■ Suplemento Cultural de La Jornada ■ Domingo 2 de febrero de 2014 ■ Núm. 987 ■ Directora General: Carmen Lira Saade ■ Director Fundador: Carlos Payán Velver
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En menos de dos semanas, la literatura en lengua española se ha quedado sin dos de sus más grandes figuras contemporáneas: Juan Gelman y, ahora, José Emilio Pacheco, inesperada y prematuramente muerto a los setenta y cuatro años y en plena productividad. Poeta, narrador, ensayista, periodista cultural, traductor y conciencia crítica, merecedor entre muchos otros del Premio Cervantes de Literatura, Pacheco fue, como lo define su amigo y colega Hugo Gutiérrez Vega, “un hombre de letras excepcional”, generoso, comprometido y solidario. El dolor que nos provoca su ausencia es tan grande como lo irreparable de su pérdida. Los textos aquí reunidos, pero sobre todo la breve antología poética del entrañable José Emilio, socio fundador y colaborador de La Jornada, son una invitación a seguir la trayectoria de su huella radiante, esa que permanecerá por siempre en su vasta obra. Comentarios y opiniones: jsemanal@jornada.com.mx
de asombros
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Hugo Gutiérrez Vega
n la preparatoria de Lagos de Moreno hablé sobre el poeta Francisco González León y com partí con los muchachos algunos de sus poe mas. Puedo decir que les tocaron el corazón. “Yo soy de El Limón, muy cerca de Moyahua, del mero cañón de Juchipila.” Así se presenta Demetrio Macías, el personaje central de Los de abajo, la nove la pionera del, por muchos conceptos respetable, doctor don Mariano Azuela. Leímos fragmentos de esa novela y los muchachos gozaron con su prosa, que les recordaba el lenguaje de los abuelos y que sigue sorprendiendo por su arduamente alcanza da naturalidad. Guadalupe de Anda y sus dos nove las fueron objeto de la curiosidad de los muchachos y me pusieron a pensar en que pertenezco a la gene ración de la segunda cristiada, la de los bragados de don Guadalupe, la de la “pura robadera”, como decía mi realista abuela. Esta guerra abarcó los años com prendidos entre 1932 y 1938. Yo nací en ’34 y, a fines de ’37, llegué a Lagos. No comprendí lo que pasaba, pero quedan en mi memoria las balaceras que ocu rrían en los barrios de “la otra banda” y la muerte, en los brazos de mi abuela, de uno de los comis (Cum mings), desplomado en la escalinata de la gran pa rroquia laguense. Veo con horror el cuajarón de san gre que manchó el velo negro de la piadosa abuela. Así es que me tocaron las últimas coleadas del se gundo conflicto, que ya no era tan religioso y mucho tenía que ver con los solapados dueños de las ha ciendas que subsidiaban a las partidas de pseudo cristeros para oponerse a la Reforma Agraria. A esa época pertenecen los maestros desorejados, los agraristas colgados y los soldados castrados. Re cuerdo que el gobierno creó las defensas rurales para proteger a los agraristas perseguidos por los
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Viaje a Los Altos (iI de iii)
hacendados y por los cómplices defensores (sic) de los principios de la “única y verda dera fe”. Así la llamaba mi abuela, a quien, a pesar de todo, no engañaban los farsan tes asesinos disfrazados de “cruzados de la causa”. Jalostotitlán nos recibió con cielo azul y con nub es ab orre gadas ( señal de próximas heladas). Hospitalarios y cor teses, nos llevaron a un taller de “tara cea”, ese milagro de la artesanía en made ra que viene del mundo árabe y que en Jalos sigue adelante, respetando las técnicas tradicionales, pero buscando nuevos caminos. En la Casa de la Cul tura hablé de la vida y de la obra del sacerdote Alfre do r . Placencia y dediqué mis excesos verbales a Er nesto Flores, el poeta y autor del extenso prólogo, las múltiples entrevistas y la compilación de los poe mas que integran el libro publicado por el Fondo de Cultura Económica el año pasado. Esta publicación fue un acto de justicia, gracias al cual hemos recu perado la obra (no toda, pues una buena parte fue quemada por órdenes del inquisidor arzobispado) de uno de los mayores poetas religiosos de México. Al final de mi charla recordé la plática que tuve con el bisnieto del acosado sacerdote. Hablamos de su compañera, Josefina Reyes, de su hijo Jaime, de la furia del arzobispo, de la suspensión, del exilio y de los últimos días en la casa de San Pedro Tlaque paque. En un poema se resume la hermosa y adolo rida vida de un hombre amoroso: Sentado estoy en la gran soledad: vació su ánfora enorme el dolor sobre tu hijo, ebrio de orfandad; sobre sus muros, faltos de calor. Ven y verás: se ha puesto el sol...
El dolor y unos contados momentos de alegría (los del amor humano, los de la paternidad, los de su vo cación sacerdotal) forman el cuadro de la vida de Placencia. Ya nadie recuerda al arzobispo inquisi dor. Ahora se leen de nuevo los poemas del perse guido sacerdote y padre • (Continuará.) jornadasem@jornada.com.mx
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Portada: La palabra disfrutada Collage digital de Marga Peña Foto: Guillermo Sologuren/ archivo La Jornada
La Jornada Semanal, suplemento semanal del periódico La Jornada, editado por Demos, Desarrollo de Medios, S.A. de CV; Av. Cuauht émoc núm. 1236, colonia Santa Cruz Atoyac, CP 03310, Delegación Benito Juárez, México, DF, Tel. 9183 0300. Impreso por Imprenta de Medios, SA de CV, Av. Cui tláhuac núm. 3353, colonia Ampliación Cosmopolita, Azcapotzalco, México, DF, tel. 5355 6702, 5355 7794. Reserva al uso exclusivo del título La Jornada Semanal núm. 04-2003-081318015900-107, del 13 de agosto de 2003, otorgado por la Dirección General de Reserva de Derechos de Autor, INDAUTOR/ SEP. Prohibida la reproducción parcial o total del contenido de esta publicación, por cualquier medio, sin permiso expreso de los editores. La redacción no responde por originales no solicitados ni sostiene correspondencia al respecto. Toda colaboración es responsabilidad de su autor. Títulos y subtítulos de la redacción.
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El bestiario humano de José Ángel Leyva
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ensayo
José Emilio
n la portada de la ya extinta revista de poesía Alforja, aparece José Emi lio Pacheco con un gato en cuyo pelaje profuso se hunden sus manos y la mirada de ambos, del escritor y su mascota, se mimetizan ante la lente de su hija Laura Emilia, autora del retrato. Esa imagen del escritor se nos revela, y nos evidencia, la clave de muchos de sus poemas zoológicos. Sus versos devuelven al hombre a su condición animal y a la fauna le otorga un carácter humano, destacando rasgos etológicos, inherentes al hombre. La civilización es para el José Emilio poeta un hecho que no trasciende al animal, ignorante de su finitud, de su insignificancia, al tiempo que representa un milagro de la Naturaleza. De muchas maneras, en la mirada del poeta apare ce el animal político, el animal de palabras, el animal urbano, el animal de carroña y aquel predador de sí mismo, traidor de sus orígenes. En su mirada hay severidad y escrutinio, inteligencia; en su rostro asoma un gesto adusto, cierta ironía propia de quien sabe evitar el exabrupto y resolver la situación con gracia. El gato y su amo nos miran desde un plano in terior. Son ellos, iluminados, enmarcados de sombras, quienes pa recen contemplar e inquirir al mismo tiempo a sus espectadores. La memoria de José Emilio es de esos portentos que se combi nan con el talento y la disciplina, la curiosidad y la malicia litera ria. Él es un hueco enorme en los cuatro volúmenes de entrevistas de Versoconverso y Versos comunicantes (poetas entrevistan a poetas). En repetidas ocasiones, Alforja intentó en vano entrevistarlo. Siempre exponía sus razones. Incluso cuando le concedió una entrevista a una periodista chilena, cuando el go bierno de Chile le otorgó el Premio Pablo Neruda. En realidad, decía, “fue una situación ineludible, ella me hacía preguntas y yo me vi obligado a contestar por cortesía y educación. Pero no me gusta verme retra tado en esos ejercicios orales en los que no estoy convencido de ser el yo que pretendo cultivar en mi escritura”. En verdad se sentía mal de no aceptar la solicitud de la revista, incluso cuando se le señala ba la paradoja de ser el compañero de una de las más grandes entrevistadoras de México, Cristina Pacheco. Él reía y buscaba otra excusa. Me llamó un par de veces para hablarme de lo que él pensaba sobre las entrevistas. En una ocasión estuvimos, sin exagerar, cerca de una hora al telé fono, entre disculpas reiteradas y su tentación de ceder. Comencé a interrogarlo sobre su poesía, su tra bajo narrativo, su labor ensayística, su columna en Proceso, que por entonces afirmaba ya había abandonado, y luego retomaría. De pronto le dije: “José Emilio, ¿te das cuentas de que ya te entrevisté y has respondido con elocuencia?” “Sí –aceptó–, pero he contestado conscien te de que he cumplido tu deseo, pero no saldrá de noso tros. A nadie le importa lo que yo piense de mi trabajo y mi proceso creativo, en realidad a mí lo que me preocupa
no es tanto lo que escribo sino lo que leo, y más aún, lo que me falta por leer.” Era la respuesta de la última pregunta que deseaba hacer. La fotografía de la portada de Alforja me la había entregado el propio José Emilio. Cuando se publicó el número especial, descubrí con terror que la di señadora me había adjudicado la autoría de dicha foto. Pusimos fe de errata, pero el daño estaba hecho. Tiempo después, con esa imagen viva en la memo ria, propuse una antología temática a Antonio Cisneros. Lo comenté con Juan Manuel Roca y emprendimos la tarea. Roca escribió el prólogo y yo organicé el animalario lírico de Cisneros. Luego de un intercambio de propuestas que dó el título: A cada quien su animal, paráfrasis de un verso del poeta peruano pero, en el fondo, partía yo de la idea que me había provocado la fauna poéti ca de José Emilio. Si en Cisneros el mundo animal ocupa buena parte de su imaginario, en José Emilio hay una clara conciencia de ese vínculo, metonimia de la bestialidad civilizatoria. La lucha de lo transitorio contra la permanencia, la banalidad que in tenta someter al pensamiento, las megaurbes como amenazas de implo sión de los ecosistemas, son ejes temáticos en su extensa obra lírica, retratados en sus poemas epigramáticos o en los poemas a manera de fábulas audaces, donde es común ver el juego de la transmutación hombre-animal, animal-hombre. En el prólogo de La fábula del tiempo, el antólogo, Jorge Fernández Granados, destaca: “Tal vez José Emilio Pacheco es en esencia un gran fabulista. En su poesía los objetos, las personas, las plantas y, sobre todo, los animales operan con frecuencia como ejemplos de la reflexión ante la cual habrá una conclusión de conducta o moraleja […] Parti cularmente en los poemas de la serie Circo de noche […] algo recuerda a las Pinturas Negras de Francisco de Go ya o los dibujos de José Guadalupe Posada, una ex trema parodia de la sociedad humana. El espejo de la historia nos devuelve una fábula negra.” La lucidez de Pacheco estriba en la sencillez, en el trazo diestro del calígrafo que sin soltar el pincel, de una sola línea, resuelve su propósito, lo dota de un gesto mordaz, casi escéptico, como en su “Poética i”: “Tenemos una sola cosa que describir: este mundo.” Menuda tarea la del poeta que, como el resto de los mor tales, ignora su origen y su después. “Escribe lo que quieras. /Di lo que se te antoje: /de todas formas vas a ser condenado.” (“Arte poética ii”). En esa entrevis ta que nunca grabé, ni publiqué, y en gran medida olvidé, recuerdo que hablamos de muchos de sus poe mas o zoemas, de cerdos, del erizo, el caracol, los mur ciélagos, “Prehistoria”, pájaros, cocuyos, lobos, ara ñas, tigres, halcones, langostas, gatos, mosquitos, pero hubo uno del que no pregunté y, como afirma Marco Antonio Campos, resume el humor y la ironía de ese bes tiario implícito, “Envidiosos”: “Levantas una piedra/ y los encuentras:/ ahítos de humedad,/ pululando.” • Foto: Carlos Cisneros/ archivo La Jornada
