La Jornada Semanal

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■ Suplemento Cultural de La Jornada ■ Domingo 20 de mayo de 2012 ■ Núm. 898 ■ Directora General: Carmen Lira Saade ■ Director Fundador: Carlos Payán Velver

John

Cheever, un neoyorquino de todas partes

Un cuento inédito en español de Cheever y un texto de Leandro Arellano

Dos textos sobre Carlos Fuentes

in memoriam

Carlos Fuentes


bazar de asombros Los jesuitas y el Estado laico

20 de mayo de 2012 • Número 898 • Jornada Semanal

Hugo Gutiérrez Vega

Como es ya bien sabido, hacia el mediodía del pasado martes 15 de mayo Carlos Fuentes dejó de existir. Nacido en 1928, habría cumplido ochenta y cuatro años el próximo mes de noviembre. Se encontraba en plena actividad, muestra de lo cual es la confirmada existencia de al menos un par de nuevas obras por publicar: una novela –Federico en su balcón– y un volumen de memorias titulado Personas. Con Fuentes muere no sólo una figura emblemática de la literatura en lengua hispana, sino uno de esos intelectuales de estirpe renacentista, conocedores, curiosos, cuestionadores, polémicos, críticos y participativos en todo cuanto compete al espíritu humano. El pasado 1 de abril, este suplemento fue dedicado a la celebración del medio siglo cumplido por dos de sus piezas cumbre, La muerte de Artemio Cruz y Aura. Apenas mes y medio más tarde, y con un abrazo infinito para Silvia Lemus, familiares y amigos, nos unimos al dolor por la pérdida de Carlos e invitamos a honrarlo y a mantenerlo siempre presente a través de la lectura de su vasta e imprescindible obra. Comentarios y opiniones: jsemanal@jornada.com.mx

Al Doctor Héctor Vega, la pepsi

En los años de la segunda guerra mundial, este bazarista estudiaba, junto con su primo hermano-casi hermano-Héctor Vega, en el Colegio de los Jesuitas de Guadalajara. Mis recuerdos de esos tiempos están ligados a la terrible contienda que causó muchos millones de muertos, al Holocausto (me parece mejor la palabra hebrea, Shoa), a las consecuencias de la Guerra civil de España que fue una terrible especie de ensayo general de la segunda, y a los desarrollos de la lucha social y política de México, en los cuales se arriaron las banderas progresistas del cardenismo (todavía no lamentamos suficientemente el hecho de que el general Mújica no haya sido el sucesor y continuador de la obra maestra de política social y de relaciones exteriores construida con au­ dacia, prudencia y valor civil por el presidente Cárdenas) y se izaron las de un pragmatismo que incluía la total sumisión a los dictados imperiales encabezado por el general Ávila Camacho y consolidado por el alemanismo. Ya pasado el tiempo es posible hacer el balance de la gestión de Ávila Camacho, que incluyó varios modus vivendi: uno, con Estados Unidos, que exigía una obediencia sin fisuras (el canciller Ezequiel Padilla es el modelo más típico del entreguismo latinoamericano), otro, con la jerarquía eclesiástica, en el cual se cerraban algunas heridas que todavía escocían y se establecía de nuevo la vieja costumbre novohispana que consistía en colocar sobre la cabeza de los alcaldes de Ciudad de México los historiados papeles con los decretos reales, mientras se murmuraba la frase ritual: “Se acata, pero no se cumple.” Así, los colegios religiosos violaban alegremente el artículo tercero. Recuerdo a mis “maestrillos” jesuitas con saco y corbata cuando llegaban los inspectores. Además, la capilla se convertía en gimnasio y se quitaban los cristos de los salones de clase. Los inspectores salían con el bolsillo alegre y, ade-

más, los padres contaban con la protección de los políticos casados con piadosas señoras que pertenecían a las viejas buenas familias. Sus hijos eran alumnos del colegio y algunos de ellos llegaban a obtener el título de Príncipe del Colegio (unos años más tarde la monárquica distinción se cambió por la de Brigadier General). Don Ramón Pérez de Ayala, el gran escritor asturiano autor de Tigre Juan y Los trabajos de Urbano y Simona, escribió un libro de memorias sobre su paso por el colegio de los jesuitas en su tierra natal. El hermoso libro se titula: amdg (es el lema

de la compañía de Jesús). Don Ramón vivió momentos terribles presididos por el sentimiento de culpa y por los terrores del último día de los ejercicios espirituales de San Ignacio. Mis recuerdos son menos angustiosos, pues tuve algunos maestros que ya se acercaban a la teología de la liberación (todavía no tenía ese nombre) y a la opción por los pobres. Muchos de ellos dejaron la compañía o, años más tarde, le cambiaron el rostro y le dieron una buena dosis de tolerancia y de alegría vital. Por lo tanto, mi amdg es menos radical que el del gran don Ramón (autor, junto con Ortega y Gasset, de un manifiesto a favor de la República Española). Viví en mi Guadalajara natal estas triquiñuelas y estas burlas al Estado laico que, a pesar de ellas, se mantenía en pie. Ahora, ya viejo y cansado, me apena ver los ataques que los gobiernos panistas lanzan en contra de la más justa y civilizada forma de convivencia democrática. Ojalá que estos nuevos ultramontanos (creo que funciona la paradoja) lean con más cuidado a Chesterton, a Gómez Morín, a Bernanos y, a últimas fechas, al padre Concha y a nuestro próximo procurador general de la República, Bernardo Bátiz.

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Portada: La inmoderada amargura Ilustración de Gabriela Podestá

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creación

Jornada Semanal • Número 898 • 20 de mayo de 2012

Vilma Fuentes

Huir del futuro L

bres desafiar su destino, en la tragedia griega esos mismos subterfugios a desgracia caiga sobre aquél, o aquélla, por quien el escándalo llega. para escapar de él no llevan sino a tomar los inexorables caminos para Aforismo que, de haberlo conocido, habría evitado a una respetable cumplirlo. Arquetipo de la sumisión al hado es la tragedia de Edipo: tan agente de policía ser sorprendida en flagrante delito de robo, arres­ vano fue que sus padres lo abandonasen para evitarle el parricidio y el in­ tada por sus colegas y consecuentes cárcel, juicio y condena. La ma­ cesto, como sus maldiciones a Tiresias cuando el adivino le revela su pasa­ dura dama aprovechaba sus guardias en la comisaría para escamotear las do oculto, su presente engañoso y un futuro que, ciego, verá llegar. tarjetas bancarias de los individuos detenidos, quienes deben vaciar sus Paradoja inquietante esta creencia y búsqueda del destino para huir de bolsillos antes de pasar a una célula. Copiados los números de la tarjeta, él. Desafío irracional que pretende adivinar el futuro. Sagrados o diabóli­ escogía, gracias a su maestría informática, entre girarse a su cuenta al­ cos, según las épocas, los adivinos poseen un poder que, en ocasiones, les gunos euros o pagar a través de internet el servicio requerido. Las canti­ cuesta la vida. Se ambiciona conocer el porvenir sin querer saberlo. Pitoni­ dades sustraídas eran pequeñas, pero su número abundante: la repre­ sas y otras sibilas se consultan en los oráculos. Se temen las palabras de los sentante de las fuerzas del orden era bastante gastadora. Es aquí donde la arúspices. Se descubren señales que deja una ola en la arena. El baile de las aventura se vuelve extravagante: la matrona era víctima de una verdadera llamas profetiza. Los números, multiplicados al infinito, son también pre­ adicción. ¿De la heroína, el alcohol, el juego? No. Gastaba sus robos en vi­ sagios de los lugares movedizos del mañana: la obsesión por la numerolo­ dentes. La señora deseaba conocer su porvenir. Pero la consulta del futuro, gía cabalística obsesionó hasta su desaparición a Sade. Durante su exilio, sea con gitanas, adivinas, lectoras de naipes, de líneas de la mano, sea a Victor Hugo, entregado al espiritismo, oía a los muertos expresarse en ale­ través de internet, pues la técnica moderna se ha apoderado de este fructí­ jandrinos semejantes a los suyos. Se hurga en los enigmáticos sueños que fero mercado, es onerosa. En apariencia, a pesar del pago, ninguna vidente todos abordamos al adormecernos. Nadie se les escapa. Y en ellos encuen­ predijo a su clienta la prisión. Quizás la crepuscular agente no quería sino tra sus más vastas fuentes de adivinación la tradición popu­ escuchar la verdad –o al menos la verdad de sus deseos. Cier­ lar. Se anuncia la muerte en una boda, la caída de un to, de haberse presentado en uniforme, podría com­ diente o del cabello. El nacimiento en un entierro. prenderse que las videntes, si hubieran visto un Si para Gérard de Nerval le rêve est une asomo de su futuro, contrariamente a la in­ seconde vie, los sueños para Freud son ma­ capacidad que las obliga a inventar sus teria de interpretación, la parte visible predicciones, habrían dudado en pre­ del iceberg del inconsciente. Tenta­ decirle el destino que la esperaba. do siempre por la inconce­b ible Así, al no escuchar el anhelado eternidad, Borges describe un cumplimiento de sus esperanzas, durmiente que sueña adivinar la agente siguió robando. la presencia de una garra que La historia de esta perso­ lo acecha tras una cortina y na, víctima de su adicción, que verá aparecer instantes parece singular; puede acaso después: en realidad, en el hacer reír pero, ¿quién no ha sueño conviven al mismo deseado, alguna vez, levan­ tiempo todos los tiempos, tar los velos que le ocultan pero el soñador, al desper­ su futuro, como si éste ya tar, sólo puede rememorar estuviese escrito? Acaso es su pesadilla dándole una imposible escapar a esta ex­ cronología tan lineal como travagante curiosidad que arbitraria. supone un destino inexora­ Acaso a semejanza del so­ ble. Los más racionales creen ñador de Borges, cada quien poder prever el porvenir me­ conoce su futuro pero, como a su diante combinaciones, cálculos y pasado, prefiere velarlo. Quizás otros sistemas matemáticos que, por eso es extraño que una persona como la teoría de las probabilidades solicite el presagio de su muerte. Tal vez de Blaise Pascal, tratan de encontrar sepamos incluso la hora, el minuto, el se­ y descifrar las variables aleatorias del gundo preciso de esa cita. azar. Pero no dejan, en un descuido fortuito, Pasé muchas noches en vela, durante los años de rara ocasión, de echar, aunque con ironía, un vista­ Egeo de Atenas consultando al su estancia en París, con Elena Garro y Helena Paz, las zo a las breves líneas impresas en un diario sobre la oráculo de Delfos legendarias Elenas. Se les iban las horas tratando de adivinar el suerte que le deparan los astros. porvenir: igual el de un cheque esperado, la salud de un gato o la inmorta­ Desde el principio de los tiempos los hombres han escudriñado el cielo, lidad. Se perdían en la lectura del tarot, arrojando las monedas del I Ching, las entrañas de animales, y a veces de sus semejantes, el mar, las llamas, sus escuchando estrafalarias lectoras de arena, obsesionadas con la adivina­ sueños, en busca de las señales de una revelación que les permita adivinar ción de su futuro, ellas, que inventaban a menudo su pasado, alejadas de su el futuro. Revelación de una fatalidad que, si bien desean conocer, es mu­ presente, creándose un porvenir distinto a cada instante, para negarlo de chas veces para poder escapar de ella. Se convencen, así, que en esas mismas inmediato con otro espejismo y otro y otro, en cuya ilusión habían termi­ señales pueden encontrar los subterfugios para vencer la fatalidad. Pero si nado por vivir. Ese lugar sin lugar donde, acaso, cada quien vive • en la epopeya homérica las querellas entre los dioses permiten a los hom­


