El Mausoleo

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EL MAUSOLEO

-¡Expoliación! Exclamó Fernandito entrando en la sala donde estaban la madre y sus hermanos. Él era el ilustrado de la familia, estudiaba derecho. Emilio era el mayor. Había asumido la dignidad de jefe a la muerte del padre. Pepa era la segunda, estaba casada y tenía dos hijos. Pero casi todas las tardes, cuando los chicos estaban en el colegio y el marido en el trabajo, formaba parte de la reunión cuya presidencia

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honorífica ostentaba la madre, pero cuya dirección ejecutiva ejercía Emilio. Después venía Fernando, y la última Anita, una adolescente de apenas quince años. Emilio trabajaba de noche, en los talleres de un diario de gran tirada; dormía hasta las dos de la tarde, almorzaba a las cinco y durante la sobremesa participaba de las tertulias familiares. Aunque era muy formal, creía en las instituciones y estaba llegando a la treintena, aún no había encontrado a la compañera ideal. Todos encararon al recién llegado con un silencio imperioso, exigiéndole una explicación. Fernando hizo una mueca contrariada y después encogió los hombros con desgano, aceptando que contra el destino no hay nada que hacer. Emilio lo increpó, como si lo culpara de esconderse detrás del cultismo de su vocabulario. -¿Expoliación?. ¿Qué querés decir con eso?. ¡Aclaremos! Fernandito tragó saliva y dijo con aire resignado: -Se robaron las placas de bronce del mausoleo.

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A su declaración siguió un pozo de silencio, como un jet lag de la incredulidad. Al cabo, Pepa reaccionó: -¿La de papá? -¡Ay!- se quejó Anita. Una toalla le cubría los hombros y Pepa, que le estaba haciendo la permanente, en su desconcierto le quemó la oreja con la tijera de ondular. Aun así, la intriga de Anita pudo más que su dolor: -¿Y las de los abuelos? Fernandito, que ya había respondido “Sí” a la pregunta de Pepa, cabeceó sombríamente para confirmar los alcances de la catástrofe. -¡Madre de Dios!- se lamentó Pepa. Terció Emilio: -Nos estás dando las malas noticias con cuenta gotas. Decime, ¿las de los bisabuelos? Esta vez Fernando solo ladeó la cabeza en silencio y enarcó las cejas. No quiso faltarle el respeto a la inteligencia del hermano mayor refregándole: ”Una vez adentro, boludo, ¿qué te creés que iban a hacer, no llevarse las de los bisabuelos por respeto histórico?

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Emilio no hizo caso del gesto para no acusar recibo de la insinuación del hermano o porque estaba sacando cuentas. -O sea, si no me equivoco, trece placas, descontando la de mamá, aquí presente. La madre, que hasta ese momento no había abierto la boca, persistió en su silencio, pero hizo los cuernos por debajo de la mesa. -Trece, como vos decís, hiciste bien las cuentas- confirmó Fernandito. Emilio llevó los ojos a las cejas; seguía con sus cálculos: “Se habrán sacado unos buenos mangos”. Fernando se interesó: “¿Vos cómo sabés?. ¿Estás al día con la cotización del bronce?”. -Por la sección financiera del diario; tiene el precio de todos los metales, del oro, de la plata… -¿También el del bronce? -También-. De pronto pareció cruzársele una idea. -¿Cómo te enteraste?. ¿No habrás ido al cementerio?. Si vos no vas nunca. ¿Cuánto hace que no visitás al viejo?. Fernandito se mostró ofendido:

