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-Te llamé porque necesitaba consuelo y en cambio vos me das una cátedra de racionalidad. El amigo dejó sobre la mesa el importe del café, le dijo “Chau” y le dio la espalda. Amigo desde la niñez, quizás lo había perdido. Meneó la cabeza con un gesto de indiferencia en los labios y se dijo que quien se iba de ese modo era porque estaba mal de los nervios. Toda una escena por un gato, apenas por un gato. Hay cosas más importantes en la vida, por ejemplo un amigo. Será que las cosas no le andan bien: problemas en el trabajo, corto de plata, líos con su

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mujer. Una cosa trae la otra, a las mujeres las vuelve locas la falta de plata. En vez de veranear en Cariló conformarse con Santa Teresita. Juntar la guita moneda a moneda para el colegio y remendarles el uniforme del año anterior. Se le murió el gato y tiene la excusa justa para descargar el rencor con su vida sobre alguien fuera de casa. -Era un gato viejo. Me acuerdo de cuando te lo regalaron. -¡Yo lo quería! -Tenía edad para morirse. Hace rato que me contaste que estaba enfermo. Se iba a morir, de una u otra cosa se iba a morir. Los gatos se mueren, los perros se mueren, la gente se muere- lo dijo con un gesto obvio. Entonces el otro le largó lo de “Te llamé porque necesitaba consuelo…”. Se ofendió y se fue. ¡Qué absurdo, ofenderse por una cuestión inevitable, asunto de lógica pura! Lo cierto es que esa amistad hacía rato que se arrastraba por la costumbre; era más fácil dejarse llevar por la inercia que cortar. Entonces venían las explicaciones, tal vez se empezaba a hurgar en el fondo de la olla, a remover viejos rencores que se habían mantenido ocultos por comodidad, para evitarse la molestia de

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acusar y defenderse de acusaciones. Tal como había ocurrido era lo mejor: cortar con un tajo limpio, sin sangre y sin infecciones. El gato había sido la excusa justa. Después de la juventud la vida los había llevado por caminos diferentes. En la secundaria eran compinches, amigos, más que amigos, hermanos. Compartían ilusiones, soñaban en común con una vida de éxitos. Después cada cual tuvo su propia historia. Una historia de fantasías y fracasos el amigo, grandes proyectos que nunca alcanzaban la meta o que se convertían en realidades modestas con el consiguiente sabor amargo en la boca. La frustración del soñador empedernido que nunca llega a asentar los pies sobre la tierra. Una historia de inmadurez. En cambio él siempre tuvo claro cuál era el objetivo y cuál el camino. Conocía sus fortalezas y sus debilidades. Había apostado sobre seguro y había ganado. A la vista estaban los resultados: una confortable casa propia; un auto confiable; una mujer acorde a sus deseos, la compañera ideal para representar con éxito el papel que quería jugar en la sociedad; un par de hijos, el varoncito y la nena; un colegio bilingüe privado. Y expectativas de progreso.

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En cambio, su amigo, siempre a los tumbos, Nunca había dejado de ser un adolescente sentimental. “¡No se te murió un hijo, se murió un gato!”. El otro rumió: “No era un hijo, era un amigo, un compañero. Cuando rompí con Florencia, él era la única presencia viva en la casa. Cuando volvía del trabajo me estaba esperando. Sabía la hora…”. Dijo las últimas palabras con desaliento; se dio cuenta de que era inútil. Para el que parecía escucharlo, pero no lo entendía, un gato era nada más que un gato, y para colmo viejo. ¡Tenía que morirse!. ¿Qué esperaba?. Pura racionalidad, sentido común. Toda la semana controlando proyectos. Cuidando que se cumplieran los plazos para no pagar multas. Lo presionaban de arriba y él presionaba a los de abajo. Los proyectos salían en tiempo y forma. El gerente estaba satisfecho y él se mostraba satisfecho con sus subordinados. Los viernes, el gerente se retiraba más temprano porque el fin de semana lo pasaba en el chalet del country. De lunes a jueves vivía en un departamento cercano a las oficinas. Se lo cedía la empresa, que había comprado varios para uso de su personal superior que

