¿Quiénes eran, en realidad, Ernesta y don Camilo?

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¿QUIÉNES ERAN, EN REALIDAD, ERNESTA Y DON CAMILO?

Vivían en una planta baja a la calle, en una zona tranquila de Barracas, a unos metros de la avenida Montes de Oca, o sea, no en la parte fabril y obrera del barrio, sino en la que habitaba la clase media que por entonces se consolidaba y crecía. Ernesta nos recibía vestida siempre igual, lo que es una mala simplificación literaria; tendría que haber dicho siempre con el mismo estilo. Vale decir, con una falda de tweed por debajo de la rodilla, un pulóver de punto de cuyo cuello, a veces redondo, a veces en “v”, sobre salía el de la blusa, y unos zapatos abotinados ¿Quiénes eran, en realidad, Ernesta y don Camilo? – Jorge Andrade Página autoral en Facebook – Jorge Andrade


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o de los que cruzaban una presilla por sobre el empeine, y con un pequeño taco de un par de centímetros. Los colores de su ropa eran siempre sobrios, aunque no negro: marrón, azul, gris o verde oscuro. Se peinaba con una permanente corta que le cubría el cuello por detrás y que tal vez no era permanente sino sus rulos naturales. El pelo era castaño oscuro y aún no asomaban las primeras canas, lo que me hace presumir, hoy, que rondaría los cuarenta y cinco años. Por entonces, cuando la conocí y la frecuenté, la consideré sin mayor detenimiento como una mujer “mayor”, una de las pocas categorías clasificatorias de mi esquema social infantil. Solíamos tocar su puerta a media tarde, es decir a las cuatro, en esa época en que aún faltaba mucho para imaginar siquiera lo que pudiera ser la televisión y las ocho era noche cerrada, cuando la familia se reunía alrededor de la radio que todavía era joven, y mi madre preparaba la cena mientras que, oído atento, auscultaba el sonido de la llave en la cerradura: “Llega papá”. A las cuatro llamábamos a la puerta de Ernesta y don Camilo. Mi madre se apuraba para completar su tocado, y el mío, que incluía el dificultoso aplastamiento con gomina de los remolinos rebeldes de frente y nuca. Mi madre solía retrasarse en sus salidas ¿Quiénes eran, en realidad, Ernesta y don Camilo? – Jorge Andrade Página autoral en Facebook – Jorge Andrade


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habituales. Mi padre se paseaba en silencio por el hall de la casa, trajeado, encorbatado y con el sombrero en la mano, mientras su compostura y autocontrol lo toleraban. Consultaba el reloj en cada una de sus vueltas, no para saber si superaba su propio récord de velocidad, sino con la esperanza de que las agujas se retrasaran. Cuando sus nervios no soportaban más emitía una tosecilla entre pitada y pitada de su tercer cigarrillo, hasta que finalmente producía un sonido peculiar, en parte quejido, en parte protesta, en parte lamento. -¡Son menos cuarto!- Faltan veinte minutos para el comienzo de la función. Una voz cantarina le respondía desde el cuarto de baño, por detrás del burbujeo del agua. -Ya estoy lista, querido. En un par de minutos salimos. Cuando visitábamos a Ernesta y don Camilo nadie estaba detrás de mi madre para marcarle los tiempos. A las cuatro de la tarde en punto, hora convenida, ni un minuto antes, ni un minuto después, mi madre llamaba a la puerta de la pareja. Algo no pactado explícitamente estaba sin embargo expreso en la expresión de toda la persona de Ernesta, algo que se traslucía a través de su cordialidad y de la cordialidad vicaria de don Camilo que afirmaba ¿Quiénes eran, en realidad, Ernesta y don Camilo? – Jorge Andrade Página autoral en Facebook – Jorge Andrade


