La Jornada Semanal

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■ Suplemento Cultural de La Jornada ■ Domingo 29 de diciembre de 2013 ■ Núm. 982 ■ Directora General: Carmen Lira Saade ■ Director Fundador: Carlos Payán Velver

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La mirada de Graciela Iturbide: Vilma Fuentes Elogio de Selma: A dolfo C astañón


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En 1613, Miguel de Cervantes dio a conocer las doce narraciones breves que componen sus Novelas ejemplares, mismas que “pueden considerarse el punto de partida de un subgénero literario, la novela corta”, de acuerdo con la opinión del crítico literario Enrique h . González, cuyo ensayo publicamos para festejar los primeros cuatrocientos años de esta obra magnífica y, como su propio nombre lo indica, ejemplar, misma que infortunadamente suele pasar desapercibida, al quedar bajo la sombra inmensa del Quijote. Publicamos además dos textos a la memoria de Álvaro Mutis, fallecido este año, así como sendos artículos sobre dos mujeres de artes y de letras: Graciela Iturbide y Selma Ancira.

Comentarios y opiniones: jsemanal@jornada.com.mx

Hugo Gutiérrez Vega

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Una antología de la poesía brasileña (i de ii)

osé Javier Villareal, el excelente poeta y traduc­ tor nacido en Tecate, pero residente en Monte­ rrey desde hace algunos lustros, sabe que la poesía brasileña es tan hermosa, contradictoria, animosa y, a veces, deprimida como la prodigiosa alma de su pueblo. En el caso de Brasil, la idea de Elytis, que parafra­ seo a continuación, viene muy al caso: El paisaje no es sólo un conjunto de árboles, accidentes geoló­ gicos, lagos, ríos, etcétera. Es el reflejo del alma de los seres humanos sobre las realidades, bellas y mor­ tales, de la madre naturaleza que, a veces, se con­ vierte en una fría y cruel madrastra. Todo en Brasil está lleno de sol, pero a veces aparece lo que el poe­ ta llama “el negro sol de la melancolía”. Por eso José Javier en el prólogo de la antología que compiló y tradujo, recuerda el poema de Quasimodo: “Cada uno está solo/ en el corazón de la tierra/ traspasado por un rayo de sol. / Pronto la noche llega.” (Guiller­ mo Fernández, el gran traductor de la poesía italia­ na, decía “y de pronto, noche”). El notable prólogo de Villarreal es una celebración de la poesía univer­ sal en la que se escuchan las voces de Eliot, Yeats; de María Zambrano y de los poetas antologados. Es un poema en prosa que habla con admiración y júbilo de la poesía de un país enorme, con el objetivo de darla a conocer a los hispanoparlantes que, al con­ trario de los brasileños que se acercan al español y lo hablan y entienden acep­ tablemente, ignoran el por­ tugués y lo convierten en un país desconocido. Por esta razón las antologías sabias y bien traducidas como la de José Javier tienen la virtud de in­teresar a los poetas jóvenes en ese tumulto amazónico lle­ no de bellezas que es la poesía brasileña. El prólogo tiene la virtud recomendada por Gó­ mez de la Serna: no trata direc­ tamente el tema del libro, pasa a un lado y deja una estela de luz, proveniente de la prosa poética, capaz de colocar al lec­ tor en los umbrales de la suntuo­ sa selva de una poesía tropical y, con frecuencia, reflexiva, tan reflexiva que nos hace regresar, después del mo ­ mento de introspección, a la alegría desbordante del carnaval, de la vegetación del trópico y del vaivén perturbador del cade­r amen de las mágicas mulatas. Bandeira es la voz que abre la antología. El nota­

ble académico siempre estuvo muy cerca de lo me­ xicano. Tradujo a Sor Juana y a López Velarde, y fue amigo del embajador de México en su tierra, ese maestro de todo y todos que fue Alfonso Reyes. Ban­ deira obliga a la vida a triunfar sobre el dolor y el de­ sasosiego. Su poesía tiene un humor especialísimo y termina buscando la calma y la retirada en la paz (“retirado a la paz de estos desiertos”, decía Queve­ do) de su mítica Pasargoda: “Ya me voy para Pasar­ goda/ allá soy amigo del rey/ tendré la mujer que quiero/ la cama que escogeré...” En sus mocedades, Bandeira escribió un poema que nuestro antologa­ dor traduce así: Poema sacado de una noticia del periódico Juan Gostoso era cargador del mercado y vivió en el cerro de la Babilonia en un tejaván sin número Una noche llegó al bar Veinte de Noviembre Bebió Cantó Bailó Después se tiró en la Presa l . Rodríguez y murió aho­ gado. Este poema es un buen ejemplo de la transparencia temática y forma de la poesía carioca que contrasta con la búsqueda vanguardista de la paulista, repre­ sentada, entre otros, por Oswald de Andrade, parti­ cipante de la Semana de Arte Moderno celebrada en San Pablo en 1922. Con ella se inició el modernismo y la poesía del Brasil buscó otros derroteros. José Ja­ vier lo considera un provocador, una especie de di­ namitero que vino a hacer estallar las viejas estruc­ turas de la poesía en portugués para que la escrita en Brasil mostrará su peculiaridad, su “tropicalidad”, por un lado y, por el otro, su vocación atlántica. Un buen ejemplo de esta fascinante búsqueda es el poema titulado “El inmigrado”: Cuando regreses traerás la cabeza exangüe y el recuerdo inútil de los que visitaron el infierno Traerás la cabeza como los débiles tallos y tu corazón besará el perfume de la tarde • (Continuará.)

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29 de diciembre de 2013 • Número 982 • Jornada Semanal

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mirada de

Foto: Marco Peláez/ archivo La Jornada

Vilma Fuentes

Graciela Iturbide Graciela Iturbide, El señor de los pájaros

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e ne suis pas complète, je ne connais pas la haine: frase de Arletty que podría atribuir a Graciela Iturbide. A semejanza de la prodigiosa actriz francesa, la fotógrafa mexicana no debe estar completa: desconoce el odio. Graciela es uno de esos regalos que la vida hace a sus privilegiados. Era 1975 cuando tocó a mi puer­ ta, en París, una joven con unos ojos que exhala­ ban bondad. De esa bondad que emana belleza: se queda uno mirando sin comprender, sin intentar ni querer comprender. La necesidad, y necedad, de querer meter todo tras las rejas de la razón está de sobra cuando se puede, simplemente, admirar porque se tiene la suerte de acceder a una revela­ ción. Y Graciela Iturbide, a lo largo de casi cuarenta años, ha sido, para mí, una sucesión de asombros. Acababa de vivir en mi casa, durante una se­ mana, una cirquera. Se decía acróbata y prestidigi­ tadora. Tal vez lo era en una carpa bajo los proyec­ tores. En mi estudio, logró hacer caer, y a veces, sin poner particular esmero, quebrar cuanto objeto destinaba a ensayar su arte frente a mí. Se resba­ ló en el baño y, una madrugada, lo inverosímil: se cayó de la cama. No invento. Recuerdo que solté una carcajada. La equilibrista tomó mi risa por un insulto y abandonó mi casa a la mañana siguiente, después de tratar de meterme en la cabeza que ella no era una payasa para hacerme reír a sus costillas. Nunca volví a verla. Los azares tienen, sin duda, sus leyes: liberado mi estudio de la malabarista, pude recibir a Graciela Iturbide. Generosa, me traía una carta de uno de mis amigos más queridos: Fernando Cesarman. No sé cuánto tiempo se quedó en mi casa. Un parpa­ deo. Su presencia fue ligera como el vuelo. No pude ver sus fotografías, no cargaba con ellas. Pude, en cambio, ver cómo fotografiaba. Qué fotografiaba. A diferencia de tantas otras personas que aspiran convertir en arte este oficio disparando sin cesar sus cámaras contra un objetivo abandonado de inme­ diato por el azar, hado intolerante a las búsquedas,

y aún más a la persecución de aficionados, Graciela deja venir a ella lo insólito. Aparece ante sus ojos, y su cámara fotográfica, como lo que es: una aparición. Me atrevería a decir que Graciela Iturbide me enseñó a ver. Mis visiones, sí, pero aún más difícil: la realidad. Es tan raro lograr verla. ¿No es el primer enigma eso que aparece ante nuestros ojos si somos capaces de ver? Sin ornamentos ni artificios men­ tales, libres de tics culturales, de recuerdos ajenos a esa visión antifánica. De algo no dudo: no escribi­ ría como escribo sin haber aprendido a mirar en las cosas más simples su misterio. Y Graciela fue, y si­ gue siendo, para mí, el “ábrete sésamo” de eso tan simple y maravilloso que es lo real. La seguí muchas tardes en sus andanzas por Pa­ rís: Iturbide se dejaba impregnar por las calles, los cafés, los olores de los paseantes, el crachin o chi­ pichipi parisiense, las vitrinas tan sofisticadas donde incluso los trozos de res, carnero o puerco se convierten en top models, los clochards, tan fol­ clóricos y fotografiables, aunque no para la sensi­ bilidad de Graciela ni la mía. Iturbide, en efecto, se deja impregnar. Diría, in­ cluso, poseer. ¿Ser poseído no es la única forma de apropiación del otro? Camina el lugar, lo respira, no busca, no persigue, mira. A veces, me dije, sin asomo de ironía al ver sus ojos distraídos, Graciela mira lo invisible. Inventa lo real, crea y vuelve real lo imaginario. Ante su mirada aparece lo desea­ do, por temible que sea el sueño. ¿No quedaría sino condenarse al insomnio? La noche en vela es un clásico de la pintura. La luz ilumina desde adentro de la tela. Las fotogra­ fías de Iturbide reflejan, pura, la luz del día. Las co­s as aparecen bañadas en ella. Y no sólo los seres animados y los inanimados, también las visiones. Una de ellas, la muerte, quedó atrapada por su cá­ mara. Fue en la ciudad de Dolores, en Hidalgo. En 1977, siete años después de la desaparición de su pequeña hija Claudia, Graciela proseguía su duelo fotografiando sepulturas de angelitos, esos niños

que entran al sueño eterno en ataúdes blancos. Guiada por un hombre en el cementerio, éste se vol­ vió hacia ella. “Se parecía a la muerte, y me dijo: ya basta.” El mandato fue claro. Iturbide dejó de foto­ grafiar tumbas de angelitos y logró, en un instante sólo visible a quienes fallecen, fotografiar a la muer­ te. Si fue una visión, la fotografía la plasmó. Sus sueños son algunas veces premoniciones de sus fotografías. “En mi tierra sembraré con pá­ jaros”, me cuenta Graciela que soñó a una perso­ na diciéndole esta frase. Tiempo después (1984-85), durante un viaje a las Islas Marías, tomó la foto nombrada El señor de los pájaros. El hombre mira hacia el cielo el vuelo de las aves con su rostro de pájaro carpintero. Iturbide es una auténtica viajera. Se impregna y se integra con el lugar a donde llega. Sus fotos son tes­ timonio, no sólo huella. Ella es testigo, no juez. Ve, no juzga. Su visión está libre juicios y prejuicios: ha­ ce ver lo que sus ojos descubrieron y miraron, antes de invitarnos a ver, de hacernos percibir con nues­ tros ojos. De Sonora a Oaxaca, de Paquistán a Ban­ gladesh, de Panamá a Cuba, de un barrio a otro de Ciudad de México, Graciela se convierte en parte de las mujeres, niños, hombres, pájaros, animales, vege­ tación, troncos vivos y petrificados, rieles, varillas como escaleras que se alzan al cielo, acero, hormigón. Su libro más reciente, Sogno, una edición del Mu­ seo Amparo rm , es notable por su originalidad: di­ vidido en dos partes, a la manera de dos libros dis­ tintos. Uno contiene fotos de seres humanos, partes de cuerpos: caras, cabezas de niños sumergidos en el agua, piernas de mujer con medias de raya, dos mitades de hombre desnudo. El otro volumen trae fotos de casas, caminos, vías férreas, una planta (Os­ tia, Italia) que Graciela llama “el verdugo” pues la punta de su tronco parece enmascarada. Entre 1981 y 2009, de La Mixteca a Barcelona, Mozambique, Ma­ dagascar, Benarés en India, Graciela, panteísta, reani­ ma lo petrificado, da vida a la cosa, hace de la foto­ grafía un panteón donde todo está vivo •