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-No creas, a veces voy. -¿Me querés decir cuándo?. Porque los domingos que vamos con mamá vos siempre estás durmiendo y no hay quién te despierte. Te tapás la cabeza con la cobijas. Como los sábados andás de farra hasta las tantas con tus amigotes- Torció el gesto para decirlo. Fernando frunció el ceño, enojado: -Compañeros de estudios, querrás decir. Trabajo y estudio toda la semana. ¿Tengo derecho a un día de distracción, no?. -Bueno, si llamás trabajar a un laburo de cuatro horas. Trabajar se llama lo que hago yo, ocho horas todas las noches, seis de los siete días de la semana. -Necesito tiempo para estudiar- protestó Fernando. -Está bien, estudiá. Mientras yo pare la olla podés estudiar, porque si tuvieran que vivir de la pensión de la vieja me ibas a decir si tenías que trabajar en serio o no. Ya no te pregunto más cuándo vas al cementerio…Fernando lo interrumpió: -Cuando el abogado me encarga alguna comisión, a veces me escapo un ratito.

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-Está bien, no hace falta que me expliques, no me interesan tus aventuras laborales, pero todavía no sé cómo te enteraste de que se afanaron las placas. -Me llamó el cuidador. -¿El cuidador?. ¿Cuándo llamó el cuidador?. Acá no llamó, que yo sepa. Fernando meneó la cabeza como si se tratara de algo obvio: -Me llamó al estudio. El hermano se sorprendió: -¿Al estudio?. ¿Y desde cuándo tiene el teléfono del estudio?. ¿Y para qué?. Fernandito titubeó un momento, después dijo: “Un domingo que fuimos todos a visitar el mausoleo. Vos estabas delante de papá, mamá cambiaba el agua de los floreros y le ponía flores a los abuelos. El cuidador me preguntó si tenía algún otro teléfono para darle, por si se descomponía el de casa. ‘¿Usted sabe?’, me dijo. ‘Como andan tan mal’. Y yo le di el del estudio. ¿Qué otro le iba a dar?. Después se habrá confundido al llamar, o el de casa estaría

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ocupado, y como era un asunto grave no habrá querido perder tiempo y llamó al estudio. -Ah- exclamó Emilio dubitativamente. Emilio era autodidacta. Había terminado la primaria, Tras la muerte del padre tuvo que emplearse y no pudo hacer el secundario. Entró al taller del diario como chico para todo servicio y allí aprendió dos oficios, el de tipógrafo y el de linotipista. Pero era un tipo curioso, que leía todo lo que le caía en las manos y fundamentalmente lo que le aconsejaban los periodistas. Era extravertido, tenía labia, así se había hecho amigo de varios de ellos. Cuando terminaba su turno, antes de irse a casa, subía y se quedaba un rato charlando en la redacción. Como los periodistas entraban y salían con libertad, le decían: “Emilio, venite con nosotros al café de la esquina”. Allí, entre café y café y el cenicero lleno de puchos, le explicaban sus teorías para arreglar el mundo. Le hablaban de la revolución rusa, le daban a leer a Dostoyevski y a Gorki, pero también a Gramsci y a Rosa Luxemburgo. Emilio tomaba un solo café, aunque lo invitaran, era una cuestión de salud, el café lo ponía nervioso; tampoco fumaba. Así como con la

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comida tomaba solo medio vaso de vino con soda. Pero se iba a casa masticando las nuevas ideas y acariciando la novela de Tolstoy que le había pasado uno de los periodistas. Fernando había ingresado a la facultad de derecho después de haber aprobado raspando las materias que se había llevado a marzo en el secundario. La madre estaba orgullosa. Se lo contaba a las vecinas: “Fernandito estudia derecho”. “¡Mire qué bien, doña Rosa!”, exclamaban con una sonrisa falsa, y enseguida acotaban, para no ser menos: “Mi sobrino, el hijo de mi hermana, pasa a segundo de económicas. Estudia para contador público”. Y subrayaban el “público” porque les sonaba a algo poderoso, algo que imponía respeto y que dotaba al que poseía ese título de un estatus superior al del resto de personas comunes. Lo cierto es que Fernandito se había inscripto en la carrera de derecho, que estudiara era otra cosa. Trabajaba en un estudio jurídico donde lo había recomendado un amigo de su cuñado Heriberto, el marido de Pepa. Allí gozaba de una jerarquía apenas un grado por encima de la de meritorio y ganaba menos que el cadete. Cuando terminaba su media jornada, que había reclamado “para

