EL MENSAJE POLÍTICO DE LOS COLORES JOSÉ HERRERA PEÑA Moisés Guzmån Pérez, Insignias de la Casa Natal de Morelos, Frente de Afirmación Hispanista, 2006, 108 páginas.
Además de discípulo del licenciado Antonio Arriaga Ochoa en el Colegio de San Nicolás, fui su amigo cuando éste era director del Museo Regional Michoacano, y su secretario particular cuando fue director del Museo Nacional de Historia, en el Castillo de Chapultepec. Sobra aclarar que yo era poco más joven que ahora. En todo caso, fui testigo de numerosas gestiones que hizo ante el gobernador de Michoacán, licenciado Agustín Arriaga Rivera, pariente de él, para adquirir esta Casa Natal de Morelos, y luego, para remodelarla, lo cual no fue tarea fácil. También me enteré de la forma en que negoció con varias instituciones y personas para adquirir paulatinamente, a costa de muchos esfuerzos, no sólo muebles y libros, sino también copias de los objetos, pinturas, planos y documentos que se exhiben en este museo. En ese marco se inscriben las relaciones que tuvo Antonio Arriaga con el doctor Antonio Martínez Báez y otros distinguidos personajes de la cultura nacional, no sólo para hacer la confección de las banderas y estandartes que sirvieron de tema al libro del doctor Moisés Guzmán, sino también para tratar asuntos verdaderamente trascendentales, como lo fue, por ejemplo, el del documento titulado Sentimientos de la Nación, cuyo original estaba en poder del general Lázaro Cárdenas desde 1936.
Creo oportuno señalar que Antonio Arriaga nunca dudó en ceder crédito a los demás, con tal de alcanzar sus objetivos, como en el asunto que se refiere a la Calle de los Once Patios, en Pátzcuaro, abierta gracias a él, o en el de este mismo centro cultural llamado Casa Natal de Morelos, a pesar de no tener presupuesto alguno.
Para la confección de las banderas que se exhiben en este recinto no hubo mayor problema. Existiendo los originales en el Castillo de Chapultepec, las réplicas se hicieron allá por el personal competente, de lo cual soy testigo, a pesar de que no había dinero. De raso o de satín, bien o mal hechas, llenaron un vacío en la Casa Natal. Pero los asuntos importantes los trató Arriaga con suma discreción y con exquisito tacto, diplomacia y cortesía. El de los Sentimientos de la Nación, por ejemplo, siempre fue muy grave
y delicado. Por lo tanto, no era prudente jugar un rol protagónico o belicoso, a pesar de lo cual logró convencer al general Lázaro Cárdenas, en cuyo poder estaba el original, que el doctor Ernesto Lemoine Villicaña -considerado entonces como el mejor especialista en los asuntos de la independencia-, hiciera un estudio especial, que pavimentara la vía para que este documento -y otros incluidos dentro del mismo expediente- fueran transferidos nuevamente a la nación. Años después, fallecidos Cárdenas en 1970 y Arriaga en 1974, Lemoine reprodujo los documentos mencionados, en facsímil, en al volumen titulado 'El manuscrito Cárdenas', editado por el Seguro Social (IMSS) en 1980. Y a partir de 1982, gracias a la familia Cárdenas, dichos documentos se encuentran bajo resguardo en la bóveda de seguridad del Archivo General de la Nación.
Pues bien, desde su toma de posesión como director del Museo Nacional de Historia, Castillo de Chapultepec, Antonio Arriaga apoyó decididamente las actividades culturales del Museo Michoacano y las de la Casa Natal de Morelos; pero, al mismo tiempo, mismo tiempo, empezó a proyectar a nivel nacional su concepción museográfica. Para él, un museo no debía ser un depósito de viejos objetos o una tumba abierta de cosas muertas, sino una fuente viva de conocimiento, arte y cultura. Además de conferencias, exposiciones y recursos audiovisuales, pensaba en murales. Ya existía en el Castillo de Chapultepec el mural de José Clemente Orozco sobre “Juárez y La Reforma”, pero estaba cubierto por una gran tela oscura, oculto a la mirada pública, como lo estaban las esculturas en bronce de los niños héroes, sepultadas en las bodegas. El Castillo era en esos días una especie de templo en el que se rendía culto a Maximiliano. Luego entonces, era necesario encontrar un lugar digno para las citadas esculturas; descubrir o develar el mural de Orozco, y crear otros murales: uno sobre la Conquista o, más bien, sobre el Nacimiento de la Nación; otro sobre la Independencia y uno más sobre la Revolución. Era necesario, en otras palabras, enriquecer su contenido histórico y artístico, y convertir la institución en un monumento nacional. No quiero describir los monstruosos obstáculos, intrigas y trampas que le pusieron a Antonio Arriaga para impedir que realizara su proyecto. Siempre fue así. El caso es que logró que el presidente de la República Adolfo López Mateos lo aprobara. Entonces invitó a Jorge González Camarena a pintar el mural de la Conquista; a Diego Rivera, el de la Independencia, y a David Alfaro Siqueiros, el de la Revolución.
