de estas vías, buscaba una conciliación entre ambas. Este Aristóteles de la via moderna tiene por supuesto varios rostros, y poco sabemos de las influencias principales sobre Melanchthon. Pero es un aristotelismo poco dado a la especulación metafísica. No es extraño que si bien Melanchthon comentaría más adelante casi la totalidad del corpus aristotélico, nunca comentara la Metafísica —a pesar, como hemos visto, de su inclusión en el currículum wittenbergense por parte de Spalatin. Junto a ello, es un Aristóteles al que se acude por su contribución a la precisión científica (Oberman, 1989, 43-46). En Melanchthon este trasfondo se percibe, por ejemplo, en un elogio de por vida a Aristóteles como maestro del método. Si eso es lo que recibe de cercanía a Aristóteles a través de la via moderna, hay otro tanto a destacar por el lado de la participación del joven Melanchthon en el movimiento humanista alemán. Melanchthon mismo había sido partícipe, se ha por lo general asumido, de un proyecto no concretado de edición del corpus aristotélico. En mayo de 1518 escribe a otro joven colega diciéndole que está trabajando “por la reinstauración de lo aristotélico”(ad instauranda aristotelica), pues lo que se escribe del filósofo griego en Alemania es indigno del peripato (CR 1, 26). Que de hecho se tratara de un proyecto de edición, y no de un proyecto de interpretación, ha sido objeto de cierta discusión. Como ha sugerido Maurer (1967, vol. 1) “ad instauranda Aristotelica” puede significar el deseo de ofrecer una buena interpretación humanista, como las que circulaban ya en Francia o en Italia. Se trata, en cualquier caso, de una expresión inequívoca de entusiasmo de parte del joven Melanchthon por Aristóteles. Este es el estado de su interés por Aristóteles hasta llegar a Wittenberg, y todavía se puede encontrar en su lección inaugural en dicha universidad en 1518, De corrigendis adulescentiae studiis (CR 11, 15-25).4 Pero tras poco tiempo ahí, la crítica de Lutero lo gana, y durante 1519-1522 no se queda detrás de éste en el tenor de sus críticas a Aristóteles. El detalle de este proceso ha sido detalladamente establecido por Nicole Kuropka (2002, 24-29). Hacia 1520 el nombre de Aristóteles desaparece incluso de los manuales de dialéctica redactados por Melanchthon, donde antes ocupaba un importante lugar. La crítica a la influencia negativa que Aristóteles habría tenido sobre la teología conduce, pues, aunque sea por un brevísimo período, a un rechazo generalizado de su obra. Pero el rechazo de Aristóteles durante este periodo lo lleva a buscar una alternativa que también sea filosófica. Así es como Cicerón empieza a desempeñar no sólo el papel que naturalmente desempeñaba en la retórica, sino que a comienzos de 1524 Melanchthon comienza a dar lecciones sobre el De officiis, que constituye así un reemplazo transitorio de la filosofía moral aristotélica. Tal es la situación hasta comienzos del año 1526; en ese momento Aristóteles retoma el lugar que ocupaba en los tratados de dialéctica, y el año siguiente ya está ofreciendo lecciones sobre la Ética a Nicómaco. Detengámonos algo en este Melanchthon antiaristotélico. Los Loci Communes de 1521 —la primera teología sistemática producida por un luterano— constituyen 28

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un buen lugar para evaluar el carácter de la primera reacción, negativa, de Melanchthon respecto de Aristóteles. Conviene tomar nota de cuán central esto parece en el proyecto de Melanchthon en dicho período. En la epístola dedicatoria de la obra señala que ésta tiene dos propósitos fundamentales: enseñar a los jóvenes qué deben buscar en las Escrituras y mostrarles a qué tipo de alucinaciones llegan quienes guían su teología por Aristóteles en lugar de Cristo (MWA II/1, 17). Tal contraposición entre las enseñanzas de Aristóteles y las de Cristo es repetida también en el primer capítulo de la obra, donde además añade que esta corrupción de la iglesia reciente por Aristóteles sería análoga a la corrupción de la iglesia antigua por Platón. A diferencia de Lutero, Platón no parece ser concebido por Melanchthon como alternativa. Tal como en el caso de Lutero, un primer comentario muy sencillo que parecería poder hacerse sobre estas dos primeras referencias a Aristóteles en la obra, es que dicen relación no con lo que Aristóteles sería per se, sino con lo que sería una teología guiada por el mismo. Pero esta explicación no puede extenderse al conjunto de la obra. En efecto, de las seis menciones a Aristóteles o al aristotelismo en los Loci de 1521, dos se refieren, si bien de modo general, a la filosofía de Aristóteles. La primera de ellas se encuentra en medio de una enumeración de diversos vicios de filósofos. De la mayoría de ellos Melanchthon nombra alguna virtud para luego señalar que se encuentra oscurecida por la vanagloria. Con todo, de Aristóteles no nombra virtud alguna, sino que señala que toda su filosofía se encuentra caracterizada por un “afán de disputa” (libido rixandi) tal, que ni siquiera permite contarlo entre los autores de la “filosofía exhortativa” o “edificante” (paraeneticae philosophiae, MWA II/1, 36.) La segunda mención que aquí nos interesa se encuentra en el capítulo de lege, en concreto la discusión sobre cómo conocemos la ley moral. Lo que sostiene Melanchton aquí, y que mantendrá de por vida en sus textos de filosofía y teología moral, es que así como hay principios teóricos de los que depende todo nuestro proceder cognitivo, tiene que haberlos prácticos. Pero tras afirmar esta tesis, termina señalando que no le interesa si acaso ella coincide o no con la filosofía de Aristóteles (id ut conveniat cum Aristoteles philosophia, non laboro).5 “¿Qué nos puede interesar la opinión de este disputador”(ille rixator, MWA II/1, 36)? Pero aunque la afirmación de independencia respecto de Aristóteles en este punto sea justificada —ese paralelismo no se encuentra en él—, se trata de una doctrina que Melanchthon con toda probabilidad ha recibido de la tradición de comentarios al Estagirita. Abandonada poco después esta reticencia respecto de Aristóteles, la obra de Melanchthon como comentador del mismo es ingente. Todas las obras mayores de Aristóteles, excepción hecha de la Metafísica, son no solo comentadas por Melanchthon en los años siguientes, sino que se trata además de comentarios frecuentemente revisados y reeditados por él mismo. A eso cabe sumar la incorporación de Aristóteles en sus propias obras. Cabe notar, por cierto, que esto no puede ser razonablemente explicado como simple adhesión a las tareas asignadas por el curriculum. Por una parte, porque desde 1525 Melanchthon contaba con un estatuto especial por el que enseñaba lo que le pareciera, por otra parte porque incluso comenta obras de Aristóteles —como la Política—que hasta después de su muerte no fueron incorporadas al currículum wittenbergense. ¿Pero a qué aristotelismo arriba Melanchthon tras esta temprana adhesión a las