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Palabras para recordar a

Guillermo Fernández Marco Antonio Campos Foto: Notimex

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inceramente modesto y orgulloso, aislado y tímidamente sociable, compasivo frente al desvalimiento, generoso cuando se le pedía un servicio, “lejos de vanidad de vanidades”, así vi por más de treinta años en sus fructuosas con­ tradicciones a Guillermo Fernández. Desde que lo conocí, luego de una mesa redonda en la Casa del Lago en 1977, hubo una amistad basa­ da en un gran respeto y un aprecio sincero. Curiosa­ mente nuestras largas conversaciones fueron la gran mayoría de las veces telefónicas, y me doy cuenta ahora, no sin perplejidad, que giraron la inmensa mayoría del tiempo sobre Italia. Si mal no recuerdo, hablamos, entre muchas cosas, de su fervor por ciu­ dades como Florencia y la religiosa Asís, de paisa­ jes toscanos y umbríos, del código lingüístico del dolce stil nuovo y de las infinitas dificultades para traducir la Divina comedia, de las deliciosas histo­ rias del Decameron, de Bocaccio y las sátiras de Pie­ tro Aretino, de los aforismos agudísimos de Frances­ co Guicciardini y de su admiración por la poesía de Leopardi y de su horror por su vida de sufrimien­ to, de los severos escollos que presenta la traducción de Eugenio Montale (recientemente Fabio Morabito vertió al español toda la poesía) y del scontroso carác­ ter de Pavese y de Saba, de la caballerosidad medie­ val del gran poeta Mario Luzi y de la infernal buro­ cracia italiana tanto nacional como la de sus embajadas... Curiosamente me doy cuenta de que hablamos muy poco del cine, que para mí es el más bello e inolvidable del siglo xx. No sé cuántas páginas tradujo del italiano; debie­ ron ser más de 20 mil; como traductor fue un gigan­ te; no puede llamarse de otra manera su labor sino monumental. Sin sus traducciones de libros de poe­ sía, narrativa, historia y política, las letras italianas serían menos que un subproducto editorial en Méxi­ co. Esa tarea, salvo contadísimos casos, la gran ma­ yoría de los burócratas italianos en México y algunos más no burócratas, fueron los primeros en no apre­ ciarlo, y algunas veces, en lugar de reconocimiento,

encontró resentimiento envidioso, desdén oblicuo, indiferencia despreciativa. Fue traductor, entre de­ cenas de libros, del Decameron, de Giovanni Boccacio, de los aforismos y fragmentos –que son un Arte de la Política‒ de Francesco Guicciardini, de Los prome­ tidos, de Alessandro Manzini –la novela imagen del ottocento italiano‒, de los cuentos cruel y tiernamen­ te realistas del siciliano Vitaliano Brancati, de las imaginativas nouvelles de Pirandello, de la obra poética completa de Cesare Pavese y de Mario Luzi, de varias y variadas antologías del cuento y de la poesía italianos... “De la música ante todo”, escribió Paul Verlaine. Para mí una de las mayores proezas de Fernández son sus traducciones de poemas de Dino Campana que, como la poesía de Verlaine, Nelligan, Herrera y Reissig o Dylan Thomas, son ante todo mú­ sica, es decir, piezas líricas que, en distintas direccio­ nes, leemos en un arrebato o en un vértigo. Me quedo tranquilo con él. Publiqué sus traducciones, pagán­ dole correctamente cuantos libros pude, cuando en la unam dirigí Literatura en Difusión Cultural, pri­ mero, y sobre todo, cuando coordiné el Programa Editorial de la Coordinación de Humanidades. La traducción fue el principal oficio del cual vivía, y en ocasiones, dignamente sobrevivía. No hubo libro que yo tradujera del italiano que él no revisara. Así fue con mis traducciones de Saba, de Ungaretti, de Cardarelli y de Quasimodo. Cada libro contiene entre quince y veinticinco obser­ vaciones definitivas. Algo debo en esto también al poeta italiano Stefano Strazzabosco. Hombre de gran decencia intelectual, Fernández me conmo­ vió hondamente una vez que le pregunté si no pensaba trabajar sobre alguno de ellos: “Ya lo hicis­ te tú”, repuso. Otras veces me telefoneó para ver si estaba traduciendo o si no pensaba traducir a tal o cual poeta, porque él tenía la intención o estaba en vías de hacerlo. Déjenme recordar tres anécdotas que se relacio­ nan con lo italiano y muestran al Guillermo Fernán­ dez que tuvo a la vez como consigna y norma nunca

tomarse en serio. Es fama, o se tiene al menos la per­ cepción, que en la media de los italianos el monólogo suele ser hábito de su vida diaria. Guillermo vivió un tiempo en Italia y le gustaba asistir a conferencias o mesas redondas. Cuando iba a estas últimas se que­ daba atónito porque de los cuatro o cinco participan­ tes dos regularmente se quedaban sin hablar pues se acababa el tiempo. La segunda es cuando le pregunté por qué había dejado Ciudad de México para mudarse a Toluca. “Porque es la ciudad mexicana que más se parece a Florencia”, repuso. Hace unos años –cuento la tercera‒, por fin las autoridades culturales italianas reconocieron a Gui­ llermo Fernández con la más alta distinción al mé­rito y le otorgaron la Venera en la residencia del emba­ jador de Italia en México en la avenida Rubén Darío. Quienes lo conocíamos sabíamos que los actos so­ lemnes le causaban gran incomodidad y le pedía­ mos una y otra vez que no fuera a decir en público sus sinceras barbaridades como, por ejemplo, que se sentía orgulloso de tener una distinción de tal índole, la cual se la habían dado también a delincuentes me­ tidos a políticos, como al exregente del df Óscar Es­ pinoza Villarreal, o que a él le valían un cacahuate y una pura y dos con sal las distinciones, pero a fin de cuentas si querían dársela, que se la dieran y ya y muchas gracias y hasta luego. Costó trabajo con­ vencerlo. Y en efecto, Fernández nos hizo caso... pe­ ro sólo cuando habló en público. Al terminar el acto se acercó con el embajador italiano y le dijo: “¿Y qué hago, señor embajador, con esta venérea?” Al emba­ jador se le descompuso la cara. Para finalizar, sólo quisiera añadir una cosa co­ mo despedida. Una sola para decirle: “Muchas gracias, Guillermo, por tu mano generosa por la que tantos te debieron y te debimos tanto, por tu modestia sin fisuras, por la belleza de tu poesía, y porque sin tu trabajo Italia estaría mucho más lejos de México.” Y que la tierra le sea para siempre leve •


José María Espinasa

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omo lector pertenezco a una generación que vivió el eco del entusiasmo despertado por Cien años de soledad en los años sesenta. A fi­ nes de los setentas ese entusiasmo tenía algo de espera, la expectación por los nuevos libros del escritor –que fueron llegando, varios de ellos ex­ traordinarios– y la intuición de que el lapso que va de la publicación de Pedro Páramo a Cien años de sole­ dad se había acabado nuestra cuota de obras maes­ tras. Ahora, que se celebran los ochenta y cinco años del escritor, los cuarenta y cinco de la publi­c ación de la novela, y el lanzamiento de esta en su edición di­ gital me hizo pensar en ese entusiasmo y sentir, aun­ que sólo hubiera vivido el eco, cierta nostalgia. Y quise revivir algo de ese entusiasmo a través de al­ gunos textos que contribuyeron a él, por ejemplo, el diálogo con el novelista de Aracataca en Los nuestros, de Luis Hars. Hay críticos, invadidos por el resentimiento, que creen que el entusiasmo es un lastre para su labor y han perdido la capacidad de celebración. Creen que su labor es hacerla de policías literarios y terminan tiñendo su incomprensión de rigor moralista para disfrazar su insensibilidad ante el texto y, dicho sea de paso, ante el entusiasmo. Después de aquellos años milagrosos del boom el entusiasmo no ha teni­ do buenos momentos. La desconfianza se transfor­ mó en escepticismo y el público dejó de celebrar el talento y depositó su capacidad de elegir lecturas en la publicidad. Ya se ha demostrado que el boom, en tanto fenómeno mercadotécnico, provocó el prota­ gonismo de los agentes de imagen y la transfor­ mación del escritor en una marca. El crítico, aletar­ gado por el resentimiento, no supo cómo reaccionar ante ese desplazamiento. Por eso, Los nuestros (Luis Harss) es un libro en cierta forma irrepetible, aunque se haya repetido de mil maneras. El azar de las lecturas me llevó a releer a Ernesto Volkening, notable crítico colombiano, gracias a un volumen de textos suyos –Gabriel García Már­ quez: “un triunfo sobre el olvido” – publicado por el fce Colombia, cuya edición y prólogo estuvo a cargo de Santiago Mutis Durán, uno de los mejores poetas colombianos de la generación nacida en los años cin­ cuenta, y extraordinario editor. Se trata de un libro ejemplar: mesura, información, estilo, precisión, capacidad de entusiasmo y ojo atento a los peligros de un más que probado talento. Los textos fueron escritos como reseñas en algunos medios colombia­ nos, en especial en la revista Eco, reseñas de ésas que hoy ya no hay en español, con tiempo y espacio para reflexionar, incompatibles con la crítica telegráfica actual. Sin las pretensiones de descubrir el mar, Vol­ kening sabe en cambio describir el oleaje. Escritas al calor de la aparición de los libros, son lecturas sere­ nas y admirables, con eso tan poco común que es el sentido común. Muestra el libro que el entusiasmo también pue­ de ser inteligente y lúcido. Cien años de soledad es un libro extraordinario, pero fue también extraordinario su contexto y la reacción que provocó en los lectores, esa explosión en cadena que llevó el libro a los rinco­ nes y lectores más apartados del planeta. Y ese con­ texto lo volvió algo simbólico. Ahora, con la edición digital el símbolo se renueva. Una de las cosas que el libro de Volkening hace es restaurar el contexto lite­

rario colombiano en que se da la novela y en general toda la obra de Gabriel García Márquez. La sombra que proyecta el entusiasmo puede ocultar parte de la riqueza literaria. Por ejemplo, señala la importan­ cia y calidad de dos novelistas seguramente desco­ nocidos para el lector mexicano: José Félix Fuenma­ yor, muerto el año anterior a la publicación de Cien años de soledad, y j. a. Osorio Lizarazo. Agrega páginas adelante a Manuel Mejía Vallejo, un poco más cono­ cido, aunque no lo que debiera, entre nosotros y ha­ bría que mencionar, diría yo, a Héctor Rojas Heraso, autor de Celia se pudre.

Y así el entusiasmo ahora es por partida doble: el lector no sólo puede acceder en este volumen a una ensayística en armonía con la obra del narra­ dor colombiano, sino “descubrir” (las comillas apenas disimulan mi ignorancia, los lectores de Eco conocían al crítico y en Colombia algunos de sus libros circulan aún, pero en México pocos hablan de él) a Ernesto Volkening. ¿Desde aquellos dora­ dos sesenta cuántos entusiasmos han surgido parecidos? Podría pensar en la unánime acepta­ ción en lengua española de la poesía de Gonzalo Rojas en las últimas décadas de su vida, y también,

Nostalgia por el entusiasmo

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Tener antecedentes no disminuye el talento ni la genialidad, simplemente da sentido a su aparición. Volkening mismo es un caso atípico de crítico. Naci­ do en Amberes de padres alemanes en 1908, emigra con su familia a Bogotá, Colombia, poco antes de la segunda guerra mundial, y se volverá un crítico in­ fluyente y un notable traductor. En 1974 publicó –¡en Monterrey, México!– Los paseos de Lodovico. Su condición extraterritorial lo lleva a tener un ojo avi­ zor para la literatura de Colombia, país que hace el suyo en esa lectura. La nostalgia por el entusias­ mo que dio su arranque a estas notas encuentra en el acompañamiento crítico que se ha hecho de la obra de García Márquez un motivo de felicidad. En los textos de Volkening la crítica está a la altura y no se pierde en mezquindades.

aunque de carácter distinto, en la atención que ha merecido Roberto Bolaño, pero creo que son de signo distinto. Tal vez lo más cercano sea el en­ tusiasmo despertado por los textos de Enrique Vi­ la Matas, casi como un elemento de reconocimien­ to entre cierto tipo de lectores, mismos que son sin embargo minoritarios. En resumen. Ese entusias­ mo no se ha vuelto a dar, pero sería un poco absur­ do decir que es irrepetible, aunque algunos signos nos llevarían a pensarlo. Así el libro de Ernesto Volkening, titulado Gabriel García Márquez: un triunfo sobre el olvido es precisa­ mente eso: un triunfo sobre el olvido, no porque estemos siquiera cerca de olvidarnos de García Már­ quez sino porque nos recuerda que el entusiasmo es posible •


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Cali,lasalsay Fabrizio Lorusso

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uanchito nunca cierra. Este mítico suburbio de Cali, la tercera ciudad más poblada de Colom­ bia después de la capital Bogotá y la paisa Me­ dellín, es famoso en todo el mundo por sus no­ ches eternas al ritmo de salsa, cumbia, merengue y reggaetón. Oscuridades estroboscópicas que se vuelven albas en un parpadeo, o bien, en muchos casos, en el tiem­ po de una inhalada de polvo blanco, incesante y fre­ nética. Red Bull con vodka, enjambres de maní con salsa de ají, aguardiente, anís, y la punta de una llave para esnifar la fina triple b, buena, bonita (?) y barata. No todo es tan enervante o estimulante, claro, pero poco le falta. Cali es una de las grandes capitales de la salsa y de los bailes afroantillanos y Juanchito es su filial destacada, siempre viva, abierta las 24 horas. Fue tristemente famosa durante años por ser la ciudad más violenta del mundo, rebasando los 2 mil 500 homicidios al año y por la presencia del podero­ so cártel de Cali, aunque ahora, aún más tristemente, Ciudad Juárez le arrebató el primer lugar en esta do­ lorosa clasificación. En el valle del Cauca, con su tierra fértil y su gen­ te amable, neta, caliente y de índole costeña, la diver­ sión y la rumba pueden deformar fácilmente el lábil confín entre la legalidad blanda y la ilegalidad co­ queta de las noches, entre el exceso descontrolado y la razonable atracción de lo prohibido. La farra se concentra en un kilómetro de carretera, más allá del célebre puente de las canciones del Gru­ po Niche y la Orquesta Guayacán, “del puente para allá, Juanchito/ del puente para allá está Cali/ y en el medio de los dos/ pasa el Cauca buscando el Mag­ dalena”. Son los dos ríos que cruzan toda Colombia de sur a norte en su triple espina dorsal: la cordille­ ra occidental, la central y la oriental. Asimismo, el puente es una frontera, una separación entre dos mundos. Muchos bailamos, de México a Italia, de Lima a Nueva York, los éxitos de esta tierra salsera, las rolas de Joe Arroyo, Fruko y sus Tesos, Yuri Buenaventura y Alberto Barros, y vibramos con las pulsaciones de la cumbia.

