BUSINESS CLASS
Abordamos el pequeño bimotor de hélice propulsada a pistón con capacidad para veinte pasajeros en el aeropuerto de Maiquetía. Volamos a cuatro mil metros, que era la altura máxima que alcanzaban esos aviones no estratosféricos, y a una velocidad crucero de cuatrocientos kilómetros por hora. Al cabo de unas dos horas aterrizamos en la corta pista de tierra en la que podían operar esos antiguos aparatos.
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Al pie de la escalerilla nos dio la bienvenida la encargada de la aldea turística situada en el corazón de la selva del Orinoco. Vestía una chaqueta y unos pantalones coloridos, se cubría del sol inclemente con una capelina de brin color celeste y ala ondulada que usaba coquetamente recogida en uno de su lados. Llevaba la cara maquillada y los labios pintados con un rojo rabioso. Pero bajo el maquillaje se adivinaba la piel blanca un poco ajada, la cejas rubias y ralas, y se destacaban sus ojos de un celeste acuoso. Hablaba español con fuerte acento alemán, y su estatura y poderoso esqueleto me hicieron pensar que era prusiana. Registró nuestros datos otro alemán, presuntamente el marido . La mujer esperaba a nuestras espaldas y cuando firmamos el registro nos condujo a través del cuidado jardín de la aldea hasta nuestra cabaña. Iniciábamos unas breves vacaciones en la selva tropical que siempre habíamos querido conocer. Serían tres días: el de nuestra llegada, el siguiente que estaría dedicado al plato fuerte del tour, la excursión por la selva, y el tercero, el del regreso a Caracas. Almorzamos, dormimos una corta siesta –nos habíamos levantado de madrugada-y dedicamos el resto de la tarde a recorrer la aldea, sus Business Class – Jorge Andrade Páginaautoralen Facebook: Jorge Andrade
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instalaciones y el entorno natural donde estaba enclavada, al borde del río. Antes de la cena decidimos tomar un aperitivo en el bar y allí conocimos al que sería nuestro guía turístico. Nos dirigió unas palabras de bienvenida en un idioma un poco confuso, mezcla de español y de giros sintácticos que provendrían de su lengua materna aparentemente eslava, aunque matizados por los de sus presuntas escalas intermedias, antes de afincarse en Venezuela –si ese era su destino final- pues mezclaba en su discurso muchos vocablos germanos, anglicismos y galicismos. Pero nos inclinamos a pensar que la mayor confusión de su parlamento provenía del tercer o cuarto vaso de whisky que bebía. El personaje del guía, más la pareja regente o dueña del establecimiento, más el barman y algún que otro empleado blanco y rubio que se movía por las instalaciones, nos convencieron de que la plana directiva era toda europea y, por edad y por las fechas en que transcurre nuestra historia, se trataba de emigrantes de la Segunda Guerra Mundial, por llamarlos piadosamente así, o fugados que se habían perdido en un escondite lejano y discreto.
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Por lo demás, tampoco nos sorprendió que el resto del personal fuera todo nativo: mucamas, camareros, cloaquistas y ese personaje infaltable en toda organización que funcione, el arregla-todo, que se ocupaba de las lámparas fundidas, de las ventanas desgonzadas y de regar el césped. Incluso era nativo, faltaría más, el partiquino disfrazado de indio con taparrabos que pasaba frente a las ventanas de los bungalows con arco y flecha, y al cabo de un momento volvía a cruzar en sentido contrarioexhibiendoun pájaro ensartado en una flecha,que sospechamos tenía preparada de antemano para la puesta en escena. El día siguiente era el central de la excursión, de modo que desayunamos temprano para embarcarnos en la canoa india en la que recorreríamos los ríos de la selva. Un timonel maniobraba el motor fuera de bordaa popa y a proa iba nuestro capitán que, a voz en cuello, nos informó de cuáles serían las etapas de nuestra aventura. Era el presunto eslavo –checo, ucraniano,tal vez croataque habíamos conocido la noche anterior acodado a la barra del bar. A esa primera hora de la mañana parecía sobrio, no obstante que durante el desayuno habíamos visto que junto a la taza de café con Business Class – Jorge Andrade Páginaautoralen Facebook: Jorge Andrade
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leche tenía un vaso lleno de un líquido incoloro y traslúcido del cual bebía acompasadamente con el café: un sorbo de la taza, un sorbo del vaso. Dudamos de que este contuviera agua. Seguía expresándose en su jerga internacional, pero ponía buena voluntad y se hacía entender. Cuando observaba gestos de perplejidad en sus pasajeros movía la cabeza en dirección al timonel que traducía la expresión al español;entonces él, con expresión de alumno aplicado y una sonrisa de auto exculpación, reproducía dificultosamente los sonidos. Luego de una travesía acuática que nos permitió admirar la espesura verde y los numerosos saltos de agua, que el guía nos ponderó como los más altos del mundo, atracamos junto a un muelle frente a una gran planicie. Allí abordamos un jeep que nos llevó a recorrer la sabana, es decir el llano de Venezuela, claro de pastos en la selva con grupos de árboles aislados. Finalizado el recorrido terrestre volvimos a la canoa que nos llevó hasta nuestro, a esa hora ya ansiado, siguiente destino, según la carpeta del tour que nos había entregado la recepcionista alemana a nuestra llegada: “Almuerzo tradicional en una aldea indígena”.
