La Jornada Semanal

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Candados del amor, V ilma F uentes

Textos de B ada , B ustamante y R ey

Los trabajos de Álvaro Mutis

■ Suplemento Cultural de La Jornada ■ Domingo 25 de agosto de 2013 ■ Núm. 964 ■ Directora General: Carmen Lira Saade ■ Director Fundador: Carlos Payán Velver


de asombros

bazar E

“Sólo el poema, la palabra, la lengua, nos colocan en el centro de nosotros mismos”: esa ha sido la máxima bajo la cual, durante sus noventa años de vida, ha trazado su singladura Álvaro Mutis, el célebre creador de Maqroll el Gaviero. A través de su obra, Mutis ha sabido dialogar con lectores de todo el mundo, tres de los cuales son convocados aquí para celebrar las primeras nueve décadas de este colombiano de nacimiento y mexicano por residencia: Bada, Bustamante y Rey escriben sobre la vida, la enorme generosidad y la trayectoria literaria de nuestro querido amigo Álvaro Mutis. Publicamos además un artículo de Leandro Arellano sobre el Arcipreste de Hita, así como una crónica de Vilma Fuentes sobre los candados del amor, nacidos en algún puente innombrable y hoy diseminados por todo el mundo.

Comentarios y opiniones: jsemanal@jornada.com.mx

Hugo Gutiérrez Vega La traducción: dos visiones de lo mismo

l número del 17 de febrero del suplemento La Jornada Semanal se dedicó a la memoria de la gran escritora rusa Marina Tsvietáieva (hace poco, un buen amigo rusófilo criticó mi pronunciación del apellido de Marina. En venganza le pedí que repitiera varias veces la sencilla palabra purépecha parangaricutirimícuaro. Lo derroté de manera fulminante). Selma Ancira, la coordinadora del Centro de Traducción que funciona en Yásnaia Poliana, la casa de Tolstói, y merecedora de los mayores premios en materia de traducción, fue la coordinadora y la admirada traductora de los textos de Marina. En respuesta a un cuestionario, la poeta rusa habla de las vivas memorias de la primera infancia y, de manera muy especial, de Tarusa, poblado que se recuesta en las márgenes del río Oká. En ese lugar la niña Marina pudo ver a los grupos de flagelantes que se azotaran para vencer las tentaciones, para conjurar al demonio, para incrementar su perfeccionamiento espiritual o para lograr otra clase de perturbadoras sensaciones (no olvidemos las flagelaciones de las mujeres en las fiestas de las lupercales romanas; ahí, junto a las veneraciones a los dioses, brillaban oscuramente los retorcidos orgasmos). Mucho le agradecí a Selma la coordinación de ese número que aumentó el interés por la obra de Marina y de todos los escritores de su época. Esta recuperación incluía, por supuesto, la narración de la vida de la autora, la crítica del desastre soviético causado por Stalin y su horrenda Nomenklatura; la memoria de los millones de muertos en el Gulag y la estupidez del realismo socialista que liquidó el entusiasmo inicial del Proletkul y destrozó la labor de búsqueda y de experimentación de los teatristas apoyada por Lunacharsk y y las obras que anunciaban un nuevo humanismo. Al lado de Marina encontramos a Zamiatin, Mandelstham, Pasternak, Eisenstein, Malevich, Bulgákov, Maiakovsk y y a muchos otros censurados, apresados y asesinados por un sistema dictatorial que tanto daño hizo al pensamiento socialista y al verdadero comunismo que tiene un claro contenido humanista. Las Ediciones sin Nombre agre-

ga un nuevo nombre a su excelente anonimato, Las flagelantes. Los tres cuentos que componen este sorprendente libro en el cual, como en toda su obra, está presente la autobiografía de la escritora, tienen un tono intimista y, al mismo tiempo, reflejan dialécticamente la realidad de un momento de la historia del mundo, la profunda belleza de un paisaje, el tranquilo fluir de un río que, como el de don Jorge Manrique, va a dar a la mar que es el morir. En el prólogo, Selma nos explica la génesis de su pasión por traducir y su amor por la lengua rusa. Sus reflexiones iluminan muchos terrenos del difícil y hermoso trabajo que consiste en pasar a nuestra cosmovisión otra cosmovisión y encontrar la tensión espiritual de una lengua en la intensidad de otra radicalmente distinta, aunque ambas estén unidas por el fenómeno humano. Dice Selma que Brodsky considera a Marina la poeta más grande que diera el siglo x x . Sin duda hechizó a su traductora (“el mundo me ha hechizado”, decía Quevedo) y se apoderó suave y hermosamente de su atención, su pericia, su pasión y su amor por el alma rusa. Selma y yo nos conocimos en Grecia hace algunos años (algunos). Una mañana de otoño, con mi compañera Lucinda, fuimos en procesión al santuario de Dafni. En su honor escribí un poema en el que el Pantocrator obser vaba, con mirada severa, al danzante dios del mundo clásico. Siguió Selma con sus rusos pero ya se abría paso en su alma de traductora la prosa de Seferis. Gracias por estas flagelantes del río Oká, gracias a Chema Espinasa por enriquecer nuestro conocimiento de la obra de Marina. Creo, Selma, que la música en ruso de los poemas y los cuentos pasa ya con asombrosa naturalidad al español. Ya lograste lo que quería Marina resp e c to a la tr a du cci ó n : “Dos variaciones sobre el mismo tema, dos visiones de lo mismo, dos testigos de la misma visión. Cada uno lo vio desde sus ojos” • jornadasem@jornada.com.mx

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Portada: La función de Reich

Ilustración de Sergio Bordón Portada: “Fallamos como especie”

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creación

Jornada Semanal • Número 964 • 25 de agosto de 2013

Gustavo Ogarrio

Dos estampas MAREA Todo comienza cuando uno se siente completamen­ te a salvo y entrega la mejor de sus sonrisas entre la niebla de los escritorios para desempeñar el refina­ do papel de la alegría sin respiro. El ataque puede iniciar con una basurita en el párpado izquierdo o con una inflexión para amarrar el zapato de charol reluciente. Se abren los ojos de nuevo o se levanta la cabeza y ya los mundos ocultos salen armados hasta los dientes del sosiego alucinado de sus días y noches desconocidas, tan sólo para instalarse en lo más profundo de nosotros y asaltar el vello pú­ bico de la decencia de las tías y de la moral con pan­ talla de plasma y del tacto hipnotizado con el que andamos y de la serenidad de los parques con arte­ factos de plástico y de la amabilidad en los super­ mercados y de la triste pero efectiva vida cotidiana de los ancianos. Después, la embestida del mercurio es imparable, la pequeña duda sobre el color que deberían tener las cortinas de la sala crece vertigi­ nosamente y se va infestando de cucarachas que vienen de las calles de Bombay, de sapos gigantes que vivieron hace siglos en alguna colonia portu­ guesa y que toman por asalto las sillas de terciope­ lo para discutir la forma en que morirán las células dañinas de nuestra indiferencia; murciélagos de chillidos filarmónicos se desploman sobre nosotros y ya nuestros cuellos son víctimas de sangre de to­ dos los gritos de cualquier estropeado. Es la guerra contra el sentido común que nos prohíbe mirar de frente el precipicio, contra el idioma de las estalac­ titas que resguardan las certezas de los domingos familiares. Una fruta verde ya es de pronto una gra­ nada de silencios descomunales. Sentirás el golpe, la pisada en el vientre, como si algún gigante hubie­ ra pateado tu tranquilidad; una bofetada de na­ palm, una evacuación fulminante de los astros ali­ neados a tu favor o el simple abandono de los demonios ya conocidos. Entonces una marea de fisonomías atacará las pupilas de tu alma y ya tus ojos sentirán el choque de luz que por primera y única vez te enseñará lo inexplicable, ese filo como cuchillo de lo que no tiene remedio: rostros y más rostros que apenas sonreirán desde el hambre y des­ de la guerra, mujeres embarazadas abiertas en ese canal sin mundo de Lomas de Poleo, niñas infecta­ das de sida resguardándose en las cuevas de Sudán, hombres partidos en dos por una bomba o niños catatónicos que sonríen con su fusil en el brazo y que jamás podrás ver en vivo y en directo y que nada te dirán de cómo se muere en Afganistán, Bag­ dad, Ciudad Juárez, Rangún, Groenlandia, China, Malí o el desierto de Arizona. Todo ocurriendo al mismo tiempo, la sinfonía salvaje de todas las cosas cayendo en pedazos sobre la triste figura de tu ano­ nimato… nutrias hambrientas que cruzan la oscu­ ridad del río Amazonas, una lluvia de venados que

cimbra los alrededores de Siracusa, el iceberg que muere en pedazos en la soledad blanca de la Antár­ tida, sombras de pingüinos plebeyos que nunca se frotarán el uno contra el otro para no morir de frío. Regresarás ya incompatible con tu propio deseo, o deseando más de esa marea que ya te ha transfigu­ rado en un sensato peligroso. Con un poco de suer­ te llegarás a la misma conclusión, te asomarás de la misma manera por la rajadura y esa voz interior, hija legítima de la marea impalpable cuyo recuerdo ya nunca te abandonará, te dirá casi distraída pero sin nostalgia: no hay por qué preocuparse, nadie en su sano juicio vivirá para contarlo.

que el guía de turistas les vuelva a perdonar la vida a los barbudos mientras les explica lo que todos es­ tos años ha producido la lenta ceremonia de la civi­ lización. También tenemos perros con rabia que vigilan las calles, avestruces que se dejan tomar fotos con los dragones, grutas y minas en las que se dan clases de idiomas y de olvido; tenemos bancos de sangre listos para ilustrar los momentos culminantes de la historia; abedules, pinos y troncos de mercurio y sierras eléctricas y camiones de tres toneladas e in­ cendios en las montañas cuya esencia ya no es el olor de la especie ni las huellas de ningún paraíso.

Foto: Marcela Garza

PAÍS Este país tiene rumores en los pies, pesadillas en las manos y una que otra hazaña derrochada en cierto día emblemático; tiene dientes de león que se quedan en los huesos cuando los niños soplan su verdad de jarabe contra la garganta, esquinas como espectros de nieve y uno que otro rascacielos que lo hace irre­ conciliable con las brujas. Este país no es más que una promoción turística para los que vienen de fue­ ra: se paga para mirar el abismo y sonreír a la cáma­ ra, nos aplauden cuando nos ahogamos en estas playas hermosas, eternos inmuebles del Almirante; se sacan visas para escuchar las conversaciones de los vencidos en sus idiomas conquistados y para

Este país está entregado en cuerpo y alma a la propagación de los zopilotes. Ya nos han dicho hasta el cansancio que no existe, pero no quere­ mos entender y buscamos en el humo de la hari­ nera un futuro mejor para nuestras hijas y en el rechinido de los camiones la clave secreta del éxi­ to y en los diarios el ojo ciego de lo que no tiene explicación. Hemos sido capaces de meter en nuestra felicidad las leyes ocultas de la sinrazón y el miedo. Afuera, en otro país que no es el nuestro, una nube de pájaros anuncia el golpe traicionero de la mañana •


Vilma Fuentes

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Candados del amor Foto: Derek Key/ Flickr, bajo licencia de Creative Commons

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esde hace ya algunos años, una extraña cos­ tumbre se propaga en el mundo. Manía con­ tagiosa, superstición, epidemia que se es­ parce de puente en puente de una ciudad a otra, cada una de ellas preciándose de ser el lugar de origen de este rito. En París, el ritual comenzó en la pasarela del Pont des Arts, la cual comunica, por encima del Sena, el palacio Mazarine del Instituto de Francia, en la rive gauche, con el Louvre, en la rive droite. Es uno de los puentes más frecuentados de la ciudad: reservado a los peatones, esta particularidad es su mayor encanto. Sin embargo, hoy esta pasarela soporta un peso su­ plementario de doce toneladas. No se debe a que los parisienses o los turistas se hayan vuelto obesos. A pesar de la proliferación de productos de MacDonalds y cocacolas que consumen, el conjunto de unos y otros no ha alcanzado aún este impresionante peso. No, son las do­ ce toneladas de metal. ¿Qué metal? El de los candados que los amorosos cuelgan del enrejado de las balaustra­ das para marcar su paso, dejar una huella, firmar su pre­ sencia, eternizar su amor, y amenazar el equilibrio de la construcción. Tal es la nueva costumbre que comienza a dar la vuelta al mundo y desde 2008 cunde en París. Es un espectáculo conmovedor ver esta acumula­ ción de candados pelear un lugarcito, juntos, unos contra otros, en ocasiones encimados, y que meta­ morfosean las balaustradas de la pasarela en estan­ dartes a la gloria del amor: largos listones desenro­ llados sobre un puente por encima del Sena, que rutilan y centellean todos sus destellos metálicos. Encantador, emocionante, cierto. Pero también es cierto que esa acumulación de metal pesa doce tone­ ladas y no cesa de aumentar. El amor es acaso velei­ doso o eterno, pero tal parece que su testimonio es a veces algo pesado. La literatura y la poesía lo atesti­ guan en forma abundante. Si es grato pensar que los enamorados son innumerables, el hecho de que es­ cojan un candado como símbolo de su amor lleva el pensamiento hacia ensoñaciones azarosas. Algunos candados tienen firmas, iniciales, una fecha, una pro­

mesa, un deseo. ¿Quién puede no sentir una ligera emoción al descubrir estos testimonios íntimos y, sin embargo, expuestos públicamente como un se­ creto gritado a la tierra entera? Misterio del amor: a la vez secreto, público, mani­ fiesto, invisible. En la gran tradición de la poesía del amor cortés, existía una regla absoluta: el trovador no debía declarar su amor a la amada so pena de per­ der toda esperanza de ser correspondido. Debía es­ perar, callar, suspirar, escribir los más bellos poemas absteniéndose siempre de nombrarla, con la esperan­ za de ser, algún día, al fin, escuchado, comprendido y, quizás, recibir la recompensa a su paciencia, prue­ ba última de su sinceridad. Regla y conducta bastan­ te alejadas de la vanidad y la precipitación de los presuntuosos e indiscretos tenorios actuales. Si vos creéis que voy a decir A quién oso amar No sabría por un imperio Os la nombrar...