otrosplaceres

al pobre y al desesperado temporalmente alegre, que Aquí está la verdadera, la más movida y sabrosa, entrecruzan cada noche sus miradas alcohólicas con la misma que reinterpretó desde Monterrey el cantor los y las navegantes de la humanidad circunstante. Celso Piña, un género poco compatible con la cur­ Como, por ejemplo, las jóvenes sexoservidoras, o silería que fue adquiriendo en otras latitudes de La­ prostis, prepago, ficheras que a los dieciséis, dieciocho tinoamérica. y hasta en todos sus veintes, a lo menos, son explota­ “Oiga, mira, vea, véngase a Cali para que vea, en das por padrotes y protectores que, a veces, son pocos Cali mirá, se sabe gozar”, se canta. Y así repiten en el Festival de la Salsa, del 25 al 31 de di­ ciembre de cada año, una explosión tropical de salsódromos callejeros y antreros por toda la ciudad que no tie­ nen iguales. A las 2 de la mañana, el centro de Cali apaga las luces, las bocinas y las mezcladoras, en los antros empieza la limpieza para volver a arrancar al día siguiente. La ley es formal y severa con los locales nocturnos y los horarios, mientras que tergiversa y se hace de la vista gorda frente a la compraventa ca­ llejera y a la circulación fluida de cocaí­ na, heroína, metanfetaminas, pastillas de éxtasis y, finalmente, frente a la mer­ cantilización del sexo femenino dentro y fuera de los confines administrativos de la urbe. Hacia las tres de la madrugada, des­ pués de un vasito de aguardiente, la banda-parranda acude a las discos de Juanchito, para los amantes de la mú­ sica latina, y a las de Menga, para los fanáticos de todo tipo de house, tech­ Hot Afternoon, Cali, Colombia. Foto: Gary Cattell no, trance, tribal y electrónica. Son cen­ tros que florecieron uno cerca del otro, años mayores que ellas y son parte de una pirámide específicamente para eludir las prohibiciones vi­ de mando en cuya cumbre van juntándose los diferen­ gentes en la ciudad y seguir en la fiesta hasta las 10 tes hilos del negocio: sexo, droga, armas, lavado de de la mañana sin problema. dinero y... salsa para amenizar. Por una semana me confundo en la amena y con­ Basta con dar una vuelta por las periferias me­ trovertida fenomenología del relajo. Puedo disfrutar, tropolitanas, sin tener que llegar hasta Juanchito o a ensayar y captar sus bailes y sus excesos, su farándu­ Menga, para toparse con miles de “clientes” en unas la y falsedad, pero sin olvidar la explotación y la in­ calles atascadas de coches y taxis, estacionados en justicia que solapan para complacer al turista ignaro, todos los carriles, en espera o a vuelta de rueda, siem­ al viajero experto, al autóctono indiferente, al rico y pre fuera de edificios y portones anónimos, grises y escondidos. No se trata de clubes, ni de table dance abusivos, tampoco son moteles u hoteles de paso. Los prostíbulos y las casas de citas funcionan noche y día. El negocio con las chicas lo manejan los proxenetas con sus guaruras, quienes definen con pre­ cisión los turnos y los pagos semanales, como en las fábricas. Casi siempre hay una suerte de casa de cambio interna, o bien, estafadores encargados de cambiar dinero: si vendes dólares, pierdes un treinta por cien­ to; en cambio si compras, el billete verde se vuelve pesado, take it or leave it. Clientes ebrios, jóvenes solos, cocainómanos de saco y corbata, “respetables” ancianos, enfermos de insomnio y nostálgicos de otra época de su vida, parejas apagadas, hombres casados, solteros, gringos y locales, todos se sientan en los sofás de piel y escogen la “mercancía”. Incluso pueden pagar “multas”, cuo­ Vida cotidiana, barrio El Calvario, Cali, Colombia. Foto: Jan Sochor


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satisfacción del cliente que “tiene que pasarla bien”, la habilidad para evitar que se llegue a la relación se­ xual completa, la capacidad de entretenerse con quien sea sin involucrarse realmente y la exigencia de aguantar toda la noche para ganar lo suficiente. Así crece la dependencia de los proxenetas que están bien abastecidos de coca y la venden a los clientes y a las chicas. 2 o 3 dólares aquí, de 10 a 30 en México, más de 100 en Estados Unidos: del productor al consumidor.

cuentro ocasional en un “asalto light”, por lo que se te pide soltar una lanita para sortear alguna molestia mayor como, por ejemplo, una amenaza con alguna botella rota que se asoma del bolsillo del interlocutor. Hasta hace pocos años, fuera del cerco militar que, en el centro de Bogotá, resguardaba un cuadrado de una decena de calles en torno al palacio presidencial, era menester pagarles cuotas “voluntarias” a bandas de vagos y “cuidadores de las esquinas” para evitar persecuciones. Finalmente, existen muchas varian­

Músicos en una calle de Cali. Foto: Wilber Calderón

“Ellas nos buscan, espontáneamente, porque no hay trabajo afuera y aquí ganan bien, las protegemos, bailan, salen con alguien, regresan, así está la cosa.” Pues así está según los dueños de esas casas, de esas vi­ das y destinos. En la excelente película de Gerardo Na­ ranjo, Miss Bala, inspirada en la historia de Laura Zú­ ñiga, la Miss Sinaloa en 2008 detenida por supuestos nexos con el narco, se vislumbran algunos elementos de este extraño juego entre el consentimiento y la falta de otras opciones para las mujeres, entre algún tipo de fascinación por el dinero y el poder, incluso el delin­ cuencial, y el extremo de la trata de personas y la es­ clavitud de que muchas acaban siendo víctimas. A pesar de todo, o gracias a eso, en (Santiago de) Cali el turismo prolifera. La ciudad, fundada en 1536 por el conquistador español Sebastián de Belalcá­ zar, tiene vestigios coloniales, artesanía local, lindos paisajes y atractivos culturales, aunque es más famo­ sa por la rumba y los conjuntos musicales que llenan las calles y las discos de la Avenida 5ª y de Juanchito. En la 5ª se te ofrece de todo; hay vagos, vendedo­ res y “promotores” que pasean a lo largo de la noche en esta avenida que parece un malecón sin lo bonito del mar: sexo, droga, salsa, piratería de todo tipo, dólares, euros, pases para burdeles y table dance, pas­ tillas, comida, hoteles, paquetes, chicas, más motel con jacuzzi, incluso orgías si estás con amigos. A veces, la insistencia en ofrecerte presuntos ser­ vicios y exigirte dinero pueden transformar un en­

Los prostíbulos y las casas de citas funcionan noche y día. El negocio con las chicas lo manejan los proxenetas con sus guaruras, quienes definen con pre­cisión los turnos y los pagos semanales, como en las fábricas.

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tas de 80 dólares para “liberar” a su favorita y llevarla fuera del burdel, durante una hora o más, según su bolsillo: cada hora, treinta dólares estadunidenses. Es plata que pesa poco en la economía del cliente promedio, a veces en busca de una simple compañía para el antro, o de un consuelo por sus eróticas in­ suficiencias. Estos “pocos dólares”, en cambio, sí marcan la di­ ferencia para la caleña María Vanessa Martha Dora Paola, una joven colombiana que tiene cinco nom­ bres para usarlos conforme cambie el contexto: uno con la familia, uno para los clientes, otro para la po­ licía, un par con las colegas y los padrotes que ni si­ quiera conocen el correcto. Su identidad real ya se les olvidó a todos, quizá también a ella misma. Desde que, a la edad de diecisiete años, fue aban­ donada por el novio y decidió criar sola a su hijo, consideró la idea de chambear por su cuenta, en al­ guna tienda, restaurante, maquiladora o como em­ pacadora de flores. Ahora, a los veintiuno, lleva casi tres años de ser y asumirse como “bailarina” en una casa de citas. Sus esfuerzos para laborar en empresas fueron vanos, vistos los bajísimos salarios y la precariedad del trabajo. Es el mismo ambiente de marginación que habitan muchas personas ‒y más por ser mujeres– en México y en Colombia, tal y como lo retrata la pelí­ cula María, llena eres de gracia, del director Joshua Marston, en que la protagonista se vuelve una “mu­ la” que ingiere bolas de heroína envueltas en con­ dones, las guarda en su estómago, y viaja a Estados Unidos para cerrar el negocio. Pero algo sale mal cuando María intenta quedarse y empezar otra vida. Las familias de origen de las chicas, muchas de las cuales ya son madres, viven en apuros económicos constantes y tienden a marginarlas por la deshonra, porque son madres solteras demasiado jóvenes e “irresponsables”, y por la falta de recursos para man­ tener a más niños. De golpe, son obligadas a crecer, a dejar los estudios y, a veces, el hogar. Las que pueden seguir con su familia, pues ya son consideradas adultas por su condición de mamás, no importa si son menores, y así es común que tengan que trabajar en lo que sea. Y ocurre que “lo que sea”, lo más rentable, es la prostitución. No importa si el papá de su criatura murió acribi­ llado o si se fue para el norte sin dejar huella. La op­ ción realista las empuja a rentar su cuerpo, a lo mejor durante un año o dos, dicen. Mientras tanto, de contar con suerte, pueden aca­ bar los estudios, al menos la prepa, yendo a clase los sábados. Pero los riesgos de exponerse a la violencia, a las enfermedades y la drogadicción aumentan ex­ ponencialmente: la nieve cae a cántaros sobre ellas, hay que echarse pericazos generosos, noche tras no­ che, para despertar o para ser amables y complacer al cliente del momento. Hay que tomar, tragar sorbitos breves para no em­ borracharse rápido, en un delicado equilibrio entre la

Mural del artista callejero colombiano Minga, en un barrio de Cali

tes de estas “limosnas de tránsito” para transeúntes y vehículos. Cali es también una de las capitales de la cirugía estética, con los mejores especialistas, en donde mu­ chas aspirantes pueden realizar su sueño de ampliar senos, labios y nalgas al gusto, como regalo para sus quince o dieciocho años. Justamente en Colombia nació la serie Sin tetas no hay paraíso, en la que Catalina, adolescente de dieci­ siete años, busca recursos para una cirugía con el fin de acceder a los favores y al dinero de los narcotra­ ficantes. El fenómeno se ha extendido a otros países en que la narcocultura es fuerte; creo que sabemos algo de eso. En la tierra del verano eterno, se cruzan sin con­ tradecirse los polos opuestos de la corrupción y de la diversión, de la sensualidad y la inocencia, de las adicciones y de la obsesión estética. Cali es un puer­ to que no tiene mar, una frontera que está en el om­ bligo de Colombia, y pese al gran calor, sus calles son de nieve, pura, ilusoria, deslizante aspiración para muchos •


un neoyorquino de todas partes

John

N

Cheever

Leandro Arellano

iño aún empezó a inventar historias que admiraban a sus maestros y compañeros de escuela, y en su temprana juventud fue expulsado de la Academia Thayer por ser sorprendido mientras fumaba. Esa experiencia la transformó en su primer relato, “Expelled” (“Expulsado”), que publicó en la New Re­ public en 1931, el mismo año en que hizo una visita a Alemania con su hermano Fred. Continuó publi­ cando en la misma revista, así como en Collierʼs Story, en Harperʼs Bazaar y otras, pero fue con The New Yorker –la emblemática publicación cuasi semanal neoyorkina‒ con la que mantuvo una prolongada relación por el resto de su vida. Publicó allí por primera vez en 1935 su relato “Buffalo”, iniciando una relación que sólo se extinguiría con la muerte del escritor, casi medio siglo más tarde. “Buffalo” fue el primero de los 121 relatos que publicó en The New Yorker. John William Cheever nació el 27 de mayo de 1912, en Quincy, Massachusetts. Su padre fue un exitoso comer­ ciante de zapatos y su madre, una mujer de carácter nacida en Inglaterra, era jefa de enfermeras en un hospital, pero al casarse se dedicó a labores sociales y culturales, y cuando varió la fortuna familiar estableció –ante el horror de sus allegados‒ una tienda de regalos. Hacia 1932 conoció a Edmund Wilson, John Dos Passos y Sherwood Anderson, y trabó amistad con su coterráneo e.e. cummings, quien lo persuadió de que abandonase Boston. Al poco tiempo se estableció en Nueva York, una ciudad que permanecerá enlazada a su existencia. En 1941 se casó con Mary Winternitz, hija de un antiguo decano de la Escuela de Medicina de Yale y nieta de Watson, coinventor del teléfono. En 1943 publicó su primer libro de cuentos The Way Some People Live (El modo en que vive alguna gen­ te), bien que a lo largo de su vida escribió indistintamente relato y novela. La novela Crónica de los Wapshot, le valió el National Book Award en 1964, y en 1979 le fue concedido el Premio Pulitzer por la edición de sus cuentos reunidos. Fue este género en el que principalmente destacó. Cheever es uno de los más reconocidos cuentistas estadunidenses. Varios relatos suyos, como “El nadador”, fueron llevados a la pantalla. Las relaciones malogradas, el alcoholismo, las tensiones de la vida doméstica son temas recurrentes en su obra, en la que priva una visión harto acerba de la vida. “Reunión”, el relato que presentamos enseguida, bien puede represen­ tar un ejemplo típico de su literatura. En el prefacio al volumen de sus cuentos reunidos el autor confiesa: “Calvino no tuvo ningún sitio en mi forma­ ción religiosa, pero su presencia parece morar en los graneros de mi niñez y haberme heredado una inmoderada amargura.” Como todos los cuentistas notables de su país, Cheever reconocía la preeminencia de Chéjov en el género. En un viaje que hizo a Yalta, du­ rante la Guerra fría, visitó la casa en que el cuentista ruso vivió sus últimos años. Esa experiencia y su impresión del genio de Chéjov son narradas en un texto que tituló “La melancolía de la distancia.” Neoyorquino entrañable y bebedor consuetudinario, Cheever consideraba que el cuento es la literatura del nómada. Por un tiempo presidió Yaddo, una comunidad de artistas con asiento en Saratoga Springs, la cual representó para Cheever un segundo hogar a lo largo de su vida. Durante una época enseñó en la Universidad de Boston y en 1978 Harvard le concedió un grado ho­ norífico. Unos días antes de su muerte, en 1982, re­ cibió la Medalla Nacional de Literatura en el Carnegie Hall, otro emblema neoyorkino. Abrazado por el cáncer, en la ceremonia de reconocimiento el escritor expresó su non omnis mo­ riar, cuando afirmó que una página de buena prosa es indestructible. The Library of America –La Biblioteca de América– publicó en 2009 sus cuentos reunidos y otros textos, en un esmerado volumen de poco más de mil pá­ ginas. De allí procede la presente traducción. Aus­ tral anunció que el pre­ sente año publicará al­ gunas obras suyas, en conmemoración de su primer centenario •