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Juan Domingo Argüelles
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enos de dos semanas después de la muer te de Juan Gelman (1930-2014), la poesía mexicana e hispanoamericana perdió a otro de sus grandes exponentes: José Emi lio Pacheco, fallecido el domingo 26 de enero. Gel man murió el martes 14 de enero, y José Emilio Pa checo lo despidió, con emoción, con conmoción, en sus dos últimos “Inventarios” publicados en la re vista Proceso (números 1942 y 1943, correspondientes al 19 y al 26 de enero, respectivamente). En “Adiós a Juan Gelman” y en “La travesía de Juan Gelman”, José Emilio lleva a cabo un recuento (y un recuerdo) de las aportaciones poéticas del au tor de Cólera buey. El 19 de enero, Pacheco escribió: “No hay datos en la memoria reciente que nos per mitan comparar la resonancia de la muerte de Juan Gelman con la de ningún otro de nuestros poetas contemporáneos.” Lo escribió sin saber que la com paración de esa resonancia de la muerte de Gelman sería precisamente la suya. En menos de dos sema
de junio de 1939, en Ciudad de México. Poeta, nove lista, cuentista, ensayista, traductor, antólogo y cro nista cultural, le debemos una vasta y diversa obra, apreciada y admirada por los lectores no sólo de Mé xico, sino de todo el ámbito en lengua española. Entre otros importantes reconocimientos, recibió el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana y el Premio Cervantes de Literatura. Para Octavio Paz, José Emilio Pacheco es uno de los poetas mexicanos de más “delicada y poderosa construcción verbal”. Su obra poética, recogida en el volumen Tarde o temprano (más de ochocientas pá ginas), da cuenta de ello. Y fue también un extraor dinario narrador (El principio del placer, Las batallas en el desierto, etcétera) y un acucioso investigador y antólogo como en Poesía mexicana del siglo xix y Antología del modernismo. Pacheco llegó a los setenta y cuatro años con el pleno reconocimiento de un vasto número de lecto res que año con año logró que sus libros se reedi taran. Pero siempre fue consciente de la siguiente certeza, que fue su divisa: “Si dejas que alguien te endiose/ recuerda/ que esta clase de laica/ religio sidad acaba siempre/ en la propagación del ateís
a partir de aquella tarde en que, desde la caverna de la prehistoria, observamos por vez primera el cre púsculo. Ayer no resucita. Lo que hay atrás no cuen ta. Lo que vivimos ya no está. El amanecer nos entre ga la primera hora y el primer ahora de otra vida. Lo único de verdad nuestro es el día que comienza.” Si partimos del hecho de que el único género con fesional que existe para un escritor es la poesía (apar te de la autobiografía, el diario, la carta, las memorias y las entrevistas no desmentidas), José Emilio Pache co nos responde por medio de su poesía o de las opi niones que emite en prólogos, notas y advertencias preliminares de sus libros. Sabemos, por ejemplo, que siempre estuvo corri giéndose; siempre reescribiendo la obra que inme diatamente comenzaba a envejecer. Cada nueva edi ción de sus libros fue siempre una reelaboración de los anteriores. ¿Por qué lo hizo? Nos lo explicó, en 1978, en la nota prologal de su antología Ayer es nunca jamás: “Si uno tiene la mínima responsabilidad ante su trabajo y el posible lector de su trabajo, con siderará sus textos publicados o no como borradores en marcha hacia un paradigma inalcanzable. Rees cribir es negarse a capitular ante la avasalladora im
La huella radiante de Jos
Los jóvenes José Emilio,Sergio Pitol y Carlos Monsiváis Foto: Archivo Sergio Pitol
nas murieron dos de los más grandes poetas de la lengua española. El 26 de enero, en su último “Inventario”, publica do un día antes de su muerte, en “La travesía de Juan Gelman” (que le dedica a Gabriel Zaid en sus ochenta años, “con 50 años de afecto”), José Emilio Pacheco se refirió así al gran poeta argentino: “Deja también en la poesía mexicana una huella radiante que no se bo rrará.” Son las palabras para Gelman, pero son tam bién las palabras que deben reintegrársele, porque, en efecto, la poesía de José Emilio Pacheco deja en la cul tura mexicana una huella imborrable. Si, como pocas veces, se da el caso de perder a dos grandes figuras literarias, una tras otra, en un breví simo tiempo, asimismo, pocas veces somos testigos de esa devoción mutua y ese reconocimiento recípro co de la grandeza y la generosidad. Más de una vez, Gelman y Pacheco compartieron la mesa de lectura, leyeron juntos y unieron sus voces en la poesía de la más profunda raigambre del amor al prójimo, al próximo, al fraterno. José Emilio Pacheco es, sin duda, uno de los gran des escritores mexicanos que ya ocupa el sitio que le corresponde en nuestra historia literaria. Nació el 30
Saludando a Jorge Luis Borges
mo.” Existen los vanidosos que siempre nos hablan de sus poemas, y hay unos pocos (como José Emilio Pa checo) que siempre nos hablan a través de sus poemas. Si tarde o temprano a todos nos espera el naufra gio, desde 1980, cuando reunió por primera vez su poesía, José Emilio Pacheco encontró el título defi nitivo para ella: Tarde o temprano, título de un libro único que escribió y reescribió desde 1958 y que, al final, abarcó catorce poemarios: Los elementos de la noche (1963), El reposo del fuego (1966), No me preguntes cómo pasa el tiempo (1969), Irás y no volverás (1973), Islas a la deriva (1976), Desde entonces (1980), Los trabajos del mar (1983), Miro la tierra (1986), Ciudad de la memoria (1989), El silencio de la luna (1994), La arena errante (1999), Siglo pasado [Desenlace] (2000), Como la lluvia (2009) y La edad de las tinieblas (2009). “La plegaria del alba” es el poema con el que cie rra esta obra magna que ya ha dejado su huella im borrable, y es el poema que, en gran medida, resu me su búsqueda y sus certezas: “Hace milagros este amanecer. Inscribe su página de luz en el cuaderno oscuro de la noche. Anula nuestra desesperanza, nos absuelve de nuestra locura, comprueba que el mun do no se disolvió en las tinieblas como hemos temido
Margo Glantz, Elena Poniatowska, Pacheco y Carlos Monsiváis Foto: María Luisa Severiano/ archivo La Jornada
perfección.” Fue más allá, incluso, y sentenció: “No acepto la idea de ‘texto definitivo’. Mientras viva seguiré corrigiéndome.” Y sin embargo, al rescatar en 1990 La sangre de Medusa y otros textos (1958), pre cisó que “podemos cambiar todo menos nuestra vi sión del mundo y nuestra sintaxis”.
Precocidad y rigor ¿Cómo escribió y bajo qué circunstancias lo hizo el joven José Emilio Pacheco? Esto es lo que respondió acerca de sus años mozos (tenía entonces veintidós años de edad): “Antes de que el llamado boom li quidara el sentimiento de inferioridad entre los es critores hispanoamericanos y de que Edmundo Va ladés reanudara la publicación de El Cuento no se abrían muchas posibilidades. El aprendiz que era también el secretario de redacción de la Revista de la Universidad de México y el jefe de redacción de La Cultura en México se rehusaba a autopublicarse y auto promoverse en esas páginas y prefería colaborar informalmente en las revistas de su generación. Sin becas ni talleres literarios ni escuelas de escritores sólo quedaba para ejercitarse en su oficio y ganarse
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doscientos muy necesarios pesos el camino del jue go en serio y de la narrativa como incesante colabo ración entre vivos y muertos. Así el relato valía o se hundía por sí mismo y no por el prejuicio a favor o en contra de quien lo firmara.” Tenía treinta años de edad y cinco libros publicados cuando, en 1969, solicitó la beca del Centro Mexicano de Escritores y ésta le fue concedida para el período 1969-1970. En su proyecto se comprometió a escribir “una colección de doce o catorce cuentos”, pero acotó: “No puedo ofrecer un minucioso plan de este libro, pues de él lo único que tengo es el deseo de hacerlo.” Desde su primer libro (Los elementos de la noche, 1963), José Emilio Pacheco reveló la precoz maestría y el rigor que se impuso para entregar veinte poemas y cinco aproximaciones (sus versiones líricas de diver sos poetas que acompañan a cada uno de sus libros). En 2013 se cumplió medio siglo de ésta, su obra inau gural que salió de la Imprenta Universitaria bajo el sello de la Universidad Nacional Autónoma de Mé xico. Medio siglo después es el mismo libro pero tam bién es otro: el mismo, porque no cambió ni su visión del mundo ni su sintaxis, pero también otro porque fue corrigiéndolo día a día, modificándose (y no momi
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lo hizo José Emilio Pacheco no fue únicamente verter a otro idioma, sino producir una nueva obra. Erudito gentil, sabio en su humildad, José Emilio Pacheco fue, además, un profundo conocedor de la historia. Muchos de sus “Inventarios” son lecciones de sensibilidad y de conocimiento sobre nuestro pa sado. La historia fue una de sus pasiones y supo transmitirla con amenidad y con cordialidad. Cuan do se recojan estos “Inventarios” (que son muchí simos), podremos aquilatar la dimensión no sólo de su conocimiento sino, sobre todo, del beneficio que entregó a las nuevas generaciones para que no olvi demos de dónde venimos.