Así canta Fortunio, joven amoroso, el cautivante poe­ ma de Alfred de Musset con la inolvidable melodía, música de una rara simplicidad y pureza, de Jacques Offenbach. Los acentos tan conmovedores de la can­ ción favorecen a la vez una forma de confesión y la protección de un secreto. Algo similar a la doble in­ tención que origina el gesto de los amorosos cuando cuelgan un candado en la pasarela del Pont des Arts: de manera simultánea exhiben su amor y, con ese mismo gesto, al oprimir la cerradura del candado, encierran simbólicamente el tesoro de su secreto. Pero, ¿conocen ellos mismos ese secreto? Las parejas de enamorados o de amantes, quienes tanto parecen querer dejar esta huella de su paso, ¿desean anunciar a gritos su amor? O bien, ¿el mensaje de su ofrenda se dirige en principio al lugar, al puente, al río, en fin, a París, a esa ciudad donde han vivido ese amor? El vín­ culo entre una historia amorosa y el lugar donde se desarrolló es inextricable y, en ocasiones, decisivo al

extremo de ser imposible separar una de otro. El amor de Swann por Odette es indisociable de ciertos sitos parisienses: las avenidas del bosque de Boulogne, el restaurant Lapérouse, y todos esos lugares marcados por su presencia ‒o incluso por la ausencia de Odet­ te que tanto hace sufrir a Swann. Ciertas ciudades poseen un poder de alguna ma­ nera mágico, o más bien magnético, el cual atrae y acoge las pasiones más enloquecedoras. París es una de ellas, numerosos testimonios lo prueban. No po­ dría contarse el número de poemas, novelas, pintu­ ras, dibujos y películas donde se opera, en el laberin­ to de sus calles, la fusión de la ciudad y de la comedia o tragedia del amor vivido en ellas. “Bajo el puente Mirabeau fluye el Sena/ Y nues­ tros amores…”, murmura Guillaume Apollinaire en uno de los poemas, tal vez más célebres y más con­ movedores del Mal-Aimé (Mal-Amado). El poeta no se contenta con la evocación del amor, designa el lugar, el río, e incluso el nombre del puente, único y singular. André Breton, por su parte, cada vez da la dirección exacta de sus encuentros con Nadja. Venecia podría enorgullecerse de poseer ese sor­ tilegio. Los enamorados, célebres o desconocidos, son más numerosos que las góndolas en sus canales. Así, es sin duda legítimo interrogarse sobre este mis­ terio fascinante: la verdadera razón, consciente o inconsciente, de los millones de turistas que visitan Venecia o París, no sería el deseo de descubrir las maravillas arquitectónicas, las obras maestras, mu­ seos, monumentos, sino más bien la esperanza de vivir, como antes otros, un amor eterno. Podría ser eso el magnetismo: si tantas historias amorosas han sido vividas ahí, el lugar tiene el poder de suscitarlas y perpetuarlas. Tal debe ser su anhelo cuando cuel­ gan su candado en la pasarela del Pont des Arts o el puente del Archevêché, tras Notre-Dame. Como se formula un deseo cuando pasa una estrella errante. No queda sino formular el deseo de ver desentu­ bados los ríos de Ciudad de México para colgar can­ dados de amor en sus puentes •


Jornada Semanal • Número 964 • 25 de agosto de 2013

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El gozo del

Arcipreste

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n modo de gozar de la lectura del Arcipreste es no hacer demasiado caso a la crítica, pues si nos atenemos a lo que pregonan los espe­ cialistas como requisito en toda obra lite­ raria, no vamos lejos. Bajo esas normas, la unidad no sería atributo de varios grandes autores. Un ejem­ plo antiquísimo es Los persas, de Esquilo, al que no faltó quien acusara porque la acción tiene lugar en la corte del rey persa y no en territorio griego. ¿Qué decir del Tristram Shandy, que contiene capítulos en blanco, encabezados sin texto, espacios cubiertos de tinta, además de abundantes puntos y asteriscos? ¿O de Jacques el fatalista, que desde el punto de vista na­ rrativo y temático no es más que un conjunto de his­ torias dispersas, un libro hecho a base de digresiones del autor, casi como si no tuviera propósito? ¿Y Ché­ jov? Se sabe que cuando escribía cuentos no pensaba en libros. La lista puede ser extensa. En esa línea, un ejemplo mayor lo constituye el primer gran lírico de nuestra lengua, Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita. Su Libro de buen amor es todavía asunto de polémica entre estudiosos y especialistas. Porque dicha obra es, ciertamente, un complicado recorrido poético en el que el argumento lo va cons­ truyendo el protagonista mientras narra la historia de sus amores, y en el camino entremezcla sin mise­ ricordia verso y prosa, sentimientos religiosos y pro­ fanos, e intercala cuentos, fábulas y sátiras. En coplas o estrofas invoca a la sagrada escritura y a Aristóteles, a Catón y a San Pablo, igual que in­ tercala razones de amor y desamor con fábulas mo­ rales y reflexiones en rima sobre las consecuencias del vicio. También contiene una recopilación vasta de poemas sueltos y, como todo gran libro, va armando su trama mientras se halla en movimiento el perso­ naje central. Uno de los muchos estudiosos del Arcipreste, Jo­ sé María Aguado, en su Glosario sobre Juan Ruiz, propone la división del Libro en cinco partes, en tan­ to que Menéndez y Pelayo consideraba al menos ocho temas: una novela picaresca de corte biográfico,

cuyo protagonista es el mismo autor; una colección de apólogos o “enxiemplos”, como los usados en El Conde Lucanor; una paráfrasis de El arte de amar, de Ovidio; la comedia latina medieval de Phamphilus parafraseada y en forma narrativa; el poema burlesco de la Batalla de don Carnal y doña Cuaresma; una colec­ ción de sátiras, indignadas unas, festivas o inocentes otras; una serie de poemas líricos, sagrados y profa­ nos sobre una diversidad de asuntos, y cualquier cantidad de digresiones morales y ascéticas. Todo eso encuentra el lector, además de un caudal de referencias profanas, que hacen del Arcipreste un precursor de La Celestina y El Buscón, de Cervantes y de La lozana andaluza. Y como otros grandes ejemplos de nuestra literatura, el Libro habría sido concebido y algunos de sus materiales fueron escritos en prisión. Según eso, el Arcipreste padeció cautiverio durante trece años por órdenes del arzobispo de Toledo, por razones nunca del todo aclaradas. Adelantándose a Sancho, el Libro bien constituye un refranero popular. Uno de sus impresores (de 1913), Julio Cejador y Frauca, suma 281 refranes en el libro. Algunos ejemplos: “A mal hecho, rezo y pe­ cho”. “El bien decir no cuesta más que la necedad.” “Los refranes verdad son.” “El que pregunta no ye­ rra.” “El que pide no escoge.” “El estudio a rudos faze sabios e prestos.” “A pan de quince días, hambre de tres semanas.” El Arcipreste no es sólo el primer gran poeta de la lengua castellana, sino también el más personal de la literatura medieval española. Con ser clérigo y hombre del Medioevo, asombran sus observaciones sobre el amor profano, así como su conocimiento de la mujer. Buena parte del Libro lo ocupa el diálogo del autor con Don Amor, y las respuestas y consejos de éste. En la respuesta que da Don Amor al Arcipreste, el autor anota las características que debe poseer la mujer amada y previene así al porfiado: “Guárdate que no sea vellosa ni barbuda;/ ¡de tal semidiabla el infierno te aparte!;/ si tiene la mano pequeña, delga­ da, y voz aguda,/ de mujer así, si puedes, apártate de buena gana.” No falta quien asegure que el Arcipreste tuvo in­ fluencia de El collar de la paloma, de Ibn Hazm. Cierto es que el Libro abunda en aventuras amorosas. El Ar­ cipreste se lanza a catorce episodios de ese género, con la ayuda de la Trotaconventos, un personaje que pronto tomará carta de naturalización en nuestra literatura. Y a partir del verso 950 Juan Ruiz sale a la sierra. Sin miramientos, el Arcipreste invoca a San Pablo para señalar que el hombre ha de probarlo to­ do. Las aventuras con distintas serranas son ocasión

El Arcipreste no es sólo el primer gran poeta de la lengua castellana, sino también el más personal de la literatura medieval española

Leandro Arellano

para la creación de las cantigas. Varias coplas de la Cantiga de la serrana nos las hacían recitar a coro en secundaria, luego de enseñarnos que la cantiga era una composición poética destinada al canto. Era Juan Ruiz arcipreste ‒dignidad canóniga de una catedral‒, conocía el latín y a los clásicos y citaba recurrentemente a Ovidio. Aunque fue coetáneo del Infante Don Juan Manuel, sus estilos son asaz dife­ rentes. Juan Ruiz tiene gran dominio de la antigüe­ dad, pero el plasmar su propia experiencia existen­ cial lo ubica en la modernidad. Habla a menudo de sí mismo a lo largo de su obra: “Yo, Joan Ruiz, el so­ bredicho Arcipreste de Hita...” Bien que Alfonso Re­ yes previene que no todo lo que cuenta el libro se ha de creer que le sucedió al Arcipreste, el humor que contiene es inusual en un clérigo, en España y en el siglo xiv . Con todo lo rico y complejo que es el Libro, ni si­ quiera lleva un título impuesto por su autor. Mas deja en claro cómo se ha de interpretar: “De la mucha santidad es un gran doctrinal/ mas de bromas y bur­ las un pequeño breviario.” Julio Torri explica que buen amor debe entenderse en su connotación profa­ na: amor que se conforma con las delicadas reglas de la cortesía. Aún se disputan las fechas de su nacimiento y muerte, así como su lugar de origen. Lo que parece cierto es que nació en la segunda mitad del siglo xiii y debió morir en la primera mitad del siguiente. Vá­ lidas todas, son múltiples las interpretaciones que del Libro se hacen. Pero en literatura el estilo no es un atri­ buto aislado de lo escrito, es lo escrito mismo, un re­ flejo del temperamento en las palabras. Por lo que de todas las cualidades del Arcipreste nos quedamos con la única que vale en literatura: la gracia •


r elato

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l Mano Enciso, amigo del Rayo de La Villaloa, que muchas veces la habían pendejeado en Ti Yei, ha­ bían luchado juntos en Nam, en Grenada, en El Salvador y se habían madreado como sombreros viejos en póquer y veintiuna por casi lo mejor de dos dé­ cadas, había escrito al Rayo desde México, implorándole involucrarse en “una buena lucha por un cambio. En la cual he metido mi terca y dura cabeza más de una vez según creo.” El Mano Enciso escribió: “Desperté un día y lo que vi no era pobreza, era pura miseria. Casi solamente buenas madrizas, encarcelamientos, torturas y asesinatos a los cuales un hombre no puede ver sin hacer algo con su có­ modo culito reposando en sillón confortable, aunado a salarios de mierda, cagadas condiciones de trabajo, des­ alojos y robos a los pequeños propietarios de la tierra, explotación del pueblo en general por los cárteles del petróleo y de la droga, etc. Tan sólo un dato estadístico: 17 mil paisanos murieron el año pasado de hambre. En­ tiende carnalito, es aceptable que la gente muera de cán­ cer, del sida, de infarto e influenza. ¿Pero de hambre? Los caciques están vendiendo la tierra de los campesinos, que las cooperativas campesinas de los ejidos les otorgaron después de la revolución de 1910. Esto no es comunismo contra capitalismo, compita, es vida o muerte. Dos tercios de la gente aquí en La Villaloa, donde establecimos jefa­ tura, no tienen ni siquiera electricidad, estas pobres gen­

El

Rayo de

La Villaloa

J. I. Barraza Verduzco

25 de agosto de 2013 • Número 964 • Jornada Semanal

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tes viven en chozas sobre el pinche piso de tierra. En el Ejido de la Santa Primavera los plebes comen si acaso una vez al día, los adultos sólo cuando se puede llevar al cabo una expropiación. La ironía es que la región es una de las más ricas de México, con centenares de millones de dóla­ res disponibles para el desarrollo de la agricultura, la in­ vestigación petrolera y perforación de pozos. El pedo es que solamente del 15 al 20% de ese dinero ha sido gastado verdaderamente ‒el resto está en los bolsillos y las cuentas bancarias de un pequeño grupo de personas, que mantie­ nen control sobre la política conservando el Estado al re­ vés. ¿Te suena familiar?, échale güevos y vente pa’cá, hombre. Los indios me dicen Tatic, honrado. También tú puedes ser un Tatic. Esta gente nos necesita, Rayo. Esto que les hacen es el clavo final en su ataúd. México está en el borde de convertirse en una maquiladora gigante. Ven­ te pa’cá’rriba y échanos una mano.” El Rayo de La Villaloa mostró la carta del Mano Enciso a la Cobra Rojas y explicó que se tenía que ir. Ella la leyó y le dijo que entendía todo eso, pero que tendría que llevar­ la con él. “No te puedes ir solo”, le dijo Cobra Rojas, “por­ que puede suceder que despiertes con tu cabeza dura metida en un buen rompecabezas al que le falten algunas de sus mejores piezas.” El Rayo hizo algunas muecas abra­ zando a su esposa y luego luego dijo: “Cobra, no sabes en verdad cómo deseo que mi gente hubiera podido encon­ trarte mucho antes. Eres de su clase y tipo.” “¿Cómo ex­ plicas lo que pasa en La Villaloa?” “Repugnante, vil, as­ queroso.” Cobra Rojas soltó una carcajada. “¿Qué te parece tan divertido?” “Mi Rayito chulo,” le dijo Cobra, “creo que estuve allí antes” • Foto: archivo La Jornada


Mutis,

Mario Rey

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el maestro

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amino a casa de Álvaro Mutis con el geólogo, poeta y traductor del ruso Jorge Bustamante, recuerdo la primera vez que escuché su nom­ bre y el de Maqroll, su voz poética, en los amplios y frescos espacios del Colegio Santa Librada, donde hacía el bachillerato y me acercaba entusias­ mado y temeroso al radiante universo de la literatu­ ra y el arte, al calor de mis primeros torpes e ingenuos pasos tras la utopía eterna de la Edad de Oro, de un mundo mejor y del ritmo del son, la rumba y la salsa. En los setenta, mucho antes de cumplir los cin­ cuenta años, Mutis ya era reconocido en el mundo latino y se había convertido en un clásico; sus poemas resonaban en los salones de clase, eran discutidos en los pasillos de los colegios y los cafés, y el Gaviero empezaba a tomar cuerpo. Sus versículos recreaban en lo más profundo del ser nuestro paisaje y, sin sa­ berlo, alimentaban mi identidad: Al amanecer crece el río, retumban en el alba los enor­ mes troncos que vienen del páramo. Sobre el lomo de las pardas aguas bajan naranjas maduras, terneros con la boca bestialmente abierta, te­ chos pajizos, loros que chillan sacudidos bruscamente por los remolinos.

