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21. Prisionero del monte Hood
Capítulo 21
PRISIONERO DEL MONJE HOOD
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Adiferencia del monte McKinley, el peligro del monte Hood no era el frío, sino el calor. Una inesperada honda de calor había fundido la nieve de la cumbre, exponiendo el suelo y las rocas. Durante la parte más fría del día el hielo podía retener las rocas pegadas a la montaña, pero cuando la caprichosa onda cálida aumentaba la temperatura, el hielo se fundía y las rocas podían soltarse y caer por la ladera de la montaña.
Llamé a Lisa de nuevo y le comuniqué mi fracaso: -Me dicen que es demasiado peligroso. -Seguiré haciendo la lucha -me aseguró ella-. Estoy segura de que una vez que llegue a Portland, podremos encontrar un guía experimentado en algún lugar que esté dispuesto a escalar la montaña.
Lisa se quedaría con su hermano mientras nosotros escaláramos el monte Hood. Esta sería la última vez que nos veríamos antes de volar a Hawaii. -Hey-dimo Whit con una cariñosa palmada. -¿Listo para subir?
Asentí, deseé a Lisa un vuelo seguro y seguí a Whit rumbo a la camioneta. -¿Encontraron un guía? -Todavía no -le repuse, y ocupé el lugar del pasajero.
Me dolía el pie, me dolía el muñan, me dolía la espalda. Lo último que recuerdo es que estábamos viajando tres horas hacia el sur, rumbo a Portland, para hacer frente a otro inconveniente.
Whit me preguntó cuando comenzó a entrar a la carretera:
AL FILO DE LO IMPOSIBLE
-¿Qué haremos si no puedes encontrar un guía?
Incliné la cabeza sobre el respaldo del asiento, cerré los ojos, y le dije que no sabía. Ambos habíamos escuchado acerca de incidentes en el monte Hood la semana anterior. Un equipo de cinco escaladores cayeron. Dos murieron, y otros dos quedaron severamente heridos. -Todos los servicios de guías recomiendan que nos mantengamos alejados de la montaña -le recordé. -Es fácil para ellos decirlo -murmuró Whit-. Ellos no tienen un récord que batir. -Entiendo las razones que tienen. Ellos deben considerar sus primas de seguros y también su reputación de seguridad -respondí extremadamente débil.
El agotamiento a causa del estrés de la ascensión y por nuestra situación me arrulló en un descanso semi inconsciente. Cuando llegamos a los alrededores de Portland, nos fuimos directamente a un motel. Whit se dirigió por el pasillo hasta su habitación y, cuando ya estaba a punto de entrar en su puerta, saludó con la mano y dijo: -Nos vemos la próxima semana.
Una vez dentro de mi cuarto, torné un baño e hice una llamada a mi familia. Pensé en Lisa, que estaba volando hacia el aeropuerto internacional de Portland y su hermano estaba esperándola allí. Y. mientras más pensaba en ella, más convencido quedaba de que yo debería haber ido a esperarla al aeropuerto. Debería ir a esperar su vuelo. Yo aprecié mucho que ella me esperara cuando volé a mi casa. Y sería una agradable sorpresa para ella.
Me tiré a mi cama, quedé mirando el cielo raso, bostecé, y dije: Estoy demasiado cansado. Cerré los ojos. De repente, se abrieron. Me senté y me pasé las manos por el desarreglado cabello. "Esto no va a funcionar. Tengo que afrontarlo. Deseo más ir al aeropuerto que dormir".
Me puse la camiseta, los shorts y los zapatos, como también la pierna artificial; me pasé el peine por el cabello y me dirigí hacia la puerta.
Prisionero del monte Hood
Su hermano me reconoció por los recortes de periódicos que ella le había enviado por correo. Hablamos un buen rato antes que el avión llegara. Me acerqué ansiosamente hasta la zona acordonada, hasta que pude verla salir por la puerta. -¡Todd! ¡No esperaba verte aquí! - dijo a gritos, echándome los brazos al cuello.
Yo le di un fuerte abrazo. Tantas cosas habían ocurrido desde la última vez que nos habíamos visto. Conversamos acerca de guías en nuestro camino hacia el estacionamiento. Ella tenía estas buenas noticias: - Encontré un servicio de guías que te llevará hasta lo alto de la montaña.
De repente me sentí mucho mejor.
Al día siguiente ella y Whit fueron a dar una vuelta por Portland, mientras yo hablaba con el servicio de guías. Ocho horas antes de la salida rumbo a la montaña, recibí un mensaje de ellos. -¡No - grité-; no pueden detenernos ahora!
Pero ellos lo hicieron. Yo no tenía otra alternativa, sino continuar mi búsqueda.