Después consiguió que el nuevo presidente Gustavo Díaz Ordaz respaldara su proyecto. Habrá que omitir cualquier referencia a los murales de González Camarena y de Siqueiros, porque no caen dentro del tema que estoy tratando, que es el de la Sala de la independencia nacional, en relación con la Casa Natal de Morelos. Diego, ya muy enfermo, al presentar su colorido y abigarrado boceto a Arriaga Ochoa, le advirtió que estaba concebido para una superficie semicircular. Ya se imaginarán el ruido, no sólo físico, sino político, que generó la obra de albañilería de la Sala de la Independencia. Mientras se levantaba el curvilíneo muro, se platicó sobre el boceto. No sobre el aspecto plástico, formal, decorativo, prerrogativa indisputable del artista, sino sobre su contenido histórico. El pintor, a pesar de tener una gran cultura y enormes conocimientos sobre México y su historia, era muy receptivo y un gran conversador, pero a las pocas semanas falleció. Terminada la superficie cóncava, Arriaga Ochoa invitó entonces a Juan O’Gorman a pintar el muro y éste aceptó con modestia y humildad plasmar sus ideas pictográficas conforme al diseño de Rivera. El maestro O’Gorman era también un gran conocedor de la Historia, pero siempre estaba dispuesto a aprender más. Así que las conversaciones sobre el contenido del mural prosiguieron. Y a medida que avanzaron, fue modificándolo en consecuencia. Uno de los múltiples temas de conversación fue justamente el de los colores y signos de las banderas, escudos y estandartes de los insurgentes. Los colores obsesionaban a O’Gorman; tanto, que veía su movimiento ondulatorio y oía la música que
producían. Después de todo, el gran fresco histórico de la independencia, que fue concebida por Hidalgo como una fiesta, debía ser en este caso una fiesta de colores.
No se piense que las conversaciones eran formales y se realizaban en la oficina del director del castillo de Chapultepeco en una sala de juntas. Casi siempre eran en un restaurante, alrededor de buenas botellas de vino, y participaban varios especialistas en historia, heráldica, numismática, grafología, etcétera. El doctor Guzmán señala en su libro sobre las banderas de la independencia que la historiografía liberal y el muralismo son las dos fuentes principales del tema que investigó. La primera es más retórica y mitológica que científica. En nuestras lejanas conversaciones de sobremesa, esta fuente sólo producía
sonrisas de indulgencia, cuando no de clara indiferencia. El muralismo, en cambio, era un caudal que se nutría a su vez de muchas fuentes, como lo acredita la participación de los especialistas a que he hecho referencia. Los colores tienen su significado. El blanco, por ejemplo, está asociado a la bondad y a la inocencia. Es el color de la luz y de la perfección. En heráldica representa la fe religiosa y el honor político, la santidad y la compasión; en asuntos personales, la pureza y la virginidad. Las novias se visten de blanco, las alas de los ángeles son blancas. El azul está asociado a la serenidad. Es el color de los grandes espacios, del cielo y del mar. En heráldica simboliza lealtad, confianza y justicia; en asuntos privados, según el tono: afecto, amistad y sinceridad o sabiduría, inteligencia y verdad. El rojo está asociado al fuego, a la fuerza, a la pasión. Es el color de la sangre. Por consiguiente, en heráldica, es el color de la guerra, la energía, la voluntad, el coraje; en asuntos personales, de la pasión, la sensualidad y el deseo. Por eso, en ambas esferas, en la guerra y en el amor, indica peligro para todos. Y el negro está asociado a los extremos: al todo y a la nada, a la gloria y a la muerte, a la autoridad y al duelo, a la nobleza y al luto. En heráldica se asocia al pesar, a la aflicción y a la muerte; en el plano personal, a la elegancia: smoking en el hombre, escotados vestidos en la mujer. Al leer el libro del doctor Guzmán, cualquiera diría que él estuvo en las olvidadas pláticas de sobremesa. La diferencia es que en éstas llovían desordenadamente las ideas y él sistematizó, fundamentó y profundizó su investigación, como lo
