■ Suplemento Cultural de La Jornada ■ Domingo 22 de septiembre de 2013 ■ Núm. 968 ■ Directora General: Carmen Lira Saade ■ Director Fundador: Carlos Payán Velver
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e d a z í u es l a o l a p la
S amuel G ómez L una , H ugo G utiérrez V ega y J orge S ouza
Un cuento de R aymond C arver
La de Alfredo R. Placencia, sacerdote y poeta jalisciense nacido en 1875 y muerto en 1930, fue “una vida intensa, marcada por las dificultades y la pobreza, pero iluminada por la luz de la poesía”: así lo define Jorge Souza y, como él, otros dos paisanos de Placencia –Samuel Gómez Luna, bisnieto del poeta, y Hugo Gutiérrez– lo evocan con calidez y admiración. Autor de diez poemarios, cura oficiante en pequeñísimos pueblos, más tarde obligado a trasladarse a Estados Unidos y Centroamérica, jamás desconoció ni abandonó a su mujer ni a su hijo, ni plegó su conducta a los dictados de la jerarquía eclesiástica –“no soy víbora para arrastrarme”, dijo alguna vez. De sus profundas y humanísimas contradicciones hablan los textos aquí reunidos, así como los testimonios de quienes lo conocieron. Publicamos además un espléndido cuento de Raymond Carver y un artículo de Vilma Fuentes sobre El Indio Fernández.
de asombros
bazar C
Hugo Gutiérrez Vega
Disponed la partida, inflamad las estrellas, juntad todas las noches que hubo en la vida y envolvedme con ellas.
reo que este fragmento de un largo poema del p a dre Pla ce n cia qu e co nti e n e la m e t áf o r a enorme “juntad todas las noches”, es una buena manera de entrar en los terrenos de la poesía de Placencia. Alfredo r . Placencia nació en Jalostotitlán, en los Altos de Jalisco, la más castellana de nuestras regio nes, en 1875. A los doce años se fue con su familia a Guadalajara. Eran muy pobres y tuvo que vender periódicos para costearse los estudios en el semi nario. Al ordenarse, por razones que nunca explicó el Arzobispado, se le entregaron parroquias lejanas en pueblos casi abandonados: Temaca (diez casu chas y una iglesia menesterosa, dice Gutiérrez Her mosillo); Bolaños, mineral abandonado ; Atoyac, pueblo calcinado en medio de un desierto salitroso, y Amatitán, villa recostada en los flancos de un te rrible barranco. Nunca se quejó, cumplió su oficio a veces con desgano, otras veces con fervor, sufrió const antes remordimientos, pero fue siempre fiel a la mujer que le dio un hijo y que lo acompañó en su destierro en Estados Unidos y en Centroamérica. Por otra parte, conjugó amores ocultos con expe riencias luminosas y mantuvo en pie una invencible admiración por la variedad del mundo: “¡ oh Bola ños! La urbe de las tapias caídas/que en tiempo de los reyes/ fueron de cal y canto/ y que ahora se acues tan para que así derruidas/ salgan los alacranes a beber su quebranto.” El Ar zobispado sintió colmada la paciencia y suspendió al difícil sacerdote. Placencia vagó por pueblos de Estados Uni dos y por villorrios de Cen troamérica. Su situación económica era precaria y Josefina se vio obligada a vender tamales y chuche rías para sacar adelante a la pequeña y necesitada fa milia. Regresó viejo y can sado. Su situación ablandó
GENIO Y FIGURA DEL PADRE PLACENCIA
al iracundo arzobispo, quien le permitió vivir en una casa de ejercicios de San Pedro Tlaquepaque. Ahí, en la miseria, sordamente desesperado, per plejo y humorísta, pasó sus últimos años. Murió en 1930. Dice Gutiérrez Hermosillo que la poesía permitía al padre (en todos los sentidos) “arribar a playas de escape, de ensueño verdadero ; playas muy poco serenas, pero capaces de guardar su intimidad”. En un poema de juventud, Placencia tuvo una premonición de su abandono final y la expresó con un dramatismo contenido: Quiero un lecho raído, burdo, austero del hospital más pobre; quiero una alondra que me cante en el alero; y si es tal mi fortuna que sea noche lunar la en que me muero; entonces, oíd bien qué es lo que quiero: quiero un rayo de luna pálido, sutilísimo, ligero... De esa luz quiero yo; de otra, ninguna.
En este poema, el padre pide que su Cristo de cobre lo acompañe en la agonía: ¿Para qué más fortuna que mi lecho de pobre y mi rayo de luna y mi alondra y mi alero, y mi Cristo de cobre, que ha de ser lo primero? Con toda esa fortuna y con mi atroz inmensidad de olvido contento moriré; nada más pido.
Escogí este poema, uno de los más representativos de Placencia en su tardío romanticismo (en él, Béc quer, Rosalía, Schelley y Keats se dan la mano con los poetas del Siglo de Oro y con todos aquellos que padecieron la nostalgia de la muerte), porque pien so que en él están presentes todos los signos y sím bolos de un lenguaje poético personal y enemigo de las concesiones. Hay una alondra inglesa, un rayo de luna español, un dramático Cristo de cobre de la cultura católica y esa “atroz inmensidad de olvido” que tanto hiere y exalta a nuestra mestiza visión del mundo •
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Portada: De lo divino y humano Ilustración de Gabriela Podestá
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Raymond Carver
Intimidad Edvard Munch, Amantes de la playa II,1895
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ebo atender algunos asuntos por el oeste, así que me detengo en el pequeño poblado don de vive mi exesposa. No nos hemos visto en cuatro años, pero cuando aparecía algo mío o escribían sobre mí en algún periódico o revista –una reseña o entrevista‒ se las enviaba. Ignoro por qué, excepto por la idea de que podían interesarle. En todo caso nunca me respondió. Son las nueve de la mañana y no la he prevenido; ciertamente no sé lo que voy a encontrar. Ella me recibe, sin embargo, ni siquiera parece sorprenderse. No nos saludamos de mano y mu cho menos de beso. Me conduce a la sala y apenas tomo asiento me ofrece café. Luego comienza a decir me lo que trajina en su mente. Dice que le provoco an gustia, que la he hecho sentirse expuesta y humillada. No se equivoquen: he vuelto a casa. Muy pronto comenzaste a traicionarme, dice. Siempre te hizo sentir bien traicionar. No, no es ver dad, no al principio, en todo caso. Entonces eras diferente. Supongo que yo también era diferente. Todo era diferente. Tenías entonces treinta y cinco o treinta y seis, cuando haya sido, por esas fechas, pero al mediar los treinta, empezaste. Te volviste contra mí. Lo hiciste muy bien. Debes sentirte or gulloso. A veces quisiera gritar, dice. Desearía que yo olvidara los malos momentos, los tiempos difíciles, cuando me refiero a aquella época. Cita los buenos tiempos, ¿acaso no los hu bo?, me dice. Quiere que olvide aquel otro tema, está cansada, harta de escuchar hablar de él. Tu ca ballito de batalla, dice. Lo hecho, hecho está. ¿Una tragedia? Sí, Dios sabe que fue una tragedia y más que eso. ¿Pero a qué seguir? ¿No te agota escarbar ese viejo cuento?
Por Dios, olvida el pasado, esas viejas heridas, dice. Debes tener algunas otras flechas en tu aljaba, de seguro. ¿Te digo una cosa...?, dice, creo que estás enfer mo. Pienso que estás loco de remate. ¿No te crees las cosas que van diciendo por ahí de ti, no es cierto? No las creas ni por un instante. Mira que yo podría decirles una o dos cosas. Que me pregunten a mí si quieren saber de veras. ¿Me escuchas?, dice. Te escucho, le digo, soy todo oídos. Las que he tenido que pasar, infeliz, dice, y por cierto, ¿quién te invitó a venir? Por supuesto que no fui yo. Nada más te apareces y entras. ¿Qué dia blos quieres de mí? ¿Sangre? ¿Quieres más san gre? Creí que ya te habías hartado. Piensa que estoy muerta. Quiero que me dejes en paz. Todo lo que deseo es vivir en paz, que me olvi des. Tengo ya cuarenta y cinco años entrados a cin cuenta y cinco o sesenta y cinco... Vete por favor. ¿Por qué no haces borrón y cuenta nueva? A ver qué te resulta. ¿Por qué no comienzas una nueva cuenta? Cala a ver hasta dónde llegas, dice. Eso la hace la reír y yo también me río, pero de nervios. ¿Sabes una cosa?, dice, una vez yo también tuve la oportunidad pero la dejé pasar. Así nomás, la de jé pasar. No creo habértelo contado nunca. Pero ahora mírame. ¡Mira! Mira bien mientras puedes... Me botaste sin más, hijo de puta. Entonces yo era joven, dice, y una mejor persona. A lo mejor tú también. Mejor persona, quiero decir. Tenías que serlo. Eras mejor entonces o nunca ha bría tenido nada que ver contigo. Te quise mucho. Te quería con frenesí, dice. De veras. Más que a nada en todo el ancho mundo. ¿Te
imaginas? Ahora me produce risa, es increíble, ¿no? Estuvimos tan unidos en aquella época que en la actualidad no puedo darle crédito. Creo que eso es lo más peculiar de todo: el recuerdo de tanta inti midad con alguien. Fuimos tan íntimos que ahora me produce náusea. No concibo ese grado de in timidad con alguien. No he vuelto a tenerla. Francamente, y lo digo en serio, de ahora en ade lante quiero que me excluyas de todo, dice. ¿Quién te crees, de todos modos? ¿Piensas que eres Dios o qué? No mereces ni lamerle los zapatos a Dios, ni a nadie más, para el caso. Señor, usted se ha enredado con la gente equivocada. ¿Pero qué sé yo? Ya ni si quiera sé qué sé. Sé que no me gusta lo que vas con tando por allí. Eso lo sé. Sabes a qué me refiero, ¿no es cierto? Cierto, muy cierto, le digo. ¿Me vas a dar la razón en todo, no? Te rindes muy fácil, siempre fue así. No tienes escrúpulos, ningu no. Cualquier cosa con tal de evitar líos. Pero eso no viene al caso. ¿Recuerdas la vez que te amenacé con el cuchillo? Lo dice como al paso, como si no tuviera ningu na importancia. Vagamente, le digo. Seguramente lo merecía, mas no recuerdo bien. Pero sigue, cuéntalo tú. Ahora comienzo a entenderlo, dice, creo saber por qué has venido. Sí, sé por qué estás aquí, aun que quizás tú no lo sabes. Porque eres un farsante. Tú sabes por qué has venido. Andas de caza, viendo a ver qué material pescas. He adivinado, ¿no? Cuéntame lo del cuchillo, le digo. Si te interesa saberlo, lamento no haberlo usado, dice. En verdad me arrepiento. Lo he pensado una y otra vez y lamento no haberlo usado. Tuve la opor tunidad, pero dudé. Dudé y perdí, como aseguran sigue
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por ahí. Debí haberlo usado y al carajo con todo. Si por lo menos te hubiera dado un tajo en el brazo, al menos eso. Bueno, no lo hiciste, le digo. Creí que me ibas a lastimar pero no fue así. Logré quitártelo. Siempre has tenido suerte, dice ella. Me lo quitaste y enseguida me abofeteaste. Todavía lamento no haber usado ese cuchillo aunque fuera un poco. Una pe queña herida habría bastado para que me recordaras. Recuerdo muchas cosas, le digo, y al momento me arrepiento de haberlo dicho. Amén, hermano, dice ella. Ese es el meollo del asunto, por si no lo habías advertido. Ese es precisa mente el problema. Pero en mi opinión, como he di cho, tú recuerdas las cosas malas, recuerdas bajezas, cosas vergonzosas. Por eso es que te interesaste cuan do mencioné el tema del cuchillo. Me pregunto si alguna vez has tenido remordi miento, dice. Para lo que vale eso hoy día. No mucho, supongo. Aunque tú debes ser ya un especialista a estas alturas. Remordimiento, le digo, no me importa mucho para ser sincero. Remordimiento no es una pala bra que use con frecuencia. No existe en mi vocabu lario, admito que mi visión es la parte oscura de las cosas. Algunas veces al menos. ¿Pero remordi miento?, creo que no. Eres un verdadero hijo de puta, dice, ¿lo sabías? Un cruel y despiadado hijo de puta. ¿No te lo ha bía dicho nadie? Tú, muchas veces, le digo. Yo siempre digo la verdad, dice ella, aunque duela. Nunca me sorprenderás en una mentira. Abrí los ojos hace mucho tiempo, dice, pero ya era tarde entonces. Tuve mi oportunidad y la dejé escapar entre los dedos. Por algún tiempo creí inclu so que regresarías. ¿Por qué iba a creerlo de todos modos? Debí haber perdido el juicio. En este mo mento podría llorar, pero no te daré esa satisfacción. ¿Sabes qué?, dice, creo que si cogieras fuego, si tu cuerpo ardiera en llamas en este momento ni siquiera te arrojaría un balde de agua. Se ríe y enseguida vuelve a ponerse seria. ¿Qué diablos haces aquí?, dice, ¿quieres escu char más?, podría continuar por días. Creo saber por qué has venido, pero quiero escucharlo de ti. Al ver que no respondo, que sigo allí sentado y quieto, ella continúa. Después de aquello, dice, cuando te fuiste, ya nada me importó. Ni los niños, ni Dios, ni nada. Era como si no supiese qué me había atacado, como si hubiese dejado de vivir. Mi vida había transcurri do regular, normalmente y de pronto se detuvo, no sólo se detuvo, sino que se extravió. Creí que si no valía nada para ti, tampoco valía nada para mí misma o para nadie más. Esa fue la peor sensación. Creí que mi corazón iba a reventar. ¡Qué digo! se rom pió, claro que se rompió, así sin más. Aún sigue roto, si te interesa saberlo. Allí tienes en resumen lo que su cedió. Puse todos los huevos en un canasto, como dicen por ahí. Todos los huevos podridos en un canasto. ¿Conociste a alguien más, no?, dice. No te tomó mucho tiempo. Y ahora eres feliz, es lo que se dice de ti: ahora es feliz. Escucha: leo todo lo que me has en viado, ¿pensabas que no lo haría? Mire que lo co nozco, señor, siempre lo conocí, entonces y ahora. Te conozco por arriba y por abajo, nunca lo olvides. Tu alma es una selva, un bosque oscuro, un basurero, por si quieres saber... Que me pregunten a mí si de sean saber. Yo sé cómo eres. Nada más que me pre gunten y yo les daré un pormenor. Yo lo padecí. Lue
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go me exhibiste y ridiculizaste en tus escritos para que cualquiera me compadezca o juzgue. Pregúnta me si me importó, pregúntame si me avergonzó, an da, pregunta. No, le digo, no voy a preguntar. No entraré en eso. ¡Claro que no!, dice, y sabes bien por qué. Cariño, dice, sin ofender a veces creo que podría pegarte un tiro y observar cómo te mueres. ¿No puedes mirarme a los ojos, verdad?, dice. Ni siquiera puedes mirarme a los ojos mientras te hablo, dice literalmente. De acuerdo; entonces la miro a los ojos. Bien, muy bien, dice, ahora comenzamos a en tendernos, al parecer. Así está mejor. Se puede decir mucho de tu interlocutor por su mirada, todo mun do sabe eso. Pero ¿sabes algo más? Nadie más en el mundo te diría esto, salvo yo. Tengo derecho. Me gané ese derecho, cariño. No eres quien tú te piensas. Es la pura verdad. Mas preguntarán que yo qué sé, en cien años podrán decir ¿y quién era ella?
