Fuegos de San Telmo

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FUEGOS DE SAN TELMO Ensayos periodĂ­sticos de Jorge Andrade


2 INTRODUCCIÓN

Bajo el título de Fuegos de San Telmo reúno los relatos que he escrito para El Sol de San Telmo, periódico que se edita en el barrio de Buenos Aires en que vivo. El nombre natural de esta recopilación debería ser “Relatos de San Telmo”, ya que contiene las crónicas de hechos verídicos acaecidos en el barrio y cuentos, imaginarios, pero que perfectamente podrían haber sucedido en la realidad. Sin embargo, preferí “Fuegos de San Telmo” porque mis crónicas y mis cuentos acerca del barrio son tanto iluminaciones que se presentan inopinadamente, cuanto el resultado de la búsqueda sistemática de temas genuinamente locales. Cuando la idea se enciende, esa experiencia se iguala a las de los navegantes de los viejos veleros que empuñaban el catalejo, y con asombro y miedo descubrían entre las tinieblas de la noche los fuegos de San Telmo en lo alto de los mástiles de los barcos fantasmas. Buenos Aires, 2016 Jorge Andrade.


3 EL REENCUENTRO DEL TIEMPO1

¿Jorge? Soy Tony Teja. ¿Tony Teja? ¡Tony Teja en el teléfono! Un abismo se abrió a mi espalda. El abismo del pasado que repentinamente, con esa aparición, readquiría todo su espesor y profundidad. “¡Andaluces de Jaén!” “Aceituneros altivos” Tony Teja cantaba y se acompañaba rasgueando la guitarra. Era la tertulia de Alfredo Tapia Gómez. Allí íbamos los escritores una o dos veces por mes para realizar el ejercicio piadoso de escuchar y de que nos escucharan. Tony Teja aportaba la música y el canto. Esa noche, la última, cantó Andaluces de Jaén, un modo de homenajear y desearle buena suerte al contertulio que partía para España. Era 1976 y la semana siguiente me embarcaba en el Cristóforo Colombo que hacía el viaje final de línea regular, Buenos Aires a Barcelona, quince días en alta mar. Llevaba un baúl, como mis abuelos. Me despedía para siempre. Porque sentía que el horror que dejaba atrás duraría para siempre. Por suerte me equivoqué. Elegí el barco porque supuse que el traslado lento me daría tiempo para reflexionar sobre mi decisión e impediría que el cuerpo llegara a puerto antes que la mente. Fue una fantasía; en realidad floté dos semanas mecido por el océano en un estado de irresponsabilidad feliz, como en el líquido amniótico. Más tarde descubrí que en un viaje psicológicamente sin retorno no se llega a destino cuando se llega sino cuando se comprende que allí se está. La primera mañana me desperté en la luz tenebrosa del alba invernal y escuché los sonidos extraños de una ciudad extranjera. Me afeité ante el espejo y con un Publicado en El Sol de San Telmo, nº 68, julio de 2015, con el título “El pasado logró transformarse en futuro.” 1


4 estremecimiento me pregunté a la cara: ¿Qué hago yo aquí? Después la vida, que impone las reglas, siguió su curso durante treinta años de expatriación. Y hoy, de vuelta en Buenos Aires, una voz me busca: “Andaluces de Jaén”. “Leí en El Sol de San Telmo la nota sobre tu nueva novela y me enteré de que éramos vecinos”, me dijo al reencontrarnosTony Teja, la voz del pasado que regresaba. Nos abrazamos. Una publicación barrial había consumado el milagro inocente de suturar el desgarro del tiempo.


5 HOMELESS DE OJOS CELESTES2

-Llámeme Jürgen Levanté la cabeza y le calculé un metro noventa y cinco. Lo miré a los ojos y desvié de inmediato la mirada, no porque reconociera en ellos algún signo de agresividad sino por pudor. Los ojos celestes eran traslúcidos y sentí que me dejaban penetrar hasta la intimidad más secreta del alma del hombre. Le supuse cuarenta y cinco. El pelo rubio pegoteado, los surcos de hollín en la piel blanca irritada por la intemperie: tal vez tenía menos. Nos comunicamos por intermedio de mi alemán trabajoso y su elemental castellano alunfardado. Vivía bajo la autopista. -¿Desde cuándo? -Dos meses- Señaló el colchón cubierto con una funda manchada de amarillo de la que emergían trozos de espuma roída y una frazada agujereada que alguna vez había sido verde. Buscó mi aprobación: “Trescientos pesos. ¡Todo!” subrayó triunfante y apoyó la cifra con tres dedos extendidos de la mano. Me costó trabajo disimular el tono inquisitivo de la pregunta: -¿Qué hace acá? -Busco trabajo… ¡Vivir! -Pero… usted es alemán- Lo dije dubitativamente porque no conseguía entender. -¡Claro!- afirmó con énfasis –Y llevo dos años viviendo en la calle- Antes en Mallorca, y ahora acá. Acá hay trabajo, mucha gente trabaja, pero algunos- e hizo un giro con el brazo señalando a los hombres y mujeres que dormían tapados por mantas y plásticos o se afanaban ante el Primus donde borboteaba el contenido de una ollita -como estos compañeros y yo no conseguimos. 2

Publicado en El Sol de San Telmo, nº 71, octubre de 2015.