La poesía entre/vista Desde hace más de medio siglo los lectores hablamos con sus libros, y mientras ocurre esa lectura lo interro gamos incesantemente. Quien nos responde siempre es el poeta a través de sus poemas; así seguirá siendo: seguiremos preguntando y él respondiendo, desde sus libros, desde sus páginas imborrables, porque su obra es ya esa huella radiante que no se borrará. Noso tros le preguntamos a sus libros, y su voz nos responde:
sé Emilio Pacheco
Con Cristina Pacheco en junio de 2009 Foto: Carlos Cisneros/ archivo La Jornada
Consuelo Sáizar, Hugo Gutiérrez Vega, Carlos Monsiváis y Sergio Pitol Foto: Carlos Cisneros/ archivo La Jornada
ficándose), bajo la autocrítica vigilante más estricta. Sintomáticamente, su obra poética completa está amparada bajo un epígrafe de Eliot (tomado de los Cuatro cuartetos): “–pero no hay competencia./ Sólo existe la lucha por recobrar lo perdido/ Y encontrado y perdido una vez y otra vez/ Y ahora en condiciones que parecen adversas./ Pero quizá no hay ganancia ni pérdida: Para nosotros sólo existe el intento./ Lo demás no es asunto nuestro”. Precisamente, dentro de su obra, vasta y extraor dinaria, debemos también a la sabiduría y a la sensi bilidad de José Emilio Pacheco algunas de las mejores traducciones y versiones poéticas y prosísticas al es pañol de obras y autores fundamentales, entre ellos los Cuatro cuartetos de t.s. Eliot, prácticamente inme jorables, y la Epistola: In carcere et vinculis (“De profundis”), de Oscar Wilde, que fue la primera traducción al español del texto definitivo, tal y como su autor lo escribió. Otra de sus espléndidas versiones es “El bar co ebrio” de Arthur Rimbaud y el Cantar de los cantares. Por excesiva modestia, él prefirió llamarlas “apro ximaciones” y no traducciones pero, independiente mente del modo que las haya denominado, son obras maestras de la recreación y la creación. Traducir como
Con su amigo Juan Gelman. Foto: Cristina Rodríguez/ archivo La Jornada
– ¿Qué opinión tienes de los próceres? –Hicieron mal la guerra,/ mal el amor,/ mal el país que nos forjó malhechos. –¿Nunca intentaste estar a la moda?
–La moda pasa de moda./ La desnudez sigue in tacta/ como al principio del mundo.
–¿Cómo defines hoy la poesía?
–Contra la noche oscura/ una pantalla que arde/ y una página en blanco.
–¿Es cierto que llegamos tarde al banquete de la cultura?
–Llegamos tarde al banquete/ de las artes y le tras occidentales,/ como escribió nuestro clásico./ Recogimos las sobras, nadie lo niega./ Pero, con el ingenio de los que no tienen ni en dónde caerse muertos,/ no ha estado nada mal lo que hemos he cho con ellas.
–¿Alguna vez has padecido la ansiedad de las influencias?
–Al doctor Harold Bloom lamento decirle/ que repudio lo que él llamó “la ansiedad de las influen
cias”./ Yo no quiero matar a López Velarde ni a Go rostiza ni a Paz ni a Sabines./ Por el contrario,/ no podría escribir ni sabría qué hacer/ en el caso impo sible de que no existieran/ Zozobra, Muerte sin fin, Piedra de sol, Recuento de poemas. –¿Qué conservamos de las épocas?
–Uno siente que el mundo ya se acaba porque cuanto termina es su vida,/ su pobre vida tan in dependiente de él:/ empezó cuando ella misma quiso/ y concluirá nadie sabe dónde ni cuándo ni de qué manera./ Morimos con las épocas que se extinguen,/ inventamos edenes que no existie ron,/ tratamos de explicarnos el gran enigma/ de estar aquí un solo largo instante entre el porvenir y el pasado.
–Alguna vez confiaste en el mañana...
–A los veinte años nos dijeron: “Hay/ que sacrifi carse por el mañana”./ Y ofrendamos la vida en el altar/ del Dios que nunca llega./ Me gustaría encon trarme ya al final/ con los viejos maestros de aquel tiempo./ Tendrían que decirme si de verdad/ todo este horror de ahora era el Mañana •
Ricardo Guzmán Wolffer
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a notable y extensa obra del maestro José Emi lio Pacheco podría ser valorada según el núme ro de reconocimientos recibidos y todos dirían que es una de las más importantes de este siglo y del anterior. También podría ser apreciada por su extensión (poeta, traductor, ensayista, editor, nove lista, periodista cultural, guionista cinematográfico, etcétera) y calidad, y también hablarían de la necesi dad de conservarla para futuras generaciones. Quizá la mejor manera de recordarlo es mediante los mu chos poemas que dejó en la interioridad de sus lecto res. Quienes se han detenido a leer la obra de Pache co, incluso en fracciones, tarde o temprano se darán cuenta: lo han hecho parte de su concepción del uni verso, empezando por compartir la visión de Pache co: la inmensidad de lo existente puede ser asida en los pequeños objetos, en los animales que pasan des apercibidos o en los gestos aparentemente triviales de los desconocidos: el universo está en nuestra for ma de tocar y entrever alrededor. Su modestia y su reserva para hablar en público (en Conferencia refiere avergonzarse por haber com placido al público y ser aplaudido antes de iniciar el tedio; el de sus escuchas, suponía él) contrastan con el profundo alcance de sus escritos. Las imágenes que plasmaba con aparente sencillez terminan por que darse en lugares escondidos de la psique lectora de sus usuarios literarios. Muchos lo recordarán por Las batallas en el desierto o El principio del placer, o por su participación en la filmografía de Arturo Ripstein, pero nadie dejará a un lado sus poemarios. Sobre su labor editorial y los ásperos intercambios epistolares con Octavio Paz, a raíz de la edición de la antología Poesía en movimiento, también se ha escrito y, probablemente, interesará a quienes gustan del cuchicheo entre figuras públi cas. Leído sobradamente en vida, el nuevo estadio de Pacheco tendrá el efecto que él hubiera deseado: sus textos recobrarán fuerza en las lecturas naciona les. Incluso, habrá políticos que lo leerán por prime ra vez para poder hablar de la trascendencia de su obra en los medios de comunicación (lo que le hubie ra divertido). Para muchos será una obviedad decir que uno de los temas centrales de la obra de Pacheco era el tiem po y las formas para asirlo, sobre todo en la memoria. Pero no está de más retomar esta veta: no hablaba del instante genérico ni conceptual: la fugacidad según Pacheco está encerrada en todas partes. Ahora que su obra ha dejado de crecer, de ser temporal en tanto Foto: Luis Humberto González/ archivo La Jornada
Pacheco,
el soberano
Foto: Heriberto Rodríguez/ archivo La Jornada
modificable, es ineludible mirarla en la perspectiva del intervalo estático donde su ausencia la coloca: es el momento de observarla con vistas al siempre, en una faceta apenas iniciada.