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¿Qué hago en el piso?, me gustaría saberlo, pero sé que es donde debo estar, y ahí sigo sobre mis rodi llas, sosteniendo el dobladillo de su vestido. Ella se queda inmóvil por un instante, pero un momento después dice: ya está bien, tonto. A veces eres tan bobo. Levántate, te ruego que te levantes. Ya está bien, lo he superado. Me tomó tiempo. ¿Qué es perabas? ¿Que nada pasaría? Luego te apareces en la puerta y renace el martirio. Tenía necesidad de ven tilarlo. Pero tú sabes tanto como yo que se acabó.
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cuento
Mi vida había transcurrido regular, normalmente y de pronto se detuvo, no sólo se detuvo, sino que se extravió. Creí que si no valía nada para ti, tampoco valía nada para mí misma.
Edvard Munch, Separación,1896
En cualquier caso, dice, me has confundido con otra persona. Ya ni siquiera tengo el mismo nombre. Ni el nombre con el que nací, ni el de casada contigo, ni si quiera el que tenía hace dos años. ¿Qué significa esto? ¿Qué diablos significa todo esto? Escúchame: quiero que me dejes vivir en paz por favor. No es un crimen. ¿No tenías que ir a algún sitio?, ¿un avión que to mar?, dice, ¿no deberías estar muy lejos de aquí ahora mismo? No, le digo y lo repito. No tengo que ir a ninguna otra parte. Entonces hago un movimiento. Extiendo mi ma no y tomo la manga de su blusa entre mi índice y mi pulgar. Eso es todo. Nada más la toco y enseguida retiro mi mano. Ella no se aparta ni se mueve. Y hago esto enseguida: me pongo de rodillas, así, grande como soy, y tomo el dobladillo de su vestido.
Por mucho tiempo estuve inconsolable, dice. Inconsolable. Anota esa palabra en tu libreta. Por ex periencia te aseguro que es la palabra más triste del idioma. Mas sea como fuere ya lo superé. El tiempo es un caballero, ha dicho un sabio. O a lo mejor fue una vieja amargada, uno o la otra, qué importa quién. He vuelto a la vida, dice. Es una vida diferente de la que tuve contigo, pero creo que no es necesario comparar. Es mi vida y lo importante es que debo estar consciente de eso conforme envejezco. No te sientas tan mal. Quiero decir, está bien sentirse un poco mal quizás. No te hará daño, es de esperarse después de todo, incluso si no eres capaz de arre pentirte. Es hora de que te levantes y te marches, me dice. Mi esposo llegará pronto a almorzar. ¿Cómo podría explicarle esto?
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Es absurdo pero aún sigo de rodillas sostenien do el dobladillo de su vestido. No puedo soltarlo. Como si fuera un terrier, como si estuviera pegado al piso, como si no pudiera moverme. Levántate ya, me dice. ¿De qué se trata? ¿Quieres todavía algo de mí? ¿Qué quieres? ¿Que te perdone? ¿Es por eso que haces esto? Es por eso, ¿verdad? Es el motivo por el que viniste hasta aquí. El asunto del cuchillo te reanimó un poco, ah. Creí que lo habías olvidado. Pero me necesitabas para recordártelo. Te diré algo para que te vayas. Estás perdonado, dice. ¿Satisfecho? ¿Te sientes mejor? ¿Feliz ahora? Ya se siente contento el señor, dice. Pero yo sigo ahí, arrodillado en el piso. ¿Escuchaste lo que te he dicho? Tienes que irte. No seas bobo, te he dicho que te perdono. Hasta te he recordado lo del cuchillo. Ya no sé qué más puedo hacer. La supiste hacer, criatura. Vamos, debes mar charte, levántate. Así está bien. Aún eres un niñote. Aquí tienes tu sombrero, no lo olvides. No usa bas sombrero, nunca antes te vi con sombrero. Escucha, me dice. Mírame y escucha atenta mente lo que voy a decirte. Se acerca a sólo unas tres pulgadas de mi cara. Hace mucho tiempo que no estábamos así de cerca. Respiro quedamente para que ella no lo advierta y aguardo. Mi corazón late más despacio, creo. Cuéntalo como creas que debes y olvida lo de más. Como siempre. Lo has hecho por tanto tiem po de todos modos que no te costará trabajo. Bueno, está hecho. Eres libre, ¿no es cierto? Al menos piensas que lo eres. Al fin, libre. Es una broma, mas no te rías. De todos modos te sentirás mejor, ¿no? Me acompaña por el pasillo. No se me ocurre cómo podría explicarle a mi marido si apareciera en este momento, dice. Pero a quién le importa, ¿verdad? En última instancia, a nadie le importa ya. Además, creo que todo lo que podría ocurrir ya ha pasado. Se llama Fred, por cierto, es un hombre bueno y trabajador. Se preocupa por mí. Me acompaña a la puerta, que ha estado abier ta todo el tiempo. La misma puerta que ha permi tido la entrada de aire fresco durante la mañana igual que ruidos de la calle, y que nosotros hemos ignorado. Miro afuera y, Dios mío, hay una luna blanca que cuelga en el cielo matutino. No re cuerdo haber visto jamás algo tan admirable. Pero temo hacer un comentario. Lo temo. No sé qué podría pasar. Podría echarme a llorar inclu so. O no entender nada de lo que digo. Quizás vuelvas alguna vez, quizás no, me dice. Lo de hoy se olvidará, lo sabes. Muy pronto comenza rás a sentirte mal de nuevo. A lo mejor da para un buen relato, dice, pero de ser así no me gustaría saberlo. Me despido y ella no dice nada. Observa sus ma nos y luego las mete en los bolsillos de su vestido. Sacude la cabeza. Entra a casa y esta vez cierra la puerta. Me alejo por la acera. Unos niños juegan con una pelota al final de la calle. Pero no son mis hijos ni los de ella tampoco. Hay hojas por todas partes, hasta en las cunetas. Montones de hojas secas por todas partes es lo que veo. Caen de las ramas mientras avanzo. No doy un paso sin que mi zapato no pise sobre hojas. Alguien debería ocuparse de esto. Alguien debería traer un rastrillo y ocuparse de esto • T raducción de L eandro A rellano
En una plaza de Tánger Marco Antonio Campos
Pero si no hubiera sido, si el mar no hubiera sido azul el día de hoy, si la línea de la costa española no la cubrieran las nubes, si hubiese habido en ti el toque de locura (diría la Yourcenar) para hacer la Gran Obra, si la palabra Destino no hubiera sido como lazo al cuello, si los viajes no parecieran un sueño que ignoras si viviste como esa gaviota que ves y desaparece, aun así, aun así te dirías que la vida fue buena pese a todo, y pese a todo habrías de escribir que la vasija de arcilla, doble asa y pico, se hizo añicos casi toda, pero que aún desde la ventana de la mañana azul observas en los naranjales de ayer exiguos pero intensos resplandores, y que en fin hoy, en esta plaza breve de Tánger, tienes enfrente el mar Mediterráneo y la línea oscura de la costa española, y por eso, sólo por eso, por el momento, te das por creer que la vida se hizo para ti. Por el momento.
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La otra mitad de Placencia Samuel Gómez Luna Josefina Cortés es el nombre de la mujer que dio un hijo al poeta y que compartió con él una historia de amor, exilios y solidaridad. Samuel Gómez Luna, bisnieto de ambos, evoca la imagen femenina.
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as mejores historias se cuentan al calor del fuego. Ya sea en las fogatas de los campamentos o en la cálida seguridad de la cocina, donde se pican los recuerdos, se aderezan las emociones y el am biente se impregna de memorable paciencia. Pensar entonces en los alimentos prodigados por las manos de la abuela me lleva a recordar a mi bisabuela, Josefi na Cortés, mi Choche, quien hizo de la cocina su reino y donde, entre grandes cazuelas y vastos platillos, des menuzaba uno a uno sus recuerdos, ante nosotros. Nació despidiendo el siglo, en 1899, en Tonalá, Jalisco. Fue la primogénita del matrimonio formado por Pío Cortés y Mariana Carrasco, familia de tradi ción tonalteca, y contrastaba con la población por lo rubio de sus cabellos y la profundidad de sus ojos verdes. Su infancia transcurrió como debió de ser: con las carencias necesarias para afianzar su fe y la abundancia suficiente para comprobar que hay un Dios misericordioso. En 1918, el bardo Alfredo r . Placencia llegó a To nalá, como uno más de sus destinos en el ministerio religioso. En el pueblo alfarero ‒entonces a 10 kiló
metros de Guadalajara‒ fue recibido de buena mane ra, al grado que a los pocos meses de su afincamien to, la comunidad le prodigó una velada musical para conmemorar su onomástico. Ella tenía menos de veinte años y los ojos verdes; él, más de cuarenta y la poesía en el corazón. Y como dijo mi ancestro: “Los misterios del llanto son los mismos que los solemnes del amor.” En 1920, el 12 de octubre, nacería su hijo Jaime Cortés, a quien siempre reconoció y a quien defendió hasta las últimas consecuencias. La familia ya estaba completa; sin embargo, cosa natural, había que guardar las apariencias. El señor Pío Cortés y su esposa Mariana aparecerían, ante la sociedad, como los padres biológicos de Jaime. Y Jo sefina y don Alfredo, en su calidad de cura, como sus padrinos. Ella, mi Choche, mujer de espíritu inquebrantable, rompió con los paradigmas de su época. En los des tierros que tuvo que afrontar Alfredo, fue más que un punto de apoyo; fue quien mejor entendió la rea lidad y demostró su talento y creatividad. Cuando estuvieron en Estados Unidos, por ejemplo, logró reunir el dinero necesario para comprar en abonos una casa en San Pedro Tlaquepaque con la venta de chocolate artesanal que ella misma elaboraba y en tregaba en un Ford que prestaba generosamente uno de los parroquianos de don Alfredo.
A tal grado llegó el éxito del chocolate de mi Choche que, además de adquirir aquella casona, su fama llegó a oídos de un restaurantero que le ofreció tra bajo y un nada despreciable sueldo. Sin embargo, la familia tuvo que regresar a suelo mexicano. El padre Placencia, a su vez, logró juntar el dinero suficiente para pagar la edición de sus libros en España. La casa está ubicada en la calle Progreso 178, en San Pedro Tlaquepaque. Una placa recuerda: “Esta casa fue habitada por el Sr. Presbítero Dn. Alfredo r . Pla cencia. Escritor y poeta de gran celebridad en las letras jaliscienses.” Casa amplia, de sólidos muros y silen ciosos árboles donde vivieron con apreciable tranqui lidad. Hasta que empezó el movimiento cristero… Por allá venían los rumores: había llegado a San Pedro Tlaquepaque un federal de alto rango. Así que el padre Placencia reunió a su familia (los Cortés Ca rrasco) para pensar qué acción tomar en esos difíciles momentos. Unos opinaban que se fueran a Tonalá, otros que mejor sería regresar a Estados Unidos y fue mi Choche quien, con su acostumbrada claridad men tal, dio la solución: “Hay que ofrecer nuestra casa en renta al federal”, dijo. Todos la miraron asombrados. ¿Cómo, se preguntaban, estaremos seguros si ofre cemos la casa en renta al enemigo de la religión? Pe ro doña Josefina respondió: “A nadie se le ocurriría buscar a un sacerdote en la casa donde vive un fede
Los rostros del padre L
os siguientes testimonios son parte de las cua renta y nueve entrevistas reunidas por Ernesto Flores, miembro correspondiente de la Academia Mexicana de la Lengua y maestro emérito de la Universidad de Guadalajara, quien dedicó tres dece nios a investigar la vida del padre Placencia y a reunir su obra dispersa. Sólo se exceptúa uno, el retrato que trazó el poeta Alfonso Gutiérrez Hermosillo, miembro del grupo que editó Bandera de Provincias, tras la pri mera visita al padre en su casona de Tlaquepaque.