Reunión L

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John Cheever

a última vez que vi a mi padre fue en la Gran Estación Central. Yo me dirigía de casa de mi abuela en las Adirondacks, a una cabaña en el Cabo que había rentado mi madre. Escribí a mi padre que estaría en Nueva York entre un tren y otro como hora y media, y le preguntaba si podíamos almorzar. Su secretaria escribió pa­ ra decir que mi padre me hallaría junto a la caseta de información al mediodía, y a las doce en punto lo vi acercarse entre la muchedumbre. Era un extraño para mí –mi madre se había divorciado de él tres años atrás y desde entonces yo no lo veía‒, mas apenas apareció sentí que era mi padre, mi carne y mi sangre, mi futuro y mi sino. Supe que al crecer sería algo como él. Debía planear mis accio­ nes conforme a sus limitaciones. Era un hombre grande y hermoso y yo estaba contentísimo por ver­ lo de nuevo. Me dio una palmada en la espalda y estrechó mi mano. “Hola, Charly ‒dijo‒. Me encan­ taría llevarte a mi club, pero se halla por la Sesenta y si tú debes abordar pronto el tren, creo que mejor comemos algo por aquí.” Puso su brazo en mis hom­ bros y olí a mi padre del modo en que mi madre ol­ fatea una rosa. Era una rica combinación de whisky, loción de afeitar, betún, lana y la exhalación de un varón maduro. Deseé que alguien nos viera juntos, que alguien nos tomara una fotografía, quería algún testimonio de que estuvimos juntos. Salimos de la estación y subimos por una calle la­ teral hacia un restaurante. Todavía era temprano y el lugar se hallaba vacío. El cantinero discutía con uno de los jóvenes repartidores y había un camare­ ro muy viejo de chaleco rojo por la puerta de la co­ cina. Nos sentamos y mi padre lo llamó en voz alta. “¡Kellner!”, gritó. “¡Garçon! ¡Cameriere! ¡Tú!” Su al­ boroto en aquel restaurante vacío parecía fuera de lugar. “¡Puede atendernos alguien...! ‒gritaba‒. Rá­ pido, rápido.” Luego batió las palmas de sus manos, lo cual atrajo la atención del camarero, quien se arrastró hasta nuestra mesa. ‒¿Era a mí a quien tronaba las palmas?, preguntó. ‒Tranquilo, tranquilo, sommelier, ‒dijo mi padre‒. Si no es demasiado pedirte, si no fuese demasiado y estuviese más allá de tu deber, nos gustaría un par de Beefeater Gibsons. ‒No me gusta que me truenen las palmas ‒dijo el mesero. ‒Debí traer mi silbato ‒dijo mi padre‒. Tengo un silbato que es audible sólo para los oídos de los vie­ jos meseros. Ahora, extrae tu bloc y tu lapicito y ve que anotas correctamente: dos Beefeater Gib ­ sons. Repítelo tú: dos Beefeater Gibsons. ‒Creo que mejor se deben ir a otro lugar ‒di­ jo el camarero reposadamente. ‒Esa es ‒dijo mi padre‒, una de las más bri­ llantes sugerencias que he escuchado en mi vida. Vamos, Charly, larguémonos de aquí. Fui detrás de mi padre, de ese restauran­ te a otro. Esta vez estuvo menos bullicioso.

Arribaron nuestros tragos y me interrogó una y otra vez sobre la temporada de beis­ bol. Luego golpeó el borde de su copa vacía con el cuchillo y empezó a gritar de nuevo. “¡Garçon! ¡Kellner! ¡Cameriere! ¡Tú!” ¡Pode­ mos molestarte con dos más, de lo mismo! ‒¿Qué edad tiene el muchacho? ‒pregun­ tó el mesero. ‒Eso es ‒dijo mi padre‒ algo que a ti no te importa. ‒Lo siento señor ‒replicó el mesero‒, pero no serviré más al muchacho. ‒Bien, pero te tengo una noticia ‒dijo mi pa­ dre‒. Tengo una noticia muy interesante para ti. Ocurre que no es éste el único restaurante en Nueva York. Han abierto uno en la esquina. Va­ mos, Charly. Pagó la nota y lo seguí hacia otro restaurante. Allí los meseros vestían chaquetas rosadas, como los cha­ lecos de caza, y había muchas sillas de montar en las paredes. Nos sentamos y mi padre empezó a gritar de nuevo. “Señor de los lebreles... ¡Hurra! ¡Zorro a la vista! y todo eso... Nos gustaría algo así como la del estribo, o sea dos Bibson Geefeaters.” ‒¿Dos Bibson Geefeaters? ‒preguntó sonriendo el mesero. ‒Tú sabes bien lo que quiero ‒dijo mi padre molesto. ‒Quiero dos Beefeater Gibsons, y que sea rápi­ do. Las cosas han cambiado en la alegre y vieja Ingla­ terra. Eso me dice mi amigo el duque. Veamos qué puede aportar Inglaterra en materia de cocteles. ‒Esto no es Inglaterra ‒replicó el mesero. ‒No me contradigas ‒dijo mi padre‒. Sólo haz lo que se te dice. ‒Es que pensé que le gustaría saber dónde se halla ‒dijo el mesero. ‒Si hay una cosa que no puedo tolerar ‒dijo mi padre‒, es un sirviente atrevido. Vamos, Charly. El cuarto sitio al que fuimos era italiano. “Buon giorno ‒dijo mi padre‒. Per favore, possiamo avere due cocktail americani, forti, forti. Molto gin, poco vermut” ‒No entiendo italiano ‒dijo el mesero. ‒Ah, no me vengas con eso ‒dijo mi padre‒. Claro que entiendes italiano y lo sabes bien. Vogliamo due cocktail. Subito. El mesero se retiró y habló con el capitán, quien se dirigió a nuestra mesa y dijo: ‒Lo siento señor, pero esta mesa está reservada. ‒Está bien ‒dijo mi padre‒. Danos otra mesa. ‒Todas las mesas están reservadas ‒dijo el capitán. ‒Ya entiendo ‒dijo mi padre‒. A ti no te interesa nuestro patrocinio, ¿es así? De acuerdo, al carajo con ustedes. Vada all´ inferno. Vámonos, Charly. ‒Debo tomar mi tren ‒le dije. ‒Lo siento, hijo ‒dijo mi padre‒, lo siento mucho, y me abrazó estrechándome. Te acompañaré de

Ilustraciones de Gabriela Podestá

vuelta a la estación. Si hubiese habido tiempo de ir a mi club... ‒Está bien así, papá. ‒Te compraré un periódico ‒dijo‒, te compraré un periódico para que leas en el tren. Enseguida se acercó a un puesto y dijo: ‒Disculpa, ¿serías tan amable de darme una de tus malditas porquerías, uno de esos vespertinos de diez centavos? El voceador se alejó de mi padre y miró la portada de una revista. ‒Disculpa ‒dijo mi padre‒, ¿no es mucho pedir­ te que me vendas uno de esos abominables especí­ menes de periodismo amarillista? ‒Me debo marchar papá ‒dije‒. Se está haciendo tarde. ‒Aguarda un segundo nomás hijo ‒dijo él‒. Sólo un segundo, quiero dar una calentada a este tipo. ‒Adiós, papá ‒le dije, y bajé las estrellas para abordar mi tren. Fue la última vez que lo vi •

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Antonio Valle

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C

arlos Fuentes inició un reco­ rrido insólito el martes 15 de mayo. Un parte médico dice que esa mañana despertó con malestar, se bañó, tomó algo de líqui­ dos, tal vez vomitó y luego perdió la conciencia. A partir de ese momento, sin que ninguno lo supiera, los mexi­ canos estábamos a punto de entrar en una vorágine de noticias, anéc­ dotas y recuerdos del autor. Es pro­ bable que como Palomar, personaje inexistente de Italo Calvino, Carlos Fuentes comenzara a soñar con una situación fantástica en la que él mis­ mo participaba de una historia inex­ plicable. Tal vez ese caballero inexis­ tente podría ayudar a que nuestro país trascendiera una historia pla­ gada de tristezas y derrotas, como el mismo Fuentes afirmaba. Carlos Fuentes acaba de entrar en shock. Se desliza suavemente hacia una zona donde percibe que quienes escriben acerca de él se encuentran consterna­ dos. Por ejemplo, no creo que le guste nada la analogía que estuve a punto de hacer entre su viaje “al más allá” y el paseo estoico de El caba­ llero, la muerte y el diablo, ese grabado de Alberto Durero que recientemente comenté en un ensayo para celebrar el medio siglo de la aparición de La muerte de Artemio Cruz. Seguro debe pensar que le vendría mejor una aproximación con el Caba­ llero de La Mancha, ese personaje que tanto amó y con el que compartía un carácter alegre e in­ genioso. Pasan cientos de fotografías y tomas de video en la tele. Carlos Fuentes se ve muy diver­ tido. Mientras tomo nota para hacer la crónica de esta muerte inesperada y triste –pero gloriosa por la respuesta social y el barullo que provoca–, busco En esto creo, esa especie de autobiografía espiritual, para ver si logro hacer menos forzada y dramática la glosa. “Lo que no tenemos lo encontramos en el ami­ go”: línea que me hace recordar Aura; entonces yo tenía catorce años. Era un libro secreto que había escrito “mi amigo” Carlos Fuentes. “…el amor es como los ríos ocultos y los sur­ tidores sorpresivos de Yucatán”. Hace unos días conversaba con Sarita Poot del sentimiento amo­ roso que Fuentes imprimió en sus personajes, incluido un bandolero irredento como Arte­ mio Cruz. Es asombrosa la definición de amor co­ mo prodigio peninsular y subterráneo. “–Siempre tres, dijo el poema de José Goros­ tiza, ʻMuerte sin fin.ʼ Tú y yo, sitiados en nuestra epidermis, llenos de nosotros. ¿Quién es el terce­ ro? ¿Es el semejante? ¿Es Dios? ¿Es el otro?” Epí­ grafe colocado en La muerte de Artemio Cruz. Gran definición del maestro; pero justo hoy me doy cuenta de que el tercero también es el mismo Car­ los Fuentes; es él y Gorostiza y son sus amigos: Monsiváis, García Márquez, Cortázar, José Emi­ lio y Álvaro Mutis… Ellos nos han ayudado a so­

Literatura y política

Carlos Fuentes en la última batalla

Foto: Damian Dovarganes

portar la experiencia de la muerte pero, sobre to­ do, la experiencia de la vida. El día que murió Fuentes, el diario Reforma pu­ blicó su texto titulado Viva el socialismo… En ese artículo, Fuentes da cuenta de la alegría que le provoca el avance de las fuerzas progresistas. Es evidente la fidelidad que siente por el pueblo francés que tanto quiso. Ahí apunta que el expre­ sidente Sarkozy ha hecho patente el profundo desprecio que siente por la gente de la calle: “Cá­ llate, pendejo”, le dice a un ciudadano opositor. Como en la película Twilight Zone, ese día al avión donde volaba François Hollande, el presidente socialista electo de Francia, le cayó un rayo y hace dos años que Gustavo Cerati entró en coma. En twitter, las ideas van de las fantásticas con­ dolencias institucionales a las expresiones au­ ténticas de los lectores.