El instante en el espejo En Árbol entre dos muros, el día es el tiempo, se consu me en la frontera de llamas que hace del Sol no sólo el instrumento de medición, sino también el lugar de partida para la Luna y los millones de astros que con forman su armada. Sobre todo, ese espacio termina por ser silencio, como repetirá en muchos otros tex tos: el mutismo es escaso y por eso lo extrañamos, parece que hemos perdido la capacidad de degustar ese período impalpable y esa ausencia de murmullo. Aunque el tiempo lucha contra el cielo, es el relám pago donde el trueno revienta nuestra mirada. En Égloga octava, Pacheco retoma ese silencio donde no tiene cabida el gemido: hemos terminado por estar poblados del transcurrir de todo lo acabado, de lo inherente a ese suceder silencioso. Pero él desea esa alimentación de lo pasajero, si lleva el sentido de es te instante que nunca volveremos a asir. Es el olvido el doloroso, es el vacío el hiriente. En “El reposo del fuego”, tras hablar de la vida hecha agua, mezcla el poder del continente azul, de la vida fuera del hom bre, para recordar la arena que somos, donde se pier de a cada instante lo que pretende durar: la impron ta de la vida azul en esa arenisca agónica, necia en pretender retener la huella del mar ausente. Ese vivir impetuoso, ajeno a la moral, los dogmas y las insos tenibles certezas humanas, ahoga en un vaso esa vi
sión antropocentrista de situarse como referente, incluso del tiempo. La muerte arrasadora del poeta se topa con las preguntas de éste: “¿Para qué estoy aquí, cuál culpa expío/ es un crimen vivir, el mundo es sólo/ calabo zo, hospital y matadero/ ciega irrisión que afrenta al paraíso?” Y en “Alta traición” nos recuerda la enormidad frente a ese tiempo imparable: la visión del hombre. Pacheco daría la vida por unas partes del país, por cierta gente, por pocos ríos. Ante el trans currir de la era, antepone la existencia y lo que le da sign ificado, siempre desde el individuo. El escritor encuentra en lo inmediato la semilla de lo eterno: en la cultura más local está la llamada para el hombre de todos los tiempos y lugares. Por eso la humanidad pasa por cada ser para contemplarle en el reflejo de su indisoluble historia: la de él y la de sus antece sores. La poesía de Pacheco, con referentes de todas las épocas y latitudes, termina por envolver, pues no sólo destaca la futilidad de la existencia humana, si no cómo cada uno puede ser ese espejo del pasado afianzado en el instante. A lo largo de sus vivisecciones escritas, la espe ranza implícita en la mirada gozosa se trasmina; ese transcurrir descrito con tanta cercanía acaba por de jar un ascua enterrada en el lector, consciente o in conscientemente. Pacheco deseaba insertar esa mi núscula flama mediante la voz interior del lector: evita los recitales para lograr hacer que sus palabras “sean tu voz/ por un instante al menos”. En el mecá nico acto de leer, la voz de Pacheco logra fijarse con habilidades propias del silencio: incomprensible, pero eficazmente. Parte de los alcances de su poesía
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está en esa ligereza escondida entre torrentes de pa labras bien acomodadas para tocar la melancolía aderezada con una leve sonrisa o un imperceptible levantar de cejas divertidas. En “El fornicador” nos enteramos, merced a la intervención de la tía salva dora del pequeño preguntón, sobre quién estudia a las hormigas: el formicador. Quizá el mayor humor de Pacheco sea el transmitirnos la inocultable alegría que la literatura le daba. Lo logró. ¿Quién podría afirmar que ello no es digno de júbilo? Suponer la pérdida del hombre sería desligarlo de su poca o mucha obra interiorizada por el receptor. Todos sus lectores habrán de retenerlo, en la medida de cada quien. Varios recordarán sus poemas y verán cómo había pronosticado este momento de muchas formas. En Proceso aseguraba que no habría de per derse en el naufragio cuando el océano minado lo llevara a ese final; uno donde, precisamente, la vida, el agua, le estalló en cualquier momento. No ha nau fragado: ha partido al hondo Mar de los Sargazos, ése del que no hay retorno. Decía verdad: él no retornará, pero ahí se han quedado sus miradas en el papel y en millones de gozosos influenciados. En “Recuerdo” está cierto de que al terminársele la cuerda habría de conocer a su inseparable, “la indivisible invisible”, lo único en verdad suyo, pues cada muerte es distin ta, propia de cada individualidad. Sin embargo, to dos somos falibles; en “Hermanos” codicia el anoni mato final, pero no lo logra. Sus muchos lectores asoman las manos para pedir más y bastará que lo relean para obtenerlo. Otros se asomarán, curiosos, a sus poemas en la red o retoma rán los libros de las bibliotecas. Ese ansiado anoni mato, al menos nominalmente, se le ha escapado en las profundidades del Mar de los Sargazos. A juz gar por sus continuas actividades, podríamos afir mar que la nota mortuoria pronosticada en “Epita fio” era cierta: murió antes de darse cuenta. En “El libro de los muertos” augura ser borrado de la agen da: “un día que ya figura en el calendario/ alguien también cancelará mi nombre”. La precisión anímica de sus textos encuentra una cima en “Ulan Bator”. Entre los crueles niños, a uno le gritan “mongol”. Ese observador inocente vive libre de culpa y miedo: no se pregunta sobre el mal, ni sobre la pena infinita de una vida impuesta por el azar: es ajeno a la influencia de la malignidad que acecha a los niños en el despertar a la consciencia de la propia mortalidad y la imposibilidad de con trolarla. Esa candidez lo salva de sus verdugos. El relator lo observa abismarse en la quietud, pero lo supone en otro lugar: cabalgando en su estepa, sobe rano. En una mirada cargada de esperanza, Pacheco transforma a ese pequeño en un héroe interior: un rey feliz, jinete imperial de las planicies verdes donde el aire es un súbdito más. Mediante la poesía reivindi ca a ese pequeño, sobre todo ante los observadores sin piedad, para hacerlo un ser absolutamente libre, pues la Mongolia que habita jamás será invadida. La dulce paz de la inconsciencia lo vuelve un héroe in alcanzable. Así imagino al poeta Pacheco: cabalgando en otras estepas, sin las ataduras de la timidez en la mirada, con espacio suficiente para crear otros epi tafios que no leeremos, absolutamente poderoso en ese Otro País, hecho para este representante de una peculiar y mínima nobleza nacional, la de los crea dores capaces de influir a millones: ha dejado un reino para tomar otro •
Creación del poeta o malinterpretación de Blake * Marco Antonio Campos a José Emilio Pacheco
Para transmigrar hurtó infiernos a la imaginación vedados a los otros. Angustiado cuadrúpedo se arrastraba en las rutas con el lomo descarnado por el látigo del suicidio. Soportó risas de imbéciles. Loros de la alabanza. Exégetas contumaces. Agarró su pesadilla en la punta de la palabra, y escupió: el charco se hizo en la tierra, y en el fondo, paralítico, se delineó aquel demonio.
* Conocí a José Emilio Pacheco a mediados de 1970 en el taller que dirigía Juan Bañuelos, mi primer maestro, en la unam . Para recibirlo, Juan me encargó que escribiera una nota so bre No me preguntes cómo pasa el tiempo, con el que había ga nado en 1969 el Premio Nacional de Poesía. José Emilio –así era él– quedó muy agradecido. Desde entonces llevamos una muy buena amistad y comenté un buen número de sus libros. A lo largo de los años me dio varios consejos que fueron cla ves para que yo escribiera con menos incorrección. Yo leía mucho hacia finales de los sesenta y principios de los se tenta a los mal llamados poetas malditos, y leí, de William Blake, en la versión de Xavier Villaurrutia, el Matrimonio del cielo y el infierno, donde Blake en una línea dice que el ver dadero poeta está del lado del demonio. De allí nació este poema, escrito a mis veintiún años, que dediqué al inolvi dable José Emilio •
José Emilio Pacheco La falsa vida Alguien te sigue a veces en silencio. Las cosas nunca dichas se transforman en actos. Atraviesas la noche en las manos del sueño, pero el otro, implacable, no te abandona: lucha contra la irrealidad, la falsa vida donde todo es ocaso. Frágil perseguidor que eres tú mismo, lo has obligado a ser, en guardia siempre, el minucioso espejo que no olvida. De Los elementos de la noche [1958-1962]
El reposo del fuego I -12
Aquí te expandes, vida mortal, color de sangre, dicha de tenerte un instante que no vuelve. Tu reino es la ciudad de agua y aceite que flotan sin unirse. Su equilibrio es su feroz tensión. Y su combate se disfraza de paz y tregua alerta. I -15 No humillación ni llanto: rebeldía, insumiso clamor. Toma la antorcha. Prende fuego al desastre. Y otra hoguera florezca, hienda el viento. Mediodía, presagio incandescente, inminencia total de vida y muerte. De El reposo del fuego [1963-1964]
Legítima defensa
(fragmento) 7 (A los poetas que vendrán) Hay que ser implacables. (No tengan, pues, clemencia con mis errores.) Nuestra debilidad les dará la fuerza y acertarán en donde fracasamos. Pero una vez borrados (si nos recuerdan) ojalá piensen en que la perfección es para siempre ajena a todo intento humano De No me preguntes cómo pasa el tiempo [1964-1968]
Tacubaya, 1949 Allá en el fondo de la vieja infancia eran los árboles, el simulacro de río, la casa tras la huerta, el sol de viento, los años calcinados. Un desierto que hoy se sigue llamando Tacubaya. Nada quedó. También en la memoria las ruinas dejan sitio a nuevas ruinas.
Contraelegía Mi único tema es lo que ya no está. Sólo parezco hablar de lo perdido. Mi punzante estribillo es nunca más. Y sin embargo amo este cambio perpetuo, este variar segundo tras segundo, porque sin él lo que llamamos vida sería de piedra.
A quien pueda interesar Otros hagan aún el gran poema, los libros unitarios, las rotundas obras que sean espejo de armonía. A mí sólo me importa el testimonio del momento inasible, las palabras que dicta en su fluir el tiempo en vuelo. La poesía anhelada es como un diario en donde no hay proyecto ni medida. De Irás y no volverás [1969-1972]
En resumidas cuentas ¿En dónde está lo que pasó y qué se hizo de tanta gente? A medida que avanza el tiempo vamos haciendo más desconocidos. De los amores no quedó ni una señal en la arboleda. Y los amigos siempre se van. Son viajeros en los andenes. Aunque uno existe para los demás (sin ellos es inexistente), tan sólo cuenta con la soledad para contarle todo y sacar cuentas. De Desde entonces [1975-1978]
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Poemas Las ruinas de México (fragmento) ii - i
Crece en el aire el polvo, llena los cielos. Se hace de tierra y de perpetua caída. Es lo único eterno. Sólo el polvo es indestructible. De Miro la tierra [1984-1986]
Certeza Si vuelvo alguna vez por el camino andado no quiero hallar ni ruinas ni nostalgia. Lo mejor es creer que pasó todo como debía. Y al final me queda una sola certeza: haber vivido.
Decir adiós Acércate y al oído te diré adiós. Gracias porque te conocí, porque acompañaste un inmenso minuto de la existencia. Todo se olvidará en poco tiempo. Nunca hubo nada y lo que fue nada tiene por tumba el espacio infinito de la nada. Pero no todo es nada, siempre queda algo. Quedarán unas horas, una ciudad, el brillo cada vez más lejano de este maltiempo. Acércate y al oído te diré adiós. Me voy pero me llevo estas horas. De Ciudad de la memoria [1986-1989]
En la República de los Lobos En la República de los Lobos nos enseñaron a aullar. Pero nadie sabe si nuestro aullido es amenaza, queja, una forma de música incomprensible para quien no sea lobo; un desafío, una oración, un discurso, o un monólogo solipsista.
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La rueda
Sólo es eterno el fuego que nos mira vivir. Sólo perdura la ceniza. Funda y fecunda la transformación, el incesante cambio que manda en todo. Sólo el cambio no cambia y su permanencia es nuestra finitud. De El silencio de la luna [1985-1996]
Epitafio La vida se me fue en abrir los ojos. Morí antes de darme cuenta. De La arena errante [1992-1998]
Página Gracias, mil gracias, todo está muy bien. Celebro lo que hacen y lo agradezco. Me gustan mi laptop y mi laserprinter. Pero soy como soy y no son para mí poemas en pantalla ni a muchas voces ni con animaciones electrónicas. Me quedo (aunque sea el último) con el papel. La página no es, como se dice ahora, un soporte: es la casa y la carne del poema. Allí sucede aquel íntimo encuentro que hace de otras palabras tu mismo cuerpo y te vuelve uno solo con lo que dicen sus letras.
Encuentro Ya me encontré a mí mismo en una esquina del tiempo. No quise dirigirme la palabra, en venganza por todo lo que me he hecho con saña. Y me seguí de largo y me dejé hablando solo –con gran resentimiento por supuesto. De Siglo pasado (Desenlace) [1999-2000]
Despoblación (fragmento)
Entre tanta destrucción queda una parte edificante. En el zafarrancho general de la vida, en la guerra perpetua y la separación interminable, sobreviven, y nada puede ya borrarlos, el segundo de amor, el minuto de acuerdo, el instante de amistad. Basta para vivir agradecidos con esos nombres que no volveremos nunca a pronunciar.