Señorita Mercedes Díaz, de El Salto, en donde estuvo el padre Placencia entre 1914 y 1916. En el ca tecismo el padre les hablaba mucho a los niños [...] Mucho, mucho hablaba de valentía. Y él siempre les hacía ver eso a los niños. Les decía que siempre de beríamos ser unos cristianos completos, no a medias [...] “¡Bueno! Se los voy a decir ‒les dijo un día‒, lo que se dice vulgarmente: traer los pantalones bien fajados. Porque al que se le caen los pantalones ya no es hombre.”
Maximina Flores de Íñiguez, de Jamay, en donde estuvo Placencia entre 1913 y 1914. Era buen sacer dote. Pero con él no se ponía cualquiera. Andaba de noche cuidando el pueblo y al día siguiente en la mi sa decía lo que él había visto y daba consejos y rega ñaba [...] Como confesor era duro. Yo lo conocí rete bien. No era fiestero. Iba a su casa y ya. No se me ol vida. Para dar consejos no había otro mejor que él.
Hermelinda Barba de Plascencia, de Acatic, en donde estuvo el poeta entre 1916 y 1918. Fue muy bueno aquí con toda la gente. Le gustaban los paseos. Iba a la barranca y a los ranchos, donde lo convidaban. Traía unas muchachas de El Salto. Eran unas mucha chas y el papá.
Agustín Godínez, de Jamay. El padre Placencia no era de ésos que se dejan curar parados. Se animaba a entrarle. Era de metal. Como que no tenía miedo.
Ángela Cervantes de Aranda, de Tonalá, en donde estuvo el cura entre 1918 y 1920, y donde conoció a Josefina Cortés, la madre de su hijo y su compañera. El padre Placencia era bueno, pru dente, consejero. Era aquel alto, quebrado de pe
lo, de ojitos chinos él. [...] Nos amenazaba con no confesarnos si íbamos al próximo baile. A veces las muchachas se aguantaban de confesarse hasta que el baile había pasado. Era muy caritativo. Tra taba lo mismo con los ricos y con los pobres. Y era muy entusiasta. Tomás Escobedo López, de Tonalá. Conocí a Jose fina Cortés [...] Cuando se acabó la familia de don Abundio, Josefina estuvo ahí y se fue con el padre. Así se dijo [...] El señor cura era también poeta. Refugio Flores Meza, de Atoyac, en donde estuvo Placencia de 1920 a 1921. Sí, mi papá lo sacó del pueblo cuando lo iban a matar, según me contó [...] Los que iban a matar al señor cura Placencia eran los mismos de la comunidad [agraria] de aquí. Ya fue cuando empezaba la Revolución cristera. Profesora Cesárea María Gallardo, viuda de Gutiérrez, de San Juan de los Lagos, donde vivió el poeta de 1921 y 1922. Una mañana yo jugaba con mi muñeca a la puerta de la sala, cuando llegó la
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Mi Choche se encargó de mantener vivo el recuerdo de mi bisabuelo mientras atizaba el carbón para la lumbre, y de defender la honra del bardo ante la mentira hasta el cansancio contada de que era alcohólico.
ral.” Así que, con el apoyo de unos peones, comen zaron a construir en la casona de San Pedro un depar tamento. Algo sencillo y pequeño, pero que contenía un pasadizo secreto dividido en varias cámaras para que ahí se escondiera el padre Placencia. Era una ju gada arriesgada, pero dice la sabiduría popular que “un perdido a todas va”. Y sucedió que, como lo ha bía vislumbrado mi Choche, el federal habitó la casa que al mismo tiempo escondía a un sacerdote… y nunca sospechó nada. Vivieron muchas otras experiencias, como el éxo do, cuando la guerra cristera estaba en su punto ál
gido, hacia El Salvador. Ahí Placencia fue tan queri do por los habitantes que hubo una carta dirigida a la autoridad eclesiástica para que se considerara al padre como candidato a obispo. El poeta murió el 20 de mayo en 1930, en la calle General Arteaga, en el Barrio del Santuario, en Gua dalajara, Jalisco. Murió acompañado de la familia Cor tés Carrasco y como última voluntad le pidió a Pío Cortés, su amigo, su confidente, que le hiciera un mo desto cajón con tres tablas; a Josefina, mi Choche, que no llorara cuando partiera, que mejor cuidara “las pocas pertenencias y la mucha pobreza” que le había dejado.
Josefina Cortés sobrevivió sesenta años tras la muerte de don Alfredo. Y en esas seis décadas nun ca dejó de pensar en él. Constantemente decía a sus once nietos: “Si el padre viviera, diario tendríamos música en esta casa. Habría risas y la mesa repleta de desconocidos que no tuvieran un lugar para saciar su hambre. Porque eso sí, éramos pobres, muy po bres, pero el padre salía todos los días a buscar gen te necesitada, aún más que nosotros, para invitar a la mesa.” Mi Choche se encargó de mantener vivo el recuer do de mi bisabuelo mientras atizaba el carbón para la lumbre, y de defender la honra del bardo ante la men tira hasta el cansancio contada de que era alcohólico. Sus días llenos de rezos y cariño nos hacen verla aún como el ancla que nos fija en el sitio donde el tiempo se detiene. Así fue ella; mística, generosa y única. A sus bisnietos nos compartió mucho de ese amor lar gamente trabajado, y fue para nosotros la luz que necesitó mi bisabuelo para llegar a feliz puerto. Su muerte, llorada y sentida por todos, respondió a su vida misma. Quizá como una última ocurren cia o una precisa estrategia, dejó este mundo el 10 de mayo de 1990. Como para recordarnos que ella es la matriarca de esta familia y que su recuerdo no lo borra el tiempo •
Placencia Chata, una de “esas muchachas muy salidoras” [...] Luego pasó por encima del batiente en donde yo estaba. En cuanto entró [Placencia], la Chata cruzó la pierna, lo miró intensamente y le pregun tó: ¿padre, con quién soñó anoche? Sí, el oficio de sacerdote tiene sus bemoles. Alfonso Gutiérrez Hermosillo, poeta, en el prólogo a la primera recopilación de sus poemas. Él era un viejecito delgado y rojo, bajo de cuerpo, ex tremadamente limpio; usaba una hopalanda de pintor. Poseía un ademán peculiar, exaltado y brio so, que iba surgiendo, como acentuando idealmen te cada una de sus palabras [...] Todo él denunciaba la grande ternura de su espíritu, su deseo de amis tad, y en una conversación fina, irónica, amarga, bondadosa, hizo pasar ante nuestros ojos, casi sin quererlo, el espectáculo de una vida macerada en la oscuridad, de su voluntad rota y estrujada que se izaba todavía como una bandera [...] Y pareció de pronto que iba a despojar su espíritu de todo lo visible y que, vuelto ciclón, éramos allí para ser arrastrados. Pero detuvo con suavidad el vértigo.
Josefina Cortés, su compañera y madre de su hijo, Jaime. Nos fuimos en 1923 a Los Ángeles. S e f u e p r i m e ro e l p a d re p o rq u e n o t e n í a m o s centavos. El padre, muy enfermo. Fíjese, aquí vendía yo, tenía cositas: dulcecitos, y eso para poderlo sostener, porque ganaba $1.25 el pa d re . E s o l e d a b a n p o r m i s a . Y d e e s a m a n e r a vivimos bien pobres [...] (Cuando vivimos en Fillmore) ¿sabe lo que hice? Vendí tamales [...] (Poco después) Pos vendíamos chocolate. ¿Sa be para qué? Para imprimir los libros. No te níamos, porque mandó imprimir tres tomos: El libro de Dios, El paso del dolor y Del cuartel y del claustro. [...] En Centroamérica (donde también vivimos exiliados) vendíamos pan. Mi papá hizo un hornito. Porque no había ni una pana dería ahí. ¿De qué murió? Pos fíjese nomás. Le pegó un dolor muy fuerte pero... nos quería tanto que no le gustaba ni decir que estaba tan enfermo para que no sufriéramos [...] Porque empezó a estar enfermo un domingo en la tarde. Y me preguntó un día antes: “¿Qué día es ahora?” Y le dije: “18”.
Dijo: “Ojalá y me muera el día 19, el día del señor San José.” “Ay, padre, ¿por qué dice eso?” “Sí, ya sería una tristeza que me aliviara. Mejor, ya estoy preparado para la muerte.” Jaime Cortés, el hijo de Placencia, convivió con su padre los primeros diez años de vida. Cuando tenía tres lo acompañó, con su madre, al destierro, y significó un nuevo motivo de vida para el escritor. Poco antes de su muerte, él me llamó a la sala y me ordenó que cerrara la puerta. “Quiero hablar contigo. Recuerda cuán to te quiero para que puedas perdonarme todo lo que vas a sufrir por mi culpa.” “¿De qué está hablando, padrino?” “No te lo puedo decir, pe ro recuerda siempre esto que te estoy dicien do.” Y a duras penas contenía el llanto. “Recuér dalo por favor.” Y no lo comprendí sino muchos años después. Hoy lamento mi ignorancia de entonces y re cuerdo su angustia y su incapacidad para revelar me las cosas cuando me pedía perdón. Hoy lo sé todo, lo único que siento por él es cariño •
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Jorge Souza Jauffred
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Alfredo R. Placencia
a la luz de la
món Placencia, sastre del pueblo, y los sueños que tenía de ver a sus tres hijos, Alfredo, Cristina e Higi nio, convertidos en poeta, monja y soldado, respec tivamente: Dios que mira y que protege hasta el ansia más secreta ¿dejará burlada el ansia del maestro del taller?... ¿No será monja la niña de quebrada piel de asceta...? ¿No hará Dios de los pequeños un soldado y un poeta...? Bien lo puede hacer.
Cuando niño fue enviado a estudiar a Guadalajara y por la necesidad se vio obligado a vender periódicos en el jardín del Carmen. Contó al poeta Alfonso Gu tiérrez Hermosillo que ahí encontró a “una niña pre ciosa de doce años, de gran falda cónica, de ojos azu les que yo me embelesaba en contemplar […] Una vez […] vino a regalarme una flor […] ¡Qué fuerte cosa! No acababa de irse, y volvía la cara con frecuencia. Yo estaba entumecido, con los ojos anchos y la boca anhelante de desaparecer. De pronto, quise llevar
me la flor a un sitio que yo solo conociera, cuando la suela de mi roto calzado me hizo caer. Durante un segundo, resollando sobre las baldosas, me sumí en mi desgracia, y al levantarme, mis pantalones que estaban desgarrados, por obra del movimiento pu siéronse a lucir sus lacerias. La niña estaba viéndo me, sonriendo todavía. Lloré de pena y no la vi más”. Años después ingresó al seminario. Su herma na Cristina se convirtió en monja, y el benjamín de la familia, Higinio, entró al servicio de las Armas, lo que le costó finalmente la vida. Los tres cumplieron el sueño paterno. Ordenado sacerdote en 1899, el joven cura comen zó un periplo de casi treinta años, a través de dieci séis pueblos, algunos empobrecidos y alejados de Guadalajara, además de dos exilios, uno en 1922 a Fillmore, Estados Unidos, y otro, en 1928, a Usulután, El Salvador, en donde la gente pedía que lo convir tieran obispo. Tal itinerario fue resultado, en par te, de su complicada relación con la jerarquía ecle siástica. Con Orozco y Jiménez sostuvo varios des encuentros. Uno de ellos, relatado en el libro Alfredo r . Placencia. Poesía completa, obra indispensable, pro logada y compilada por Ernesto Flores, señala que “el día que llegó el señor Orozco y Jiménez (a Ato yac), ya estaban las calles arregladas esperándolo
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Otras actitudes del vate tampoco fueron ortodoxas. Tocaba el saxofón con la banda del pueblo, en las serenatas; organizaba veladas literarias en las que solía declamar con alta voz y casi con lágrimas poemas propios o ajenos.
