EL GATO
Esta sección semiautónoma de Patchwork está dedicada al gato, como su título lo declara explícitamente. Se refiere al gato en general, como especie diseminada por todo el planeta, pues su hábitat no está confinado a un ámbito geográfico restringido como ocurre con otros seres vivos. El gato es ubicuo, y su doble carácter de animal de compañía y de criatura autosuficiente, le ha permitido adaptarse y sobrevivir tanto en el medio rural como en el urbano. Vive con el hombre o distante de él, según sus posibilidades y
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conveniencia, lo que lo ha hecho una criatura resistente, perdurable y próspera. Poco a poco, y gracias a su sutileza y maleabilidad, ha medrado en la urbe moderna y ha ido ganándole perseverantemente terreno, en la contienda por apropiarse de la generosidad y protección del ser humano, a su aventajado competidor: el perro. El perro es un servidor honesto, pero se repite a sí mismo, es más pobre de recursos. El gato se reinventa. Ha sabido comprender mejor la psicología del hombre, y su perspicacia le ha permitido advertir que el humano pertenece a un tipo psicológicamente inestable, que se aburre de mandar y ser obedecido, tanto por animales como por su propios congéneres, y que necesita novedades, incluso resistencias que se complace en doblegar. El gato ha sabido explotar esa debilidad congénita de los amos, que siendo aptos para inventar artilugios complejos y para centrarse en su esfuerzo sin desmayar hasta que alcanzan su objetivo, son incapaces, por el contrario, de perseverar en la relación con sus semejantes, porque con respecto a ellos no tienen fines claros, sus objetivos son opacos, veleidosos e inconstantes. De modo que el
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gato advirtió que cuando el hombre se harta de mandar, y no sabe lo que quiere, a menudo prefiere descargarse de responsabilidades y delegar el mando. Y el gato, imperceptiblemente, sin hacerse notar, ocupa ese vacío de poder. El gato ama mandar, pero manda con un dominio suave que fascina y envuelve. Esto que declaro en las líneas precedentes no está dicho en los artículos que siguen, que no se refieren al gato en general, sino explícitamente a mis gatos, ella, la gata Clo-clo y él, el gato Merlín. Sin embargo, aun así, quizá el lector perciba a través de estos ejemplos concretos cuánto de lo dicho antes proviene de mi propia experiencia y de mi propia entrega. Ante todo debo declarar que Clo-clo y Merlín no fueron desde el principio y por decisión propia “mis gatos”. A mí no se me habría ocurrido ser amo de gatos. Primero porque mi experiencia infantil con animales doméstico no fue con gatos, sino con perros. Segundo, porque nunca habría adoptado por propia iniciativa uno de esos animalitos recelosos y escurridizos que parecían mirarme con ojos ciegos, como murciélagos, desde la penumbra del bajo de los coches. Clo-clo y Merlín llegaron a mi vida, paradójicamente, por
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medio de la muerte. La muerte de mi única hermana, Nora, que fue su ama y quien los recogió. Es decir, que yo recibí a Clo-clo y Merlín por vía de herencia. Clo-clo alcanzó a vivir a mi cuidado algo menos de dos años desde la muerte de Nora. Merlín mucho más, casi doce años. Con los dos pude entenderme muy bien porque supieron entenderme. Entenderme, que no quiere decir sometérseme, porque ambos fueron capaces de tener su vida propia y culminarla con su muerte propia. Clo-clo era una gata cerebral, aunque no quiero decir fría. Sabía querer y dejaba que se la quisiera, pero mantenía distancia, era celosa de su independencia. Merlín, aunque psicológicamente tan gato como ella, permitía que su afecto aflorara más francamente. Pero no quiero adelantarme en esta semblanza y por el momento me atendré a Clo-clo. Una vez que ambos hicieron el duelo de la desaparición que no podían entender racionalmente; una vez que dejaron de culpabilizarme como responsable de la ausencia; una vez que aceptaron el vacío, con su pragmatismo gatuno comprendieron que
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yo era el nuevo amo, yo quien les daba la comida, el agua y de vez en cuando alguna golosina, y que les convenía estar en buenos términos conmigo. Entonces se acercaron a mí y todas las noches, después de cenar, se subieron a las sillas junto a la mesa, a la espera paciente de una caricia. Si los gatos pueden adaptarse al amo es porque son muy observadores y muy sensatos. No están encima del dueño prodigándole amor a toda hora y a veces de modo inoportuno, como hacen con la mejor buena fe los perros. Los gatos saben respetar las costumbres y los ritmos del hombre. Clo-clo y Merlín nunca me molestaron en mis horas de trabajo, sino que adaptaron sus deseos a mis ocios ciñéndolos a esas horas en que sabían que me relajaba, estaba disponible, e incluso yo necesitaba mimar y ser mimado. Clo-clo me dejó un día; dejó todo lo que constituía su mundo. Su final fue una consecuencia del raquitismo que había padecido al nacer por la falta de leche materna, pues su mamá, una gata vieja del barrio, no pudo alimentar a su última lechigada. Los cuidados que le prodigó mi hermana, que la rescató de la calle, no llegaron a tiempo para corregir la malformación ósea de su columna lumbar.