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Concisión Concisión de la lluvia, soberanía del agua al caer en los árboles. Cuando todo se ha vuelto un poco añil la lluvia obliga al amanecer a prolongar su grisura. Es grato mirar el mundo cubierto por un velo que afirma su continuidad, la perduración de una vida en la que ya no estaremos. De La edad de las tinieblas [2009]
La extrañeza Al nacer ocupamos el sitio de alguien y no damos las gracias a quien se ausenta para legarnos su inestable espacio. No sabemos ni cómo ni quién fue el ser desconocido, en dónde estuvo. Consideramos algo natural la extrañeza del mundo, su misterio, el castigo y el alivio de ser mortales, el terrible milagro de estar vivos.
De sobra Al planeta como es no le hago falta. Proseguirá sin mí como antes pudo existir en mi ausencia. No me invitó a llegar y ahora me exige que me vaya en silencio. Nada le importa mi insignificancia. Salgo sobrando porque todo es suyo.
Palinodia Me arrepiento de todo lo que dije y de cuanto callé. Pido perdón al silencio. Lamento haber interrumpido la Nada.
Plegaria Dios que estás en el No bendice esta Nada de la que vengo y a la que regreso.
La caída El tiempo no es eterno. Acabará también como el Sol. Lástima de verdad no estar aquí para ver rencorosos la caída del intangible inmenso que nos hizo y con la misma naturalidad nos deshace.
La cena de las cenizas (fragmento) 2. Aduana “¿Qué traes?”, pregunta, con arrogancia de todopoderosa, la Muerte. Y le respondo humilde: “No traigo nada. Dejo atrás lo que tuve, como usted ordena.”
Enigma El misterio que tú eres para mí y yo soy para ti y todos somos para todos... ¿Por qué actuamos así? ¿Por qué llegamos a este momento inexplicable (que es hoy y siempre)? Si supiera quién eres y quién soy, si supiese por qué eres y por qué soy, la vida perdería su intensidad lacerante. Dejaría de ser lo que es en verdad: el enigma sin fondo.
Aquel otro Hoy vino a verme el que no fui: aquel otro ya para siempre inexistencia pura, ardid verbal para el hubiera sido, forma atenuada de decir no fue. Ahora lo entiendo: quien no fui ha triunfado, la realidad no lo manchó, no tuvo que adaptarse a la eterna sordidez, jamás capituló ni vendió su alma por una onza de supervivencia. El que no fui se fue como si nada. Ya nunca volverá, ya es imposible. El que se va no vuelve aunque regrese. De Como la lluvia [2001-2008]
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leer
Jornada Semanal • Número 987 • 2 de febrero de 2014
Niños en el crimen, Julio Scherer García, Grijalbo, México, 2013.
Estudios sobre filosofía y cultura afroamericanas, j . Jesús María Serna y Viviana Díaz (coordinadores), cialc - unam , México, 2013.
AFROAMÉRICA: ACERCAMIENTOS A SU FILOSOFÍA Y SU CULTURA
LOS PRESCINDIBLES JUAN GERARDO SAMPEDRO
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firma Feggy Ostrosky-Solís, autora de Mentes asesinas (Quo, Libros, 2008, México), que siempre hay una distancia y una marcada diferencia entre los conceptos de “agresividad” y “violencia”. Y lo razona escribiendo que todos somos psicópatas potenciales. ¿En qué momento se logra romper la delgada línea que separa la agresividad de la violencia? En casi toda la bibliografía consultada, los investigadores coinciden en que la agresividad es innata y responde a diversos estímulos; la segunda, la violencia, se modifica y se altera por factores disímiles, a veces inexplicables, originando daño hacia los otros y resaltando la propia ausencia de culpa, un sentimiento ausente en casi todos los nominados asesinos seriales. En Niños en el crimen, Julio Scherer García agrupa una importante recopilación de los hechos delictivos en el México de los más recientes años: no se trata, como se sabe por la referencia del título, de cualquier tipo de violencia; el autor se concentra en la que proviene de la mente de los niños sociópatas, los que apenas van creciendo llenos de carencias en las calles, en los barrios bajos; los que son fácil presa de la delincuencia. Scherer García toma prestada una categoría del libro La crisis inacabada, de David Ibarra: son los hombres superfluos –en este caso los niños‒ ésos, los que también requiere la sociedad para demostrar que existe el mal y su contraparte: un espejismo cotidiano de bienestar. Son, lo retoma Scherer García, “los prescindibles”. Dentro de su oficio de matar (algunos son sicarios) la vida de esos niños es sólo una abstracción, un pequeño dato que arroja la realidad. Aquí un apunte de interés: “Muchos jóvenes delinquen desde los 12 o los 13 años, remonta aún la mayoría de edad, a los 17, a punto de adquirir su plena responsabilidad ante la ley”. Casi siempre están cerca de las drogas, del alcohol adulterado, de las raras combinaciones tóxicas. Y matan porque les pagan. Y matan y delinquen (en algunos casos) solamente por el placer de hacerlo. Con su ya larga trayectoria de sólido periodista, Julio Scherer García trata de concientizar, a través de estos conmovedores casos que se mueven como un péndulo entre la crónica, la entrevista y el testimonio, de lo maleable que puede ser el mundo y la vida. Hay, en estas páginas, más de cuarenta casos de adolescentes criminales que no juegan durante el recreo en una escuela. Entre ellos la narración del controvertido Ponchis, acusado de degollar a los adversarios del cártel de Los Beltrán Leyva en Morelos. “¿Te arrepientes de haber dado muerte a tantos?”, pregunta el reportero a uno de los niños: “Era mi trabajo”, responde él mirándolo a los ojos. Y son tristes jovencitos sin opciones que comenzaron su vida delictiva a los trece años. Niños en el crimen es el vivo testimonio del México terrorífico, el que se oculta detrás de las postales •
ORLANDO LIMA ROCHA
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ombrar es un acto humano que permite aprehender diferentes sujetos, objetos y/o fenómenos por medio de un lenguaje. Nombrar es también, y por eso mismo, una forma de darles identidad, de identificarlos. De ahí que exista también, y no es para menos, una disputa de ya larga data sobre los nombres de este continente en que habitamos: América. Esos más de cien nombres condensan una serie de elementos simbólicos significativos sobre cultura, pensamiento, filosofía, religión y formas de vivir cotidianamente. Puntos que están presentes en la obra que coordinan los latinoamericanistas Jesús María Serna y Viviana Díaz en Estudios sobre filosofía y cultura afroamericanas que edita en este año el Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe ( cialc ), de la unam . Afroamérica es la expresión de una cultura continentalmente situada que entrelaza diferentes concepciones conocidas comúnmente como “tercera raíz”. Los coordinadores de la presente obra nos presentan una serie de fecundas y variadas re f l e x i o n e s d e c o r t e f i l o s ó f i c o , sociológico, histórico, económico y antropológico. Todos ellos muestran la importancia de la fuerza como esencialidad del ser y la trascendencia de la colonialidad en su reflexión cultural contemporánea. Asimismo, las diferentes problemáticas y fecundos campos de reflexión suscitan las tensiones (de toda cultura) entre mito/ logos (razón), oralidad/escritura, modernidad/tradición y local/global desde la cotidianidad como temporalidad-espacialidad irresoluble y muy importante. Se toman estas relaciones plasmadas en diferentes casos concretos, como Costa Rica o Belice, teniendo un lugar importante la mujer en la religiosidad afroamericana brasileña, los nacionalismos afro-argentinos y las economías de enclave como la colombiana. En cada uno de ellos se afirma y reproduce, quiérase o no, la cultura afroamericana cuyo filosofar es hecho desde la fuerza y la cotidianidad. Estudios sobre filosofía y cultura afroamericanas ofrece así una amplia gama de abordajes profundos y heterogéneos entre sí. Asimismo, viene a colaborar en el esfuerzo loable y empático del conocimiento sobre nuestra cultura americana. Cultura muchas veces ignorada e incluso negada, pero siempre con una presencia humanamente imprescindible •
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MAQUIAVELO y la concepción cíclica de la historia Annunziata Rossi
El Programa de Publicaciones de Conaculta se inicia brillantemente y despliega banderas con una serie de títulos muy valiosos e indispensables, pues algunos de ellos vienen a llenar los vacíos dejados por el tiempo y por la incuria de los editores, y otros son verdaderas novedades en nuestro país y en nuestro idioma. Los felicitamos y les ofrecemos todo nuestro apoyo. Entre los títulos destacan obras de autores como Díaz Mirón, Rilke, Micrós, Gómez Avellaneda, Guillermo Prieto, Schwob, Ignacio Manuel Altamirano, Roa Bárcenas, Queiroz, y otros más.
La Jornada Semanal
@JornadaSemanal
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Textos sobre Yves Bonnefoy y Ricardo Garibay
arte y pensamiento ........