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Iconographia magni patris Aurelli Augustini. 1624 Grabados de Boetius Bolswert AĂ‘O 5

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críticas más acérrimas de Lutero? Aquí conviene cierta cautela ante la tendencia a describirlo sin más como aristotélico (Frank, 1995, 16-23). La suya es una obra altamente ecléctica, y Aristóteles muchas veces es favorecido por motivos más pedagógicos que sustantivos. El comentario a Aristóteles con frecuencia le sirve para simplemente ordenar los loci que deben ser objeto de discusión. Está lejos de proceder haciendo cuidadosa exégesis de Aristóteles. No cabría decir, por otra parte, que “bautiza” a Aristóteles en el sentido de hacer como si fuera compatible sin más con el cristianismo. Pero tampoco purga sus comentarios a Aristóteles de preocupaciones teológicas; por el contrario, los enmarca con toda claridad en un marco teológico —la distinción entre ley y evangelio— destinado a enfatizar su limitada validez. Veamos brevemente cómo trata Melanchthon aquello que para Lutero resultaba problemático. Al comentar EN III, 5 sobre la voluntariedad del vicio y la posibilidad de salir del mismo por obra de la simple voluntad, Melanchthon introduce el capítulo diciendo que aquí el Estagirita inserta una discusión sobre el libre albedrío que puede ser explicada con facilidad por los que han sido rectamente instruidos en la doctrina cristiana. Melanchthon ocupa el pasaje, de hecho, para una presentación sumaria del estado postlapasario del hombre y de la gracia como remedio. Lo que hace a partir de ahí no es rechazar de modo sumario a Aristóteles como lo haría Lutero y como poco antes lo hizo él mismo, pero tampoco apunta al reconocimiento que hace Aristóteles de los problemas presentes en la adquisición de la virtud. En lugar de eso, presenta la doctrina de Aristóteles como si fuese una doctrina solo sobre la realización de actos externos: “aquí hay que advertir que Aristóteles habla sobre las acciones civiles”(CR 16, 310), escribe. Esta puede ser una fatal incomprensión de Aristóteles, pero es una incomprensión que se arrastra desde su propio periodo antiaristotélico. Si nos dirigimos una vez más a los Loci de 1521, encontraremos ahí la raíz de este tipo de exposición de Aristóteles. La sección sobre el libre albedrío en dicha obra afirma, de hecho, que Aristóteles habría sido el responsable de introducir la idea de una voluntas. “Si hubiésemos preferido el término bíblico corazón al aristotélico voluntad, habríamos evitado los más crasos errores”, escribe Melanchthon. “Aristóteles, continúa, llama voluntad a la elección en cuestiones externas, una libertad sumamente engañosa”(MWA II/1, 29). Así, mientras Lutero le imputa a Aristóteles la idea de que una transformación interior del sujeto puede darse por la repetición de actos externos sea cual sea el estado interior precedente, Melanchthon le imputa no pretender modificación de disposición interior alguna (una posición que los restantes aristotélicos protestantes parecen seguir tan poco como al antiaristotelismo de Lutero). El aristotelismo y antiaristotelismo en Wittenberg se encuentran, pues, en una relación que no es de simple antagonismo. 4. Consideraciones finales El antiaristotelismo de Lutero, con todo lo que tiene de afirmaciones gruesas y malentendidos, representa no un antiaristotelismo cualquiera, sino una variante muy específica: es una de las formas que toma el antiaristotelismo del agustinismo tardomedieval. Así, si algunos de los controversialistas católico-romanos del siglo XVI reconducían el conjunto de los errores de Lutero a su rechazo de Aristóteles (como lo ha hecho notar Bagchi, 1991, 73-76), él mismo difícilmente puede haber tenido alguna duda de la catolicidad de su crítica al mismo. Y puestos en el marco 32

