FANTASMAS
No hay casa con historia en la que no habiten fantasmas, y la de mi familia no fue la excepción. No sé qué decir de la primera en que viví porque esta mis padres la dejaron antes de que yo alcanzara el uso de razón, tanto que la única imagen que conservo de ella es la de una fotografía, seguramente tomada por mi padre, en la que aparezco sentado en mi sillita de bebé. Fantasmas - Jorge Andrade Página autoral en Facebook – Jorge Andrade
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Faltaba mucho para que llegáramos a una vivienda con fantasma propio, años y dos casas, porque la segunda y la tercera las estrenó mi familia. Una, un departamento recién construido al que fuimos en régimen de alquiler, y la que le siguió, una casa unifamiliar que hizo construir mi padre. Él mismo dibujó los planos, pese a ser contador y no arquitecto. Lo recuerdo, por las noches, después de regresar de su oficina y de haber cenado, mi padre noctámbulo y gran trabajador, sentado frente a su escritorio con el papel milimetrado, los plumines, los tinteros de tinta china negra y de colores que usaba, la primera para las leyendas y para marcar los límites, las otras para rellenar con el rojo las paredes exteriores de treinta centímetros, y con el verde los tabiques divisorios interiores de quince. El primer fantasma de nuestras vidas se hizo presente en la cuarta casa. El grito de espanto de mi madre nos puso los pelos de punta. Estaba acurrucada contra la pared del pasillo mirando hacia las tinieblas del living. Mi padre la abrazó protectoramente, como se abraza a un niño asustado. Había cariño mezclado con superioridad en ese abrazo patriarcal del marido que contemplaba con Fantasmas - Jorge Andrade Página autoral en Facebook – Jorge Andrade
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indulgencia al animalito primitivo que se aterrorizaba ante las sombras de la luna. Prevalecía el pensamiento racional en él, es decir la cumbre del aparato humano del conocimiento. Yo, por entonces un adolescente, me acerqué con timidez a la pareja sin osar inmiscuirme en la tarea pedagógica de mi padre. Él le explicaba a su mujer y discípula los efectos de ilusión óptica producidos por los rayos de la luna llena que se filtraban entre los listones de la persiana, fabricando la fantasía de una forma humana escondida entre las sombras de los muebles. Personalmente adhería a las explicaciones de mi padre con el respeto que me inspiraba su sabiduría superior, respeto que aún faltaba algo de tiempo para que perdiera. Pero, no obstante, la convivencia cotidiana a solas con mi madre, después apenas perturbada por la llegada de mi hermana, mientras mi padre estaba lejos allá entre sus cifras y planillas, me habían hecho sensible a su pensamiento mágico. Quien nos había vendido el departamento era un viudo de mediana edad. Después de habernos instalado mi madre se enteró, por los chismes de la almacenera o del panadero, que la mujer había
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muerto en nuestra nueva vivienda. Mi madre había visto el fantasma de la difunta. El fantasma no volvió a aparecer, para alivio de mi madre que, sin embargo, una vez que anochecía no pasaba a las habitaciones interiores sin previamente encender las luces a giorno. Sin duda, el fantasma, al desaparecer el viudo, perdió su último vínculo terrenal y se desvaneció. Pero los tiempos habían cambiado y no tardamos demasiado en tener nuestros propios fantasmas. Bucky fue el perro de nuestra niñez, me refiero a mi hermana y a mí. Era un fox-terrier de pelo suave, inteligente y perspicaz, como lo son todos los perros de esa raza, de un excelente carácter, alegre y cariñoso. Durante diez años fue el perro de la familia. Los cuatro pretendíamos ser sus amos y Bucky no parecía hacer distingos. Nunca sabré si él, en su fuero íntimo, no había hecho ya su elección. A los diez años Bucky contrajo el moquillo, una enfermedad casi siempre mortal cualquiera sea la edad del animal y necesariamente fatal para un perro que ya ha entrado largamente en su madurez. Fantasmas - Jorge Andrade Página autoral en Facebook – Jorge Andrade
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Todos los veterinarios a los que acudimos desahuciaron a Bucky. Nos dijeron que debíamos resignarnos porque no tenía la menor esperanza de sobrevivir. Pero ahí entró en escena Juan Padilla, el hermano mayor de mi madre. Juan y Carmen, mi madre, eran los dos malagueños que, junto con la abuela Lola, llegaron desde España cuando los llamó mi abuelo, una vez que consiguió instalarse con un trabajo decente. A ellos le siguieron Paco y Ana, los hermanos argentinos. Juan era un hombre inteligente y curioso, cultor de las ciencias positivas y de saberes esotéricos, así como dotado con múltiples virtudes naturales. No pudo llegar a más de lo que llegó porque al terminar la escuela primaria el abuelo lo mandó a trabajar para que ayudara a parar la olla de la familia. Juan era un magnífico tenor y mi madre una buena soprano. Cuando niños conformaron un dúo exitoso que brillaba en la hora andaluza de la radio. Mi madre no perseveró en el canto, tal vez sobrepasada por el cansancio de su larga jornada en la fábrica de velas, para cumplir con la cual se levantaba a las cinco de la mañana. Mi tío siguió adelante con buenos resultados, al punto de
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que el director de una compañía de zarzuela que pasó por Buenos Aires le ofreció incorporarlo al elenco y llevárselo de gira. Juan dudó, por entonces ya noviaba con su prima Porota, y tal vez también le faltó el valor necesario para abandonar la seguridad de la vida doméstica. En definitiva, terminó ganándose la vida como tipógrafo y linotipista, oficio que aprendió con la práctica en los talleres de diferentes diarios de gran tirada, como lo eran los de las décadas del treinta, cuarenta, cincuenta e incluso sesenta del siglo pasado, cuando la radio y los rotativos, que tiraban varias ediciones, eran los reyes y los únicos medios de información, y solo empezaron a declinar lentamente, en Argentina, con el estreno de la televisión en los años cincuenta. Los tipógrafos y linotipistas, cuyos conocimientos hoy han caído en desuso, habiendo la linotipo sido sustituida por nuevas tecnologías, eran la élite de los talleres gráficos. Componían los textos, poseían la habilidad de leerlos al revés, solían ser instruidos y hasta se permitían corregirle el estilo y la ortografía a los periodistas, a los que a veces se les escapaba un error en el texto, que incluso pasaba por alto el corrector en su apuro por llegar a tiempo para el cierre de la edición.
