SANGRE PURA Eliseo Castro, o Castro Bravo como pedía que lo llamaran, fue mi compañero de banco desde primer grado hasta sexto. Caímos juntos de casualidad, ya que el azar es el orden que no conocemos. Supongo que el criterio utilizado por la maestra sería la estatura o el alfabeto. En los años sucesivos fuimos nosotros los que elegimos estar juntos y los responsables de la clase, no obstante que crecimos de estatura a diferente velocidad, no se opusieron o atendieron a nuestros ruegos cuando le explicábamos
que
veníamos
juntos
desde
el
principio
y
que
nos
comprometíamos a portarnos bien. Estuvimos lado a lado siete años y en los largos veranos de las vacaciones escolares nos juntábamos con la fresca a jugar y contarnos aventuras imaginarias, y cuando nuestros padres nos otorgaron mayor autonomía nos largábamos por ahí con las bicicletas. Al octavo año nuestros destinos se separaron o nos separaron, Eliseo fue al industrial y yo al nacional, pero la amistad perduró. Y perdura hasta hoy, pese a que nuestras vidas tomaron rumbos cada vez más distantes: él nunca salió del país, salvo algún veraneo en Uruguay, y yo me fui a vivir a Europa muchos años. Pero se había labrado un vínculo que se fundaba en las afinidades sólidas de la niñez o, quizá, en la nostalgia compartida por aquel tiempo. Porque motivos para que la vida nos alejara los hubo muchos, y no sólo por la distancia y el estilo de vida sino por lo que cada uno de nosotros piensa de la realidad. Eliseo, “Lisito” como lo llamaba la mamá, desde que lo conocí, tan chiquito como era, reivindicó su condición de celta puro. Su padre era gallego, rubio y de ojos celestes, y Lisito había heredado de su padre el color de los ojos y del pelo, aunque el suyo se oscureció hasta el castaño con los soles impiadosos de la canícula rioplatense. Pero cuando conocí a la mamá descubrí que Lisito no era celta puro. Su mamá era andaluza. El padre decía “¿Por qué tuve yo que irla a escoger tan lejos,
2 allá, a los bajos fondos de la península, cuando en mi tierra tenía galeguiñas a porrillo, dulces y rubias como yo?”. Pero no decía la verdad. Don Eliseo no había ido lejos a buscar a su mujer sino que la había encontrado en la pieza de enfrente del inquilinato de Barracas, donde vivía Eliseo y a donde Olvido iba a visitar a una amiga los días de salida. Eliseo padre emigró de La Coruña porque la tierra no daba para toda la familia y a doña Olvido la mandaron las monjas a servir en una casa bien de Buenos Aires por la misma razón. Para ello falsificaron su documento agregándole dos años de edad. Viajó en la tercera del barco con apenas dieciséis añitos. Eliseo hijo había heredado los rasgos físicos de su padre pero en realidad era “ribeteao”. “Ribeteao es el niño, le guste o no le guste al padre. No haberse buscado una ‘granaína’”. Doña Olvido nació en Granada, era alta y delgada como un junco -le sacaba una cabeza al marido- aunque abundante de pecho. Sus ojos negros relumbraban como carbones y penetraban en su interlocutor, al menos esa impresión me hacía a mí su mirada cuando tuve edad para percibir esos matices. “Dicen que ‘granaína puta fina’, pero no es verdad, las granadinas somos señoras”. “Ribeteao es tu niño” se burlaba doña Olvido de padre e hijo, y dirigiéndose a mí: “¡Con todos los que han pasado por mi tierra habría de ser puro el hijo! Moros y algo más. El apellido de mi madre es Santa María. ¿Sabes lo que quiere decir eso?”. Yo me encogía de hombros. “Que los conversos cogían nombres de ciudades y de santos”. Los dos Eliseos torcían el gesto. Y cuando nos quedamos solos Lisito me aclaró: “Bravo, de los comuneros de Castilla, Bravo, Maldonado y Padilla.” Lisito nunca admitió que no fuera celta puro. Incluso hoy, ya calvo y con los ojos celestes algo más descoloridos, reivindica la pureza de su sangre. Estudioso de la historia, cuando menos la de sus ancestros, se ufanaba: “Los Castro eran la familia más ilustre de Galicia. Apenas si le hacían un poco de sombra los Andrade. Pero ellos fueron fieles y sostuvieron a Pedro de Castilla
3 hasta el final, no como los Andrade, oportunistas y panqueques que cuando les convino se pasaron al Trastámara.” Pero doña Olvido era el sostén del hogar. Don Eliseo, que antes de salir de La Coruña había trabajado de ayudante en la panadería de su pueblo, aprendió el oficio y gracias a él ganó sus primeros sueldos al llegar a Buenos Aires. Sin embargo tenía delirios de grandeza, ensoñaciones a las que son tan predispuestos los gallegos y afirmaba que no sería un dependiente toda la vida. Ya casado quiso poner su propia panadería. Era un buen panadero, pero no era un buen comerciante. Fundió esa, y otra y otra más. Contrajo deudas y para pagarlas entregó los terrenitos que había comprado en Lomas de Zamora para la casita que nunca pudo construir junto con los ladrillos que, apilados