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de las preguntas que mencioné en la introducción sobre el lugar de la Reforma en la tradición intelectual, bien cabe preguntarse si esta conclusión no obliga a replantear la discusión: el antiaristotelismo puede ser indicio de modernidad —o todo lo contrario. En segundo lugar, hay que preguntarse en qué medida el antiaristotelismo de Lutero es representativo del temprano protestantismo. No es fácil determinar el lugar de una personalidad abrumadora como Lutero dentro de un conjunto de movimientos de reforma. Y ocurre que el antiaristotelismo de Lutero ni siquiera resulta paradigmático para su propia universidad, ni para su entorno más cercano. Junto a él se encuentra Melanchthon, quien si bien cede por un breve tiempo ante la impresión causada por Lutero, luego vuelve a comentar profusamente a Aristóteles, presentándolo como la filosofía menos sofística que las nacientes universidades protestantes tendrían a la mano (CR 11, 278-284). Uno de los hechos más llamativos de la relación entre Lutero y Melanchthon es que, a pesar de toda la virulencia del antiaristotelismo de Lutero, no haya rastro de objeciones suyas al quehacer de su joven colega como difusor de Aristóteles. Pero así como no corresponde tomar el antiaristotelismo de Lutero como representativo del luteranismo o el protestantismo en general, la misma afirmación vale para el aristotelismo de Melanchthon. Su obra como organizador de varias jóvenes universidades protestantes, así como la redacción de sus propios comentarios a Aristóteles, evidentemente dejó una huella significativa en la recepción de Aristóteles en el mundo protestante, como atestigua nadie menos que Leibniz en el discurso preliminar de su Teodicea. Pero del mismo modo que él se comporta con independencia respecto del antiaristotelismo de Lutero, hay también entre los hombres más cercanos a Melanchthon —como el ya citado Camerarius— una visible independencia respecto de él. Tanto más hay que afirmar esa independencia en la recepción de Aristóteles en el mundo protestante allende las fronteras luteranas. En una universidad calvinista como Heidelberg, donde una generación más tarde enseña un gran porcentaje de discípulos de Melanchthon, los alumnos estudian la obra de Aristóteles de la mano de los comentarios del jesuita Francisco Toledo y de Theodor Zwinger, un calvinista discípulo de Petrus Ramus (Selderhuis, 2012). Pedro Mártir Vermigli constituye asimismo un elocuente ejemplo de un contemporáneo con un trasfondo de agustinismo tardomedieval similar a Lutero, pero que adhiere a la Reforma sin que su aristotelismo pase por crisis alguna en el proceso. Como ha señalado Charles Schmitt respecto de la tradición de comentarios a Aristóteles, “casi se puede decir que desde 1550 hasta 1650 la tradición era más fuerte entre los protestantes que entre los católicos”(2004, 46-47). Pero no se trata necesariamente del aristotelismo de Melanchthon. Así como es necesario especificar el tipo de antiaristotelismo que se encuentra en la Reforma, la variedad de aristotelismos presentes en ella es algo sobre lo que estamos lejos de poseer un panorama razonable.6

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Notas 1 WA 6, 508; WA Br 1, 157. Para las obras de Lutero y Melanchthon se citará usando las abreviaciones WA (Weimarer Ausgabe), MWA (Melanchthons Werke in Auswahl) y CR (Corpus Reformatorum). 2 Véase Collationes in Hexaemeron VI, 2-5 para un texto en el que si bien Aristóteles es tenido por causa de virtualmente todos los errores filosóficos presentes, la irrestricta condena de los aristotélicos radicales es continuamente rastreada a lo que Aristóteles “parece” decir. 3 El énfasis bien puede aquí caer sobre lo variada de la misma, que se nutre no solo de un fuerte impulso antipelagiano, sino también de una mayor inclinación al estudio históricocrítico de los textos de Agustín. Para una introducción al estado de nuestro conocimiento de este agustinismo tardomedieval véase Saak (2013, 58-67). 4 La traducción alemana del De corrigendis perpetúa, sin embargo, la impresión de que lo proyectado sería algo así como una edición crítica de Aristóteles. Véase “Wittenberger Anttritsrede” en Melanchthon Deutsch I (1997, 51). 5 MWA II/1, 56. Cabe tomar nota que en el furibundo tratado contemporáneo contra la Sorbona utiliza exactamente la misma expresión. MWA I, 148 quod cum Aristotelis philosophia non convenit lex, non laboramus. 6 Un estudio sobre el conjunto del temprano aristotelismo protestante no se ha hecho en un siglo (Petersen, 1921), e incluso ése se limitaba a Alemania; el estudio de Dowdell (1942) sobre el aristotelismo anglicano hasta el siglo XIX necesariamente es más limitado en su información sobre el desarrollo temprano.

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La estrategia narrativa de San Agustín en el relato de su conversión Luis Octavio García Mondragón

Estrategia

Quamquam nemo debet aliquid sic habere

quasi suum proprium, nisi forte mendacium San Agustín

C onfesiones es el libro más leído, criticado y comentado de San Agustín. Todos saben que en él se narra la historia de la conversión del autor al cristianismo. Algunos habrán notado

que si bien la totalidad del libro apunta al momento de la conversión, no se agota en ello la totalidad de la obra. Pocas veces se intenta comprender a la totalidad literaria de Confesiones, pues son raras las veces en que el lector se acerca al libro preguntando por qué quiere saber acerca de la conversión religiosa de un hombre, o por qué el converso querría presentar literariamente su conversión. Así, parece pertinente preguntar por el sentido literario de la conversión de San Agustín. Parece, además, que esa ha de ser la labor del lector cuidadoso de Confesiones. Parece, finalmente, que la pregunta podría permitirnos la comprensión del más comentado, criticado y leído de sus libros.

Preliminarmente pueden identificarse tres prejuicios fundamentales en las más usuales aproximaciones a la obra. Primero, suele suponerse que Confesiones es un libro autobiográfico. A favor de esa opinión se encuentra el hecho de que Agustín presenta su vida a lo largo de la obra. Sin embargo, la presentación literaria de la propia vida no produce necesariamente un libro autobiográfico. Un “yo literario”, desde Catulo, no se traduce siempre en una autobiografía: el escritor puede hacer de sí mismo un personaje1. El lector ha de comprender el horizonte en que el yo se desenvuelve y para ello ha de atender cuidadosamente al modo en que se presenta el autor en la obra. Lo cual nos lleva al segundo de los prejuicios: que Confesiones es la presentación pública de Agustín. Sin embargo, el personaje que toma la palabra en Confesiones es más un acusado que un acusador, como si el libro fuese más su Apología que su J’accuse…!, una deliberación silenciosa y no una carta abierta2. El lector ha de fijar su atención en la deliberación del personaje, en el constante diálogo consigo mismo con que se teje la obra. Una vez frente a la deliberación puede 1 Véase el origen que posibilita la escritura. “Quiere alabarte el hombre, pequeña parte de tu creación. Tú mismo le excitas a ello, haciendo que se deleite en alabarte, porque nos has hecho para ti y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en ti”. Agustín, Confesiones, I, 1, 1. “Emprendo una obra de la que no hay ejemplo y que no tendrá imitadores. Quiero mostrar a mis semejantes un hombre en toda la verdad de la Naturaleza y ese hombre seré yo. Sólo yo. Conozco mis sentimientos y conozco a los hombres. No soy como ninguno de cuantos he visto, y me atrevo a creer que no soy como ninguno de cuantos existen. Si no soy mejor, a lo menos soy distinto de ellos. Si la Naturaleza ha obrado bien o mal rompiendo el molde en que me ha vaciado, sólo podrá juzgarse después de haberme leído. Que la trompeta del Juicio Final suene cuando quiera; yo, con este libro, me presentaré ante el Juez Supremo”. Rousseau, Confesiones, I, 1. 2 Véanse las diferencias entre la comprensión de la relación entre lo justo y el modo en que se toma la palabra en público. “Diré la verdad, porque prometí decirla si no lo hacía plenamente y por entero la justicia. Mi deber es hablar, no quiero ser cómplice. Mis noches se verían asediadas por el espectro del inocente que, padeciendo el más horrible suplicio, expira un crimen que no ha cometido”. Zola, Carta a Monsieur Félix Faure, 13 de enero de 1898. “Una cosa no dejaron suficientemente clara, y es que había llegado a la conclusión de que para él la muerte era ya en aquel momento preferible a la vida; con esta omisión resulta que la altanería de su lenguaje parece bastante insensata”. Jenofonte, Apología, 2. “Señor, son terribles tus juicios, porque tu verdad no es mía, ni de aquél o del de más allá, sino de todos nosotros, a cuya comunicación nos llama públicamente, advirtiéndonos terriblemente que no queramos poseerla privada, para no vernos de ella privados”. Agustín, Confesiones, XII, 25, 34.