6 “Me gusta Buenos Aires, ciudad muy elegante, un poquito desordenada, pero en mi tierra ¡tanto orden! -sacudió la mano- rompe un poco las pelotas. -¿Por qué se fue de Alemania?- Seguía sin comprender. Podía imaginar alguna crisis personal. -Soy ingeniero de diseño. Trabajaba para la Volkswagen. “Reestructuraron” la plantilla, la deslocación, fuera de Alemania se paga menos. Era gerente, ganaba treinta mil euros al mes. -Tiene experiencia, es joven. ¿No consiguió otra cosa? Logró enfocar en mí sus ojos celestes que vagaban imprecisamente: “Minijobs’. Horario a discreción, cuatrocientos euros mensuales.” Este encuentro ocurrió hace varios meses. Días pasados me topé con el artículo “También hay pobres en Mallorca” de Osvaldo Bayer (Página12, 18/08/2015) que trata de los alemanes desempleados que emigraron a la isla de Mallorca, destino preferido de los europeos ricos, particularmente los alemanes, al punto de que puede decirse que el alemán comparte el singular trilingüismo de la isla con la variante balear del catalán y el castellano. Los nuevos alemanes, no ya turistas sino emigrantes económicos, viajan a la isla con la esperanza de mejorar su suerte de desempleados o, en el mejor de los casos, de “beneficiarios” de los Minijobs. Durante el Foro Económico Mundial de Davos del año 2005, el canciller socialdemócrata alemán Gerhard Schröder se ufanaba de haber construido en su país uno de los nichos de salarios más bajos de toda Europa. Se trataba de recuperar, sin invertir –las ganancias iban a los bonos griegos- la competitividad que Alemania estaba perdiendo ante países como China con costos laborales muy inferiores. Lo hizo con el apoyo de los Verdes que formaban parte del gobierno, encargándose así del trabajo sucio que allanó el camino para que, ese mismo año, la democracia cristiana ganara las elecciones y Ángela Merkel fuera consagrada canciller (jefe de gobierno) por primera vez. Gobernó por medio de la “gran coalición” con la socialdemocracia, lo que se repite en su actual tercer mandato consecutivo para regir los destinos de Alemania y, a través de ésta, de la Unión Europea


7 (para consultar el tema “Minijobs” in extenso ver mi artículo “YPF: Normalidad 2012”). De modo que, como explica Bayer, los alemanes desempleados, o los pobres con empleo, emigran a Mallorca, donde alguna vez veranearon como patrones del lugar, a la búsqueda de mejorar su vida. Pero la cruda realidad de la crisis española ha llenado la isla de homeless de ojos claros cuyo desamparo no es menos miserable que el de aquellos de ojos oscuros, españoles y de tantos otros orígenes mediterráneos y africanos. La isla de Mallorca que fue hasta la crisis una sociedad de dos estados -los ricos y los habitantes de las “casas de oficios” a la vera del “palacio”, o sea la clase media satisfecha de profesionales y comerciantes- se ha convertido en otra sociedad de tres estados: los ricos, cada vez más ricos, los servidores que les son imprescindibles y los excluidos. Jürgen me dijo: -Pero voy a seguir camino. Ya estoy en el camino. Acá tampoco tengo lo que quiero- y con un movimiento involuntario recorrió con la vista sus pertenencias miserables. -¿A dónde piensa ir? -A Chile o a Bolivia. Dicen que ahí sí se está bien, hay trabajo. Quizá les sirva un ingeniero de diseño como yo. Empezaba a explicarle que tenía que pensar lo qué elegía, porque Chile y Bolivia no son lo mismo, pero vi que en sus ojos celestes brillaba una débil llama desasosegada que saltaba de sus compañeros sin techo al estruendo de la autopista y de allí al fondo de la calle, hacia un lugar indeterminado y distante donde se perdían. Lo saludé con un gesto de la mano y le deseé buena suerte. La nota de Bayer me hizo acordar de Jürgen y volví a buscarlo. No estaba. Pregunté a los que tienen instalado su hogar en ese espacio. Uno de ellos, el que preparaba el desayuno en el Primus y parecía más despierto, me miró inquiriendo con la barbilla.


8 -Jürgen- dije. -Ah, el alemán- Bajó la comisura de los labios y encogió los hombros.