Llamé a otro servicio de guías. Ni siquiera querían escuchar de mis planes. Después llamé a un hombre que Whit había conocido en el monte Rainier, quien había acordado subir con nosotros. También se negó: -Lo siento. No puedo hacerlo. - Pero tú dijiste ... -Eso fue antes de que yo escuchara los últimos informes de las condiciones de la montaña. Hay rocas del tamaño de refrigeradores que ruedan por las laderas!
Cerré los ojos, y me sobé la parte de atrás del cuello. Todo eso ya lo había escuchado antes. -El puente de nieve ha desaparecido -continuó-. Tendríamos menos del so % de probababilidades de volver vivos.
Me zumbaba la cabeza por los nudos de tensión que tenía en el cuello.
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-¿Qué si hacemos una ruta alternativa? -Estarías en mayores dificultades aún. ¿Por qué no vienes en una o dos semanas? -No puedo hacer eso-le dije-. Además, es solo el mes de julio. Mientras más esperamos, más se fundirá la nieve y peor se pondrá la montaña.
Colgué el auricular. Quizá tienen razón. Quizá yo sería un necio si subiera esa montaña ahora. Quizá debiera cancelar todo el resto de la expedición. Desalentado, llamé a Fred en Reno. Si alguien puede decirme qué hacer, él puede, pensé.
Fred había escalado el monte Elbrus en Rusia. El Kilimanjaro en Africa, y el Aconcagua en Sudámerica. El teléfono sonó tres veces antes de que oyera la voz de Kathy. "Fred y yo no podemos contestar el teléfono ahora, pero si deja su mensaje después de la señal..." -¡¡Auch!! -dije con un gemido-. ¿Dónde estás, corazón?
Y le dejé un mensaje para contarle mi triste situación.
Fred llamó al día siguiente: -Todd, creo que se puede escalar la montaña. Has llegado demasiado lejos para tirar la toalla ahora. Si me envías el pasaje de avión ahora, yo te llevaré hasta lo alto del monte Hood.
A la siguiente mañana, a las 9:30 encontré a Fred en el aeropuerto de Portland. El tiró su bolsa dentro de la camioneta. -Vamos a escalar una montaña -dijo.
Lo llevé al hotel, donde hablamos con Whit y Lisa acerca de la ascensión. -¿Y qué si es peligroso? -preguntó Lisa.
Fred se encogió de hombros. -Si hay un problema, hallaremos la forma de resolverlo. No lo escalaremos, si no es seguro. Lo prometo. -Bien -suspiré con alivio-. Ninguna montaña merece que muramos por ella. Estoy dispuesto a correr riesgos razonables, pero no quiero cometer errores estúpidos.
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Pensé en las posibilidades del fracaso. Puedo decir a la gente que de veras luché con mi mejor esfuerzo. Sin embargo, en mi corazón, yo sabía que el impacto no sería ni aproximado que el que tendría si batiéramos el récord. Muy bien, Señor, aquí vamos. Como de costumbre, estamos en tus manos.
Todos nos acomodamos en la camioneta y nos dirigirnos hacia el este, a través del Morrison Bridge. El monte Hood flotaba al otro lado de la ciudad corno una montaña de fantasía, inaccesible y distante.
Comimos en Tirnberline Lodge y hablarnos con los guardabosques para cerciorarnos de los peligros.
El suave crugido de la nieve bajo mi bota de plástico se convirtió en un ritmo cómodo mientras seguía a Fred hacia la base de la montaña. Las temperaturas más cálidas de la tarde nos permitían caminar en la parte más baja de la montaña mientras usábamos shorts de caminata y camisas con mangas cortas. Más tarde, añadiríamos las capas de ropa pesada según la altitud más elevada lo demandaba.
Continuamos caminando hacia donde el camino se convirtió en un sendero. Lisa corrió detrás de nosotros. Luego se puso tras nosotros, tornando fotos de Whit, de Fred y de mí, mientras subíamos. Cuando el sendero se hizo más abrupto, le dijimos adiós, y ella regresó al hotel, mientras Whit, Fred y yo continuábamos subiendo la montaña. -¡Vamos! -dijo Fred-. Lo haremos.
Probé mi peso cuidadosamente sobre la nieve al lado de la senda. La encontré buena y sólida.
Whit pateó un montón de nieve con la punta de su bota, y coincidió conmigo: -Se siente bien.
Satisfecho, Fred se volvió y se dirigió hacia la empinada ladera. Abriéndome paso hacia la colina más allá de la zona de esquiar, mi bota y el pie de mi pierna artificial seguían hundiéndose en el blando suelo y resbalándose medio paso hacia atrás cada vez que avanzaba un paso hacia
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adelante. Fred ajustó su paso al mío. Una milla o algo así más allá del segundo hotel, nos detuvimos para observar la puesta del sol por el oeste. La temperatura del aire descendió repentinamente, obligándonos a ponernos nuestra ropa gruesa.
