ANTE LA TUMBA DE MELCHOR OCAMPO Rotonda de las Personas Ilustres. José Herrera Peña Catedrático de la División de Estudios Superiores Facultad de Derecho y Ciencias Sociales Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo
Minutos antes de ser ejecutado por sus captores, Melchor Ocampo legó su biblioteca al Nacional y Primitivo Colegio de San Nicolás de Hidalgo, en Morelia, parte de la cual aún se conserva en los estantes de la sala consagrada a su memoria, como se conservan asimismo su corazón y su improvisado testamento escrito a mano. Seleccionar libros es proyectar y materializar intereses emotivos e intelectuales. Conocer el catálogo de los libros de Ocampo, por consiguiente, es asomarse a su universo mental y comprender mejor sus actos y sus ideas. En su biblioteca existen obras que muestran su pasión por los viajes, idiomas, doctrinas filosóficas, historia, biografía, derecho, arquitectura, escultura, pintura, novela, fábula, poesía, botánica, agricultura, fruticultura, floricultura, jardinería, medicina, historia natural, química, física, matemáticas, mundo subterráneo, geología, mineralogía, cristalografía, aerostática, astronomía, óptica, etcétera…
Aunque han desaparecido dos terceras partes de los libros inventariados que legó a San Nicolás, los que quedan en dicha sala son la prueba patente de su interés por las aportaciones universales de la Ilustración, del pensamiento liberal y de las ideas socialistas, al estudio del universo, de la sociedad y de la conciencia. Ocampo participó en la vida pública después de dedicarse años a la lectura de sus libros, la observación de los fenómenos naturales, la experimentación en diversas ramas de la ciencia, y haber escrito algunas obras en diversas materias filosóficas, científicas y literarias. Al regresar de sus viajes por México y Europa, se postuló como diputado al Congreso Constituyente de 1842 y jugó un papel sobresaliente. A partir de entonces fue gobernador de Michoacán, diputado, senador y ministro de Estado varias veces. En 1847, en su calidad de gobernador, refundó el Colegio de San Nicolás de Hidalgo sobre bases laicas, en cuyos fértiles jardines ha florecido la inteligencia, la emoción, el arte, las ciencias y las humanidades. Ocampo no se metió a la política por haber fracasado en sus negocios o en el ejercicio de su profesión. Nunca tuvo la ambición de valerse de sus cargos para hacer prosperar sus intereses personales. Al contrario. Utilizó sus intereses personales para sostenerse, mientras prestaba sus servicios a la República. Contrajo deudas. Casi al final de sus días tuvo que vender su hacienda de Pateo para pagarlas.
Conservó únicamente una fracción agreste de su propiedad a la que llamó Pomoca, anagrama de su apellido. Cuando el gobierno de Michoacán le propuso que vendiera su rica biblioteca al Colegio de San Nicolás para echar a andar este pedazo de tierra, lo rechazó. El Colegio no estaba para ayudarlo a él, sino él para ayudar a San Nicolás. Sus libros, colecciones e instrumental científico —sus ideas materializadas— se los donaría, no se los vendería. Al incursionar por primera vez en los asuntos públicos, además de tener una firme y sólida formación intelectual, era un hacendado y un profesionista próspero y feliz. Había identificado lo que necesitaba la nación para hacerse respetar en el concierto de las naciones; lo que requería la sociedad para abatir sus dramáticos y dolorosos desequilibrios, y lo que precisaba el individuo para progresar —material y culturalmente—, en un marco de seguridad, libertad, igualdad jurídica y justicia. Y decidió poner su talento y sus energías al servicio de sus ideales. En los momentos más álgidos de su carrera, en calidad de ministro de Relaciones del gobierno interino del General Juan Álvarez, convocó en agosto de 1855 al Congreso Extraordinario Constituyente, del cual fue diputado y presidente, que sentó —en 1857— los fundamentos del Estado mexicano, vigentes hasta la fecha; entre ellos, ● que todo poder público dimana del pueblo y se instituye para beneficio de éste —no de políticos que se autorizan sueldos y gastos que ofenden la moral pública o que ejercen