9 A NUESTROS VECINOS DE MONSERRAT3

Al poco tiempo de llegar a Barcelona, en 1976, conocí a un joven matrimonio de uruguayos que acababa de tener una beba. Fueron muchos los argentinos y los latinoamericanos en general que conocí en esos primeros tiempos de mi expatriación. A tantos de ellos los perdí por el camino, a algunos los conservé como amigos. Era un movimiento natural de protección la búsqueda de compatriotas en esos tiempos iniciales para todos nosotros. Luego, a medida que nos fuimos integrando en la sociedad, nos alejamos de aquéllos con los que sólo teníamos en común el origen y la desprotección. Pero como dije, la búsqueda del calor de la manada no se reducía a los connacionales sino que se extendía a los que provenían de otras naciones latinoamericanas, con quienes compartíamos no sólo la solidaridad de las circunstancias comunes sino también la diferencia de la idiosincrasia que nos alejaba de nuestros anfitriones hasta una distancia que por entonces considerábamos insalvable. Vuelvo a mis amigos uruguayos. Cuando los padres se presentaron en el registro civil para la inscripción de la recién nacida tuvieron que declarar, como es natural, el nombre que habían elegido para ella. Estábamos en los primeros tiempos de la transición de la dictadura a la democracia y algunas instituciones tradicionales, no obstante haber sido ya derogadas, se resistían a admitirlo. Así ocurría con el santoral como fuente única de nombres. El diálogo entre los padres y el oficial del registro civil, tal como ellos me lo contaron, se desarrolló de la siguiente manera: -¿Qué nombre han escogido ustedes para la niña? -Yuyo. ¿Cómo ha dicho? -Yuyo. -¿Y eso qué es? No pretenderá usted que eso sea un nombre. Mis amigos no se dejaron intimidar aunque trataron de resultar convincentes: 3

Publicado en El Sol de San Telmo, nº 74, Buenos Aires, enero 2016.


10 -Sí que es un nombre. Yuyo en nuestro país es lo que ustedes llaman “hierba” La oficial, porque era mujer, se negó a entender y montó en cólera como le suele ocurrir al español medio cuando algo no le entra en la mollera. -¡Pero están ustedes locos, como quieren ponerle “hierba” de nombre a la niña! Los padres usaron la táctica inteligente de evitar la confrontación, porque ya empezaban a conocer a los peninsulares y sabían que si enfrentaban a la oficial los despediría con cajas destempladas aunque no le cupiera ese derecho y entonces el tema de registrar a su hija se pondría complicado. -¿No le parece lindo? La oficial juntó las cejas: -No, para nada. -Bueno, entonces díganos usted. ¿Qué nombre le parece que podríamos ponerle? La empleada arrugó la frente por el esfuerzo de pensar algún nombre decente y original: -Pues, pónganle ustedes Montserrat. Los uruguayos se consultaron con la mirada, parecieron considerarlo seriamente: -No está mal pero, como usted habrá visto, aunque hablamos la misma lengua, a veces los uruguayos usamos otras palabras para decir lo mismo que ustedes, ya lo ha podido comprobar con el caso de “hierba” y “yuyo”. Entonces, estamos de acuerdo con “Montserrat” pero se lo vamos a poner como lo decimos nosotros: Anóteme a la gurisa como “Monteserruchado”. -¡Cómo van a llamarla ustedes “Monteserruchado”! Yo no puedo anotarla con ese nombre. -Bueno, entonces póngale “Yuyo”.


11 Yuyo tiene hoy cuarenta años. Se siente catalana aunque no reniega de la savia charrúa que sube por sus raíces. Siendo así visita con frecuencia a sus padres, que regresaron a Uruguay cuando el país recuperó la democracia y viven en su ciudad natal de Tacuarembó. Viaja acompañada con su única hija que también es catalana y a la que –ahora que el santoral ha quedado sepultado en la historia negra del nacionalcatolicismo español- su madre puso el nombre de Hierbayuyo del Montserrat.


12 EL SOL SIGUE IRRADIANDO4

¡Una carta personal! Cuando escuché el siseo del papel bajo la puerta no me apresuré a recoger la correspondencia. Ya sabía de qué se trataba: cuentas. En efecto, ahí estaba la nueva factura de Edesur, pero junto con el sobre comercial había otro sin membrete, sin ventana para que se leyera el nombre del destinatario y con sólo iniciales y una dirección de un remitente que no conocía. Deposité ambos sobres sobre mi mesa de trabajo, abrí con disgusto el de Edesur pero no el otro. Quedó sobre la mesa y lo miré con recelo a lo largo de todo el día, imaginando lo peor. Supuse, por ejemplo, que la empresa de electricidad usaba de ese medio personalizado para reclamar a sus clientes cautivos la devolución de los subsidios que habían recibido en los últimos doce años, acrecidos con intereses y punitorios. Me fui a la cama y a la mañana siguiente me asomé a mi escritorio con la esperanza de que el sobre no hubiera sido más que un mal sueño y se hubiera evaporado. Pero allí, tercamente, seguía esperándome. Al fin, con el corazón al galope, lo abrí y, entonces, lo peor que yo no fui capaz de imaginar emergió del sobre rasgado. Era una hoja con membrete de un hotel internacional de Roma, pero eso no era lo más grave, estaba escrito a máquina, sí a máquina, no era una impresión de computadora, y aunque no me atreví a leer la carta lo supe porque pasé casi con repugnancia la yema de los dedos por la cuartilla y sentí las hendiduras del papel producidas por los tipos de plomo. ¡Una catástrofe! Yo que siempre he sido un ciudadano respetuoso de las leyes no tenía duda de que por algún mal entendido, o por un homónimo o, peor aún, por una sustitución de personalidad, estaba involucrado en un asunto de espionaje internacional, era un agente secreto o incluso un doble agente y el control de mi célula, desde Roma, me obligaba a presentarme para rendir

