El espír itu libre de
■ Suplemento Cultural de La Jornada ■ Domingo 17 de febrero de 2013 ■ Núm. 937 ■ Directora General: Carmen Lira Saade ■ Director Fundador: Carlos Payán Velver
arina
Un cues tio un cuen nario, to y cinco p inédito en espa oemas ñol Ve r s i o n es de Se lma A ncira
Entrevista con F ernando del P aso S ergio R amírez , el cuentista
svietáie va
bazar de asombros DISCURSO PARA ELENA Ha sido hasta muy recientemente que la estatura literaria, lírica y espiritual de la rusa Marina Tsvietáieva ha podido ser apreciada en toda su magnitud, a consecuencia de la vida plagada de dificultades y contratiempos que le tocó sortear durante su breve pero muy intenso paso por este mundo. La traductora y especialista en literatura rusa Selma Ancira ha dedicado mucho de su tiempo y su notable capacidad a esa tarea invaluable, y es gracias a ella que ofrecemos a nuestros lectores unos poemas, un cuento inédito en español y las respuestas a un cuestionario que diera la autora de Separación y Ángel de piedra, entre otros varios títulos, como una mínima muestra de la obra impresionante de Tsvietáieva. Comp letan el número una entrevista con el historiador y novelista mexicano Fernando del Paso, así como un ensayo de Marco Antonio Campos sobre el nicaragüense Sergio Ramírez en su vertiente cuentística.
Comentarios y opiniones: jsemanal@jornada.com.mx
1. Por ser un ejemplo a seguir en todos los géneros del periodismo, especialmente la crónica, el reportaje y la en trevista. Y por hacer que estos géneros formen parte de su mundo literario al entregarnos la historia de Gaby Brim mer y la serie de Documentos y comunicados que realizó junto con nuestro cronista mayor, Carlos Monsiváis. 2. Por haber dado voz a los que no la tienen, a los que se les niega una vida digna, a los humillados y ofendidos de la sociedad neoliberal y, por lo tanto, de la usura y la ava ricia, y por habernos entregado a la ya nuestra Jesusa Palan cares, persona y personaje de Hasta no verte Jesús mío. 3. Elena ha descubierto facetas hermosas e ignoradas de la vida y de la obra de Octavio Paz, Juan Soriano, Tina Modotti, Leonora Carrington y Guillermo Haro, perso nas y personajes fundamentales para acercarse al cora zón de este país que habitamos los titubeantes y medro sos mexicanos, y que contiene una carga de historia de heroísmo y emoción patriótica que, en buena medida, tuvo como escenario esta bella y contradictoria ciudad de Santiago de Querétaro. Y digo contradictoria por que, siendo conservadora, testimonió el triunfo de la razón histórica representada por los liberales y por nues tro estadista mayor del siglo xix , Benito Juárez. 4. Por su muy personal forma de novelar la historia y de testimoniar, a través de sus obras, algunos de los mo mentos esenciales de la vida social, política y cultural del país: la masacre de Tlatelolco, el terremoto, las con tradicciones del acontecer político, el poder femenino (“Suave Patria, vales por el río de las virtudes de tu mu jerío”) patente en las mujeres de Juchitán, tan valientes y llenas de inteligencia para la vida. 5. Elena es autora de cuentos, poemas, novelas, cró nicas, reportajes y entrevistas por los cuales puede de cir, como don Antonio Machado: “Al cabo nada os debo, debéisme cuanto he escrito.” Puede decirlo, pero aún no lo dice, pues sabe que el silencio es fuerte y que la pala bra certera es capaz de iluminar las zonas más oscuras de nuestra condición humana y de lograr que se entro nice la verdad. 6. Por su claro y alegre compromiso con la verdad de todos los días que es camino, proceso y meta de la tarea periodística. 7. Nuestra autora usa la imaginación libérrima (“la loca de la casa”, según Santa Teresa de Jesús) en su lite ratura de ficción y alcanza la maestría formal derivada del talento y de la más hermosa forma de la obstinación.
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Hugo Gutiérrez Vega 8. Enfrenta con valentía serena a los dueños de este país y ha expresado sus puntos de vista aun en la entraña misma de ese monstruo enajenante formado por el duo polio televisivo. 9. Por participar en la lucha a favor de la democracia y de la justicia distributiva, en un país que se caracteriza por la desigualdad social, la injusticia, la impunidad y el desaseo electoral. 10. Por dar a los estudiantes de periodismo un modelo de método de investigación que va de la biblioteca y la hemeroteca a la entrevista de calle y a la búsqueda de testigos y de comentaristas de los temas en proceso de investigación. 11. Por su manera de acercarse a las realidades de este país que escogió para vivir y, como decía Bertolt Brecht, para mejorar. En Elena se combinan la sereni dad con el asombro, el estudio a fondo con el estilo cla ro, lleno de transparencias. Por todas estas razones, el jurado del premio que, por la generosidad de la comu nidad universitaria, lleva el nombre del que está hablan do, da a Elena Poniatowska Amor el correspondiente a este año académico. Se lo entregamos con entusiasmo, con justicia y con sincero afecto. A lo largo de su vida y de sus tareas literarias y huma nistas se ha ganado estos sentimientos que la academia comparte con el pueblo al que ha dedicado su más gene roso esfuerzo. Querida Elena, por tus palabras reunidas para formar el escenario de una prosa transparente y eficaz, por tu genuina defensa de los valores de la democracia, la jus ticia y la libertad, recibe de manos de los sin voz, de Je susa Palancares y de los que hablaron con la verdad y la fuerza de sus convicciones: Diego, Tina, Leonora, los muchachos de Tlatelolco, las mujeres de Juchitán y de todas nuestras naciones indígenas que viven como ex tranjeras en su tierra; los obreros y los terriblemente humillados y ofendidos de este país injusto y violento, el premio que en años anteriores fue otorgado a Fernan do del Paso y a Miguel León Portilla. Contigo esta presea universitaria y queretana ha reunido una tercia de ases. Gracias, Elena, por aceptarla, pero, sobre todo, gracias por tu literatura y por tu humanismo constante, gracias por tu voz levantada en defensa de los oprimidos y en la bús queda de la verdad y de la justicia. jornadasem@jornada.com.mx
Directora General: C a r m e n L i r a S a a d e , Director: H u g o G u t i é r r e z V e g a , Jefe de Redacción: L u i s T o va r , E d i c i ó n : F rancisco T orres C órdova , Corrección: A leyda A guirre , Coordinador de arte y diseño: F rancisco G arcía N oriega , Diseño Original: M arga P eña , Diseño: J uan G abriel P uga , Iconografía: A rturo F uerte , Relaciones públicas: V erónica S ilva ; Tel. 5604 5520. Retoque Digital: A lejandro P avón , Publicidad: E va V argas y R ubén H inojosa , 5688 7591, 5688 7913 y 5688 8195. Correo electrónico: jsemanal@jornada.com.mx, Página web: www.jornada.unam.mx
Portada: Constelación Tsvietáieva Collage de Marga Peña
La Jornada Semanal, suplemento semanal del periódico La Jornada, editado por Demos, Desarrollo de Medios, S.A. de CV; Av. Cuauht émoc núm. 1236, colonia Santa Cruz Atoyac, CP 03310, Delegación Benito Juárez, México, DF, Tel. 9183 0300. Impreso por Imprenta de Medios, SA de CV, Av. Cui tláhuac núm. 3353, colonia Ampliación Cosmopolita, Azcapotzalco, México, DF, tel. 5355 6702, 5355 7794. Reserva al uso exclusivo del título La Jorn ada Semanal núm. 04-2003-081318015900-107, del 13 de agosto de 2003, otorgado por la Dirección General de Reserva de Derechos de Autor, INDAUTOR/ SEP. Prohibida la reproducción parcial o total del contenido de esta publicación, por cualquier medio, sin permiso expreso de los editores. La redacción no responde por originales no solicitados ni sostiene correspondencia al respecto. Toda colaboración es responsabilidad de su autor. Títulos y subtítulos de la redacción.