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sin prueba en contrario que los pactos, explícitos o tácitos, debían cumplirse. A las cuatro de la tarde se escuchaba el taconeo discreto y de corto recorrido y la figura austera de Ernesta aparecía detrás de la puerta de calle que se abría. En el recibidor se estrechaban sobria pero cordialmente los antebrazos de mi madre y de Ernesta y sus caras, acercándose lo imprescindible, intercambiaban un beso oblicuo. A continuación Ernesta se agachaba y depositaba un beso volador en mi mejilla, que yo alcanzaba a devolver al aire. En el momento en que pasábamos al salón, don Camilo parecía tomar cuenta de que habían llegado visitas. Sentado en un sillón bergère ante un hogar simulado que no quemaba leña sino gas de hulla de la Compañía Primitiva de Gas, dejaba el diario sobre la mesita ratona y tomaba impulso para alzarse con agilidad de su nido de meditación y reposo. Era un hombre elegante, que en casa vestía siempre con un pantalón de franela y un chaleco de punto abotonado, ambos siempre en tonalidades de gris que podían variar, pero que parecían casualmente elegidas para que hicieran juego, y debajo una camisa blanca, tal vez celeste, con el cuello abierto. La única ¿Quiénes eran, en realidad, Ernesta y don Camilo? – Jorge Andrade Página autoral en Facebook – Jorge Andrade


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alternativa posible, reservada para los días más crudos del invierno, era una polera también gris, o tricota, como se la llamaba entonces, en reemplazo de la camisa. Don Camilo lucía una magnífica melena ondulada de cabellos blancos, era delgado, de estatura algo mayor que la media, y aún con la piel fresca de su rostro; podría calculársele algo más de sesenta años. Se daba por probado que don Camilo era viudo y que estaba casado con Ernesta en segundas nupcias. También se aseguraba que el hombre era jubilado y que había sido un alto jefe de una compañía inglesa, de lo que se consideraba prueba irrefutable su porte y el estilo con que se vestía. Se dirigía a mi madre con una campechanía respetuosa que se permitía por la diferencia de edad, pues no la saludaba con un formal “Buenas tardes, señora”, sino con una sonrisa cortés y un “Buenas tardes, Carmen”. A mí se dirigía agachándose para estrecharme la mano: “Buenas tardes, caballerito. ¿Cómo está usted?”. Las visitas eran breves y la cortesía solía reducirse a una taza de té que mi madre tomaba con una rodaja de limón, don Camilo con una gota de leche, a la inglesa, y Ernesta solo y sin azúcar. A mí ¿Quiénes eran, en realidad, Ernesta y don Camilo? – Jorge Andrade Página autoral en Facebook – Jorge Andrade


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me ofrecían Toddy, y ante mi mirada lánguida y resignada de antemano, mi madre les decía que un vaso de leche tibia sería lo mejor y se extendía en una explicación acerca de la disfunción de mi hígado grande, que se había apurado a crecer y que reaccionaba produciéndome urticaria. Pero que no era cuestión de preocuparse sino de paciencia, porque la propia naturaleza suministraría el remedio, según el médico, pues al llegar a los diez años la hipertrofia –mi madre pronunciaba esta palabra con cierta solemnidad, a la que los contertulios correspondían con cabeceos aprobatorios- la hipertrofia se compensaría de forma natural. Tras estos comentarios y algunas obviedades acerca de la vida cotidiana, Ernesta pedía permiso para retirarse un momento y volvía con un paquete chato, envuelto en crujiente papel de seda, que sostenía sobre sus antebrazos extendidos. Mi madre lo recibía del mismo modo; ambas mujeres intercambiaban unas pocas palabras, a veces un papel, y otras algún billete. En todo este tiempo don Camilo se había desentendido de la cuestión y había vuelto a la lectura del diario. Un momento después nos despedíamos con una ceremonia parecida a la del arribo. A continuación nos dirigíamos a la avenida Montes de Oca, que quedaba a poco más de media cuadra. Yo sabía que esa ¿Quiénes eran, en realidad, Ernesta y don Camilo? – Jorge Andrade Página autoral en Facebook – Jorge Andrade


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tarde me libraba de la tediosa recorrida de tiendas, ya que íbamos directamente a instalarnos en el refugio central de la calzada a la espera del tranvía. Algunas veces mi tía Anita participaba de nuestra excursión. En esas ocasiones mi madre pretendía no aceptar la taza de té porque le parecía que tres éramos demasiados. “No, Ernesta, no se moleste, no queremos robarle tanto tiempo”. Pero Ernesta era irreductible y ponía sobre la mesita ratona una taza más para tía Anita y un platito con un surtido de galletitas “Manón” e “Imperiales”. -El nene puede mojar las Imperiales, que son largas, en el vaso de leche. Y ustedes sírvanse, por favor, sin cumplidos. Yo no me hacía rogar, ante la mirada vigilante de mi madre que no quería que me pasara de la raya, por el hígado y por educación. Mi tía Anita, tras algún mohín remilgado, se servía de las “Manón”, que le gustaban mucho y mi mamá, sólo por no despreciar, mordisqueaba otra “Manón”, apenas y de a poquito, porque cuidaba la línea. Yo tenía mi técnica propia, aprendida por un largo comercio con las “Imperiales”. Hundía la galleta en el vaso de leche, y cuando aquella se ablandaba, justo antes de que se partiera y se hundiera en el vaso pegaba el mordisco. Mientras ¿Quiénes eran, en realidad, Ernesta y don Camilo? – Jorge Andrade Página autoral en Facebook – Jorge Andrade