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Publicado en El Sol de San Telmo, nº 78, mayo de 2016.


13 cuentas de mi traición, so pena de hacerme ejecutar sumariamente sin aviso previo. Cuando mi mujer vio que me paseaba ansiosamente por el pasillo de mi casa haciendo tremolar el papel, me miró con cara de circunstancias y me preguntó: “¿Qué es?” “Una carta”, respondí con la voz temblando por la emoción violenta. “Ya lo veo” y luego, con la sensatez propia de su sexo me propuso amablemente: “¿Por qué no la lees?”, así sin acento en la segunda “e” por mor de su origen chileno español. Me quedé perplejo. ¿Tenía que leerla? ¿Esa repulsiva acción tenía que realizar con la misiva amenazante de mi jefe de célula? Obedeciendo no a mi primer impulso, que era el de huir del país, me resigné, como el condenado en el corredor de la muerte, a leer la carta. La firma al pie aclaraba el misterio. Era de un amigo que tal vez por comodidad, quizá por coquetería, se niega a acceder a los medios electrónicos de comunicación, no envía mails, no usa computadora y sigue escribiendo con la misma Olivetti con que escribió durante cincuenta años sus notas para los diarios. Se trata de un conocido poeta y periodista cuyo nombre no puedo revelar porque es persona pública que, aun no siendo vecino de San Telmo, visita el barrio asiduamente por ser habitué de un bar que frecuentan los poetas. Sucede que en ese bar llegó a sus manos El Sol de San Telmo, y en él se topó con la nota que anunciaba la edición de Vida retirada, mi última novela; así como ese mismo número de El Sol me permitió recuperar un viejo amigo de cuarenta años atrás que por él se enteró de que éramos vecinos. Mi amigo poeta compró el libro, lo leyó y en su carta me comunicaba sus gratas impresiones sobre él. Para ello usó su particular medio old-fashioned; asimismo me explicó que uno de sus vicios ocultos era el de robar papel de los hoteles a donde lo llevaban las obligaciones de su profesión.


14 ROLITO CARTONERO5 Una historia entre muchas otras

La última vez que lo vimos empujaba el carro por Balcarce, bajo la autopista. Un carrito desvencijado, cuatro parantes atados con alambre en los extremos de

un

elástico

de

cama.

Las

ruedas

chirriaban

viboreando.

La madre no quiso dejarlo solo en la casilla y lo llevó con ella. Además necesitaba ayuda. Era bajito, chico para la edad pero ágil, y sus brazos y piernas eran flacos pero fibrosos. Los tenía curtidos por el sol de la Villa y el tizne de la basura. La madre trababa la tapa del contenedor con un listón, él se colgaba del borde como un mono y saltaba dentro con soltura. No se lo veía desde fuera, sólo se oía el revolver de las bolsas, las botellas, los cartones y maderas que volaban desde la boca del contenedor. Luego

aparecían

las

manitas

sucias

colgadas

del

borde

y

Rolito,

encaramándose, saltaba fuera. Brincaba aplastando las botellas que la madre acomodaba en el carro; entre los dos doblaban los cartones, los apilaban y arriba las maderas. Alguna cacerola abollada también. No se movía al compás de la marcha, correteaba delante y detrás del carro. Rastreaba con la mirada husmeando los rincones de la calle: una mezcla de juego y conocimiento del oficio. En la calle se encuentran objetos valiosos que los peatones ni siquiera ven. Reía y parloteaba con la madre. Apareció el hombre y fueron tres. Ya no volvían a la Villa; era mucho viaje y demasiado caro. Bajo la autopista o en algún portal protegido, según el recorrido del día. Los tres se arrebujaban bajo los sobretodos y la frazada vieja. Entre tres hay más calor para dormir al raso. El hombre los trataba bien.

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Publicado en El Sol de San Telmo, nº 81, agosto 2016.