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tenía casa en las afueras. Era política oficial facilitarle la vida a sus ejecutivos. Ganancia mutua, aumento de la productividad. Aquellos miembros de la máxima jerarquía del organigrama que disfrutaran de la vida del campo civilizado, podían hacerlo sin someterse al estrés de conducir por la autopista dos veces al día en la hora pico. El lunes llegaban más tarde de lo habitual, de modo de evitar los embotellamientos de la primera hora, y el viernes se retiraban más temprano que su tropa para viajar antes de la estampida de la vuelta a casa. Lo demás días caminaban los diez minutos que mediaban entre el departamento y el despacho. Al mediodía almorzaban en el comedor corporativo, en un salón discretamente apartado de la amplia nave donde comía el personal. El menú era diferente, la mesa y las sillas eran diferentes, algo así como business class y turística. Los empleados rasos, secretarias, etc., usaban los vales que le descontaba la empresa del sueldo a fin de mes. La comida de los miembros de la élite era sin cargo, evidentemente. A este beneficio tenían acceso también unas pocas secretarias, las de los jefes supremos.

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De cualquier modo era un hecho comprobado: tanto la elasticidad de horario como los salarios indirectos de vivienda y sustento formaban parte de la ecuación costo-beneficio cuyo resultado final favorecía a la empresa. La alta gerencia no fichaba la entrada, pero tampoco fichaba la salida, y salía muy tarde, cuando las calles de la City eran una boca de lobo. La corporación sabía que los grandes jefes usaban esas horas extras no computadas para tramar sus intrigas y confabulaciones, pero de ese brainstorming de egoísmos contrapuestos saltaba a veces la chispa de una idea brillante que producía millones para la compañía, ganancia que compensaba con creces su inversión en el confort de sus gerentes. La dirección general lo sabía por experiencia propia. La última hora del viernes, antes de retirarse a disfrutar de su merecido descanso en el country, el gerente la empleaba para sostener una suerte de acting de confraternización con sus dos colaboradores directos, a los que había otorgado la designación imprecisa de “adjuntos”. El puesto de subgerente estaba vacante desde hacía un año, cuando al anterior segundo del jefe se lo había

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premiado con una promoción designándolo director de la pequeña filial de Tayikistán. En esas reuniones informales de los viernes el jefe animaba a sus subordinados a explayarse sin guión sobre el tema que desearan: sus hobbies, sus series favoritas de Netflix, sus vidas personales. Los estimulaba a entrar en confianza con el ejemplo, cuando relataba episodios de su propia vida familiar. Les contaba que en su chalet del country había mandado hacer una cancha de paddle, donde jugaba con sus hijos y con algunos vecinos con los que había forjado una amistad. Y que su mujer, a la que le encantaba la floricultura, tenía un pequeño invernadero donde cultivaba orquídeas. Él era un parrillero avezado, y el herrero del pueblo le había construido una parrilla según los planos que él, el jefe, había diseñado. La parrilla contaba con un ingenioso sistema de poleas para graduar la distancia del fuego e, incluso, la inclinación. El otro adjunto –con el que mantenía una complicidad de esclavos con el mismo amo que compiten por el mismo premio- que tenía más sentido del humor que él, después de despedirse de su superior hasta el lunes deseándole un buen fin de semana, lo codeó y le preguntó: “¿Vos tenés idea,

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che, de para qué quiere una parrilla que se incline?. ¿No se le irán a escapar rodando los chorizos?”, y lanzó una de las estruendosas carcajadas con que festejaba sus propios chistes, que le hacía temblar la grasa de la papada y la barriga. Cuando se separaba de su compañero-enemigo, llegaba su momento más feliz de la semana. Aunque “momento” y “feliz” no eran palabras que formaran parte de su vocabulario, porque para su vida organizada sobre una base racional, momento feliz o infeliz era un concepto absurdo o, más bien, abstracto. Los momentos no eran acontecimientos autónomos, sino que formaban una serie vinculada armoniosamente por una relación de causalidad lógica en la que no cabían sorpresas, sino la aceptación pasiva de lo inevitable. Ese espacio a secas, sin calificativo, durante el cual la secuencia del tiempo quedaba en suspenso, lo vivía en un bar. Un bar de la City, donde al mediodía era difícil conseguir una mesa. Lo llenaban con su bullicio los empleados y empleadas que devoraban sus comidas rápidas condimentadas con el relato de sus venturas y desventuras oficinescas. Con la caída de la noche y la fuga en tropel de la población itinerante, el bar estruendoso de las