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Diegoen la
crónica
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encrucijada Vilma Fuentes
Oscura tumba.../ Donde Diego croa y crea... ¿Es aqui donde viven/ los muertos? Has llegado/ Al lugar del sosiego/ Al eterno reposo del fuego. Óscar González, Anahuacalli
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ebo haber tenido doce años cuando comen cé a introducirme casi a escondidas a las tertulias de Antonio Rodríguez. Gran con versador, narraba anécdotas de personajes a quienes describía en unas cuantas pinceladas. En esas tardes, Antonio me inculcó el culto hacia Diego Rivera. De su pintura, desde luego, pero sobre todo al mito que supo hacer de su persona y su vida. Visitar el Anahuacalli, la delirante construcción concebida por Diego, hace pensar que el genio par ticular de los mexicanos no obedece siempre a la lógica pretendidamente racional que domina el discurso del pensamiento occidental. Una parte de imprevisto, de inexplicable, subsiste. Es acaso esta intuición lo que tanto fascinó durante un viaje al surrealista André Breton. Aquí, una obra puede aparecer sin impedir la aparición de una obra opuesta, lo racional puede enriquecerse con un aporte irracional, y la contradicción aparente es así superada por el poder felizmente incontrolable de la creación. Este fenómeno se hace evidente cuando se va de Frida a Diego. ¿Cómo hallar un lu gar más diferente del Anahuacalli de Rive ra que el del museo Frida Kahlo de Coyoacán? Se encuentran, sin embargo, en la misma Ciudad de México, provenientes de la mis ma pareja, pero cada uno parece radicalmen te situado en las ant ípodas del otro. Uno se conoce como La casa azul, el otro responde a un nombre más austero: Anahuacalli. Aunque desde hacía varios años, cono cíamos, Bellefroid y yo, ambos museos, la se mana pasada, guiados por la mejor cicerone posible, Hilda Trujillo, directora de las dos instituciones, tuvimos el privilegio de volver a visitar, durante la misma tarde, estos dos espacios tan desemejantes como pueden ser una libélula y un elefante. No están separados sino por una corta distancia, pero la distancia que los separa no se calcula en metros, se cal cula en siglos. Son dos mundos, dos identi dades, dos pensamientos, dos sueños, dos visiones que no tienen en común sino haber nacido de la misma pareja: Frida y Diego. Dos universos únicos, los cuales presentan imágenes radicalmente ajenas, situadas, de alguna manera, en las antípodas asimétricas de un eje contradictorio.
La casa azul, de talla humana, es acogedora, co lorida, calurosa, es invitadora. El Anahuacalli, cons trucción de sombrías piedras volcánicas, en forma de pirámide inacabada, produce un primer movi miento de rechazo. No sólo por la desmesura del monumento, sino también porque el visitante, aplastado por el volumen del edificio, se estremece de miedo como un niño ante un gigante. Tal es la pri mera impresión y es la que se olvidará muy pronto, incluso si es, tal vez, la más significativa. Luego, uno se dirige hacia la puerta. Se cruza el umbral. Y allí, la oscuridad, el frío, la humedad de la piedra, im ponen con fuerza la rudeza sepulcral del lugar. El visitante no se asombra al saber que este primer nivel de la construcción se llama el Infierno. En el techo de la pieza que sirve de entrada, Diego pintó un gigantesco cráneo de muerto. Si La casa azul ofrece la seducción de sus encan tos y parece habitable, el Anahuacalli es un espacio severo, más bien ingrato y, verdaderamente, inha bitable. Diego habría soñado morar ahí: ¿no pre paraba una salida de emergencia en caso de verse en peligro con tanto enemigo que se hizo? Acaso, me digo, lo vislumbró como su sepultura. Los muertos acceden a otro lugar donde no se necesita la luz para ver.