15 Se paró firme sobre las cuatro patas. Era un perro joven. Estaba bien alimentado. Lo habrían abandonado…, se habría perdido… Pero había aprendido a moverse por la calle. Se paró frente a Rolito y lo miró a la cara. ¿Cómo te llamás?, gritó el hombre. El perro ladró. Chumbó, dijo Rolito. Se llama “Chumbo”. Ahora eran dos los que corrían delante y detrás del carro, saltaban, husmeaban la calle. La madre se quedó en el hospital. Cuando estés bien te venimos a buscar, dijo el hombre. Cumplió su palabra. Volvieron, una vez, dos, cada vez más espaciadamente porque la madre no salía del hospital. Un día ya no los conoció y no volvieron más. ¿Para qué? Dormían bajo la frazada, otra vez tres. El perro en el lugar de la madre. Una mañana Rolito abrió los ojos al frío del amanecer. Bajo la frazada estaban sólo Chumbo y él. El hombre se había ido. No le explicó por qué, pero no se llevó el carro. Rolito no se hizo preguntas. Una fibra interior le dijo que el hombre no era malo, le había dejado el carro. Se fue porque se había tenido que ir. Porque el cartoneo no daba para los tres, porque sin el chico se podría mover con más libertad, porque la madre se había quedado en el hospital. Ahora tenían que arreglarse ellos dos solos: él y Chumbo. Para ellos sacaba. No era mucho pero no necesitaban mucho. Los intermediarios le pagaban lo mismo que a los otros, no se aprovechaban porque lo vieran chiquito. El borracho empezó a tironearle unos cartones buenos, que le iban a servir para aislar la cama del suelo. Pero soltó cuando Chumbo mostró los dientes y gruñó bajito. A veces compraba comida para los dos pero otras le daban las sobras de los restaurantes. Chumbo estaba fuerte y él estaba ágil. Cuando se metía dentro de los contenedores Chumbo vigilaba el carro. Nadie se atrevía a robarle.


16 Pero vino ese cansancio repentino que en su pequeña vida nunca había sentido. Le costaba respirar. Volvía más temprano y un día se quedó en la cama. Los otros alrededor se levantaron, se prepararon para salir. Lo miraron y no dijeron nada. Había que salir a cartonear. Apenas se levantaba al mediodía, cuando el sol calentaba, para llegarse hasta el restaurante en busca de la bandejita de comida. Él y Chumbo comían de la misma bandeja. Hoy no tenía ganas. Puso la bandeja en el suelo, entre él y Chumbo. Le dijo al perro que comiera. Chumbo lo miraba, esperaba, no comió. Empujó la bandeja con el hocico para acercarla a Rolito, su amo, su amigo, su hermano, y se quedó con la cabeza entre las patas mirándolo a los ojos. No tenía hambre, la cabeza le ardía, pero hizo el esfuerzo por Chumbo. Agarró la bandeja, sacó unos fideos, se los llevó a la boca y le acercó la bandeja al perro para que lo imitara. Dio vuelta la cabeza, una arcada le hizo vomitar los fideos y con un acceso de tos sintió un dolor que le rompía los pulmones. Volvió a mirar al perro y meneó la cabeza, como diciendo: No te preocupes, ya va a pasar. Chumbo lo miró pero no comió. Lo llamó junto a sí, lo abrazó. Tapó al perro y se tapó él con la frazada rotosa. Los ojos de Chumbo brillaban en la oscuridad de la frazada. Lo miraba. Rolito se durmió. Un sueño inquieto, el sueño de la fiebre. Chumbo le apoyó la nariz fría en la frente y después Rolito descansó tranquilo. Cuando apuntó el amanecer el perro se salió de debajo de la frazada y empujó la bandeja de fideos fríos en dirección a Rolito para que desayunara, pero Rolito dormía. Chumbo se apostó junto a él, con el hocico entre las patas, sin dejar de mirarlo. Esperaba que al brillar el primer sol de la mañana Rolito despertara y volviera a comer.


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RECUERDOS DE SAN TELMO6

El primer recuerdo de mi vida es el de un bebé que desde su cochecito observa gravemente el objetivo de la cámara. Es la imagen de mí mismo retratado en el patio de la casa donde nací, en la calle Perú a metros de la avenida San Juan. Mi padre me enfocaba, como supe ya mayor, y esa primera imagen de mí mismo corresponde a la realidad virtual de los tiempos arcaicos de la tecnología. Poco después nos mudamos a Barracas. Allí descubrí que estaba en el mundo. Volví a San Telmo siendo adolescente, a una casa de la calle Cochabamba entre Perú y Chacabuco que ya no existe. Cayó bajo la piqueta del intendente que soñó con pasar a la historia como el Haussmann de Buenos Aires, sino por los grandes bulevares al menos por las autopistas urbanas proyectadas por él cuando en el primer mundo ya se las consideraba obsoletas. Fue entonces cuando la conocí. Se llamaba Ágatha, había nacido en Rusia y afirmaba ser condesa. Su padre, coronel del ejército blanco, emigró a Francia con su familia tras la victoria bolchevique. Murió en el frente, en cumplimiento del deber, después de trocar el uniforme de coronel del ejército del zar por el de portero de un hotel de París. Un ataque cerebral lo fulminó en su puesto. “¡Recuerdos! ¡Cómpreme un recuerdo, señor!”, pregonaba Ágatha con su registro profundo de contralto. Incluso se decía que había llegado a cantar en la Ópera de París. Vestía unos blusones sueltos y polleras floreadas, su mata de pelo negro sujeta por un pañuelo de muselina anudado en la nuca. Algún vecino le compraba un “recuerdo”, tal vez un forastero que no estuviera contaminado aún por la plaga del frenesí que ya en los años sesenta empezaba a infestar los barrios aledaños al Centro. Porque con los recuerdos el adquirente también compraba tiempo. Ágatha le entregaba una tarjeta con

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Publicado en El Sol de San Telmo, nº 83, octubre 2016.