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El joven Álvaro

José María Espinasa

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Adiós a Maqroll

a muerte es siempre la muerte, aunque sea la de un hombre que vivió tan intensa y plena­ mente como Álvaro Mutis. Y siempre duele la muerte de un amigo y un maestro. Mutis nos deja su literatura y su recuerdo para consolarnos. Su simpatía y encanto lo volvió una figura reconocida, querida, admirada. Su poesía le dio, ya desde media­ dos del siglo xx , un lugar de privilegio en la liter­ atura en español del mismo siglo, su narrativa le dio décadas más tarde los lectores que la poesía no suele tener. La nieve del almirante quedará como un punto de inflexión entre los géneros –poema narrativo, no­ vela poemática‒ y en nuestra memoria como un tex­ to de absoluta inspiración. No hay que distinguir, y no quiero hacerlo ahora, entre el poeta y el narrador. Lo que importa es el sentido de su escritura. Mutis es uno de los escritores que supo conservar el espíritu de aventura, la presencia del riesgo en el texto, a la vez mirada hacia adelante y melancolía de un tiempo en perpetua huida hacia el pasado. Él, que había sido un lector voraz, sufría en los últimos años por no poder leer. De los últimos autores de los que me habló fue del entusiasmo que le despertaba Pío Baroja. Le confesé que no lo había leído, pero que pro­ metía cubrir la asignatura pronto. Y me sumergí en las memorias de don Pío. Ya no tuve tiempo de agra­ decerle su recomendación de leerlo y lo hago ahora con la seguridad de que en algún lado me escuchará. Sus declaraciones, muchas veces disfrazadas de boutade, disimulaban un drama interior de gran ca­ lado. Por ejemplo, su agnosticismo. El presente, que vivía de manera tan alegre y jovial, le parecía mez­ quino, pero no se escondía tras la nostalgia del tiem­ po pasado sino del tiempo mítico. Y sus palabras se cargaban de un contenido afectivo que remitía al tiempo de los héroes. Por eso sus lectores, yo al me­ nos, lo leíamos dejando que ese lenguaje –ese léxico en el sentido más literal del término‒ se cargara de

significaciones sentimentales, de resonancias emo­ tivas, de ideas encarnadas. Hay escritores que se leen, por ejemplo, con ansias de filólogo, rodeado de dic­ cionarios y gramáticas; a él no. Es cierto que esa forma de leer puede provocar ciertos malentendidos y que si se tratara de desen­ trañar los significados de algunos de sus libros ha­ bría que echar mano de ellos. Por ejemplo, desde el mismo título Los elementos del desastre es un texto que invade intelectivamente, mezcla de inteligencia y sentimiento, con una desesperanza sin melodrama, una nueva idea del heroísmo, la del escéptico. Pero su desconfianza ante el mundo no le hace blasfemar sino, en medio de ese desastre, celebrar. Y sabía re­ conocer a sus congéneres, esos extraños heterodoxos, Emilio Adolfo Westphalen, Enrique Molina, Eliseo Diego, Eugenio Montejo. Mutis no cedió nunca a las modas; escribió lo que quiso y de igual manera dejó de escribir cuando sin­ tió que ya no tenía nada que decir, cuando, como se dice coloquialmente, no le nacía. Esto último no pue­ do dejar de verlo como un signo de lo hondo que ca­ ló en él el desencanto en los últimos años. Así, sin ninguna razón evidente, yo entendía que Los elemen­ tos del desastre no se referían al desastre de hoy sino al desastre como situación eterna, desastre que sin embargo se iluminaba, como ocurría también con la persona, con una sonrisa que borraba todo exhibicio­ nismo o chantaje. Su primer libro, que tiene ya una historia digna de novela, se tituló La balanza. En el primer libro de poemas que publicó en Mé­ xico, Los trabajos perdidos, en 1965 (antes había pu­ blicado aquí su Diario de Lecumberri) nos habla ya directamente de esa condición de héroe mítico que como tal alcanza en la derrota implícita en la pérdida. No significa trabajos vanos, sino perdidos. Y legi­ timados en su pérdida. Pero esa condición de com­ prensión inmediata se da sobre todo con el libro Re­

señas de los hospitales de ultramar (1955), separata de la revista Mito, de Jorge Gaytán Durán, a cuyo grupo al que se le asoció a partir de entonces aunque, qui­ tando la admiración que sentía por Gaytán, con el que no tenía muchos puntos en común. ¿Cómo en­ tender las palabras reseñas, hospitales y ultramar? ¿Desde qué orilla se miraba ese mar del otro lado, o era siempre otra orilla la que se mira, desde la que se mira? ¿Y la idea de hospital debe estar asociada más que a su eco clínico a su eco hospitalario? A estas preguntas uno responde repitiendo una y otra vez el título, como si se tratara de un mantra que a fuerza de decirse se nos revelará. Años después Mutis publicaría Los emisarios (1984), nombre que yo pondría a toda su poesía, a pesar de que él ya había elegido antes Summa de Maqroll el Gaviero, cuya primera edición se publicaría en Barral Editores en 1973 y lo proyectaría ya definitivamente entre todos los lectores de lengua española. Mutis es y no es Maqroll, pues ni Maqroll es todo Mutis ni todo él es Maqroll, ambos se exceden al reflejarse uno en otro. En todo caso, aquella recopilación de 1973 es­ taba tocada por la gracia; es uno de los momentos más luminosos de la poesía latinoamericana y habría bastado para reconocerlo como un maestro. Los cuatro libros que publica después de la Sum­ ma... Caravansary (1981), Los emisarios (1984), Crónica regia y alabanza del reino (1985) y Un homenaje y siete nocturnos (1986), forman otro ciclo que, si bien man­ tiene ciertos puntos de contacto, es totalmente dife­ rente en tono y en ritmo. El hombre que mira su en­ torno mira ya más bien la historia, los fantasmas que recorren ese paisaje, presentes aún en el tiempo, ha­ bitantes de una duración distinta. Y con la aparición de La nieve del almirante cambia todo –el verso por la prosa, la imagen por la anécdota, la voz en sí misma por los personajes. O no cambia nada, no lo sé •


ensayo

Jornada Semanal • Número 982 • 29 de diciembre de 2013

Amén: Breve nota para Que te acoja la muerte/con todos tus sueños intactos./Al retorno de una furiosa adolescen­ cia, /al comienzo de las vacaciones que nunca te dieron,/te distinguirá la muerte con su

primer aviso./Te abrirá los ojos a sus grandes aguas,/te iniciará en su constante brisa de otro

mundo./La muerte se confundirá con tus sueños/y en ellos reconocerás los signos/que antaño fuera dejando,/como un cazador que a su regreso/reconoce sus marcas en la brecha.

Álvaro Mutis: “Amén”

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l domingo 22 de septiembre nos llegó la noticia, se filtró entre otras notas de actualidad con el paso implacable de la muerte: falleció Álvaro Mutis. Desde hacía una semana todos te­ míamos lo peor, que es siempre lo inevitable, y sucedió lo que continuamente sucede: el cuerpo se acaba. El perfecto engranaje fisiológico que nos da vida tiene un límite, es pere­ cedero y eso nos hace mortales. Se acaba el cuerpo y con él se van los gestos, las risas, las palabras; las pesadas funciones metabólicas, el sufrimiento, el dolor, la enfermedad; se va el contacto físi­ co del abrazo y el beso...; las cosas ligadas al cuerpo se nos van. Pero hay otras cosas que escapan a la tiranía de la materia orgánica y trascienden la muerte física: el artista deja al morir obras que sólo necesitan de otros sentidos para tener vida; en nuestro caso detrás del escritor se quedan las palabras que renacen cada vez que alguien las lee y las disfruta. Álvaro Mutis ya es inmortal como Maqroll, juntos seguirán recorriendo eternamente en una barcaza de madera el estero infinito donde las aguas pasan en lento remolino de lodo y de raíces. Allí esperaba el viejo Maqroll desde que Mutis lo embarcó en su viaje definitivo después de remontar el Paso del Ángel en el Xurandó, de sobrevivir en las minas de Cocora y Amirbar donde Antonia intentó matarlo; luego de tener una experiencia casi mística en el Cañón de Aracuriare y de nunca superar la muerte de Ilona, inmolada por Larissa en un barco varado en Panamá. Siempre nos quedarán todos esos per­ sonajes inigualables que ahora se reencuentran con su creador en la tienda de Flor Estévez en la cordillera, en ese espacio incierto llamado La Nieve del Almirante, donde viven las cosas que nos son entrañables porque tienen la fuer­ za de tocar el corazón: Abdul Bashur, el soñador de navíos; Jon Iturri, el capitán del Tramp Steamer ; doña Empera y Amparo María de La Plata; Dora Estela y Eulogio... y tantos otros que habitarán por siempre el universo de personajes llenos de vida y pasión que Mutis nos regaló. Se va Álvaro Mutis en un bel morir compartido con el Gaviero, pero aquí se quedan las mansiones de la Arau­caíma, repitiendo sus histo­ rias góticas en cuartos situados alrededor de patios tropicales; las “tecata valín”, destrozando pobres diablos recluidos en otros lecumberris; y todos los demás Elementos del desastre que nos rodean. También aquí nos queda­ mos los maqrollianos, ésos que estamos marca­ dos por su prosa precisa, por sus libros llenos de his­ torias que revivimos una y otra vez al leerlas. Aquí nos quedamos todos un poco más huérfanos porque la muerte se llevó a otro estratega que, como Bolívar, nos guió por caminos de libertad donde el vivir y el morir marcan la huella. Amigo Mutis, en la despedida no podemos hacer otra cosa que rezar tus propias oraciones: la Oración de Ma­ qroll, la Plegaria a Amirbar, la Oración del Capitán, la Letanía del Gaviero, Amén, y tantas otras que con afán nos enseñaste para que pu­ diésemos superar el doloroso recuer­ do de tu ausencia •

Álvaro Mutis

Xabier F. Coronado

También aquí nos quedamos los maqrollianos, ésos que estamos marcados

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por su prosa precisa, por sus libros llenos de historias.


ensayo

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Elogio de Selma Adolfo Castañón

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na mañana de fines de 1985, en las oficinas del Fondo de Cultura Económica, conocí a Selma Ancira Berny (por cierto, el nombre de Selma es aféresis de Anselma, que a su vez proviene del germánico y tiene que ver con aquel o aquella a quien un dios sirve de protección, helm, Selma en efecto trae la protección divina que le sirve como yelmo). Me la presentó y encargó don Jaime García Terrés. Antes de cruzar siquiera una palabra con ella, oí que una voz decía nítidamente dentro de mí: “Es griega”; yo, como un autómata, al saludarla, le dije: “Eres griega.” Ella disparó una carcajada homérica que me hizo sentir un niño o un enano ante la figura menuda y pulcra de esa mu­ chacha con cara de niña que llevaba el nombre de la escritora sueca Lagerlöff, cuyas leyendas y na­ rraciones perfumaron los jardines enterrados de mi infancia. Años después la joven helenista Selma traduciría, para el Fondo de Cultura Económica, a Yannis Ritsos y los ensayos de Giorgos Seferis. Como abejas de panales vecinos, nos hicimos ami­ gos; los autores y libros que zumbaban en nuestras mentes y corazones encontraron en nosotros un pun­ to de reunión, un claro del bosque al que llegábamos para conversar y compartir el pan y la sal de la ex­ periencia leída, vivida, entrevista en sueños. Tuve la buena estrella de acompañar a Selma Ancira a la ago­ nizante urss en septiembre de 1986 a una fantasmal Feria del Libro que se celebraba allá donde parecían salir de las catacumbas de la exclusión muchos es­cri­ tores que luego serían conocidos fuera. Si yo creía conocerla un poco, allí me quedó claro de que la había ignorado casi completamente, como aquel que cree haber puesto pie en una isla sin darse cuenta de que en la realidad había alcanzado a poner el pie sobre el lomo de una ballena; en Moscú, Selma se transformó como una crisálida que repentinamente despliega en el aire sus alas como una mariposa. Daba la impre­ sión de que Selma conocía a todo el mundo o que no

Foto: Luis Humberto González/ archivo La Jornada

mundo imaginario cristiano: ajena a conceptos, palabras como “apocalipsis” o transfiguración, pa­ labras que le eran desconocidas. Esa especie de nue­ vos lectores “laicos” e incultos eran precisamente lo que suscitaba el temor y la angustia de una poeta tradicional como Marina Tsvietáieva. La experiencia de ese viaje a Moscú en compañía de Selma Ancira quedó resonando en mí durante muchos años. Com­ partí con ella experiencias como la de ver escenifica­ da la obra Corazón de perro, de Mijail Bulgakov, en un escenario empedrado de carbón, o ir a visitar al día siguiente el departamento en que había vivido el es­

¿Selma Ancira es entonces ese ser capaz de armar y desarmar historias entre el español y el ruso, el griego moderno y la lengua leal y jubilosa del que ha sabido ir más allá de las adaptaciones y ha sabido dar con el tañido de su propia campana?