demuestra su ensayo sobre 'Las banderas rojinegras en la guerra de independencia', libro que concluyó hace varios años. Es obvio que los colores de un estandarte de guerra, como los que hubo durante la Independencia, tienen un significado político, más que social, y están relacionados con la heráldica civil, política y eclesiástica, más que con cualquiera otra materia. Al combinarse los colores, se combinan los mensajes. En el blanco y el azul se conjugan el honor y la justicia, la libertad y la igualdad, principios supremos por los que se rige una sociedad en busca de la fraternidad. En el rojo y el negro, el matar o morir, el triunfo de una causa o el sacrificio supremo para que otros la hagan triunfar. Tales eran las conclusiones a las que se llegaba en aquellas conversaciones. En cuanto a las banderas originales, como lo señala el doctor Guzmán Pérez, la albi-celeste, más blanca que celeste, creada por el gobierno a cargo del licenciado Ignacio López Rayón en 1811, que fue la bandera nacional, simboliza la guerra de los buenos, los justos y los piadosos contra los malos, injustos e impíos. Fue blanca, porque reivindica el honor nacional y la fe católica, y celeste, porque además de representar una causa justa, como lo reiteró mil veces Morelos, guardaba lealtad a la nación, a sus orígenes, a su identidad y a su destino. Para completar el mensaje, se estampó en dicha bandera la imagen de un águila coronada, posada sobre un nopal; con las alas abiertas, testa de perfil y cuerpo de frente, a punto de levantar el vuelo; imagen de una fuerza mística tan intensa,
que inflamaba la emoción nacional. Tal fue la imagen del Gran Sello de la Nación, según otro decreto de López Rayón. Bordado con grandes letras en latín, hay un texto en latín que rodea al águila: OCULIS ET UNGUIBUS AEQUE VICTRIX, que significa “igualmente victoriosa con los ojos y las garras”, y bajo sus alas desplegadas, UNUM, “unión”. Era la voz de combate, el llamado a la batalla, un grito de guerra en pos de la justicia y la libertad.
El doctor Guzmán revela dónde se confeccionó el estandarte, cuándo, qué regimientos lo enarbolaron, cuándo y dónde se perdió, quién lo conservó y dónde quedó. Además, va hasta las raíces históricas del escudo formado por el águila y la serpiente, y lo analiza, confrontándolo con el de la fortaleza custodiada por leones, blasón de los españoles La bandera roji-negra es más temible que la anterior. No representa un bello ideal, como la albi-celeste, sino una brutal realidad: la vida o la muerte. Y aunque no fue una bandera nacional, como bien lo aclara el doctor Guzmán, sino la de un regimiento –el Regimiento de la Muerte creado por el doctor José María Cos-, el dramático vigor de su mensaje trascendió el tiempo y el espacio. Fue la bandera de los socialistas europeos y de los trabajadores mexicanos en huelga, de los sandinistas en Nicaragua y de los guerrilleros en Cuba, así como de otros luchadores anteriores y posteriores a ellos. Ahora bien, esta bandera insurgente rojinegra es única: en lugar de que los colores se sucedan uno al otro, o que el rojo esté superpuesto al negro, como en la bandera de Mariano Matamoros sobre inmunidad y fueros, el negro está sobrepuesto en forma de cruz al rojo. Si a esta cruz negra sobre fondo rojo se le agrega la imagen de la calavera y de las canillas en cruz -arriba, abajo y a ambos lados del cráneo-, blancos como la muerte, el mensaje de terror estará completo. En la parte superior, en español, escrito con letras negras sobre los dos cuadros del lienzo rojo, confeccionado después de haber sido fusilado en Chihuahua el iniciador de la independencia, aparece el siguiente texto: “el doliente... de Hidalgo”. Es un grito que clama venganza. Dado que el texto se explica por sí mismo, en nuestras conversaciones en la mesa
no había mayor comentario; pero el doctor Guzmán Pérez explica en su libro su significado histórico y político concreto. Es cierto que en la parte inferior hay otras letras negras: “de à... 12”; pero esta inscripción era tan enigmática, que en nuestras conversaciones, todos convenimos que poco o nada agrega al elocuente y tenebroso significado del conjunto, y no se hizo nada para descubrir el misterio que encierra. El doctor Guzmán Pérez nos revela que la expresión significa el alfa y el omega, el principio y el fin, y nos dice por qué. Además, están los cuatro juegos de triángulos blancos superpuestos sobre triángulos rojos invertidos, que juntos forman estrellas de seis puntas, en cada uno de los extremos de la cruz negra sobre fondo rojo; pero nadie se preguntó en esa época qué quieren decir. El doctor Guzmán Pérez también se lo preguntó y lo ha contestado.