Esculturas de las más diversas épocas prehis pánicas se exhiben en sus nichos protegidos por vidrios, a lo largo de todos los muros del edificio. Son algunas de las piezas inestimables de la colec ción personal acumuladas por Diego a lo largo de su vida y para las cuales decidió edificar este mo numento digno de recibirlas y conservarlas: el Anahuacalli. Las cosas se aclaran. En una época en que poca gente se preocupaba del pasado más an tiguo de la tierra mexicana, un hombre, el artista Diego Rivera, quien sin embargo vivía en el pre sente más actual e incluso participaba con toda la fuerza de sus convicciones en movimientos revo lucionarios, se sentía simultáneamente fascinado por el sentido, el misterio y la belleza de las piezas que dan testim onio del pasado más lejano, de la historia del país desde sus orígenes. Hilda Trujillo explica que en las reservas del museo hay más de sesenta mil piezas, es decir, es la colección priva da conocida más importante del mundo. La visita continúa. Una esc alera estrecha, altísima, a seme janza de las que se suben en las pirámides, cons truida también en piedra volcánica, conduce a otros pisos. En el superior, se goza del pasmo des lumbrante de la sorpresa. Sobre los altos muros de una vasta sala, restau rada gracias a la labor de Hilda, bien iluminada por la luz que atraviesa los largos ventanales, luz más deslumbrante pues se viene de las sombras, luz del Paraíso, grandes cuadros exponen los trabajos que Diego realizó para un mural requerido en 1931, a fin de ser instalado en el Centro Rockefeller, entonces en construc ción. La historia de este mural, desde el pri mer proyecto hasta su destrucción final, el relato de los contrarios, las polémicas entre Rivera y la familia Rockefeller, constituyen un drama histórico. Dos ideologías, capita lismo y comunismo, se enfrentan en un due lo a muerte escenificado por la obra de un pintor. Diego tuvo la audacia de pintar el retrato de Lenin en su mural, sin temer mos trar con claridad su ideal. Esto no desenca denó una guerra mundial, pero sí un escán dalo, que se agravó con manifestaciones de protesta donde Diego, convertido en tribu no, comparó a Rockefeller con Hitler, y ter minó con la destrucción del mural el mismo día en que, en Alem ania, los nazis quema ban libros en la plaza pública. Todo esto es descrito en un libro magnífico, con una do cumentación completa, El hombre en la encrucijada. Otra estrecha escalinata nos lleva a la te rraza de la azotea, desde donde se pueden admirar el parque ecológico que rodea el mu seo y las montañas azules a lo lejos • Diego Rivera en el museo durante su construcción
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Marco Antonio Campos
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os meses y medio antes de su inesperada y dolorosa muerte, el joven poeta nicaragüen se Francisco Ruiz Udiel (1977-2010) me tra jo, en octubre de 2010, la amplia antología de cuentos de Sergio Ramírez Mercado (Perdón y olvido), que acababa de publicarse en Managua en las edicio nes Leteo, y que Ruiz Udiel y otro joven poeta, Ulises Juárez Polanco, idearon y seleccionaron. Sergio Ramírez (Masatepe, 1942) empezó como cuentista y no hay libro del género en el cual no des taque su gran talento. Ya desde sus dieciocho años se percibía una precocidad de asombro con un par de cuentos publicados en la revista Ventana –publi cación que él mismo dirigió–, trazados con líneas escuetas y exactas: “El estudiante”, que deja una sensación final de ahogo, y “La tarjeta”, que tiene el sabor acre de la ingratitud filial. Desde entonces, desde sus inicios, con algunas ex cepciones, ciudades y pueblos nicaragüenses han sido el principal centro irradiador de sus ficciones como escenario o como mera referencia. Aquí las his torias se desarrollan ante todo en Managua, León, Ma saya, El Sauce, Santa Teresa, Puerto Cabezas, Corin to, Bluefields, Masatepe, Estelí, Jinotega, entre otras, pero sentimos como si hubieran pasado en cualquier país latinoamericano o caribeño, ayer, hoy mismo. De una u otra manera dos países, Estados Unidos y México (mucho más Estados Unidos), se hallan en los cuentos de Ramírez como presencia o influencia en la vida diaria nicaragüense. Estados Unidos lo está de muy variadas formas: en la política, en los mitos mediáticos, en las leyendas cinematográficas, en los deportes… En la política se halla ante todo en la protección de los gobiernos estadunidenses a los tres Somoza que fueron presidentes de la República –padre y hermanos alargaron la dinastía, de facto o legalmente, por cosa de cuarenta y cinco años–, en la presencia de militares y en trabajos secretos de la cia; respecto a los mitos se encuentra, por poner un ejem plo, en el divertido caso de la supuesta llegada de Jacqueline Kennedy Onassis a tierra nicaragüense, que mueve y alucina a la clase alta del país que quie re darle una recepción inolvidable, y la cual se vuel ve una parodia o una farsa que empieza en el des propósito y termina en el despelote; y por poner otro, en la visita de un nicaragüense obstinado a Charles Atlas, “el hombre más fuerte del mundo”, a cuyo mé todo le debe tener un cuerpo perfecto, y a quien logra, no sin horror, ver en el helado noviembre de 1931 en Nueva York en su denodada y terrible decrepitud, lo cual tal vez, en una segunda interpretación, pueda leerse como una metáfora del imperio estaduniden se y su final destino; también está en los filmes, que crean héroes y divas artificiales, pero que se vuelven modelos para millones de hombres y mujeres en el mundo, y en los deportes, ante todo el beisbol, el de porte por excelencia estadunidense, donde hallamos dos relatos tristísimos: uno, equilibrado en dos pla nos estructurales, acerca de un exbeisbolista tortu rado y muerto por colaborar con la guerrilla –su hijo combatía en ella– y quien de continuo tenía imáge nes y recuerdos de los partidos que jugó o pudo jugar (“El centerfielder”), o el de un pitcher bisoño que
está a punto de lograr la hazaña de tirar un día de 1958 un juego perfecto. Devorado desde muy joven por el demonio de la política, Ramírez se caracterizó por ser un denodado opositor a las tiranías somocistas tanto en Nicaragua como en su largo exilio costarricense, y fue miembro de la Junta de Gobierno durante los primeros años posteriores al triunfo de los sandinistas en 1979, vice presidente de la República de 1986 a 1990 y líder de la bancada sandinista en la Asamblea Nacional de Nica ragua, pero terminó rompiendo en 1995 con el san dinismo, o más precisamente con el orteguismo, cuan do luchó por querer reformar la Constitución de 1987 para volverla más democrática. En 1996 lanzó su can didatura para presidente por el partido Movimiento Renovador Sandinista ( mrs ), pero perdió ante Ar noldo Alemán. Desde entonces se retiró de la política. Qué bueno, nos decimos, porque la literatura ganó de tiempo completo a un narrador de excepción. La iz quierda crítica que encarna Sergio Ramírez tiene de alguna manera nexos con la que José Revueltas perso nificó en México. ¿Escritor político? En una vía lo es, pero pese a su ideología y actividad políticas, no hay sombras en ningún cuento de esta antología de ideo logización, de consignas vociferantes o de parcialidad obvia (tan común en Mario Benedetti), que tanto da ñan las narraciones. Técnicamente, de manera admi rable, Ramírez sabe utilizar el lenguaje conversacio nal, crear en el lector una avidez que lo lleva en vuelo
Sergio Ramírez, desde la primera línea hasta el punto final del cuento, introducir en los momentos precisos la historia que corre debajo de la historia, combinar lo real con la fabulación, y aun en ocasiones partir de un hecho que parece nimio (un sorteo o conversaciones inadverti das) para desarrollar situaciones, no exentas de es pléndido humor, que terminan en tragedias. En los cuentos sobre beisbol y box logra a tal grado aden trarnos en las atmósferas y vicisitudes de un partido o de una pelea, que sentimos estar viviéndolos. En varias historias, donde prevalece una pobreza desconsoladora, Ramírez dibuja a sus personajes con un lápiz sin fallas, personajes que son con fre cuencia los olvidados de la mano de Dios, y quienes están sentenciados desde siempre para un mal des tino: el estudiante que no puede cursar ni un día de universidad; el mozo de bar a quien un día le des cubren un parecido con Gregory Peck y empieza a imitarlo a tal grado que se vuelve un doble irrisorio; la estrella del trapecio de un circo de pueblo que
vive en plena Nochebuena un drama de materni dad; el boxeador viejo que recibe una doble paliza –en la vida y en el ring– que lo dejan lisiado para siempre... Un orbe donde la ignorancia y la inge nuidad, las pasiones mal llevadas y la mala fortuna hacen su soterrado y cruel trabajo.