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En un claro del bosque, a la vera del río, se levantaban cinco o seis chozas de barro y paja alrededor de una explanada. A la puerta de las chozas algunas mujeres indígenas ligeras de ropas se afanaban en tareas domésticas, como lavar, revolver calderos humeantes o dar de mamar a sus niños. Los hombres rodeaban una hoguera de leña en medio de la explanada sobre la que trozos de carne ensartados en cañas afiladas se asaban en las llamas. El hambre que había crecido desde la hora del desayuno tempranero impidió que le hiciéramos asco al plato que las mujeres llenaron a rebozar con el contenido que emitía vapores desde los calderos. Se trataba de una sopa espesa, cargada de frijoles o caraotas, de trozos de tocino, que ardía de picante, que más que sorber había que mascar y que logramos deglutir gracias a la cerveza que se enfriaba en cajones con hielo y que diluyó parcialmente el traicionero cocimiento. Tampoco nos resistimos a los trozos carbonizados por fuera y sangrantes por dentro de algún animal ignoto, por cuya identidad preferimos no indagar, que nos entregaron los hombres.
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La comida concluyó con frutas tropicales, café y un bajativo de aguardiente al que le calculamos no menos de setenta grados, del cual nuestro guía políglota, por no llamarlo dislálico, bebió tres copas. Después del contundente almuerzo, agotados por el viaje y por la digestión, emprendimos el largo regreso fluvial que superamos cabeceando de sueño y corriendo el riesgo de caer al agua. Ya en la aldea nos duchamos, nos pusimos ropas limpias, cenamos frugalmente, y bailamos joropos y pasillos al compás de una orquestina tropical compuesta por cuatros, trompeta y maracas, que animó nuestra despedida. Al día siguiente partíamos. El bimotor realizó su corta carrera de despegue por la pista de tierra y se alzó rozando las copas de los árboles cercanos. El pequeño aparato llevaba completas sus veinte plazas que atendían dos azafatas. Nos llamó la atención ese número, ya que en la venida viajaba una sola auxiliar de a bordo,cantidad que parecía suficiente para la capacidad del avión, sobre todo cuando en el vuelo no se servía comida sinoun simple refrigerio. Nosotros, que viajábamos en los últimos asientos, a cuyo lado se encontraba el almacén de vituallas, comprendimos pronto la razón del aparente exceso de personal. Una de las hostess era Business Class – Jorge Andrade Páginaautoralen Facebook: Jorge Andrade
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extremadamente joven, mientras que la otra era una mujer entrada en sus cincuenta: la primera estaba haciendo prácticas y la mayor era una instructora. Al cabo de unos quince minutos, cuando el avión alcanzó la altura de crucero, oímos que la instructora susurraba algo al oído de la joven. Esta entonces abrió una gaveta de la cocinilla y entregó a cada pasajero una bandejita con un par de sándwiches de miga. Detrás su maestra avanzaba con una bandeja algo mayor, en la que portaba copas de gaseosa y de daiquiri a elección delos viajeros. Ambas mujeres se acercaban sonriendo al oído de aquellos y le musitaban la pregunta acerca de su preferencia en materia de sandwiches y de bebidas. Al terminar el servicio profesora y alumna, a nuestro lado, charlaron en voz baja.Una de ellas daba instrucciones y la otra las asimilaba, como lo hacía evidente con sus cabeceos de asentimiento. No habían pasado diez minutos de la colación cuando sonó un timbre. La azafata mayor se dirigió a la cabina de mando. Vimos la nuca del capitán y de su copiloto, pero la puerta se cerró de inmediato. Momentos después emergió la instructora con expresión seria. Sin embargo, cuando advirtió que varios pasajeros la miraban con aire Business Class – Jorge Andrade Páginaautoralen Facebook: Jorge Andrade
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interrogativo, volvió a su sonrisa profesional y recorrió el pasillo con la mirada en alto, en actitud de evitar preguntas. La novata la esperaba observándola sin pestañear. Ambas dialogaron varios minutos, pero pese a tenerlas a nuestro lado no logramos descifrar una sola de las palabras que murmuraron. De inmediato la joven volvió a repartir sándwiches, y detrás la mayor la siguió con una bandeja de copas que, esta vez, solo contenían daiquiri. No hubo más sándwiches pero sí daiquiri; cada diez minutos la azafata veterana se nos acercaba, retiraba la copa vacía y, sin preguntas, depositaba una nueva copa rebosante del cóctel tradicional en nuestras bandejas. El servicio era digno de la más refinada business class. En media hora se estableció un clima de cordialidad generalizada entre los pasajeros, que se presentaban, se intercambiaban direcciones y teléfonos, brindaban por sus vecinos de asiento y por sus parientes, y cantaban a coro. La instructora sonreía satisfecha ante el espectáculo, aunque la aprendiza seguía muy seria.