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S
e ordenó como sacerdote pero también ofi ció como poeta. Guardaba los borradores de sus versos en sus bolsillos repletos. So portó el dolor y la tristeza, pero reclamó a la divinidad por el sufrimiento. Defendió sus convicciones con recios sermones y alguna vez hasta con golpes, pese a su investidura. Tuvo una mujer a la que nunca renunció y un hijo al que siem pre reconoció. Y fue molesto para algunos jerarcas católicos, principalmente para el arzobispo de Gua dalajara, Francisco Orozco y Jiménez. Alfredo r . Placencia escribió una obra poética profundamente humana, si bien con fuertes tonali dades religiosas. En sus diez libros –tres publicados en 1924 con dinero que reunió su compañera Josefina Cortés y siete después de su muerte– dio testimonio de una vida intensa, marcada por las dificultades y la pob reza, pero iluminada por la luz de la poesía. En sus textos encontramos anhelos, dolores y mucha añoranza; retratos de paisajes, personas, poblados y hasta de su perro, todo expuesto con estilo perso nal y sinceridad descarnada. Nació en Jalostotitlán en 1875 ‒cinco años después que Amado Nervo, a quien admiraba‒ en el seno de una familia muy humilde. En el poema “El buen Bar tolo”, apunta la pobreza del taller de su padre, Ra
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Ilustraciones de Gabriela Podestá
a poesía
¿Qué hago con los clarines de la tropa…? ¿Qué haré con la campana del convento…? Los clarines están tocando a “diana”, Y convida a las monjas la sonora campana. […] Mis muertos nada oyen, los dos andan de viaje.
Consciente del dolor, el poeta se queja de la injusticia celestial. Su voz externa desde un suave “Ten pie dad”, dirigido a la Madre, hasta un impaciente “Abre bien las compuertas”, en el que dice a Dios:
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“Tocad, que si tocareis se os abrirá”, dijiste. Por eso llego y toco y tus misericordias seculares invoco. Señor: cúmpleme ahora lo que me prometiste.
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cuando llegaron los carrancistas”. Ante la situación, el prelado quería caballos para escapar, pero Placen cia insistía en que debía quedarse a convivir, en una velada literaria, con el pueblo. El arzobispo, molesto, partió y dijo “estos poetas no sirven para nada”. En documentos de la Arquidiócesis que ha publi cado José c . Martín en la revista virtual Sincronía, es posible seguir casi paso a paso esta complicada rela ción, que ni siquiera su amistad con el canónigo Antonio Correa, entonces secretario de la Mitra, pudo aliviar. A él escribía con frecuencia solici tando su apoyo y exponiendo sus quejas. Final mente, el amigo dejó de atender sus llamados y Placencia se distanció. Los testimonios de cuarenta y cinco personas, que trataron a Placencia y que recogió Ernesto Flores en su libro, lo pintan con matices distintos, como un hombre generoso, compasivo, solidario, alegre, cul to, sobrio y con carácter recio. Era un hombre que se quitaba el saco para entregarlo a otro, que no tolera ba los abusos y que jamás aceptó la hipocresía. Al guna vez, en respuesta a la recomendación de que acatara las disposiciones superiores para que as cendiera en la jerarquía, replicó: “no soy víbora para arrastrarme”. Otras actitudes del vate tampoco fueron orto doxas. Tocaba el saxofón con la banda del pueblo, en las serenatas; organizaba veladas literarias en las que solía declamar con alta voz y casi con lágrimas poe mas propios o ajenos. Más aún, hombre bien pareci do, agradable y culto, el padre tenía entre las feli gresas, de cuando en cuando, sus admiradoras. Como aquella muchacha, la Chata Padilla, “muy sa lidora” que lo buscaba en su casa para confesarse y le preguntaba al llegar: “¿Padre, con quién soñó ano che?”, mientras se sentaba frente a él, lo miraba in tensamente y cruzaba la pierna. Sin embargo, Placencia nunca dejó de cumplir con sus compromisos religiosos. Se levantaba a las cuatro de la mañana para oficiar misa y cumplía una rutina estricta que incluía, no pocas veces, la contemplación nocturna de las estrellas y la escritura de poemas. Para él, la poesía no era el simple ejercicio del adorno retórico, sino la entrega a una vocación profunda que descubrió desde muy joven. Por algo en sus textos llama “hermanos” a los autores inmortales y afirma categórico que él, desde que nació, fue poeta. Por eso, aunque su trabajo sacerdotal estuvo sal picado de problemas, encontró calma y luz en su oficio de escritor. Sus textos son casi un diario íntimo de los acontecimientos trascendentes: la muerte de sus padres, la pérdida de sus hermanos, la entrega
En Del cuartel y del claustro retrata a su hermana Cristina y a su hermano Higinio. El libro está de dicado a ellos, a sus tempranas muertes y al pesar que le causaron:
A medida que pasan los decenios, la voz de Placencia crece en el horizonte.
de su querido saxofón soprano a otra persona, la en fermedad de una monja, el amor a su hijo y hasta su sueño de vivir al lado de Josefina Cortés, la mujer de su vida, quedaron registrados con maestría en poemas personalísimos, coloreados con imágenes inusuales y enriquecidos con la fuerza de la pasión. En un poema que le dedica a ella, Placencia sueña: “Sobre la Playa Larga voy a hacer mi casita/ que mi re al cielo siempre y siempre mire al mar/ Así veré que el tiempo a mis pies se retuerza/ y que el cielo me abra toda su inmensidad.” Igualmente, en El paso del dolor, plasma la profunda pena por la muerte de sus padres. En un poema de ese libro, “Autónoma”, personifica al dolor, que lo llama: “Sube, poeta./ Asciende hasta el crestón/ de la angus tia suprema.// Aquí te aguardo.” Y él lo sigue hasta la cima, donde va a ejecutarse un sacrificio y, al no ver a ninguna víctima, entiende: Tu silencio me hablaba ¿Quién podría ser la víctima allí, de no ser yo? Y me abracé a mi cruz, y comenzaste la dura transfixión. Sobre la roca escueta agonizaba la última luz del sol.
Otro ejemplo es su famoso “Ciego Dios”, que co mienza con lo que parece una blasfemia (“Así te ves mejor, crucificado./ Bien quisieras herir, pero no puedes.”) e incluye, antes del enternecimiento fi nal, otro reclamo: “¿Qué maldad, ni qué error, ni qué ceguera…!/ Tu amor lo quiso y la ceguera es tuya.” Aunque en su obra se respire la influencia de la Bi blia, sobre todo de los Salmos, el Libro de Job, los Evangelios y el Cantar, Placencia es mucho más que un poeta religioso. Cuando Placencia murió, apenas unas quince per sonas acompañaron su sepelio, entre ellas Agustín Yáñez y Alfonso Gutiérrez Hermosillo, entonces jó venes autores que publicaban la revista Bandera de Provincias y que sentían una gran admiración por él. Murió, dice Josefina Cortés, su mujer, “de un fuerte dolor”. Y explica en el libro de Flores: “¿Qué día es ahora?” Y le dije: “18”. Dijo: “Ojalá y me muera el día 19, el día del señor San José.” “Ay, padre, ¿por qué dice eso?” “Sí, ya sería una tristeza que me aliviara. Mejor, ya estoy preparado para la muerte.” Murió el día 20 de mayo de 1930, en Guadalajara. Varios testigos coinciden: en las postrimerías de su vida, parecía “un ancianito”, aunque sólo tenía cincuenta y cuatro años cuando falleció. A medida que pasan los decenios, la voz de Placencia crece en el horizonte. Fue el hombre de Jalos un poeta com pleto, un gran poeta, que habló con el dolor, con el cielo, con Cristo y con María. Un poeta que pidió pa ra su muerte: “Quiero un lecho raído, burdo, auste ro/ del hospital más pobre. Quiero una/ alondra que me cante en el alero;/ y si es tal mi fortuna/ que sea noche lunar en que me muero.” Con esto y “con mi atroz inmensidad de olvido/ contento moriré; nada más pido”. Queden como epitafio sus propias pa labras: “Muera yo como Él quiere,/ ya que viví a mi antojo y he pecado a mi gusto.” •
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leer Anoche dormí en la montaña, Héctor Manjarrez, Era, México, 2013. En cuatro apartados se divide este cuentario: Infidelidad, Polis, Anoche dormí en la montaña y Antaño; a su vez, cada uno de ellos se compone, en ese mismo orden, de “La esposa y el esposo y el amigo y el otro” y “La mujer, el amante, el marido y el hermano”; de “Una pura y dura”, “Florencia en La Habana” y “La mujer del parque”; de “En el bordecito del horizonte”, “El Café París”, “Medios y fines”, “Repetida mente”, “Una carta de amor” y “La fuerza de tanta devoción”; y finalmente de “Amelia”. Se anota aquí la lista completa de títulos por dos razones: la delicia de los mismos y su capacidad para indicar mucho de su tono y de su tema, en primer lugar, y en segundo porque quien ha leído toda o parte de la obra literaria de Manjarrez sabe lo que va a encontrar en este volumen: una capacidad fabuladora y verbal admirables, una mirada agudísima, siempre vestida de suave –y a veces no tanto– ironía, y como resultado, un universo literario redondo.
Lo inconstante, Lasse Söderberg, La Otra/Universidad Autónoma de Sinaloa, México, 2012.
Como lo dice inmejorablemente, que lo diga Juan Manuel Roca: “Lasse Söderberg va al fondo de las cosas porque no cree en la imagen por la imagen, porque no escribe palabras por escribirlas sino porque sabe que ellas son llaves que abren puertas a otros mundos. Mundos que siempre están en éste, aunque por momentos sean umbrales que señalan el paisaje enfermo de un presidio. Sabe que la palabra expresada con certeza nos modifica. Que una mujer puede escribir el vocablo ‘sol’ y que esa palabra alumbre. Que sin artilugios ni sentimentalismos, como en uno de los títulos de su obra exista el resplandor de una ‘rosa de tinieblas.’” Así se expresa un gran poeta –el colombiano Roca– de otro: con la generosidad luminosa de quien a sí mismo se encuentra en la escritura ajena; ejercicio que el lector podrá hacer en esta breve recopilación de la poesía de Söderberg, que abarca más de seis décadas, desde 1950 hasta 2011.
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Conferencia sobre la lluvia, Juan Villoro, Almadía, México, 2013.
LLUVIA Y LETRAS
La historiografía del siglo xx. Desde la objetividad científica al desafío posmoderno, Georg g. Iggers, Fondo de Cultura Económica, Santiago de Chile, 2012.
LAS IMPETUOSAS CORRIENTES DE HOY
MARIANA DOMÍNGUEZ BATIS
E
l agua imaginada por los poetas: la lluvia en las rimas de Dante, Pessoa, Neruda, Cortázar o Verlaine, es el tema de una conferencia destinada a difuminarse en el soliloquio de un bibliotecario y, a su vez, el soliloquio terminará por mutar en una autoconfesión en torno al amor, los libros y el fenómeno atmosférico que tanto ha inspirado a los escritores a través de los siglos. A manera de improvisación es como fluye Conferencia sobre la lluvia, de Juan Villoro (Ciudad de México, 1956), cuyo principal personaje es un bibliófilo que ha dedicado su vida entera a ordenar una biblioteca, cuyos libros han desordenado también su vida. Todo menos casual es que el monólogo sea protagonizado por un bibliotecario; de la misma manera en que tampoco son fortuitas las pinceladas escénicas que caracterizan el pluvial volumen, ya que fue escrito y pensado por Villoro como una pieza teatral para inaugurar el Foro Polivalente Antonieta Rivas Mercado, en la Biblioteca de México de la Ciudadela. El estreno tuvo lugar el 28 de agosto pasado, con la actuación de Diego Jáuregui, bajo la dirección de Sandra Félix, de la Compañía Nacional de Teatro, y apoyado por Luis de Tavira, en la tercera ocasión en la que el sociólogo, escritor y periodista mexicano incurre en los terrenos de la dramaturgia. Además de ello, el volumen también se puede leer como un ensayo sobre el “arte de la conferencia” ‒del que en la vida real Villoro es un representante ejemplar‒, definido por el protagonista como una manera de establecer un vínculo entre “el que sabe y el que puede hacerlo” o, más coloquialmente, como “una transfusión cerebral”. El autor, Premio Iberoamericano de Letras José Donoso (2012), detona con su monólogo, una vez más, el necesario debate del papel mismo del conferencista, así como el del bibliotecario, que paulatinamente han caído “en desuso” debido al cambio tecnológico, con la aparición de posibilidades como los ebooks. A pesar de ello, a lo largo del texto se reivindica la importancia de “dar los libros de mano en mano” y del “contacto humano que genera lectura”, concepción que se enarbola como estandarte en contra de la idea de la desaparición irrefutable del libro físico frente al electrónico y a las tabletas y lectores. Uno de los máximos incentivos para leer esta novedad editorial es el amor a los libros que transmite, por medio de la experiencia del bibliotecario que “olvida dónde dejó las llaves, pero detecta cualquier cambio en un librero”, reflejo sin duda de la pasión que ha acompañado desde niño al autor de El testigo (Alfaguara, 2004). Es a través de las páginas del volumen que el lector redescubrirá la alegoría de la lluvia como fecundidad, trasladada a la noción de lluvia como semilla de creación, porque “llueve mejor en la imaginación”, justo donde “algunos poetas han sabido desarreglar el cielo” •
RAÚL OLVERA MIJARES
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eorg g. Iggers (Hamburgo, 1926), a través de la historia de las ideas, habría de llegar al análisis acerca de los supuestos y posiciones desde donde el historiador acomete su labor académica. Los conceptos de evidencia, objetividad, causalidad y progreso son definitorios. También las disciplinas adyacentes o auxiliares en que se apoya el historiador, alguna vez la filosofía, más tarde las ciencias sociales y, hasta hace relativamente poco, la crítica textual y la hermenéutica, si bien ahora se observa un regreso hacia la macroeconomía y la política global. A inicios del siglo xix existían dos maneras fundamentales de cultivar la historia, una basada en la erudición y las antigüedades, y la otra en las letras. Leopold von Ranke intentó sentar la historia sobre bases sólidas: escribir exclusivamente a partir de las fuentes primarias. La historia sería desde entonces, a diferencia de lo que había sido con Herodoto, Tucídides y hasta el Guicciardini, una labor especializada, una disciplina científica, fuente invaluable de cultura. En Alemania la Escuela Histórica de Economía Nacional con Gustav von Schmoller, a la que se sumaría más tarde la rama vienesa iniciada por Carl Menger, surgiría a principios del siglo xx. La revisión minuciosa de las fuentes económicas, políticas y sociales cobró aún mayor relevancia. Se deja sentir también la invaluable influencia del sociólogo Max Weber, quien rechazaba el endiosamiento del Estado y propugnaba por una ciencia cuyos valores e ideales resultaran en verdad libres y autónomos. En Francia, con Lucien Febvre y Marc Bloch surge la revista Annales que años después, en un periodo entre los sesenta y setenta, va a ser escenario de síntesis insospechadas por parte de historiadores como Fernand Braudel, Pierre Goubert, Jacques Le Goff, Georges Duby, Emmanuel Le Roy Ladurie y Robert Mandrou. Una escuela donde criterios antes despre ciados comenzaron a cobrar influjo, como la arquitectura, la decoración de interiores, la moda y la gastronomía, en suma, la cultura material por lo común menospreciada. La escuela marxista de historia jugó un papel preponderante en Europa del Este en particular, aunque también en Francia, Alemania Occidental e Inglaterra. El pensamiento postmoderno y la importancia del lenguaje y su decodificación hicieron su entrada en escena con Roland Barthes, Michel Foucault y Jacques Derrida, sin obviar a pioneros como Bachelard y Lyotard, quienes influyeron en la escuela Microhistórica Italiana con Carlo Ginzburg y Giovanni Levi. Por otra parte, las ideas del antropólogo cultural Clifford Geertz, discípulo del filósofo alemán Ernst Cassirer y seguidor de sus teorías simbólicas en torno de la cultura y el lenguaje, ejerció una gran influencia en los años noventa, particularmente en Estados Unidos. La orientación hacia la lingüística y la interpretación de la cultura como un texto se hizo patente •
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Intermitencias latinoamericanas, Ignacio M. Sánchez Prado, unam , México, 2013.