18 un dibujo a tinta china de su firma en la que se representaba la escena que contaba y, a veces, también cantaba. Entre sus “recuerdos” estaba aquél de Don Alvarito, el encargado del conventillo de Defensa y Carlos Calvo. Don Alvarito era un andaluz que en su tierra había tenido una vida acomodada. “No un aristócrata, como mi padre”, aclaraba Ágatha, “sino un burgués, como los llaman los bolcheviques, de una familia bien situada que llegó a emparentar por casamiento con los marqueses de Larios. Don Alvarito era director de una gran pescadería de Málaga, pero algo hizo”, Ágatha bajaba la vista discretamente, “y la familia lo metió en el primer barco que zarpaba del puerto. Tenía por destino Buenos Aires.” Don Alvarito desempeñó diversos oficios, el más prestigioso el de guarda de tranvía. El guarda era un personaje con autoridad, tanto para descargar la máquina de boletos sobre la cabeza de un pasajero revoltoso como para correr a auxiliar al motorman empuñando el freno de emergencia y largando la rejilla protectora cuando un distraído o un suicida se arrojaba inesperadamente a las vías. Don Alvarito envió pasaje de llamada para su mujer y sus dos hijos malagueños y se dio maña para engendrar otros dos en Buenos Aires. Pero la vida se torció cuando él, que era un hombre de principios, se negó a ejercer su cargo de guarda más allá del horario de reglamento. Como sus jefes de la Anglo también tenían principios lo despidieron sin contemplaciones. Su puesto de encargado del conventillo tampoco carecía de prestigio, aunque ya no entre los pasajeros de tranvía sí entre los vecinos, pese a no gozar de una retribución dineraria sino en especie: dos habitaciones para los seis miembros de la familia, cocina y baño común al fondo del pasillo. De modo que doña Sagrario de dama malagueña pasó a señora de servicio en Buenos Aires. “Pero respetable. ¡Muy respetable!” aclaraba Ágatha. Con el fin de su relato ella entregaba la tarjeta que representaba a Don Alvarito de pie en el gran portal del conventillo, apoyado sobre el escobillón como el bastón de mando de un mariscal. Por su representación Ágatha recibía unos centavos o quizá un peso de la moneda aquella de los años sesenta.


19 “Recuerdos. ¡Cómpreme un recuerdo!”, voceaba Ágatha, que ofrecía muchos otros, de amores y crímenes, de historias felices e infelices, como la del polaco campeón juvenil de ajedrez de Katovice, su ciudad natal, que había terminado como guardián del Parque Lezama y a quien ella representó ante el tablero, concentrado en el juego y con la gorra del uniforme encasquetada. Ágatha pregonaba su mercancía por Chacabuco, por Cochabamba y por Garay. Vivía en un departamentito de la calle Bolívar con otras dos mujeres que también provenían de la Europa del Este, de Hungría, tal vez de Bulgaria. Tras la muerte del padre la madre lo sobrevivió poco tiempo, y Ágatha y sus hermanos siguieron cada cual su rumbo. “No sé”, decía. “No tengo noticias. Vaya a saber dónde están. Tal vez muertos”. Ella derivó por el mundo hasta caer en ese departamentito compartido de la calle Bolívar y procuró ganarse el pan dibujando y cantando “recuerdos” por las calles de San Telmo.


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EN BUSCA DEL TIEMPO PERDIDO7

“La Historia siempre se repite, la primera vez como tragedia, la segunda como farsa.” La Historia Argentina no escapa de la regla general establecida por la célebre frase de Karl Marx, pero nuestra “singularidad”, de la que nos lamentamos aunque paradójicamente también nos ufanamos, a veces ha invertido el orden de los términos. En julio de 1977 el sátrapa de Tucumán, Antonio Domingo Bussi, ordenó la redada de los vagabundos de la capital de la provincia, que solían recalar en la plaza 9 de Julio, los subió a camiones del ejército y los desembarcó en una zona desértica de la frontera con Catamarca. El motivo de la orden era evitar que la presencia de los mendigos ofendiera la vista del tirano jefe, Jorge Rafael Videla, que llegaba en visita a la provincia. Los exiliados, a quienes abandonaron en la noche helada del invierno con la ropa puesta, sin comida y sin agua, recibieron ayuda de pobladores de Catamarca, lo que no impidió que uno de ellos muriera congelado. La que acabo de describir fue la historia trágica que sin embargo, en nuestro caso argentino, había sido precedida por la farsa. En efecto, lo que se relatará a continuación sucedió diez años antes, bajo otra dictadura, la del general nacional católico Juan Carlos Onganía. Este autócrata fue el que creó la “Brigada de Moralidad” que, bajo el mando del comisario Luis Margaride luego miembro de la “Triple A”, persiguió a las parejas en plazas y parques así como en los llamados “hoteles alojamiento”. Los pecadores eran detenidos y, en el caso de las mujeres, se citaba a sus padres o esposos, según correspondiera, para que se hicieran cargo de ellas.

