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Editorial: María, mujer, madre y mestiza
Editori alMaría, mujer, madre y mestiza En su homilía el pasado 12 de diciembre el Papa dijo que al ver a la Virgen de Guadalupe piensa en tres cualidades fundamentales: es mujer, es madre y es mestiza, condiciones que bastan para definir a la Virgen más allá de otros títulos, que a su parecer “no tocan la esencialidad” de la Virgen”. “Nunca quiso para sí lo que era de Su Hijo”, predicó Su Santidad. “Nunca se presentó como corredentora. No. Discípula”. E insistió: “Nunca robó para sí nada que fuera de Su Hijo”, prefiriendo “servirle. Porque es madre. Da vida”. De ahí que, “cuando nos vengan con historias de que había que declararla esto, hacer otro dogma, no nos perdamos en tonteras. María es mujer, es nuestra señora, María es madre de su hijo y de la Santa Madre Iglesia jerárquica, y María es mestiza, mujer de nuestros pueblos”, zanjó. Un católico no tiene ningún problema en reconocer el lugar secundario de la Santísima Virgen en relación con el de Nuestro Señor. Con San Luis Mª Grignion de Montfort puede repetir: «Confieso con toda la Iglesia que siendo María una simple criatura salida de las manos del Altísimo, comparada con tan infinita Majestad es menos que un átomo, o, mejor, es nada, porque sólo Él es el que es. Por consiguiente, este gran señor siempre independiente y suficiente a Sí mismo, no tiene ni ha tenido absoluta necesidad de la Santísima Virgen para realizar su voluntad y manifestar su gloria. Le basta querer para hacerlo todo». Pero la excelencia de María proviene de la voluntad de Dios. Él es el que quiso que entrase en el mismísimo orden hipostático. María nunca necesitó “robar” (expresión, por cierto, desagradable e inadecuada) porque, sencillamente, no lo necesitaba. Dios, al querer que fuese la Madre de Cristo, la hizo llena de gracia, la llena de gracia por excelencia, y le concedió los dones y privilegios necesarios para desempeñar su misión con toda perfección. Dios la prefiere a todo el resto de la creación, concediéndole la administración de su gracia: «Ella distribuye a quien quiere, cuanto quiere, como quiere y cuando quiere todos sus dones y gracias. Y no se concede a los hombres ningún don celestial que no pase por sus manos virginales. Porque tal es la voluntad de Dios que quiere que todo lo tengamos por María» (Tratado de la verdadera devoción, 25). Cuando hablamos de corredención de la Virgen, pues, decimos que María, por concesión especialísima de Dios, contribuyó de manera eficaz, aunque subordinada y unida a la acción salvífica de Jesucristo, a la redención del género humano, mediante su aceptación de la Divina Maternidad y sus Dolores que experimentó principalmente durante la Pasión y Muerte de su Divino Hijo. Esta cooperación especialísima de María a la obra redentora es peculiar y privativa de Ella y difiere, no sólo en grado, sino en carácter de la corredención común de los justos. Pío IX, en la Bula dogmática Ineffabilis Deus que define la Inmaculada Concepción, comenta las palabras que Dios dirige a la serpiente infernal: «Por haber he-
cho esto, maldita seas… Pondré enemistad entre ti y la Mujer, entre tu descendencia y su descendencia. Ella te aplastará la cabeza y tú insidiarás su talón» (Génesis 3, 14-15), y afirma: «Los Padres vieron designados [en estos versículos] a Cristo Redentor y a María unida a Cristo por un vínculo estrechísimo e indisoluble, ejercitando junto a Cristo y por medio de Él sempiternas enemistades contra la serpiente venenosa y consiguiendo sobre ella una plenísima victoria».
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Los Padres y Doctores de la Iglesia señalaron este papel de María y afirmaron que, en la obra de la Redención, María fue para Cristo lo que Eva fue para Adán. Y por esta colaboración la Santísima Virgen recibe el nombre de Corredentora en el sentido estricto y completo de la palabra: Ella forma con Cristo un solo principio moral del mismo acto redentor, en unión con Jesucristo y nunca sin Él, no como elemento principal, pero sí como causa integrante por libre voluntad de Dios.
Pero, ¿qué ocurre? Que la Virgen es un problema insoluble para los modernistas. Si el criterio de la Iglesia fue siempre el que San Bernardo expresa con tanta claridad: de Mariam numquam satis (nunca se dirá lo suficiente de María), no es lo mismo para el ecumenismo, que considera a María como un obstáculo. Dentro de ese ambiente de ambigüedad y duplicidad, es normal que el Papa se coloque en las filas de los minimalistas, es decir de aquellos para quienes cuanto menos se destaque el extraordinario puesto que tiene la Santísima Virgen en la economía de la salvación, mejor. Francisco sigue a quienes, en el Concilio Vaticano II, lograron impedir que a la Virgen se la dedicara un esquema propio y se opusieron ya entonces a la definición de la Corredención de María y de su Mediación universal como dogmas de fe (según pedían muchos padres conciliares) y no ocultaron su desagrado al proclamarla Pablo VI en el aula conciliar Madre de la Iglesia. Será bueno recordar las palabras del santo mariano por excelencia: «La señal más infalible y segura para distinguir a un hereje, a un hombre de perversa doctrina, a un réprobo de un predestinado, es que el hereje y el réprobo no tienen sino desprecio o indiferencia para con la Santísima Virgen, cuyo culto y amor procuran disminuir con sus palabras y ejemplos, abierta u ocultamente y, a veces, con pretextos aparentemente válidos» (Tratado de la verdadera devoción, 30).
Una cosa es predicar con sencillez, otra hacerlo con rudeza, y más tratándose de un tema tan sensible para un católico como es el amor a la Virgen. La homilía de Francisco no ayuda a amar más a María, la rebaja a una simple “mujer”, “madre” y “mestiza”. Para un protestante es suficiente, para un católico no.
Intentemos vivir lo que predicaba San Luis Mª Grignion de Montfort: «Estando totalmente consagrado a su servicio, es justo que lo realices todo para María, como lo harían el criado, el siervo y el esclavo, respecto a su patrón. En concreto, debes: defender sus privilegios, cuando se los disputan; defender su gloria, cuando se la ataca; atraer, a ser posible, a todo el mundo a su servicio y a esta verdadera y sólida devoción; hablar y levantar el grito contra quienes abusan de su devoción; y al mismo tiempo establecer en el mundo esta verdadera devoción; y no esperar en recompensa de este humilde servicio sino el honor de pertenecer a tan noble Princesa y la dicha de vivir unido por medio de Ella a Jesús, su hijo, con lazo indisoluble en el tiempo y la eternidad» (Tratado de la verdadera devoción, 265). m