un impune tráfico de influencias que avergüenza a la nación— y ● que el pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno —no de reformar sus estructuras para entregar a extraños las riquezas nacionales, o los recursos públicos a los intereses privados. Algunas de sus ideas en esta materia: Una: el Estado es del pueblo —de todos y cada uno de los ciudadanos— no de nuestros representantes temporales y menos de grupos económica o políticamente organizados, por muy legítimos que sean. Dos: el fin del Estado, en lo exterior, es proteger los altos intereses nacionales, y en lo interior, asegurar el disfrute y ejercicio de todas las libertades y derechos fundamentales — individuales y sociales— del hombre y del ciudadano, hoy llamados derechos humanos. Tres: a los representantes y empleados del Estado les está prohibido realizar cualquier acto que no esté expresamente facultado por la ley. En política interior inspiró las Leyes de Reforma, que a partir de 1860 forman parte de nuestra alma nacional, no para que los representantes del Estado se inclinen ante los de alguna de las asociaciones religiosas denominadas iglesias — cualquiera que ésta sea—, sino para mantener inalterable una respetuosa separación entre todas ellas y el Estado soberano y laico. Algunas de sus ideas al respecto:
Una: el Estado está obligado a garantizar el disfrute y el ejercicio de la libertad de cultos. Dos: cualquier individuo es libre —como tal— para profesar la creencia religiosa que más le agrade o para no profesar ninguna. Tres: el Congreso tiene prohibido dictar leyes que establezcan o prohíban religión alguna, y por ende, leyes que permitan en las aulas la difusión de creencias religiosas o de ideas contra dichas creencias, a no ser que se les convierta en objetos de investigación científica. En su calidad de Ministro de Relaciones Exteriores, Melchor Ocampo condujo la política exterior de México para mantener la independencia, la libertad y la majestad de la nación, no en forma errática, ni plegado dócil, voluntaria y obsequiosamente a los dictados de un gobierno extranjero, sino conforme a los principios de ● autodeterminación de los pueblos, ● igualdad jurídica de los Estados, ● proscripción de la amenaza o el uso de la fuerza en las relaciones internacionales y ● solución pacífica de las controversias. Principios que seguiría en todo tiempo el presidente Benito Juárez. Por último, en lugar de amedrentarse ante los grandes movimientos mundiales de su tiempo en materia de ideas, cosas o personas, Ocampo los aprovechó en beneficio de la nación.
Actualmente, la globalización neoliberal ha despertado no pocos temores en algunos círculos políticos e intelectuales. Pero este fenómeno, en lugar de desvanecer las fronteras —verdaderas cicatrices de la historia—, las ha lastimado con vallas y muros, lo mismo en América que en Europa y en el Medio Oriente. Las cicatrices han vuelto a sangrar. Los muros no detienen los avances de los supuestos bárbaros, como lo implican las tesis de Samuel Huntington, quien fue profesor de la Universidad de Harvard. Bárbaros son quienes levantan esos muros y corren el riesgo de quedar emparedados en ellos. Hay que abrir caminos y tender puentes que acerquen a los pueblos, como lo hizo Ocampo, no vallas que los separen. Y hacerlo como él lo hizo, a pesar de que las circunstancias de su tiempo no pudieron ser más adversas: conforme a principios y con diplomacia. En el mundo de la diplomacia, las mejores gestiones son las que no se ven, ni se oyen. Nuestro pueblo debe aprovechar todas las ventajas de la globalización en materia de comunicaciones, transporte y finanzas, sin renunciar a su soberanía. Los pueblos del mundo han descubierto que es falso que el destino de las naciones dependa de los organismos internacionales o de las empresas trasnacionales. Lo cierto es exactamente lo contrario. Todos los poderes supranacionales dependen de la voluntad de las naciones. Ya se siente un gran esfuerzo por convertir la globalización neoliberal en una globalización democrática y social —a la que incluso unos han empezado a llamar globalización
humanista y otros globalización socialista—; que reconozca las asimetrías de las naciones en materia económica; que establezca mecanismos de compensación que las igualen, y que regule el libre tránsito no sólo de cosas, sino también de las personas que producen esas cosas. Si este esfuerzo logra sus objetivos, dejará de ser una utopía que algún día se unan todos los trabajadores del mundo y todos los pueblos sean hermanos. Pero el mundo comienza a partir de nosotros. Hay que iluminarlo con ideas para poner orden en él. Las de Ocampo siguen siendo ideas-fuerza. No debe faltar la voluntad política para realizarlas. Las metas siguen siendo cooperación internacional, soberanía democrática, poder político al servicio de la libertad y la justicia, y mejoramiento material y cultural del pueblo. Y habrá que alcanzarlas siguiendo su ejemplo: con arrojo, inteligencia y dignidad, y en función de los supremos valores históricos de nuestro pueblo, de su pasado y de su porvenir. Ése será el mejor homenaje que pueda rendirse a su memoria. Muchas gracias. José HERRERA PEÑA.