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tener tiempo para estudiar”, corría a casa donde la mamá, doña Rosa, lo esperaba con la comida caliente. -Pepa, decile a tu hermano que durante las cuatro horas que va al trabajo labure en serio. Mi amigo me dijo que el abogado no está nada conforme con él. Dice que es lerdo en las tareas, que se la pasa dándole charla a los compañeros y que piropea a su secretaria. Pepa, que tenía debilidad por su hermano menor, lo defendía: -Seguro que el abogado le tiene celos, porque a él la secretaria no le debe dar bolilla, y como Fernandito es tan buen mozo… Y si charla con los compañeros es porque lo quieren. Él se hace querer rápido, es simpático y servicial. Todas las mañanas lleva factura y convida a los compañeros… A la secretaria también, claro. Tampoco se olvida del jefe, pero este no acepta, porque es orgulloso, porque es amarrete y no quiere tener que retribuir comprando él, y porque es gordo y la esposa lo mandó a hacer dieta. -¿Y vos de dónde sacaste toda esa información? -¿De dónde la voy a sacar?. Me lo contó Fernandito. -¡Ah, mirá vos, una fuente confiable!- le contesta Heriberto a su mujer con ironía –Hablando de otra cosa, ¿cómo hace Fernandito para

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comprar factura todos los días?. ¡Con el sueldazo que gana!- se burla de su mujer. Pepa se ofende. -¡La culpa es tuya, podrías haberle conseguido un empleo mejor al pobre!. -Así que ahora el culpable soy yo por haberle conseguido un trabajo. Si no le consigo el trabajo seguiría de vago, viviendo a costa de tu mamá y de tu hermano Emilio. -Él buscaba- protestó Pepa. -Sí, buscaba y no encontraba. ¡Hacía seis meses que buscaba! -Compraba el diario todos los días. -Y empezaba a leerlo a las diez de la mañana, cuando tu mamá se lo llevaba a la cama con el café con leche. -Hay desocupación. -Claro que hay desocupación, pero los que consiguen los pocos trabajos que se ofrecen empiezan a buscarlos a las siete de la mañana. -¡Heriberto, cortala, me hacés el favor!. Dejá de pincharme con mi hermano. Al final voy a creer que tenés celos de él.

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Los viernes a la tarde Fernando no fallaba nunca. Se aparecía por casa de su hermana antes de que Heriberto volviera del trabajo. “Para charlar un ratito con mi hermana más querida”, decía. Ella se hinchaba de orgullo, pero se sentía obligada a objetar: “No digas eso. mi amor, a Anita también la querés”. Fernando se hacía el mimoso: “Sí que la quiero, aunque un poquito menos que a vos”, y hacía un gesto chiquitito con el pulgar y el índice. Pepa se reía: “¡Adulador!”, y se esponjaba toda. Antes de que Fernando se preparara para irse, ella iba a rebuscar en una lata que guardaba detrás del costurero y le daba unos pesitos. -Tomá, para el fin de semana. Él los recibía con naturalidad, la abrazaba y la besaba: “¡Sos un encanto, Pepita!”. Ella compartía con Fernando la plata que sisaba de las compras. Y la madre, cuando cobraba la pensión, separaba una parte para Fernandito, su hijo preferido. -Vos lo malcriás, mamá- protestaba Emilio –Así nunca se va a responsabilizar de sí mismo. Nunca va a terminar de crecer.