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Al terminar la jornada laboral, mi tío Juan se reunía con algunos de los periodistas que lo admitían gustosos en sus tertulias de café. Allí, él adquiría sus ideas políticas disidentes que defendía con su poderosa voz de tenor en las reuniones familiares, para indignación de mi padre y de mi tío Ernesto, el marido de Ana, que eran socialdemócratas ortodoxos y, a partir del inicio de la guerra contra el nazismo, anglófilos convencidos. Mi tío Juan entendía de medicina, a tal punto que discutía con los médicos la terapia que le indicaban las dos veces que estuvo internado en el hospital para ser sometido a serias operaciones. “Padilla, usted debió haber estudiado medicina”, le decía el doctor Gandini, amigo y médico de nuestra familia, que llegó a director del Hospital Rawson. Mi tío soltaba la carcajada: “Debía, Doctor; debía haber sido muchas cosas que no fui. La vida dicta sus propias reglas que tuve que obedecer”, remataba con fatalismo. Y agregaba bajito, casi para sí mismo: “Tal vez en otra vida”. Y quizá así lo esperaba, porque mi tío era espiritista. Lo cierto es que oficiaba de médico amateur; sabía de homeopatía y de acupuntura, y con los años fue haciéndose de fama en su barrio obrero de Remedios de Escalada. Cuando alguno de sus Fantasmas - Jorge Andrade Página autoral en Facebook – Jorge Andrade
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vecinos tenía algún problema de salud acudía a él para que le diagnosticara: “Don Juan, me duele acá o allá”. “Don Juan, tengo náuseas” o “Duermo mal”. Si mi tío creía que con su medicina alternativa el paciente podía mejorar, lo sometía a sus tratamientos. Y el doliente, fuera porque las prácticas resultaran eficaces o por sugestión, solía curarse. Pero mi tío Juan no era un aventurero, era responsable, y si consideraba que el mal requería de un aparataje del que él no disponía, de medicinas que él sabía que eran peligrosas, o de un tratamiento tradicional, remitía al enfermo al doctor Lértora, el médico del barrio. A su consultorio llegaba cabizbajo el paciente: “Me manda don Juan, doctor. Me dijo que esto es cosa suya”. Mi padre y Ernesto, dos materialistas dialécticos que profesaban su fe ante el altar de la ciencia pura, se reían: “A tu hermano lo van a denunciar por ejercicio ilegal de la medicina”, le decían a sus esposas.