EMOCIONAR AL LECTOR Si el fin principal de todo narrador o poeta es emo cionar al lector, Sergio Ramírez lo cumple cabalmente. Salvo “Un bosque oscuro”, en el cual hay un lengua je barroco que no corresponde al habitual lenguaje seco de Ramírez que hay en el conjunto del volumen, no hay ficción de él en esta antología que no me con mueva o me inquiete. Sin embargo, hay dos cuentos desoladores que siento particularmente próximos: “Perdón y olvido”, que da título al libro, y “Cata lina y Catalina”, que a mi juicio son pequeñas obras maestras. Es sabido que México, a través del cine y la
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joven tiene ya los veintisiete años que tenía su madre cuando se fue y no volvieron a saber de ella. El her mano primero y luego ella entran en la clandesti nidad. Perseguida, la joven se exilia en Costa Rica. En 1979, durante la ofensiva final de los sandinistas para derrocar al último Somoza, matan a su hermano al tratar de rescatar a un compañero. Logran recupe rar el cadáver. Al día siguiente del entierro, ante la gran sorpresa de Catalina, telefonea su madre desde Los Ángeles, California. Las dos prorrumpen en llan to, no pueden hablar, pero cuando la madre al fin lo hace encuentra una respuesta paralizadora. Uno de los libros de la antología está hecho de min ificciones (De tropeles y tropelías), el cual segu ramente Tito Monterroso, artífice de la brevedad, si alguna vez lo leyó, lo habrá aplaudido, como habría aplaudido la fábula “Terrible simetría”, que tiene un desenlace estremecedor. En los breves textos, Ramí rez deja caer ácido corrosivo en la figura del tirano y su familia, y desde luego en sus colaboradores, quie nes se disputan entre sí la superioridad de quién es más abyecto. La cáustica caricaturización que hace Ramírez de la clase política me recuerda imágenes de grabados de nuestro José Guadalupe Posada. He leído y releído los cuentos y minificciones de esta antología, y he admirado a menudo cómo, con materiales sencillos, Sergio Ramírez ha construido casas complejamente exactas, y me digo que si los cuentos emocionaron ayer, lo hacen hoy y lo harán mañana. Más allá de cualquier reparo o señalamien to, Sergio Ramírez es uno de los grandes cuentistas latinoamericanos •
Foto: elnuevodiario.com.ni
el cuentista canción, fue parte de la educación sentimental de España y países latinoamericanos en las décadas de los treinta, cuarenta y cincuenta del siglo anterior; en “Perdón y olvido” hay como fondo esencial de la trama una supuesta película mexicana de rumberas del año 1950, cuando los padres del protagonista principal, un documentalista fílmico de nombre Er nesto, vivían exiliados en Ciudad de México y solían trabajar de extras en los Estudios Churubusco. Mu chos años después, acompañado de su pareja senti mental, una mexicana llamada Guadalupe, apasio nada de la época del cine de oro mexicano, Ernesto ve en su casa por azar la película en casete, y descubre a sus padres en una escueta escena de cabaret, que, en un segundo plano del antro, aparecen sentados conversando en dos mesas distintas con parejas dis tintas. Repite una y otra vez la escena para confirmar que lo son. Una curiosa idea se le viene a la mente: ¿qué conversan ambas parejas? Guadalupe le reco mienda que lo consulte con un o una intérprete de
sordomudos. Mejor no haber lo hecho. La revelación de los brevísimos diálogos es devas tadora en más de un sentido. “Catalina y Catalina” –nombre de madre e hi ja–, está dividido en dos partes íntimamente liga das que son narradas por la joven: en la primera, es el drama doméstico de que Catalina madre, de oficio planchadora, sea una adúltera, o al menos su padre, mecánico de tractores calificado de la fábrica Ca terpillar, está del todo convencido de que lo es, y no deja pasar una sin apostrofárselo. Catalina hija sos pecha, por varios motivos, de dos tipos –un mesero y un gerente de banco–, pero sin ninguna prueba concreta o indicios evidentes. Un día el padre, más furioso que nunca, echa a Catalina madre de la casa, quien vive un tiempo en Masaya, luego en Managua y finalmente en Estados Unidos. El segundo tiempo, desgarradoramente trágico, pasa cuando Catalina hija y su hermano se incorporan a la guerrilla. La
En dos momentos durante la revolución sandinista con Daniel Ortega
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Marina Ivánovna Tsvietáieva. Nacida el 26 de septiembre de 1892 en Moscú. Noble.
M
i padre era hijo de un sacerdote de la pro vincia de Vladímir, especialista en litera tura europea; doctor honoris causa de la Universidad de Bolonia; profesor de his toria del arte, primero en la Universidad de Kiev y después en la de Moscú; director del Museo Ru miántsev; fundador, inspirador y coleccionista particular del primer museo de las bellas artes de Rusia. Héroe del trabajo. Murió en Moscú en 1913, poco después de la inau guración del Museo. Legó su pa trimonio (escaso, porque era ge ner oso) a la escuela de Talitsi (su aldea natal, en la provincia de Vla dímir). Su biblioteca, enorme, reu nida gracias a su trabajo y con gran des dificultades, la legó toda, sin exceptuar un solo libro, al Museo Rumiántsev. Mi madre era una polaca de san gre azul, discípula de Rubinstein, dotada de un raro talento musical. Murió prematuramente. La poesía me viene de ella. También donó la biblioteca (la suya y la del abuelo) al Museo. De este modo, de noso tros los Tsvietáiev, Moscú ha reci bido tres bibliotecas. Yo también donaría la mía, si no hubiese tenido que venderla durante los años de la Revolución. Mi primera infancia – transcu rrió en Moscú y en Tarusa (nido de una secta cristiana de flagelantes en el Oká); de los diez a los trece años (muerte de mi madre) – viví en el extranjero; hasta los diecisiete, nue vamente – Moscú. Nunca en una aldea rusa. Influencias principales – por el lado materno: la música, la natura leza, la poesía, Alemania. La pasión por el judaísmo. Uno contra todos. Heroica. Algo más oculta pero no menos fuerte fue la influencia de mi padre: la pasión por el trabajo, la ausencia de arribismo, la sencillez, la renun cia. La influencia conjunta de mi padre y de mi madre – mi carácter espartano. Dos leitmotivs en una so la casa: la música y el Museo. El aire en casa no era burgués ni intelec tual, era – caballeresco. La vida se entendía de manera sublime. Sucesión de acontecimientos es pirituales: durante toda mi primera infancia – la música; a los diez años – la Revolución y el mar (Nervi, cerca de Génova, nido de emigrantes); a los once años – el catolicismo; a los doce – la primera sensación de patria (“El varego”, Port Arthur); a partir de los doce años y hasta la fe cha – pasión por lo napoleónico, interrumpida en 1905 por Spiridónova y Schmidt; a los trece, catorce
y quince años – el populismo; a los dieciséis – rup tura con la ideología, amor por Sarah Bernhardt (El aguilucho), estallido de bonapartismo; de los dieci séis a los dieciocho años – Napoleón (Victor Hugo, Béranger, Fréderic Masson, Thiers, memorias, el Culto). Poetas franceses y alemanes.