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llegarse al tercero de los prejuicios: que Confesiones es la historia de una conversión. Partir de ese supuesto impide preguntar por lo que ordena a la obra, por aquello que le da unidad, por su carácter literario. El autor delibera lo que quiere decir, delibera la presentación de su personaje, lo que desea provocar en el lector mediante su obra. Por ello, cabe afirmar que no importa a Agustín describir cómo llegó a ser el que fue, sino confesar la causa de su ser3. La confesión del autor de Confesiones es un hecho literario. El lector ha de leer prestando la atención al hecho literario, ha de preguntarse qué quiere provocar el autor con su narración, ha de ver más allá del episodio único de la conversión. Agustín de Hipona señaló en Retractaciones que su libro iba más allá de la sola narración del episodio único de la conversión. Presenta a Confesiones como un acto de alabanza a Dios que tiene por finalidad despertar hacia él al intelecto y al corazón de los hombres4. El relato de la conversión, por tanto, es sólo un medio para dirigir la atención del lector a aquello que hizo posible la conversión misma. Las letras, podría decirse, giran la atención del lector hacia la benevolencia divina. Lo cual puede reconocerse a partir de las palabras iniciales de Confesiones, provenientes del salmo 144. En su comentario a dicho pasaje, el de Hipona señala que la alabanza a quien es digno de amor es provechosa para quien alaba pues de algún modo lo mejora, ya que “la alabanza del que castiga es medicina de la herida”5. Leer es un modo de acercarse al tratamiento de la enfermedad. El deseo de mejoría propicia el sentido de las letras. La relación entre mejoría, amistad y lectura permea a lo largo de Confesiones y por su intersticio asoma el principio ordenador de la obra. Por tanto, puede afirmarse que Confesiones es un libro sobre la lectura y la amistad. El modo en que el autor presenta la relación entre las amistades y la lectura, presumiblemente, tiende a la mejoría del lector. ¿En qué sentido San Agustín es un autor amigable que nos enseña a leer mediante el relato de su conversión? El relato del libro primero da inicio con el señalamiento de la disposición óptima del lector, presentada por Agustín a modo de analogía. El de Hipona no puede hablar de los primeros momentos de su vida si no confía en los testimonios que de aquellos tiempos recibió por parte de quienes son confiables (I, 6, 8)6. De igual modo, el lector del relato agustino ha de confiar en el testimonio de Agustín durante la presentación de su propia vida. Confesiones no es un libro para el lector que cree saber más que Agustín, sino que es un libro para el lector que confía en que Agustín puede enseñarle algo valioso. Confiar en la enseñanza de algo valioso nos aleja de la indiferencia: algunas cosas son más valiosas que otras, hay enseñanzas dignas, es bueno confiar en los testimonios valiosos. Por eso Agustín comenta, con un realismo insuperable, que la única diferencia entre las distracciones de los adultos y las de los niños es que a las primeras se les llama negocio y quienes las practican son 3 Que la preocupación es por la causa explica la diferencia en la comprensión de la creación literaria, en la presentación literaria de la creación. “En última instancia, nadie puede escuchar en las cosas, incluidos los libros, más de lo que ya sabe. Se carece de oídos para escuchar aquello a lo cual no se tiene acceso desde la vivencia”. Nietzsche, Ecce Homo, Por qué escribo tan buenos libros, 1. “Hubiera querido, digo, si entonces fuera yo él y me hubieras encomendado escribir el libro del Génesis, que me hubiese sido dada tal facultad de hablar y tal manera de disponer mis palabras que aquellos que no pueden todavía comprender cómo Dios crea no rehusasen mis palabras como superiores a sus fuerzas, y los que ya lo pueden hallasen que, en cualquier sentencia verdadera que viniesen a dar con el pensamiento, no estaba excluida de estas breves palabras de tu siervo; y, finalmente, que si otro viese otra cosa distinta en la luz de la verdad ni aun esta misma dejase de ser comprendida en dichas palabras”. Agustín, Confesiones, XII, 26, 36. 4 Agustín, Retractaciones, II, 6, 1. 5 Agustín, Enarraciones sobre los Salmos, 144, 4. El verso citado en Confesiones es el tercero y a partir del comentario de ese verso se articula el comentario de todo el salmo en Enarraciones. Entre los comentaristas judíos se considera que los primeros dos versos son añadidos posteriores a la redacción original del salmo, pues el Talmud lo nombra a partir del tercer verso. La añadidura se explica por el uso ritual del salmo según el Midrash (ver Braude (ed.), Midrash on Psalms, Yale University Press, 1959, vol. 2, p. 65). El verso con que inicia Confesiones tiene una consecuencia comunitaria inevitable. 6 A partir de aquí todas las referencias a Confesiones se presentarán entre paréntesis dentro del texto, a excepción de la ocasión que lo merite. 38