Al llegar a México, asfixiado por la angustia genera­ da por la plena conciencia de los cadáveres, del im­ ponente bloqueo a cualquier ruta decente hacia la Edad de Oro en la tierra del Dorado, por la histórica barbarie que sustenta nuestra enorme desigualdad social, por la ineficiencia de nuestros cantos de sire­ na, por la violencia inútil y atroz a la que han sido arrastrados muchos de quienes pretendían comba­ tirla, encontré que ante la imagen de una Colombia violenta, corrupta y narcotraficante, se erguía orgu­ llosa la de otra trabajadora, creativa y vital: los ros­ tros, manos, voces y almas sonrientes de Barba Jacob, Álvaro Mutis, García Márquez, Fernando Botero, Leo Matiz, Carmencita Pernett, Rómulo Rozo, el Caimán Sánchez y Rodrigo Arenas Betancourt, entre tantos paisanos que han encontrado refugio en la tierra ori­ ginaria del maíz, el jitomate, el mole, el aguacate, el muralismo, las rancheras, Pedro Páramo y el tequila… A poco llegar, en una refinada y sobria oficina de Polanco ‒uno de los barrios de más caché de la capi­ tal mexicana‒, una comprensiva secretaria nos con­ dujo a Fabio Jurado, a Óscar Castro y a mí ante el célebre y elegante narrador de Los intocables, gerente de la Columbia Pictures y la Twentieth Century Fox para América Latina: el poeta Álvaro Mutis, quien se acercó sonriente con la mano extendida a saludar a otros de los tantos aprendices de letras que solíamos buscar sus palabras y solidaridad. Íbamos a pedirle apoyo para las Primeras Jornadas Culturales de Co­ lombia, organizadas por el Taller Literario Porfirio Barba Jacob (Ariel Castillo, Adolfo Caicedo, Luz Ayder Paz, Socorro González, Plinio Garrido, Óscar y Fabio). Óscar le solicitó colaboración para su tesis de maestría sobre su obra y Fabio le pidió un contac­ to con García Márquez. Con generosidad comentó la

empresa, habló de la promoción cultural, de litera­ tura, de Colombia y México, nos dio nombres y telé­ fonos, y después iluminó con sus versos, sus festivas anécdotas y sus carcajadas los recintos de la unam y la Galería Domecq. Ante la inquietud sobre su desenvoltura en el mun­ do de los números y las letras, Mutis nos explicó con gran sinceridad y sencillez que él, desde muy joven, había decidido no pasar necesidades, como Scarlett O´Hara en Lo que el viento se llevó; que la lógica de los negocios era muy simple: alguien compra en dos para vender en cuatro y quien compra en cuatro vende en ocho; y que separaba escrupulosamente los dos mun­ dos, sin pretender sacar provecho de su condición. Ese día yo llevaba enrollados mis primeros versos y, cuando empecé mi atropellado discurso para soli­ citarle que los leyera, poniéndome la mano en el hombro, me dio una lección inolvidable: “Mario, si quieres, con mucho gusto me los llevo y los leo, pero no te voy a decir nada: uno siempre sabe cuándo da en el blanco.” Una anécdota y enseñanza que suelo compartir con mis alumnos. La generosidad del maestro también se manifiesta en el universo gobernado por los números: Eduardo García Aguilar recuerda que lo invitaba a él y a otros escritores en socráticos recorridos por su cava, canti­ nas y restaurantes, y el pintor Santiago Rebolledo cuen­ ta que una vez charló toda la noche con su novia, de México a Italia, y que ante la inminencia del corte del teléfono el poeta pagó la cuenta muerto de la risa. En los noventa, ante el asqueroso cuentico de “La colombianización de México” y la penosa labor de la gran mayoría de nuestros diplomáticos de ocasión, a quienes sólo se les ocurre festejar la Independencia con los cómicos de la tele y la pachanga –hoy los có­ micos ya son embajadores‒, retomé la experiencia de las Jornadas y creé la Semana Cultural de Colombia en México y la revista La Casa Grande. Entonces dis­ fruté de la solidaridad y la complicidad del poeta y Carmen, su esposa, quienes fungían como los autén­ ticos y señoriales embajadores que muy pocas veces tenemos en el mundo. Álvaro no sólo leía sus poe­ mas, participaba en las mesas de discusión, concedía entrevistas y posaba para las cámaras: inauguró la mayoría de nuestras Semanas y soportó estoicamen­ te la impertinencia de algunos señorones y “los lis­ tos” a pesar del carácter mutable de quienes nacen bajo el signo Virgo. Recuerdo una inauguración en la que, frente al embajador de turno, se refirió a la barbarie de las guerras yugoslavas, la guerra, la paz, el arte y Co­ lombia. Lo recuerdo tanto por su apasionado recla­ mo, como porque minutos antes me había pregunta­ do si estaba seguro de que deseaba que inaugurara él; tampoco puedo olvidar la gracia que le causaba que fuera yo y no la embajada quien organizara esos festejos –a Uribe y sus “agregaos”, en cambio, no les causaba ninguna gracia... En el mágico Tepoztlán, después de enseñarme a preparar el mejor martini del mundo, don Álvaro rememoró su “Nocturno”: “Esta noche ha vuelto la

lluvia sobre los cafetales./ Sobre las hojas de pláta­ no,/ sobre las altas ramas de los cámbulos,/ ha vuel­ to a llover esta noche un agua persistente y vastísi­ ma/ que crece las acequias y comienza a henchir los ríos/ que gimen con su nocturna carga de lodos ve­ getales…” Y, para mi gran sorpresa, después de de­ nostar los boleros, cantó completicos en tono burles­ co más de diez… En otra ocasión, en corro, asistí deslumbrado a la representación de una y otra y otra de sus maravillo­ sas historias: su forzoso aterrizaje con un tigre en la pista, su trágico descenso de los cielos con la Virgen en pedazos, la salida en ascensor con el cadáver de un obispo, su primer encuentro con Gabo: “¿Ajá, y cómo va la vaina?”, sus días en Lecumberri, “Mi ver­ dad”… Pero me sorprendió de veras la de su febril viaje a La Habana, de donde lo rescató su jefe después de varias semanas de juerga, germen del pobre bu­ rócrata Peñalosa encadenado al triste prostíbulo ba­ rranquillero de falsas azafatas, recreado con encanto en Ilona llega con la lluvia: hacía evidente que entre su realidad, su imaginación y las de su literatura los lí­ mites y las relaciones son múltiples e insospechados. A pocos días de cumplir noventa años, en un pue­ blito que aún logra conservarse enclavado en la monstruosa Ciudad de México de enormes avenidas de dos pisos, centros comerciales y edificios, en la calle San Jerónimo, cuyo nombre se convierte apenas cruzar el umbral en Rue Céline, brevísimo camino al verde y plácido jardín regido por plátanos y cafetos que conducen a su luminoso refugio de libros, cua­ dros, fotos, gatos y bellos objetos, con la grande, sa­ bia, encantadora, suave y amorosa presencia de Car­ men, encontramos al sabio que, consciente de la inutilidad de toda empresa humana y del Apocalip­ sis, se emociona como un niño al evocar Colombia y al saber que Jorge bautizó una veta del Distrito Mi­ nero San Diego Curucupaco con el nombre Amirbar; recuerda el resplandor de San Petersburgo, a sus maestros rusos de juventud, descubiertos gracias a Jorge Zalamea y Casimiro Eiger, y pide con picardía otro whisky, y brinda en ruso: ¡za zdaróvie! ¡Za zda­ róvie, maestro! •


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Jorge Bustamante García

oficios que en la perspectiva de hoy estarían, aparen­ temente, en un espíritu contrario al de su poesía. No se puede publicitar nada, ni vender algo, si no se es, o se aparenta ser, un optimista obstinado. Pero el poeta de Los elementos del desastre y Los trabajos perdidos no podía ser más que un pesimista lúcido, adicto a la desesperanza ante la implacable realidad de nuestra condición humana. Esos misterios entre la personalidad y la poesía parecen un cuento sin fin. La obra poética de Álvaro Mutis se encuentra con­ centrada en Summa de Maqroll el Gaviero, con edicio­ nes en distintos años, tanto en España como en Co­ lombia y México. En esa Summa están todos sus libros, así como sus últimos poemas no reunidos en libro: sus primeros poemas escritos entre 1947 y 1952, Los elementos del desastre (1953), Reseña de los hospitales de ultramar (1959), Los trabajos perdidos (1965), Caravan-

Los trabajos de

Condecoración a Álvaro Mutis en el grado de Oficial de la Legión de Honor por el embajador de Francia en México, Philippe Faure, acompañado de Gabriel García Márquez. Foto: José Carlo González

de la espesura de desesperanza adquirida con el paso irremediable de los años. Ya en la tardía adolescencia Mutis llegó a Bogotá para continuar el bachillerato en el Colegio Mayor del Rosario, y por estar ocupado jugando billar o le­ yendo todo tipo de libros y escuchando al maestro Eduardo Carranza hablar de poesía, según ha dicho innumerables veces, no le quedó tiempo para estu­ diar y terminar el colegio. Se casó muy temprano, a los dieciocho años, y se dedicó desde entonces, con buena estrella, a diversos oficios: locutor y actor de radio, gerente de emisora, director de propaganda de una compañía de seguros, jefe de relaciones pú­ blicas de una modesta empresa de aviación y de la esso en Colombia, narrador en castellano de la serie para televisión Los intocables y luego, por casi vein­ titrés años, gerente de ventas para América Latina de la Twentieth Century Fox y la Columbia Pictures,

Los elementos del desastre y Los trabajos perdidos, donde ya bullían los fantasmas, los paisajes, las celebracio­ nes y el espíritu de Sísifo que campea por toda su obra. La poesía y la prosa de Mutis son de una sor­ prendente unidad, tejida a través de los años con insólita y renovada insistencia. Los trabajos perdidos fue el tercer libro de poesía de Mutis y apareció publicado por la editorial Era de México en 1965. Hernando Téllez, al comentar el li­ bro en El Tiempo en marzo de 1965, afirmaba que “el encantamiento de sus poemas, su seducción, provie­ nen de su propia gracia, de su propio signo, de su propia belleza. Nada es allí gratuito, adventicio o engañoso”. Desde sus propios inicios, desde Los elementos del desastre y hasta Un homenaje y siete nocturnos, pero especialmente en Los trabajos perdidos, no hay, en efecto, nada arbitrario ni veleidoso en su

sary (1981), Los Emisarios (1984), Diez lieder (1985), Crónica regia (1985), Un homenaje y siete nocturnos (1986) y varios poemas dispersos de los últimos vein­ te años. Aunque en sus poemas ya se enunciaba una vena prosística, su obra narrativa se fue gestando lentamente, bajo el espíritu de una propia e irrenun­ ciable dinámica, y fue sólo con La nieve del almirante (1986) y las otras novelas de la saga de Maqroll el Gaviero que cristalizó definitivamente, cuando su autor ya sobrepasaba los sesenta y tres años de edad. Se podría afirmar, aunque suene a disparate, que sus relatos y novelas (La muerte del estratega, La mansión de Araucaíma, El último rostro, Ilona llega con la lluvia, Un bel morir, Abdul Bashur, soñador de navíos, La última escala del Tramp Steamerr, Amirbar, Tríptico de mar y tierra y la ya mencionada La nieve del almirante) son una prolongación natural de su poesía, de aquella poesía de sus primeros escritos, pero sobre todo de

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lvaro Mutis (Bogotá, 1923) vivió de los dos a los nueve años de edad en Bélgica, don­ de su padre Santiago Mutis Dávila era ministro consejero de la embajada colom­ biana en Bruselas. Al morir su padre, a la temprana edad de treinta y tres años, re­ gresa con su madre y su hermano para establecerse en la finca que su abuelo materno, ven­ dedor de café, sembrador de caña e improvisado bus­ cador de oro, había comprado en el Tolima, en la in­ tersección de los ríos Cocora y Coello. En ese paraje de la tierra caliente, entre el trópico y el páramo, en medio de intermitentes lluvias, extensos cafetales, hojas de plátano, socavones de una mina abandonada en los que juega con su hermano Leopoldo y el zinc de los tejados en la finca, transcurre su niñez y su tem­ prana adolescencia, hecho que sería de vital impor­ tancia para toda su obra, desde sus primeros poemas y relatos hasta su novela Amirbar (1990), parte de la saga narrativa de Maqroll el Gaviero. Entre las imá­ genes infantiles de Europa y Coello, y en medio de ellas el mar, se fue conformando todo su imaginario creativo. Podría afirmarse que toda la obra de Mutis no es más que una apuesta por salvar esos momentos de natural y auténtica alegría de su infancia, a partir

Quizás sólo la creatividad y el arte puedan, de alguna manera, contrarrestar la incertidumbre de la huida.

poesía, sino que se percibe una profunda y casi se­ creta unidad que será casi una constante en toda su obra: su visión sobre la banalidad irreparable del mundo, sobre la vanidad de las empresas humanas, el absurdo de nuestros esfuerzos y la loca prisa que conduce a ninguna parte, en la que extraviamos nuestras vidas. Y esta suficiente y afortunada clari­ videncia impide que un abuso de lucidez destruya la gracia de su poesía y de sus dones.