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realizaba la operación mi madre me observaba con espanto, y cuando la mitad de la galleta ablandada ya estaba dentro de mi boca que yo había abierto a pleno, no podía reprimir un suspiro de alivio. Yo fallaba poco, pero no era infalible, y cuando fallaba el desastre era considerable, porque la leche me manchaba el pulóver, o la camisa o el cárdigan, según la estación del año, e infaliblemente salpicaba en la alfombra . “No se preocupe, Carmen, es solo leche, se limpia fácil”, aseguraba la anfitriona, con más o menos grado de sinceridad. Cuando mi tía Anita nos acompañaba eran sus antebrazos extendidos los que recibían el paquete chato y crujiente de papel de seda, porque enseguida mi madre y Ernesta se retiraban a un ángulo del salón para arreglar las cuentas. Fueran estas las que fueran.

Angelita era una lisiada. Dicho así, como se decía entonces, brutalmente. Ni una minusválida, ni una discapacitada, ni ningún otro eufemismo inventado por los bien pensantes para suavizar un lenguaje que a la sociedad le sea más fácil de digerir, de modo que pueda continuar viaje sin reflujos psicológicos indigestos. A la vez, debe reconocerse que la brutalidad hacia menos esfuerzos ¿Quiénes eran, en realidad, Ernesta y don Camilo? – Jorge Andrade Página autoral en Facebook – Jorge Andrade


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por facilitarles la vida a los ciudadanos con “capacidades físicas y/o mentales disminuidas”. Angelita era jorobada y renga. Estaba algo doblada hacia delante por mitad de la espalda, de manera que tenía que forzar el cuello para mirar cara a cara, y usaba una bota ortopédica que compensaba parcialmente la longitud de su pierna más corta, aunque no impedía su andar desparejo. Era difícil acertar con su edad. Como si su desarrollo incompleto e imperfecto se hubiera combinado con una lentitud hormonal que hacía parecer una chica de diecisiete años a una mujer que tal vez tenía treinta. Pero entre tanto estrago físico la Naturaleza, apiadada, quiso compensarla al menos parcialmente con algunas virtudes estéticas. Su cutis era de un blanco de cera traslúcida como el alabastro, a tal punto que costaba trabajo distinguir los cristales montados en el aire de sus anteojos; porque también era miope. Y sus manos, tan blancas como su rostro, eran pequeñas y de dedos delgados, que se articulaban con extraordinaria delicadeza. Sus ojos, negros y profundos, enfocaban al interlocutor a través de los lentes con una intensidad que desestabilizaba y debilitaba cualquier intención de oponerse a sus propósitos. ¿Quiénes eran, en realidad, Ernesta y don Camilo? – Jorge Andrade Página autoral en Facebook – Jorge Andrade


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Angelita era hija única de madre viuda que se ganaba la vida como planchadora. Ni la madre ni la hija recibían ninguna ayuda estatal que aliviara su situación de desamparo, porque esa clase de beneficios todavía no figuraba en la agenda de ministros ni legisladores. De manera que la joven solo contaba con su agudeza mental y la energía física poderosa de su cuerpo mermado para completar el pequeño presupuesto familiar de las dos mujeres. Angelita era el correo del zar del barrio de Barracas. Se encargaba de todos los recados, pagos y cobranzas que no estuvieran a cargo directo de los eficientes servicios públicos de la época; compraba los comestibles de los ancianos que no estuvieran en condiciones de moverse por su cuenta o que no tuvieran bastante voluntad para hacerlo; oficiaba de dama de compañía para asistir al médico o para tomar sol en la plaza de convalecientes que no contaran con ayuda familiar, y se hacía cargo de todas las tareas de mensajería que precisaran de un portador confiable. Nadie sospechó nunca, y mucho menos acusó a Angelita de alguna infidencia, no obstante que su oficio de trotamundos, o barrio es más apropiado decir en este caso, la dotaba de un bagaje inagotable de información recogida por su inteligencia despierta, provista ingenuamente por sus clientes o ¿Quiénes eran, en realidad, Ernesta y don Camilo? – Jorge Andrade Página autoral en Facebook – Jorge Andrade