LATINOAMÉRICA COMO REFERENTE LITERARIO RICARDO GUZMÁN WOLFFER
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l análisis de la posible unidad de parte del continente americano ha estado en el imaginario colectivo desde hace décadas y generaciones. En algún momento se hablaba del bloque latinoamericano, entre otras cosas, para hacer frente a la intervención estadunidense. Incluso se hablaba de México como el hermano mayor; papel que, de haber existido, ha sido abandonado. Países con mejor economía podrían hablar de ese liderazgo que resulta cuestionable ante las políticas públicas sobre sectores estratégicos. El discurso de Alfonso Reyes en cuanto a la construcción de ese lenguaje e identidad común en Latinoamérica fue modificado con los textos de Paz, pero el autor repasa con precisión muchos aspectos sobre el pensamiento de Reyes que claramente deben seguir nutriendo no sólo esta idea, aceptable o no, de la comunidad subcontinental, sino de la interiorización de la arqueología intelectual nacional. Reyes es estudiado en varios temas con justeza: sus alcances analíticos son medulares en nuestro país. ¿Cómo hablar de la identidad latinoamericana, cuando autores recientes han atomizado la discusión sobre los procesos culturales?: lo particular ha sido tomado como universal. El análisis de Sánchez se tiende sobre la literatura, como creación y como análisis. Hablar de literatura latinoamericana, cuando el mercado predominante viene de los consorcios editoriales, donde se privilegia la traducción y no la producción local, es opinable, como apunta el autor. ¿Es necesario armar ese bloque para contrarrestar la mirada europea? El autor retoma el planteamiento de Reyes relativo a que la cultura americana, ante el estudio de lo europeo, termina por asimilar lo local con lo foráneo en una síntesis natural, como se apunta sobre la obra de Jorge Luis Borges, cuya afinidad con las antiguas literaturas del norte de Europa es evidente en sus conferencias y ensayos, de las cuales toma lo necesario para su propia invención. Para reconocerse latinoamericano debe superarse el colonialismo literario. Sánchez construye alrededor del concepto de “historia de la literatura”, con apuntes que, más que definir, muestran la discusión académica sobre este tema, y obliga al lector a plantearse sus propias conclusiones: muchos de los “conflictos” literarios de otras latitudes no se dan en México. El autor
cuestiona los premios literarios y lo opinable de los resultados cuando intervienen consorcios editoriales que han abandonado la publicación de propuestas literarias de fondo ante el paso del bestseller, replanteado como esa literatura profunda que se va orillando en la imprenta. Ante las carencias de la crítica literaria mexicana, contrapone la calidad de los lectores y su poco ejercicio crítico, incluso en el consumo. Plantea el enfrentamiento entre literatos y académicos. Un libro de ensayos notable que habla con profundidad sobre más de lo que promete •
Victus, Albert Sánchez Piñol, Alfaguara, México, 2013.
ENTENDER EL ASEDIO JORGE ALBERTO GUDIÑO HERNÁNDEZ
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e desconcierta el enorme interés que despierta la novela histórica. Sobre todo en nuestros días, cuando parece vivir una de sus épocas más fértiles. El desconcierto obedece a que estos libros suelen quedar a medio camino entre la literatura y la historia. Así, los historiadores suelen despreciarlos por ser trabajos poco serios, por permitirse digresiones atípicas en el estudio de la materia, por el componente de ficción que los sustenta. Los lectores de literatura suelen enfrentarse a textos largos, áridos a fuerza de contener datos por doquier y anegados del punto de vista del autor. El peor de sus defectos, sin embargo, no se ha mencionado. Las novelas históricas tienen que enfrentar el problema de la fidelidad. Si deciden aproximarse a ella, entonces deben renunciar al final sorpresivo pero, sobre todo, a una trama in crescendo. Sucede que la vida, la historia, los acontecimientos, no han sido escritos por alguien que diseñó la línea anecdótica para ir generando tensión dramática. Es por ello que este tipo de libros suelen tener demasiadas páginas. Peor aún: muchas de ellas resultan aburridas, prescindibles, en términos de construcción narrativa. Por eso Victus llega a refrescar el género. Albert Sánchez Piñol (Barcelona, 1965) decidió contar la Guerra de sucesión española. Lo hace a partir de un profundo conocimiento de los documentos en torno al hecho histórico. Así, el lector puede enterarse de las absurdas batallas entre una importante cantidad de países para decidir quién debe ser el nuevo monarca. Más aún, Sánchez Piñol ofrece todo un tratado en torno a la teoría del asedio y la defensa. El protagonista de la novela, Martí Zuviría, narra desde su propia vejez. En su antebrazo están tatuados nueve puntos, mismos que representan su
grado en la escala de los ingenieros. Así pues, Victus no se centra sólo en la geopolítica de la época. Al contrario, da cuenta de la vida de Martí, desde que es expulsado de las filas de los carmelitas hasta el momento de la caída de Barcelona. Esto hace que la tensión dramática se funde no sólo en el contexto histórico, en cada uno de sus personajes o en el interés que podría el lector tener respecto a los acontecimientos reales. Al contrario, de forma complementaria los lectores se dejan llevar por las peripecias del personaje, por sus aventuras y desventuras, sus temores y sus amoríos. De esta forma se consigue un nivel superior en la lectura: el que permite la identificación con los personajes en sus circunstancias vitales, más allá de los hechos latos. Si a ello se le suma la clara exposición de las técnicas de asedio y defensa, y el diseño de algunos de los protagonistas, entonces Victus se va convirtiendo en una mejor novela. Sobre todo porque, a la larga, los lectores legos bien pueden disfrutar de las mieles de la historia, y aquéllos que conocen el desenlace de los acontecimientos pueden dejarse llevar por una trama diseñada ex profeso para la ficción • Bangladesh, tal vez, Eric Nepomuceno, Almadía, México, 2012. Brasileño de nacimiento, este traductor, periodista y narrador nacido hace seis décadas y media ha vivido voluntariamente a caballo entre dos idiomas o, lo que es lo mismo, entre dos cosmovisiones: su portugués originario y el español que, sin duda, se le ha metido hasta las venas –es traductor al portugués, entre otros, de Cortázar, García Márquez, Rulfo, Borges, Galeano y Gelman–, tanto como lo ha hecho el ejercicio constante del oficio periodístico –ha colaborado, entre muchos más, en Diario de Sao Paulo, El País, Página 12 y Cambio 16–, todo lo cual se refleja, como no podía ser de otra manera, en su extensa obra literaria, dentro de la cual –y a diferencia de otros narradores siempre cargados hacia la novela y su supuesta superioridad genérica– el cuento tiene un sitio de privilegio. Cuarenta dólares y otras historias y Cosas del mundo, dos de sus cuentarios, han dado suficiente prueba de la calidad narrativa de Nepomuceno, como lo hace ahora esta colección de diecinueve piezas elaboradas con la minuciosidad de un miniaturista que quisiera levantar –y lo consigue– un mundo entero todo hecho, precisamente, de miniaturas.
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PATERNIDAD Y AMISTAD: orfandades contemporáneas
próximo número próximo número
Fabrizio Andreella
Entrevista con Luis Eduardo Aute
Un cuento de Élmer Mendoza jsemanal@jornada.com.mx La Jornada Semanal
arte y pensamiento ........