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doce se convertía en un faro en una isla de silencio que atraía a los solitarios o servía de refugio a algún amor burocrático. Allí iba él los viernes, cuando el centro financiero era envuelto por la penumbra y el silencio. Se sentaba siempre a la misma mesa junto a una ventana. Lo atendía siempre el mismo mozo, el que se quedaba hasta la hora de cierre meditando su aburrimiento sentado a medias en un taburete y acodado en el mostrador. Con su compañero, el encargado de la barra, apenas cruzaban las palabras indispensables de su jerga gastronómica –“pocillo mitad y mitad”, “jarrito y luna”, “porrón quilmes” -, ya habían agotado toda la filosofía de la vida. Pedía siempre lo mismo: un escocés con hielo. Pero el mozo, un veterano del oficio, no cometía la imprudencia de preguntarle: “¿Lo de siempre, señor?”, con una campechanía que la actitud del habitué no alentaba. Ni el barman lo saludaba desde el mostrador como a un viejo conocido. En su espacio intemporal inconmensurablemente alejado de sus responsabilidades laborales y familiares, bebía a pequeños sorbos el whisky y pinchaba daditos de queso, con la mirada fija en la pared blanca del edificio de la vereda de enfrente. Entonces, en un estado

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de serenidad al que arribaba sin proponérselo en esa hora de viernes al comienzo de la noche que era solo suya, su pensamiento vagaba sin pedirle permiso, viajaba por lugares que él tal vez nunca conocería y soñaba con vidas que nunca viviría. A su mujer no podía ocultarle el aliento al darle el beso del reencuentro, pero ella nada sabía del bar ni de la soledad, sino que el whisky formaba parte de la charla motivacional del jefe de su marido. Fuera como fuere, su esposa lo acompañaba en todo, sabía que él había organizado la vida de acuerdo con un principio de racionalidad y no lo cuestionaba. Era una mujer equilibrada, con sentido práctico, no una sentimental como el iluso de su amigo, o mejor dicho de su ex amigo. No puso la nota en un sobre, la dejó pinchada en el mantel del comedor. Sin encabezamiento, entraba en materia directamente: “Me voy para no terminar muerta de indiferencia. Los chicos están en casa de tus padres. Te los dejo a vos porque seguramente los vas a educar mejor que yo, de acuerdo a tu criterio acerca de la sensatez, para que lleguen a ser gente de bien y no dejen de mirar el suelo al

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caminar para no pisar nunca una baldosa floja. En la cocina hay una olla con guiso para tu cena. Un beso. Tu ex mujer”. Hoy, por primera vez, el encargado de la barra esbozó una media sonrisa a modo de saludo. El mozo, acodado en el mostrador, movió los labios articulando un “Buenas noches” que no alcanzó el rango de susurro. Le dio tiempo para que se sacara el sobretodo y lo depositara junto con el maletín en la silla de enfrente. Se acercó despacio, se detuvo a una distancia respetuosa y no preguntó como de costumbre “¿Qué se va a servir, señor?”, sino que insinuó, con una inclinación de la cabeza que pareció una muestra de confianza: “¿Lo de siempre, señor?”. Puso dos cubos de hielo en el vaso, volcó sobre ellos el contenido de la medida y después, directamente de la botella, agregó una yapa generosa. Agradeció con un gesto. Bebió un pequeño sorbo, pinchó un dadito de queso. Sintió la atracción hipnótica de la pared blanca. Giró la cabeza.

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Había un cartel escrito con aerosol negro en grandes letras mayúsculas: “LA REALIDAD NO ES TERSA COMO LA GEOMETRÍA, TIENE RUGOSIDADES, Y EN LAS RUGOSIDADES SE ESCONDEN LAS IMPERFECCIONES DEL SISTEMA”.

Mayo de 2021 Jorge Andrade

Jorge Andrade, escritor, economista, crítico literario y traductor. Ha publicado numerosas novelas, entre ellas, Desde la muralla, Vida retirada, Los ojos del diablo (premio internacional Pérez Galdós, España); libros de cuentos como Nunca llega a amanecer y, recientemente, Cuentos subversivos; y el volumen de ensayos Cartas de Argentina y Otros ámbitos. Fue colaborador del diario El País y de las revistas El Urogallo y Cuadernos Hispanoamericanos de España, así como del diario La Nación de la Argentina.

Para contacto periodístico y notas de prensa contactarse con: Nadia Kwiatkowski nadiakiako@gmail.com

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