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El vuelo a Caracas estaba calculado en dos horas, pero cuando llevábamos algo más de una hora bebiendo daiquiri tras daiquiri, y justo en el momento en que yo declaraba que ese era el viaje más feliz que había hecho en mi vida, carraspeó el altoparlante. Una voz masculina anunció que haríamos una escala técnica en Puerto Ordaz por razones… Ahí el altoparlante se atoró y no pudimos enterarnos de cuáles eran las razones. El avión aterrizó sin novedad en el aeródromo de Puerto Ordaz, este sí de cemento, a aproximadamente medio camino de nuestro recorrido del Orinoco a Caracas. No obstante ser de construcción reciente su estación de pasajeros era pequeña. Aún era temprano, la temperatura agradable, de manera que nos quedamos dando vueltas por la pista a la espera de reembarcar. En ese momento descendía de un avión privado un caballero de unos cincuenta años, vestido con guayabera. Un compañero de viaje comedido me informó: “Es el presidente de México, Luis Echeverría”. El presidente Echeverría arribaba para participar en la inauguración de una nueva central hidroeléctrica en Puerto Ordaz, presumiblemente invitado por el reciente mandatario venezolano, Business Class – Jorge Andrade Páginaautoralen Facebook: Jorge Andrade
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Carlos Andrés Pérez, fuera por amistades ideológicas o porque México hubiera participado en la construcción de la central. Supusimos estas tesis, avaladas por las opiniones de viajeros venezolanos que especulaban en el mismo sentido. En consecuencia, sacamos como conclusión, el vuelo de línea tuvo que darle prioridad del espacio aéreo a la comitiva oficial. Sin embargo, nosotros, que nos habíamos desentendido de la máquina que nos había traído hasta Puerto Ordaz concentrados en la llegada de la comitiva mexicana y, en particular, en la figura sonriente y ataviada con elegante informalidad de su jefe, giramos inopinadamente la vista hacia nuestro bimotor. Casi no se veía su fuselaje, cubierto por los monos anaranjados de los mecánicos que se habían encaramado en él. Cerca del avión esperaban las dos azafatas. No pudiendo resistir la intriga nos acercamos y le preguntamos a la mayor qué pasaba. Sonrió con su sonrisa inalterable y nos informó con su cadenciosa melodía caribeña:
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-Volamos hasta aquí con un solo motor. Si pueden arreglarlo continuamos viaje. De lo contrario tendremos que esperar a que mañana traigan el repuesto de Caracas. Septiembre 2020 Jorge Andrade Escritor y Economista
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Jorge Andrade, escritor, economista, crítico literario y traductor. Ha publicado numerosas novelas, entre ellas, Desde la muralla, Vida retirada, Los ojos del diablo (premio internacional Pérez Galdós, España); libros de cuentos como Nunca llega a amanecer y, recientemente, Cuentos subversivos; y el volumen de ensayos Cartas de Argentina y Otros ámbitos. Fue colaborador del diario El País y de las revistas El Urogallo y Cuadernos Hispanoamericanos de España, así como del diario La Nación de la Argentina.
Para contacto periodístico y notas de prensa contactarse con: Nadia Kwiatkowski nadiakiako@gmail.com
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