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Pero Juan no era un curandero; ejercía su saber por amor al arte y en forma absolutamente gratuita, aunque a veces no pudiera rechazar el obsequio de una gallina de parte de sus pacientes agradecidos por su curación. “Para no ofender”, se justificaba él. Tío Juan vino a revisar a nuestro desahuciado perro Bucky y le prescribió un tratamiento homeopático, sobre cuya administración dio instrucciones precisas a mi hermana. Ella, como lo hizo durante toda su vida, asumió su responsabilidad rigurosamente, se hizo cargo de Bucky y realizó de principio a fin el tratamiento de un animalito al que debía medicar, alimentar, llevar y traer, y ayudar en sus necesidades fisiológicas. Y Bucky se curó. Milagrosamente, un perro de diez años se curó del moquillo, gracias a la homeopatía del tío Juan y al amor de mi hermana. Bucky murió cinco años después, a los quince, la edad promedio normal que alcanzan los fox-terrier. A partir de su curación entendimos claramente, por su comportamiento, que Bucky era el perro de mi hermana Nora. Aunque siguió comportándose como el mismo animal cariñoso con Fantasmas - Jorge Andrade Página autoral en Facebook – Jorge Andrade
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toda la familia que había sido hasta entonces, él eligió un ama, y esa ama era mi hermana Nora. La miraba con ojos arrobados, la idolatraba. Bucky y Nora, Nora y Bucky formaron una pareja unida por un amor indestructible. El de Bucky fue nuestro primer fantasma familiar. Nunca supe lo que pensaba de este mi hermana, su ama, enfermera y amiga más estrecha. No puedo decir si creía o no en fantasmas. Su continente era el de una persona racional. Parecía no dar mucho crédito a la tendencia fantástica de la rama Padilla de la familia, aunque no sé a ciencia cierta si eso era por convicción propia o por respeto a la sólida lógica materialista de nuestro padre. Como fuera, la vida no nos dio mucho margen para discutir acerca de fantasmas, porque a los dos meses exactos de la muerte de Bucky tuvimos nuestro segundo fantasma propio, cuando murió mi madre, en la misma casa donde había vivido el fantasma de la esposa del viudo que nos la vendió. Con respecto a las presencias espirituales que nos rondaban nunca discutimos en las poco comunicativas tertulias de la familia restante. Mi padre, que sufría la viudez prematura con entereza aparente y
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debilidades íntimas; mi hermana, que refugió su tristeza en sus estudios universitarios y un perro nuevo, y yo, que andaba por el mundo sin rumbo cierto, sin terminar de entender lo que pasaba, jugando con la vida, que si servía para algo era para arriesgarla en mis nataciones solitarias mar adentro y manejando acelerador a fondo por las horribles carreteras argentinas a donde me enviaban mis compromisos laborales. El fantasma de mi madre vino en mi ayuda más tarde, siete años más tarde, cuando un día, ya en mi exilio solitario, me permitió llorarla todo lo que no la había llorado al momento de su muerte. Años después se agregó al altar de nuestros deudos el fantasma de mi padre. Le siguió el de mi hermana Nora, una muerte que no debió haberse producido, una prueba de la arbitrariedad del destino que decidió saltarse el orden natural y matar primero a la hermana menor. Más tarde siguió, más respetuosa de la cadencia esperable, la partida de la mayor de los gatos que heredé de Nora: Clo-Clo. Aquí tengo que hacer un alto en el curso ordenado del relato para internarme en una digresión acerca de mi propio vínculo con los Fantasmas - Jorge Andrade Página autoral en Facebook – Jorge Andrade
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fantasmas. Confieso que no soy capaz de afirmar si creo en ellos o no. En mi relación con los espíritus que, después de extinguida la materia, nos rondan en casa, pugna el conflicto entre la inclinación fantástica que proviene de la huella de los Padilla y la impronta racional con que me marcó la educación de mi padre. Si de algo sirve para entender el dilema, he de decir que nunca me puso a prueba el fantasma de mi progenitor. Pero eso no es de sorprender, porque su formación intelectual desalentaría a cualquier fantasma propio que quisiera visitarnos tras su muerte. Además, cuando mi padre murió, yo vivía en un departamento impersonal de alquiler en otro continente a diez mil kilómetros de distancia. Tal vez mi hermana supiera algo más al respecto, no solo porque convivió con nuestro padre durante su etapa final, sino porque después siguió viviendo en la misma casa. Pero mi hermana Nora era muy discreta como para confesar sus sentimientos y sus creencias acerca de fantasmas. Volviendo al desarrollo lineal del relato digo que, tras la muerte de Nora y de Clo-Clo, yo ya tenía suficiente experiencia acerca de la muerte y de la ultratumba como para haberme formado un criterio propio, pero no me ayudaron ni la personalidad de mi hermana, a la Fantasmas - Jorge Andrade Página autoral en Facebook – Jorge Andrade
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que ya me he referido y que tenía mucho en común con la de mi padre, ni la de la gata, porque ambas eran muy reservadas y se habrán cuidado de no dar alas a sus fantasmas. El último fantasma es el del gato Merlín, el más joven de la pareja heredada. Merlín sí era un gato franco y abierto que no disimulaba sus sentimientos, dentro siempre de la circunspección propia de su raza. He de confesar que el fantasma de Merlín, cuyo primer aniversario de su muerte está a punto de cumplirse, es un visitante asiduo de esta casa, que es el hogar familiar con historia propia. En particular, al caer las sombras del atardecer Merlín, o su fantasma, me acecha, o mejor sería decir me contempla, desde el pasillo interior y, sobre todo, desde el vano de la puerta de la que fue su habitación. Buenos Aires, marzo de 2022 Jorge Andrade
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Jorge Andrade, escritor, economista, crítico literario y traductor. Ha publicado numerosas novelas, entre ellas, Desde la muralla, Vida retirada, Los ojos del diablo (premio internacional Pé rez Galdó s, Españ a); libros de cuentos como Nunca llega a amanecer y, recientemente, Cuentos subversivos; y el volumen de ensayos Cartas de Argentina y Otros ámbitos. Fue colaborador del diario El País y de las revistas El Urogallo y Cuadernos Hispanoamericanos de Españ a, así como del diario La Nació n de la Argentina.
Para contacto periodístico y notas de prensa contactarse con: Nadia Kwiatkowski nadiakiako@gmail.com
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