Sus cuentos, ensayos y novelas for­ man parte del canon literario de Mé­ xico y de Iberoamérica. Aunque so­ bran los envidiosos, en la república local de las letras no hay manera de que prenda el ninguneo. Intentan descalificar al maestro sobre todo por la derecha, aunque no faltan los ile­ tratti rojos. A pesar de la crítica ideo­ lógica, hace un mes y medio Fuen­ tes aseguró, en una entrevista para La Jornada Semanal, que era un hombre de izquierda. Sus declaraciones po­ nen en jaque al aparato político más añejo y a los ortodoxos. Dice: “La na­ ción es fuerte si encarna en su cultu­ ra. Es débil si sólo enarbola una ideo­ logía.” “Nuestro dilema es que para vencer al mal, el bien debe conocerlo. Conocerlo sin practicarlo. ¿Exigencia para santos?” En la cultura y la lite­ ratura mexicana, ¿de qué lado están los santos, de qué lado los demonios? También ha escrito que “si la obra fuese per­ fecta, sería divina: sería impenetrable, sagrada. La muerte nos dirá lo mismo de la experiencia”. Ha muerto Fuentes; su obra no es perfecta y tam­ poco impenetrable. ¿Qué opinan sus experimen­ tados y vivos detractores?

Los jóvenes Apoyó a los muchachos de hace cincuenta años y a los de hoy. Es probable que los chicos de maña­ na descubran en Fuentes a un amigo. Su obra más importante fue construida con grandes dosis de ima­ ginación y ese combustible siempre lo agra­decerán los jóvenes. “Para que la cultura viva, son indis­ pensables espacios universitarios en los que pri­ ve la reflexión, la investigación y la crítica, pues éstos son los valladares que debemos oponer a la intolerancia, al engaño y a la violencia.” Materia de análisis en un tema evidentemente apremian­ te, no para los insensibles políticos profesionales, sino para los muchachos del país.

Fuentes se dispone a dar la última batalla “Desaparecimos del mundo. Regresamos a la tie­ rra. De allí saldremos a espantar. Es decir: habla­ remos.” Como Faulkner, Fuentes desarrolló el mismo tema trágico: “la restauración de la comu­ nidad dividida, no por la historia, sino por hom­ bres y mujeres que ya han dividido sus tierras y sus almas”. “Soñamos hacia adelante, pero también hacia atrás. Deseamos en ambos sentidos.” Dejo de es­ pecular, es decir, aplazo el relato de mi mejor de­ seo para otra historia. Salgo rumbo al homena­ je de cuerpo presente que le rinden sus lectores. ¿Sabrá Carlos Fuentes en qué terminará la bulla que comenzó a mediodía del martes? •

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leer

Jornada Semanal • Número 898 • 20 de mayo de 2012

Paraíso en cenizas. Una odisea de valentía, terror y esperanza en Guatemala, Beatriz Manz, fce ,

México, 2011.

MATANZA MAYA EN GUATEMALA RAÚL OLVERA MIJARES

Cuando uno se topa con la palabra genocidio piensa de inmediato en la shoah de los hebreos bajo el régimen nazi, o más modernamente en Corea bajo la política de Scorched Earth, aunque todas estas referencias son más bien distantes. Cuando uno se entera de que, entre 1981 y 1983, 200 mil víctimas, casi todas ellas de origen maya y lengua k’iche, cayeron durante la política de tierra arrasada bajo las balas de las fuerzas armadas de Guatemala, asesoradas por el gobierno estadunidense, es difícil hallarse en posición de apreciar la magnitud de la masacre que sumó más muertes que todos los perseguidos juntos en Chile, Nicaragua, El Salvador, Bolivia y Argentina. Después del pueblo azteca, es el pueblo maya el que signa con más expresión y riqueza la historia de México. No es raro que en la década de los ochenta se haya brindado asilo a más de 150 mil perseguidos guatemaltecos en los estados mexicanos de Chiapas y Quintana Roo. Esta obra, realizada por la chilena de origen germano Beatriz Manz, exhibe el cuidadoso recuento de treinta años de investigación, comenzada en el altiplano de Guatemala y continuada en el Ixcán, una zona selvática no lejos de la frontera mexicano-lacandona. ¿Cómo es que un grupo de familias k’iche del altiplano terminó a 240 km de su lugar de origen, en un nicho completamente extraño y hostil? Su viaje a pie a través de bosques, cañadas y junglas, las parcelas en la selva donde se asentaron, el conato de exterminio del que fueron objeto, al que algunas de esas familias escaparon ocultándose durante semanas entre la maleza, su exilio en el vecino estado de Chiapas, su traslado posterior a los campos de refugiados masivos en Quintana Roo, su organización para el regreso a la patria y su lucha por denunciar los abusos de que fueron víctimas y para acusar a los altos mandos militares responsables, es lo que narra este trabajo etnográfico y humano. La conclusión de la autora es escueta y algo desalentadora. La situación actual de pobreza, con la consabida desnutrición y exposición a enfermedades tropicales endémicas, es muy

semejante a la que ella constató en los inicios de sus viajes a aquel vecino país durante los años setenta. Guatemala, para aquellos mexicanos que nunca han estado ahí, puede sonar casi tan remoto como Irak, Afganistán o Libia, pero está ahí, esperando a la vuelta de la esquina, son nuestros semejantes más cercanos. El agotamiento severo de los recursos naturales de la selva, el suelo empobrecido que cada día produce menos, la extinción masiva de especies animales y vegetales otrora abundantes en la región, la proliferación de enfermedades y el sufrimiento humano en general no deben resultar jamás ajenos. Constituyen más bien una advertencia de lo que muy pronto, de no cambiar las políticas adversas contra México procedentes del extranjero, nuestro país podría estar viviendo con esos indígenas mexicanos mayas, mixes, mixtecos, zapotecas, purépechas, otomíes y de otros grupos marginados • El pastel revoltoso, Jeanne Willis, Ilustraciones de Korky Paul, Editorial Oceano Travesía, México, 2011.

Un día diferente para el señor Amos, Philip c. Stead, Ilustraciones de Erin e. Stead, Editorial Océano Travesía, México, 2011.

LIBROS PARA LEER JUNTOS BARBARA BONARDI VALENTINOTTI

La literatura infantil ofrece hoy en día un sin fin de posibilidades para compartir lecturas de calidad con los niños. Entre la vasta oferta, dos libros ilustrados publicados recientemente por la editorial Océano Travesía no deben pasar desapercibidos, ya que destacan por sus textos y sus imágenes sorprendentes. El pastel revoltoso propone una excelente traducción al castellano de un divertido cuento en rimas de Jeanne Willis, reconocida autora inglesa: “El señor Zarrapastroso comía guisos asquerosos. Su platillo favorito era un ratón relleno frito. Ollas llenas de babosas regordetas y olorosas, hamburguesas de lombriz con mocos de su nariz…” El libro comienza presentándonos un personaje original cuyos gustos culinarios peculiares lo

LOS INFINITOS ROSTROS DEL ARTE Gabriel Gómez López en nuestro próximo número

meterán en serios problemas. Jeanne Willis aborda con mucho humor uno de los temas prohibidos que más llama la atención de los niños: con un lenguaje colorido y lúdico, cuenta una historia en la que lo repugnante y lo innombrable se convierten en fuente de hilaridad. Gracias a la imaginación desbordante del ilustrador Paul Korby, creador de la inolvidable Bruja Winny ‒serie publicada en español también por Océano Travesía‒, los insólitos personajes cobran vida y las páginas se animan de detalles chistosos que invitan a una lectura de imágenes amena y enriquecedora. El ritmo sostenido del texto se ve reflejado en el dinamismo de las ilustraciones, que parecen querer asombrarnos a cada instante. El golpe de efecto final, lejos de espantar a los pequeños lectores, les roba una última carcajada. Completamente distinto pero igual de imperdible, Un día diferente para el señor Amos es un libro ilustrado que sobresale por su sensibilidad y delicadeza. Amos, el protagonista, es un señor mayor que trabaja en un zoológico y quien, a pesar de sus múltiples tareas, siempre encuentra el tiempo para visitar a sus amigos: la tortuga, con quien juega a las carreras; el rinoceronte, al que le presta pañuelos porque siempre tiene catarro; el búho, a quien le lee cuentos para que no tenga miedo de la oscuridad… Hasta que un día el señor Amos despierta enfermo y se tiene que quedar en la cama. La ausencia de Amos entristece y preocupa a los animales, que toman una decisión importante. En este libro colmo de ternura, los autores hablan de empatía y de afectos; el mensaje es sutil y llega al lector por un texto sencillo que de repente calla para dejar hablar las imágenes, las cuales continúan con la narración de una historia de solidaridad entre generaciones, pero también entre amigos. Un magnífico ejemplo de cómo tocar temas esenciales sin caer en un discurso moralista y sin subordinar el aspecto literario a una voluntad pedagógica y educativa; ¡condición fundamental para hacer verdadera literatura! A partir de los 3 o 4 años •

próximo número

McQueen y Farhadi, dos rara avis

Entrevista con Juan Manuel Roca

jsemanal@jornada.com.mx


Algo más de la didáctica creativa de Ethel Krauze La lengua escrita no tiene por qué ser un lujo exclusivo de unos cuantos, sino el patrimonio cultural de todos, pero para esto es necesario instaurar en la educación formal los mecanismos, métodos y didácticas, siempre cordiales pero no exentos de vigor, mediante los cuales no sólo se consiga sensibilizar sino también educar en la emoción y en la inteligencia. Así como la danza se enseña y la música se imparte; igual que la pintura se aprende, del mismo modo la cultura literaria tendría que formalizar dinámicas y métodos mediante los cuales la gente pueda expresarse poéticamente. Y cuando decimos “poéticamente” nos estamos refiriendo al sentido abarcador de la creación literaria en todos sus géneros. En su libro Desnudando a la musa (Conaculta, 2011), Ethel Krauze argumenta: “El poeta no es un privilegiado; en todo caso, somos todos los seres humanos los privilegiados pues hemos recibido el mayor bien, que es la palabra. ” Y queda claro que los humanos nos distinguimos de los demás seres vivos y, particularmente, de los otros animales, gracias a la palabra. Hay pericos y cacatúas que pueden imitar el habla humana, pero no su capacidad para crear con ella, y en cuanto a la palabra escrita ningún chimpancé sería capaz, ni siquiera con mucho entrenamiento y años de práctica, de producir un haikú de Tablada. La palabra, hablada y escrita, hace al ser humano menos fiera; lo transforma radicalmente y lo dota de una potencia que ningún otro ser vivo tiene: el pensamiento introspectivo, reflexivo y creativo, la capacidad de abstracción y la emoción inteligente que produce artefactos verbales: esto es, formas inteligentes y poéticas que expresan lo más profundo del pensamiento y el espíritu. Si la práctica de los deportistas puede llegar a transformar la estructura física del ser humano, del mismo modo la práctica de los lectores y escritores consigue transformar, desarrollar y perfeccionar el cerebro. Seguramente también el corazón, pero no olvidemos que el corazón se transforma sólo si se transforma el cerebro. Decir “el corazón” es utilizar una feliz metáfora para referirnos a la emoción inteligente, porque sabemos que el corazón es indispensable para estar vivos, pero lo sabemos no gracias al corazón sino gracias al cerebro y, en general, a nuestro complejo sistema nervioso, que nos hace seres conscientes. Un lector, como bien lo afirma Ethel Krauze en su libro, no es sólo un leedor sino un co-creador: alguien que participa en la creación, consciente de lo que lee y transforma, para nutrirse intelectualmente. Por ello, sin que el precepto sea formar en el sistema educativo lectores y escritores profesionales, lo realmente importante y decisivo es ayudar al desarrollo de lectores creativos, de personas creadoras, de gente que utilice a plenitud sus sentidos para lograr un individuo y una sociedad más inteligentes y, por supuesto, más sensibles. Un individuo y una sociedad más inteligentes y más sensibles no se dejan manipular con facilidad y tienen más posibilidades de incidir en su destino. Tienen, además, con las potencias de la palabra escrita, un mundo interior más vasto y más hondo. Ethel Krauze propone: “Las materias de literatura, desde preescolar hasta postgrado, pasando por todos los niveles intermedios, deberían incluir metodologías en creación literaria. Los resultados en el mejoramiento de las

habilidades lingüísticas, escriturales, intelectuales y creativas, en todos los órdenes de la vida, y particularmente favorecedores para la profesión que se escoja, cualquiera que ésta sea, serían significativos.” Lo he dicho y lo he escrito más de una vez, y lo sigo diciendo y escribiendo porque, por desgracia, se necesita insistir: en México al menos, la enseñanza de la literatura en las escuelas es un desastre. No se enseña a leer; no se acompaña en la lectura creativa y participativa; no se profundiza en lo que se lee, y en el caso de la escritura las cosas pueden ser peores porque muchísimos universitarios llegan al momento de la tesis sin saber cómo redactar un párrafo, no ya digamos cómo plantear una idea estructurada de lo que quieren escribir, y conste que las más de las veces sólo lo hacen para titularse y no porque realmente les interese. Está bien que un adulto, consciente de sus intereses, decida que no quiere ser lector ni escritor, pero no está bien que los niños y los muchachos no tengan la oportunidad de poner a prueba sus capacidades y sus potencias: el desarrollo de sus dones, es decir de sus atributos biológicos. En palabras de Ethel Krauze, “todos los caminos llevan a la poesía, si quieres llegar ahí” •