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suministrada por la necesidad humana, a veces imperiosa, de descargar el alma con algún ser imparcial y sensible. Era notable la agilidad de ese físico contrahecho. Se desplazaba velozmente por el territorio que le pertenecía a despecho de su renguera y de la curvatura de su espalda. Y era capaz de transportar paquetes voluminosos y pesados, tanto o más que su propio cuerpo. Era una especie de hormiga, por la rapidez de sus movimientos y por las cargas que solía transportar. -¡Adiós, Angelita!- la saludaban cordialmente los vecinos, casi todos sus clientes. -¡Adiós, doña Manuela!- respondía ella sin por eso aflojar el paso ni hacer intento de detenerse a conversar. No le faltaba gracia a sus movimientos desacompasados. Les había logrado imprimir, sin duda naturalmente, un ritmo, una cadencia, incluso un estilo. Nos sorprendía la rapidez con que subía las escaleras de nuestra casa. Mi familia alquilaba un primer piso, construido sobre un local con desván y un techo que tenía no menos de doce metros de altura. Sonaba el timbre, mi madre se asomaba a la puerta y ya entraba Angelita, pues la puerta de calle no se cerraba por aquel entonces, salvo a última hora de la noche. Trepaba velozmente, saludando: “¡Buenos días, Carmencita!”, y si estaba muy apurada, ¿Quiénes eran, en realidad, Ernesta y don Camilo? – Jorge Andrade Página autoral en Facebook – Jorge Andrade


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en lugar de subir paso a paso se colgaba con un brazo de la barandilla y saltaba de uno en otro los altos escalones. Jadeaba un poco, pero pronto recuperaba el aliento: -Es que doña Margarita se quedó sin porotos para el guiso y no puede abandonar la cocina si lo quiere tener a punto para cuando llegue el marido. Entregaba el pedido a mi madre, o recibía el encargo y volaba escaleras abajo. Era fuerte. En verano, cuando usaba unas blusas blancas de colegiala con cuello de encaje y mangas cortas, quedaban a la vista las pelotitas fibrosas de sus bíceps. Angelita era amiga de mi tía Ana, la hermana menor de mi madre, quien también se había encariñado con ella, además de confiar por completo en su eficiencia y honestidad de mensajera. Hasta tal punto de que a cierta altura, y poco a poco con mayor frecuencia, Angelita ofició de intermediaria entre Ernesta y mi madre. Pero fuera quien fuera a casa de Ernesta y don Camilo, fuera mi madre, fuera mi tía Ana y, por supuesto, fuera Angelita, yo oficiaba de oficial de compañía. Desde luego que yo no tenía edad para entrar en reflexiones complejas, como hubiera sido plantearse el ¿Quiénes eran, en realidad, Ernesta y don Camilo? – Jorge Andrade Página autoral en Facebook – Jorge Andrade


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porqué se daba por descontado que mi presencia en esas gestiones era imprescindible; para mí era un simple paseo, una alternativa a la vida hogareña protegida pero monótona y algo sofocante que llevaba en compañía de mi madre. Tampoco creo que ella tuviera un propósito preciso para considerarme un compañero obligado de esos viajes; pero también es verdad que nunca se planteó, ni siquiera como hipótesis, que yo ejerciera mi privilegio de adjunto oficial con algún objetivo de control. A mí me divertía la excursión; me gustaba el corto viaje en tranvía y también la golosina con que me obsequiaba Ernesta. Claro está que cuando la que llegaba conmigo a casa de Ernesta y don Camilo no era mi madre, sino Angelita, no había ni té, ni galletitas Imperiales, pero Ernesta, que era una buena anfitriona, nos acercaba una caja de bombones de fruta, que a mí me encantaban, sobre todo los de frutilla, a falta de los de chocolate que tenía prohibidos. Angelita, que había aprendido la cortesía de su mamá la planchadora que afirmaba que “era pobre, pero honrada”, se negaba: “No, señora, faltaba más, muchas gracias”. Pero ante la insistencia de Ernesta: “Por favor, nena, no te hagas rogar que es de corazón”, terminaba aceptando: “Para no despreciar”. Ernesta insistía que lleváramos otros para nuestras ¿Quiénes eran, en realidad, Ernesta y don Camilo? – Jorge Andrade Página autoral en Facebook – Jorge Andrade