Los trabajos perdidos son una especie de música inútil, infructuosa, que suena con armonía delirante y ecos inesperados, y que trae la lluvia desde el corazón perdido de la memoria.

No hay peor flagelo para la obra de un poeta que incurrir, en su crítica, a clichés que fosilizan y matan. La poesía es un territorio libre, un estado del espíritu con infinitas puertas abiertas hacia la luz y las som­ bras. ¿Sobre qué tratan los poemas de Los trabajos perdidos? Para un lector de hoy no parece arduo con­ testar a esta pregunta: tratan, ni más ni menos, sobre la desesperanza, el exilio, el fracaso, el amor, la de­ rrota, la vida y la muerte. Es decir, sobre todo aquello que nos incumbe a todos, que ha sido tratado por innumerables poetas cada uno desde su singular vi­ sión y que aún guarda profundos enigmas, todo vis­ to ‒en el caso de Mutis‒ a través de las visiones y olores de la infancia. Lo primero que despierta la lectura de Los trabajos perdidos es un cierto asombro por las cosas de la vida, siempre acompañadas por la presencia permanente de la muerte, una cierta intui­

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e Álvaro Mutis ción de que las cosas son bellas y disfrutables preci­ samente porque no pueden eludir su destino último, el de la muerte al fin y al cabo benefactora que te acoge “con todos tus sueños intactos”. Si en “Amén”, el primer poema del libro, la muerte no es un espan­ to, sino una presencia que incita a abrir los ojos para iniciarse en la “constante brisa del otro mundo”, en Un bel morir... es una añoranza de toda una vida que resuena en la transparente y cruda sensación de que “todo irá disolviéndose en el olvido”. Se canta y se vive y se hacen las cosas bien y se disfrutan, sin otra esperanza que la del olvido. Este sabio pesimismo, fruto de una telúrica y cruda mirada acerca de nues­ tra huidiza y misteriosa condición, es el que campea con vigor, desenfado y recóndito goce, por los poe­ mas de este libro. Los trabajos perdidos son una espe­ cie de música inútil, infructuosa, que suena con ar­ monía delirante y ecos inesperados, y que trae la lluvia desde el corazón perdido de la memoria, en medio de un mundo en donde existe la nublada cer­ teza de que ya nadie escucha a nadie. Tanto en su poesía como en su prosa y sus novelas, Mutis regresa obsesiva y constantemente a un lenguaje inicial del que nunca ha logrado evadirse y que explica desde el principio sus certezas y sus dudas respecto al mun­ do que afronta. Gaviero, al fin, revela lo oculto para otros, vislumbra lo que está más allá del horizonte, y en ese territorio de nadie –a la intemperie‒ intuye la derrota a la que se enfrenta el hombre, porque to­ das sus iniciativas, hasta las más ambiciosas y tem­ poralmente seguras, se verán tarde o temprano so­ metidas al olvido: al olvido ontológico y último, a la memoria apabullada por la escala implacable del tiempo geológico. En otros poemas, como “Nocturno”, lo que real­ mente acontece es la presencia viva de un paisaje, pero no cualquiera, sino un paisaje de infancia cuyo instante es consagrado, con toda su gracia y mila­

gros, por la acción reveladora de la palabra. En “Noc­ turno”, uno de los poemas más celebrados de Mutis, la “eficacia” poética reside en su inquebrantable pu­ reza, en una inmediatez y una verdad que casi nos lacera, hasta tal punto que nos parece escuchar –to­ davía y para siempre‒ cómo cae la lluvia sobre los cafetales y sobre el zinc de los tejados. Como bien anotó Fernando Charry Lara, “la experiencia poética es la revelación de nuestras más concretas raíces ol­ vidadas”, y precisamente esa experiencia que impac­ tó la niñez de Mutis, con sus paisajes, sus olores y sus sonidos, es lo que constituye la revelación palpitan­ te de esas “raíces” remotas plasmadas en algunos de estos poemas. Por otra parte, uno de los textos que más se aproxi­ ma a una estética del deterioro y la derrota es, sin duda, “Cada poema”, donde resalta la convicción abierta de que toda construcción poética, de que toda búsqueda de la palabra sólo enuncia –al fin y al cabo‒ la experiencia de muerte, y conduce sin remedio al hastío, la ceniza y la agonía. Cada poema es el dolor diario del poeta al enfrentarse al desgarramiento del mundo, sin ninguna certeza de que mengüe el azar en que se siente inmerso, ni el sentimiento de pérdi­ da que lo acecha. En cada poema se avanza un trecho hacia la muerte, porque cada poema es “un lento naufragio del deseo,/ un crujir de los mástiles y jar­ cias/ que sostienen el peso de la vida”. Así, en estos poemas percibirá el lector un entrañable y profundo sentimiento de que a pesar de que en el mundo actual campea el imperio de lo novedoso y de lo efímero, no existe en realidad nada nuevo, porque todo “torna a su sitio usado y pobre” y porque desde Jorge Manri­ que y Shakespeare y mucho antes, desde los griegos, sabemos que todo este torrente que subyace los ríos de la vida, desemboca permanentemente en ese mar de regreso y huida que es la muerte. Pero también estos poemas son reflexiones o, mejor, percepciones sobre

Foto: José Carlo González

el tiempo, sobre el tiempo endecasílabo que en “So­ nata” se convierte en lobo, en óxido, en alga, en len­ gua, en aire, y que nos sirve para nutrirnos, para “llegar hasta el fin de cada día”. Ese tiempo que en “Canción del este” cava en cada uno de los seres “su arduo trabajo/ de días y semanas,/ de años sin nom­ bre ni recuerdo.” Los trabajos perdidos trata también sobre el exilio, pero no sobre cualquier exilio, sino el del desarraigo más radical, el del exilio interior. Ese estado del es­ píritu en que no existe ningún arraigo, ningún aside­ ro. Ese no saber dónde ir, porque no importa a dónde vayas, en dónde estés, siempre te encontrarás extra­ ñado en medio de los otros ante las imposibilidades implacables de una verdadera comunicación. Mejor lo ha expresado el autor en una conversación con Ja­ cobo Sefami, de la Universidad de Nueva York: “Pe­ ro, en realidad, es la convicción de que estamos exi­ liados donde estemos; donde vivamos, somos unos eternos exiliados.” Quizás sólo la creatividad y el arte puedan, de alguna manera, contrarrestar la in­ certidumbre de la huida, la fractura del exilio sin fi­ nal. Quizás sólo la creatividad y el arte sean, a fin de cuentas, la mejor manera de estar, de ser en el mundo y sentirse de alguna forma en casa. El crítico Ernesto Volkening señaló que si le fuera da­ do hacer el encomio de la poesía de Álvaro Mutis, diría que en ella late el corazón del mundo. Habría que agre­ gar que el ritmo de ese latido está condicionado por la presencia permanente del tiempo, un tiempo sin tiempo, porque la verdadera poesía no tiene tiempo, es atempo­ ral, como lo intuía Osip Mandelstam, pertenece a todos los tiempos, permanece: la Ilíada, la Divina comedia, la poesía de John Donne, Quevedo, son los mejores ejem­ plos. Si hay que leer a Mutis, una forma será leerlo desde esta perspectiva. Hay que leerlo para dudar de todo y no creer sino en la lectura de los libros prodigiosos que pro­ longan la vida. Sólo esos libros nos pueden alimentar eficazmente en medio de los destrozos de un mundo que corre con prisa y sin remedio hacia su propia perdición. Sólo el poema, la palabra, la lengua, nos colocan en el centro mismo de nosotros mismos, nosotros que vivimos en medio de las cosas para mirarlas y pensarlas con aten­ ción: ahí se encuentra la poesía. La poesía de Mutis es, en fin, la de alguien que mira y camina desde el misterio, que es como la sombra luz que ilumina la noche larga en medio de la estepa sin término •


leer Diario sin fechas de Charles B. Waite, Francisco Hernández, Almadía, México, 2013.

Mal de Graves, Francisco Hernández, Almadía, México, 2013.

No de ahora, sino desde hace ya varios años y libros, el querido poeta veracruzano se encuentra en pleno dominio de sus mu‑ chos recursos idiomáticos, estilísticos, estruc‑ turales y, en suma, poéticos, a partir de los cuales continúa engrosando el corpus de una obra definitiva e incuestionablemente funda‑ mental para calibrar, en más de un sentido, el estado actual de la poesía mexicana. Desde tal perspectiva, y según como sea enfocado, de nuestra poesía puede afirmarse que goza de cabal salud, y más: que propone, profun‑ diza, enriquece, cuestiona y aporta. Eso es lo primero que se desprende de la lectura de estos dos volúmenes, prácticamente simultá‑ neos, que la muy prolífica editorial Almadía le ha publicado al no menos prolífico doppelganger de Mardonio Sinta. En el primer caso, el Diario sin fechas…, Hernández ha conjuntado en un solo libro dos de sus mejores y más conocidas estrategias escriturales: por un lado la confección de ese conjunto de textos, al mismo tiempo dispersos y reveladores, en los que suele consistir un diario –como su Diario invento–, y por otro la referencia/glosa/descripción alegórica de una imagen. En el segundo caso, el Mal de Graves, Hernán‑ dez acude también a un recurso suyo de probada eficacia, consistente en darle la voz a un personaje real que, al hablar con la palabra que le da el poeta, asume una realidad otra, ficticia en el sentido literario, pero realísima en el sentido psicológico y conceptual –como en Moneda de tres caras, por citar sólo un ejemplo. La poesía de Francisco Hernández, merecida‑ mente ganador de todos los premios literarios de verdad importantes que se otorgan en nuestro país, resuena aquí con toda su sonoridad y habla, como desde hace ya varios años y libros –dígase de nuevo para que no se soslaye–, de una particular forma de la angustia vital que, en su alta paradoja, no se encuentra desprovista de belleza. F e de erratas En el número 961 (4/ viii /13), en la columna Bitácora Bifronte, se alude al libro Política criminal del Estado Mexicano sobre drogas y narcotráfico, y erróneamente se le atribuye a “Porrúa” como editor; en realidad, el volumen fue publicado por la Editorial Miguel Ángel Porrúa. Ofrecemos una disculpa a los involucrados y a nuestros lectores.

25 de agosto de 2013 • Número 964 • Jornada Semanal

La ciudad y las leyes. Lo que hace a Grecia, 2. Seminarios 1983-1984. La creación humana iii fce , Argentina, 2012.

Hoy, Juan Gelman, Seix Barral, Argentina, 2013.

EN CONTRA DE LAS MEDIAS VERDADES

EL HOY DE JUAN GELMAN

RAÚL OLVERA MIJARES

JOSÉ ÁNGEL LEYVA

sistir a los seminarios de investigación entre 1982 y 1984 que impartiera el filósofo, politólogo y psicoanalista Cornelius Castoriadis (1922-1977), los cuales versaron sobre la ciudad, la polis, y las leyes, los nomoi, en la Grecia clásica, debió haber sido un gran privilegio. Imaginar que durante dos años lectivos uno encamina los pasos a un aula con el solo propósito de escuchar y tratar de embeberse en esa antigua sabiduría meridional de un griego, nacido en Estambul, con estudios superiores en Atenas, pero desde 1945 residente en París, ciudad en la que habría de morir, no sin antes asimilarse de manera completa y definitiva a la cultura francesa… En 1949 funda la revista Socialisme ou Barbarie. Entre 1948 y 1970 se desempeña como economista. A partir de 1979 ocupa la dirección, en el departamento de Ciencias Sociales, de la École des Hautes Études. Castoriadis no es precisamente un autor cómodo para todos aquellos que pretenden navegar bajo la bandera de la democracia pero cuyos verdaderos principios sólo velan por el interés de unos pocos, los oligoi, caracterizándose acaso a sí mismos como los mejores, los aristoi. Con denuedo y obstinación el insigne pensador social se plantea la posibilidad de “una sociedad donde todos los ciudadanos tienen una posibilidad concreta igual de participar en la legislación, el gobierno, la jurisdicción y, en definitiva, la institución de la sociedad”, es decir, el sentido de la auténtica democracia. Un texto fundamental es la Constitución de los atenienses, tal como el historiador Tucídides la atribuye a Aristóteles, ese incólume pensador que vivió en el siglo iv a c ., la edad de oro, pero cuyas raíces, en clara diferencia con su extraño maestro Platón, se proyectaban hacia el pasado, el siglo v a c , una edad más cercana al inicio del pensar anterior a Sócrates. La discusión entre democracia directa, la única real, y representativa, aquella que en términos modernos puede llevarse a la práctica o, más bien, que sirve para representar la farsa democrática, resulta espinosa. Quienes pretenden ridiculizar la democracia clásica, tal cual la vivieron los griegos en Atenas, suelen esgrimir dos patentes contradicciones: por un lado, la existencia de la esclavitud y, por otro, el grado de subordinación absoluta, de no ciudadanos, que tenían las mujeres y los menores en general. En esas ágiles charlas y discusiones al final de cada seminario, Castoriadis se empeñará en salvar todos los obstáculos, valiéndose de conceptos modernos como el de la soberanía en Rousseau, la cual reside no en el príncipe (el poder ejecutivo u órgano de gobierno), sino en el pueblo, que es de donde emanan las leyes. Acceder al pensamiento de este autor, agudo y valeroso, es un verdadero regalo, particularmente en estos tiempos que corren de tantas medias verdades e intentos de manipulación de las mentalidades •