20 de mayo de 2012 • Número 898 • Jornada Semanal

Ana García Bergua Al paso Mi papá contaba que a mi abuela Paquita Riera, su madre, le gustaba sentarse en las bancas de los parques a mirar a la gente que pasaba, para juzgar su aspecto y su vestimenta. En esto cabe aclarar que mi abuela, además de ser maestra republicana, se ganaba la vida haciendo blusas muy finas bordadas a mano –le llegó a coser una a María Félix– y el tema de los trapos le apasionaba (nunca olvidaré su pormenorizada descripción en catalán de un maxiabrigo). Sin embargo, de esta anécdota yo he recogido, más que el asunto de la vestimenta, el de sentarse a mirar a la gente pasar, conducta émula de Baudelaire y sus contemporáneos: “Para el perfecto deambulador, para el observador apasionado, constituye un inmenso goce el poder elegir domicilio entre lo numeroso, entre lo ondulante, entre el movimiento, entre lo fugitivo y lo infinito. Estar fuera de casa y, no obstante, sentirse en cualquier lugar como en ella; ver el mundo, estar en el centro del mundo, y permanecer oculto para el mundo: estos son algunos de los placeres esenciales para esos espíritus independientes, apasionados e imparciales, a los que el lenguaje sólo puede definir torpemente. El observador es un príncipe que goza, donde quiera que esté, de su incógnito.” (El pintor de la vida moderna). Desde que se puso de moda en la colonia Condesa que los cafés y restaurantes trasladaran sus mesas a la calle, parecía que con esta libertad se emulaba a los cafés de las grandes capitales europeas: Roma, París, Barcelona –que quizá son todo menos grandes, comparadas con la nuestra, pero sí tienen, en cambio, amplias aceras. En sus cafés uno se sienta a filosofar, a descansar, a charlar con los amigos, pero más que nada a ver pasar a la gente y estudiar las costumbres, las modas, las manías, tal como define Baudelaire a este personaje del dandy flaneur y observador para quien la calle es una representación viva del mundo. Si alguna vez en México hubo algo parecido –por ejemplo los restaurantes de la Zona Rosa en los años sesenta, el Café de las Américas con su terraza o el recientemente fallecido Parnaso de Coyoacán y sus vecinos, si bien las mesas no estaban propiamente en la acera–, me temo que ha sido sustituido por el afán de mirar la televisión o googlear. El paseante –que no forzosamente pasea, pero siempre pasa–, trata ahora de pasar lo más desapercibido, por miedo a que lo asalten. Y además las cosas han cambiado, al punto de que los mirones del café se han convertido, de mirones, en mirados, y el que pasa, de mirado en mirón, por la estrechez de las aceras. Por ejemplo, el restaurante de la esquina de la cuadra donde vivo. Imposible sería que sus parroquianos, los cuales ocupan más de la mitad de la exigua banqueta, disfrutaran de ver a los que tratamos de pasar por ahí, a menudo cargados con bolsas del mandado que desentonan mucho con su elegancia. Quizá estudiarán a los acomodadores o valets que han invadido la calle, convertida en un estacionamiento para que el restaurante agrade a su clientela (y por cierto cobran por usarla), o a la gente que acude a las oficinas de la Delegación, mero enfrente, si no fuera porque la Delegación ha escogido esa calle para depositar una cauda de desperdicios que anidan en su salida trasera, donde nos dan cotidianamente los buenos días. De modo que, como quien dice, no hay gran cosa que mirar desde las europeas mesitas; si acaso a dos o tres tipos humanos que no alcanzamos a representar la variedad que a un Baudelaire hubiera interesado. Más bien ocurre lo in-

PASO ADE RETIRARME LAS RAYAS LA CEBRA

Juan Domingo Argüelles

LA CASA SOSEGADA JORNADA DE POESÍA

arte y pensamiento ........

verso: los que pasamos, estudiamos y aprendemos de los tipos humanos que ahí degustan sabrosos asados y vinos. A veces incluso nos tocan verdaderas telenovelas etílicas: la pareja que se va emborrachando a lo largo de la tarde y en la noche ha llegado a la separación o a la rendición absoluta –lo podemos constatar entre la ida a la farmacia y el paseo al helado–, o el político que pasa largas horas convenciendo a otro como él, coñacs de por medio, de cosas muy poco recomendables. O las familias reunidas para un convivio que culmina en desastre shakespeareano. O el clásico sátiro que por tratar de emborrachar a una joven termina en el piso e imposibilitado de seducirla. En fin, que frente a aquellas representaciones, los fragmentos de mundo que tratamos de transitar los treinta centímetros de cuadra restante –unos cuantos vecinos, muchos coches y perros– resultamos poco interesantes, excepto cuando un amigo nos saluda. Me pregunto qué diría Baudelaire •

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Alonso Arreola alarreo@yahoo.com

Patti Smith, buscando café Cuando nos enteramos de su visita a México nos sentimos obligados y entusiasmados. ¿Cómo no ver a Patti Smith en concierto? Pionera del protopunk, impulsora de la poesía beat, colega de los mayores nombres del rock anglosajón, había que acompañarla por pura jerarquía y respeto pese al tiempo sin seguir su carrera musical, sin saber los últimos derroteros de su producción plástica. Así nos hicimos de boletos para verla en el marco del Festival de México, en una nueva sede: el hermoso museo Anahuacalli de Diego Rivera, allá por Árbol del Fuego, en Coyoacán. Llegado el día, las nubes oscuras insistían en una fina red de mojada antipatía. Fastidiados, nos preguntábamos si la presentación de la nacida en Chicago valdría realmente la pena. Muchos dudaban lo mismo. Lo último que sabíamos de ella provenía del documental de 2008 Dream of Life, de Steven Sebring, donde se le muestra en un peculiar estado de levedad. Levantado durante once años, el registro de Sebring también se convirtió en un libro notable lleno de material inédito. Se llama igual: Patti Smith: Dream of life (Rizzoli International Publications). En fin. Recorrimos la distancia. No hubo problemas para estacionarse, algo raro si se esperan tres mil asistentes. Calle angosta y sinuosa, la del museo tiene la ventaja de un gran estacionamiento. Todo bien para entrar. Revisiones básicas y amabilidad. Eso sí, molestia general por el precio del boleto, pues ahora el Festival de México parece olvidar subsidios y políticas esenciales de pluralidad. Ya en el patio central, convertido en una suerte de anfiteatro al aire libre, el escenario mediano, bien diseñado. Pantallas a sus lados. Carpas de cerveza y fruta picada. Un ambiente relajado y la lluvia renunciando, dando paso a pinceladas de luna llena. Empero, justo cuando nuestra apatía parecía vencida, subió al escenario Saint Maybe, grupo abridor. Hay que decirlo: fue terrible. Luego de media hora de malas ejecuciones, mal sonido y peores vocalizaciones, su cantante terminó por exasperar a una audiencia que pedía piedad con su respetuoso silencio: “¿Podemos tocar una o dos piezas más?” “Nooooooooooooo”, fue la respuesta a coro. ¿Que quiénes eran? Una conocida banda de Tucson, Arizona, invitada por la propia Smith. Es verdad, en estudio suenan mejor y sus letras no son malas, pero están lejos de gobernar el escenario. Terminada esa pesadilla, la plazuela del Anahuacalli lucía llena. Curiosa forma de celebrar un 5 de mayo, con la enorme fachada de piedra lanceolada por reflectores color morado. De fondo la voz de Cab Calloway dándole rienda suelta a su prodigioso “Hi De Ho Man”. La gente apretándose hacia el proscenio. Entonces, la salida de los músicos. Aplausos, muchos aplausos. Luego, el andar de niña de Patti Smith. Sí, una niña de sesenta y cinco años que flota de un lado a otro, sonriendo, agitando la mano suelta como quien va llegando en tren. Gritos y más gritos. Melómanos viejos, maduros, jóvenes, niños… todos respondiendo al saludo. Un aire premonitorio comenzaba a erizar la epidermis. Suenan los primeros acordes. Es “Dancing Barefoot”. “Hola brothers and sisters”, exclama la cantante. Desde ese momento, algo se aclara: el discurso más sesentero, más hippie, en voz de Patti Smith vuelve a recobrar su más sencillo y diáfano sentido.“Hermanos y hermanas.” ¿Cuántos podrían comenzar así? ¿Cuántos podrían, a lo largo de casi dos horas, dedicarle canciones a los pintores Diego Rivera y Frida Khalo, al escri-

tor chileno Roberto Bolaño, a los periodistas asesinados de Veracruz? ¿Cuántos hoy comprometen su mensaje sin miedo a que los juzguen? Muy pocos. Algo terrible si pensamos en la violencia de nuestros días. Sonaron entonces “Space Monkey”, “Redondo Beach”, “Ghost Dance” y, de pronto, sobre unos acordes salidos de su propia guitarra acústica, entre cantando y recitando, esta sentida perorata: “En 1970 tenía veintitrés años. Vine a Ciudad de México. Estaba sola. Era una joven que simplemente buscaba café. Sin que nadie me lastimara, me sentí libre.” Para ese momento ya había gente llorando, extática, separando el dedo índice del medio. Ningún celular obstruía la vista. Afortunadamente, no asistieron esos estultos que concierto tras concierto prefieren grabar mal su presente en vez de entregarlo a las transformaciones de la memoria. “People Have the Power”, “Gloria”,“Because the Night”, por supuesto, fueron la parte final y más poderosa del concierto. Con un excelente grupo de músicos; con letras monumentales que mandan sobre el espíritu rítmico; con una voz coronada por la sabiduría pero que no renuncia al arrebato de la juventud, la de Patti Smith fue una ráfaga purificadora de las mejores que hemos visto pasar, pues borró las parafernalias, las enormes producciones y el glamur del rock, dejando todo en su estado primitivo, sobre la hierba y recién nacido, como un brote de café •

Luis Tovar cinexcusas@yahoo.com

Por el propio cuerpo Aunque no es nada sencillo –en este mundo contemporáneo, anoréxico de cierta clase de información pero sobresaturado de otra, por ejemplo la relativa a cierto tipo de cine–, alguna que otra vez ha conseguido ver una película prácticamente sin saber nada de ella, como no sea el título y, acaso, el nombre del director. “La posible maravilla bien vale correr los riesgos de la probable decepción”, se dijo un día, hace ya bastantes ayeres, comprensiblemente fatigado por el ejercicio incesante, y sólo en apariencia insoslayable –ya fuese por voluntad propia, ya por simple exposición mediática–, de allegarse cuanta información alusiva estuviese disponible, antes –y la clave radica en este último adverbio– de apersonarse en una sala oscura. “Además”, remató para sí mismo, “sólo así voy a poder, y eso tal vez, experimentar de nuevo la sensación de absoluto deslumbramiento que, cuando comencé a ver películas, no era la excepción sino la constante.” Imbuido de tal ánimo, incomprensible para la legión de cineespectadores incapaces de poner sus ojos sobre un filme sin antes haber averiguado, como mínimo, “de qué se trata”, y a invitación de su Inmejorable Compañía, esa noche acudió a ver Pina. Sabía, sí, que el director de la misma es Wim Wenders, a quien como cinéfilo no acabará nunca de agradecerle varias luminosidades, verbigracia Paris, Texas, Tan lejos tan cerca y Alicia en las ciudades, pero sus conocimientos respecto del filme wendersiano producido en 2011 eran, más que magros, virtualmente nulos: no sabía si se trataba de un documental, una ficción o una docuficción; tampoco que el filme es homónimo del personaje sobre el cual versa pero, más importante, lo desconocía todo respecto de dicho personaje. No paraban ahí sus numerosas ignorancias, pues habiendo sido –durante demasiado tiempo– absurdamente refractario al arte de la danza, a su personal inopia en cuanto al dominio del quién, el cuándo, los qués y los cómos de Pina Bausch, tenía que agregar una escasez notable de conocimientos, así fuesen los más elementales, ya no se diga para ponderar o calificar, sino al menos para apreciar o siquiera advertir la naturaleza, los componentes, las características propias de la que sin duda es, junto con la música, la expresión artística más longeva de cuantas ha creado la raza humana. Para beneficio de su espíritu, desde el arranque mismo Pina se reveló como una de las más elevadas manifestaciones de belleza en estado puro que hasta ese instante le había tocado presenciar. Inesperadamente, esa noche la ignorancia desempeñó un papel inédito, que tal vez podría ser definido como de talento involuntario o, bastante menos halagadoramente, de condición propiciatoria: él nada sabía del filme, ni de Bausch ni de la danza en sí, pero la suma de esos elementos los transmutó de sorpresa en maravilla. Como suele ocurrir con toda obra magnífica, ésta quiso depositar sus virtudes en los sentidos de quien la atestigua, y él nunca supo desde qué momento sus ojos comenzaron a tributarle –a Pina, a Wenders, al cuerpo humano y su tremenda capacidad expresiva– una líquida pleitesía que resbalaba, incontenible, hasta su cuello. Había un café y muchas sillas sin comensales, pero como invadidas de ausencia: la de quienes deambulan dentro de sus propias obsesiones. Estaban las calles de una urbe poco atenta a quienes la transitan, sólo