Mi primer encuentro con la Revolución fue en 1902-1903 (los emigrantes), el segundo fue en 1905-1906 (en Yalta, con los socialistas revolucio narios). Nunca hubo un tercero. Sucesión de libros favoritos (cada uno representa una época): Ondina (primera infancia), Lichtenstein de Hauff (adolescencia), L’aiglon de Rostand (primera juventud). Más tarde y hasta hoy: Heine – Goethe – Höld erlin. Prosistas rusos (hablo desd e mi punto de vista actual) – Lesk ov y Aksákov. De los contem poráneos – Pasternak. Poetas rusos – Derzhavin y Nekrásov. De los con temporáneos – Pasternak. Mis poemas preferidos en la in fancia – “Al mar” de Pushkin y “El manantial ardiente” de Lérmon tov. Doblemente – “El rey de los bos ques” y Erlkönig. Amo con pasión “Los gitanos” de Pushkin desde los siete años y hasta la fecha. Nunca me gustó Eugenio Onieguin. Mis libros más amados en el mun do, con los que me incinerarán – Los Nibelungos, La Ilíada, El cantar de las huestes de Ígor. Mis países predilectos – la anti gua Grecia y Alemania. Instrucción. A los seis años – la es cuela de música de Zograf-Plaksi naia; a los nueve años – el iv liceo fem enino; a los diez – nada; a los once – el colegio católico en Fribur go (Schwarzwald); a los trece – el liceo de Yalta; a los catorce – el cole gio mosc ovita de Alfiórova; a los dieciséis – el liceo de Briujanenko. Terminé el séptimo año; del octavo – me retiré. A los dieciséis años asistí, en la Sorbona, a un curso de verano sobre la literatura francesa antigua. Al pie de mi primera composi ción en francés firmé (tenía once años): Trop d’imagination, trop peu de logique. Escribo versos desde los seis años. Publico desde los dieciséis. También los he escrito en francés y en alemán. Mi primer libro – Álbum vespertino. Lo publiqué yo misma cuando aún estaba en el liceo. Primera crítica – un gran artículo de felicitación de Max Voloshin. No sé de influencias literarias, sé de influencias humanas. Autores favoritos (de entre los contemporáneos) – Rilke, Romain Rolland, Pasternak. Jamás pertenecí ni pertenezco a ningún movi miento literario o político •
Respuesta a un cuestionario
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Sucesión de acontecimientos espirituales: durante toda mi primera infancia –la música; a los diez años– la Revolución y el mar .
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–Marina Tsvietáieva, 1926.
T raducción de S elma A ncira
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poesía
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Cinco poemas Marina Tsvietáieva
Se rompió en mil astillas de plata El espejo, y en él –la mirada. ¡Las ánades –las ánades mías Vuelan a casa! Me cayó de la nubosa altura Justo sobre el pecho –una pluma. Hoy en mis sueños yo repartía Plata menuda. Un estruendo de plata –estentóreo. En plata yo –¡habré de cantar! ¡Criatura mía! ¡Pequeño ánade! ¿No te aflige volar? Iré, mas sin manifestarme Ni frente a mis parientes ni a mi madre. Iré y me quedaré en la iglesia de pie, Y a los santos suplicaré Por el pequeño ánade. 1 de marzo de 1916
Yo voy con paso sutil –Señal de conciencia limpia– Yo voy con paso sutil Y una fuerte melodía– Dios a mí me fue a poner En medio de la ancha tierra. Eres ave, no mujer, Y por eso –canta y vuela. 1 de noviembre de 1918
Del ciclo: “Escitas”
(Poema 2: Canción de cuna) Como por la azul estepa Y del arado de estrellas Directo a tu frente… –Duerme, El azul suavizando en almohadas. No soples –respira, No veas y mira. Cadabra tripete, Luñita dorada.
Todo el esplendor De las chimeneas –no es sino un murmullo De la yerba –frente a Ti. Todo el esplendor De las tempestades –no es sino un gorjeo De pájaros –frente a Ti. Todo el esplendor De las alas –no es sino un temblor De párpados –frente a Ti. 23 de abril de 1921
(Poema 7)
Lo arrullaba Lo hechizaba De un lado a otro Lo encauzaba. Para que nadie Porque de nadie Porque en las vísperas Allende el ícono:
Como por un bastón lisonjero Rociando abalorios de rocío Van paseándose los dedos… El paso –suavizando en almohadas. Yace –y no te muevas, Y no estalles –tiembla. Tripete trapío, Luñita rojada.
Las piedras –fuego Huracán –hechicero– Sobre el poder El arrullo de Dios. Te cucú–aba Te extrañaba. Para que por mi fama Remontaras montañas.
Como desde el mar, del Caspio –de un azul impermeable, Silbó una flecha del carcaj… –(Duerme, La muerte suavizando en almohadas)… Atrápalo –no lo toques, Húndete –no te evapores. Retruque y tripete, Luñita amorada. 13 de febrero de 1923
Del ciclo: “El alumno” (Poema 6)
Del ciclo: “Montones de nieve”
V ersiones de S elma A ncira y F rancisco S egovia ; poemas tomados del libro
Poemas sueltos, publicado en la
colección El oro de los tigres por
la Capilla Alfonsina de la
Universidad Autónoma de
Nuevo León.