La lectura de este libro, el más reciente de Juan Gelman, luego de la aparición de su Poesía reunida, en el fce y en Seix Barral en Argentina y España, que incluye el que parecía su libro epigonal, El emperrado corazón amora, obliga a la pregunta ¿qué significa Hoy en el contexto de la obra gelmánica, en la andadura del poeta que fecha este poemario 2011-2012 en Ciudad de México? La economía del título es clara y directa en sus intenciones semánticas. Tajante, el Hoy advierte al lector acerca de su situación al frente de esa construcción verbal. No sólo fija un punto de referencia en la historia y en la biografía del poeta, muestra, además, la virtud plástica de su discurso, la capacidad trasgresora de la sustancia sonora del pensamiento y las imágenes que le brotan con ímpetu juvenil. La respiración de Gelman es la misma, pero su escritura se acomoda en una suerte de prosa poética. Los cortes de ritmo y de sintaxis son parte de su decir, de su expresión compacta y lacónica. Pero hay al mismo tiempo juegos de lenguaje, posibilidades semánticas que se multiplican y se transmutan por contigüidad o continuidad de una palabra con otra, de una frase con otra. Al mismo tiempo es un diálogo con sus interlocutores, con sus lecturas. Fragmentos de conversaciones, noticias, ires y venires en el tiempo, evocaciones, conciencia de la edad y admiración por lo que nunca se acaba ni se descifra, enigma que se abre para dejar ver su oscuridad creadora, como la voz del hermano Boris que lee en su idioma materno a Pushkin, ante un Juan niño que desconoce la lengua de sus padres, pero sabe, desde su español porteño, desde su extranjería familiar, que en esa música verbal está su casa, el sentido migratorio de su voz: “El extraño sabor de la ignorancia y enfrente Ella, la que todo termina y se mece en un niño que canta.” A sus ochenta y tres años, Gelman echa por tierra la idea de que la edad agota los veneros de la poesía, que la inconformidad se aplana y la búsqueda termina. Hoy demuestra los bríos y la insatisfacción de un hombre que no cesa de cuestionar y cultivar el “árbol sin hojas que da sombra”. Si en lo formal su escritura se hace más horizontal al tiempo que los versos se contraen y se expanden como el fuelle de un bandoneón, para cerrarle el paso a la imagen con la nota, para no divagar, en lo conceptual abre más caminos a los significados: “Vacíos del presente molestan al pasado. En la asamblea de las pérdidas, algún amor alza su llama con la humildad dichosa de lo que pudo ser. Los enemigos callan y la noche desnuda dicta maneras/ riquezas del cuerpo que soporta” (xlvii ). Hoy es un punto y aparte en la lírica gelmaniana, más por su actitud vital que por suponer un golpe de timón en esos aproximadamente trescientos poemas de factura concisa. Las ausencias están presentes en este libro

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Jornada Semanal • Número 964 • 25 de agosto de 2013

que marca el final de un largo proceso de luchas y de duelo por la memoria y la justicia de su hijo y su nuera asesinados a finales de los años setenta, por los desaparecidos en general por la Junta Militar de su país. Lo dice claro a su compatriota Jorge Boccanera en una reciente entrevista: “El libro no va por el lado del dolor de la pérdida solamente, sino sobre todo por el abismo insondable del Mal que lo provoca. Un abismo inaferrable, inmedible, que viene a ser el mundo de hoy.” No puede, cierto, desmembrarse la sentimentalidad del Gelman poeta del Gelman justiciero, pero no es difícil reconocer la intención estética de este discurso fresco, actualizado. Nada de lo que ha vivido y vive es ajeno a su poesía, por eso este Hoy pregunta por mañana: “El yo repara sus otros con fierros que sollozan […] Un espíritu extraño se persigue para saber quién es.” “En el olvido de olvidar no hay descanso”, “¿Y si el Talmud roza las barbas del abuelo? […] ¿Y si las miserias sean olvidos del futuro? • Ocaso de utopías, Javier Perucho, Universidad Veracruzana, México, 2013.

OCASO DE UTOPÍAS, ESPLENDOR DE BREVEDADES ADRIANA AZUCENA RODRÍGUEZ

Los mexicanos no sabemos lidiar con el presente. Tendemos a culpar a nuestro pasado de las dificultades actuales: la Malinche nos concibió mientras era violada sistemáticamente por el invasor. Mientras que el futuro siempre es promisorio, encarnado en el próximo sexenio, partido, régimen... hasta que nos estrellamos contra el presente. La literatura ha llevado un registro puntual de ese vaivén que hoy continúa con Ocaso de utopías, un libro de ensayos y crónicas que refieren la caída de proyectos utópicos según ciertas obras y fenómenos culturales. Como advierte el autor en el ensayo que da título al libro, los intentos de llevar a buen fin una utopía son frecuentes en México, como en cualquier parte del mundo. El siglo xxi inaugura el fin de esas proyecciones y “su final llegará con la desaparición de las eras del hombre”. Así, su lectura de Santa tiene aspecto del ocaso de la utopía urbana, de sus bajos fondos, “una derrota sentimental”, la llama Perucho. La felicidad porfiriana no se encontraría en su orden social, el núcleo familiar o la vida pública, sino en sus casas de placer y en la destrucción de ese mundo eufórico y ficticio. El ocaso tiñe su interpretación del escritor marginal Pedro f . Miret, que no obtuvo un sitio en otra utopía: la del éxito literario, de promociones, conferencias, talleres y recitales. Quizá la obsesión de Javier Perucho por las sirenas (ha compilado ya dos antologías de minificciones sobre el personaje) sea también parte de esta nostalgia por los mundos perdidos, nostalgia compartida por Felipe Garrido, uno de los principales representantes de la minificción mexicana, desde diferentes géneros y proyectos.

El autor analiza y comenta los recursos compositivos, la tradición de la brevedad anfibia y el futuro inmediato de los estudios sobre esta figura que aún invita a seguirla, dando la espalda a los horrores de tierra firme. Otro mito visitado es el norte, una utopía más que inicia con la búsqueda de la fuente de la juventud de Cabeza de Vaca y termina con el infierno de la migración, cuya literatura ha desembocado en dos cauces: el testimonio y la ficción. De Eduardo Antonio Parra, el autor destaca su múltiple vocación fronteriza: geográfica, oficiosa, temática (la violencia entrañable, los habitantes de la noche, la violencia doméstica, los arquetipos, los burdeles). Para lograr una serie de personajes que son, en opinión de Perucho, un cúmulo de personalidades fronterizas. En esta región se ubica otro autor del otro lado: José Antonio Villareal, autor de la novela estadunidense Pocho en español. El comentario es contundente: la literatura chicana es una vertiente de la estadunidense. Cómo no iba a ser así si, como registra en su crónica-ensayo “El sufragio de Ulises”, México devuelve ingratitud a sus nuevos Odiseos negándoles un derecho elemental: el sufragio, cuya imposibilidad se mantiene entre los llamados ilegales. Una vez más, el autor se ocupa del microrrelato, tema al que Perucho ha dedicado lo mejor de su prosa. Aquí revisa sus géneros cercanos: la adivinanza, el chiste, la fábula, el aforismo, la viñeta, la estampa y la anécdota. Con esto se desvanece la utopía de los géneros, la posibilidad de una ciudad literaria con límites inamovibles. Su recorrido por la historia del microrrelato hispanoamericano termina en el punto que obsesiona al autor: el norte, “horizonte de la joven literatura mexicana”. En cuanto al aforismo, el autor hace recuento de antologías y carencias, para proponer una nueva etapa de linderos y redefiniciones. El aforismo, a pesar de su sabiduría, carece del éxito que supone la crítica y la teorización y la historización; en cambio, florece entre las plumas más influyentes del siglo xx mexicano y en su tradición oral; expulsado del ámbito universitario, el aforismo se redime en voces recientes, desde blogs y otros medios electrónicos. Argumento, definición, empirismo: “es el género de la madurez literaria”. Lo demás es decálogo... para una política de la nanoliteratura, género de brevedades que también resulta utópico pues su esencia es difuminar fronteras. Ocaso de utopías, en fin, se embarca en pasiones incitantes: la literatura mexicana de cierta marginalidad, las fronteras y las utopías que nos hablan de nuestro complejo sitio, el de los mexicanos, en los territorios del tiempo, la historia y la identidad •

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EL GATOPARDISMO DE LA EXISTENCIA Marco Antonio Campos y Xabier f. Coronado

Toda la sangre, Bernardo Esquinca, Almadía, México, 2013. Es como si a Ixca Cienfuegos lo hubieran metido a una cámara del tiempo para traerlo al siglo xxi, le hubieran hecho un intenso lavado de cerebro para quitarle la conciencia de sí y de su tiempo, y lo hubieran puesto a desempeñar el papel de “malo” en algo desagradablemente parecido a un bestseller, un poco al estilo del Código Da Vinci: llenecito de intrigas más bien superficiales, coprotagonistas guapetonas que siempre están a punto de darlas pero acaban por no hacerlo, protagonistas perspicaces que no se dan cuenta de lo que no deben darse cuenta para que la trama pueda seguir y el libro no se acabe antes de que sean alcanzadas unas cien páginas… y, claro está en estos casos, esa atmósfera de grandilocuencia argumental que consiste, invaria‑ blemente, en insertar personajes oscuros pero poderosísimos, por fuerza vinculados con altísimas esferas del poder, de modo tal que, según esto, el mundo siempre está por caerse y si no se cae es gracias a los actos desconocidamente heroicos que llevan a cabo los seres ficticios a los que uno va siguiendo en sus peripecias. Uno se queda pensando, luego de leer novelas como Toda la sangre, en que si de este modo luce o así es, en el fondo, la buena literatura –o cuando menos la literatura eficaz–, más valdría prescindir de leerla, ya que jamás dejará de haber quien sea incapaz de prescindir de escribirla. Los pájaros amarillos, Kevin Powers, Sexto Piso, España, 2013. Traducida por Jesús Gómez Gutiérrez, esta es la primera novela de Powers, ex soldado estadunidense y ex comba‑ tiente en la guerra de Irak en 2004 y 2005. Con ella fue finalista del National Book Award en Estados Unidos y obtuvo el Primer Premio del Libro que otorga el diario The Guardian. El suyo es un relato razonablemente crudo, aceptablemente verosímil, de los horrores vividos en carne propia por el autor, en los territorios invadidos y ocupados por el gobierno y el ejército de su país natal. Contada en primera persona la historia no alcanza, sin embargo, el registro de las causas últimas, las verdaderas, por las cuales Bartle, el narrador, y su joven compañero Murphy, están adquiriendo las experiencias necesarias para, más tarde, padecer sin remedio el también conocido como síndrome de Vietnam: una psique afectada hasta el tuétano por la barbarie atestiguada y, peor aún, por la perpetrada por mano propia. No obstante, la novela se halla bastante alejada de una imposible imparcialidad, que la habría baldado irremediablemente.

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Federico Álvarez: una vida

eld b e r l e , y e Abb

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25 de agosto de 2013 • Número 964 • Jornada Semanal

Naief Yehya

Enrique López Aguilar

A INDUSTRIA DISCOGRÁFICA ORIGINÓ una curiosa noción durante los años sesenta (extendida hasta bien entrados los setenta), prohijada por la producción rocanrolera, cuando estaban en boga los acetatos de 45 rpm: los lados a y b. La canción exitosa estaba en el lado a ; la canción segundona y digna de ser empujada por el éxito del primero, en el lado b. Estos conceptos son propios de la música “popular”, puesto que la extensión de las obras “clásicas” impedía una separación “definida” del éxito y la obra de relleno (que iba a ser divulgada por la primera), salvo los álbumes en los que, para completar la Novena beethoveniana (por dar un ejemplo, considerada su longitud), en tres caras de dos discos lp, de 33 rpm, se completaba la cuarta cara con fragmentos de Las criaturas de Prometeo, o con oberturas del mismo autor, o con la Octava. Esta maniquea separación de “lados” propicia la incapacidad de apreciar una obra individual en su totalidad, o de poner en perspectiva la producción de un autor por suponer que hay un lado exitoso y uno menor, uno primordial y otro segundón –cara con cara–, cuya consecuencia se mide desde expresiones bobas –en el estilo de algunos aficionados,

perpetuos adolescentes por la manera como perciben el texto–: “aysh, es que sólo me gusta el primer movimiento de la Quinta, de Beethoven, luego se pone como complejo”, “oyes, es que, de Tristán e Isolda, sólo la Liebestod, que está súper, hasta la tocan en la tele”. Como si, de veras, hubiera un lado a (prestigioso) y un lado b (prescindible) en la cultura, en las obras artísticas, en la sociedad, en la vida; como si el fondo del tema no se tratara de complejidades y honduras cuyo magma explica por qué hay cosas que parecen más famosas, bonitas, o agradables que otras. Extender sin reparos lo antedicho, deja de lado fenómenos para interpretar el asunto como los del gusto, la recepción y el mercadeo en la for mación de un juicio respecto de ciertas obras. Si la ocurrencia de los “lados” fuera certera, las telenovelas mexicanas serían nuestro lado a y sor Juana, nuestro lado b. Hay quienes, con cínica sapiencia, consideran que la tontería adolescente del lado a frente al lado b no era tan tonta, porque el lado b “era siempre regular ti-