22 de septiembre de 2013 • Número 968 • Jornada Semanal
Naief Yehya
Enrique López Aguilar
ARLOS BLANCO AGUINAGA NACIÓ en Irún, en el país vasco (muy cerca de la frontera francesa), en 1926; y aunque dice en Por el mundo que antes de los cinco años no recordaba casi nada, sabía que “la vida toda se centraba en aquellos doscientos o doscientos cincuenta metros que iban de la parte de atrás de la iglesia del Juncal a La Bañera”. Vivió en la calle Santiago: “Mi calle bordea un pequeño, insignificante, afluente del Bidasoa que va a dar al río cuando éste, cerca del puente internacional, quiere ya empezar a ser ría. Más allá del puente, la ría se ensancha durante un par de kilómetros, deja a Francia, Hendaya, a su derecha y a Fuenterrabia a su izquierda. Es la bahía de Chingudi, por donde la mar entra en el Bidasoa cuando sube la marea y hace llegar su fuerza hasta poco más allá de Behobia.” Este memorioso autor hispanomexicano coqueteó toda su vida con la poesía pero se volcó en la vida académica, cultivó la novela y el cuento, y fue un viajero infatigable, permanentemente comprometido con las causas de la izquierda en todos lados; este autor, decía, se embarcó en Cherburgo, Francia, el 2 de agosto de 1939 y llegó a Veracruz el 21 de agosto, en el buque alemán Orinoco. Fue alumno fundador del Instituto Luis Vives. Estudió Filosofía en Harvard, donde se graduó en 1948; ese año volvió a México y, a finales del mismo, coincidió con Roberto Ruiz, Jomi García Ascot y Tomás Segovia, con quienes fundó la revista Presencia (19481950). Prosiguió los estudios de postgrado en El Colegio de México: se doctoró en la unam , en Mascarones (1953), con una tesis escrita en El Colegio de México (Unamuno, teórico del lenguaje). Ese año emigró a Estados Unidos para hacerse cargo de un puesto en la Universidad de Ohio State, en Columbus, Ohio; dio clases en la Universidad John Hopkins, de Baltimore y, después, fundacionalmente, en La Jolla, California. Entre 1980 y 1985 enseñó en la Universidad del País Vasco, en Vitoria. Regresó por varias temporadas a México, entró en contacto con Carlos Fuentes y con él fue uno de los fundadores de la Revista Mexicana de Literatura. Como académico, se especializó en Unamuno y Galdós, en ciertos aspectos de la narrativa hispanoamericana y en cuestiones de teoría literaria mar xista. Publicó una de las primeras reseñas visionarias acerca de Pedro Páramo, fue muy amigo de Emilio Prados y, a la muerte de este poeta, organizó la edición de sus obras completas en la editorial Aguilar, de México, en 1975. Durante la primera década de este siglo publicó dos libros de memorias: Por el mundo. Infancia, guerra y principio de un
Carlos Blanco Aguinaga y Enrique López Aguilar
exilio afortunado (Alga, Irún, 2007) y De mal asiento (Caballo de Troya, Barcelona, 2010), donde da cuenta de sus numerosas correrías intelectuales, políticas, literarias y académicas (iba a decir “personales”: ¿acaso todo lo antedicho no es parte del rompecabezas de eso que se llama una “persona”?). Desde muy joven escribió poesía, aunque él no se consideraba poeta sino narrador. Su obra poética estaba dispersa en revistas y periódicos, salvo dos selecciones antológicas: la primera, en los Pliegos de Poesía publicados por Peña Labra, en 1981, dedicados a la segunda generación de poetas españoles del exilio mexicano, donde aparecen quince poemas; la segunda, en Los poetas hispanomexicanos. Estudio y antología, donde aparecen otros quince poemas. Sólo tres de los publicados en Peña Labra volvieron a aparecer en una breve recopilación titulada d . f . y alrededores, igual al título general que él dio a su primera recopilación. Caracterizado por la brevedad, el breve corpus de poemas que constituye la producción poética de Blanco Aguinaga se destaca por una calidad de alto registro. Su estilo es personalísimo, alejado de formas vacías, lo cual propicia la posibilidad de un acercamiento estrecho entre lector y escritor. Su poesía puede considerarse “desabrochada” y tamizada por un fuerte tono evocativo, aunque también ha explorado el tema político, el poema medido y rimado, así como los experimentos multilingüísticos a la manera de Pound. Carlos –hombre que se hacía querer de inmediato por colegas, alumnos y lectores gracias, entre otras muchas virtudes, a su generosidad– murió en La Jolla el pasado miércoles 11 de septiembre y no alcanzó a conocer Sextante, libro donde se recoge –junto con la obra de otros cinco autores hispanomexicanos– lo que parece el corpus completo de aquella poesía que quiso compartir con nosotros. Descanse en paz quien nunca estuvo quieto •
A LÁPIZ
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Cuatro puntos a considerar cuando se piense en la guerra de Obama contra Siria
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. LO QUE MENOS importa es saber quién usó armas químicas en contra de la población el 21 de agosto de 2013 o en cualquier otra fecha en territorio sirio. Lo que importa es que la línea en la arena o línea roja que marcó Obama (aunque ahora afirme que no fue él sino la comunidad internacional quien la trazó) fue cruzada por alguien, como parecen demostrar varios videos que todos hemos visto cientos de veces, comunicaciones intervenidas (que ni siquiera los miembros del Congreso estadunidense han escuchado), posteos en redes sociales (que ahora la cia parece considerar como una fuente de información válida e incuestionable) y reportajes principalmente publicados en diarios y canales de televisión financiados con dinero saudita. Así, los bandos se han dividido entre quienes creen la afirmación del gobierno de Obama de que el responsable del ataque con armas químicas en un suburbio de Damasco que supuestamente costó mil 429 vidas fue Bashar el Assad, y quienes piensan que dicho ataque fue obra de los opositores del régimen, que esperaban de esa manera obligar a eu a cumplir su palabra y atacar. Este debate se ha convertido en una distracción, ya que la verdad no tiene consecuencias para los designios imperiales y la guerra, si llega a ocurrir, se llevará a cabo sin importar quién haya o no haya sido responsable de los ataques. 2. Las pruebas que presume Obama son un documento desclasificado de cuatro páginas y otro clasificado de doce. El primero es un recuento apasionado pero imposible de verificar. Casi podríamos extrañar el trabajo de falsificación de pruebas que presentó el entonces secretario de Estado, Colin Powell, ante el Consejo de Seguridad de la onu para justificar el ataque en contra de Irak por la presunta amenaza que suponían sus arsenales de armas biológicas, químicas y eventualmente nucleares. Powell mostró gráficas, fotos, caricaturas, un frasquito lleno de algo que parecía sal, pistas de audio con voces de señores y habló del famoso y completamente imaginario yellow cake (uranio enriquecido que, de haber existido, Sadam habría comprado en Níger). John Kerry, en cambio, sólo habló exaltadamente, haciendo gala de su prestigio como orador, evocó con grandilocuencia a Hitler, al Holocausto y a los 426 niños asesinados con lo que él presupone fue gas sarín. El documento de doce páginas es tan secreto que hasta los miembros del Comité de Asuntos Exteriores de la Cámara de Representantes (quienes son parte de las pocas personas que pueden verlo) tienen que visitarlo en un sótano, cuatro niveles bajo el piso de Capitolio, donde no se permite tomar notas, se prohíbe comentarlo con nadie (ni siquiera con otros miembros de ese comité) o confirmar s u ve ra c i d a d ( The New York Times, 7/ ix /13).
3. El marketing de la guerra punitiva en contra de el gobierno sirio presenta la operación como una incursión limitada y con propósitos humanitarios, sin “botas en el terreno” con el fin de: a) Impedir que un acto genocida grotesco quede impune. Cuando se preparaba la primera guerra del Golfo, el 10 de octubre de 1990, una joven que se hacía llamar únicamente Nayira y decía ser enfermera, se presentó ante un grupo de congresistas a contar que durante la invasión iraquí a su país, Kuwait, los soldados iraquíes habían sacado a los bebés de las incubadoras para dejarlos morir en el piso. Esto tuvo un efecto tan emocional como efectivo, y un inmenso peso para convencer al público y el Congreso de la “inmoralidad satánica” de Hussein. Poco después de estallar la guerra se supo que Nayira era la hija del embajador kuwaití en Washington, que no había estado en su país durante la invasión y que la declaración había sido inventada por la empresa de publicidad Hill & Knowlton. Hoy se nos presentan videos amateurs de cuerpos sin vida o agonizantes. Las imágenes son impresionantes, pero en la era de YouTube están muy lejos de poder considerarse evidencias sin una verificación adicional. Susan Sontag señaló hace décadas que las fotos amateur siem-
pre confieren un carácter de verosimilitud a un testimonio y nada es más fácil que manipular a la opinión pública con documentos conmovedores y atroces. No recuerdo haber oído amenaza semejante cuando se presentaron videos que documentaban el uso de fósforo blanco en Irak o Gaza. b) Como una medida de seguridad nacional para evitar que otros déspotas y Estados hostiles crean que pueden usar este tipo de armas en contra de eu o sus aliados. Esto es más bien cómico y no hace falta siquiera comentarlo. 4. Lo más importante es la promesa de que la guerra de Obama no será como las otras. Obviamente •
JORNADA VIRTUAL
naief.yehya@gmail.com
alapiz2000@gmail.com
Carlos Blanco Aguinaga
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........ arte y pensamiento
Germaine GómezHaro
Alonso Arreola
germainegh@pegaso.net
¡Viva el rock!, en el modo L modo (MUSEO DEL Objeto del Objeto) se ha convertido en un punto de referencia en nuestra ciudad como espacio de documentación, investigación y exhibición de temas variopintos, como el rock and roll, tópico que da lugar a la exposición recién inaugurada bajo el título El rock en México 1955-2010. Es una de esas pequeñas y deliciosas muestras que se disfrutan tanto, que se antojaría reproducirlas en un contexto mucho más amplio que abarcara todos los aspectos sociológicos y culturales que este fenómeno de mediados del siglo pasado revolucionó. En su pequeño espacio de exhibición, el modo hace milagros y acoge una museografía divertida, atrevida e inteligente que consigue
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atrapar visualmente al visitante y lo lleva por un recorrido cronológico que ilustra el devenir y la incidencia social de este género musical a partir de objetos, carteles publicitarios, discos, aparatos, vestimentas originales de los personajes más famosos, fotografías entrañables y curiosos artefactos que remiten a las décadas gloriosas de
los cincuenta y sesenta, con todo un repertorio de anécdotas y parafernalia que arrancan una sonrisa y generan nostalgia. Se percibe cómo, a partir de los años cincuenta, el rock se empieza a colar en los cabarets emblemáticos de la ciudad, como el Iris, el Margo, el Lírico, el Río Rosa, Las Mil y una Noches, en los teatros de revista y cafés cantantes y, más tarde, en las pistas de hielo, donde los jóvenes iban a “echar novio o novia” bajo las melodías de César Costa, Los Camisas Negras, Enrique Guzmán y los Teen Tops, entre tantos otros. Una fotografía especialmente curiosa y simpática es la que inmortaliza a la cantante y vedette chicana Gloria Ríos, considerada precursora del género, contoneando sus exuberantes curvas en el cartel de presentación de su célebre revista musical Del charleston al rocanrol, acompañada de una cita por demás ilustrativa: “Epiléptica y enloquecida Gloria Ríos baila al ritmo del furioso Rock & Roll.” El rock and roll marca un hito en la construcción de la sociedad moderna. Hay que recordar que corría la Presidencia de corte conservador de Adolfo Ruiz Cortines (1952-1958) y un amplio sector de la juventud progresista de clase media buscaba signos de identidad propia que los vinculara con el cosmopolitismo de influencia anglosajona. El rock and roll en México se convirtió, con la fuerza de los ritmos locales, en un fascinante híbrido de carácter propio. Esta exposición arroja luces sobre momentos emblemáticos de la época a través de anécdotas e imágenes testimoniales, y su guión teórico subraya la importancia del diseño publicitario y su injerencia en las estrategias de comunicación en la socie-
dad, aspectos nodales en el discurso curatorial de este museo. Fundado por el destacado empresario de la comunicación estratégica y la mercadotecnia (Zimat Consultores), diseñador, filántropo y editor Bruno Newman, el modo abrió sus puertas en octubre de 2012. A lo largo de más de cuarenta años, el también coleccionista ha reunido alrededor de 30 mil objetos que forman parte del acervo del museo. Su interés y pasión por las artes gráficas lo han llevado a juntar toda suerte de envases, empaques, exhibidores, artículos publicitarios, entre otros rubros, que en su conjunto conforman un importante registro de la evolución del diseño industrial y gráfico en los últimos doscientos años. Albergada en una hermosa casona art nouveau edificada en 1906 en la calle de Colima, la colección del modo es única en su género en nuestro país y está debidamente catalogada para fomentar la investigación y difusión de todo lo relacionado con la comunicación y el diseño. Además de visitar su sede, vale la pena echar un vistazo a su página web (www.elmodo.mx) donde la documentación en archivo da cuenta de las multivariadas actividades que se realizan alrededor de cada exposición. Ahí se lee lo que me parece la acertada misión de este proyecto sui generis: “Cada uno de los objetos del acervo puede verse como pieza de un enorme rompecabezas que, en su conjunto, ofrece un panorama amplio, diverso y sorpresivo, conformado por fragmentos de la vida diaria que nos ayudan a revisarnos a nosotros mismos en lo que somos, lo que consumimos, lo que recordamos y cómo procesamos todo ello en términos comunicacionales. Para muchos, los Objetos de estas colecciones, serán curiosos, para otros, la vuelta a un pasado nostálgico lleno de recuerdos y, para otros, un descubrimiento y un estímulo estético e intelectual.” •
@LabAlonso
Para evadirse un domingo: Bruno Mars
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AL VEZ PARA ESTE momento Estados Unidos haya comenzado su ataque a Siria. Ojalá que no. Tal vez para este momento la cnte se halle en una situación más positiva, el gobierno del df esté mostrando creatividad y el gobierno federal… bueno… de él no se puede esperar mucho. Tal vez para este momento los desaparecidos del Heaven ya estén con sus familias (en vida o en muerte). Tal vez para este momento ya se haya reaprehendido a Caro Quintero. Seguro que para este momento habrán ocurrido acciones trascendentales dentro y fuera de México, todas difíciles de augurar al momento de escribir nuestra columna. Semejante
incertidumbre invita a poner pausa y hablar de música pop este domingo. Nos disculpará la superficialidad nuestra lectora, lector. Desde hace tiempo tenemos ganas de recomendarle a Bruno Mars, sobre todo después de su aparición en los mtv Video Music Awards, organizados hace unas semanas en Brooklyn, Nueva York. Ese día nos quedamos con un curioso sabor de boca, no por su actuación sino por el papel que varias mujeres están jugando en la música comercial del país vecino. De Lady Gaga a Miley Cyrus, pasando por Rhianna (se salva Taylor Swift), en lo alto de la esfera femenina hoy impera una vulgaridad rampante que deja de lado el peso escénico y sonoro que antes importaba hasta a las más atrevidas entertainers. Ahora, también allá, el “perreo” se pone en boga y compite la desnudez. En fin. Nos da más risa que otra cosa. Bruno Mars, por el contrario, expuso uno de los mejores discursos pop de la actualidad. Nacido en Hawaii y con ascendencia latina (se llama Peter Hernández), lo suyo fue quedarse al frente del micrófono para atravesar la cuarta pared con una voz e interpretación únicas, acompañado por una banda notable. Eso, empero, no es todo. Su música regala una afortunada fusión entre el rockabilly de los cincuenta, el funk de los sesenta, el disco de los setenta, el pop de los ochenta y el jazz-crooner de los noventa; una mezcla que además incluye reggae y r&b, y que fluye con naturalidad porque propone arreglos de metales encomiables, porque –su disco Unorthodox Jukebox así lo demuestra– puede entregarse exitosamente a uno u otro género, sea por momentos o en piezas completas. Actualmente está preparando nuevo material, el tercero como solista, aunque la inercia de ese último de 2012 parece no terminar. El primero fue el ep It’s Better If You Don’t Understand, un bien logrado debut de cuatro canciones tras componer y producir numerosos hits para figuras como Brandi, Flo
Rida, Cee-Lo Green y b . o . b . Antes de su encuentro con ellos, sin embargo, Mars fue aplaudido por su capacidad infantil y adolescente como imitador de Elvis y Michael Jackson, influencias evidentes en su oficio. Luego se mudó a Los Ángeles, en donde se abrieron puertas para su talento, mas no para su imagen física. De allí que trabajara para otros antes de lanzarse al ruedo, lo que hoy celebramos por lo dicho hasta ahora y por su peculiar timbre vocal. Es un tenor atípico. A sus veintisiete años alcanza tesituras realmente altas, acordes con su menuda figura. Muchos comparan su voz con el Sting más inclinado al Caribe. De hecho hicieron un dúo inolvidable en la pasada entrega de los Grammy, cuando viajaron de “Locked Out of Heaven” (Mars) a “Walking on the Moon” (The Police) y de allí a “Could You Be Loved”, de Bob Marley, homenajeado aquella noche. Una transferencia de estafeta; una fina comunicación generacional. Menos dotado que Sting como letrista, eso hay que señalarlo, los versos de Bruno no cojean. Sí, casi siempre hablan de amor, noche y sexo, pero con una rara originalidad cuya dura jerga contrasta con su cuidadísima vestimenta y coreografías. Busque como ejemplo la extravagante “Gorilla”. El de Bruno Mars, concluyendo, es uno de esos cancioneros eficaces en la frontera de dos mundos que no siempre conviven con vergüenza, que ofrecen pocos soplos de lucidez entre incontables relámpagos de olvido. Lo suyo demuestra algo: en los edificios de las casas discográficas, viejas y nuevas, aún hay productores dispuestos a apostar por el talento insoslayable que supera obstáculos raciales y estereotipos para nutrir a quienes, un domingo cualquiera, desean distraerse un poco poniendo play. Hablamos, claro, de una distracción que no genera culpabilidad, como pasa con tantos placeres fútiles. Ésta puede, incluso, acompañar pensamientos decisivos. Buen domingo. Buena semana. Buenos sonidos •
BEMOL SOSTENIDO
Jornada Semanal • Número 968 • 22 de septiembre de 2013
ARTES VISUALES
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arte y pensamiento ........