Foto: Carlos Cisneros/ archivo La Jornada

sólo hablaba su idioma sino que por así decir era ca­ paz de adivinar sus pensamientos más secretos. Des­ de que llegamos al aeropuerto hasta que salimos diez días después de Moscú, me acompañó esa impre­ sión de que Selma era capaz de hacer cantar a las piedras, hablar a los árboles, hacer bailar los muros y torres, conversar con los pájaros y las estrellas, ha­ cer brotar el aguamiel de una sonrisa de un rostro de roca, cuando no reír y cantar como una hija pródiga que regresa y es reconocida y bendecida con júbilos y aleluyas. ¿De dónde podía venir esta órfica fami­ liaridad estremecedora? ¿De los años en que la niña adolescente Selma estuvo en la urss estudiando has­ ta obtener ‒con su carita de inocencia‒ un doctorado en Filología Eslava venciendo con gracia y despreo­ cupación olímpicas arduas pruebas que habrían intimidado al oso de la Sorbona y a la hiena del cu­ rrículo y de los expedientes? ¿O bien en algo que Selma traía en la sangre heredada de los Ancira del norte de México, y como estaba emparentada con los fundadores del hotel? Al que no conocía, Selma lo reconocía o lo convertía en un pariente desconocido al que volvía a encontrar. Conocimos y visitamos a muchos escritores en aquellos días: Anatoly Ribakov, Victoria Tokareva, Ludmila Petrushevskaya, Vla­ dímir Dudinsev, Chinguiz Aitmatov, Yuri Kariakin. Íbamos y veníamos por un Moscú helado y lluvioso, Selma se orientaba lo mismo en los laberintos inter­ minables del titánico Hotel Rusia que en la enorme casona donde se alojaba la Asociación de Escritores. Tenía muchos, muchos amigos, pero entre todos y tantos recuerdo en particular a uno: Yuri Greidin, un obelisco con grandes ojos que sabía hablar español y con el cual Selma me encargó y me mandó de viaje en su compañía a la antigua ciudad rusa de Novgo­ rod, una ciudad de juguete, hecha toda de madera, capital de la antigua Rusia y cuna de Rachmaninoff. En Novgorod descubrí algo que tenía que ver con Selma: en una de las iglesias más antiguas descu­ brí una imagen de la Theothokós ‒o sea de la Virgen‒, una figura que no se contentaba con parecerse a Selma sino que tenía la misma mirada deslumbrante que chispeaba en los ojos de la hija de Carlos Ancira, “el jardinero de fantasmas”, mexicano que le había prestado cuerpo y presencia al loco del Diario de un loco, de Nikolai Vassilievich Gogol como quien rea­ liza y actualiza un acto ritual durante muchos años en el escenario. Es natural que, al volver a Moscú, tuviera miedo de mirar de frente a Selma, temeroso, cauteloso (y deseoso) de no encontrarme con la mi­ rada de aquella Inmaculada entrevista en Novgorod que era capaz de tragarse al peregrino ruso o mexi­ cano en el beso abismal de su mirada y lengua de fue­ go. Esas lenguas de fuego las volví a ver pintadas en el museo del pintor Anatoly Rubliov que Selma hizo abrir para nuestra visita como una cerrajera experta que conoce los secretos de las amas de llaves eslavas. Ahí la nueva Rusia inventada por la educación so­ viética me dejó una huella inolvidable cuando nues­ tro guía me hizo saber su completa extrañeza ante el


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Jornada Semanal • Número 982 • 29 de diciembre de 2013

critor tan sospechoso como venerado al que nos per­ mitieron asomarnos, entre recelosos y respetuosos gracias a la verba persuasiva de la misteriosa Ancira. En esos días tuve la sensación de haber estado compartiendo cada minuto con una hija de Hermes y de Babel en quien se hacía cuerpo y letra el fuego de Pentecostés, el ascua de la traducción. Pero todo esto sólo profundizaba el enigma: ¿quién era en ver­ dad esta mustia vestal políglota? ¿De qué fuego es­ taba hecha su ascua? ¿Por qué me había brindado un poco del vino espumoso de su amistad? Leyendo sus traducciones del ruso a lo largo de los años, sus ver­ siones de Tolstói y de Chéjov, de Pushkin y de Bul­ gakov, de Marina Tsvietáieva y de Gogol y Dostoie­ vsky, tengo a veces la impresión de que en ella y en sus traducciones cobra cuerpo y presencia ‒whatever that means‒ el alma rusa, el alma esteparia y errante del eslavo peregrino, hermana de esa otra alma no menos alerta que es la de la llanura y el llano en lla­ mas americano. Y es que Selma Ancira es ‒así lo tienen que reconocer en España‒ profundamente mexicana y americana en sus acentos y tonos criollos y seño­ rialmente mexicanos, acentos y prosodia patricios que visten a su idioma de una naturalidad que –no hay otra palabra‒ sólo se puede decir casta. No sé si sea por esa razón que la traductora Selma An­ cira puede ser llamada una escritora o traductora; una inteligencia que sabe nadar muchos kilómetros a contracorriente para ir a depositar sus huevos en el nido más prístino y recóndito para que ahí puedan volver a dar vida. Esta condición del que sabe ir a contracorriente durante mucho tiempo sin perder el rumbo en la aparente agitación es, creo, uno de los secretos de esta celosa constructora de puentes entre un archipiélago y otro. Dije que Selma Ancira vivió durante muchos años ‒los años de su juventud y adolescencia‒ en la Unión Soviética y que ha sabido traer la comunión con las letras rusas hasta las playas de esa otra periferia de Europa que es la cultura y la lengua española en Amé­ rica. No dije que al mismo tiempo ‒y como quien no quiere la cosa‒ que Selma Ancira descansa de Rusia, España y México en Grecia, y que es ahí, en ese ar­ chipiélago en ese otro continente Caribe, donde ha encontrado la tercera mitad de su corazón: tradu­ ciendo a Yannis Ritsos y Giorgos Seferis, acariciando las aristas del alfabeto cirílico ya no desde la perspec­ tiva eslava sino desde el ángulo helénico, sin mayores aspavientos, y siempre cumpliendo su tarea ilumi­ nada por un oficio de piedad ‒de piedad ortodoxa y eslava, helénica y pagana, Caribe y mediterránea. ¿Selma Ancira es entonces ese ser capaz de armar y desarmar historias entre el español y el ruso, el grie­ go moderno y la lengua leal y jubilosa del que ha sabido ir más allá de las adaptaciones y ha sabido dar con el tañido de su propia campana? Sí, y algo más: es la mediadora que trae en sus manos de letras la ofrenda traducida de la poderosa voz de Marina Tsvietáieva, al mundo de habla hispana, a México que habla español gracias a otra Marina, la lengua Malinche, que algo tiene que ver con la traducción. Esa mediación no es accidental: hay en el fondo algo de necesario, entre esos extremos acaso complemen­ tarios que son Rusia y México. Esa complementarie­ dad tiene que ver con la alegría opuesta al terror que hacen sobrevivir a la humanidad a través de las figu­ ras de Marina Tsvietáieva y de Boris Pasternak, de Riner Maria Rilke y de Leon Tolstói, de Nikolai Vasi­ lievich Gogol y de Alexander Sergei Pushkin, de Jo­ han Wolfang Goethe y de Miguel de Unamuno •

Día de feria Carlos Martín Briceño Ilustración de Marga Peña

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uando sales del cine, el sol te pega de lleno en los ojos saturados por tres horas de matiné. Después de todo valió la pena, piensas mientras palpas en los bolsillos de tus pantalones cortos lo que resta del dinero que tomaste de la cartera de tu papá. La tarde de domingo es tuya: habrás de gozarla plena. Con sólo cruzar la calle te encuentras inmerso en la feria; ríes e imaginas la cara que pondría tu mamá al verte comprar ese enorme algodón de azúcar antes del almuerzo. Se te antoja subirte a la rueda de la fortuna, pero no te atreves porque no sabes con quién podría tocarte. En la fila, una pareja en pantalones de mezclilla, tres niñas vestidas de encajes y un grupo de adolescentes –gringos, supones por su apariencia– que, como tú, cargan esa golosina que tanto disfrutas. Terminas justo detrás de los extranjeros, jugando a entender lo que dicen. Conforme avanzan, empiezas a angustiarte: mejor me voy, no vaya a ser que a mamá se le ocurra bus­ carme al salir de la iglesia y me grite ¡Rodolfo, te he dicho mil veces que no te subas a eso sin mí! ¿Qué haces comiendo esa cosa? ¿De dónde sacaste el dinero? Estás tan preocupado porque nadie te vea, que más de una vez te preguntan si vas a subir. Eres el último y, al parecer, al rubio instalado en el asiento de la canasta no le mo­ lesta tu compañía; al contrario, está sonriendo con esa boca llena de alambres. Pagas y ocupas el lado derecho; tímido, observas: ha de ser mayor que tú, le calcu­ las quince años a lo sumo. Ahora comienzan a elevarse. Con avidez devoras lo poco que queda del algodón antes que se lo lleve el viento. Entonces suspiras: al fin, ante ti, la ciudad. Te encanta distinguir las construcciones más altas: la igle­ sia del Niño de Atocha, el viejo hotel central y aquel edificio inconcluso que todos llaman el “Elefante Blanco”. Te sientes tan bien allá arriba que casi no te fijas cuando tu compañero extiende la mano derecha balbuceando mi nombre es Paul. Nunca has sido bueno para eso de la plática con extraños y te alivia notar que ape­ nas habla español. Devuelves el saludo con el mío es Rodolfo; tampoco se trata de parecer pesado. Después de un rato, no te reconoces venciendo esa timidez, plati­ cando mil cosas, fingiendo entender sólo porque te cayó bien. El aire revuelve el pelo amarillo de Paul y te arrepientes de la poca atención que pusiste en tus clases de inglés. A la séptima vuelta, te lo sabes perfectamente, la rueda se detiene. ¿Por qué siempre ha de ser tan corto? Lo mismo, imaginas, deben sentir el gringo y sus amigos puesto que, canasta a canasta, desde las alturas, indican con señas vamos a quedarnos de nuevo. Él ni te pregunta y, cuando supone que vas a bajar, palmea tu hombro, te dice ¿otra vez? y paga al muchacho moreno que pregunta ¿ustedes también se quedan? Qué suerte, piensas, toparte con Paul. Y allí vas de nuevo; estarías, si pudieras, la tarde entera en la rueda. De pronto, él saca de entre su ropa una revista. Se acerca más a ti, la coloca sobre tus piernas; el viento te obliga a su­ jetarla, la abres con curiosidad. A tus doce años nunca antes habías visto algo así; tu corazón late ahora con más fuerza, los giros del juego mecánico se han acele­ rado, Paul ríe a carcajadas mientras señala aquella cosa inmensa, sucia; sus dedos enormes tocan caras, bocas, miembros; la velocidad te marea, pasas con rapidez las páginas, tu mente acumula esas imágenes que recordarás muchas noches, pero sobre todo retiene a Paul, porque él, aquí arriba, está guiando tu mano hacia su entrepierna. Y apenas van por la segunda vuelta •


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curre que siendo como es de biunívoca la ecuación Cervantes-El Quijote, se olvida a menudo que, entre los cuatrocientos años cumplidos ya por la primera parte de su obra magna y los dos que faltan para que la se­ gunda cruce tal umbral, se publicaron, en 1613, doce narraciones breves que, muy al uso de la época, el autor tituló Nove­ las ejemplares. Junto a las otras tres obras narrativas de Cervantes (la previsi­ ble Galatea, los póstumos Trabajos de Persiles y Sigismunda y su novela por antonomasia), las breves na­ rraciones que hace cuatro siglos vieron la luz pueden conside­ rarse el punto de partida de un subgénero literario, la novela corta, respecto del que, si bien es abusivo asegurar que haya sido inau­ gurado por el autor del Quijote, no es exa­ gerado reconocer que, dados su peculiar con­ cepto y ejecución, tiene en las Novelas ejemplares su primer corpus unitario en nuestra lengua. Es posible que la apuesta del autor por La Galatea, obra escrita en el afán de adscribirse a un género –el de la novela pastoril– que ya había dado sus mejores frutos en 1585, sólo sea un eco del escaso éxito que Cervantes cosechaba ya en la poesía y, sobre todo, en el teatro. Aunque, como observa Américo Castro, “la intuición del fenómeno íntimo”, del carácter y la psi­ cología de los personajes, sea uno de los méritos ma­ yores de aquella forma novelística, no se trata de una historia caracterizada por su lozanía y donaire, ese desenfado natural que resulta irrepetible en la prosa quijotesca. Otro tanto puede decirse de la última en­ trega narrativa de Cervantes, aparecida un año des­ pués de su muerte: Los trabajos de Persiles y Sigis­ munda, laborioso ejercicio en que, “por carta de más”, como diría su autor, esto es, por una barroquizante elaboración de la estructura, de los encuentros y des­ encuentros de la pareja protagónica, la novela se en­ vara en vericuetos que la vuelven un tanto ampulosa y, de nuevo, poco digna de la gratísima sencillez alcanzada en su obra mayor. Las Novelas ejemplares, en cambio, partici­ pan del equilibrio que Cervantes consiguió en el Quijote. Casi todas fueron escritas mu­ cho antes de su publicación y se llaman