Desde nuestra posición en la montaña, podíamos ver la ciudad de Portland mientras los colores se desvanecían sobre las colinas hacia el oeste de la ciudad. Una tras otra, observamos las luces parpadear hasta que parecieron astillas de diamantes esparcidas a lo largo de una sábana de terciopelo azul oscuro.
Fred sugirió: -Si llegamos allá lo más pronto posible, yo subiré delante de ustedes y estableceré un campamento, luego exploraré la montaña para saber lo que está ocurriendo.
Él repitió nuestro plan de juego: -Acamparemos en Hogsback Ridge, directamente debajo de la cumbre. Dormiremos desde la medianoche hasta las cuatro de la mañana, que es la hora más fría de la noche, luego subiremos a la cumbre y volveremos inmediatamente para escapar de las rocas tan rápidan¡}ente como sea posible.
El aire frío de la noche me clavaba sus garras en las mejillas y daba vigor a mis pasos mientras caminábamos a través de los riscos sembrados de rocas. Usando nuestras hachas para el hielo pero no nuestros tacos para andar sobre hielo, cruzamos un campo de nieve y hielo. Si te resbalas aquí, Todd, me dije a mí mismo, vas a tener un largo paseo rumbo al pie de esta montaña.
Llegamos a la base de la traicionera ladera de hielo sólido, la última porción de hielo antes de llegar a la cresta de Hogsback Ridge. La única luz que teníamos era la de nuestras lámparas. Fred señaló hacia arriba: -Allí está. Lleguemos hasta allá.
Yo apenas acababa de llegar a la cima del risco sobre el cual estaba parado. Mirando hacia arriba, hacia las pu-
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lidas paredes del risco, luego hacia abajo desde donde ya había yo escalado, saqué los tacos para andar sobre hielo de mi mochila. -Se ve un poquito congelado -me dije en voz alta-. Me pondré esto primero. -No es para tanto - dijo Fred medio burlón-; pero póntelos. Yo sigo guiando hacia arriba.
Pero resbaló y cayó. Luego, luchando para ponerse de pie, giró, como un auto liviano acelerando en una colina congelada. Cuando logró ponerse en pie, se deslizó hacia la pared, y dijo: - Creo que también me pondré los tacos para andar sobre hielo ahora.
Whit y yo nos reímos.
Paso tras paso, subimos la ladera hacia la cima del risco de 70 metros de alto. Las burlas y la conversación cesaron. Dar cada paso requería profunda concentración. Un paso en falso, y una persona podía rodar hacia las nudosas protuberancias que se formaron en la montaña durante un capítulo más violento de su vida. Enormes rocas del tamaño de un piano que habían caído del acantilado y rodado mil metros o más, punteaban el helado campo que estaba abajo.
Cerca de la parte superior del Klickatat Glacier, podíamos ver fumarolas de azufre que salían de las grietas, como vapor que surgiera de una máquina gigantesca de vapor sepultada profundamente dentro de la montaña. La leyenda dice que las tribus nativas estadounidenses nunca subían más allá de los glaciares del monte Hood, porque creían que las crestas de la montaña eran el reino de los espíritus, lugar tabú para los seres humanos.
Si comenzáramos a deslizarnos desde esta parte de la montaña podríamos caer en lagunas de agua: nieve derretida por el calor que sale desde las profundidades de la montaña. Nos abrimos paso hasta lo alto de la cresta del monte, de no más de 75 centímetros de ancho. Empinadas laderas caían en declive a ambos lados. Seguimos cami-
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nando hasta que hallamos un punto un poco más ancho, de un metro y medio y allí establecimos un campamento.
Nos quitamos las mochilas y las anclamos a la montaña. Con nuestras hachas para el hielo, cada uno cavó en el hielo un lugar personal para acampar, del tamaño suficiente para desenrollar una bolsa para dormir. A continuación, amontonamos nieve junto al borde del precipicio que estaba al lado de nuestras bolsas. Eso porque teníamos la esperanza de que evitaría que nos rodáramos por la ladera de la montaña en nuestro sueño.
Una vez satisfechos con nuestras plazas fuertes, enterramos nuestras hachas para el hielo dentro de la nieve y atamos nuestras bolsas de dormir a ellas. Con suerte, mi hacha evitaría que mi bolsa de dormir se deslizara por la pendiente de 70 o 100 metros hasta una profunda hondonada donde el hielo de las rocas se había derretido.
Si una persona se deslizara, jamás podrían recuperar su cuerpo.