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alabados, mientras que a las segundas se les censura y a quienes caen en ellas se les castiga (I, 9, 15). El lector de Confesiones no ha de llegar al texto con la intención del negociante erudito, tampoco como quien lee por mera distracción —ni fariseísmo, ni academicismo, ni mero tiempo libre—, el buen lector llega al texto compadecido de la dificultad de la lectura. Es Agustín quien debió vivir la experiencia de esa compasión. Y así lo narra cuando presenta su desventura en los estudios escolares (I, 12, 19). Por un lado, quienes estaban interesados en su formación académica tenían por única finalidad el éxito: “apetito insaciable de una opulenta miseria y de una gloria denigrante”. Por otro, los errores ajenos terminaban en el beneficio propio, pues si bien fue obligado a estudiar en busca del éxito, lo que aprendió estudiando le permitió posteriormente reconocer el conocimiento verdadero y la banalidad del éxito. Quien lee en la pesquisa de lo citable o con el bisturí analítico o con la pretendida superioridad de los tiempos, no sabe por qué lee; el buen libro ayuda incluso a quien leer no sabe. La verdad es superior a las banalidades cotidianas. En el libro primero, Agustín narra su infancia y previene al lector sobre su modo de acercarse al texto. En el libro segundo se introducen tanto el drama como la anagnórisis lectora. Es ahí donde aparece el pasaje más famoso del más famoso libro de San Agustín. Es ahí donde habrá que cuestionar con mayor cuidado la fama, nuestra proclividad a la fama y nuestra famosa disposición a la misma. El pasaje famoso se conoce como “el robo de las peras” (II, 4, 9). La acción del personaje involucra un primer sentido de la amistad: sólo hay drama cuando hay comunidad, cuando hay amigos7. Y es la disposición comunitaria la que aumenta el deleite de la acción malvada. Al mismo tiempo, es la disposición del lector la que lo deleita con la acción malvada. Por ello el autor previene al lector de no actuar como los amigos del joven Agustín. La censura agustiniana es preventiva de la disposición lectora. San Agustín ayuda al lector a reconocer su propia disposición: “Que no se burle de mí quien se ha visto agraciado con tu llamada y se pone a leer estos recuerdos y confesiones, pues el mismo médico que ha curado mi enfermedad le ha prevenido a él” (II, 7, 15). Ante el pasaje más famoso el lector no puede ser un impávido espectador de la fama. Es indecente deleitarse —incluso con la indignación o la burla— con lo impío. La disposición amistosa a la lectura ha de ser un modo del autoconocimiento. Para probar la disposición amistosa supuesta en el segundo libro, Agustín compone el tercer libro con una aparente falta de unidad. Fácilmente pueden identificarse tres temas predominantes en el libro tercero: la pasión amorosa, la afición por el teatro y el contraste en las lecturas agustinas de Cicerón y la Biblia. Cualquier lector indispuesto a Agustín consideraría que el libro tercero no está bien planeado, que carece de unidad. Y efectivamente, el autor pasa de un tema al otro sin justificación explícita. Que no esté justificado, empero, no significa que no esté planeado. Precisamente si se hace el esfuerzo por ver la relación entre los tres temas se comprobará la hechura perfecta del libro tercero. Así, Agustín comienza declarando que Cartago “hervía de amores impuros” (III, 1, 1). Y el lector tiene oportunidad de leer el drama de la adolescencia. Inmediatamente después, sin embargo, Agustín pasa a la crítica del teatro. De la afición por el teatro se censura el deleite por los pesares ajenos, el deleite en la expectación de los vicios: “me produce más pena el que se complace en el vicio que el que sufre mayores calamidades” (III, 2, 3). ¿Acaso no es el error más común del lector del libro tercero deleitarse en el espectáculo vicioso del 7 Rousseau tiene su pasaje paralelo, pero el primer robo rousseauniano no es dramático por la presencia de la comunidad, sino que el drama proviene del origen de la ley: los jóvenes son mal dirigidos y por ello actúan mal, nunca son malos sus sentimientos. Mientras Agustín requiere una medicina, Rousseau pide que se deje al hombre al natural. Mientras Rousseau ofrece en su narración un espejo, Agustín previene a su lector. Agustín y Rousseau tienen amigos muy distintos. Véase Luis Octavio García Mondragón, “La verdad polemizada. Sobre la crítica rousseauniana a la religión” en Antonio Marino López (coord.), Rousseau moderno y antimoderno. Ensayos sobre su contribución a la conciencia moderna, UNAM, 2016.