así porque “no hay ninguna de la que no pueda sa­ carse ejemplo provechoso”, según su autor. Pero lo que parecería una olvidable diligencia didáctica (el adjetivo “ejemplares”), estorbosa para el ámbito lúdico en que Cervantes gustaba de escribir, devie­ ne, en algunas de las historias, una lección de am­ bivalencia sólo comparable a la del “entreverado loco lleno de lúcidos intervalos” que es don Quijote, según lo define Lorenzo de Miranda en algún capí­ tulo de la segunda parte. Se trata de una docena de textos que, cada uno por sí, no rebasa las cincuenta páginas y es semejante, en su tratamiento y extensión, a las dos narraciones lar­ gas interpoladas en la primera parte del Quijote: la Historia del cautivo y la Novela del curioso imper­ tinente; y curioso es, precisamente, que el término “novela” se atribuyera, en la época de Cervantes, a obras breves y amorosas como éstas y no a los textos de más largo aliento, de modo que cuando hablamos de novela picaresca, pastoril o de caballerías esta­ mos cometiendo una evidente anacronía en demérito del término “historia”, reservado entonces a narraciones largas como el Amadís o la Dorotea. Pero al margen del nombre empleado para referirnos a ellas, las novelas ejemplares cervantinas son textos en que la amalgama de naturalidad y convencionalidad es así de pródiga que resulta imposible decidir si las obras nos atraen por la avezada verosimilitud de sus situaciones o por la ingeniosa manera como se enredan para afinar la trama. Los personajes de este dodecaedro narrativo son tipos sociales que encarnan modelos de conducta, ofi­ cios o roles propios de su época, pero están plenamente individualizados, además de que sus historias traslu­ cen una organicidad, una unidad de estilo y una se­ mejante manera de abordar la anécdota que las armo­ niza entre sí, dándoles un aire de familia inobjetable. En Erasmo y España –libro, si los hay, ejemplar por su irrepetibilidad de asunto y de enfoque–, Marcel Bataillon observa que “la obra de Cervantes es la de un hombre que permanece, hasta lo último, fiel a las ideas de su juventud, a ciertos hábitos de pensamien­ to que la época de Felipe ii había recibido de la del Emperador”. Es extraño que tan persistente conser­ vadurismo termine por facilitar antes que entorpecer la ductilidad de sus textos, pues una suerte de identi­ dad ideológica, que muchas veces puede confundir­ se con el estilo mismo, insufla claridad a las tramas y a las reflexiones. Basta reconocer en los persona­ jes y narradores del Quijote, por ejemplo, los juicios que sobre la vida y la literatura ilustran los del propio Cervantes, para confirmar que la aleccionadora uni­ dad de las Novelas ejemplares no sólo pasa por el filtro de los años y aun décadas que mediaron entre su es­ critura y su publicación, sino que asimismo va soste­

Don Miguel en Plaza de Cervantes, Alcalá de Henares, Madrid. Foto: quickiwiki.com


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El que Cervantes, como cualquier escritor, esté atrapado en más de un sen­t ido en la mentalidad de su época no obsta para que, a la distancia de cuatro siglos, un rasgo esencial del Quijote se trasmine, por así decirlo, en las Novelas ejemplares.

nida por el mismo ánimo de enmienda que, ante lo injustamente aceptado, ante lo miserable o mezqui­ no del mundo, priva en su visión de la sociedad del siglo xvi lo mismo que en la del naciente xvii .

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Como las horas del reloj y los convidados a céle­ bre cena, son doce –queda dicho– las historias del li­ bro, casi todas de tema contemporáneo. Asuntos de celos y desencuentros amorosos, sátiras sociales y caricaturas de psicosis muy personales, protagoni­ zan estos relatos. Pero los rasgos más acabadamente cervantinos son los que han prevalecido hasta hoy: la visión lúdica del mundo, el irrestricto elogio de la libertad y la condición de que honra y linaje no de­ penden del juicio ajeno sino del propio, pues al final “uno es hijo de sus obras”. El que Cervantes, como cualquier escritor, esté atrapado en más de un sen­ tido en la mentalidad de su época no obsta para que, a la distancia de cuatro siglos, un rasgo esencial del Quijote se trasmine, por así decirlo, en las Novelas ejemplares: su generosa conciencia de la ambivalen­ cia de sentidos que puede desprenderse de las si­ tuaciones y las actitudes humanas. A diferencia de la novela sentimental y de corte pastoril, que también trataba asuntos amorosos, cru­ ces inexactos de destinos adversos, errancias irreales (y “errar” era casi siempre errar, equivocarse) por de­ rrotas hechizas (y la palabra “derrota”, como camino, tendría luego una evolución que confirmaría la mala ventura de quien huye o busca y sólo se pierde), las ejemplares historias cervantinas son, por así decir­ lo, de carne y hueso, pues tratan “problemas del co­ razón humano en sus conflictos íntimos”. No dejan de ser artificiosas, para el gusto moderno, porque la estética de la época alababa y avalaba los sinos subli­ mes, los enredos inverosímiles y la piadosa solución de los conflictos más intrincados. Pero eso no obsta para que Cervantes, aturdido por una suerte de ce­

losa voluntad de radiografiar el alma de sus criatu­ ras, en comedidas dosis y trazos estrictos alcance la nitidez que le convenía a la brevedad de sus relatos. Sea a partir del matrimonio de un viejo y una joven que, naturalmente, le es infiel en El celoso extreme­ ño; resulte del feliz descubrimiento de un estudian­ te cuando advierte que la sirvienta que ama es de origen aristocrático, según sucede en La ilustre frego­ na; pase por la locura de creerse de cristal, como el Tomás Rodaja de El licenciado Vidriera, quien ha caído en tan disparatada ocurrencia al comer el hechiza­ do membrillo toledano que le administró una mujer de ésas “que llaman venéficas, que no es otra cosa lo que hacen que dar veneno a quien lo toma”, la origi­ nalidad de las Novelas ejemplares radica menos en la anécdota que en la precisión con que Cervantes di­ seña los pormenores de la historia, en su ánimo de enfatizar una personalidad o un dilema configurados siempre a partir del atinado tono con que sabe entre­ tener, divertir y diversificar la curiosidad del lector. No me detendría en cada relato sin abusar del es­ pacio previsto. Decir que en la búsqueda de aventuras de Rinconete y Cortadillo, una de los mejor estudiados, hay algo de don Quijote, y que la vida licenciosa re­ tratada en El casamiento engañoso no carece de la savia y sabor que a una buena historia le procuran el cono­ cimiento de primera mano de tal ambiente, recrea­ do con lujo de verosimilitud verbal como los diálogos entre Sancho y su amo, significa reconocer el arte con que fueron concebidas y escritas estas novelas ejem­ plares. Sin embargo, querría arrendar, así sea breve­ mente, en una cuyo asunto es fantástico y que indaga, a través de un discurso tanto cortesano como filosófi­ co, en la “gana de hablar” de los canes Cipión y Ber­ ganza. La trama de El coloquio de los perros explora, de manera festiva, el don articulatorio de dos animales, anomalía matizada por su comedido agradecimiento de este bien (que ellos saben haber recibido inmereci­ damente) y por la asombrosa angustia de ignorar en qué momento perderán la facultad oral. En una pala­ bra, Cervantes nos los muestra como genuinos seres humanos apremiados por la contingencia. En su despilfarrada conducta, sin embargo, pre­ domina un espíritu racional que recuerda menos a la fábula grecolatina que a la novela de aventuras, don­ de el personaje errabundo, durante su viaje, aplica una lógica que resulta impecable porque de ella de­ pende, muchas veces, su sobrevivencia. Los perros, en apología del nomadismo, coinciden en señalar como fuente de su gran discreción el haber vivido en muchos lugares, lo que los faculta para hablar, incluso, de literatura. En efecto, su lúcida, incesante conversación sa­ tiriza en algún momento la escasa verosimilitud de las novelas pastoriles casi sin percatarse de que son ellos, unos perros, quienes denuncian tal irrealidad. A más de esto, se advierte en Berganza que, conforme más habla, menos razona y mayormente le preocu­ pa lo que le falta por decir, en un irónico, cervantino dibujo de la esquizofrenia humana. La primigenia humildad deviene entonces perplejidad; el antiguo agradecimiento es ahora cómico desconcierto: la ex­ quisita ambivalencia del humor. Como ocurre en esa preclara historia del siglo segundo de nuestra era, El asno de oro, de Apuleyo, fue un conjuro el que produjo este doble parto cani­ no: los perros parlantes son producto de un encan­ tamiento. Pero si aquel animal podía recuperar su naturaleza humana sólo masticando unas ro­ sas, Cipión y Berganza lo harán cuando ocurra la hu­ millación de los soberbios y la elevación de los humildes, es decir…

Estas historias de juego y hechicería, herederas de las fábulas milesias y la literatura que, desde Bajtin, llamamos de carnaval, son de amplia aunque sosla­y ada prosapia y presencia en la cultura popu­ lar europea desde tiempos antiguos. Que su espíritu lúdico haya contagiado a algunos autores cultos será siempre en beneficio de los lectores dispuestos a so­ lazarse con historias no por exageradas y fantasio­ sas menos dignas de ser reconocidas como anda­ mios en la entreverada escalera donde, peldaño a peldaño, dialogan el entretenimiento y la visión crítica del mundo, el desenfado y la puesta en jaque de la realidad y sus inexactas jerarquías. Sólo críticos de viejo cuño, como Unamuno o Ro­ dríguez Marín, pudieron alentar la especie de que el espíritu de la narrativa cervantina, cuyo ápice se plasma en la pasmosa perfección del Quijote, rece­ la del limitado entendimiento de su autor, pues si bien las Novelas ejemplares no alcanzan en todos los casos la genialidad del libro más importante de Cer­ vantes, sus innumerables virtudes son suficientes para confirmar el talento de un escritor que, casi siempre, estuvo a la altura de su obra •

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leer Herejes, Leonardo Padura, Tusquets Editores, España, 2013.

DE HEREJÍAS, ARTE Y LIBERTAD JOSÉ ANTONIO MICHELENA

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a última novela de Padura entrelaza varias historias, personajes y épocas de los siglos xvii , xx y xxi ; el elemento central de ese tejido es una pieza de Rembrandt, extraviada en La Habana en 1939 y sacada a subasta en Londres en 2007. Para saber qué pasó con el cuadro, cómo llegó a ese destino, es contratado Mario Conde. Inmerso en la investigación, el expolicía, protagonista de siete novelas anteriores del escritor, recibe otra encomienda: buscar a una joven habanera desaparecida cuya seña más notoria es pertenecer a una de las llamadas tribus urbanas. Luego del éxito internacional de El hombre que amaba a los perros, el autor se sumerge en la tragedia de una familia de judíos polacos, víctimas de la política del odio nazi que persiguió al barco s . s . Saint Louis en 1939 y víctimas, además, de la corrupción, en el capítulo cubano de ese viaje siniestro. Padura lanza a su investigador no ya tras la pista de un asesino, sino de una obra de arte, detrás de la cual hay un asesinato, pero también una h i s t o r i a d e c a s i c u a t ro s i g l o s y muchas interrogantes. Las preguntas que encuentra y se formula Mario Conde son de naturaleza filosófica, religiosa, política, artística, histórica, sociológica, antropológica, algo que se nos advierte desde las citas en el pórtico, donde la libertad, el temor a Dios, El Talmud y la variedad de significados de la palabra hereje dan las primeras claves sobre el texto que vamos a enfrentar y que se nos ofrece como un enigma a descifrar. La tarea novelística que se planteó el escritor ahora fue tan compleja como la asumida en su obra anterior, porque los universos del contenido de ésta son igualmente exigentes: el vía crucis del pueblo judío, la vida y la obra de Rembrandt y el complicado panorama social de las tribus urbanas en la capital cubana –entre los principales. Tan ambiciosa como El hombre que amaba a los perros, en la nueva obra de Padura se funden la novela de indagación histórica y la de intriga criminal, dos vertientes de su narrativa que habían estado separadas anteriormente. Otras aperturas visibles en Herejes las encontramos en la composición y en el discurso del narrador, en la focalización del relato que amplía y altera la perspectiva al fundir la primera y tercera persona narrativas. Herejes está estructurada en tres grandes bloques (libros), llamados como el personaje a quien están dedicados, una seña hacia Roberto Bolaño (2666) y el Antiguo Testamento más un epílogo (Génesis); estructura y nominación (Daniel, Elías, Judith) coherentes con la naturaleza temática de la obra. Los libros 1 (Daniel) y 3 (Judith) abarcan la época contemporánea, mientras el segundo (Elías) es una especie de isla intermedia que transcurre en un breve segmento del siglo xvii . Aquí se narran

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acontecimientos esenciales en el misterio que rodea al cuadro de Rembrandt, una pieza del rompecabezas a la que el investigador no tiene acceso, solo el lector, procedimiento narrativo que Padura había empleado en obras anteriores, pero en forma epistolar y a través de todo el relato. El libro de Elías es una valiosa joya, mas también una llave, dentro del cofre que es la novela. Allí el autor se (nos) introduce en el estudio y taller de Rembrandt, así como en su vida y obra, en sus ideas sobre el arte, la religión y la libertad, un aporte vital en el debate que gravita alrededor de ellas en el espacio novelado. Como novela postmoderna, Herejes es un palimpsesto: está escrita sobre un corpus narrativo de capas muy diversas con referencias que incluyen la propia obra del autor, señaladas, y un especial homenaje a Alejo Carpentier en el plano lingüístico al describir La Habana de 1939. La Habana sigue siendo aquí escenario principal, al igual que la actual sociedad cubana está presente y actuante. La capital de la Isla, Cracovia, Amsterdam, Miami, son espacios conectados en la trama de Herejes, obra polisémica donde el fundamentalismo religioso y otros excesos son llevados a juicio, contrastados con el ejercicio de la rebeldía y el supremo concepto de libertad. Las últimas líneas de Herejes, en Génesis, llegan en la compañía de Mario Conde, quien, vencidos los arcanos, hace la síntesis de la investigación y su reflexión, expresada metafóricamente, queda reverberando ante el lector, para inquietarlo, para provocarlo, como debe ser en una gran novela • Obras reunidas iii. Crónicas 1, Elena Poniatowska, fce , México, 2012.