al fondo del terreno, esperaban que llegaran tiempos mejores. Y aunque al nacer Lisito lograron alquilar un pequeño departamento nunca pudieron tener casa propia. Vivían del trabajo de mucama de doña Olvido y esa situación minaba la moral del esposo que, para ocultarse el fracaso personal, empezó a beber un poquito de más. A su mediodía de desocupado se lo podía encontrar siempre en el almacén y despacho de bebidas de un paisano, donde empinaba el codo. Eso no le hizo bien al matrimonio. Lisito, a veces, llegaba preocupado al colegio: “Mi mamá se enoja. Qué va a hacer mi papá si no consigue trabajo”. Estaba claro que el hijo tomaba el partido del celta puro. Y la señora Olvido, no obstante el trabajo rudo mantenía la elegancia de su figura. Recuerdo haber visitado la casa cuando estábamos en el último año del secundario, Eliseo en el industrial, yo en el nacional. La señora Olvido estaría cerca de los cincuenta y yo, en esos tiempos de iniciación más tardía que la actual, ardía de ensueños eróticos. Habrá sido mi imaginación, pero a través del espejo de la vitrina del comedor sorprendí más de una vez los ojos de fuego de la “granaína” clavados en mí. Durante mi exilio, cada vez que visitaba Buenos Aires, reservaba un rato para encontrarme con Lisito y recordar los años idealizados de la niñez, Y aunque me callaba la boca me daba cuenta de que Eliseo hijo estaba, hasta cierto punto, repitiendo el camino personal de Eliseo padre. Claro que la historia del país no lo ayudaba. Ser un triunfador en Argentina está reservado para muy
4 pocos. Cuando egresó con su título de técnico industrial entró a trabajar en una empresa grande que en una de las crisis nacionales cerró o se achicó y Eliseo cayó en la volteada. A partir de entonces fue dando tumbos, de mal en peor. Trabajó en un taller metalúrgico, fue técnico de una empresa de service de electrodomésticos. Y al final de su carrera autónomo. Puso un tallercito en el garaje de su casa después de vender el auto y fue tirando mientras pudo, hasta que la artrosis le impidió hacer más unas tareas que necesitan de las manos. Entonces vendió la casa y compró el departamentito en el que vive hasta hoy. Ahora, yo ya de vuelta en el país, Eliseo Castro Bravo, descendiente de los Castro de Galicia aunque “ribeteao” por parte de la “granaína”, es un jubilado con algo más que la mínima porque pese a sus muchos años de trabajo aportó poco. Sin embargo, Eliseo, hombre sensible, se apiada de los pobres viejitos que se jubilan con la mínima, aunque por ganar trescientos pesos por encima de esa miseria no se beneficia con los bonos de fin de año ni con la tarifa social del subte. Entre los recuerdos de la infancia hay uno que parece haber marcado a fuego el imaginario de mi amigo. Una tarde, con un cinzano de por medio, elevando los ojos soñadoramente a las telarañas del techo del café del barrio, Lisito me interpeló: -¿Te acordás de Celestino, el lechero? -Algo, del barrio, pero mi vieja no le compraba a él, le compraba a Pontoriero. No sé por qué –le confesé a Lisito- porque mi mamá tenía que llamarlo al orden un dos por tres: “¡Pontoriero, cada vez le echa más agua a la leche!”. Pontoriero bajaba la cabeza compungido, como un chico al que la maestra sorprende mirando la foto de una actriz medio desnuda debajo del pupitre. No protestaba, no defendía su honestidad de comerciante y durante un mes, cuando mamá nos ponía la merienda mi hermana y yo le decíamos contentos: “¡Qué rica que está la leche, mamá! Duraba poco, porque Pontoriero era incorregible y una y otra vez volvía a las andadas. Pero mi mamá no cambiaba de lechero, apegada a la rutina nunca le compró al gallego Celestino.
5 -Hizo mal tu mamá-¿Por qué, la leche del gallego era buena? -No tengo ni idea, no conocí otra leche durante mi niñez que la del gallego Celestino. -¿Entonces por qué decís que mi mamá hizo mal en no comprarle a Celestino? -No sabría decirte con exactitud, pero un gallego es una garantía, nada que ver con un tano. Preferí dejarlo que siguiera el curso de sus ensoñaciones sin ponerme a cuestionarle sus prejuicios racistas. -Si lo conociste a Celestino te acordarás del pibe. Lo interrogué con la mirada. -El que lo ayudaba. Me encogí de hombros. -Era el hijo. -¿Ah, sí? -Sí, y era despierto el chico. Me acuerdo lo bien que había aprendido a chasquear la lengua y el caballo se ponía sólo al trotecito para reanudar el recorrido sin que necesitara fustigarle las ancas con las riendas. Asentí, como reconocimiento a la rápida expertise del hijo del lechero. -¿Sabés cómo se apellidaba Celestino? -Bueno, sí, no me acuerdo bien, tenía un apellido gallego, Rodríguez o Fernández. Chasqueó la lengua como el hijo del lechero pero con intención negativa y con superioridad, afirmó: “González. Se apellidaba González.” -Claro, un apellido gallego, uno u otro, qué más da.