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hervidero de amores impuros? ¿Por qué el lector suele leer del modo en que cualquiera se deleita en el teatro? Para explicar cómo leer de otro modo, para aprender en qué consiste leer, Agustín cambia nuevamente de tema y nos presenta el contraste entre sus lecturas de Cicerón y la Biblia. La lectura de Cicerón encendió en el corazón de Agustín el amor por la sabiduría: no leer por la afectación del estilo, por el solo deleite de las expresiones, sino leer porque la verdad deleita y el alma se deleita buscando la verdad (III, 4, 8). Igualmente, el espectador del teatro no ha de buscar sólo el deleite en el espectáculo, sino que ha de deleitarse con el espectáculo de la verdad. ¿Cómo saber si uno es un lector enamorado de la verdad? Agustín, paso seguido, nos dice que leyó la Sagrada Escritura sólo para decepcionarse: el estilo sencillo de los escritos sacros aparenta verdades menores. El lector soberbio sólo busca las grandes verdades. El lector soberbio ama una grandeza que no es verdad (III, 5, 9). De ahí que el resto del libro se dedique a narrar la afición maniquea, la afición por “las grandes verdades”. El lector de Confesiones termina el tercer libro necesitado de la sabiduría necesaria para leer lo sencillo. La lectura de lo sencillo se apunta, pero no se expone, en el libro cuarto; el libro en que Agustín nos cuenta su experiencia como profesor de retórica. Nuevamente son tres los temas aparentemente inconexos del libro cuarto: la relación entre la amistad y la retórica, la comprensión de la belleza y la lectura de Aristóteles. Nuevamente la aparente falta de unidad es una prueba para el lector. Y el autor señala la prueba al desordenar la secuencia temporal de los hechos: el libro tercero comienza con Agustín en Cartago, el libro cuarto todavía tiene a Agustín en Tagaste y es en la mitad del libro en que parte a Cartago. Los últimos días en Tagaste se ensombrecen con el sufrimiento por la muerte de un amigo (IV, 4, 7), los primeros días en Cartago se iluminan con la alegría de la compañía amistosa. Las sombras de la primera mitad del libro permanecen en la afición a las grandes verdades; la alegría amistosa de la segunda mitad depende del desarrollo de la lectura sencilla. Dicho desarrollo da unidad a los tres temas aparentemente inconexos. La amistad, por ejemplo, se describe del siguiente modo: “Charlar y reír juntos, servirnos mutuamente, leer en común libros bien escritos, bromear dentro de los límites de la estima, discutir a veces pero sin aspereza, como cuando uno discute consigo mismo” (IV, 8, 13). La enseñanza retórica por sí misma es un obstáculo para el servicio mutuo en la lectura común de libros bien escritos, pues da prioridad a la utilización (uti) del estilo sobre el gozo (frui) de la verdad. Si lo único que se goza es el aspecto técnico, su posibilidad de aprendizaje y uso, no es valiosa la verdad por sí misma. Si la verdad es gozosa, la técnica ha de estar orientada a ella, y sólo así la lectura común de libros podría ser un servicio mutuo8. Sin embargo, la orientación a la verdad implica la comprensión de la belleza. Cuando la retórica se orienta únicamente por el discurso deleitoso, las palabras no apuntan a su verdadero fin: “He aquí dónde pára el alma débil que no está aún adherida a la firmeza de la verdad, la cual es llevada y traída, arrojada y rechazada, según soplaren los vientos de las lenguas emitidas por los pechos de los opinantes; y de tal suerte se le obscurece la luz, que no ve la verdad, no obstante que esté a la vista” (IV, 14, 23). Por ello, incluso la lectura de las siempre clarificadoras Categorías aristotélicas es obnubilante: “estaba de espaldas a la luz y de frente a los objetos iluminados. Por eso mi rostro veía las cosas iluminadas, pero él se quedaba sin iluminar” (IV, 16, 30). La 8 Considérese la relación entre verdad y lectura. “Hoy tenemos que infundir a los hombres, a quienes la teoría de los académicos, con su ingenioso modo de hablar, apartó de la comprensión de la verdad, la esperanza de encontrarla: no sea que lo que provisionalmente se instituyó para desbrozar arraigados errores, comience a servir de impedimento para el fomento de la ciencia”. Agustín, Carta 1. “Amonestemos para que se aprenda sin soberbia lo que debe ser aprendido mediante el preceptor, y el que por otro fue enseñado ofrezca sin soberbia y envidia lo que recibió”. Agustín, Sobre la doctrina cristiana, prólogo, 5. “Si alguien reconoce que una persona es de buen natural, le enseña todo lo bueno que sabe y le convierte en un buen amigo […] Los tesoros que los antiguos sabios dejaron escritos en libros yo los desarrollo y los recorro en compañía de mis amigos”. Jenofonte, Recuerdos de Sócrates, I, 6, 14. 40

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lectura sencilla sólo es posible cuando el alma ha girado (periagogé) a la visión de la verdad. No hay progreso posible de la afición a las grandes verdades a la humildad de la verdad. En el libro quinto, Agustín permite al lector reconocer las posibilidades del giro del alma mediante dos ejemplos previos a la exposición de la genuina elocuencia. Ambos ejemplos tienen apariencia moral, pero su utilidad en cuanto ejemplos depende de la capacidad del lector para reconocerlos más allá de la moral. O lo que es lo mismo, la relación con lo bueno posible tras el giro del alma no es la fundación de un moralismo; si la moral le importa al filósofo es por la verdad. El primer ejemplo es la razón por la que Agustín quiere dejar Cartago: el desorden estudiantil ante el que ejerce su profesión (V, 8, 14). El segundo ejemplo es la razón por la que Agustín deja Roma: la falta a la palabra entre quienes ejerce su profesión (V, 12, 22). Ninguno de los dos ejemplos justifica el cambio por la profesión misma. Ninguno de los dos se explica por pura moralidad —finalmente el moralista suele perder de vista sus propios límites y pretender la modificación de las costumbres ajenas; sólo el tipo de hombre que Agustín quiere ejemplificar sabrá que no está en sus manos la modificación de las costumbres, que su labor podría ayudar a no degenerarlas, pero no a producirlas de un modo específico. El desorden y la falsía son inaceptables para el hombre que ama la verdad —quizá sólo es tolerable el desorden aparente para inducir a la búsqueda de la verdad (estrategia agustiniana en el libro cuarto). Quien se cree capaz de engañar, se engaña a sí mismo. El sabio sabe que la verdad es límite infranqueable de la falsedad. La retórica tiene su límite en la verdad (V, 13, 23). El retórico que ama la verdad es el elocuente perfecto: San Ambrosio9. La presentación de la verdadera elocuencia permite a Agustín modificar los términos en los que habla de la amistad y, por tanto, las condiciones en las que se relaciona con su lector. El lector que no ha logrado ver la elocuencia ambrosiana tiene con el autor una amistad semejante a la que Agustín tiene con Alipio y Nebridio en la descripción del libro seis: se gozan de la mutua compañía, de la reflexión conjunta, del común aliento… pero ignoran la verdad, no saben por qué es bueno ser amigos. ¿Sabe el lector, a las alturas del libro seis, por qué es bueno leer Confesiones? La mitad del libro seis presenta la amistad entre Alipio, Agustín y Nebridio. La mitad complementaria abunda con las presencias de Mónica y Ambrosio. El libro seis muestra la indecisión agustina entre el modo de acercarse a la verdad de Alipio y Nebridio, y el modo de acercarse a la verdad de Mónica y Ambrosio. La presentación de los cuatro personajes es la caracterización de cuatro tipos de lectores. Alipio desarrolla una afición por el circo. Nebridio abandona a su familia. Mónica obedece las disposiciones piadosas de Ambrosio. ¡Y Ambrosio lee en silencio! ¿Cómo se llega a leer en silencio? ¿Acaso no es la lectura silenciosa lo más semejante al diálogo del alma consigo misma? En los pares Alipio-Mónica Nebridio-Ambrosio, Agustín sitúa la situación del lector: ni el texto ha de ser un espectáculo de entretenimiento, ni es posible comprender lo leído sin obediencia; ni leer es una simple actividad aislada y solitaria, ni la lectura silenciosa cancela la voz del texto. La elocuencia genuina es el diálogo del alma consigo misma. La lectura sencilla es la lectura elocuente. El libro seis cierra la presentación del camino de la lectura sencilla inaugurada en el libro cuarto. El alma que aprende a dialogar se presenta en el libro siete. El libro siete es también el libro en que se describe la interioridad lectora. Y es en el libro siete donde Agustín nos presenta su lectura del platonismo. El platonismo enseña al alma a dialogar. Afirma Agustín que el contacto con el platonismo le permitió el convencimiento de su deseo de ser sabio10. Dicho 9 Es en el sentido de la elocuencia donde Agustín invierte la comprensión ciceroniana de la relación palabra-amistad-sabiduría, relación que es fundamento de la filosofía política de Cicerón. Compárese Sobre la república, I, 18 y Las Leyes, I, 14. 10 Compárense los sentidos del deseo de sabiduría propiciado por Sócrates. “Nunca se las dio de maestro en estas materias, pero