ESMERADA LABOR PERIODÍSTICA

con fines estéticos, Poniatowska aprovecha sus crónicas que fueron viendo la luz en La Jornada y Novedades, entre otros diarios, sometiendo el material a nuevo reacomodo y escrutinio, el propio de un verdadero libro. Si bien el periodismo cumple una función netamente ancilar en las letras, ésta no es pura, siguiendo la nomenclatura acuñada por Alfonso Reyes, es decir, no tiene el fin preponderante de provocar o causar la sensación de lo bello, sino que se vale de este medio para alcanzar sus propios propósitos, netamente informativos. La disposición del texto, las numerosas adiciones y supresiones, la sobria graduación emotiva del material, todos estos factores confieren una dignidad no sólo de testimonio histórico, sino de producto escriturario a estas reflexiones acerca de la vida y la obra de varios creadores nacionales, no sólo por el contenido sino por la forma. Es precisamente este trabajo periodístico, realizado con tanto esmero, el puntal de la obra de Elena Poniatowska. Libre de erratas u otros dislates, la escritura depurada, bien horneada y dejada al reposo de los años constituye una de las mejores muestras del género de la crónica, el de más antigua prosapia, por cierto, en el periodismo; un género que se hermana con la maestra de la vida, la historia, que cuenta con egregios representantes entre los escritores de México, como el desaparecido Carlos Monsiváis, gran amigo y cómplice de grupo de la autora, así como Juan Villoro. El trabajo como cronistas de estos autores entre los que se encuentra Elena, es impecable y no hay necesidad siquiera de revisar sus tentativas más puras, más estéticas en las bellas letras, para constatar que se está ante la presencia de grandes plumas •

Migas de pan, Azriel Bibliowicz, Alfaguara, Colombia, 2013.

RAÚL OLVERA MIJARES

SECUESTRO

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a labor periodística, dosificada en entregas regulares y en el mejor de los casos esperadas con ansia por los lectores, puede tornarse una forma de escritura incluso con alcances literarios. Hasta el tercer tomo de sus Obras reunidas aparecen las crónicas de Elena Poniatowska Amor (París, 1932). Dos ejemplos señeros del género son Las siete cabritas y Juan Soriano. Niño de mil años. Una figura tan apreciada por cofrades creadores de la talla de Octavio Paz, Juan García Ponce, Luis Cardoza y Aragón, María Izquierdo, Rufino Tamayo, Chucho Reyes, Luis Barragán, Ricardo Legorreta y Teodoro González de León. El gozne sobre el que parece descansar la selección es el trabajo de los artistas mexicanos, ya fueran pintores como el propio Soriano, María Izquierdo o Frida Kahlo; escritores como Pita Amor, Elena Garro, Rosario Castellanos e incluso Nellie Campobello (también bailarina), con la inclusión de Nahui Olin (la mujer del sol, la así bautizada Carmen Mondragón Valseca por el pintor Gerardo Murillo), modelo de grandes pintores como el propio Dr. Atl y Diego Rivera, o d e f o t ó g r a f o s c o m o E d w a rd Weston. Pionera en poner en relieve el trabajo de las mujeres mexicanas

JOSÉ ÁNGEL LEYVA Cuando una sociedad pierde confianza en las palabras, cuando muy pocos tienen palabra, a las palabras se las lleva el viento o no significan lo que dicen, a todas luces hay un problema no sólo de entendimiento sino de libertad, pues es cautiva de su propia trampa. Hace pocos años le escuché decir a Francisco González-Crussi, sabio de la medicina y de las letras, en casa de Susana Glantz y Jacobo Guzik, su amigo de la infancia, que un filósofo chino había propuesto, para una auténtica transformación cultural y social, una renovación de la lengua, eliminando o sustituyendo términos que habían dejado de significar lo que estaba escrito en los diccionarios y tergiversaban su aplicación real y cotidiana. Así, por ejemplo, “policía” en México implicaría también los significados de mordelón, extorsionador, delincuente con licencia, personaje o institución de la desconfianza; por otro lado, “político”, “juez”, “sacerdote”, “servidor público”, “derecho”, “abogado”, “patria”, “justicia”, “educación”, “izquierda”, “derecha”, “transición”,

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leer

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“progreso”, “equidad”, “derechos humanos”, “democracia”, son también palabras sospechosas en nuestro medio. Tras la lectura de la novela Migas de pan, del colombiano Azriel Bibliowicz, esa idea expuesta por González-Crussi parece más lógica. La descomposición social de países como México y Colombia ha conducido a la utilización de una retórica que encubre el horror y la putrefacción en sus entrañas culturales. La historia que narra Bibliowicz nace de una situación abominable: el secuestro como industria, ejercido por diversos actores conscientes de la impunidad y el miedo que impera entre la población y las instituciones. Un viejo judío, sobreviviente del holocausto europeo, encuentra refugio, con su esposa, en la Colombia de finales de los años cuarenta, justo cuando también inicia el desangramiento del país tras el asesinato del candidato presidencial Jorge Eliécer Gaytán, en 1950. El resto de esa historia podemos conocerla en la autobiografía Vivir para contarla, de Gabriel García Márquez; pero la historia de Josué, el judío de los campos de concentración en Siberia y de su mujer Leah, que salió de Auschwitz para inventar una nueva vida en un país extraño, sólo podemos conocerla en esta obra literaria donde la realidad es, además de irrefutable, exasperante. Josué, secuestrado y probablemente muerto a manos de sus captores, no se sabe si de la guerrilla, una banda criminal o paramilitares, es una más de las víctimas de la decadencia moral que une en el silencio a las fuerzas vivas de la sociedad, y en la que nadie está exento de sufrir los efectos de la violencia, la corrupción, la impunidad, pero sobre todo de la degeneración de las palabras. El migrante Josué construye una casa en la que despliega una especie de teatro o museo llamado Gabinete de las Maravillas, con diversos salones dedicados a coleccionar objetos que representan la historia, el tiempo, el mito, el silencio, la naturaleza y, de manera particular, el Hospital de las Palabras, donde se propone curar y rescatar los términos lastimados por las mentiras, los odios y la violencia. ¿Cómo puede un país trastornado por el dolor, por la sumisión, por la resignación, por la indolencia, reflexionar sobre el lenguaje, causa y efecto de su miopía y su ceguera, de su enfermedad? El analfabetismo por un lado y, por el otro, la imposibilidad de recuperar el lenguaje para resignificar la realidad. Bibliowitcz nos coloca ante el secuestro como acción perversa, criminal, pero sobre todo nos confronta con la pérdida de libertad de una comunidad incapaz de rebelarse ante las palabras que la hacen rehén, le sustraen la voluntad, la decisión de ser. Josué, el judío sobreviviente, le enseñó a su hijo Samuel, ya colombiano residente en Nueva York, que no se puede estar cómodo y contento si la libertad y la dignidad son palabras huecas. Entonces, Samuel comprende el significado de la frase de los secuestradores: Su padre está bien, “ya ni protesta”. Migas de pan conduce hacia la representación de un mundo donde la memoria es un futuro ineludible; el porvenir se halla a nuestras espaldas. Suponer que el tiempo nos cura del pasado es una ilusión; el supuesto olvido despoja a las palabras de su experiencia, de sus significados. El futuro dependerá siempre de la lucidez de la memoria o de las tinieblas de su negación o engaño. Es decir, un yo con o sin el otro •

Vientos machos, Magali Velasco Vargas, Nortestación Editorial, México, 2013.

MUNDOS INCIERTOS EDGAR AGUILAR

¿ H los cientos de rumbos posibles tomar? La pregun-

“Madame Doublet”, “Vientos machos” y “Derecho de casa” buscan trastocar la realidad cotidiana. Son los cuentos más arriesgados y por lo tanto los más meritorios. La vida en Ciudad Juárez tampoco deja incólume la realidad; “Vecinos”, “Randi”, “Los amores fingidos” y “Tordos sobre lilas” dan angustiosa fe de ello: violencia, vacío y miedo transitan a su antojo por yermos escenarios que, más que precipitar la culminación de un acto perverso, sirven de indicio a lo inexorable •

acia dónde dirigir la escritura? ¿Qué rumbo de

ta viene a propósito por las diversas voces narrativas que parecen entrelazarse en la presente selección de relatos, de la joven escritora veracruzana Magali Velasco Vargas (Xalapa, 1975). Libro un tanto confuso: Magali Velasco obtuvo con Vientos machos el Premio Nacional de Cuento Juan José Arreola en 2004, que publicó la Universidad de Guadalajara. Posteriormente publicó To r d o s s o b re l i l a s , e d i t a d o p o r l a Universidad Veracruzana en 2009. Aunque una compilación de relatos o de cualquier otro género bien puede tomar el título de un libro anterior del mismo autor, resulta muy apresurado –y a veces engañoso– hacerla, como en este caso, con apenas dos libros de cuento (Magali ha publicado hasta la fecha tres de dicho género). Entonces, el homónimo “Vientos machos” de pronto perturba, pero a lo mejor no es más que absurda suspicacia de quien esto escribe. Así, Vientos machos se divide en dos partes: Vientos machos y Viento negro. La primera parte recoge aquellos relatos publicados en el primer Vientos machos ( udg , 2004); la segunda recoge los relatos de Tordos sobre lilas (uv, 2009). Es decir, dos libros en uno. No se puede afirmar que Vientos machos sea un libro irregular. Da la impresión, por el contrario, de que Magali Velasco se siente tentada a dejarse arrastrar por lo fantástico, viendo sin embargo en lo cotidianamente cruel otra forma de lo incierto. Hay que recordar que Velasco es autora de un ensayo notable: El cuento: la casa de lo fantástico. Cartografía del cuento fantástico mexicano (Tierra Adentro, 2007). Esta afinidad con lo fantástico, con aquello que de manera casi inadvertida se subvierte para transformarse en algo distinto, es precisamente lo que permea los cuentos más recomendables de Vientos machos. “Usted está aquí”, el relato que abre el libro, simple temáticamente, desemboca en un giro inesperado. Un grupo de amigos visita el cementerio Père Lachaise de París. Carlos y Rossana recorren las tumbas de artistas que descansan allí. La amiga que los acompaña y protagonista de la historia, en cambio, lamenta no haber podido ir a Montparnasse, donde reposan los restos de Julio Cortázar. En el laberinto de caminos y tumbas, la amiga se pierde. En su desesperación, se topa con una anciana que le indica el sitio en el que se encuentra. Logra orientarse. Al final del relato, descubrimos que la muchacha y la anciana parecen ser la misma persona.

ROBERT CAPA , reportero de guerra Manuel García Poetas guerrerenses

Los orígenes del cine en México (1896-1900), Aurelio de los Reyes, Fondo de Cultura Económica, México, 2013.

Treinta años después, el clásico ensayo de De los Reyes –sin duda uno de los historiadores cinematográficos mexicanos más acuciosos– conserva intactas tanto su vigencia como su importancia. Originalmente publicado por la unam en 1972, once años más tarde el fce lo incorporó a su catálogo; al año siguiente formó parte de la colección Lecturas Mexicanas y ahora aparece dentro de la colección Historia, del mismo Fondo. También cineasta e historiador en temas literarios y plásticos, De los Reyes aprovecha la ocasión para revisar y corregir aquella primera edición, con lo que por supuesto ganan los lectores, tanto aquellos que requieren este documento en un sentido académico, como quienes tengan el deseo, estrictamente personal, de conocer completa y a fondo la historia apasionante del modo en que, hace más de un siglo, la cinematografía llegó a nuestro país y de inmediato se convirtió en un ineludible referente sociocultural.