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Jair Cortés jair_cm@hotmail.com twitter: @jaircortes
MENTIRAS TRANSPARENTES Los Incontables Voy a llevarles un recado de la Señora a sus hijos, los Incontables. Sin su ayuda, podría ser decapitada, me dijo –dijo la pulga al sapo, que le cerraba el camino con su mole imponente. Y como el sapo, aunque algo sordo era muy su amigo, la pulga estuvo de acuerdo en que se la tragara, para llegar cuanto antes. Y cuanto antes el sapo se la zampó y cada salto suyo era como cincuenta de los que daba la pulga; pero los Incontables estaban muy lejos. –Deja que te ayude –le dijo al sapo la serpiente, que lo estaba esperando en el río. Y antes de que el sapo terminara de explicarle lo que sucedía, se lo zampó y se lanzó al agua para aprovechar la prisa de la corriente. Nadie con tanta prisa como la culebra; aunque cuando salió del agua aún le faltaba subir la cañada, las Lomas, la escalinata... Así que estuvo de acuerdo cuando una garza morena, para ayudarle, le propuso tragársela, aunque ninguna de las dos sabía exactamente a qué. Para entonces había pasado demasiado tiempo, los Incontables no creyeron en aquel mensaje dudoso y, antes de que terminara su ruidosa asamblea se supo que la Señora su madre había... [Del Dharmerado.] •
Antonio Soria Después del Inventario
jep in memoriam
Miro la ciudad que amaste tu lugar en el mundo siempre convertida en otra para seguir siendo ella misma La lluvia y el silencio tan tuyos compartidos de ahora en adelante me dirán de ti las palabras que no llegaron a tu voz la de todos
BITÁCORA BIFRONTE
Felipe Garrido
Facebook: la religión de los opinómanos
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UNQUE ALGUNOS POCOS han abandonado las redes sociales por sentirse sobreexpuestos a la mirada ajena, los partidarios de este tipo de espacios virtuales siguen engrosando sus filas. Hemos sido testigos del linchamiento mediático que han experimentado políticos, servidores públicos, intelectuales, personajes del mal llamado “medio artístico” o personas comunes y corrientes al expresar sus torpes o brillantes opiniones.“Si lo sabe Dios que lo sepa Facebook”, dice uno de los refranes modernos a propósito del tema. El ensayista y poeta Héctor Villarreal ha dicho que “pasamos de ser los poetastros de pulcata a los opinómanos de Facebook”. Facebook es una importante herramienta de comunicación y difusión pero también es un arma de doble filo, es un océano de comentarios en los que de vez en cuando encontramos aportaciones trascendentes en medio de tanta botella flotante: podemos encontrar miles de chistes sobre el caso Aristegui-Bozo en contraste con silencios decepcionantes cuando alguien solicita un donador de sangre o pide ayuda para encontrarle hogar a un perro. Entre la gran cantidad de usuarios de esta red social encuentro un tipo específico, el que Héctor Villarreal bautiza como “opinómano”.Ya desde los tiempos de la radio y la televisión se fomentaba, vía telefónica o por correo postal, la urgente necesidad de interactuar con el público, y Facebook muchas veces promueve la idea de que emitir una opinión, aunque se ignore el tema, es más importante que realizar una acción que modifique nuestro entorno. Es el tiempo de los “opinómanos” que hablan incesantemente sin moverse de su cómoda silla frente a la pantalla o sin desconectarse de sus redes sociales en el teléfono móvil. El opinómano lanza su diatriba, su pseudocrítica burlona y siempre intenta tener la última palabra; su religión está basada en la ocurrencia. Una gran parte de Facebook se ha convertido en un inmenso coloquio en donde, de tanto hablar, cada uno de los asistentes se queda hablando solo. Personas que miran el mundo a través de las redes sociales y viven como si “afuera” no hubiera otras posibilidades de interacción. A propósito del tema, Noam Chomsky declara que internet “es una suma de ideas azarosas y es difícil distinguir entre lo que alguien pensó mientras cruzaba la calle y lo que otro estudió en profundidad”. Las redes sociales se llaman así porque el usuario queda atrapado en ellas creyendo que sus manotazos y aspavientos son su forma más radical de emitir una opinión, cuando, en realidad, esas actitudes reflejan el agotamiento de su pensamiento creativo y la alienación de su personalidad. En este caso queda claro que no hay drogas, hay adicciones, y en el caso de Facebook estamos frente a una de las adicciones más peligrosas: creer que pensamos de manera independiente (o diferente) cuando en realidad son otros los que nos están suministrando las ideas •
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También este año me atormenta la noche Yorguís Kótsiras III Compañeros que mataron hace tiempo Emergieron a media noche Con la mitad del rostro carcomido Tenían sus ojos una mirada bizca Que se apartaba al pasado –Ven, me dijo Andreas Lo esperamos noches y noches en vela Por todas partes destrucción tizne derrumbes En el otro mundo habrá encanecido su barbilla Follajes cubren su corazón Y tú Mijalis también te recuerdo Inexperto cuchicheabas con el soplón Un rostro arrugado Flor del limonero clavel oscuro Flores del otro mundo que el viento se llevó Y ahora en la oscuridad blanquean.
Yorguís Kótsiras (Atenas 1921-1998) estudió leyes y ciencias políticas en la Universidad de Atenas. Notario de profesión, también tradujo poesía, teatro y novela, del francés, español e italiano (la Divina comedia, de Dante) al griego moderno. Es autor de doce libros de poesía y recibió el Segundo Premio Estatal de Poesía (1958), el Premio Nacional (1975) y el Premio de la Academia de Atenas (1978). Sus poemas han sido traducidos al inglés, español, francés, alemán, húngaro, polaco, rumano, ruso y árabe. Véase La Jornada Semanal, núm. 796, 6/ vi /2010 Versión de Francisco Torres Córdova
Jornada Semanal • Número 987 • 2 de febrero de 2014
........ arte y pensamiento Alonso Arreola
Miguel Ángel Quemain
@LabAlonso
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Beckett, la conversación psicoanalítica
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S CONMOVEDORA LA PROFUNDIDAD emocional con la que Joe Broderick, bajo la dirección del joven bogotano Manuel Orjuela (1971), aborda Primer amor, de Samuel Beckett, a lo largo de casi ochenta minutos de monólogo. Primer amor es uno de los cuentos cortos que Becket escribió en 1946, junto con la novela Mercier et Camier, y muestra el tránsito de la lengua materna a una nueva, de la que se adueñó y de la cual fue uno de los más grandes artífices, tal vez como el rumano Cioran. Primer amor no es un monólogo convencional donde los elementos dialógicos del tempo interior, del relato de la propia vida, se confrontan con las múltiples versiones que se dicen y desdicen. Lo que aparece sobre la escena es una profunda meditación sobre la asociación libre, la interpretación y una forma de transferencia que da el acto de escuchar de un público que sólo interviene como escucha, precisamente. El viejo que ha entrado en escena a hablar de su matrimonio se dirige al público en dos ocasiones para mostrarle la pasividad con la que será visto: primero, el actor levanta a una persona de su silla para tomarla, llevarla al escenario y situarla junto a la única que amuebla el inicio de la representación; después, para encargarle su abrigo a otra persona entre el público. Quien sepa que entre 1933 y 1934 Beckett fue paciente de uno de los psicoanalistas más relevantes del siglo xx , w . Bion, podrá entender los efectos de un trabajo sobre el pensamiento que deriva en formas de creatividad que se expresaron a fines de los años cuarenta, cuando la segunda guerra mundial había concluido. Se trata del abismo con el que llegó Beckett a cuestas, cuya carga se aligeró en los años de análisis. Abandonó pronto la terapia y, aunque volvió por una recaída, no desarrolló un tratamiento de larga data. El tránsito del inglés al francés marca un signo inequívoco del alejamiento emocional de su madre, al punto de no desearle ni el mal ni el bien. Aunque Beckett vivía en París, el ambiente de los cuentos –que Broderick tradujo y expuso a la venta durante las ocho funciones que tuvo en México, así como en su taller, que en el marco de los festejos del aniversario de la uam 40+10
LA OTRA ESCENA
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Mark Sandman, clases para morir
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O ESCUCHAMOS A TODO volumen mientras caminamos por la casa. Su voz oscura serpentea diáfana, enredándose en la literatura y compositores que la insuflaron. Qué expresivo era Sandman. Qué buen cantante. Hemos decidido que llenaremos el día con su música, pues llevamos años admirándolo sin una inmersión completa en lo que hizo mientras vivió. Cuarenta y seis años para ser precisos. Cuarenta y seis años a lo largo de los cuales sus padres nunca lo vieron tocar en vivo, ni lo apoyaron en su profesión, ni supieron de la fama que finalmente los asaltó tras el revuelo que causó su extraña muerte. Años antes, más aún, lo corrieron de casa por no aceptar un destino en los negocios familiares. Por el contrario, él intentó ganar su aceptación; se mantuvo en contacto y los visitó cuanto pudo.
hizo posible la Coordinación de Difusión–, es el del Dublín de su memoria primera. Broderick trajo también su traducción de Hamlet, en un cuaderno que es testimonio del montaje que Martín Acosta hizo en 2006, con escenografía de
Alejandro Luna, para el Festival de Teatro de Bogotá. d . Bair publicó en 1978 una extraordinaria biografía y Knowlson, casi veinte años después, enriquece ese trabajo con Damned to Fame: The Life of Samuel Beckett. Ambos se refieren a la ansiedad severa que aquejaba a Beckett, así como a las pulsaciones exaltadas de su corazón, a los dolores “agónicos” en el pecho y su arritmia cardíaca, sus sudores nocturnos, estremecimientos, pánico y falta de respiración hasta la parálisis total. Broderick es un prisma lleno de facetas sorprendentes: escritor, actor, director, traductor. Transcribo las primeras líneas de la conmocionante visión refierida: “Mi matrimonio lo relaciono, con razón o sin ella, con la muerte de mi padre, en el tiempo. Que existan otras relaciones, a otros niveles, entre esos dos asuntos, no es imposible. Pero basta con el problema que tengo tratando de decir lo que creo saber. "No hace mucho visité la tumba de mi padre –eso sí lo sé– y anoté la fecha de su muerte, de su muerte solamente, pues la fecha de su nacimiento no me interesaba, ese día...” •