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-Pobrecito- se lamentaba la madre –El sueldo no le alcanza para nada. Él que se desloma trabajando y lo poco que le paga ese miserable del abogado. Emilio torcía la boca, pero no decía nada más. Prefería no discutir con la madre. Sabía que tenía el corazón débil. Entonces lo agarraba a Fernando, le pasaba el brazo por los hombros y se dirigía a él con buenas palabras, tratando de que pesara su condición de hermano mayor. -Escuchame, Fernandito. Tenés que estudiar. Vos te inscribiste en derecho, pero no basta con inscribirse, hay que dar exámenes y aprobar materias. Va para un año que entraste a la facultad. Andás por ahí diciéndole a todo el mundo que estudiás derecho, pero que yo sepa todavía no rendiste ningún examen. ¿O, tal vez, yo me equivoco y sí rendiste, y aprobaste, y porque sos modesto no me dijiste nada?. Fernandito, que acababa de levantarse de dos horas de siesta, tenía el pelo revuelto y andaba en pijama, bostezaba y, haciéndose el desentendido de la ironía del hermano que a esa hora se iba para el diario, acertaba a explicarle:

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-¿Sabés qué pasa, Emilio?. Es que estoy estudiando tres materias a la vez, con los muchachos, y las voy a rendir en diciembre. Ahora, después de que mamá sirva la merienda, me voy a casa de Coco y estudiamos hasta la medianoche. Emilio lo miraba entrecerrando los ojos: -Bueno, espero que así sea, y que festejemos Nochebuena con los tres aprobados. Mirá que te estamos bancando para que trabajes media jornada y tengas tiempo para estudiar. Somos cuatro bocas en esta casa. Entra mi sueldo y la pensión de la vieja. Anita está en el secundario, vos no aportás un mango y mirá que yo sé, aunque ella no me lo dice, que mamá te pasa todos los meses plata de su pensión. Fernandito arruga la cara, parece que va a lagrimear. -¿Qué querés que haga, Emilito?. El abogado ese al que me recomendó Heriberto es un explotador, me paga una miseria, si ni siquiera me alcanza para comprar los libros y para el boleto del colectivo. Un rato más tarde, cuando el hermano ya está en el taller del diario, Fernandito se junta con Coco y Bocha. Comen una pizza en la

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esquina de la casa de Coco, y de ahí se van al boliche. Fernando se encamotó con una bailarina del caño. Aunque ella sabe que él anda tirado le gusta el pibe y lo banca. Hasta le paga la copa cuando él está seco. Pero Fernandito la lleva siempre en taxi y de vez en cuando le hace un regalito, una pavada, porque Fernandito de verdad es un buen pibe y le tomó cariño a la “viejita”, que tiene treinta años, como la nombra con sus amigos. El Coco y el Bocha lo admiran: -¡Qué minón te levantaste, Fernandito!. ¡Está rebuena la vieja!. Te devuelvo la llave, Cacho- le dice Fernando al marmolero del cementerio, el que compra los restos de las tumbas levantadas, los mármoles y también las placas de bronce. -Guardatelá, pibe. Tengo duplicado. Porque pensé que por ahí te interesa. No hay motivo para quedarse solo con lo de casa. Está lleno de gente que se olvida de sus muertos, los visitan muy poco o no los visitan nunca. Vos te vas a dar cuenta: las flores están marchitas, los jarrones secos. Pero hace falta usar una buena estrategia: una noche un sector, la semana siguiente otro, de a poco,

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con mucha prudencia. Cuando se den cuenta, tal vez, vos ya te recibiste de abogado. Pero estudiá, eh. ¡Tenés que estudiar!

Agosto 2021

Jorge Andrade

Jorge Andrade, escritor, economista, crítico literario y traductor. Ha publicado numerosas novelas, entre ellas, Desde la muralla, Vida retirada, Los ojos del diablo (premio internacional Pérez Galdós, España); libros de cuentos como Nunca llega a amanecer y, recientemente, Cuentos subversivos; y el volumen de ensayos Cartas de Argentina y Otros ámbitos. Fue colaborador del diario El País y de las revistas El Urogallo y Cuadernos Hispanoamericanos de España, así como del diario La Nación de la Argentina. Para contacto periodístico y notas de prensa contactarse con: Nadia Kwiatkowski nadiakiako@gmail.com

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