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La Jornada Semanal

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Textos sobre Rafael Alberti y Francisco Tario


arte y pensamiento ........

29 de diciembre de 2013 • Número 982 • Jornada Semanal

Enrique López Aguilar

Naief Yehya

alapiz2000@gmail.com

naief.yehya@gmail.com

ABINES AMPLIÓ SU CÍRCULO de lectores alrededor de 1975, cuando la atención se concentraba en poetas como Octavio Paz, quien tuvo una etapa muy prolífica entre Salamandra (1962) y Vuelta (1976); Rubén Bonifaz Nuño, quien había alcanzado a varios lectores jóvenes con Fuego de pobres (1961) y La flama en el espejo (1971); Eduardo Lizalde, quien reafirmaba su peso poético con El tigre en la casa (1970) y La zorra enferma (1974); o José Emilio Pacheco, quien proponía una oscilación entre intelectualismo y estilo directo, como en Irás y no volverás (1973) e Islas a la deriva (1976). Por esos años eran sobresalientes los nombres de Hugo Gutiérrez Vega, Francisco Certanto artificio como Góngora quien, desde otro siglo y otras expectativas, cinceló las complejidades del culteranismo barroco: ambos producen en el lector la sensación de que no costó trabajo escribir el poema, así sea de difícil lectura (a pesar de su popularidad, “Los amorosos” es un poema más oscuro y contradictorio de lo que parece, un misterioso prodigio verbal). Jaime Sabines comparte con Cervantes el aire de ingenio lego, de “cultivar un entorno plagado de sentimentalismo y desdén por el rigor intelectual” (como se afirmó en “Escalera al cielo”, del periódico Reforma –21 de marzo de 1999–), de artista que vivió en los márgenes del Parnaso para encontrarse con el lector (ése que Cervantes describe en el prólogo de Persiles y Segismunda, redimiéndose de las envidias de sus contemporáneos y los afanes de la pobreza), que es lo que verdaderamente importa. Sin Premio Nobel ni ediciones internacionales, sin pertenecer a capillas ni a revistas literarias, señalado de sentimental y desdeñoso del rigor intelectual, en el margen del público hasta los cincuenta años, “enamorado profundamente de esta maravillosa indiferencia del mundo hacia su vida”, a Jaime Sabines le ocurrió lo que a Cervantes: éste escribió la mejor novela española de su época, no el docto Francisco de Quevedo; el chiapaneco, sin la publicidad ni el respaldo de cenáculos célebres, se convirtió en el poeta mexicano más leído y querido del último cuarto del siglo xx . Tendríamos que decir como él: Dios bendiga a Dios pues nos dio a Jaime Sabines •

A LÁPIZ

S

Hechos y rostros relevantes 2013 será recordado por ser el año en que murió Nelson Mandela y el año de las revelaciones de Edward Snowden acerca del espionaje masivo de la National Security Agency. Fue el año en que supuestamente el régimen de Bashar el Assad empleó armas químicas contra un barrio de Damasco donde murieron alrededor de mil 400 personas, y el año en que eu detuvo su maquinaria bélica, a sólo un parpadeo de desatar una guerra más en el Medio Oriente. Fue el año en que un argentino se volvió Papa, en que murió Nagisa Oshima y en que un meteoro

cayó sobre la ciudad rusa de Chelyabinsk, poniendo en evidencia nuestra vulnerabilidad ante los incidentes cósmicos. Pero también fue el año del selfie. Un término que ingresó, junto con el provocador baile denominado twerking, al Oxford Dictionary Online (que no es lo mismo que el venerable Oxford English Dictionary). El selfie es “una fotografía que uno se ha tomado a sí mismo, normalmente con un teléfono inteligente o una webcam, para subirla a una red social” y se ha convertido en una extraña obsesión de nuestro tiempo. En una era en que se multiplican nuestros recursos de comunicación y abandonamos las complejidades de las relaciones personales por la comodidad y las satisfacciones desechables sin compromisos reales que ofrecen las redes sociales, aparentemente ha aumentado nuestro deseo de interactuar al mostrar nuestro rostro y a veces nuestros cuerpos, de exhibir nuestras expresiones de alegría, desconsuelo, confusión o provocación, para reconectar, re-conectarnos con una comunidad abstracta a la que nos sometemos en espera de reconocimiento, aprecio en forma de comentarios, o por lo menos un pulgar apuntado hacia arriba o un efímero me gustalike. Pero no debemos subestimar el hecho de que el selfie es una manera de descifrar el misterio de cómo nos perciben los demás y en cierta forma de entender quiénes somos.

Leer rostros Es fácil descalificar este fenómeno como otra muestra de exhibicionismo, de indulgencia narcisista y egoísta, o simplemente holgazanería de la generación “del milenio”, la cual aparentemente no puede articular palabras para expresar un estado de ánimo, por lo que recurre a describirlo con instantáneas o emoticones. Asimismo, podríamos ver en esta tendencia el eco de la fiebre de la Reality Television, de la manía compulsiva por alcanzar algún grado de notoriedad o celebridad al exponerse en alguna situación absurda, grotesca o “extrema”. Pero estas explicaciones son incompletas si no es que erróneas. El simple hecho de que

hombres y mujeres de todas las edades y orígenes culturales, sociales, nacionales y étnicos opten por convertirse en improvisados modelos y correr el riesgo del ridículo o el hostigamiento, habla de una necesidad intensa de comunicación de maneras no anónimas, de vincularse con conocidos y extraños apelando a su complicidad, a su gusto y a algo parecido a la solidaridad. El selfie aspira a ser más que una foto, ya que pretende contar una historia, ser una página de un diario, un testimonio, o bien una interacción más personal que el simple hecho de contar una experiencia. El selfie puede ser una confesión corporal, un gesto amistoso o un guiño sarcástico. Es muy revelador también que servicios como Instagram (que este año rebasó los 100 millones de usuarios activos) así como Tumblr, cada vez contienen más selfies de todos tipos, a tal grado que ya se pueden clasificar por su contexto, intención y aspecto. El selfie pone énfasis en nuestra fascinación por ver caras humanas, y hay que considerar que nuestro cerebro interpreta en milisegundos si un rostro es o no atractivo, prácticamente en cualquier situación y contexto.

Interrupciones El principal uso que damos a nuestras tecnologías portátiles de comunicación e información es compartirlo todo, de manera automática, sin importar con quien, con la ilusión de unir nuestra voz a la estruendosa cacofonía digital en que se ha convertido la mediósfera. Las interacciones continuas con el mundo del otro lado de la pantalla se caracterizan por dos elementos: la gratificación instantánea y las interrupciones constantes. Así, ni siquiera un funeral (ni siquiera el de Mandela) resulta suficientemente solemne para obligarnos a controlar el deseo de tomarnos un selfie y postearlo en una red social. Vivir simultáneamente en un mundo físico y otro virtual se ha traducido en que estamos más entretenidos y distraídos que nunca. Nuestras pausas incómodas y nuestras transgresiones a los rituales sociales habrán de contar la otra historia de nuestro tiempo •

JORNADA VIRTUAL

El año del selfie

Jaime Sabines (v y última)

vantes, Homero Aridjis, Marco Antonio Montes de Oca, Juan Bañuelos y Óscar Oliva, nacidos entre los años veinte y treinta, y el de un poeta nacido en los cuarenta, Francisco Hernández, quien publicaba sus primeros trabajos. De otras generaciones, en un lapso de cinco años murieron accidentalmente José Carlos Becerra (1970) y Rosario Castellanos (1974); Alí Chumacero se había resguardado en el silencio después de Palabras en reposo (1965); y en los setenta murieron Gorostiza, Torres Bodet, Novo y Pellicer. ¿Cómo logró Sabines la popularización de su poesía dentro de ese panorama generacional? Un lugar común: por la fuerza y “sencillez” de su obra, por su condición antirretórica. Esto se resume así: Sabines comenzó explorando formas que sedimentaban sus viejas admiraciones por Juan Ramón Jiménez, García Lorca, Huidobro; luego alcanzó un estilo personal manifestado en Horal, donde “Los amorosos” cristalizó la búsqueda del conjunto y prefiguraría el resto de su obra: más que en otros poemas, fue en estrofas como “Los amorosos juegan a coger el agua,/ a tatuar el humo, a no irse./ Juegan el largo, el triste juego del amor./ Nadie ha de resignarse./ Dicen que nadie ha de resignarse./ Los amorosos se avergüenzan de toda conformación”, donde ya se encontraba el Sabines que había hallado su voz y luego perseveró en el tono, la manera y el ritmo propios de una retórica personal: el descubrimiento se le volvió perseverancia y el azar, necesidad. Esto se confirma con un poema escrito años después (no el mismo tema ni las mismas palabras: un temperamento semejante y la madurez del juego verbal convertido en ministerio poético): “Un pedazo de luna en el bolsillo/ es mejor amuleto que la pata de conejo:/ sir ve para encontrar a quien se ama,/ para ser más rico sin que lo sepa nadie/ y para alejar a los médicos y las clínicas./ Se puede dar de postre a los niños/ cuando no se han dormido,/ y unas gotas de luna en los ojos de los ancianos/ ayudan a bien morir.” Dentro de esa retórica cupieron los tropiezos. En “Algo sobre la muerte del Mayor Sabines” ( i , xiv ), el poeta estableció un infeliz campo semántico donde rimaron “plato” con “gato” con “flato” con “homoplato”. Jaime Sabines, el poeta “sencillo”, construyó su sencillez, burilándola con

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........ arte y pensamiento

Germaine Gómez Haro

Alonso Arreola @LabAlonso

germaine@pegaso.net

La divina proporción en el Museo de San Carlos

A

CERCARSE AL TRABAJO EDITORIAL de Franco Maria Ricci (Parma, Italia, 1937) es lanzarse a un viaje fantástico por la historia del arte de todos los tiempos. Adentrarse en las fotografías de Massimo Listri (Florencia, Italia, 1953) es una invitación a explorar majestuosos espacios arquitectónicos a los que, en muchos casos, es imposible tener el acceso físico. Referirse al trabajo conjunto de Ricci y Listri es penetrar el universo de la belleza, la elegancia y la armonía que nuestra cultura occidental hereda de la Antigüedad clásica. Por eso, nada resulta más apropiado que el título de la exposición que se presenta en el Museo de San Carlos, acompañada de un espléndido libro publicado

Massimo Listri

por Ricci, quien es considerado el mejor editor del mundo: La divina proporción es un homenaje muy merecido a los dos creadores italianos cuya afortunada complicidad ha dado lugar a las ediciones de arte más hermosas y trascendentes que se han realizado en las últimas décadas. El título de este proyecto, concebido y curado por el también italiano Giorgio Antei, hace referencia al tratado De divina proportione, de Luca Pacioli, escrito en 1509 en Venecia, en el cual se impuso el modelo rector de los valores estéticos de la época a partir del rescate de los cánones clásicos, puestos al día por los artistas renacentistas que practicaban la filosofía, la perspectiva, la pintura, la escultura, la arquitectura y la matemática. La propuesta curatorial de Antei tiene como punto de partida la analogía entre los postulados teóricos del tratado de Pacioli y las creaciones de Ricci y Listri que hacen del equilibrio, la elegancia y la perspectiva, los fundamentos esenciales de su poética visual. Giorgio Antei construye un marco filosófico, teórico y estético en torno al concepto de La Divina Proporción para ubicar las soberbias ediciones de Ricci y las fotografías de Listri, y consigue introducir al espectador en el universo creativo de estos dos artífices que alcanzan la virtud de la obra de arte total. El guión museográfico de la exposición se centra en tres núcleos temáticos: los museos, las bibliotecas y el gabinete. Las fotografías de Listri muestran diversos espacios interiores de gran majestuosidad, en los que la simetría y la perfección de las tomas remiten directamente a la proporción áurea de Pacioli. Atrapa la vista la capacidad de plasmar hasta el más mínimo detalle de los suntuosos motivos ornamentales de los diferen-

tes espacios fotografiados, y esto se debe a la rigurosa meticulosidad del artista de la lente y a la perfección de su técnica lumínica, que nos permite introducirnos en la profundidad de estas obras arquitectónicas y casi palpar texturas y volúmenes. En cuanto a la presencia de Ricci, se ha hecho un magnífico montaje que intenta revelar al espectador una atmósfera que evoca el estilo del diseñador y coleccionista, así como su arte de hacer libros. Se exhiben portadas de sus diferentes colecciones y de la revista fmr , acompañadas por obras de arte alusivas a los temas tratados en las publicaciones. Así, tenemos un busto de bronce del escultor decimonónico Messerschmidt, cuya famosa serie que representa sesenta y cuatro expresiones faciales exageradas fue tema para un volumen de Ricci; tres retratos de Hermenegildo Bustos que hacen alusión al libro monográfico del pintor guanajuatense que se publicó con ensayos excepcionales de Octavio Paz y Luis González y González; unos relieves en yeso de la colección del museo, un armario de la colección de Franz Mayer, y no podía faltar Bodoni, representado por láminas facsimilares de su Manuale editado por Ricci. El libro y la exposición rinden homenaje a los dos grandes artistas, coleccionistas y bibliófilos que han hecho de la edición, el diseño y la fotografía una obra de arte total. Al contemplar las fotografías y las soberbias ediciones se percibe que ambos creadores se mueven con destreza, elegancia y rigor en las antípodas del modelo clásico y el barroco, es decir, entre la sobriedad y la opulencia. Ambos están nimbados por ese toque de excentricidad que distingue a los grandes genios • Tony Camargo

Me dejó una chiva, una burra negra, una yegua blanca y una buena suegra

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hen the bells all ring and the horns all blow, and the couples we know are fondly kissing, will I be with you or will I be among the missing?” Escrita en 1947 por Frank Loesser,“What Are You Doing on Christmas Eve” es una de las más famosas canciones dedicadas al Año Nuevo. De sus incontables ejecuciones, entre las que destacan las de gente como Patti LaBelle, The Carpenters y Diana Krall, nosotros nos quedamos con la grabada en 1960 por Ella Fitzgerald para su álbum Ella Wishes You a Christmas Swinging, editado en el legendario sello Verve.