rando a relleno”. Estas percepciones corroborarían que el primer movimiento de la Quinta beethoveniana es un lado a , y los tres restantes, un lado b , de donde se siguen postulados como los del “síndrome Beethoven”: un primer o segundo movimiento magníficos, y uno o dos movimientos finales fofos (dejo los ejemplos para indignación, o apoyo del respetable: la Kreutzer, el Emperador, el Concierto para violín, la Eroica… Y allí se alinean las ocho sinfonías de Ferdinand Ries, la Cuarenta, de Mozart, casi todas las sinfonías de Schubert antes de las dos últimas, el Segundo concierto para piano, de Brahms; la Segunda, de Mahler, hasta antes del tercer movimiento…). Pueden alegarse contraejemplos de obras “totalmente lado a ”: la Appassionata, el Claro de Luna, la Séptima (para seguir con Beethoven) y no faltarán quienes vean que en la Novena los dos primeros movimientos son a y los restantes, b . Cuando el “concepto” a y b deja de ser sistemático, Uno entra en agudas sospechas: “el síndrome beethoveniano no ocurre nunca en las obras de Haydn, poco en las de Mozart, de ninguna manera en las obras ‘serias’ de Beethoven; y en Monteverdi no se presenta el ‘síndrome’ ominoso…” Uno se levanta, da una vuelta por el jardín, toma una taza de té, regresa y ahí están esas palabras que remiten a un gusto personal, no a una verdad universal. Uno pasa del té a un fuerte y, finalmente a un whisky: Monteverdi es puro lado a y puede echarle una manita a colegas como Beethoven y Brahms para cederles el lado b de su disco. El caso extremo sería afirmar que el tema a es lo mejor de una obra porque el segundo tema y las reexposiciones son indigestas, con lo que se llega a la inolvidable aportación de Waldo de los Ríos, quien evitó al público la molestia de escuchar la sinfonía y el movimiento completo de cualquier autor tocado por la malignidad de su “talento”, para sintetizar con centelleo estereofónico el temita galán y enviar “lo demás” a la mierda: variantes, reexposiciones, forma sonata… La estructura clásica reducida a la estrechez de oídos de un público ignorante mediante la sevicia de alguien capaz de lograr ese bacterianismo cultural. “El mundo es opiniones/ de pareceres tan varios,/ que lo que el uno que es blanco/ el otro piensa que es negro…”, meditó sor Juana hace varios años. Valga la diversidad pero, ¿por qué maniquea? •

A LÁPIZ

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La muerte de la privacía y el sacrificio del pudor ¿Consumidores o productos? “Pues si posteas algo en Facebook/Twitter/etcétera es ridículo esperar que se mantenga privado.” Esta es una de esas frases que se leen cada día más a menudo en las redes sociales y de alguna manera sirven para convencernos de que, a final de cuentas, ¿qué más da si estamos siendo espiados, monitoreados, estudiados y manipulados? Hemos elegido este destino: sacrificar nuestra privacía e intimidad por la comodidad y la deslumbrante fascinación de lo instantáneo. Hemos optado por creer que ser vigilados es sinónimo de estar protegidos. La lógica dominante es: “si no he hecho nada malo no tengo nada que temer”, que es lo opuesto a:“si no he hecho nada malo ni soy sospechoso de nada, nadie tiene por qué curiosear en mis asuntos”. Lo que no debemos perder de vista es que tenemos una relación problemática y engañosa con los servicios gratuitos digitales que miles de millones de cibernautas usamos regular y compulsivamente, como Google y Bing, Apple y Microsoft, Facebook y Twitter, entre otros gigantes. Estas empresas nos venden herramientas y nos permiten informarnos, relacionarnos, resolver dudas y conflictos, pero también se han convertido en extensiones de nuestra personalidad, en prótesis virtuales e incluso aliados sentimentales. Esto es particularmente complejo, porque estas empresas ultramillonar ias no tienen responsabilidad alguna con nosotros; de hecho, ni siquiera somos sus clientes, más bien somos sus productos. Somos lo que ellas ofrecen a sus verdaderos clientes: las corporaciones que se dedican al marketing y a vendernos todas las cosas que queremos, o bien a crear una infinidad de nuevas y formidables necesidades.

Catálogo de debilidades ¿A quién le importa que la nsa , la cia y demás agencias de inteligencia recolecten videos de gatos simpáticos, coleccionen r idículos selfies, graben conversaciones amorosas y cataloguen tonterías motivacionales? En realidad, a nadie. Parece una gran pérdida de tiempo. Sin embargo, es obvio que esos fragmentos de nuestra identidad son piezas de un complejo mosaico que refleja nuestros gustos, temores, obsesiones, patrones de consumo y todas esas grandes debilidades que los comerciantes quieren conocer de nosotros. Así, en gran medida, el espionaje y acumulación de información que se realiza de nosotros no tiene por objetivo determinar si somos terroristas potenciales o “criminales del pensamiento”, sino que buscan otro tipo de control, uno que pasa por nuestros bolsillos pero penetra hasta los rincones más pro-

fundos de la personalidad. Las agencias de inteligencia piden favores a las corporaciones a cambio de otros favores, acceso a cambio de información, de manera semejante a las labores que hacen al sabotear las carreras de algunos políticos, empresarios o jueces, exponiendo sus affaires o perversiones para beneficiar a otros políticos, empresarios o jueces.

Víctimas felices Nada de esto es nuevo. Lo que sí es sorprendente es la facilidad con que el público, principalmente estadunidense pero en gran medida internacional, ha aceptado la necesidad de ser espiados. De acuerdo con The Washington Post, aun después de las revelaciones de Edward Snowden, cincuenta y seis por ciento de la población de eu considera que la vigilancia del programa Prism es aceptable, y cuarenta y cinco por ciento piensa que el Estado debe ser capaz de vigilar la correspondencia de cualquier persona para luchar contra el terrorismo. Contrariamente a lo que se pudiera pensar, estas cifras son sorprendentes, ya que, hasta los ataques del 11 de septiembre de 2001, la tasa de desconfianza en el espionaje estatal estaba entre el setenta y uno y el ochenta y uno por ciento. En cambio, hoy hay una actitud de cinismo hacia el hecho de sabernos vigilados, como si estuviéramos en deuda por los servicios que aparentemente recibimos sin pagar. ¿Tenemos entonces todavía derecho de imaginar que merecemos nuestra privacía, que podemos proteger nuestras fantasías eróticas, nuestros gustos musicales o fílmicos e incluso nuestra fascinación por los gatos? ¿Debemos acostumbrarnos a compartir nuestra vida con agentes y corporaciones? ¿Tiene aún sentido la palabra pudor, o es tiempo de cinismo y de burlarnos de la gente como Snowden, Manning y Barret Brown (el periodista y hacktivista acusado, entre otras cosas, de divulgar información de la agencia Stratfor, y que corre el riesgo de recibir una condena de 105 años) por sacrificar sus vidas para denunciar a quienes nos espían sin justificación?

JORNADA VIRTUAL

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Lado a, lado b

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Germaine GómezHaro

Alonso Arreola

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Germaine GómezHaro germainegh@pegaso.net

Chauvet-Herzog-Barceló: los sueños rescatados

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OMO HA SUCEDIDO CON muchos de los grandes descubrimientos de la humanidad, el azar condujo en 1994 a un grupo de arqueólogos encabezado por Jean Marie Chauvet a la entrada de una cueva insospechada a orillas del río Ardèche, en el sudeste de Francia, donde encontrarían, sin proponérselo, el conjunto de pinturas rupestres más espectaculares que se hayan conocido a la fecha. En las entrañas de un laberinto subterráneo, se conservan alrededor de cuatrocientas figuras de animales prácticamente intactas gracias a que permanecieron herméticamente enclaustradas en una superficie interior de alrededor de 8 mil m². Considerado uno de los más grandes descubrimientos de la historia de la cultura universal, el hallazgo de Chauvet vino a cambiar radicalmente la historia del arte paleolítico, si tomamos en cuenta que la Cuevas de Altamira datan de 17 mil años, las de Lascaux de 20 mil y las que aquí nos ocupan alcanzan los 32 mil años, fecha nunca antes imaginada para una manifestación artística de tal envergadura. En 2010, el extraordinario e incansable director de cine alemán Werner Herzog consigue la autorización para ingresar a las cuevas de Chauvet a filmar las pinturas para realizar un documental de una belleza inusitada que se titula La cueva de los sueños olvidados, una obra maestra que pasó de manera fugaz e inadvertida por nuestro país, pese al esfuerzo del festival Ambulante. En esta película de 90 minutos rodada en 3 d , el director alemán consigue llevarnos de la mano por un recorrido lento y misterioso a través de los distintos paneles de pinturas que muestran escenas de animales dispuestos en grupos, o figuras aisladas que conforman un repertorio de zoología de una calidad plástica nunca antes vista. A pesar de las restricciones impuestas a la filmación por obvios motivos de conservación, la lente de Herzog escudriña lentamente cada panel y nos muestra detalles increíbles en los trazos firmes, seguros y sensibles de esos artistas milenarios, cuya destreza resulta, ante nuestra mirada contemporánea, casi milagrosa. Algunas figuras fueron esbozadas con líneas finas y delicadas mientras que otras presentan trazos más sueltos y gestuales, pero en todos los casos lo que más sorprende es la precisión del dibujo y el movimiento de los animales que el pintor logró plasmar recurriendo a la repetición de las patas, para crear la ilusión de dinamismo y vitalidad. ¡Cuántos milenios tuvieron que pasar para que Eadweard Muybridge, en fotografía, o los pintores futuristas, llegaran a la misma solución! Otro rasgo notable que se percibe con claridad en las imágenes captadas por Herzog es la maestría técnica de esos pintores que supieron usar el difuminado y la búsqueda de perspectiva para lograr sor-

prendentes efectos ópticos, e incluso aprovecharon la superficie rocosa para crear contrastes y volúmenes. La variedad de fauna que vamos descubriendo a través de las distintas escenas es asombrosa: osos, venados, alces, caballos, bisontes, búhos, leones cavernarios, rinocerontes, mamuts, antílopes, leopardos, lobos, extraños insectos, aves en vuelo… Un amplio repertorio que se antoja imaginario, pero que obedece a la pura realidad que captó la mirada sagaz de aquellos creadores paleolíticos. No es de sorprender que un artista contemporáneo se maraville ante estas creaciones, como le sucedió a Miquel Barceló –el artista español más celebrado en la actualidad–, quien, como Herzog, tuvo la fortuna de visitar las cuevas en compañía del renombrado historiador del arte, el inglés John Berger. “Todo estaba ya en el Quijote. Como en Velázquez. Me pasa ahora con las pinturas de Chauvet. Todo está en Chauvet, incluso Velázquez. Es el gran descubrimiento artístico de los últimos siglos”, expresó Barceló y, como Herzog, produce también una obra maestra inspirada en Chauvet. Se trata de una joya bibliográfica editada por Planeta con el título BarcelóChauvet. Cahier des félins, que es un libro de autor de impecable confección artesanal y reúne reproducciones facsimilares de hermosas interpretaciones de algunos animales de las cuevas realizadas en acuarela por el pintor mallorquín, acompañadas de textos de Berger y de los descubridores franceses. Se dice que Chauvet es la Capilla Sixtina de las pinturas rupestres. Herzog y Barceló ponen al alcance de nuestra mirada ese prodigio de la Antigüedad que nos remite a la concepción original del arte como vínculo con lo sagrado, y acaso nos devuelve la ilusión de pensar que sólo la belleza –como decía Dostoievsky– salvará al mundo. Herzog y Barceló rescatan los sueños de aquellos remotos artistas anónimos olvidados en una cueva milenaria y les dan vida en la pantalla y en el papel •

@LabAlonso

¿Ya viste cuánto te quieren, Tom Zé?