La vida de sus padres tampoco fue fácil. Antes de perder a Mark, murieron otros dos hijos menores, en plena juventud. Sea por enfermedades o accidentes, la fatalidad los rodeó como si algún demonio furioso quisiera acabar con su apellido. Sólo les quedó una hija. Parte de esto lo aprendimos en el documental Cure for Pain: The Mark Sandman Story, salido en 2011, y que encontramos buscando pietaje de Morphine, su extraordinaria banda. Esto viene a colación porque justamente en 2014 se cumplen quince años de aquel concierto en el Festival Nel Nome del Rock de Palestrina, en Roma, Italia, donde Mark se desplomó durante la séptima canción y murió súbitamente, como muchos quisiéramos, haciendo lo que gustaba, de cara al cielo abierto. Volviendo a sus años juveniles, Mark viajó a Centro y Sudamérica, aprendió algo de español (que luego usaría en el tema “Buena”), se enfermó gravemente en Brasil, cinceló su personalidad en un ostracismo lento, leyó a los poetas beat y apostó por tocar lo que llamó low guitar, una guitarra con tesitura más grave de lo normal. Después llevaría el experimento al extremo y crearía el low rock. Hablamos de lo que haría con Morphine. Allí cantaba y tocaba un bajo de dos cuerdas afinadas en la misma nota, usando slide (un tubito de metal o plástico para dedo, común en la guitarra de blues), acompañado por batería y, extravagantemente, por saxofón barítono (uno de los más graves). Con personajes siniestros, las letras reflejaron el carácter retorcido de un conjunto que no parecía usufructuar el tinglado como sus colegas de los noventa, la mayoría montados en la ola del grunge dirigida por Nirvana y Pearl Jam. Navegando en sus propias y originales aguas, Mark Sandman, Dana Colley y los bateristas Jerome Deupree y Billy Conway (quienes estuvieron en momentos distintos) también giraron por el mundo entero, pero no consiguieron éxito comercial en su propio
país. Fueron consentidos de la prensa, de otros músicos y de la escena indie (Les Claypool, John Medeski, Ben Harper les deben mucho), pero con ninguno de esos cinco álbumes (Good, Cure for Pain, Yes, Like Swimming, The Night) capturaron el aplauso masivo de sus coterráneos. Entre el resto de grabaciones en vivo y recopilaciones ulteriores destacan The Best of Morphine y Sandbox: The Mark Sandman Box Set. La primera es la mejor para conocer al conjunto. La otra es una caja póstuma que incluyó la obra de Mark en solitario, verbigracia: lo hecho con su primera banda importante, Treat Her Right, una buena recomendación, lectora, lector, que vale la pena escuchar hoy, cuando ya suena “Honey White”, una de nuestras favoritas.“She said you’ll get me when I’m old and wizened, and not a day before that. The devil said Honey it won’t be that long…”. Imaginamos el rostro de Mark Sandman, su cansancio antiguo mientras, aprovechando un silencio instrumental, repetía la sentencia del diablo: “Besides, I like to see a little more fat.” En eso estamos cuando nos llama desde la mesa el poemario Fin de siglo de José Emilio Pacheco, muerto hace siete días en Ciudad de México. Es la primera edición en Lec turas Mexicanas del fce , dedicada a mano para Juan Vicente Melo. Dice: “A Juan Vicente, 25 años después y siempre. José Emilio, 1984”. Llegó a nosotros por curiosas y afortunadas carambolas del destino. Allí se lee algo insuperable para concluir esta columna, si es que la muerte reúne notas y palabras que nos dan sentido: “La música, el oleaje de los frágiles sueños, el epitafio de la tarde, el hosco acontecer de algún milagro herido, se vuelven instrumentos del domingo culpable. Puedo afirmar que vivo porque he aprendido el límite del aire, el fugaz desenlace del deshielo. Porque hoy el mundo amaneció de cobre y las horas llegaron a su término”. Buena semana. Buenos sonidos •
BEMOL SOSTENIDO
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Jorge Moch
Verónica Murguía
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NA DE LAS PREGUNTAS que más he escuchado en mi vida es: “¿De veras te vas a poner eso?” De niña era la única del salón que aceptaba sin queja el uniforme, pues me sentía camuflada. Desde entonces carecía del impulso para convertirlo en una prenda favorecedora. Algunas niñas se las arreglaban para sortear las prohibiciones y ponerse un prendedor o hacer que sus madres les ajustaran la cintura. Yo no. Generalmente llegaba a exámenes finales peor que al principio, con la corbata raída, manchas de tinta en la falda y el cinturón sin hebilla. Y eso que la ropa me apasionaba, sólo que por alguna razón mi favorita eran los atuendos de los personajes de las novelas que leía, no la que mis padres me compraban. Los niños no tienen gusto. Todos adorábamos los colores chillones, lo estridente, la cara de Tribilín en la camiseta. El colmo de la sofisticación era saber lo que no combinaba: rayas con cuadritos no, por ejemplo. Flores con lunares, nunca. Café con naranja, guácala. Yo no entendía ese simple puñado de reglas. En la luna y pensando cómo serían las capas de los mosqueteros (¿lana negra?), creía que me podía poner al mismo tiempo todo lo que me gustara. Horrible. La cosa empeoró en la adolescencia. Me dio por usar la ropa y el calzado del novio, en una especie de ritual de apropiación. Pero el novio era alto y yo no. Él calzaba del nueve y yo del cuatro. El re-
sultado fue deplorable. Y contradictorio, porque me la pasaba hojeando Vogue y analizando las fotos. Eran los ochenta, una década ostentosa en la que no estuve a gusto jamás, pero la curiosidad por la moda no me la quitaba nadie. Para consolarme de la repugnancia que me producían las hombreras que afeaban todo, miraba con atención los retratos de personajes históricos. Reyes, reinas, soldados, santos y artistas, vestidos con capas y armaduras; los encajes y bordados; las tocas, esclavinas y capuchas; las venerables estatuas vestidas con togas y calzadas con sandalias; las túnicas de lino de los egipcios, debajo de las cuales se adivinaba el cuerpo desnudo; los hakama samuráis; las babuchas de los árabes y la horrible moda del siglo xviii (peor, por mucho, que la de los ochenta). Me pasmaba, sobre todo, el autorretrato de Alberto Durero pintado en 1498, cuando el artista tenía veintiséis años. La gorra, la capa sujeta con un cordón de
dos lazos trenzados, uno blanco, el otro negro; la camisa blanca; la extraña manga bicolor que cubre el antebrazo; los guantes hechos de piel delgadísima… yo babeaba, hipnotizada por la melancólica belleza de ese hombre que me miraba desde el extremo de un puente que medía 485 años de distancia. Reanimada, me salía a tomar un café con unos pantalones de pana verde perico, una camisa de poliéster con fruncidos y el suéter gris de mi papá. Un desastre. Mi estilo no ha mejorado mucho, pero ahora sé más de ropa, de la histórica y la actual. Nunca fue tan ergonómica como en estos dos siglos. Piense el lector en las pelucas, los corsés, los miriñaques, las gorgueras, los extraordinarios peinados y atuendos de los samuráis y las geishas, los pies de loto de las pobres mujeres chinas. Nada era cómodo. La humanidad era, en su mayoría, pobre (les digo que no hemos cambiado mucho) y poseía a lo sumo dos cambios. El que traía puesto y otro, seguramente muy parecido, hecho con tela de manufactura casera. Las sedas, los armiños, los terciopelos, eran marcas de clase y oficio. En la Grecia clásica, en Quíos por ejemplo, las leyes en contra de lo suntuario establecían el ancho de la franja de púrpura que se podía usar en la túnica. En la Edad Media los burgueses tenían prohibido orlar la ropa con pieles preciosas aunque tuvieran el dinero para pagarlas, pues ese lujo era exclusivo de la nobleza. Ay de la esposa del comerciante o artesano que se atreviera. La ropa era confiscada y la mujer, multada. Cada zona del mundo se vestía de forma distinta; cada clase social, cada oficio. Las rayas eran infamantes (piense el lector en la ropa del campo de concentración o la cárcel); los colores brillantes eran para los ricos; hasta hace poco las mujeres no podían usar pantalones ni entrar en una iglesia con la cabeza descubierta. Aún hoy, que se ha homogeneizado tanto, está cargada de significado. Ignoro si el hábito hace al monje. Si pudiera iría por el mundo con la capa de Athos, conde de la Fére. Negra, larga, con vuelo. Embozada y guarecida. Y quizás, hasta elegante •
Mis vergüenzas con José Emilio
E
STA ES LA REDIVIVA confesión de un plagio consentido. Me sentí cercano a José Emilio Pacheco mucho antes de que siquiera supiera de mi existencia. Lo escuché, deslumbrado con esa sencillez que imprimía a su erudición universal y sucesiva, varias veces en las ferias del libro de Guadalajara. Leí de prestado, por allá de los veinte años, ese librito mágico que es Las batallas en el desierto. Lo compré en la edición de Era en 1997 y lo sigo atesorando igual. El 13 de febrero de 1998, en Veracruz, lo fui a ver, para escucharlo disertar –otra vez con esa erudición que abarcaba todas las geografías, todos los géneros, una copiosa cauda de autores y obras– sobre vida y obra de Salvador Díaz Mirón como presentador, junto con el autor, Manuel Sol, de quien, por cierto, José Emilio no se cansó de ponderar la titánica labor que supuso la “recopilación, introducción, bibliografía y notas biográficas” del copioso material con que se editó el volumen que hizo el Fondo de Cultura Económica, en su colección Letras Mexicanas de la Poesía completa, del que quizá haya sido el mayor poeta jarocho. José Emilio parecía saber de memoria todos los poemas de Díaz Mirón. Recitaba los versos de Lascas como si fueran suyos. Al final de la conferencia fuimos muchos los que hicimos fila para saludarlo o pedirle un autógrafo, hubo hasta empujones que dieron luego sustancia a un cuento que publiqué por ahí. De pronto me pareció que estaba asediado, acorralado en un rincón de la capilla principal del recinto del Instituto Veracruzano de Cultura. Preferí hacerme a un lado y me quedé sin autógrafo. A finales de ese mismo año, nuevamente en la Feria del Libro de Guadalajara, pude acercarme a hablar con él. Por ese entonces coordinaba yo un mínimo suplemento cultural en un diario local, Sur, del puerto jarocho (El Paliacate). Se me ocurrió proponerle que me dejara publicar por entregas semanales Las batallas en el desierto para hacérsela llegar al público veracruzano, y la idea le gustó. Me dio un número de teléfono, que resultó ser un fax, y yo poco después le mandé la petición por escrito. El resto es una breve y enojosa historia de malentendidos: obsequioso, José Emilio llamó a mi oficina en Veracruz y dejó dicho –yo andaba de viaje– que por él no habría problema. Alguna indicación dejó de que recibiría yo comunicación de sus editores y yo me quedé muy tranquilo cuando esa comunicación nunca llegó, aunque lo cierto es que yo debí llamarles.Y durante doce semanas reprodujimos en El Paliacate cada capítulo de Las batallas… Y en la siguiente fil de Guadalajara, cuando él presentaba los poemas de La arena errante y le di las gracias por dejarme publicar su novela, supe que había yo cometido un plagio horrible, porque me topé con los ojos de pistola de Marcelo Uribe, director editorial de Era, que era la dueña de los derechos de Las batallas… y a quien yo debía, hacía meses, haberle primero pedido permiso y luego pagado derechos. Marcelo amablemente, pero sospecho que con contenida y muy justificada furia, me explicó que por mucho menos de lo que yo había hecho se había ido a la quiebra más de un proyecto editorial. Como yo en ese entonces ni siquiera recibía un