Con arreglos de Frank De Vol (conductor) y Russ García (quien aportó la orquesta), nos parece que no hay mejor manera de iniciar el año que con esta melancólica y fina estampa de jazz. “The snow makes teardrops on my window. The wind blows memories through my hall. And I am all alone on New Year’s eve.” Imagen triste a cargo de Nat King Cole. Se trata de “Happy New Year” escrita por Gordon Jenkins, incluida en la impresión para cd del disco The Very Thought of You. En ella se hace acompañar por magníficos coros femeninos que dialogan en su pensamiento. Es, probablemente, la canción más solitaria de las que rondan al cierre del año. Sin duda un buen empujón al llanto si usted, lectora, lector, ha sido abandonado. Hermana de su letra es “Our New Year”, de Tori Amos, en Midnight Graces. En esta canción también se menciona al gran himno anglosajón de fin de año “Auld Lang Syne”: “Choruses of ‘Auld Lang Syne’, could this be the year yours and mine?” En ella también habla un solitario que aguarda esperanzado. A base de piano y orquesta, la pelirroja consigue mucho mayor dramatismo por dedicarla a su hermano muerto. Y así llegamos a donde podíamos haber comenzado. Precisamente a “Auld Lang Syne”, del escocés Robert Burns, escrita en 1788. Es el más importante tema anglosajón para el festejo del Año Nuevo. Tocado por innumerables orquestas, cantado por millones de ebrios en el mundo entero, se impone a todos por su camaradería y fortaleza folclórica, por invitar a levantar los tarros y abrazarse. Ahora bien, no hay que confundir aquella “Happy New Year”, de Nat King Cole, con el clásico homónimo de la cultura sueca escrito por el grupo Abba en 1980 para el álbum Super Trouper. Con ritmo lento y melodías de miel, esta composición ha tenido decenas de interpretaciones, una de ellas en español conocida como “Felicidad”. Francamente fea. Caso contrario a “New Year’s Day” de u2, banda que en el disco War aún tenía fuego en el pensamiento y la mirada: “A crowd has gathered in black and white […]

And we can break through though torn in two we can be one”. Dedicada al movimiento de solidaridad polaco, su línea de bajo es tan notable como el solo de guitarra. De 1978 sale “Funky New Year”, un temazo de los Eagles que cumple promesa en el acetato Please Come Home for Christmas. Con un beat pesante, cuadrado, el grupo narra una cruda despiadada y agorera:“Last night I was a happy man, but the way I feel right now. It's gonna be a funky New Year.” Excelente. Muy distinta a “New Year’s Resolution” de Otis Redding y Carla Thomas, armada sobre vuelta de blues en compás de 6/8. Una suerte de vals que resulta perfecto para dejarse caer en un sillón cuando todos se han ido a casa y cantar:“I gotta find a new solution for all of the ghosts that keep haunting me.” Volviendo a nuestros días, “ The New Year” es una recomendable pieza del cuarteto de rock Death Cab for Cutie, fundado en Washington a finales de los noventa: “So this is the New Year, and I don't feel any different” cantan incrédulos antes de llegar a una parte media que no hace justicia a su inicio y final, especiales por sus percusiones. También de aquellos años es “New Year’s Prayer”, de Jeff Buckley (hijo de Tim y como él muerto prematuramente). “Fall in light, feel no shame for what you are, as the marrow in your bones, feel it as a waterfall”, se expresa en plan etéreo consiguiendo aires hindúes, coqueteando con el agua en que se ahogaría poco después. Una composición valiosa e inacabada, como todas las del Sketches for My Sweetheart the Drunk. ¿Canciones en español dedicadas al fin de año? Más allá de los villancicos y piezas como “Un año más” de Mecano –hoy convertida en bodrio gracias a Televisa– creemos que ninguna superará nunca a “El Año Viejo” del venezolano Crescencio Salcedo, interpretada en voz del mexicano Tony Camargo para su disco debut de 1953: “Yo no olvido al Año Viejo… Me dejó una chiva, una burra negra, una yegua blanca y una buena suegra.” Una maravilla para bailar. Buen domingo. Buena semana. Buenos sonidos. Buen año •

BEMOL SOSTENIDO

Jornada Semanal • Número 982 • 29 de diciembre de 2013

ARTES VISUALES

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arte y pensamiento ........

29 de diciembre de 2013 • Número 982 • Jornada Semanal

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Jorge Moch

Ana García Bergua

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SÍ LE LLAMABAN MIS padres a la cama cuando se iban al cine y nosotros teníamos que quedarnos para dormirnos temprano y levantarnos para la escuela, pero no había modo de convencernos: no protesten porque ahora ustedes van a ir al cine de las sábanas blancas que es una maravilla. No tengo idea de si alguna vez les creímos (ni siquiera de si nuestras sábanas eran blancas, pues cada uno tenía su color asignado). Yo seguro sí, siempre he sido crédula, para bien o para mal. Y aunque nunca vimos película alguna, recuerdo haber soñado mucho, lo cual era una manera de constatar que el cine y los sueños podían ser la misma cosa. Esto es muy cierto, no es sólo una frase hecha: por más que uno pueda ver todas las películas en su casa, la

idea de sumergirse en la oscuridad y dejarse llevar por la película que pasan en la sala de cine tiene un carácter muy similar, incluso corporal, a entregarse al sueño. La oscuridad aísla, uno en su cama ve películas y también viaja, como el protagonista de Little Nemo in Slumberland (El pequeño Nemo en el pais de los sueños) –una extraordinaria historieta estadunidense de comienzos del siglo xx, obra del gran caricaturista Winsor McCay–, quien soñaba y recorría países fantásticos en su camita de alto dosel. Al final de cada episodio, en el momento en que el sueño se había convertido en una pesadilla espantosa, cuando se encontraba rodeado de monstruos o las ciudades fantásticas en las que tenían lugar sus oníricas aventuras comenzaban a desmoronarse sobre su cabeza, el pequeño Nemo despertaba en el piso, al pie de la cama, pues se había caído y se había dado un trancazo, llorando y llamando a su mamá, quien lo regañaba por haber cenado tanto. Otra caricatura de McCay, Dreams of a Rarebit Fiend (algo así como Sueños de un adicto a los rarebits) trataba de gente que cenaba los pesados panes con queso llamados rarebits y sufría pesadillas muy freudianas. En realidad, es la cama un lugar misterioso al que uno se entrega como el pequeño Nemo para vivir otros mundos, un sobre mágico en el que nos enviamos por correo a los territorios de nuestros fantasmas. Aunque no durmamos solos, en la cama del sueño siempre estamos solos, como si practicáramos a permanecer unas horas en la muerte. Tendidos como el personaje de la novela Oblomov, vemos la luz que cambia en la habitación cuando pasan los autos, respiramos la penumbra y escuchamos los ruidos de la calle que aumentan su intensidad, todo en la dulce pereza de las sábanas suaves. Nuestra cama, ya sea la más cómoda y acogedora, cubierta de edredones, o el pequeño y humilde jergón, será siempre el lugar de la tregua, la tabla donde el náufrago se afloja. Aun el prisionero que teme la traición más negra de sus compañeros de celda y de litera duerme un poco, se suelta y se entrega. Mucha gente no tiene de propio más que ese espacio donde se tiende en la noche para dejarse ir, incluso al lado de otro, amado o no; muchas veces el lugar en la cama y el metro de espacio que se respira encima es la única habitación personal. A algunos nos cuesta dormir en otras camas que no sean la propia: nos sentimos exiliados.

Y no se diga nada de lo que en las camas llevamos a cabo parejas de humanos en resguardo cómplice y absorto, el cine entre los brazos de quien se ama, cada uno en su sueño propio, eso sí –no de balde la aspiración de soñar lo mismo que el otro aparece en muchas películas–, pero aislados del mundo en un país compartido. Y ya de tríos, cuartetos o multitudes no hablaremos, que para eso existen autores más avezados y hasta especializados en esos olímpicos temas. Lo que pasa es que hoy (sólo hoy) no me llama tanto para la escritura ese aspecto tan, diría Borges, repetitivo, suprema ars combinatoria. Una vez, cuando la cama era el cine de las sábanas blancas, dibujé en las mías quién sabe qué mapas o historias con un plumón amarillo. He olvidado el regaño de mi madre, que seguro me gané por andar haciendo esas cosas; lo que recuerdo hasta ahora es la felicidad que viví mientras dibujaba como cavernícola en las paredes de mi cueva. ¿O habrá sido todo un sueño? Y es que la cama también es madriguera: cuando veo las patitas de mi gato que se ha deslizado entre las cobijas, levanto un poco los bordes y descubro sus ojos refulgentes en la penumbra como los del león en la cueva. Así tendido le devuelve a la cama su original misterio, su uterino resguardo de las otras fieras y las tormentas, el calor del hogar •

Nosotros los chairos Aunque nos sigan acusando de malos perdedores, de mesiánicos, de necios, enfermos de poder y otras lindezas, preferimos esos insultos a formar parte de un régimen corrupto. Andrés Manuel López Obrador

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ERÁ COSA DE LA edad, que ya me voy acercando al “tostón” y se ensanchan los abismos generacionales, o que llevo cosa de un año en eso de las redes