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convencimiento sólo es posible por la actividad lectora misma: leer es semejante al trabajo dialéctico del filósofo, quien conoce las perfecciones invisibles a partir de las cosas creadas. Leer sólo es posible cuando las letras nos permiten pensar las ideas. El lector al estilo del platonismo ha de leer la letra aspirando al espíritu. Sólo así, por cierto, se entienden los tres elementos dramáticos del libro siete: la especulación sobre lo divino, la renuncia a la astrología y la lectura de San Pablo. La especulación sobre lo divino sólo puede ser platónica en tanto no haya Revelación, pues se hace buscando la verdad a partir de la propia experiencia del alma que dialoga11. La renuncia a la astrología, por su parte, sólo es posible cuando se entiende que la astrología es irrefutable12. Para los lectores católicos mucho más importante es la lectura de Pablo. Nuevamente, como en la lectura de Cicerón, Agustín anuncia una relación renovada con el lector y la lectura. Si Cicerón encendió el corazón de Agustín para buscar la verdad, Pablo permitió a Agustín buscar la verdad con gracia. El libro octavo de Confesiones es en el que se narra la conversión. No se llega al relato sin la gracia. De ahí los detalles con los que autor previene al lector. La prevención general se anuncia del siguiente modo: “¿qué es lo que ocurre en el hombre para que se alegre de la salvación de un alma desesperada?” (VIII, 3, 6). La pregunta lo mismo sirve para indagar en el relato de la actitud de Agustín antes de la conversión, como para investigar la actitud del lector antes del relato de la conversión de Agustín. De hecho, Agustín antecede el relato de su conversión con tres relatos de conversión y con ello nos permite ver la actitud de Agustín ante los relatos. Agustín, por decirlo de algún modo, se nos ofrece como mediador entre la relatoría de los conversos. Lo que Agustín aprende de sí mismo meditando su actitud ante los relatos de conversión es lo que el lector de Confesiones necesita aprender de sí mismo ante el relato de conversión de Agustín. En primer lugar, Simpliciano narra la conversión de Victorino. Posteriormente, Agustín está ante el ejemplo de la conversión de Pablo. Por último, Ponticiano narra la experiencia de lectura de la vida de San Antonio. Se pueden enumerar, correspondientemente, tres reacciones ante los relatos. Primero, el autor en compañía de sus amigos se cuestiona: “Se levantan los que no han estudiado y conquistan el cielo, nosotros con toda nuestra ciencia pero sin corazón, ¡nos revolcamos en la pasión y la sangre!”(VIII, 8, 19). En segundo lugar, se les relata al autor y a sus amigos la disposición de quienes presenciaron la lectura de la vida de Antonio: “lleno de repente de un amor santo y de una vergüenza honesta” (VIII, 6, 15). Ambas reacciones contrastan: quien tiene en más su saber no es susceptible de un amor santo, a quien obnubila su ciencia es imposible la vergüenza honesta. Por ello, Agustín presenta la tercera reacción, su reacción: “Dudaba entre morir a la muerte y vivir a la vida. Tenía más poder en mí el mal inoculado que el bien desacostumbrado” (VIII, 11, 25). Agustín muestra que los relatos de la conversión son incomprensibles sin humildad: no es juez de los conversos, tampoco su abogado defensor, es uno más de quienes se saben salvados, es uno más de quienes pueden ser realmente felices. De allí que en pasaje de la conversión nos informe del pasaje de Pablo que leyó: el revestido de Cristo acepta en su corazón la Buena Nueva: “sentí como si una luz de seguridad se hubiera derramado en mi corazón” (VIII, 12, 29). ¿Qué hace el lector ante esa descripción? poniendo en evidencia su manera de ser hizo nacer en sus discípulos la esperanza de que imitándole llegarían a ser como él”. Jenofonte, Recuerdos de Sócrates, I, 2, 3. “Si el alma está dispuesta a conocerse a sí misma, tiene que mirar a un alma, y sobre todo a la parte del alma en la que reside su propia facultad, la sabiduría, o a cualquier otro objeto que se le parezca”. Platón, Alcibíades I, 133b. 11 Cf. Platón, Fedón, 99d ca. 12 “El astrólogo puede hacer un pronóstico verdadero, pero no en base a su técnica, sino por puro azar”. Agustín, Confesiones, VII, 6, 10. Cf. “La Torá y todos los filósofos coinciden en que las acciones de los hombres no están sometidas a compulsión”. Maimónides, Carta sobre astrología. Ni el azar ni la compulsión son refutables. 44