22 de septiembre de 2013 • Número 968 • Jornada Semanal
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Jorge Moch
Ana García Bergua
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N JUNIO LA LLUVIA es una bendición; hidrata el alma, refresca nuestras vidas y los niños salen de vacaciones bañados de lluvia, juegan en la calle con el agua, acalorados y felices. La lluvia de junio es la lluvia de la sed saciada, de los campos verdes, lluvia de la alegría, la libertad y los sueños. Lluvia del impermeable recién estrenado, lluvia del descanso y el regocijo, lluvia para los que se enamoran, para los que se van de viaje, para los que se guarecen de repente en alguna cornisa, apretados entre carcajadas. La primaveral lluvia de junio es cinematográfica. Pienso, por ejemplo, en Singing in the Rain, de Stanley Donen, y en Gene Kelly bailando entre los charcos ante el desconcierto del policía. La lluvia es ahí un coro, una orquesta de chapoteos felices que lo acompaña en la dicha y el amor, una promesa. La lluvia de junio es como la de los mecanismos que usan para hacer esa lluvia de las películas, que es como un telón de flecos brillante detrás del cual no se moja nadie. Lluvia de la melancolía es cuando llega julio y el agua sigue; en julio es la lluvia de las tardes de encierro, la lluvia del té vespertino, lluvia de los perros con gabardina y los vendedores de paraguas en los altos, lluvia que deja de ser fiesta para ser serena costumbre. En julio pareciera que la ciudad se ha apropiado de la lluvia; sabemos que los cerros brillan de color esmeralda bajo la bruma, pero pensamos en lluvia e inevitablemente aparecen los faroles, los paraguas, las luces de los automóviles borroneadas en la noche y la ropa que tarda en secarse. Y todos andamos mojados, pero contentos; con embotellamientos, pero contentos; sorteando charcos aquí o allá, pero serenos. Es cuando uno dice: ¿qué me puede hacer tantita lluvia? Y sale pertrechado con el rompevientos, las botas de hule, el capuchón, los papeles en una bolsa de plástico, la aceptación, la resignación: el tiempo pasa, los ciclos se cumplen, llegará el invierno y será peor, pero qué fantasía de civilidad el abrigo y el paraguas, nuestra citadina compostura incluso en el atestado Metrobús, poético bajo la lluvia al atardecer. Lluvia agobiante cuando sigue en agosto, lluvia de las inundaciones, de los huracanes con nombre propio, lluvia de los desastres y los ahogados, de los gatos encerrados y los perros con las patas enlodadas. Lluvia de los retrasos, lluvia de los altos eternos y los semáforos que cambian de colores frente a los autos inmóviles, aullando lamentaciones con el claxon. Lluvia de las inundaciones y las revoluciones, la maldición de Tláloc a nuestra gran ciudad, el antiguo lago y
los canales que se vierten y revierten sobre nuestras cabezas en venganza por haber desecado la cuenca, el águila emblemática, empapada y furiosa, picoteándonos con saña de goterones y granizos. Y ya no hay impermeable que valga, bota que cubra o capuchón que resguarde. La lluvia nos rodea y en los días de viento llueve de abajo hacia arriba y hacia los lados, nos persigue a cualquier remoto escondite; los autos pasan sobre los charcos enormes y bañan a los peatones. Para septiembre hemos ya perdido un sinfín de paraguas, las nubes bajas han taladrado nuestro ánimo, nos hemos llenado de una tristeza pluvial, hemos buscado a dónde escapar y que no llueva, y que la nube no esté negra, y en todos los lugares a nuestro alcance llueve con persistencia digna de mejores causas, con la terquedad del amigo necio y borracho. Y en el cine están la lluvia y los truenos afuera de un castillo helado como tumba durante la noche, en cualquier película de terror: la lluvia que se deja caer como la desgracia encima de las vidas de los personajes. En medio del diluvio llegará Drácula y nos sacará la sangre; en medio de la tormenta aparecerá un extraño que nos aterrorizará hasta la locura. Lluvia de malos presagios, lluvia infinita. La lluvia feliz de junio se ha convertido en lluvia de desamparo, la ropa sigue mojada, quedaremos ateridos sin protección, expuestos a las gripas y las pulmonías.Y el miedo nos envejece, las conversaciones se vuelven coros de estornudos, gangoseos, hartazgo. Lluvia de septiembre de la que todos hablan pestes: que se acabe la lluvia, que se vaya. En septiembre pedimos tregua, nos preguntamos si permitirá el grito y los cohetes del día 16, si ocurrirá el Cordonazo de San Francisco, una entelequia de la que nadie habla: a San Francisco se lo llevó El Niño, con todo y cordón. Y un buen día, cuando ya no lo esperamos, la lluvia se va •
República de gritos… y acarreos
M
ÉXICO, REPÚBLICA DE GRITOS. El de este septiembre ha sido multiplicado y variopinto: el ritual, del cretino de turno leyendo –simulando la proclama– nombres de gente que de haber coincidido en vida hubieran sido enemigos; un septiembre patrio cifrado en dogales, en presión gubernamental y resistencia de los maestros –que también son ciudadanos, aunque las televisoras, brazo mediático del gobierno, se desgañitan para arrebatarles esa investidura cívica que les confiere derechos y no sólo obligaciones– que se negaron a desalojar la plaza pública hasta que les echaron montón, picana, bota, macana y chorro de agua. Un
septiembre con un presidente de caricatura que agita una bandera que nunca ha defendido. Su grito, su gritito insignificante, lejos de representar el grito del insumiso independentista, ha sido el balbuceo del obediente recadero de oficina. Qué distinto, qué poca cosa junto al grito del que se manifiesta en plaza pública cuando se le viene encima esa muralla de toletes, escudos y cascos de los fieros miñones del régimen, ese grito que es mezcla de rabia y pavor. Si a gritos vamos, allí el diario del pregonero de la calle y el del pregonero de la élite: el uno que vende elotes o ropa de segunda y el otro que oferta nuestro petróleo y litorales; el del manifestante que cae descalabrado de un macanazo y el del comentarista de la televisión que celebra el toletazo o un gol. Todos gritamos. Algunos para mantener una pose, los más para tratar de hacernos escuchar. Pero así como se multiplican los gritos, las exigencias, los abucheos y las rechiflas, se multiplican también los oídos sordos y vienen de rebote los rancios llamados del fascio al orden y el respeto por encima de garantías, artículos constitucionales, los más elementales postulados de la decencia o el simple sentido común. Descuellan rebuznos de clasismo y ladridos furiosos del odio racial de siempre. De las que más gritan, porque son correveidiles de otros gritos, otros ladridos, otros perversos susurros a su vez luego amplificados, son las televisoras, las tabuladoras de calidad de los gritos: nos dicen qué gritos debemos escuchar, como el maullido del hombrecito impecable en el balcón de Palacio Nacional cuando filtran con trucos electrónicos las rechiflas del zócalo “recuperado”, mientras sepultan y vuelven silencioso –pero existente a su pesar– el doloroso grito de la miseria, de los que menos tienen, de los aplastados por las botas de los policías antimotines o por las alegres cuentas de los índices fiduciarios. Gritan los imbéciles que piden despellejar a los que se manifiestan y desa-
parecer a los que mendigan porque les arruinan el negocio o el paisaje; gritan las víctimas de históricas atrocidades irresueltas: los padres de cuarenta y nueve pequeños que murieron en el incendio de una guardería a los que se les siguen dando excusas en lugar de culpables peces gordos, los deudos de miles de asesinados, las víctimas de masacres que ven caminar libres a sus perpetradores, las madres de las niñas y muchachas que se esfuman todos los días, a las que delante de testigos han sacado a rastras de un bar o “levantado” en una esquina y seguramente son, mientras yo escribo esto y tú lo lees, ultrajadas y violadas en el infierno de la esclavitud sexual. Gritan también, felices, los burócratas y los acarreados en actos de farsa y comparsa. Gritan los provocadores, los halcones y los infiltrados, todos ellos expertos en gritar y sembrar evidencias y pánico. Para dar el grito, entonces, nada como una buena carnada: de cien a trescientos cincuenta pesotes y un tamal, su refresco, el gratuito “espectáculo” –así llaman al ruido, ese tugurio presuntamente musical con que se entretiene a vastos sectores de la sociedad mexicana cuyo buen gusto se lo tragaron la estupidez y la ignorancia– de una banda o de un cantantillo decadente y su viaje de ida y regreso en un camión urbano proporcionado por alguno de los muchos mafiosos concesionarios que tantos favores deben y cobran, revolventes, al régimen: esos son los modernos motores de la asistencia a la fiesta que fuera alguna vez popular y patriótica –o patriotera– pero al menos voluntaria. Hoy los asistentes al grito –el del presidente, el del gobernador– son casi todos de utilería: acarreados, la masa necesaria para vestir la simulación, disfrazar el desprecio popular y arropar, por decreto, la debilidad de carácter de un hombrecito insignificante antes y después de estos seis años que no puede entender que no duran para siempre •
CABEZALCUBO
Lluvia en etapas
PASO A RETIRARME
tumbaburros@yahoo.com Twitter: @JorgeMoch
........ arte y pensamiento
Orlando Ortiz
Los olvidados
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N ESTOS TAN TORMENTOSOS y agitados días, la atención de políticos y gente normal parece estar centrada en las cuestiones petroleras, fiscales, educativas y político-electorales. Eso está bien, nadie lo podría negar; sin embargo, ¿quién se acuerda de la situación del campo y los campesinos? Ya no somos una sociedad rural, como argumentan algunos, ya somos una sociedad urbana que le anda rascando las patas al primermundismo, de ahí que focalizar las cuestiones rurales sea algo primitivo, decimonónico, porque ya en el Congreso de Chilpancingo, el 14 de febrero de 1813, Morelos pedía la moderación de la opulencia y la supresión de la pobreza, y en sus “Medidas políticas que deben de tomar los jefes de los ejércitos americanos”, el Siervo de la Nación demandaba fraccionar las grandes haciendas. Con el movimiento revolucionario de 1910 se sentaron las bases para que la Constitución del ‘17 dispusiera el reparto de los latifundios. Casi de inmediato se iniciaron los sabotajes. Debieron pasar muchos años para que el reparto se ejecutara, y muy pocos para que Salinas de Gortari le diera la puntilla al proyecto agrario de la Revolución. A doscientos años de distancia del Congreso de Chilpancingo, puede decirse que ya se repartieron las haciendas, pero el problema persiste. No ha podido resolverse, tal vez por ello se ha preferido ignorarlo. En cambio, hay a quienes les preocupa sobremanera que importemos gas, gasolina y otros derivados del petróleo, y se olvidan por completo de que también son exageradas las cantidades de productos agrícolas que adquirimos en el extranjero. Se afirma que resulta absurdo al extremo que compremos gas a los estadunidenses cuando en nuestro subsuelo abunda ese energético. En la misma línea de razonamiento, ¿no es irracional que adquiramos en otros países maíz, frijol y otros productos básicos para nuestra alimentación, cuando podríamos estar produciéndolos en nuestro país? Se habla de la urgente necesidad de realizar las reformas mencionadas; unos dicen que debe ser para allá y otros que debe ser para acá. Pongamos sólo una de las mentadas reformas en la balanza. Los partidarios de la reforma energética con cambios a la Constitución argumentan que si no las realizamos ahora abriendo las puertas a la inversión privada, seguiríamos desperdiciando el gas y será imposible adquirir la tecnología para, por ejemplo, explotar los pozos profundos de la plataforma marítima. La contraparte replica que las reformas constitucionales equivalen a entregarle nuestro petróleo a los capitalistas, apellídense extranjeros o mexicanos (porque los