CINEXCUSAS CINEXCUSAS

Jornada Semanal • Número 898 • 20 de mayo de 2012

BEMOL BEMOL SOSTENIDO SOSTENIDO

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que felizmente intervenida por una presencia femenina cuyo cometido parecía ser, simplemente, dejar constancia de cuán fugaz e inadvertida puede ser la belleza para quien jamás anda buscándola. Hubo el Metro y sus pasajeros de pétrea indiferencia, confrontados por la cohabitación, momentánea pero como si fuera eterna, de alguien cuyos pasos resonaban con la pesadez de la cotidianidad vencida. Vinieron también, magritteanos de pura cepa, un lago, un árbol portátil y un océano que cabía en un escenario, y desmintieron ciertas categorías del espacio. Alguien trataba de huir de otro Alguien que, silenciosa e inexorablemente, quería enterrar al Otro en vida. Acudió, tanto al principio como al final, una procesión alegre de hombres y mujeres que llevaban en sus manos las cuatro estaciones del año, y entre tantos prodigios se asomaba, trágica y lúdica al mismo tiempo, la convicción pinabauschiana de que a pesar del horror, a pesar de la derrota y a pesar incluso de nosotros mismos, algo de redención y de hermosura puede habitarnos cuando apelamos, como ella lo hizo, a lo que de más humano hay en los humanos, comenzando por el propio cuerpo y su lenguaje de riqueza infinita •


arte y pensamiento ....... LA JORNADA VIRTUAL

Naief Yehya naief.yehya@gmail.com

Un recorrido fílmico por Los anillos de Saturno, de Sebald En agosto de 1992, cuando los días caniculares se acercaban a su fin, salí a caminar por el distrito de Suffolk, con la esperanza de disipar el vacío que se apodera de mí cada vez que concluyo un tramo largo de trabajo

Mapas En diciembre de 2001, un accidente automovilístico cerca de Norwich nos arrebató a uno de los autores más interesantes y originales que habían aparecido en la década de los noventa. No se trataba de un promisorio joven escritor, sino de w . g . Sebald, un académico germano de cincuenta y siete años, trasplantado a Inglaterra donde vivió por treinta y cinco años, y que enseñaba principalmente en la universidad de East Anglia. Sebald publicó su primer libro cuando tenía cuarenta y tres años. Es ya un lugar común mencionar que Sebald era un inclasificable, un autor que transgredía las fronteras de los géneros al situarse a mitad de camino entre el ensayo, el texto autobiográfico, el libro de viaje y la ficción. A la pregunta de en qué categoría deberían poner sus libros, él respondía: “En todas.” Este es un autor que comienza a ser reconocido tras la publicación de su tercer libro, Los anillos de Saturno (1995), auténtica obra de culto que es motivo del sorprendente documental Patience (After Sebald), de Grant Gee (2012). La cinta es una reflexión nostálgica y un recorrido virtual por el condado de Suffolk, que Sebald recorrió y que dio origen a esta obra. Mientras, por un lado, el filme es un mapa textual, emocional e intelectual, por el otro también ofrece un mapa interactivo que describe el recorrido físico e imaginario de Sebald mediante Google Maps, realizado por la académica

A LÁPIZ

Barbara Hui. La devastación, la decadencia y la decrepitud de los paisajes que el autor va encontrando dan pie a reflexiones en torno a la guerra, la historia, la muerte y el mundo. El libro es un prodigioso ejercicio literario que va de la observación y el cuasi reportaje, al lamento, pero con un contrapunto de humor agudo. Muchos, como Susan Sontag, afirmaban que esta era una obra de ficción, un trabajo de realismo extremo que juega con habilidad con “el efecto de lo real”, el uso y abuso de la documentación y la evidencia, con el fin de crear una narrativa que puede provocar una ilusión de realidad y de esa manera dar lugar a lecturas inquietantes. Es una triste ironía que un autor que reinventó las posibilidades de la narrativa del viaje haya fallecido mientras recorría una carretera.

Ambigüedad genérica Gee, quien había realizado documentales sobre las bandas Joy Division y Radiohead, emplea una fotografía en blanco y negro granulosa que evoca el tipo de imágenes que Sebald incluía en sus libros, y contrasta este estilo con imágenes digitalizadas y con recuadros a color que parecen rom-

Enrique López Aguilar alapiz@hotmail.com

Sala Margolín (i de ii) Entre el 18 y 19 de abril de 2012, en un reportaje de Ángel Vargas publicado por La Jornada de enmedio, se confirmó el lamentabilísimo acontecimiento que Luis Pérez había anunciado hace varios meses en una carta electrónica: “Sala Margolín, referente cultural, cerrará de manera definitiva.” En el reportaje se mencionó a cuatro personas que dieron rostro a esa, más que tienda de discos, ágora musical y lúdica durante sesenta años: Walter Greun, Carlos Pablos, Luis Pérez y Eduardo Insúa; se contó el pintoresco origen del nombre de la Sala y se hizo el repaso de algunos personajes que, en su momento, visitaron dicho lugar para comprar discos. La debacle se atribuyó a muchas causas: la crisis, el desinterés panista por la cultura, la competencia de empresas como Gandhi y Mixup, la facilidad de “piratear” o “comprar” música en internet, la ausencia de clientes que provoca escasez de la mercancía que incide en una mayor ausencia de clientes… En los artículos, las fotos dieron cuenta del tamaño del problema: las otrora pobladas estanterías ahora lucían raquíticas. Terrible final para un emblema de la cultura musical en Ciudad de México que, en seis años, pasó a una situación de crisis irreparable. Fue durante los años setenta que establecí contacto con Sala Margolín, un poco después de haberlo hecho con Pro Música, ubicada en el Conjunto Aristos. A diferencia de la segunda, Margolín se encontraba establecida en un local muy amplio y sobrio, en la calle de Córdoba, casi en la esquina con Álvaro Obregón. Eran años preparatorianos y adentrarse en lugares como los mencionados era fuente de terror, no por los discos con que uno pudiera encontrarse, sino por los precios de los mismos. Los elepés baratos con que

un estudiante podía comenzar su colección rondaban los 25 pesos en tiendas como Gigante, mientras que las mejores versiones casi nunca bajaban de los 99. Claro que entrar a Margolín producía una sensación muy diferente a la de estar en Gigante: había una multitud de estantes con muchos discos, el lugar era amplio y distintas notas de música “clásica” recibían a los visitantes no bien se entraba al lugar. El primer día que visité Margolín aproveché que había acompañado a mi madre para que ella atendiera algún asunto en la colonia Roma. Ambos pasamos a la tienda, por insistencia mía, y me puse a curiosear con la certeza de que no podría comprar ninguno de los tesoros exhibidos. La sensación se parecía bastante a la de Tántalo. Detrás del mostrador se encontraban quienes después supe que eran Walter Greun, Carlos Pablos y Luis Pérez. No sé bien si fue

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per con la ilusión de melancolía que crean las imágenes monocromáticas. Gee hizo un filme polimorfo que por un lado es una obra biográfica que incluye numerosos testimonios de amigos, autores, críticos y editores, los cuales paradójicamente no parecen tener la intención de ofrecer una descripción precisa del autor. Al no revelar gran cosa de la personalidad de Sebald, Chris Petit, Rick Moody e Iain Sinclair, entre otros, enfatizan la relación entre autor y personaje que jugó Sebald en su obra. Por otra parte, la cinta es un poema visual, es crítica literaria en movimiento, así como un intenso y peculiar road movie. Todo esto refleja la ambigüedad genérica del libro y, si bien es una mirada profunda y detallada a esa obra, también es una afortunada e informativa introducción, que incluye la lectura de varios pasajes en voz del actor Jonathan Pryce. Sin duda, semejante acercamiento es lo más apropiado que puede hacerse con una obra imposible de ser adaptada a la pantalla.

Laberinto Sebald decidió caminar por Suffolk en un momento de vacío, con la esperanza de compensar el agobio con el descubrimiento del entorno. Así, en el texto habla de la producción de seda, de los viajes de Joseph Conrad, de pueblos olvidados, de la obra de Thomas Browne, del exilio de Chateaubriand, uno de los padres del romanticismo (estilo al que debemos la noción del narrador como promeneur solitaire o paseante solitario), y del Holocausto. Se trata de un recorrido íntimo, no de un paseo exótico; sin embargo, las piedras, paisajes y encuentros van revelando un mundo extraño, grotesco y solitario, un territorio que es en realidad un laberinto con una única salida que lleva hacia la pesadilla interminable que fue la segunda guerra mundial. La obra de Sebald trata acerca del peso de la memoria tanto individual como colectiva, así como de la pérdida del pasado y del colapso de la naturaleza. La cinta de Gee hace justicia a la carrera meteórica de un autor “adjetival” (Gee dixit) que en un tiempo récord hizo que el término “sebaldiano” se volviera de uso común, y que en su breve carrera fue considerado por muchos como inminente merecedor del Nobel •

Carlos o Luis quien, observando mi curiosidad que paseaba entre los discos, se acercó para preguntar: “¿Te puedo ayudar en algo?” Allí fue cuando me entró una suerte de terror pánico: no llevaba dinero para comprar nada, ni tenía nada en mente para buscarlo (o, dicho de otro modo: eran tantas las tentaciones que resultaba difícil elegir una sola, además del obstáculo de los precios, desde luego). Mi madre me miró con ojos de “pero es que no vas a solicitar nada, ¿verdad?” Así que no encontré mejor salida que ejecutar algo que solía funcionar con los acomodadores de mercancía en Gigante: preguntar por una obra desconocida. Así es que respondí: “Estoy buscando la Sinfonía en Do, de Wagner.” Ahora estoy seguro de que quien respondió fue Carlos Pablos: “En este momento no la tenemos, pero podemos solicitarla.”Sacó de algún lado un libro voluminoso como un directorio telefónico, buscó entre las intrincadas páginas, halló y dijo: “El disco está en dgg.” Preguntó por mis datos personales y concluyó: “En mes o mes y medio llegará por aquí; nosotros te hablamos.” Salimos de Margolín. Tenía la curiosa sensación de haber esquivado la compra de un disco caro y todavía comenté a mi madre: “No llamarán, es una obra inconseguible.” Mes y medio después, un telefonazo informó que el disco ya estaba en la tienda. Aún conservo esa versión wagneriana entre los elepés que fui coleccionando hasta la aparición de los cedés. Años después, cuando comencé a trabajar y dejé de depender de los “domingos” proporcionados por mis padres, fui conociendo mejor las dos caras más visibles de Sala Margolín (ya sin Walter Greun): Carlos y Luis. Las conversaciones solían recaer en la música, en ciertos autores, directores, versiones… Y durante muchos años ocurrió que fueran extrañas dos cosas: que el disco buscado no estuviera entre los estantes de la tienda, o que fuera inconseguible para los señores de la Margolín. Ahí compré mis primeros elepés de Zitarrosa y Theodorakis • (Continuará.)

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Germaine Gómez Haro

La Casa del Virrey de Mendoza en Tlalpan, crónica de un rescate El deterioro y la destrucción de monumentos artísticos e históricos en nuestras ciudades sigue siendo una preocupación constante a pesar de las políticas de recuperación y preservación que supuestamente han puesto en marcha los gobiernos locales en las diferentes entidades de nuestro país. Así vemos en las zonas más antiguas de nuestra ciudad –Centro Histórico, San Ángel, Coyoacán, Tlalpan– que aún hoy la inconsciencia y la voracidad de los desarrolladores inmobiliarios y la incomprensible “flexibilidad” de las autoridades pueden confabularse sin el menor recato para desaparecer monumentos de patrimonio histórico y cultural en aras de la supuesta modernización. Por fortuna, los movimientos ciudadanos en defensa del patrimonio son cada vez más aguerridos y los grupos de vecinos conscientes del valor de su entorno arquitectónico y natural han frenado proyectos por demás inverosímiles y absurdos. Tal es el caso del centro histórico de Tlalpan, donde la comunidad unida desde hace varios años ha emprendido una verdadera cruzada a favor de su defensa y preservación. En 2007 los vecinos se enteraron de que el inmueble del siglo xviii conocido como la Casa del Virrey de Mendoza, ubicada en la calle Juárez número 15, en el centro de Tlalpan, y catalogado como monumento histórico por el Instituto Nacional de Antropología e Historia ( inah ) desde 1956, había sido vendido por la congregación religiosa del Sagrado Corazón, que lo conservaba bajo su posesión, a una empresa inmobiliaria que pretendía arrasar con el edificio existente y su huerta anexa para edificar un condominio horizontal de quince casas. Si bien no está documentado que esta casa haya sido la residencia del virrey de Mendoza

como se le atribuye, la versión que se ha transmitido de generación en generación cuenta que ahí se erigió un palacio donde pernoctaba el gobernante cuando visitaba el lugar por las fiestas de San Agustín de las Cuevas. Lo que se conserva en la actualidad es una casona dieciochesca ubicada en un predio de 8 mil m2 donde perviven el huerto y vestigios de la acequia original. En un abrir y cerrar de ojos se demolió la capilla construida en 1942, la cual, si bien no contaba con un valor artístico relevante, sí poseía un valor simbólico en la comunicad tlalpense. Ante la inminente destrucción del predio, intervino el grupo Tequio, encabezado por Gisela González Guerra (editora), Ilse Gradwohl (artista plástica), Martha Flores Pacheco, Consuelo Sánchez (antropólogas), y Héctor Díaz Polanco (politólogo e investigador), quienes ya habían participado en el rescate de la plaza en el centro histórico tlalpense y a quienes se unió un gran número de vecinos para protestar contra el siniestro proyecto inmobiliario que, sorprendentemente, contaba con la aprobación y permisos correspondientes del inah y seduvi. Se convocó enton-