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NDÁBAMOS TAN OCUPADOS QUE, cuando recibimos la llamada de Diego Cristian, exalumno, no retuvimos los detalles. Peor aún: olvidamos pronto el asunto. Simplemente dijimos que sí, que bajo ciertas condiciones podían reproducir el texto dedicado al extraordinario músico brasileño Tom Zé que, en esta misma columna, presentamos hace ocho años. Pasaron los meses. Luego vino una nueva invitación de Diego. Habría una fiesta para mostrar en México un documental y un libro sobre este hombre raro, el más atípico de los tropicalistas, quien ya estaba enterado de sus esfuerzos por darlo a conocer aquí. No pudimos asistir. Andábamos de viaje. Pasaron más semanas, después más llamadas. Quería hacernos llegar uno de los materiales. Finalmente acordamos un encuentro. Nos conmovimos con lo que aterrizó en nuestras manos. Lo primero que nos sorprendió fue el formato del volumen, sólido, pequeño y de tapas negras. Se trata de un objeto con tiraje limitadísimo (menos de doscientos ejemplares), de muy buena pinta y diseño. Debut de la editorial Cráneo Invertido, es una muestra de escritos de Tom Zé, pero con muchos agregados que fueron autorizados siempre y cuando se distribuyera sin fines de lucro (sólo se intenta recuperar la inversión). Hay artículos, dos pósters, letras de canciones y un disco compacto con una acertadísima compilación de temas provenientes de distintos álbumes. Se llama Tom Zé, selección de textos. Es un libro destinado a convertirse en objeto de culto, creemos, pues se inser ta en esa vieja tradición de producciones realmente independientes que surgen frente a la imposibilidad de hallar obras trascendentales en el flujo regular del mercado. Y no se crea la lectora, el lector, que hablamos de un compositor dedicado al ruido o a sonidos de difícil especie. Su cancionero está lleno de alegría, de humor, de visiones que en dos momentos particulares conquistaron grandes audiencias. El primero durante los movimientos Tropicalia y mpb de Brasil (sesentas); el segundo, cuando fue redescubierto por el productor David Byrne, quien lo lanzó en su desaparecido sello Luaka Bop (noventas). A sus más de setenta años, hoy Tom Zé es bien respetado y conocido en su patria, aunque pocos saben de él cruzando la frontera. Volviendo al libro, queremos subrayar el punto que disparó estas letras dominicales. Hojeándolo nos topamos con un mapa suelto. Cuando lo desplegamos notamos un divertido caos gráfico, una provocación titulada La razón por la que tienes esto en tus manos… Lo que allí se ve es un acto de amor, la radiografía de un compromiso con

esos intereses que arrastran a los melómanos de vena profunda a los más descabellados actos de sacrificio y dedicación. Todo comienza con las fotos del propio Diego Cristian Saldaña, Yollotl Alvarado y Lázaro Valiente. Luego se desata… la vida… líneas e imágenes que representan movimientos, encuentros y desencuentros mediante los cuales estos tres locos compartieron su gusto por la música de Tom Zé para luego conseguir sus discos, rastrear su agotadísimo libro Tropicalista lenta luta, hacer contacto con el director brasileño Igor Iglesias para presentar en el df su documental Astronauta libertado, crear una red de interesados y traducir textos y canciones, diseñar un fanzine y luego un libro. En otras palabras, transformaron el cariño e interés en acciones concretas y creativas, fundaron una cooperativa y cerraron el círculo donando lo más valioso: tiempo. Aplaudimos de pie. Ahora nadie podrá decirles que no hicieron lo que estaba en sus manos para difundir el arte y el pensamiento de un creador admirable. La suya es una lección de cómo tener influencia en tiempos difíciles, contribuyendo a un cambio lento, sí, pero consistente. Concluimos así con un fragmento de la epístola que dirigen a Tom Zé como introducción del libro (para tener una copia escriba a holahola@craterinvertido.org): “Nosotros, en México, somos un pueblo infeliz bombardeado por la felicidad. En ese sentido da muchísimo gusto abrir el panorama de influencias y afinidades con América del Sur y romper un poco esa inercia colonial que consiste en buscar resonancias únicamente con América del Norte y Europa […] Manifestamos con honestidad que sólo vemos esta carta como el inicio de una relación y un diálogo contigo para poder escucharte más de cerca en un futuro cercano. Con mucha fe y energía volcánica te mandamos un destello de luz, ruido y estruendos desde la ciudad monstruo.” •

BEMOL SOSTENIDO

Jornada Semanal • Número 964 • 25 de agosto de 2013

ARTES VISUALES

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25 de agosto de 2013 • Número 964 • Jornada Semanal

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Jorge Moch

Ana García Bergua

V

OY A BUSCAR A mi marido al aeropuerto, acompañada de mi hija menor. Me meto al estacionamiento redondo que está junto a la Terminal 1. No hay lugar. Damos vueltas hasta que, de repente, vemos que un auto va a salir. Me detengo. Veo que no saldrá si no me quito. Me echo un poco para atrás, sin ver. Escucho el claxonazo. Chin, ya le pegué a alguien. Me bajo, regañándome a mí misma y veo que tengo, adherido a mi auto, uno del mismo color que el mío, pero más viejo y golpeado por todas partes. Su tripulante, un hombre más o menos joven, me dice: no muevo el coche para que vea que sí me pegó. De todos modos se quita, el hombre que se iba se va, y estaciono mi coche en su lugar. Bajo y miro mi estropicio: un rayón en una esquina del auto ajeno, un ligero hundimiento en medio de muchos rayones y hundimientos previos. Le ofrezco disculpas y le propongo que llamemos al seguro. El hombre me dice que sí, que podríamos llamar, yo a mi seguro, él al suyo, pero que tardaría mucho y perderíamos la mañana. ¿Y qué me propone?, le pregunto. Pues mire, me dice, observando con ojo de lince su auto y sobando los rayones, este golpe hay que sacarlo, despintar, volver a pintar; no sale barato. Trato de decir algo, pero él me quita la palabra como si estuviera vendiendo jabón al mayoreo. Mínimo, mínimo, un trancazo así nos sale en mil pesos. Yo no traigo mil pesos; le insisto en que mejor el seguro. Ahora que si le pedimos al mecánico que saque el golpe y no lo pinte, sino que pula el rayón para que se disimule, podría quedar en quinientos pesos. Pero no traigo quinientos pesos, señor, tendría que ir al cajero. Ahora que –continúa– si ya le bajamos a lo mínimo que me podrían cobrar por un rayón así, mínimo, mínimo, pues trescientos pesos. No sé qué pensar. Saco mi cartera, le muestro que tengo ciento cincuenta pesos, más unas monedas con las que completaría doscientos. Ándele, démelos y ahí lo dejamos. Le pago y le vuelvo a ofrecer una disculpa por mi distracción: qué pena, le digo. Él me responde, con mirada acusadora: más pena le hubiera dado si no hubiera tenido con qué pagarme. ¿Es una amenaza o lo primero que se le ocurrió? Como amenaza es un poco absurda –estamos en un estacionamiento lleno de coches y vigilantes–, y como razonamiento económico también. A veces pienso que en este país confundimos el aplomo con la inteligencia. Cualquiera nos puede decir una perfecta cosa sin sentido, pero si la dice con mucho convencimiento, hasta nos sentimos más culpables. Mi hija me dice: mejor no le contamos a papá. Cuando llega su papá lo primero

que suelta es: mamá acaba de chocar. Así son los hijos. Le cuento a mi esposo lo ocurrido. Se me queda mirando. Creo que te acaban de asaltar, me dice. Sería una modalidad de asalto rarísima: andar con un coche abollado repegándolo a los de todas las señoras que se echan para atrás sin ver y luego cobrarles los golpes. Una especie de masoquismo productivo. Luego pienso que, en realidad, es un problema de dignidad ofendida. Tanto rebajar el precio del golpe hasta dar con lo que traigo en la cartera, no ha de haber sido fácil para el hombre. Menos aún me va a aceptar la disculpa. Me doy cuenta un par de días después, cuando camino por la bonita calle de la Higuera. La acera es muy estrecha y a unos pocos metros de mí se bambolea un hombre en exquisito estado de ebriedad, con una paleta helada de limón en la mano. Opino que en estos casos lo mejor es cruzar la calle y dejarlo mecerse a gusto en el aire. Pero el hombre se ofende. ¿Cómo puede ser que lo eluda? Debería pasar a su lado y dejarle untarme la paleta. Se pone a gritarme unos insultos irrepetibles, mientras el guardia del correo nada más mira la escena. ¿Qué hace una en esos casos? Pues escapar, pero me concederán que es una indignidad. Está usted borracho, es todo lo que alcanzo a decir. Si el hombre saliera de la borrachera y se disculpara, ¿se lo aceptaría? No; le cobraría lo que trajera encima. Es el problema de convivir o, más generalmente, de salir a la calle. La realidad es difícil. Decía Jorge Ibargüengoitia en una de sus crónicas que se llama Vamos respetándonos: “Hace poco, y muy a mi pesar, tuve que intervenir en el caso de un vecino paracaidista que estaba matando un perro a palos. ‘’–Mire amigo –le expliqué– está usted viviendo entre gente decente. Esto quiere decir que tiene usted derecho a matar a su mujer, a su hijo y a su perro, siempre y cuando los vecinos no oigamos nada.’” Así quisiera uno vivir •

Lázaro Cárdenas, ese privatizador

A

PESAR DE TODO LO visto durante décadas en materia de mentís y descaro, de toda la abyección exhibida, el gobierno y sus palurdos compinches de los medios masivos siguen sorprendiendo. La caradura del régimen del que se dice presidente y de sus personeros no es rayana casual en oligofrenia: es una estrategia bien estructurada. La mentira es el mensaje y demagogia es lenguaje. Así de simple. Antes, al menos salvando las apariencias con un minúsculo prurito de corrección política, se disimulaba un poco la intención escondida, el albazo, la represión. Pero el estilo del nuevo pri es claro y a su muy retorcida manera contundente: se

dice lo contrario a lo que se propina, se le hace manita de puerco a la referencia histórica y cualquier canallada vale con tal de adornar la prepotencia. Porque sí. Porque tienen y son el poder. Porque los dejamos. Los embates dirigidos desde el corporativismo extranjero a la resistencia histórica de los mexicanos a ceder pemex y su cuantioso potencial de fortuna tienen quintacolumnistas en el poder desde mucho antes de que Enrique Peña Nieto fuera impuesto con un fraude electoral evidente y burdo, pero apuntalado con un férreo entramado de complicidades que arruinaron la credibilidad de buena parte de la poca verdadera oposición política, que radicaba hacia la izquierda, prostituyéndola. Ni siquiera es necesaria ya la lectura entre renglones para saber de qué lado masca la corrupta iguana (o debemos decir el dinosaurio): de pronto se le regresan al hermano impune de Carlos Salinas sus caudales; de pronto se esfuma un narcotraficante de cepa; de pronto pe mex , todavía soportando a un parásito como Carlos Romero Deschamps, se ve al alcance de picos ávidos pero sin esclarecer la tesorería paralela que le inventó el cerdo tartufo Calderón por medio del holding pmi. De pronto, puestos a ver, buena parte del gabinete de Peña viene directamente del salinato que tanto niega, desde la gubernatura del Banco de México hasta la presidencia misma de la paraestatal en venta. Pero lo que desquicia es, decía, la mentira cínica. La inmensa, intensa, machacona, repetitiva, seguramente onerosa campaña mediática desplegada a toda vela por el gobierno de su Nueva Alteza Serenísima, y que con toda tram-

pa esa campaña se resume en afirmar que las intenciones de Lázaro Cárdenas, precisamente cuando hizo exactamente lo contrario a lo que hace ahora Peña Nieto, eran las de privatizar algunas áreas secundarias de la industria del petróleo. Vaya estupidez. El pri , su gobierno de pacotilla, los empresarios involucrados que salivan con el trozo del pastel por venir, aventuran revisionismos absurdos, contradictorios, erróneos, para llamarlo de alguna manera que no sea una cadena de obscenidades apenas equivalentes a la vileza y la cobardía de quienes están detrás del jodido tinglado. El solo hecho de que los sátrapas catequistas de la privatización lleven en el hocico el presunto discurso de Lázaro Cárdenas es una bofetada a una de las pocas gestas mexicanas de pundonor y dignidad. Cárdenas fue astuto: estatizó industrias geoestratégicas cuando Estados Unidos e Inglaterra se abismaban en la segunda guerra mundial. No fue un arrebato nacionalista y ya. Fue un cálculo frío, un golpe de mano bien dado a favor no del extranjero sino, siquiera por una vez en la larga colección nacional de derrotas maquilladas, a favor del mexicano. Y una caterva de revisionistas de derechas, de imbéciles avariciosos, se quiere llevar ese logro entre las pezuñas con los argumentos más imbéciles que, bien lo saben, no convencen a nadie. Por eso socorren, perversos, la mentira cínica y sonríen a cuadro, y prometen bondades que no nos van a llegar nunca. Cabrones. Apuestan a la enajenación, al desgaste, al fastidio. A la muy mexicana indolencia. A la cobardía colectiva. Mientras tanto, el país se nos desmorona en una espiral sin fin de violencia que no pudieron borrar por decreto ni con la sempiterna censura de los medios para los medios. Siguen allí los asesinatos cotidianos, las diarias masacres, los levantones, los atentados, los enfrentamientos, las desapariciones. Y los robos, los fraudes, los secuestros, los yúniors, las familias impunes, la riqueza inexplicable de unos pocos y la miseria avasalladora, creciente de decenas de millones de crédulos, analfabetas, idiotas funcionales, tristemente útiles al régimen. Porque un idiota no cuestiona. Ni mucho menos reclama. Y ni pensar que milite, defienda, haga valla o busque con denuedo justicia •

CABEZALCUBO

Mínimo, mínimo

PASO A RETIRARME

tumbaburros@yahoo.com Twitter: @JorgeMoch


........ arte y pensamiento

Orlando Ortiz

Los mata viejitos

H

ACE ALGUNOS DÍAS O, para ser más preciso, a mediados de julio, apareció en los medios la noticia de que habían detenido a una banda de asalta viejitos. Lo preciso porque ya se recordará que antes está la mata viejitas, y éstos tenían como objetivo solamente robarles dinero, tarjetas de crédito y objetos de valor encontrados en las viviendas de sus víctimas. Pero a veces se les pasaba la mano y dejaban en la escena del crimen un difunto. La banda estaba integrada por supuestos promotores de productos naturistas. Por ejemplo, leche de alpiste, que con un poco de una substancia parienta del diazepam se la daban a los sujetos de la tercera edad o adultos mayores (para conservarme en el ámbito de la jerga actual); con esto pasaban a los brazos de Morfeo (para recordar la jerga de otros tiempos), pero supongo que en algunos casos las víctimas iban más lejos porque en la información que se dio a los medios mencionaban que había dos o tres muertos, aunque callaban si fue por muerte natural o provocada por los malhechores. El caso es que, espero, habrán de ser juzgados por homicidio culposo, o con todas las agravantes de la ley. Hace algunos años, urgidos por ingresar al primer mundo y la civilización, comenzaron a darse cambios importantes en el aparato gubernamental. Había una gran crisis en el sistema de jubilaciones y pensiones porque, argumentaban, la administración de tales fondos había sido deficiente, equivocada –esto no lo dijeron: fraudulenta– y urgía realizar cambios. Había que dejar atrás las prácticas paternalistas y populistas de los regímenes anteriores y dar un paso hacia la modernidad y la responsabilidad. Ya cada quien sería responsable de crear su fondo de ahorro para el retiro. Eso le costaría unos pesos a pagar en el banco donde tuviera su dinero, pero a la larga sería mucho mejor, dijeron (callaron si para el banco o para los usuarios: si el banco va a tener en sus arcas ese dinero y lo manejará a discreción para préstamos cobrando intereses, entonces, ¿por qué cobrar a los dueños del dinero que les está proporcionando pingües ganancias? Esto es algo que nunca he podido explicarme, y cuando le pregunto a economistas, financieros y gente común y corriente, tampoco pueden hacerlo). Uno de los argumentos para esta “modernización” era que de esa manera su dinero no correría el riesgo de ser manejado fraudulentamente por funcionarios y similares. Para no hacer un recuento de los sustos que en estos años han tenido los adultos mayores, sólo mencionaré que también en julio apareció la noticia de que CitigroupBanamex informaba que un retiro de 54 mil