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madres: “Uno para las mamás; para endulzarles la vida”. Yo lo recibía sin titubeos y Angelita hacía un signo de aquiescencia con su cabeza torcida. “Muchas gracias, en nombre de mi mamá. Le va a gustar mucho”. Había llegado el momento de pasar al objeto de la visita. Ernesta se retiraba un momento hacia un cuarto interior y don Camilo, que hasta entonces nos había hecho poco caso, se sentía obligado a mantener en alto la cortesía de la casa, dejaba el diario sobre la mesita ratona, se giraba en su sillón bergère para enfrentarnos: “¿Cómo está afuera, Angelita?. ¿Se está poniendo un poco fresco, parece?”. “Un poco fresco sí, señor”, confirmaba ella. Ernesta volvía con su paquete chato envuelto en papel de seda sostenido sobre los antebrazos y se lo entregaba a Angelita. “Tomá, llevalo. Yo arreglo después las cuentas con Carmen”. Se inclinaba un poco para ponerse a la altura de Angelita, esta extendía sus delgados brazos fuertes para sostener el envoltorio y entonces se producía una breve hesitación durante la cual Angelita, con un movimiento rápido de sus dedos ágiles escamoteaba por debajo del paquete oficial otro pequeño, que más que paquete parecía un papel doblado en muchos pliegues y

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atado con un hilo sisal, y lo deslizaba dentro de su bota ortopédica. Las visitas a casa de Ernesta y don Camilo en compañía de Angelita se convirtieron en una rutina semanal y también la maniobra que parecían disimular por mutuo acuerdo ambas mujeres. Yo era demasiado pequeño para dominar el método de Sherlock que indaga y desentraña complots u ocultamientos, pero ya tenía edad y la estatura a propósito, pues mis ojos quedaban justo por debajo de los antebrazos de Angelita, como para advertir la operación clandestina. También ya había desarrollado lo suficiente mi imaginación para que las sospechas que se apoderaron de mi alma virgen forjaran las historias más fantásticas, pero por supuesto ninguna con el mínimo viso de lógica. Y como la constancia que demanda el método deductivo llevaba retraso con respecto a mi imaginación, me olvidaba del asunto y solo lo recordaba de cuando en vez durante mis juegos de solitario hijo primogénito, para armar mis propias aventuras de guerra y servicios secretos. Sin embargo se produjo un acontecimiento imprevisto que alteró toda la lógica real o imaginaria del sistema instalado.

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En una ocasión mi padre fue a visitar a Ernesta y don Camilo y me llevó con él. No recuerdo nada de aquella entrevista, ni una palabra, ni un gesto. Solo sé que nos recibió como de costumbre Ernesta, vestida con el mismo estilo sobrio habitual y que don Camilo estaba en su puesto ante el hogar, también ataviado con su consabido chaleco de punto y sus pantalones de franela. No me acuerdo de nada más, salvo de que la visita fue corta, que la hora debía ser avanzada porque la ciudad estaba oscura y desierta; no solo la calle secundaria donde vivían los amigos de mi madre, si es que eran amigos, sino la avenida principal. Solo me quedó grabado como una fotografía indeleble, o mejor aun como una película, nuestro viaje de vuelta a casa. Para mí fue una aventura emocionante. Mi padre detuvo un taxi. Era un enorme sedan negro, uno de los últimos coches de alquiler en llevar el reloj fuera de la cabina. Lo recuerdo porque el chofer, que vestía una chaqueta de lanilla con finas rayas verticales grises y blancas, y calzaba una gorra de visera de copa armada, sacó su mano por la ventanilla derecha –en una época en que en Argentina los vehículos aún circulaban por la izquierda, a la inglesa- para bajar la banderita roja y poner en marcha el reloj. Y sobre todo recuerdo el olor penetrante y frío del cuero del asiento posterior que me ¿Quiénes eran, en realidad, Ernesta y don Camilo? – Jorge Andrade Página autoral en Facebook – Jorge Andrade