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Este relato fue rechazado por la dirección de El Sol de San Telmo, con el argumento de que induce a los vecinos “a qué deben pensar”.


21 El intendente de la ciudad de Buenos Aires de aquella época proyectó, como suele ocurrir con el arribo de funcionario nuevos, diversas obras de remodelación urbana. A nuestro barrio le tocó en la tómbola el Parque Lezama, un lugar representativo siempre apetecible para el cartel publicitario de los políticos. Por entonces no existían los “renders” debido a la causa obvia de que se desconocía la computadora, pero sí había una buena industria gráfica nacional que imprimió bellos posters con imágenes bucólicas del parque. En ellos, orquestas de cuerdas interpretaban conciertos en templetes de mármol; niños jugaban felices, comiendo y bebiendo en quioscos coloridos, y señoritas directamente importadas de la campiña inglesa merendaban sobre manteles a cuadros extendidos en la hierba. El día en que el intendente presentó en público su proyecto se montó un escenario y se cerró con vallas un recinto donde se colocaron sillas plegables para comodidad de funcionarios municipales y nacionales, así como de sus consortes y niños. Detrás de las vallas, a la hora anunciada para el acto, se juntaron algunos curiosos de infantería. A espaldas del escenario se había armado un extraño corralito con rejas metálicas cubiertas en sus cuatro costados y desde lo alto hasta el suelo por los pósters ilustrativos del proyecto. La iniciación del acto se demoró por la tardanza del invitado estrella, el ministro de obras públicas de la nación, que al arribar, al cabo de una hora, precedido por automóviles con balizas en el techo que hacían sonar sus sirenas, se limitó a explicar secamente al jefe comunal que importantes asuntos de estado lo habían retenido en el despacho del presidente. La función se inició con el discurso del secretario municipal del ramo responsable del proyecto. A él le siguió el intendente. Cuando le tocó el turno al ministro nacional, que era quien cerraba el acto, la noche empezaba a caer. Se encendieron los faroles del parque, uno de los cuales estaba tras el escenario, pero en cierto momento se vio que el señor ministro blandía los anteojos, visiblemente irritado, en dirección al intendente. Como nadie tuvo el cuidado de cerrar el micrófono se le escuchó nítidamente mascullar: “¡Che, no veo un carajo!”.


22 Entonces alguien del personal técnico corrió al museo. Volvió con una lámpara de mesa que conectó en algún enchufe del equipo de sonido y apuntó hacia los papeles del ministro. El intendente, solícito, le arrancó la lámpara de las manos para ser él quien tuviera el honor de sostenerla. A esa altura de la noche invernal, cuando los asistentes ya se estremecían con la baja de la temperatura, se empezaron a sentir unos sonidos extraños que, aparentemente, provenían de la estructura metálica que sostenía los posters publicitarios. Eran gemidos o lamentaciones, alguna palabra articulada que pareció un insulto, proferido en general o dirigido al intendente, tal vez al ministro. Éste subió la voz para sobreponerla a las interferencias, hizo muecas y guiños en dirección al intendente, quien a su vez los repitió destinándolos al técnico de sonido que elevó el volumen al máximo de lo que daban los waffles de aquel tiempo. Pero la potencia de las voces misteriosas crecía al compás de la del equipo y se las escuchó vociferar: “¡Lárguennos hijos de p...! ¡Nos tienen cagados de hambre y frío!” El final del discurso del ministro no se pudo oír, porque el único recurso que tuvo a mano el técnico para ahogar las voces disidentes fue poner a todo volumen una colección selecta de marchas militares. No se sabe si los linyeras del barrio, que fueron encerrados en el corralito por temor a que se aparecieran entre el público y afearan el acto, sufrieron represalias posteriores.