6 Lisito no se amilanó por mi respuesta escéptica, se lo notaba muy seguro de sí, y se guardaba un as en la manga: -¿Y el segundo apellido? ¿Sabés cuál era su segundo apellido? Me enojé: -¡Cómo voy a saber cuál era el segundo apellido del gallego, Lisito! No se inmutó, y con aire de triunfo arrojó el ancho sobre la mesa: -Fraga, el segundo apellido era Fraga. -¿Y vos, cómo lo sabés? Porque como vos también- subrayó el “también”- deberías saber, los españoles usan dos apellidos. Moví la cabeza indicando que lo sabía. -Y yo lo busqué, entonces, niño curioso, para saber si el segundo apellido era tan ilustre como el mío. ¡Y lo encontré!- exclamó triunfante –Dentro de un recuadro del fileteado del carro, el nombre completo del gallego era Celestino González Fraga. -¿Y? -¿Cómo ‘¿y?’- se escandalizó. Eso quiere decir que el pibe, el ayudante del gallego que era su hijo y que por entonces tenía unos cuantos años menos que nosotros, podría ser “él”. -¿’Él’, quién, Lisito?- había logrado interesarme. -¡El presidente del Banco Central con Alfonsín y con Ménem!- exclamó triunfante -¡El magnate del dulce de leche! ¿Sería coherente, no, si fuera? Y bien puede ser, el pibe. hijo del lechero, empresario del dulce de leche- dijo convencido de que su ilusión era realidad. Sus ojos se perdieron de nuevo entre las telarañas del techo cuando afirmó, soñador: -La meritocracia, te das cuenta lo que puede la meritocracia en este país.
7 Meneó la cabeza, otra vez desalentado: -A mí las cosas no me fueron bien en la vida. Fallé, me faltó coraje para hacer lo que hay que hacer para tener éxito: ser capaz de agarrar a la vida por el cuello. Pero no sólo el descubrimiento emocionante acerca del hijo del lechero entusiasmaba y elevaba la moral de mi amigo, había otros hechos de los que fue testigo y que le hicieron recuperar la confianza en que la justicia, de un modo u otro, termina restableciéndose. Me contó lo siguiente: -Frente a mi casa… ¿Vos nunca viniste a casa, no? Tenés que venir. Ahora que los chicos se fueron y nos quedamos solo mi mujer y yo. No invitamos a nadie, salvo a la parentela. Es por ella, le da vergüenza, es un departamentito modesto. Pero ella lo tiene arreglado con gusto, se da maña. Un día vas a venir. “Mi departamento da al contrafrente, a un patio de ventilación, más bien angosto, entonces veo a todos los vecinos, los de otras casas también. A un departamento de una de esas casas, una casa mala, abandonada, que no tiene la entrada por mi calle sino por la transversal, hace unos años se mudaron unos negros. Un matrimonio con dos pibes, negros también. Y qué te digo que hace tres o cuatro años un día lo veo colgado al negro con medio cuerpo fuera de la ventana instalando un aire acondicionado. ¿Qué me decís? No dije nada, Siguió Lisito su historia: -Cuatro negros con un acondicionador. Un negro gordo, la negra y dos negritos. Yo nunca me compré uno. No tengo ahorros para comprarlo, y comprarlo en cuotas no pude porque superaba el límite de crédito de mi tarjetita de crédito miserable de jubilado. “Pero hace unos meses se fueron. Y el acondicionador se quedó, como mejora corresponde al propietario. Se le habrán acabado las changas, los planes, qué sé yo. Se habrán vuelto a la villa.
8 Hace poco el departamento se volvió a ocupar. También un matrimonio con dos chicos. Pero estos blanquitos. Se me da por pensar que es gente que tuvo que achicarse, seguro que vivían en un departamento mejor y les agarró la malaria. Este departamento de porquería no es para ellos, pero a veces la vida no da respiro. Y aunque el verano se vino con todo, no veo que prendan el acondicionador. Diciembre 2016. Jorge Andrade.
Jorge
Andrade,
escritor,
economista,
crítico
literario y traductor. Ha publicado numerosas novelas, entre ellas, “Desde la muralla”, “Vida retirada”,
“Los
ojos
del
diablo”
(premio
internacional Pérez Galdós, España);el libro de cuentos “Ya no sos mi Margarita” y el libro de ensayos “Cartas de Argentina y otros ámbitos”. Fue colaborador del diario El País y de las revistas El Urogallo y Cuadernos Hispanoamericanos de España, así como del diario La Nación de la Argentina.
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