568 millones de capitales golondrinos había causado un retroceso del 7.5% en el mercado de bonos, lo que afectó considerablemente el valor de mercado de los fondos para el retiro de los trabajadores. Los bancos culpan de ese tropiezo a los capitales golondrinos, es decir, los provenientes del extranjero, de capitalistas extraños que retiran su dinero a la hora que se les antoja y como se les antoja. Pero… también supongo que esto afectará de igual manera el monto de las pensiones de los que están por jubilarse, y me temo que asimismo las de quienes ya están retirados y reciben una mensualidad miserable. La reducción de sus de por sí minúsculos ingresos seguramente repercutirá en su salud y en los niveles de alimentación, lo cual en alguna medida se puede traducir en un deceso anticipado, y no de dos o tres de ellos. ¿A quién culpar en este caso? ¿A los capitalistas especuladores sin nombre, a los bancos, a las autoridades hacendarias o del trabajo? Me temo que a estos culpables nadie los juzgará y habrán causado muchas más muertes que los mata viejitos naturistas. Lo anterior me llevó a pensar (tal vez porque me aprieta el zapato por ahí) que son pocos los relatos protagonizados por hombres o mujeres en “edad madura”. Recuerdo alguno de Chéjov, otro de Tolstói, uno más de Flaubert, de Hemingway… pero no son muchos si los comparamos con los cuentos y novelas protagonizadas por mujeres infieles, donjuanes, jóvenes reventados, hacendados, banqueros, obreros, campesinos, caciques, activistas políticos, etcétera. Podría pensarse que se debe a que los narradores cuentan experiencias aparentemente propias o similares a experiencias propias, y son pocos los que han llegado a la tercera edad con el vigor y lucidez suficientes para seguir escribiendo. Es posible. Sin embargo, no descarto la posibilidad de que inconscientemente nos percatemos de que estar viejo implica algo más: estar cerca de la muerte •

Luis Tovar cinexcusas@yahoo.com

Háblale el alba

C

ONGRUENTE CON SU TÍTULO, el segundo largometraje de Juan Carlos Carrasco –que antes filmara Santos peregrinos (2004)–, titulado Martín al amanecer (2010), hace arrancar todas y cada una de las no muy numerosas secuencias que lo componen con el personaje homónimo, Martín, tal como le amanece en los igualmente no muy numerosos días en los que transcurre la diégesis del filme: al principio lo vemos en el asiento delantero de un vehículo, malamente acomodado y durmiendo inevitablemente mal; más adelante lo vemos acodado contra una mesa vieja y barata, en un lugar que no es su casa, durmiendo tan pésimamente

como suele dormirse bajo la triple condición de estar sentado, ebrio y triste; después lo vemos recostado por fin en su propia cama, pero sin haberse quitado la ropa, solamente echado bocarriba y habiendo dormido con el desasosiego propio de quien, antes de cerrar los ojos, escuchó que alguien –y no cualquiera sino un ser querido, tan próximo como puede serlo una hermana y, por añadidura, la única hermana que se tiene y con la cual se comparte el techo– lo acusara de haber sido siempre un niño idiota y ser, en el momento actual, un adulto patético. En un par de momentos, onírico el primero, lo vemos amanecer idénticamente recostado contra el tronco de un árbol, con una mujer apoyada en su costado, mientras el sol va decidiéndose a realizar sus tareas de sextante diurno.

Soledad al cubo (Francisco Hernández dixit) Salvo los dos últimos momentos referidos, lo que vemos es que Martín siempre amanece solo; de hecho, a pesar de que en esos dos últimos no se supone que lo esté, en el fondo sí lo está: solo, es decir, porque el primero es un sueño y, por más que uno insista, los sueños duramente pueden ser traducidos con la eficacia necesaria para que formen parte del otro lado de la calle que llam a m o s r e a l i d a d ; t a m b i é n , p o r que el segundo momento sí es real –vale mejor decir, no es onírico–, pero dadas las condiciones en las que se hallan Martín y su más bien fortuita y azarosa acompañante, ya no importa que lo sea porque ya no puede disfrutarse. Solo está Martín, entonces, pero no sólo él: sola está Lupe, y puede que doblemente porque además de ser muda y, por lo tanto, tener más cuesta arriba que otros la comunicación humana, su trabajo consiste en brindar ese tipo de compañía que nunca será capaz de darle certidumbre a su simulacro del amor ni del deseo. Sola está la madrota regenta del triste lupanar adonde fuera a dar Martín con su tristeza, su silencio y su urna funeraria, porque ahí sólo hay empleadas y clientes y, por lo que pue-

de verse y saberse, la de la putería es, entre las infinitas soledades, una de las más intensas. Solo también el inesperado contrincante que, por soledad que prefiere disfrazar de curiosidad, le arrebata la posibilidad de hacer algo por Lupe –aunque más bien por sí mismo; por ejemplo, sentir algo por alguien, estado anímico al que no parece haberse acostumbrado a lo largo de su vida, ni Martín ni el contrincante. Sola, por más que no lo parezca debido a la presencia de un esposo y un par de hijos, la hermana que le espeta los improperios y le define la vida entera con los signos de la nulidad y el fracaso. También solo, aunque por vocación y sin menoscabo de su paz interna, el amigo librero que le ayuda a desprenderse de las cosas materiales que, hasta ese momento, no funcionaron como verdaderas razones sino como meras ataduras –endebles, insuficientes, por lo visto– a una cotidianidad chata, gris, demasiado igual a sí misma, que en el fondo es de lo que Martín está queriendo desprenderse cuando se deshace de la casa recién heredada, y que también en el fondo es lo que está buscando al querer comprarle una solitaria Lupe a la madrota ídem.

De unamuniana atmósfera Discretamente eficaz, Carrasco va construyendo, con silencios largos y una cámara sin prisas –excepción hecha de la secuencia climática, donde las respectivas soledades desatarán sus desenlaces–, una atmósfera que le permite decir con claridad lo que pareciera ser el sencillo pero intenso discurso de fondo de su filme, es decir, aquello que Miguel de Unamuno dijera en un texto perdido y muy poco citado: que todos vamos solos, siempre, por mucho que de a ratos parezca lo contrario. Bien por Carrasco –sobre todo, comparado con su ópera prima–, bien por Adal Ramones, que cumple con creces la tarea de llevar el peso histriónico mayor, y bien por el resto del reparto, comenzando por Carmen Salinas y Manuel Ojeda, concluyendo con José Sefami, Diana Bracho y la joven Imelda Castro •

CINEXCUSAS

Jornada Semanal • Número 964 • 25 de agosto de 2013

PROSAÍSMOS

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ensayo

25 de agosto de 2013 • Número 964 • Jornada Semanal

Mutis y Maqroll Ricardo Bada

E

n el otoño de 1986 me desplacé a Hamburgo para informar acerca de un congreso de escritores españoles, portugueses, brasileños e hispanoamericanos. Hasta me tocó conducir una lectura literaria seguida de diálogo con los autores, y en la que participaba, entre otros, Sergio Pitol. Pues bien: a los dos o tres días llegaron los poetas ultramarinos de nuestra lengua, los últimos invitados al magno congreso (los peninsulares habían sido quienes rompieron el fuego, en la inauguración del mismo), y el Senado de Hamburgo puso a disposición del Olimpo iberoamericano su aristocrática barcaza, para que todos los participantes en el evento hiciéramos una excursión por el puerto hanseático. Recuerdo por cierto que Antonio Skármeta, el novelista chileno, viendo zarpar un ferry de los que conectan el Elba con el Támesis, y que lucía en su popa el nombre ha ml et , comentó: “Parte con rumbo incierto”. Uno de los que se rieron con el bonmot fue un hombre cuya pinta me era familiar desde mucho tiempo atrás a través de una pródiga iconografía, pero mi respeto y mi timidez tan grandes me inhibían de acercarme a él y presentarme. Providencialmente, a los pocos minutos comenzó a llover y se produjo la más cobarde de las estampidas: ¡todo el mundo corrió a refugiarse bajo cubierta! Todos menos quien les cuenta, protegido por su boina vasca, y el hombre que les digo, impertérrito bajo su gorra de lobo de mar. ¡Ay, Mutis!, pensé, ahora sí que no te me escapas. Me acerqué a él y le propiné la más que superflua pregunta: “¿No es usted Álvaro Mutis?” Cordialmente me contestó que sí. Le expliqué que era periodista español residente en Alemania y quisiera hacerle una entrevista. Él a su vez me preguntó: “¿Y usted vive aquí, en Hamburgo?” “No, en Colonia, y usted es el segundo Álvaro colombiano que conozco, el otro es el doctor Castaño Castillo.” “¡Ay, carajo!”, exclamó, echando mano a su cartera, “el doctor es muy amigo mío, y cuando supo que venía a Alemania, y que voy a ir a recitar en Colonia, me dijo que al

llegar allí no dejase de llamar a...”, desdobló un papelito y leyó un nombre: “Ricardo Bada”. “Soy yo”, le dije. Desde ese instante nos volvimos inseparables para todos los días de Hamburgo y para todos los que han seguido luego, a lo largo de muchos años, en Colonia, París, Fráncfort, Bad Ems, Madrid, Huelva... Y aparte del cariño que nos tenemos, Carmen y él, mi esposa y yo, hay algo que nunca les voy a poder pagar: que salvaran de la desesperación a nuestra hija Montserrat cuando la pobre capituló con armas y bagajes ante ese monstruo llamado Ciudad de México. Y ya es hora de que dejemos de hablar de Mutis y platiquemos algo acerca de Maqroll. Maqroll, ya lo sabemos, es un perdedor. ¿Pero por qué es Maqroll un perdedor? Si alguien lo investiga de una manera endogámica, adentrándose en su saga, la cosa resulta muy clara: todo lo que emprende Maqroll está condenado al fracaso. Todo... excepto esa saga que Mutis le dedica. El triunfo de Maqroll no acontece en su propia vida, cuyas peripecias han sido predestinadas al fracaso por el autor de la saga. El triunfo de Maqroll sucede fuera de esa su propia vida de ficción, es más: creo poder afirmar que si no fuera un fracasado, jamás hubiese obtenido esa victoria clamorosa con la que ha ganado, desde el primer momento, el corazón de sus lectores. En mi sentir, Maqroll es un avatar (“reencarnación”, según lo define la Real Academia en su diccionario) de Cervantes. Con la diferencia de que es Cervantes quien escribe Don Quijote de la Mancha, mientras Maqroll se sirve de un amanuense de Coello para relatarnos su fracaso. Pero ambos triunfan en su empeño. Lean, o relean, la mejor biografía de Cervantes con que contamos hasta la fecha, la de Jean Canavaggio (sintomáticamente se trata de un extranjero), y vayan anotando las coincidencias con el currículum del Gaviero. Como diría un alemán: “¡Saludos de Plutarco!” Ya saben, aquél de las Vidas paralelas.

Maqroll tiene además mucho de Dalan, del holandés errante, aunque el Gaviero casi nunca navega en alta mar (excepto por aquello que nos cuenta Mutis, pocas veces o casi nunca el mismo Maqroll). Y también tiene mucho de Ashaverus, del judío errante, por supuesto que sí, sus trasiegos son más que nada de tierra firme. Y también tiene mucho de Lord Jim, aunque alimenta poco el sentimiento de la culpa, más bien el de su impotencia para lograr lo que se propone, una impotencia que pocas veces o casi nunca le resulta imputable. Pero ¿y qué me dicen ustedes de Arturo Cova, el protagonista de La vorágine (1924): “Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia.” De Arturo Cova sabemos, por la última frase de esa novela fundacional de la literatura colombiana contemporánea, que a él y a sus compañeros “¡los devoró la selva!” Maqroll, releído al alimón con Don Quijote de la Mancha y La vorágine, nos propone un enrevesado acertijo cuya ¿única? solución ¿quizás? tan sólo la conozca ¿Álvaro Mutis? Pero con Álvaro Mutis se nos plantea el insoluble problema que también arroja la dicotomía entre la personalidad y la obra de García Lorca. ¿Cómo es posible que García Lorca, ese ser divertido, bromista, cachondo, lleno de un buen humor del que todos quienes lo conocieron se hacen lenguas, sea el autor de una obra más bien horripilante, en la que el humor no es que brille, es que deslumbra por su ausencia? Y ahora viene la retórica repetición de la pregunta: ¿cómo puede ser posible que Álvaro Mutis, ese cronopio inefable, irrepetible, pletórico de vida y de una juventud que es en él más que nunca un divino tesoro, sea el creador de ese murrioso y atormentado Maqroll, a quien sólo cabe desearle que la próxima empresa le salga todavía peor, para ver cómo su mecenas de Coello lo saca del apuro? ¿No será que Mutis tiene un acuerdo secreto con una compañía de seguros, para que el pararrayos Maqroll lo preserve de toda catástrofe? Si es así, y así lo creo, concluyamos aquí con un convencidísimo “Amén” •

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