Al reverso de esta bandera, el arco y la flecha en color rojo sobre la cruz negra, y en el centro, el anagrama blanco de María coronada, tampoco fueron objeto de conversación de aquellas sofisticadas mesas. En cambio, el doctor Guzmán, no contento con lo genérico, investigó lo específico, y demuestra que el significado de lo oculto es tan importante como el de lo expuesto, explicando, además, cuándo y dónde surgió esta insignia, y por qué. Claro que nosotros, en aquellos años, no estábamos en un congreso, ni era el único tema de la mesa; pero, a pesar de que las reuniones se reprodujeron con cierta frecuencia a lo largo de meses e incluso de años, a nadie se le ocurrió posteriormente profundizar en estos temas. La tercera insignia a que se refiere Guzmán Pérez es tan semejante a la primera, a la albi-celeste, que los comentarios que hicimos entonces sobre ésta, sirvieron para explicar a aquélla. El doctor Guzmán hace las distinciones del caso y revela la vinculación de este nuevo blasón con Vicente Guerrero, cuando surgió, cómo se perdió en la batalla de Valladolid y cuál fue su paradero. Para terminar, debo señalar que el doctor Antonio Martínez Báez y el licenciado Antonio Arriaga Ochoa eran amigos y se admiraban mutuamente; pero a pesar de que aquél, el extraordinario Martínez Báez, era diez años mayor que éste (que Antonio Arriaga), nunca existió entre ellos una relación de continuidad académica, como la de maestro-alumno. En cambio, el doctor Lemoine Villicaña se consideraba -y eradiscípulo de Martínez Báez, veinticinco años menor que él.
El gran jurista Martínez Báez, al ser constitucionalista, era muy proclive a la historia de la sociedad y de los individuos notables. Y el historiador Lemoine Villicaña, al profundizar en los distintos aspectos de su oficio, solía recurrir al tema constitucional. Martínez Báez frecuentaba el Archivo de Indias, en Sevilla; Lemoine pasaba largas temporadas en el Archivo General de la Nación, y a ambos les gustaba compartir sus hallazgos. Fuera de la cátedra, ambos fueron mis maestros, y años más tarde, mis amigos. Con Martínez Báez, miembro de la Junta de Gobierno de la UNAM, solía tomar café en el Sanborns de los azulejos, y con Lemoine, copas de vino cerca de la Ciudad Universitaria, e incluso éste llegó a ser mi profesor formalmente en el Colegio de Estudios Superiores de la Facultad de Filosofía y Letras, mientras yo ejercía la cátedra en la Facultad de Derecho. Desgraciadamente, no recuerdo los nombres de los expertos en heráldica, numismática y demás, que nos acompañaban en nuestras comidas de trabajo; pero sus aportaciones fueron muy interesantes y fueron aprovechadas por el arquitecto Juan O'Gorman. El caso es que éste, cinco más joven que Martínez Báez, pero cinco años mayor que Arriaga, aprendió mucho de ellos y de los demás, y su emoción histórica la dejó plasmada en su mural. Ellos también aprendieron de él, y yo aprendí de todos. Además, los objetos de majestuoso mural de la independencia -pintado al fresco- estaban –están- en la Sala de la Independencia, entre ellos, el retrato oficial de Morelos, pintado por un oaxaqueño, su uniforme, las banderas, las armas de combate, monedas, y muchos más.
Arriaga reunía ideas, personas y cosas para que los frescos de los murales fueran no sólo obras de arte, sino también lecciones de historia. En cuanto a mí, confieso que en las reuniones que se llevaron a cabo en esa época aprendí más sobre este tema que en toda mi vida. Dejando aparte a Arriaga Ochoa, quien siempre se mantuvo independiente para conjugar las más valiosas tendencias historiográficas y muralísticas en proyectos comunes, sin desechar nada, ni favorecer nada, es decir, para aprovecharlo todo, Antonio Martínez Báez y Ernesto Lemoine Villicaña forman eslabones de una misma cadena historiográfica. No deja de ser notable que el licenciado Martínez Báez –hijo del diputado constituyente Manuel Martínez Solórzano, médico, naturalista y director del Museo Michoacano antes que Arriagahaya sobrevivido varios años a su discípulo Lemoine. En cambio, como dije antes, Arriaga fue otra cosa y su personalidad independiente la conservó de principio a fin. Siempre es de agradecerse que alguien nos brinde la oportunidad de aprender algo. Ahora, gracias a la lectura de su libro, el doctor Guzmán Pérez nos ha brindado la oportunidad de saber más sobre las insignias de la Casa Natal de Morelos. Casa Natal de Morelos. Morelia, Mich., 23 de febrero de 2007. ---0---