Para que por mi esmero– Remontases torrentes. El primero, el tercero, Ahora y siempre... Porque mi izquierda– Débil beneficiara Para que nadie Porque de nadie... Me asombrhartaba Lo enruiseñoreaba De un sitio al otro Al Edén –lo anunciaba. (Porque por mi zalema Sean todos los pájaros tuyos...) Al Edén de quién sabe quién Al Paraíso persa... En salud y en dolor Dame –¡de mano propia! Adiós –¡a los encuentros! Hola –¡a la separación! 10 de marzo de 1922
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Marina Tsvietáieva
ace unos días, al abrir una de las
Elegías de Rilke, leí: “Dedicada a la prin cesa Thurn-ind-Taxis.” ¿Thurn und Ta xis? ¡Algo conocido! Pero aquello era: Tour. ¡Ah, ya sé: la torre en yedra! – Russenkinder, ihr habt Besuch! (“¡Rusitas, tienen vi sita!”) Era la fogonera María, que había entrado co rriendo en la clase vacía, donde nosotras, mi herma na Asia y yo, las únicas internas aún en el internado, volvíamos con indiferencia las hojas de nuestras crestomatías en espera del día siguiente, día de Pas cua, que no prometía nada. ‒ Un señor – continúa María. ‒ ¿Cómo es? ‒ Como todos. Un verdadero señor. ‒ ¿Joven o viejo? ‒ Ya le dije: como todos. Ni joven ni viejo, como debe ser. Vayan cuanto antes, pero Fräulein Assia, quítese el pelo de la frente, o no se le ven los ojos, como a los perros ratoneros. “La habitación verde”, la reservada, la de la direc tora, era también la sala de recepción. A nuestro en cuentro, desde el sillón verde –un conocido, irreco nocible, siempre sin saco y ahora con un gran cuello postizo, siempre con una bandeja de cerveza en las manos y ahora con sombrero y bastón, tan absurdo al lado de la directora, sobre el fondo de esas corti nas verdes –el propietario del “Ángel”, Engelswirth, dueño de nuestro maravilloso albergue rural, padre de nuestros amigos de verano Karl y Marile. ‒ El señor Meyer es tan amable que las invita ma ñana a pasar todo el día en su casa, con su familia. Vendrá a recogerlas a las seis y media de la mañana y las traerá de regreso por la tarde, a esa misma hora. Si el clima es favorable. Ya he otorgado mi permiso. Den las gracias al señor Meyer. Pasmadas por la felicidad y lo sagrado del lugar, tímidamente, – yo, por alguna razón, con voz de bajo, y Asia con un chillidito – damos las gracias. Silencio. Herr Meyer, no menos abrumado por lo sagrado del lugar, y quizá asfixiado por el impropio cuello, se mira los pies, realmente irreconocibles en los nuevos zapatos. A mí no sé por qué me parece que tiene unas ganas enormes de guiñarnos un ojo. Nadie se sienta. Al sa lir, Asia, pese a todo se acuerda y se atreve a infor marse: cuánto ha crecido Karl, y hasta dónde le llega ahora a su padre. El dormitorio vacío. María acaba de disminuir la luz de la lámpara. ¡Mañana! Bajo los párpados – primero un camino abruptamente ascendente, después, a par tir de una de las tantas curvas, más conocido que visto, hundido en su doble marco de sauces, el Borer bach, semitorrente de las ondinas, semirriachuelo amado, frío, en el que, debido a sus aguas heladas, siempre nos prohibían entrar, y en el que, en una oca sión, con ropa y todo…Y más adelante – la cruz en una curva, y más adelante, dejar el camino y girar a la izquierda, y más adelante ‒ ¡ya muy cerca! – de entre las frondas de los ciruelos y los manzanos, primero el gasthaus, y después el propio Ángel, regordete, con alas, dicen – muy viejo, pero por su aspecto muy jo ven, ¡mucho más joven que nosotras! – debe tener tres años, el ángel redondo y amado sobre la entrada de la casa, desde donde sale a nuestro encuentro Frau Wirtin, y lo más importante – Marile y Karl, lo más importante para mí – Marile, para Asia – Karl.
– ¡Mañana! – A las seis y media de la mañana. – Si el tiempo es favorable.
a L
La primera mirada – a la ventana. En realidad, ¿dos primeras miradas? – a la ventana y al reloj. Todo bien: el cielo claro y las cinco de la mañana. Abrocho so bre la espalda de Asia los seis botones de su corpiño. ¿Cómo vestirnos? Ropa de diario imposible – es Pas cua, y con ropa de fiesta – ni al árbol, ni bajo el árbol. – Yo, en cuanto llegue, me pondré un vestido vie jo de Marile. – ¿Y yo? (Asia, resentida.) ¡A mí un vestido de Ma rile se me arrastrará! ‒ Pues tú – ¡unos pantalones de Karl! (Y al ver que ya estaba llorando:) Bueno, tú una blusa de Marile que te llegará justo a las rodillas. ¡Y le doblaremos las mangas! Tocan a desayunar – para nosotras solas. Las di rectoras duermen. Desayunamos a solas con María. El desayuno, como siempre, es café de avena sin azúcar (que todo el colegio “voluntariamente” y de una vez y para siempre, según parece, el día de su fundación, cedió “a los niños pobres”) y pan sin mantequilla, pero en cambio con cierto engrudo vegetal rojo y repulsivo que sólo la brasileña Anita Jautz eternamente hambrienta, desdichada, omní vora y voraz como pocos, se come sin asco y, cuando puede, por todos, es decir lame el de todos. – ¡Ay, Fräulein Assia, de nuevo se le ha pegado todo el engrudo! Deje que yo me lo acabe por usted, ya no queda más que un cuarto de hora. Seis y media. Cuarto para las siete. Las siete. El tiem po no es espléndido, el tiempo es, digamos, regular, el cielo está cubierto de nubes, pero, en todo caso, no llueve. Todavía no. Las siete y media. Él, por supues to, se ha demorado en el mercado pero no tarda, no tarda en llegar. ¡Es imposible que para Herr Me yer, todo un hombre, estas cuantas gotas represen ten lluvia! Las gotas se hacen más frecuentes, pri mero chorros, después torrentes. A las ocho de la mañana aparece la subdirectora, Fräulein Änni. – Niñas, en media hora las quiero listas para la igle sia. Herr Meyer ahora, es evidente, ya no vendrá. A las ocho y cuarto la campana para la limpieza de los chanclos. Toca sólo para nosotras. ¿De qué habla el predicador? Asia, la más pe queña de todo el colegio y la que siempre se duerme durante el sermón, ahora por primera vez no duerme. No duerme, llora silenciosa y abundantemente. Pero peor que “no vino” es otro pensamiento. “¿Y si vino y, como no nos encontró, se fue? Hoy es domingo de Pas cua, todo el pueblo sube al “Ángel”, herr Meyer viene con víveres, no puede esperar.” En el camino de regreso Fräulein Änni me dice: – ¿Por qué no dices nada, Russenkind? Assia por lo menos llora. ¿Acaso no querías ir a visitar a tus amigos, ir a las alturas? – Ah, yo siempre sé, y lo sabía de antemano. ¡Ha bría sido demasiado maravilloso! Y de pronto, en vez de lágrimas, estallo en un cé lebre dístico:
Behüt Dich Gott, es wär zu schön gewesen! Behüt Dich Gott, es hat nicht sollen sein!
(“¡Que Dios te proteja, habría sido demasiado maravi lloso! ¡Que Dios te proteja, no estaba llamado a ser!”)