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El noveno libro es el último en que se presentan instrucciones para el lector, pues es también aquel donde se da el éxtasis de Ostia. El autor sólo puede llevar al lector al jardín de Casiciaco. Señal de que el autor planeó de ese modo la obra es que el libro noveno comienza con el retiro de Agustín de la cátedra de retórica: ya no enseñará al lector su relación con las letras, el lector ha de incorporarse de un modo genuino a la elocuencia cristiana. Tras el abandono de la cátedra, Agustín señala la incorporación: nos narra su bautismo. El bautismo, en que queda conmovido por los cantos, es la introducción por la palabra a la comunidad de la Palabra. Por el bautismo, Agustín se incorpora a la Iglesia. Sólo en su incorporación a la Iglesia es posible el éxtasis de Ostia. Sólo porque forma la Iglesia es que la muerta de Mónica se le presenta como vida. Sólo por la Iglesia es que Agustín descubre el consuelo del llanto en Dios. El lector sólo podrá entender plenamente la conversión agustiniana dentro de la Iglesia misma13. Agustín narró su conversión como testimonio de la Iglesia. Prueba de ello es el final del libro noveno: Acuérdense con piadoso afecto de los que fueron mis padres en esta luz transitoria; mis hermanos, debajo de ti, ¡oh Padre!, en el seno de la madre Católica, y mis ciudadanos en la Jerusalén eterna, por la que suspira la peregrinación de tu pueblo desde su salida hasta su regreso, a fin de que lo que aquélla me pidió en el último instante le sea concedido más abundantemente por las oraciones de muchos con estas mis Confesiones, que no por mis solas oraciones. Sólo en relación con este final comunitario, sólo cuando la fe puede conformarse en asamblea, es posible entender con justicia los conocidos pasajes sobre la memoria y el tiempo del libro diez, así como la interpretación del inicio de la Escritura de los últimos tres libros. La lectura es un acto comunitario, un acto de amistad. ¿Para qué narró San Agustín su conversión? ¿Para qué quiere el lector saber de la conversión de San Agustín? ¿Qué efecto quiere propiciar Agustín en el lector de Confesiones? Confesiones es una obra formadora de Iglesia. Por una parte, es un exemplum que nos educa para acercarnos a la enseñanza de la Iglesia. Por otra, es una imitatio que nos exhorta a la vida piadosa. Pero sobre todo, Confesiones, un libro sobre amistades y lecturas, es la presentación de la posibilidad de la amicitia cristiana. Ni la excelencia retórica, ni las más contundentes acciones son suficientes para propiciar la amistad cristiana. El principio de la amistad cristiana, aquello a partir de lo cual la humildad es posible, no es algo producido, algo que pueda ser propiciado. Sin gracia no hay amistad. El doctor de la gracia nos ha narrado cuidadosamente su conversión para que al final siempre volvamos a preguntar: “¿Qué hombre puede dar esto a entender a otro hombre?”

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Conclusión apuntada desde las palabras iniciales del texto. Cf. supra nota 5.

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Hortensio

BÚSQUEDA Marcela Valdés

Como el obispo hallara en el Hortensio, yo me encontré a Agustín y desde entonces, un solo anhelo me sostiene en este paraje violento donde el amor anda extraviado y es… encontrarlo. Ardiente corazón, lleno de culpa, buscó la verdad en retóricas palabras y lloró bajo una higuera su desgracia. Inteligencia ingobernable que cuestionó lo incuestionable se confesó hombre entre los hombres pecador infortunado. Atrapado en la imagen móvil de la eternidad dejó el testimonio de la Gracia para acercarnos despacio a la Palabra, la que no engaña, la que nos hace temblar, y nos convierte en los hijos dichosos del Amor.

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Conversión

1 Editorial

CONVERSIÓN DE SAN 3 AGUSTÍN

2 San Agustín y los Fr.Salmos Nicolás P. Navarrete Fr. J. Fernando Zarazúa Trejo, OSA

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3 Un caso de antiaristotelismo agustiniano: Lutero y la Goce la madre porque ha cumplido recepción de Aristóteles en la Reforma protestante Manfred Svenssonsu voto santo por el hijo amado y contemplado en graciaen renacido 4 La estrategia narrativa de San Agustín el relato de su conversión del Río Sagrado. Luis Octavio García Mondragón 5 Búsqueda Gócese el cielo porque sol fulgente Marcela Valdés conAgustín su luz y su fuego lo abrillanta: 5 Conversión de San Fr. Nicolás P. Navarrete goce la tierra, pues columna ingente

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hoy la agiganta. ¡Oh Padre Santo!, con piedad sincera

Agustiniano, Instituto Filosófico-Teológico

a los caídos de tu pueblo auspicia, jimenezjuanmiguel78@gmail.com Presidente del Consejo Editorial Contacto: Fr. Edgardo Frías Paredes, OSA y detén al Señor, que no los hiera Tel: +52 55 5562 0774 Correo electrónico: con su Justicia. secretaria@institutoagustiniano.org hortensio@institutoagustiniano.org Página web: www.institutoagustiniano.org Ma. Esperanza Rodríguez Fr. Clemente Díaz Contreras, OSA Facebook Fr. Ricardo Guzmán Mendoza, OSA facebook.com/AgustinianoIFTA DERECHOS DE AUTOR Y DERECHOS CONEXOS, Año 6, Número 11, noviembre 2018, es una publicación semestral editada por el Agustiniano, Instituto Filosófico-Teológico, Paseo de San Agustín 72, Alteña III, Lomas Verdes, C.P. 53120, Naucalpan de Juàrez, Estado de México, ISSN: en trámite. Queda prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos e imágenes de la publicación sin previa autorización del Instituto Nacional de Derechos de Autor. 50

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REVISTA SEMESTRAL del

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"Señor, ya sonría la prosperidad o se imponga la adversidad, haz que en mis labios esté siempre tu alabanza." San Agustín, Enarraciones sobre el salmo138, 16

Revista de Filosofía y Teología Noviembre 2018

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