salario del periódico donde publicaba mi mamotreto, propuse un plan de cómodas mensualidades. José Emilio intercedió y Marcelo fue generosísimo y al final, mal está decirlo, me salí con la mía aunque de veras avergonzado. Lo bueno es que Las batallas en el desierto llegaron así a más lectores. Al final, magnánimos y resignados, José Emilio y Marcelo restaron importancia al asunto y yo quedé en deuda para siempre con ellos. Pude saludar a José Emilio algunas veces más, y hasta llegó a comentar algo sobre mis diatribas en este espacio. La última vez que lo vi en persona fue en los atestados pasillos de la Feria del Libro del Palacio de Minería. Lo acompañaba Cristina, a quien hoy, desde la confusa anonimia de ese momento breve, le reitero un abrazo fuerte y en lo posible esta suerte de acompañamiento, de tristeza compartida por la repentina, inesperada ausencia de José Emilio, esta que él mismo, en Siglo pasado (Desenlace) tituló “Irrealidad” y plasmó vir tuosamente en palabras: “Como fantasma de un espectro vuelvo/ a este mundo con mi experiencia que ya no sirve/ y me abruma/ atestiguar cómo todo ha cambiado hasta la irrealidad; cómo fantasía alguna fue capaz/ de imaginar cuanto hay ahora, todo lo que es/ –y desde luego nadie esperaba.” Como nadie esperaba, José Emilio, que te nos fueras tan pronto •
CABEZALCUBO
La capa de Athos
LAS RAYAS DE LA CEBRA
tumbaburros@yahoo.com Twitter: @JorgeMoch
Jornada Semanal • Número 987 • 2 de febrero de 2014
........ arte y pensamiento
Javier Sicilia
Luis Tovar
Juan Gelman
“T
ODA AUSENCIA ES ATROZ”, escribí alguna vez en un poema que lleva el título de “El sobreviviente”. Esa atrocidad nos llegó ahora con la de Juan Gelman. Murió cuando se debe morir, viejo y rodeado de los suyos. Una vida cumplida. Sin embargo, Gelman llevó durante todos esos largos años inmensas ausencias y batallas. No sólo las de su patria y las personales, provocadas por la dictadura militar, sino también, como una espantosa paradoja, las del país que lo acogió: Gelman tuvo que soportar al final de su vida, y en el México que eligió para vivir su exilio, el retorno maléfico de un horror semejante al que había combatido. Para un hombre formado en el optimismo comunista, este regreso sin fin de la barbarie debió haberle dolido mucho. Sin embargo, como poeta –un poeta que, pese a sus filiaciones, jamás sometió su pluma a la propaganda ideológica–, siempre se negó a correr en pos del optimismo. Ni su poética ni su lucha se modelaron en el ascenso inexorable del poder de la Revolución cubana, sino en el fracaso y la destrucción de la far y de los Montoneros en Argentina. Este episodio desastroso coloreó toda su visión y arrojó su sombra contra el resplandor optimista del marxismo. Cuando el peso del exilio se rompió, Gelman continuó en él y mantuvo en sí el dolor de la derrota que se medía con la carga de sus muertos. Esta negativa al optimismo le dio a las posiciones de Gelman una profunda independencia libertaria e irreconciliable con las líneas ortodoxas de la izquierda. Supongo que creía aún en el proceso dialéctico de la historia y en la realización de la justicia. Pero mantenía firmemente la vista puesta en el presente. Sabía que la luz del horizonte está muy lejana y que, como lo expresa su poema “Mi Buenos Aires querido”, en el camino hay siempre nuevos y espantosos padecimientos a los que hay que continuar resistiendo. En este sentido, más que a Roque Dalton, que murió joven y asesinado por sus correligionarios, Gelman se parecía a René Char, ese poeta que se enroló en la Resistencia para enfrentar al nazismo y escribió hermosos poemas sobre el dolor, la vida, el amor y la grandeza de ser hombre. Pertenecía a una raza que se ha ido degenerando a fuerza de premios, becas y academias: la del poeta como una presencia comprometida en las luchas por la dignidad. Aunque lo había leído con devoción, lo conocí en circunstancias dolorosas como las que él llevaba consigo. A raíz del asesinato de mi hijo Juan Francisco, en los momentos en que preparábamos las movilizaciones, llegó a Cuernavaca, acompañado de Mara, a verme. Ellos habían p e rd i d o a s u n u e ra María Claudia y a su hijo Marcelo, y yo al mío asesinado por barbaries semejantes. Me con-
movió ver a ese hombre mayor y enfermo –moriría casi tres años después–, a quien admiraba en secreto y cuya fuerza de vida me había enseñado a enfrentar con dignidad mi propio sufrimiento y el de mi patria, llegar hasta mí para abrazarme. Tenía los ojos húmedos y tristes, y el dolor encarrujado en la carne y la palabra. Nunca supe si me leyó. No importa. Supe, en cambio, que nadie comprendía como él mi dolor y que nadie como yo comprendía el suyo. No nos dijimos nada. Las palabras no alcanzan cuando el sentido ha sido roto bajo el peso del horror. Simplemente nos abrazamos y lloramos. Creo que en ese momento, con nuestro abrazo, nuestro silencio y nuestro llanto, escribimos el más hermoso y triste de los poemas que uno y otro jamás habríamos podido escribir. Ahora que recuerdo ese momento, vienen a mi memoria estos versos de su “Oración de un desocupado”, que dicen algo de lo que las víctimas llevamos con nosotros como un salmo: “Padre, bájate/ tócame el alma, mírame/ el corazón,/ yo no robé, no asesiné, fui niño/ y en cambio me golpean y golpean,/ te digo que no entiendo, Padre, bájate,/ si estás, que busco/ resignación en mí y no tengo y voy/ a agarrarme la rabia y a afilarla para pegar y voy/ porque no puedo más, tengo riñones/ y soy un hombre,// bájate, qué han hecho de tu criatura, Padre?/ un animal furioso/ que mastica la piedra de la calle?” Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-cm del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad y resarcir a las víctimas de la guerra de Calderón •
Des/adaptados jep , in memoriam
L
A RECIENTE, INESPERADA MUERTE de José Emilio Pacheco es, y sin lugar común posible porque se trata de la verdad pura y dura, una pérdida irreparable no sólo para la lengua española, en primera instancia en los ámbitos de la cultura en general y la literatura en particular, sino también para nuestra cinematografía: se perdió para siempre la posibilidad de contar con la colaboración del propio José Emilio en la adaptación de alguna de sus piezas narrativas que, como sabe cualquiera que se haya dado a sí mismo el placer de leerlas, serían un punto de partida estupendo para filmes que, incluso no siendo forzosamente buenos –pues para que lo fuesen, y aun contando con la hoy imposible participación del autor de la obra original,
tendría todo que ver la capacidad y el talento del hipotético realizador–, eso no les quitaría la condición de necesarios, dicho esto desde el punto de vista de la hermenéutica más elemental. Son bien conocidos los vínculos profesionales del entrañable autor, entre muchas otras historias filmables, de “Tenga para que se entretenga” y “Cuando salí de La Habana, válgame dios”, pero en realidad son tan magros, tan escasos que, para decirlo clásicamente, pueden contarse con los dedos de la mano y sobrarán prácticamente todos los dedos: aparte de Mariana, Mariana, la hoy multimencionada adaptación que Alberto Isaac hizo de Las batallas en el desierto en 1986 –es decir, hace veintiocho años–, en materia de adaptaciones cinematográficas de la narrativa de jep no hay absolutamente nada más, pues en ese sentido no cuentan las funciones guionísticas que tuvo a su cargo durante un período del opus de Arturo Ripstein, así como el apoyo/asesoría que le brindara al también extinto José Estrada. Eso significa que la filmografía nacional, o mejor dicho sus realizadores, se han dado el lujo de ofrecerle sistemáticamente la espalda a una obra literaria no sólo digna de ser considerada, sino insoslayable para completar el retrato de al menos una etapa de la vida de este país, que tantas veces pareciera pretender que el pasado puede comprenderse a punta de olvidos crasos. No hay, por consiguiente, una adaptación buena ni regular ni mala de Morirás lejos, que haría un espléndido thriller, ni de El principio del placer, que tan bien se integraría a la reciente camada de filmes cuyo epicentro dramático es el universo adolescente; tampoco se han adaptado El viento distante ni alguna de las piezas de La sangre de Medusa y otros cuentos marginales.
El cine que no lee Ilustración de Juan Puga
Muy lamentablemente, la fortuna fílmica de jep no es sino el botón de muestra
de esta suer te de síndrome de des/ adaptación que la filmografía mexicana padece, respecto de su par literario. Todomundo sabe bien lo escasas y parejamente malas que son las adaptaciones cinematográficas aquí: a Pedro Páramo y a El Llano en llamas les ha ido quizá peor que a todo el breve resto, mientras otros ejercicios van juntando cada vez más polvo sobre sus latas –ahí lo que se ha filmado con base en Martín Luis Guzmán, José Rubén Romero, Jorge Ibargüengoitia y poquísimos más– pero en el fondo el problema original, el que más urge afrontar, no es la calidad per se de cada filme, sino la pobreza simplemente numérica, la cual lleva aparejada una actitud que este sumaverbos no atina a decidir si se deberá a soberbia o desinterés guionísticos imperdonables, o a todavía más imperdonable desconocimiento. La lista es larga, seguramente interminable, pero al menos consígnense aquí los primeros títulos que saltan a la mente de un lector promedio: El rey viejo, de Benítez; Al filo del agua, de Yáñez; La muerte de Artemio Cruz, La región más transparente y La cabeza de la hidra, de Fuentes; Noticias del Imperio, de Del Paso; Farabeuf, de Elizondo; La obediencia nocturna, de Melo; La feria, de Arreola; Tríptico de carnaval, de Pitol; El garabato, de Leñero; Gazapo y La princesa del Palacio de Hierro, de Sáinz; La tumba y De perfil, de Agustín; Hasta no verte, Jesús mío, de Poniatowska; algún cuento de Cañón de Juchipila, de Mojarro; Violación en Polanco, de Ramírez; Las minas del retorno y Guerra en el paraíso, de Montemayor, ¿Por qué no dijiste todo?, de Castañeda, Al cielo por asalto, de Ramos, así como un sinfín de cuentos: de Payno, Del Valle Arizpe, Tario, Galindo, Rojas González, Arredondo, Dávila, García Ponce, Dueñas, De la Cabada, Samperio, Zepeda, Villoro, Hinojosa, Toscana, Sada, Serna… Ni duda cabe de cuánto bien le haría a nuestro cine dejar de ser, como hasta hoy sigue siendo, tan des/adaptado •
CINEXCUSAS
twitter: @luistovars
CASA SOSEGADA
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in memoriam
2 de febrero de 2014 • Número 987 • Jornada Semanal
Carta a José Emilio Pacheco, con fondo de Chava Flores Hugo Gutiérrez Vega
E
stoy leyendo tu poema del retorno y pensando en nuestra ciudad, esa casa de plumas y turquesas, despojada, golpeada año con año, minuto con minuto, lágrima con lágrima. Vi las colas multicolores y pálidas en espera del camión; los mercados para las frustraciones,
la mirada febril de los niños con un solo pocillo de café. Vi lo perdido en el alba de septiembre, y lo que se ha ido perdiendo desde hace varios siglos –algunas ciudades ganan con los años, la nuestra es perdedora–; vi los rostros de la solidaridad y los picos de los zopilotes con corbata.
Vi todo eso y te llamé por teléfono. Un poema, tu poema, amigo mío, es para eso, para que veamos al leerlo, se nos encoja el alma, se nos abra la puerta del llanto y, somos tan absurdos, tan tercos, se nos entreabra la de la esperanza. Washington, d . c . Invierno de 1985
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