23 CARTA DE JORGE ANDRADE A LA DIRECTORA DE EL SOL DE SAN TELMOCON MOTIVO DE SU PROHIBICIÓN DEL RELATO TITULADO EN BUSCA DEL TIEMPO PERDIDO Estimada Isabel: No quiero faltar a la cortesía dejando sin respuesta los considerados términos de tu mensaje, ni traicionar mis convicciones silenciándolas por comodidad o conveniencia social. Meses atrás comprendí, y acepté con flexibilidad, que la dirección de El Sol de San Telmo no quisiera tratar temas que pudieran herir la sensibilidad del poder de turno, aunque las razones de esos cuidados fueran más complejas de las que aquélla explicitara entonces. Lo que nunca comprendí es qué esperabas de mí cuando me requerías que escribiera sobre la situación que vive el país conociendo, como creo que conocés, mi pensamiento de izquierda independiente. Nunca entendí, o tal vez no domino el género, qué suerte de prosa sibilina debía practicar según tus expectativas como para criticar sin que se notara. En fin, cuestión ya antigua y superada. Pero cuando te envié mi último artículo lo hice con la mayor buena fe, sin imaginar que la prudencia ante el poder pudiera recelar de un escrito que alude a temas pretéritos y en tono de humor. Que mi artículo pretenda inducir a los vecinos a aquello que deben pensar, según el espíritu de tus palabras, creo que es una calificación errónea y sobre todo injusta. El escritor, a través de su escrito, sencillamente “opina”, Pero ya que estamos en lo de inducir a pensar a los vecinos, nadie puede negar que eso es precisamente lo que El Sol de San Telmo hace de continuo: estimula a los vecinos a tomar partido por una u otra posición en los conflictos barriales; desestima los deseos de quienes quieren canteros y bancos para la plaza Dorrego ya que ésta “debe” respetar su origen y ser una plaza seca; los adoctrina acerca de cómo tienen que conservar sus fachadas y sus veredas; los apostrofa por no levantar la caca de sus perros. Podría seguir enumerando ejemplos hasta hacer demasiado aburrido el intento de aclaración que es este mensaje.


24 Ahora bien, que se impida a un colaborador de buena voluntad de El Sol de San Telmo, que bajo su “subjetividad responsable” se haga cargo de lo que opina en un artículo, como sucede en tantos otros medios de mucho mayor alcance que El Sol, es en mi sencillo entendimiento un acto un poquitín arbitrario y un sí que no es discrecional en el uso del poder. En definitiva, la censura, porque de eso se trata, la exclusión del que piensa diferente, es un curioso modo de entender la defensa de la libertad de pensamiento de los vecinos, más bien se parece al cuidado con que el autócrata trata al ciudadano como si éste fuera un menor de edad incapaz de discernir, criticar y juzgar por sí mismo. Es un ejercicio distorsivo de defensa de la libertad de pensamiento, que se manifiesta prohibiendo, no permitiendo. Que se silencie la opinión de una escritor responsable que no se esconde en el anonimato sino que se hace cargo de ella con su firma, que trata en plan de farsa el acto de una dictadura de hace cincuenta años, no sólo excede los límites de flexibilidad del colaborador sino que es peligroso, porque se corre el riesgo de volver a tiempos oscuros que creíamos, tal vez ingenuamente, superados para siempre. La censura, y peor aún la autocensura, es el camino de la esclavitud. En resumen, creo que se trata de incompatibilidad de objetivos entre las partes, que en este caso sólo se volvió evidente con el cambio de las políticas públicas. No hay por qué forzar las cosas, la sabiduría aconseja reconocer las diferencias. Las discrepancias que se señalan en los párrafos precedentes no implican que no reconozca los méritos del trabajo barrial que realiza todo el equipo de Es Sol de San Telmo y su directora en particular, motivo por el cual deseo éxitos para el periódico y hago votos de ventura personal para vos. Un saludo cordial.

23 de octubre de 2016 Jorge Andrade.


25 SOBRE EL AUTOR

Jorge

Andrade,

literario

y

escritor,economista,

traductor.Ha

publicado

crítico

numerosas

novelas, entre ellas, “Desde la muralla”, “Vida retirada”,

“Los

ojos

del

diablo”

(premio

internacional Pérez Galdós, España);el libro de cuentos “Ya no sos mi Margarita”, así comolos libros de ensayos “Cartas de Argentina y otros ámbitos” y “Otro país”, disponible gratuitamente en este link. Además, fue colaborador del diario El País y de las revistas El Urogallo y Cuadernos Hispanoamericanos de España, así como del diario La Nación de la Argentina.Podés visitar su página de Facebook a través de este enlace.


26

Índice INTRODUCCIÓN

Página 2.

EL REECUENTRO DEL TIEMPO

Página 3.

HOMELESS DE OJOS CELESTES

Página 5.

A NUESTROS VECINOS DE MONSERRAT

Página 9.

EL SOL SIGUE IRRADIANDO

Página 12.

ROLITO CARTONERO

Página 14.

RECUERDOS DE SAN TELMO

Página 17.

EN BUSCA DEL TIEMPO PERDIDO

Página 20.

CARTA DE JORGE ANDRADE A LA DIRECTORA DE EL SOL DE SAN TELMO

Página 23.

Imagen de portada ©BorjaGarcíadeSolaFernández/CC


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