Collage de Marga Peña
torre
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– Me alegra tu amor por la poesía, Marina, pero todavía es pronto para que conozcas a Scheffel. – ¡No lo he leído, es que mamá lo canta siempre! Después del desayuno usual del domingo: “la fiera roja”, como sin saberlo lo llamábamos, y de la com pota de ruibarbo, obedeciendo a la campana (toca sólo para nosotras), en el dormitorio vacío, nos la vamos las manos. Y el cielo, tras un poco de llanto, ¡está espléndido! María sofocándose: – Russenkinder, Fräulein ordena que se pongan rápidamente sus mejores ropas. – Ya las llevamos puestas. – ¿Y no tienen cuellos de encaje? – No. María resplandece: – Yo tengo. Se los voy a prestar, porque… ¡también yo me siento mal aquí! Corre y regresa con dos: una esclavina enorme de guipur con ondas que caen por debajo de la cintura – exactamente como una estrella de mar gigantesca, en mitad de la cual hubiéramos metido la cabeza, – una estrella de guipur para mí, otra de encaje hecho a mano para Asia. A mí la mía me llega – hasta el es tómago, a Asia la suya – hasta las rodillas. – Ahora están preciosas, ¡parecen angelitos! (¡Ah, Ángel, Ángel!) …Pasear. Pasear a solas con Fräulein Änni – ir al mismo Schlossberg de siempre, – y además con ves tidos de domingo, – esos con los que no vas a ningún lado ni haces nada… Y toda Fräulein Änni – sólo para nosotras dos… Ataviadas, yo – con una chaqueta que me expulsa por todos lados, Asia – con una tan amplia que parece tener una vida independiente de la de ella, bajamos al paso de oscuras figuras y descontentas criaturas. Un carruaje, es más, un landó. Landó en toda la profundidad de la palabra y la fastuosidad del fenó meno. Un profundo landó laqueado, tirado por dos caballos de chocolate, de igual modo relucientes. En el fondo están las dos Fräulein, van de un negro im penetrable, solemnemente-funerario con abalorios,
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sombreros negros ataviados con ramilletes de lilas, y ramilletes de lirios de los valles en las manos. – ¡Siéntense, niñas!.. Tímidamente ponemos un pie en el estribo. – Siéntate tú, Marina, que eres la mayor, frente a mí, y tú, Assia, que eres la menor, frente a Fräulein Änni. (¿Qué es mejor: los ojos de rana saltones, enor mes e inmóviles de Fräulein Paula, o esos ojos roji zo-azulados de perro de lanas, que no paran de par padear bajo un mechón de pelo, también de perro de lanas, de Fräulein Änni?) El landó, en absoluto silencio, zarpa. Primero casas viejas, luego casas majas que miran a los campos. Campos majos… Luego colinas de abe tos, que se yerguen en la lejanía, y buscan cercanía… Las colinas de la Schwartzwald… ¿Adónde vamos? ¿Y si fuera (vana ilusión), y si fuera – allá, al “Ángel”? Pero el camino no es éste, aquél sube, éste es plano. Y las puertas no son éstas, aquéllas tienen a San Jorge, éstas – a San Martín… Pero si no es allá, – ¿adónde? Quizá – ¿a ningún lado? ¿Es sólo un paseo? – ¿Cómo es que no preguntan, Russenkinder, adón de vamos y de dónde salieron estos caballos? – A los adultos no se les pregunta (Asia). – Lo mejor, seguramente, es no saber (yo). – Educación encomiable (a Asia). Suposición ra zonable (a mí). Vamos en camino… – Y de pronto un eco golpea mi oído: Tour-und-Taxis. Y la visión ins tantánea de una torre en yedra. Ahora, por primera vez, pensando en esto, entiendo: Thurn, que yo toma ba por Turm – daba el francés tour (torre), y Taxis, por asonancia con el vegetal Taxus, cuyo significado pre ciso entonces yo desconocía (árbol de tejo, tejo) – da ba yedra. Tour-und-Taxis. Torre-en-yedra. Torre resultó no haber ninguna. Lo que había era una casa blanca con una terraza y los ojos oscuros, como siempre durante el día, profundos y noctur nos, de las ventanas, tan parecidos a aquellos con los que nos mira, dejando la terraza y descendiendo hasta nosotras como una nube café, una mujer joven que no se parecía a ninguna otra: toda ella era color castaño, acastañada, de ojos tan castaños como los del perro que la acompañaba y mechones de pelo también castaño. – Le estoy sinceramente agradecida por haber traí do con usted a las niñas. Solas en el colegio, en día de Pascua. ¡Pobres criaturas! ¿Cómo se llaman? ¿Ma rina? ¿Azia? Qué nombres tan hermosos, suenan a italianos. Usted dice: Russenkinder. ¡Pero la mayor, para su edad, es además Riesenkind! (Una niña gi gantesca.) sigue
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ensayo Esta mujer tiene una voz maravillosa, que te lle ga al corazón, una voz melodiosa, también castaña. (“Ayer escuché un violoncello, su sonido era como tus ojos castaños.” Eso escribe la anciana madre de Goethe a la joven Bettina.) – ¿Estás contenta, Azia, de haber venido? – Sí, “liebe Frau”. (Amada señora, que también significa Virgen.) – No se dice “liebe Frau”, hay que decir “Frau Fürstin” (princesa) – observa Fräulein Paula. – ¡Por Dios! ¡Acaso se puede corregir a los niños, y encima a una niña como ésta! (Y – dándose cuen ta:) Por supuesto, queridas Azia y Marina, que en todo deben obedecer siempre a Fräulein Pau la, pero hoy estamos todas juntas, – y Marina, y Azia, y yo… – Y Tiras, – añade Asia. – Desde luego, y Tiras también, le pediremos que sea benévola con todos nuestros peque ños atrevimientos y faltas, porque Tiras y yo también, no menos que ustedes, pequeñas, co metemos errores. ¿No es verdad, Tiras? Tiras. Es achocolatado, y no rojizo, no es la nudo, aunque es un setter, no es irlandés. Sus ojos, si se observan de muy cerca, son verdosos, pero la mirada es – la de su ama. Confundidas por la no vedad del lugar y por la atención de los adultos con centrada en nosotras, por lo pronto aún con timidez, como con indiferencia, acariciamos al perro, sabien do que en su momento, cuando los adultos se pongan a conversar, nos desfogaremos. El té es inenarrable. Para describirlo haría falta des cribir toda el hambre de los seis meses anteriores en el colegio, y lo que para los niños puede ser peor que el hambre, la indescriptible monotonía de aquel menú espartano: sopa de harina, lentejas, ruibarbo; sopa de chícharos, papas, ruibarbo. Ruibarbo, ruibar bo, ruibarbo. Evidentemente, porque crecía en el jardín y se cocía sin azúcar. Fiera debe de haber sido el hambre y cruel el hastío, para que dos niñas peque ñas que no eran glotonas y mucho menos sanguina rias, durante horas enteras soñaran en cómo algún día con sus propias manos atraparían y asarían al calor de la lámpara esas truchas