capitalistas, según se dice, carecen de patria). Los primeros olvidan al campo en su proyecto, y lo curioso es que también los otros. Los primeros pueden alegar que con el dinero que se obtenga del petróleo podremos comprar todo el maíz que haga falta; y los otros, que lo importante es que la riqueza petrolera seguirá siendo nuestra. A los primeros les preguntaría: ¿y cuando se acabe el petróleo o se reduzca la demanda, cómo se adquirirán los alimentos? La interrogación para los otros sería: ¿no es el trabajo agregado lo que le da valor a todo? El petróleo está en el subsuelo, pero no se podrá usar para beneficiar a la sociedad mexicana si no se extrae y se transforma. Lo dramático es que en ambos proyectos olvidan , insisto, que los mexicanos necesitan alimentarse (pues tenemos la mala costumbre de comer tres veces al día, aunque, por desgracia, algunos muchos lo hagan sólo una o dos veces), y que la producción de alimentos se realiza en el campo, y que el problema del campo ya no es el reparto de latifundios ni el parvifundismo cuya producción sólo da para el autoconsumo. En la actualidad es el campo el que está reclamando urgentemente una reforma integral. Ni el petróleo, como caldito, ni los dólares como ensalada, nos alimentarán eternamente. ¿Surgirá alguien que agarre el toro por los cuernos y se percate de que el problema del campo es urgente y también encabronadamente complejo? Porque es obvio que nuestra clase política sólo quiere ver lo políticamente y electoralmente redituable. En pocas palabras, los actuales proyectos de reforma me recuerdan que cuando el pueblo francés sublevado se acercaba a Versalle s, María Antonieta preguntó a alguno de sus consejeros la causa de la insurrección, y el aludido respondió: es que el pueblo tiene hambre y no hay pan. La inteligente reina respondió: pues que coman pastelillos •
Luis Tovar cinexcusas@yahoo.com
Hurbanistorias
Campeón de programas y de rigidez, Oscar de premio a la insensatez. […] Corazón de acero, ojos de cartón, Todo barnizado como un buen campeón. Rodrigo González “El campeón”
A
UNQUE EL CAPITALINO MIGUEL Bonilla nació en 1975, es decir apenas una década antes del pasón de cemento que, terremoto mediante, le arrancó de trancazo la vida al jamás olvidado Rockdrigo, no es improbable que conozca com-
pleta la canción arriba epigrafiada, así como el resto de las rolas que integran el álbum Hurbanistorias, póstumo y único que grabara el autor de “Vieja ciudad de hierro”,“Ratas” y “Distante instante”, entre muchas otras. Una posible prueba a favor de ese conocimiento es Diente por diente (2011), su ópera prima, cuyas trama, personajes, ambientación y tono se corresponden admirablemente con ese espíritu mezcla de laconismo fundamental y rebelión siempre fallida contra la inevitable derrota, que resudan las letras del Profeta del Nopal. Pablo Kramsky (Alfonso Borbolla, contenido, tenso, preciso), el protagonista, es propietario de tres nadas: la primera, un oficio ingrato, despreciado y, en su caso, agrisado, como escritor de nota roja en uno de tantos pasquines vampirizadores de una realidad fecunda en sucesos sangrientos; la segunda, una vida solitaria pero sin ecuanimidad ni armonía internas, silenciosa pero sin serenidad, y magra en lo material pero sin renuncia a las posesiones; la tercera, una especie de ansia sorda por cambiar su suerte pero sin mayores luces ni herramientas para conseguirlo, salvo las que va poniéndole enfrente la casualidad o las circunstancias. Acaso como él mismo, el mundo de Kramsky está hecho de melancolía, rutina y mugre, pero como hasta los estropeados conservan alguna luz en la mirada (Gustavo Ogarrio dixit), a este campeón del pobrediablismo de la clase media baja le da por emular las antihazañas de algún improbable desquiciado que anda por ahí, en la ciudad de cemento y de gente sin descanso, y fabricarse una personalidad en las antípodas de ésa que lo tiene, desde siempre, sintiéndose confundido y colérico como un perro en el Periférico. Quizá mero producto de su entorno, en el que deambulan paseando sus miserias –materiales y de las otras– un compañero de trabajo con aires y discurso de psicópata gandalla (Darío Ripoll, muy eficaz); una vecina joven que va que vuela para convertirse en una ama de casa un poco triste (Ximena Ayala, bien, aunque desaprovechadas ella y su personaje); así como un agente del Mi-
nisterio Público que es la imagen viva del abotargamiento envejecido de las instituciones de “procuración de justicia” nacionales (Carlos Cobos, memorable en su último trabajo); quizá por fin despertando alguna capacidad amodorrada para modificar un poco su personal e inhóspito destino manifiesto –de ahí el título que alude al refrán de la venganza como justicia–, Kramsky se fabrica una realidad a modo, por más que en el fondo sepa que ni va a durar ni va a servirle de gran cosa, toda vez que su alma endeble carece de la capacidad para mantener encendida por mucho tiempo la llama de su indignación. No es, empero, una sensación de pérdida absoluta o derrota final la que dejan los noventa minutos de hurbanistoria contados eficientemente por Miguel Bonilla: como flor pequeñita entre viejos fierros retorcidos, o como sonrisa inopinada que alguien te brindara en medio de las apreturas inverosímiles en un vagón del metro en horas pico, asoma la ternura: la que por momentos imprime el propio Bonilla en su mirada a un mundo que conoce bien; la que los personajes llegan a brindarse en un momento dado, si bien oscuramente y bajo nombres muy distintos; y finalmente la que despierta en el espectador, cuando algo o mucho de sí mismo puede atisbar en la frustración, la impotencia y la rebeldía de aquellos que, como Kramsky, nacieron pa maceta pero de repente abandonan el corredor, aunque sea transitoriamente.
Cruzan mi mente solares… Similares aires de mosca contra el cristal tienen los tres personajes principales de Asalto al cine (Iria Gómez Concheiro, 2011), a quienes el robo perpetrado les sale bastante bien, es decir, exactamente al revés que la vida chata, plagada de conflictos, atorada en callejones o estacionada en solares baldíos de amor, vida que quieren cambiar en virtud del dinero obtenido en el asalto a una sala de cine, sólo para desmentir –o que el destino desmienta, en desmedro de ellos– que basta un golpe de suerte para enderezar árboles que crecieron torcidos •
CINEXCUSAS
Jornada Semanal • Número 968 • 22 de septiembre de 2013
PROSAÍSMOS
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crónica
25 de agosto de 2013 • Número 964 • Jornada Semanal
El Indio y los Parra Vilma Fuentes
J
uan Luis Buñuel tuvo la magnífica y delirante idea de traer a Emilio el Indio Fernández a París. El pretexto: otorgarle un premio más. Llegué hacia mediodía al hotel, en el barrio xvi, donde hospedaron al Indio. El pretexto: entrevistarlo. Quería, sobre todo, verlo, escucharlo, saber de él. Tuve una larga oportunidad, pues nuestro encuentro duró seis días y buenas partes de sus noches. Mi llegada, muy pronto me di cuenta por qué, fue un alivio no sólo para Juan Luis. Sentado a una mesa del restaurante del hotel, frente a los ventanales, el Indio no gritaba: aullaba. Los otros clientes huían despavoridos. El conserje gesticulaba su horror, sus excusas, su incomprensión. Para mí, los motivos de su furia fueron de inmediato comprensibles. Tenía al menos tres: le habían quitado su pistola en la aduana de México, con la promesa –incumplida‒ de entregársela al llegar a París. La mujer, invitada al viaje, tuvo el extraño deseo de visitar esta ciudad y salir con los tubos en la cabeza, adorno que el Indio consideró un lesa majestad personal, pues “esta vieja pen.. me ridiculiza”. Y, el colmo, se negaban a servirle otra botella de vino, cuando apenas había vaciado tres. Puse remedio al menos a esta última causa de su enojo. Tuve la suerte de escuchar, durante los días que siguieron, la voz, a la vez masculina y suave, ronca y queda, de un seductor que nada puede envidiar a Don Juan. El Indio fue uno de los rarísimos alcohólicos que no padecía amnesia durante ni después de sus borracheras. Recordaba con exactitud cada palabra dicha o escuchada por él. Podía describir a las personas que veía con la precisión de una imagen filmada: rostro, vestimenta, gestos, pasos. Por eso me reí cuando me dijo que no se acordaba muy bien a cuántos, seis o siete, había ayudado a pasar al otro mundo. Si me atreví a preguntarle a cuántas personas mató, fue porque, para hacerme clara su explicación, mimó la manera correcta de jalar el gatillo. “Cuando filmo, los hago echar la cabeza y el pecho hacia atrás, con el brazo arma-
Ilustración de Juan Puga
do bien extendido. En realidad, cuando disparas, tienes que agacharte hacia adelante y doblar tu brazo, si no quieres perder el equilibrio con la fuerza de la descarga y, peor, visar mal al c… y dejarlo nomás estropeado. En el cine, el público quiere ver la cara del actor y el pistolón para creerse que de veras está muerto el difuntito. No como el pen… de Aguilar, que se compró un pueblo abandonado para filmar un incendio. Le costó una fortuna el chiste. Y digo chiste porque da risa: ¿no incendió el pueblo bien real, nada de celuloide, para filmarlo de lejos, a medio kilómetro o más? Para eso, te compras unas cintas de un incendio cualquiera. Hay un mercado de imágenes usadas cientos de veces. O te construyes una maqueta en cartón, la enciendes con un cerillo y la filmas sin gastar cien pesos. Si y o t e n g o u n p u e b l o a b a n d o n a d o , l e s a c o provecho, quemo casa por casa, meto gente, la filmo de cerquita, cada chamuscado retorciéndose de dolor…” Sería una novela narrar los días pasados con el Indio: el premio en el café de Flore, sus mentadas de madre a Margarita López Portillo cuando lo enteraron del incendio de la Cineteca de México, todo frente a las cámaras de televisión. O la cena con Mercedes Iturbe y Ugné Karvélis donde les dijo: “con estas dos mulas me hago una yunta”, y hacerlas pasar de la furia al placer agregando: “grandotas las dos, igualitas a María y a Dolores”. Una tarde me propuso enviar juntos unas tarjetas postales. Había encontrado una de Jean Renoir, Ah, La Règle du Jeu, La Grande Illusion, ésas eran películas, ¿a quién se la mandamos que aprecie? Dijimos al mismo tiempo, él: a Manuel Parra, yo: a Carmen Parra. Sobra contar desconcierto y explicaciones: Manuel era el compañero de parranda del Indio; yo, la escribana de Carmen, su modelo. Para nada edificante, simple modelo que posa en movimiento perpetuo. Pero, cosa inaudita, eran padre e hija, hija y padre. Nos contamos las piedras de casas diseñadas por él, las pinturas aéreas de ella. El peso,
la ligereza. Lo visible, lo invisible. Lo real, lo imaginario. El muro de roca, las alas de ángel. Escribimos nuestros mensajes en las tarjetas. Quedé de enviarlas. Las metí en mi bolsa como si ésta fuera un buzón. Las olvidó, tal vez a causa de la hilera de botellas de grandes crudos, el vino, no los bebedores, vacías: era la forma de contarlas del mesero. El Indio murió cuatro años después y ya era inútil enviarlas: ¿cómo enviar tarjetas postales de una persona muerta a una mayoría de personas también muertas? Las guardé. Nunca volví a ver, sin pensar en su creador, la joya arquitectónica de la cerrada de Galeana, regalo de su padre a Carmen Parra cuando regresó de París sólo con su hijo. Casa restaurada sobre los restos, pedazos de construcciones coloniales, a las cuales incrustaba sus encuentros inusitados, collage surrealista: un trozo de pirámide, una cabeza de un demonio azteca, una reja de convento colonial, un escalón, para hacer caer a cualquiera, venido de alguna ruina prehispánica. La anterior habitante de esa casa fue una célebre golfa. Tal vez por ello, al cruzar su umbral, sentía pisar al mismo tiempo el edén y la cantina, envuelta por tranquilidad y embriaguez. Carmen me contó cómo, gracias a mis pláticas con el Indio, su padre vino a ver su pintura, interesado en ella por vez primera. Su compañero de parranda le reprochaba haberle escondido la existencia de su hija, o al menos de la artista. El juicio del Indio tenía más valor para Manuel Parra que el de los expertos de arte. Manuel heredó a su hija la pintura de una madona sensual que posa desnuda de perfil. Carmen se pregunta por qué. En efecto, ¿qué quiso decirle su padre con este regalo tan material a ella, pintora de ángeles y aves? Después de todo, Manuel Parra, quien hubiese podido decir con Gide: Familles, je vous hais, la educó con la sequedad de un padre con un hijo a quien se prepara a ser un militar: héroe y parrandero. Por eso, quizás, Carmen pinta el vuelo de ángeles y águilas •
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