sociales, o que simplemente me falta simpatizantes nos radicalizamos: los pedalear más las calles, pero hasta ha- pejezombis contra los pandejos –o ce poco no sabía de la existencia de la priandejos– y también contra los pepalabra “chairo”, a la que desde ahora, ñabots de filiación obviamente priísta. más por comodidad que otra cosa, le Lo de conformistas entonces me sonó desatornillo las comillas. a autoindulgencia. Resulta que chairo es una especie Parece que el empleo de chairo tiede insulto. De insulto clasista. Lo usan ne más bien ese dejo clasista: un despersonas jóvenes para referirse con precio aburguesado para quien forme desprecio a los seguidores de los mo- parte del movimiento popular que vimientos populares, más exactamen- representan los reclamos de López te a seguidores y simpatizantes de Obrador. Tiene que ver con la ropa de López Obrador, a los que por cierto imitación, con los que tienen el último también nos llaman “pejezombis”, iPhone y suelen pernoctar en la Conporque según los detractores de cual- desa y pueden, imagino, mimetizarse quier cosa que huela a convocatoria con parafernalia hipster pero se van lopezobradorista quienes simpatiza- de vacaciones a Miami, Cancún o Los mos con su obcecada y muy digna Cabos, y posiblemente de preferenoposición a los despropósitos de la cia matriculados en universidades o derecha entreguista –y aquí ya desli- colegios particulares. Van a bares de cé también yo un juicio de valor con el moda. Si tienen que trabajar, quizá lo adjetivo– no tenemos pensamiento hacen apadrinados por un político de propio. Pero cuidado: sí colectivo. derechas o en el negocio familiar, que Chairo, imaginé al toparme con la suele ser de los que pagan a sus empalabra en comentarios cargaditos de pleados pobres, en lo posible, el saamoniaco en Twitter, viene de chaira: lario mínimo y las “prestaciones de ley”. chaqueta, manuela, puñeta. Un chairo Lo de chairos tiene que ver con el hosería entonces algo así como un ona- rror que en tod@ niñ@ bien concitan nista. Un onanista mental, ¿o social? Lo los rumbos de La Merced o Neza, tan confirmé hace poco que pregunté a un lejos de Las Lomas o Santa Fe. Los que tuitero, de ésos que con toda cómoda nos llaman chairos y se burlan cuancobardía insultan y “trolean” desde el do tratamos de polemizar con ellos anonimato, qué es un chairo. Agresivo, son, me invento, de los que hacen ciraceptó que sí, que es un término clasis- cular en correos electrónicos, otra vez ta que se usa para agredir a los cha- cobardemente anónimos, esa infaqueteros mentales que nos opone- mia vulgar que pretende envilecer a mos sistemáticamente (no, no usó la unam. Son los que se creen a pies junla palabra “sistemáticamente”, ésa tillas las vocerías oficialistas de Loret, se la presto yo para tratar de clarifi- Villalvazo, Alemán… Suelen provocar la confusa vorágine de su rencor) car usando siempre las mismas frases: a Peña Nieto y seguimos a López Obra- “pónganse a trabajar”, “yo sí trabajo”, y dor, dijo, sin voluntad propia. Yo le pre- pretenden ofendernos diciendo que gunté que, si esos éramos los chairos, López Obrador es nuestro dios, nuesquiénes eran ellos, los que nos llama- tro amo y supongo que cualquier tonban así. Entonces, con toda la fragili- tería parecida concebida en la mente dad argumental que puede ofrecer un frágil de alguien que, siendo quizá adolescente –no importa la edad, ado- inconsciente receptor pasivo resullecía de vocabulario, de agudeza, de ta en alfeñique moral que ataca a la motivos defendibles y fundamental- oposición, porque le incomoda la conmente adolecía de información verifi- frontación con la propia indolencia cable– me dijo que los de nuestro ban- ante la rapacidad del régimen, o por do, es decir los chairos, a los que son incapacidad para pelear por el derecomo él los llamamos… conformistas. cho colectivo. O simplemente porque Mira tú, qué elegante. alguien apocado y cobarde es incapaz Me parece que el asunto va más allá de sumarse a un movimiento que se de lo ideológico. Es otro tipo de encar- confronta con el poder y no logra ennizamiento. En la confrontación sin fin tender que ser chairo no requiere tanque parece ser la herencia de dos suce- tas poses y tampoco deja dinero, y a sivos fraudes electorales, el de 2006 pesar de todo ello somos tantos. Y que y el de 2012, las tribus de militantes y ser chairos es mucha honra •

CABEZALCUBO

El cine de las sábanas blancas

PASO A RETIRARME

tumbaburros@yahoo.com Twitter:@JorgeMoch


Jornada Semanal • Número 982 • 29 de diciembre de 2013

........ arte y pensamiento

Juan Domingo Argüelles

Pese a sus caídas abismales en la cursilería, o quizá por esto, Agustín Lara (1897-1970) sigue presente en el imaginario poético de México, y ahí seguirá por mucho tiempo. “Santa”, “Oración caribe”, “Veracruz”, “Naufragio”, “Arráncame la vida”, “Aquel amor”, “Rival”, “La Cumbancha”, “Noche criolla”, “Mujer”, “Solamente una vez”, “Aventurera”, “Azul” y “Piensa en mí”, entre otras muchas composiciones larianas, definen un estilo y reflejan una época. Agustín Lara descendió hasta lo más hondo de la chabacanería, pero también logró un idioma personal para tocar los más profundos sentimientos, y es esto último lo que, después de todo, le sobrevive. Él mismo se decía y se creía poeta (“tú qué sabes de mis tiernos madrigales”, escribió), y no dudaba Pero hay una canción que, especialni un instante estar a la altura del arte, jun- mente, define la mejor poética de Lara to a un Tablada (1871-1945), un González que ha sobrevivido a todos los embates Martínez (1871-1952) o un López Velarde de la modernidad: la que sigue tocando (1888-1921). las fibras más sensibles de la emoción Romántico remiso, nunca entendió el sensiblera (valga decirlo así). Se trata de modernismo, aunque una de sus cancio- “Piensa en mí”, que ha sido interpretada por nes más emblemáticas se titule “Azul” (co- los mejores cantantes de diversas épocas mo el libro de Rubén Darío) y su primer (desde Toña la Negra hasta Natalia Lafourespacio radiofónico se haya llamado La cade, pasando por un gran etcétera: Pedro hora azul. Su estética es más decimonóni- Vargas, Amparo Montes, Olimpo Cárdenas, ca que del siglo xx. A veces algunos hallaz- Lupe Silva, Virginia López, Omara Portuongos “literarios” lo acercan a la poesía, pero do, Betsy Pecanins, Tania Libertad, Eugenia nada que tuviese que estar, por ejemplo León, Margie Bermejo, Lila Downs, Olivia (es una exageración, claro), en la Antolo- Gorra, Plácido Domingo, Roberto Alagna, gía del modernismo (1970), de José Emi- Adriana Landeros) y de la cual logran las lio Pacheco: “El hastío es pavo real/ que más soberbias interpretaciones Chavela se aburre de luz en la tarde”; “Azul... como Vargas y Luz Casal. (Sus mejores intérpreuna ojera de mujer,/ como un listón azul, tes son siempre mujeres.) azul de amanecer”; “Tienes el hechizo de “Piensa en mí” es inolvidable: “Si tiela liviandad”; “Blando diván de tul aguar- nes un hondo penar,/ piensa en mí;/ si dará/ tu exquisito abandono de mujer”; tienes ganas de llorar,/ piensa en mí./ Ya “Oiga usted cómo suena la clave,/ mire us- ves que venero/ tu imagen divina,/ tu párted cómo suena el bongó,/ diga usted si vula boca/ que, siendo tan niña,/ me enselas maracas tienen/ el ritmo que nos mue- ñó a besar./ Piensa en mí/ cuando beses,/ ve el corazón”; “Tu párvula boca/ que, sien- cuando llores/ también piensa en mí./ do tan niña,/ me enseñó a pecar”. Cuando quieras/ quitarme la vida,/ no la Según refiere Ricardo Garibay, ese sen- quiero para nada,/ para nada me sirve sin ti”. timiento elemental de quien se enorgulleJunto con “Arráncame la vida” y “Solace de ser poeta porque él mismo lo cree y mente una vez”, constituye lo más embleasí lo ha establecido en su sobrenombre, mático de la poética sentimental de Lara, con las mayúsculas de rigor (el Músico en el filo del abismo cursi. Es un sentimenPoeta), lo llevaba a exclamar, luego de de- talismo profundo, pero a la vez simple y clamar sus letras:“¡Esto es poesía, chingao, diáfano, que representa la idea de poesía y que no me vengan a mamar!” que tiene el común de los mortales. Única“Santa”, “Aventurera”, “Pecadora”, “Impo- mente los fríos permanecen inalterados sible” y otras más de sus canciones prosti- con estas descargas emotivas del más elebularias lo definen como el vate del “amor mental sentimiento. venal”, matizado con alabanzas encendiHay quienes no lo saben, y por eso hay das a la mujer como objeto de veneración que decirlo: la resurrección de Agustín Lavenérea: “mujer divina”, “mujer alabastrina”, ra es obra de dos españoles: Pedro Almó“la maravilla de la inspiración”, etcétera. Pa- dovar y Luz Casal, cuando en la película radójico machismo que embelesa a las Tacones lejanos (1991), dirigida por el primujeres y encanta a los hombres. En la mu- mero, Casal canta “Piensa en mí” como un jer veía siempre el cuerpo, nunca el espí- desgarramiento que, con cada interpretaritu, “buscando vencer sus reticencias ción, se hace más memorable. Así se uni–dice Garibay– con los almíbares de la versalizó el boom lariano que no ha cesasensiblería”. do y que cada vez se escucha mejor •

@luistovars

JORNADA DE POESÍA

Agustín Lara redivivo

Luis Tovar Des-balance (ii de iii)

C

OPADA LA CARTELERA COMERCIAL con el miasma norteño del cual fueron pormenorizadas algunas de sus pestilencias aquí la semana pasada, el cine mexicano hizo lo de siempre: arañó alrededor de un mísero diez por ciento de dicha cartelera, regularmente con presencias más breves que un orgasmo, y se movió sobre todo en lo que todavía se conoce como “salas de arte” y festivales varios, desde los cuatro o cinco serios y bien consolidados que existen –Morelia, Guadalajara, Guanajuato, Monterrey...–, hasta los certámenes oportunistas, los hechizos, los malhechos y los fugaces, invisibles incluso para la propia ciudad en donde toman sede.

No se aceptan devoluciones

Imcine reporta su respaldo, en este 2013 ya casi fenecido, a la realización de 101 producciones con recursos públicos, a través de Foprocine, Fidecine y Eficine. Si se añaden las –todavía pocas– que no cuentan con ninguno de tales apoyos, la cantidad total debe ser alrededor de 110 películas nacionales, sin contar cortometrajes. Debido a esa proliferación de espacios, la cifra no puede ser exacta ni exhaustiva –para que lo fuera, estas líneas deberían tener el honor de haber sido escritas por los maestros Jorge Ayala Blanco o Ernesto Diezmartínez–, pero en los últimos 365 días este juntapalabras registró la exhibición, aquí o allá, de unos setenta largometrajes mexicanos, entre ficción y documental. La naturaleza ya sea restringida, ya pequeña, ya focalizada de los que hoy por hoy son sus espacios preferentes, le ha dado a nuestro cine una condición de cuasi clandestinidad, a consecuencia de la cual muy pocos de esos setenta filmes fueron vistos por un público de verdad masivo, si bien Imcine habla de 99 estrenos comerciales y aumento de expectativas para el cine local. Así las cosas, hay tres preguntas fundamentales: ¿Sigue siendo “verdad” que al cine mexicano “no le alcanza”, ya sea por cantidad, por capacidad de promoción o por calidad intrínseca, para competir exitosamente con el Goliat gabacho? ¿Está condenado nuestro cine a esa marginalidad tácita, mientras el área comercial de la exhibición porfía en la reiteración monetarista de sus peores vicios? ¿Cuándo y en qué condiciones habrán de ser exhibidos los otros cuarenta filmes –únicamente de este último año, pues el rezago y la enlatada interminable no son un fenómeno nuevo– que, de acuerdo con el recuento suprascrito, no han salido de su limbo? La aritmética más simple responde a la primera parte de la primera pregunta: 110 películas alcanzan para estrenar prácticamente dos durante los cincuenta y dos fines de semana que tiene un año. En materia de promoción sí es verdad que no nos alcanza –ni nos

alcanzará, dijo el otro–: una producción mexicana estándar cuesta mucho menos que la publicidad con que se promueven incluso los blockbusters más rabones. Por lo que hace a calidad, cabe reiterar lo que aquí se ha sostenido desde siempre: nivel de consumo –o de aceptación, si se le quiere ver así– no equivale a nivel artístico, estético y ni siquiera cinematográfico. Las cuentas alegres de “lo recaudado en taquilla”, a las que acostumbran apelar quienes confunden valor con plusvalía, sólo sirven para perpetuar la percepción distorsionada de que una cosa sólo puede ser buena si se vende bien. En ese tenor, 2013 fue testigo de la prueba en contra, al menos en parte, del falso axioma que hace del estadunidense un cine supuestamente inalcanzable; lo desmintieron dos, quizá tres filmes mexicanos: No se aceptan devoluciones, Nosotros los Nobles y Amor a primera visa –algunos colarían aquí No sé si cortarme las venas o dejármelas largas. Para decirlo rápido, estas cuatro producciones participan de similar espíritu al que caracteriza a aquellas gringuerías con las que compitió, en sus casos con relativa o bastante fortuna –sobre todo la primera y la segunda–: son más bien simplonas en términos argumentales; insertan sus historias en contextos por completo inexistentes, idílicos y descafeinados de todo tipo de problemática que rebase los escuetos límites de su diegesis; resuelven sus conflictos de trama a punta de obviedades y complacencias; están plagados de estereotipos y caricaturizaciones de personajes privados de cualquier asomo de complejidad… En pocas palabras, son igualitas a sus pares gringas, con el añadido de contar con algo de “talento local”. No falta quien, atestiguando el éxito de semejantes copias tropicalizadas, da en creer que esa es la fórmula para que al cine mexicano le asista el favor de la preferencia masiva. Si así fuera, equivaldría a meter la nariz en diferente letrina • (Continuará.)

CINEXCUSAS

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creación

29 de diciembre de 2013 • Número 982 • Jornada Semanal

Quiero conocerte.

A mi padre

P

Adela.

api así que nos tocó estar unidos en el destino nuestro.

¿Qué tanto logramos?

Póstuma

¿Cuántos renacimientos necesitaremos sólo para conocernos realmente? Estoy aquí, dispuesta a recomenzar.

Adela Fernández

Atenea

Emilio

Tengo suficiente amor por ustedes para continuar a su lado

Adela.

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