Jorge Moch

ARTES VISUALES ces a una marcha por las calles del centro de Tlalpan exigiendo la cancelación de la obra y la expropiación del predio, y se solicitó la intervención del jefe del Gobierno capitalino, Marcelo Ebrard, para tomar cartas en el asunto. La participación de los vecinos fue fundamental en la repartición de volantes, recaudación de firmas y la concientización entre la comunidad sobre el valor de su patrimonio y la gravedad de su inconsciente destrucción. Una figura clave en el movimiento fue Carlos Payán, presidente honorario de Tequio y exdirector-fundador de La Jornada, periódico que destaca por su permanente adhesión a las causas sociales de nuestro país y en el cual se dio a conocer, a través de un amplio reportaje, la urgencia de apoyar el movimiento de los vecinos de Tlalpan. El proyecto inmobiliario fue detenido a tiempo, en tanto que los representantes de Tlalpan en la Asamblea Legislativa del Distrito Federal convocaron a una mesa de trabajo con funcionarios del inah y seduvi para exigir la suspensión de los permisos oscuramente otorgados. Finalmente, tras la creciente presión, el jefe de Gobierno del df se sumó a la lucha tlalpense y propuso la adquisición y restauración del inmueble para albergar el centro cultural Casa del Virrey, inaugurado en días pasados con la exhibición de una muestra colectiva intitulada Obra en construcción, en la que participan Ernesto Álvarez, Luis Argudín, Erik Bachtold, los hermanos Alberto, Francisco y José Castro Leñero, Ilse Gradwohl, Maho Maeda, Rubén Maya, Yolanda Mora, Kyoto Ota, Irma Palacios, Maribel Portela, Sergio Ricaño y Teresa Zimbrón. Enhorabuena al grupo Tequio y a los vecinos de Tlalpan por su ejemplar lucha comunitaria y férreo compromiso social; su intervención y logros son una muestra contundente de lo que la sociedad civil unida puede conseguir •

CABEZALCUBO

tumbaburros@yahoo.com Twitter: @JorgeMoch

Allí Babas y sus cuarenta mil bots Postulado como el candidato de las anomias a raíz de su desastrada presentación ante el estudiantado de la Universidad Iberoamericana, Enrique Peña Nieto, arropado por las televisoras y sus alecuijes (los consorcios que soportan la inconmensurable cornucopia particular de personajes de otro modo insignificantes como Azcárraga o Salinas: gremios cupulares de millonarios, banqueros y un selecto grupo de empresarios e industriales beneficiarios de las políticas de ajuste de gasto social gubernamental, privatización y desregulación promovidas por el neoliberalismo) acude no a la verdad, sino a sus equipos de control de daño de… (porque no es más que eso) imagen. Inmediatamente después de cada despeñado acto en que no siendo previamente acordado el contenido o controlada rigurosamente la composición de sus participantes, y ante el torrente de testimonios, fotografías y videos que circulan por todos lados evidenciando sus pifias, las torpezas de su equipo, pero sobre todo su miedo a las confrontaciones directas y a tener que dar la cara, los ahora llamados “ectivistas” del pri disparan videos editados, fotos trucadas y una pléyade de declaraciones y presuntos “reportajes” con los que la corte pretende lavarle el rostro a la careta del ungido priístapvemista que no representa más que el endurecimiento del continuismo de derechas que tiene al país en el ombligo del colapso. Sin embargo, como pudimos ver hace unas semanas, ni con un ejército de operadores de bots, esos novedosos mapaches electoreros –según la muy virtual Wikipedia un bot es un programa informático que imita el comportamiento humano– que pretenden construirle a epn un entorno virtual amable que sustituya su cotidiana,

amarga realidad, logra convencer. Cada embate de sus bots ha terminado hasta ahora en batalla perdida ante la avalancha de réplicas en contrario que, basta echar una mirada a los canales informáticos donde se da esta guerra (como twitter) son emitidas por gente de verdad, con comentarios reales y sobre todo un muy real enojo que Peña y sus huestes parecen no poder o no querer interpretar como simple pero irremontable descontento popular ante lo que el fotogénico ahijado de las televisoras representa. Botón de muestra regional son los bots priístas que operan las candidaturas a diputados en los estados, como en Veracruz, donde Reynaldo Escobar, funesto exprocurador, exalcalde, exsecretario de gobierno, es adulado por cientos de presuntos simpatizantes que dicen exactamente lo mismo en sus mensajes (repiten la misma frase) y son, invariablemente, nombres de mujeres con fotos de jovencitas atractivas. Además de burdamente ilegítimos, sexistas. La esencia del priísmo, pues. Diez, veinte, cuarenta o cien mil; un millón de bots no representarían la misma cantidad de seres humanos, de votos reales y sí, en cambio, quizá la multiplicación por ese número de operadores clandestinos de votos falsos, prefabricados en la maquinaria del fraude electoral en que el priísmo es tan ducho y cuyas oscuras enseñanzas parece haber heredado el panismo desde la campaña sucia de 2005-2006; una maquinaria de frau-

de –o por lo menos hasta ahora, en estas pocas semanas de campaña, de distorsión de la intención del electorado, de burda manipulación de la opinión pública, de tardos y reiterados intentos de arrebatarle a la voluntad popular precisamente el albedrío, como demuestran cínica y rústicamente los bots peñanietistas– echada a andar hace rato ya, desde que se empezó a perfilar el posicionamiento del entonces gobernador del estado de México tal que marca de champú o de comida chatarra, en lugar del surgimiento natural del presidente carismático y sensible que este pobre país pide a gritos desde hace demasiadas décadas de absurdas administraciones gerenciales regenteadas por los padrotes del corporativismo brutal. Y mientras la parafernalia electorera nos deslumbra con su colorido –y perverso– pintoresquismo, el régimen de Calderón, su estulticia, su pobreza de ideas, sus torpezas violentas, gozan de un descanso de la presión de la prensa y la opinión públicas, y se sigue matando gente por centenas, se sigue agrediendo, desapareciendo, asesinando impunemente a periodistas y activistas sociales, el costo de la vida sigue su alocada carrera alcista, las garantías individuales siguen perdiendo terreno frente al acecho del autoritarismo y la convivencia pública en México adquiere cada día, cada semana, cada vez más los tintes de la ley de la selva pero en versión más cruel •


in memoriam

Carlos Fuentes, los libros y la fortuna

Ilustración de Juan Gabriel Puga

20 de mayo de 2012 • Número 898 • Jornada Semanal

Luis Tovar

A

penas el domingo 1 de abril, las páginas centrales de este suplemento albergaron la que se ha convertido en una de las últimas entrevistas concedidas por el autor de Aura y La muerte de Artemio Cruz, precisamente a propósito de la celebración, este mismo 2012, del primer medio siglo de vida de esos dos títulos fundamentales de la literatura mexicana. La vitalidad, la palabra inteligente y aguda, la fuerza de sus convicciones y la vehemencia para expresarlas que ahí pueden leerse –similares a las igualmente manifiestas en otras entrevistas por él concedidas en los últimos tiempos–, daban un margen nulo a la idea de que, pocos días después, tendríamos que hablar de su ausencia física y, a raíz de ella, de cuánta falta habrá de hacernos no sólo su siguiente proyecto literario, sino también su conciencia crítica y su autoridad intelectual, precisamente en momentos como los que estamos viviendo, de aterradora inopia cultural, desmemoria histórica, cinismo institucionalizado, pobreza de imaginación y otros males asaz perversos.

Los libros Si el epíteto “clásico” rondaba a Fuentes desde hace ya algunos lustros, su deceso no hará sino apresurar y avalar la pertinencia de considerarlo como tal. Para eso bastaría con las dos obras arriba mencionadas pero, como lo sabe cualquiera, el autor de Terra Nostra jamás dejó de trabajar –“no dejo un día sin paginita, ni uno”, le confió a nuestra reportera–, y es bien sabido también que dejó al menos una novela inconclusa y un libro de memorias. Asimismo, sus decenas de miles de lectores en todo el planeta habremos de tener en las manos, dentro de un par de años, la voluminosa, y seguramente luminosa, correspondencia que Fuentes sostuviera a lo largo de su vida con algunos de sus pares literarios, entre los que destacan Julio Cortázar, José Donoso, Gabriel García Márquez, Octavio Paz, Norman Mailer y Philip Roth. Reconocido al menos con una decena de doctorados honoris causa de universidades tanto nacionales como internacionales; miembro de la Academia Mexicana de la Lengua y El Colegio

de México; salvo el Nobel de Literatura, ganador de prácticamente todos los premios literarios relevantes –desde el Xavier Villaurrutia y el Nacional de Literatura hasta el Cervantes y el Príncipe de Asturias–, el signo más notable del quehacer intelectual de Fuentes es múltiple o, dicho de otro modo, es como un prisma de innumerables facetas. Considérese al menos, entre éstas, la constancia: desde 1954 y hasta el presente, jamás pasaron dos años sin que en librerías hubiese un nuevo título firmado por él; pero también la abundancia: casi sesenta títulos distintos, y entre ellos más de veinte novelas; una decena de volúmenes de cuentos, incluyendo recopilaciones; otra veintena de ensayos entre literarios, políticos y de artes plásticas, así como obras de teatro y hasta un libreto para ópera, sin contar su trabajo como guionista cinematográfico, algunas veces en solitario y al menos en una ocasión acompañado inmejorablemente por García Márquez. Last but not least, la relevancia: para la narrativa y la ensayística mexicanas escritas por los autores de las generaciones posteriores, muchos de esos libros son auténticamente germinales; así La región más transparente, La cabeza de la hidra y Terra Nostra en novela; Tiempo mexicano en ensayo político, El espejo enterrado en ensayo socioantropológico; Agua quemada y Cantar de ciegos en cuento, por mencionar sólo ejemplos crasos. Quizá inevitable, posiblemente insana pero siempre vigente, la costumbre literaria del “parricidio” –el simbólico acto de matar, escrituralmente hablando, a el o los autores de los que más se abreva, ya sea de manera consciente o inconsciente– ha hecho que muchos, durante un lapso para ellos afortunadamente no muy prolongado, se pusieran de espaldas a Fuentes, negando su influencia, su relevancia o su insoslayabilidad pero, sobre todo y en particular en nuestro país, minimizando esos valores con argumentos que se caían de absurdos: que si el autor miraba más hacia el mundo anglosajón que hacia el latinoamericano; que si su originalidad estaba en duda; que si los homenajes eran para él la cosa más importante; que si su cercanía con las esferas del

poder político y económico lastraban su autoridad intelectual... dicho todo lo anterior desde una muy grave falla por parte de quien así opinara: el soslayamiento, si no incluso el olvido o peor, la ignorancia, de lo único a fin de cuentas importante aquí: la obra escrita. Como lo dijera el propio Fuentes en estas páginas, hace mes y medio: “al escritor hay que juzgarlo por su obra más que por sus opiniones, porque las opiniones cambian y la obra permanece”.

El pero y el empero Pero a Fuentes nunca le tembló la lengua para decir exactamente lo que pensaba, con independencia de lo que fuesen a opinar tanto sus seguidores como sus detractores. Como figura intelectual de primerísimo nivel, fue inquirido una y otra vez acerca de su postura personal en torno a los temas más diversos y, también ineludiblemente, en innumerables ocasiones la manifestación de dicha postura fue usada –por burdos y circunstanciales intereses que nada tenían que ver con él– como si se tratara de una especie de trofeo, de blasón de pertenencia o convalidación. Quizá la muestra más clara y constante de lo anterior fue la inclinación política de Fuentes, a quien el poder y sus usufructuarios siempre quisieron saber o sentir de su lado. Empero, a ellos –y con ellos a sus lectores de cualquier signo o sin ninguno– Fuentes les dijo, con toda claridad, lo siguiente: “Yo pertenezco a una izquierda, centro izquierda digamos. Creo que estoy ahí. Usted me dirá que no, pero yo me sitúo así.” La fortuna “Yo he hecho lo que he podido; Fortuna, lo que ha querido”: así resume su propia historia un personaje surgido de la pluma de Carlos Fuentes, en uno de los cuentos del magnífico Cantar de ciegos. Bien puede afirmarse lo mismo del propio autor, que literaria e intelectualmente hizo cuanto pudo –y vaya que fue bastante. La fortuna, por supuesto, ha sido de quienes hasta el pasado 15 de mayo compartimos tiempo y circunstancia con este mexicano universal •

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