tiernas, maravillosas, llenas de pintas azules, que se deslizaban por el riachue lo del jardín, truchas “De Änni” que, según decía Fräulein Ännie, además de todo, entendían música. Dejemos el inenarrable té, que, por cierto, resultó ser el chocolate más auténtico, en cantidades ilimita das, con las mismas cantidades ilimitadas de pasteli llos no ofrecidos, puestos directamente en los platos. Digamos solamente que nuestros estómagos esta ban tan felices como nuestros ojos y nuestros oídos, y nuestros sentidos tan felices como nuestras almas. Por otro lado, mis oídos comienzan a sentirse des concertados. Algunas cosas las desconozco, otras no las reconozco. Mi padre, a decir de Fräulein Paula, es un notable arquitecto, que está construyendo su segundo museo en Moscú (¡el primero, evidentemen te, era el Rumiántsev!), nuestra madre – una célebre pianista (jamás ha tocado en público), yo – excepcio nalmente dotada, “geistreich” (¿y la aritmética?, ¿y los trabajos manuales?), Asia excepcionalmente “liebreich” (cariñosa). Yo soy a tal punto “geistreich” y “frühreif” (de precoz desarrollo) que ya publico en revistas rusas para niños (recibo El amigo de los niños y El manantial), y Asia es a tal punto cariñosa, que después de cada comida se acerca a ella, Fräulein Paula, “para jugar al gatito”, es decir, para hacerle carantoñas. (A las alumnas no se acostumbra darles servilleta, y Asia, que aún no sabe comer sin ella, de manera absolutamente consciente, después de cada
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comida se limpia la boca, las mejillas y las manos, es decir, los garbanzos, la grasa y el ruibarbo, en la par te superior del siempre mismo vestido negro de la inocente y enternecida Fräulein Paula. Y todos lo saben menos la acariciada. Y todos, con el placer de la venganza, esperan.) – Todo se lo podría perdonar… ¡si llegaran a hacer algo!... por la voz con la que ellas, cuando ven un perro en la calle, dicen: “Ein Hu-und!” Para ese momento nosotras, la geistreich y la liebreich, ya estamos echadas en el suelo con el perro y, embriagadas y diligentes, nos dedicamos a besu quearlo: Asia en una mejilla, yo en la otra, cada una en el perfil perruno que le toca. – Es mejor no besarlo en el hocico – poco conven cida observa la dueña –, dicen que tienen… – ¡No tienen nada! – objeto vehementemente –. ¡Toda la vida los hemos besado! ‒ ¿Toda la vida? –pregunta de nuevo Tour-undTaxis ‒. ¿Toda su larga, larga vida? Entonces signifi ca que, efectivamente, no tienen nada. Y de nuevo en los oídos el monótono hilar de las alabanzas de Paula: el padre – esto… La madre – esto otro… La pequeña no puede ver un insecto sin lá grimas en los ojos… (¡Mentira!) La mayor conoce de memoria toda la poesía francesa… Frau Fürstin pue de comprobarlo… – Dime, kind, el poema que más te gusta, ¡el que más te gusta de todos! Y aquí mis orejas físicamente se paran por el soni do de mi propia voz, que ya flota por entre las olas de la magnífica oda de Victor Hugo Napoleón ii . – Dime, Marina, ¿cuál es tu mayor deseo? – Ver a Napoleón. – Bueno, ¿y algún otro? – Que nosotros, los rusos, derrotemos a los japo neses. ¡Al Japón entero! – Bueno, ¿y no tienes un tercero, un poco menos histórico? – Sí, sí tengo. – ¿Cuál es? – Un libro, Heidi. – ¿Qué libro es ése? – Se trata de una niña que volvió a las montañas. Se la habían llevado a trabajar, pero no pudo. Y volvió a su casa, “auf die Alm” (los pastos alpinos). Ellos
tenían cabras. Ellos, es decir, ella y su abuelo. Vivían en absoluta soledad. Nadie iba a visitarlos. Johanna Spyri escribió ese libro. Una escritora. – ¿Y tú, Azia? ¿Cuáles son tus deseos? Asia, precipitadamente: – Casarme con Edison. Ese es el primero. Después, tener un ascenseur, pero no en una casa, sin casa, en el jardín… – Bueno, ¿y el tercero? – El tercero no se lo puedo decir. – Una mirada a Fräulein Paula ‒. ¡No, no se lo puedo decir! – Pequeña, pequeña, no seas tímida. ¡Tú no puedes desear nada que sea malo! – No es malo, es… incómodo, descortés. – Cara asustada de Fräulein Paula‒. Comienza con W. ¡No, no es eso que usted piensa! – Y de pronto, parándose de puntitas y abrazando del cuello a la asustada y sonriente Frau Fürstin, con un fuerte susurro –: Weg! (¡Fuera!) ¡Fuera del internado! Pero ninguna de las dos lo oyó, seguramente no lo escucharon, porque al mismo tiempo y muy acaloradamente se pusieron a hablar de algo muy distinto, del Pfingstferien (las vacacio nes de Pentecostés), adónde irá el internado y si en realidad irá. ¡Qué maravilloso es ir sentada de espaldas al caballo, cuando te despides! En vez de a los caballos que irre mediablemente nos llevan e inevitablemente nos ha rán llegar adonde no queremos, tenemos ante los ojos aquello de lo que no queremos despedirnos, aquellos de quienes… Evitando con la mirada: Asia – a Fräulein Änni, yo – a Fräulein Paula, intrépida y desvergon zadamente miramos por entre sus sombreros, por enc ima de sus cabezas – Asia, primero incorporán dose apenas, y ahora completamente de pie – hacia la casa blanca oculta tras el oscuro follaje de las conífe ras, y escuchamos los últimos ladriditos de Tiras, a quien, su dueña, en vez del acostumbrado paseo, lleva a casa, y con quien nosotras tan gustosamente nos cambiaríamos – ¡y no sólo de lugar! En el interior, más hondo que el oído, la irresistible voz, amada – conservada – prolongada por el oído interior: – Gott behüt Euche, liebe Fremdenkinder! (Dios os proteja, dulces niñas extranjeras.) Una semana más tarde, cuando la blanca casa defi nitivamente se había perdido entre las coníferas, los abetos definitivamente se habían cerrado, la voz de finitivamente había desaparecido en las profundi dades, Fräulein Paula, en esa misma habitación ver de, nos entregó a Asia y a mí un paquete a cada una. Dentro del que tenía escrito “Marina” había un libro: Heidi, y otro: Was wird aus ihr werden (¿Qué pasará con ella?), en donde, con una bella caligrafía inclina da, sobre la palabra ihr estaba escrito dir (contigo), y después de werden – Liebe Marina? (¿Qué pasará con tigo, querida Marina?) En el otro, el que tenía escrito “Azia” – una cajita con dados, con los que no sólo se podía construir un elevador, sino una Nueva York entera, esa Nueva York en la que se celebraría su bo da con Edison • Elegías del Duino. Tour-und-Taxis. Torre-en-yedra. 1933
T raducción de S elma A ncira
(de próxima publicación en un volumen de relatos que llevará por título Las flagelantes, editado por Ediciones sin Nombre).