¿Y si se volviera al buen sentido? P. Philippe Toulza
Q
ue nadie se asuste: no se trata aquí de filosofía propiamente dicha. El buen sentido, es decir el ejercicio natural y sencillo de la inteligencia, basta para darse cuenta de que hay verdaderamente un grandísimo problema en el darwinismo. Bernard Grasset lo dijo un día: “la solución del buen sentido es la última en la cual piensan los especialistas.” Si la reflexión es verdadera ¡huyamos de la desgracia de convertirnos un día en “especialistas”! Lo que ha faltado quizá a los evolucionistas es ese buen sentido que se conserva limpiando de hierba un campo, plantando semillas, regando flores o recolectando patatas. Cultivar la tierra aleja de la mentira darwinista porque la tierra no miente. Entre las numerosas afirmaciones darwinistas que chocan con el buen sentido, nos ocuparemos de dos de ellas, reservando más atención a la primera que a la segunda. De la especie asno a maese Aliborón Primera proposición: Una especie viviente puede sufrir transformaciones en el curso de generaciones, y concluir así en la formación de una nueva especie viviente. Entendámonos sobre las palabras. ¿Qué se entiende por “especie viviente”? El conjunto de la comunidad científica
adhiere a esta definición: población natural cuyos individuos pueden, efectiva o al menos potencialmente, reproducirse entre ellos y engendrar una descen-
Charles Darwin (1809-1882), un naturalista sin título académico, al enunciar la Teoría de la Evolución, planteaba una explicación evolutiva para entender la realidad biológica. De formación anglicana, acabó sus días cerca de posturas agnósticas.
dencia viable y fecunda (la descendencia es ella misma fecunda: hay reproducción “hasta el infinito”) en condiciones naturales. Por ejemplo, felino salvaje es una especie y se subdivide en subespecies