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Como lo he relatado en otro texto, Clo-clo decidió cuándo había llegado el momento. Primero dejó de comer y después se negó a tomar agua, pese a todos mis ruegos, y murió por consunción. Ella eligió su muerte propia. Merlín y yo nos quedamos solos. Y nuestra relación se hizo más estrecha. Llegamos a comprendernos a primera vista. Me saludaba al llegar yo a casa, después de haber vagado por esos mundos hostiles. Merlín no comprendía por qué debía arriesgarme fuera de su universo amigable del hogar. Teníamos cobijo, teníamos comida, ¿por qué correr aventuras peligrosas?. De modo que, aunque fatalista como todos los gatos no cuestionaba el discurrir de la vida, me recibía a la vuelta de mis excursiones con un pequeño maullido de alivio que expresaba su satisfacción discreta. Después venía lo bueno para él. La hora de la cena, su comida, a veces un poco de la mía, sin excesos, hasta el momento feliz del relax, después de lavados los platos. Merlín saltaba a su silla, junto a mí, y se entregaba a la celebración de la rutina gratificante, sobre todo por ser rutinaria y previsible, de las caricias compartidas.
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Y tras doce años de convivencia amistosa y de progresivo afecto mutuo, a sus veintiún años y siete meses, llegó la hora de Merlín. Como Clo-clo, él también tuvo su muerte propia, pero fue diferente a la de ella. Clo-clo, por haber nacido en la calle, sabía lo que era la vida dura y, por lo tanto, estaba convencida de que esta debe ser un día abandonada, aun cuando la suerte la hubiera rescatado en la figura de Nora y le hubiera concedido una existencia feliz de diecisiete años. Ella eligió el modo y el momento del final. Merlín nació en una casa de familia, donde lo habían precedido varias generaciones, y de ella pasó en sus primeros días de vida a su hogar definitivo que nunca abandonó. De modo que él no tenía ninguna razón para precipitar el fin. El que había proporcionado a su dueño un amor discreto y que había reclamado y recibido su compensación de cariño, también tuvo su muerte propia, que fue la de vivir hasta el último instante de su aliento. La hora de la muerte en que animal y amo comulgaron con su mismo pan y su misma agua.
Esta sección de Patchwork se abre con la reedición del cuento “El gato”, publicado originalmente en Cuentos subversivos (2020). En el
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relato original opté por el recurso estilístico de apelar a un narrador en tercera persona con el fin de distanciarlo del lector, ya que el libro era de ficción. En este apartado de Patchwork mantengo el texto sin modificaciones porque quiero respetar la idea de su concepción, no solo conceptual, sino formal. Por el contrario, los textos que le siguen fueron escritos para la colección presente, y aunque los protagonistas son los mismos, en este caso el narrador se expresa en primera persona, no solo para lograr el efecto contrario al precedente, ahora el de acercarlo al lector, sino para hacer explícito el carácter autobiográfico de los textos. Como he declarado en el “Aviso” que abre este libro, Patchwork renuncia abiertamente a atenerse con estrictez a ningún género literario consagrado; en él se yuxtaponen relatos con ensayos, reflexiones, narraciones de no ficción y pastiches de experiencias personales combinadas con hechos imaginarios.
Buenos Aires, diciembre de 2021
Jorge Andrade
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Jorge Andrade, escritor, economista, crítico literario y traductor. Ha publicado numerosas novelas, entre ellas, Desde la muralla, Vida retirada, Los ojos del diablo (premio internacional Pérez Galdós, España); libros de cuentos como Nunca llega a amanecer y, recientemente, Cuentos subversivos; y el volumen de ensayos Cartas de Argentina y Otros ámbitos. Fue colaborador del diario El País y de las revistas El Urogallo y Cuadernos Hispanoamericanos de España, así como del diario La Nación de la Argentina.
Para contacto periodístico y notas de prensa contactarse con: Nadia Kwiatkowski nadiakiako@gmail.com
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