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Editorial: La verdadera misión de la Comisión Ecclesia Dei

Editori al La verdadera misión de la Comisión Ecclesia Dei El simple sentido común indica –y la experiencia confirma- que actualmente es imposible vivir plenamente nuestra santa fe católica y defenderla bajo la aprobación de la Roma conciliar. En la Carta Apostólica Ecclesia Dei, del 2 de julio de 1988, Juan Pablo II dirigía una llamada solemne “a todos los que hasta ahora han estado vinculados de diversos modos con las actividades del arzobispo Lefebvre, para que cumplan el grave deber de permanecer unidos al Vicario de Cristo en la unidad de la Iglesia católica y dejen de sostener de cualquier forma que sea esa reprobable forma de actuar. Todos deben saber que la adhesión formal al cisma constituye una grave ofensa a Dios y lleva consigo la excomunión debidamente establecida por la ley de la Iglesia”. La Comisión, que se crea en ese momento, y que a comienzos de este año 2019 acaba de ser suprimida, desde su origen tuvo por misión recuperar a todos los sacerdotes y fieles de la Hermandad: “se constituye una Comisión, con la tarea de colaborar con los obispos, con los dicasterios de la Curia Romana y con los ambientes interesados, para facilitar la plena comunión eclesial de los sacerdotes, seminaristas, comunidades, religiosos o religiosas, que hasta ahora estaban ligados de distintas formas a la Fraternidad fundada por el arzobispo Lefebvre y que deseen permanecer unidos al Sucesor de Pedro en la Iglesia católica, conservando sus tradiciones espirituales y litúrgicas”. Para Juan Pablo II, se trataba tan sólo de “respetar en todas partes la sensibilidad de todos aquellos que se sienten unidos a la tradición litúrgica latina”, es decir, que no se les permitía la misa de siempre por razones doctrinales, por motivos de fe, sino por una cuestión de “sensibilidad”, por razones sentimentales y subjetivas. Tras las consagraciones episcopales de 1988 Roma concedió la celebración de la antigua liturgia a algunas comunidades que, en contrapartida, tuvieron que reconocer la nueva misa como un rito plenamente legítimo y abstenerse de toda crítica al Concilio Vaticano II. Fueron condiciones establecidas desde el principio. La carta circular Quattuor abhinc annos, decretada por la Congregación para el Culto Divino con fecha 3 de octubre de 1984, que establecía por primera vez cierta tolerancia respecto de la misa tradicional, desde su despótica supresión de hecho en 1970 y persecución bajo Pablo VI, dejaba bien manifiesto a quién se dirigía esta “concesión”: “Conste públicamente, sin ambigüedad alguna, que dicho sacerdote y los respectivos fieles en nada comparten la actitud de los que ponen en duda la legitimidad y exactitud doctrinal del Misal Romano promulgado por el Romano Pontífice Pablo VI en 1970”. A continuación, se recordaba que “esta concesión, signo de la solicitud del Padre común para con todos sus hijos, habrá de usarse en tal manera que no ocasione perjuicio alguno a la observancia fiel de la Reforma

litúrgica en la vida de cada una de las comunidades eclesiales”. Y ese presupuesto es el que se esconde detrás de cada concesión romana a la misa tradicional.

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Comenzaron las comunidades Ecclesia Dei con un silencio que consideraban prudente. Tuvieron, cada vez más, que ofrecer garantías. Se sometieron sin darse cuenta a la presión psicológica del liberalismo, tanto más eficaz cuanto que parece menos asfixiante. En particular se les obligó a aceptar (o, al menos, no criticar) la libertad religiosa y el ecumenismo. Asimilar el Concilio y sus reformas, entre ellas la nueva misa, ha sido la petición reiterada cansinamente por la Roma conciliar. Como botón de muestra, las palabras que dirigía el Papa Francisco a la Fraternidad de San Pedro en su 25º aniversario: “A través de la celebración de los Misterios sagrados según la forma extraordinaria del rito romano y las orientaciones de la Constitución sobre la Liturgia Sacrosanctum Concilium, así como la transmisión de la fe apostólica tal como se presenta en el Catecismo de la Iglesia Católica, pueden contribuir, en fidelidad a la Tradición viva de la Iglesia, a una mejor comprensión e implementación del Concilio Vaticano II”. Lejos de resistir firmemente, las comunidades Ecclesia Dei han aceptado todas más o menos la nueva liturgia, que en todo caso evitan atacar francamente, forzándoseles poco a poco a abandonar la doctrina tradicional.

Aceptadas con muchas restricciones en las diferentes diócesis, su situación confirma hasta la evidencia la existencia del “estado de necesidad” invocado por nuestro venerado fundador, el arzobispo Marcel Lefebvre, para justificar las consagraciones de 1988. Es un hecho que si no hubiese realizado dichas consagraciones episcopales (“operación supervivencia de la Tradición” como las llamaría) el 30 de junio de aquel año, la Roma conciliar no habría concedido jamás la liturgia tradicional a todas estas comunidades. Y está igualmente claro que la misión de la Comisión Ecclesia Dei era combatir la labor de salvación espiritual de Mons. Lefebvre. Se trataba de marginalizar su obra y volverla inaccesible, apartar de ella a los fieles y hacer cesar el combate de la Tradición, recuperando a los descontentos.

Pero dicha Comisión ha llegado a su término. El Papa Francisco la ha suprimido el pasado mes de enero y sus funciones serán directamente desempeñadas por la Congregación para la Doctrina de la Fe. Por una parte, el Papa Francisco reconoce “que los objetivos y los asuntos tratados por la Comisión Pontificia Ecclesia Dei son de naturaleza predominantemente doctrinal”, esto sin duda respecto de la Hermandad de San Pío X, sus congregaciones amigas y su común oposición a las innovaciones y reformas salidas del Concilio Vaticano II; por otra constata que “los institutos y comunidades religiosas que celebran habitualmente según la Forma Extraordinaria han encontrado una estabilidad propia de número y de vida”; dicho de otra manera, que no plantean problema, pues están dentro de la legalidad (legalidad conciliar) y se los considera estabilizados, vale decir asimilados o neutralizados.

Hoy como entonces es imposible, para quienes quieren defender íntegramente la fe y la misa católicas sin tacha, ponerse en manos de autoridades que contradicen, mitigan o relativizan esa fe católica y reducen uno de los gloriosos ritos inmemoriales que la expresan a mera cuestión de “sensibilidad”. m

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