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pareció mucho más amplio que el sofá de mi casa, y que me acogió con un abrazo protector que debe haberse confundido con el de mi padre, que me habrá sostenido para que no me cayera cuando la emoción de la aventura agotó mis resistencias y me venció el sueño. Creo que fue así porque con el perfume del cuero se mezcló el olor del tabaco que fumaba mi padre y que impregnaba su ropa. Alcancé a escuchar el suave chasquido de los neumáticos que se desplazaban sobre los adoquines de madera que pavimentaban la avenida Montes de Oca, como si bailaran el pasaje lento de un vals vienés. Después no sé si soñé, pero de repente reconocí la puerta de nuestra casa. Tenía olvidada esta historia hasta que un día, ya en la madurez, apareció de golpe como un fogonazo en mi cerebro y me ocurrió preguntarme quiénes eran en realidad Ernesta y don Camilo. Una versión que alguna vez escuché que mi madre le refería a mi tía Anita, afirmaba que Ernesta había sido empleada de banco, una de las pocas de aquella época, o tal vez una funcionaria pública con cierto nivel jerárquico, y que cuando don Camilo la pidió en matrimonio solo le puso como condición que renunciara a su trabajo para dedicarse al hogar. Él, viudo hacía varios años, se había jubilado de un alto cargo de una compañía inglesa, tal vez ¿Quiénes eran, en realidad, Ernesta y don Camilo? – Jorge Andrade Página autoral en Facebook – Jorge Andrade


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de ferrocarriles, y gozaba de una posición económica desahogada. Entonces me pregunté qué vínculo mantenía mi madre con el matrimonio, y particularmente mi padre, puesto que el evidente carácter formal de la relación descartaba la amistad. Corrían los primeros años de la década de los cuarenta del siglo pasado, Alemania ganaba la guerra y el partido nazi era muy fuerte en Argentina. Don Camilo era argentino pero de familia inglesa, y la militancia socialista de mi padre me hizo pensar en la alianza táctica que empezó a regir con el conflicto bélico entre la izquierda y el imperialismo democrático británico. Me pregunté entonces quiénes eran y qué papel cumplían Ernesta y don Camilo y, sobre todo, quiénes eran en realidad mis padres. Circulaba otra versión en el barrio de Barracas distinta a la de mi madre y que sostenía que Ernesta no había sido ni empleada jerárquica de banco ni funcionaria pública importante, sino una simple vendedora de Harrods, donde la había conocido el viudo don Camilo después de su viudez, o quizás antes, y de quien se había enamorado. Y esta versión, aunque confirmaba que don Camilo era jubilado de los ferrocarriles ingleses, dudaba de que hubiera sido un alto ejecutivo, sino más bien un simple jefe de sección. ¿Quiénes eran, en realidad, Ernesta y don Camilo? – Jorge Andrade Página autoral en Facebook – Jorge Andrade


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De ser cierto este relato alternativo, resultaría que la pareja necesitaba completar los ingresos del jubilado con los trabajos de costurera de su mujer. Parece que era buena y, en particular, primorosa para el bordado. Además sería planchadora, pero no una planchadora masiva de sábanas y cortinados como la madre de Angelita, sino que dominaba el difícil arte del planchado de camisas almidonadas. Y los pequeños paquetes que Angelita escondía en su bota ortopédica no habrían contenido mensajes cifrados, sino los repuestos de los botones de nácar de las exquisitas blusas que confeccionaba Ernesta y que la diligente minusválida quería asegurarse de no perder por el camino.

Buenos Aires, septiembre de 2021 Jorge Andrade

*Imagen original: https://wwwcronicaferroviaria.blogspot.com/2016/09/tranvias-enbuenos-aires.html

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Jorge Andrade, escritor, economista, crítico literario y traductor. Ha publicado numerosas novelas, entre ellas, Desde la muralla, Vida retirada, Los ojos del diablo (premio internacional Pérez Galdós, España); libros de cuentos

como

Nunca

llega

a

amanecer

y,

recientemente, Cuentos subversivos; y el volumen de ensayos Cartas de Argentina y Otros ámbitos. Fue colaborador del diario El País y de las revistas El Urogallo y Cuadernos Hispanoamericanos de España, así como del diario La Nación de la Argentina.

Para contacto periodístico y notas de prensa contactarse con: Nadia Kwiatkowski nadiakiako@gmail.com

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