LAS TRES ABUELAS Un nuevo libro en SoopBook
ELBA GERTRUDIS MAZZEO
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Autor: ELBA GERTRUDIS MAZZEO ESCRITORA POESIA Y NOVELAS,PROFESORA DE PIANO,MAESTRA JARDIN DE INFANTES,COMERCIANTE,JUBILADA.
Presentaci贸n RECUERDOS DE MI INFANCIA
MI ABUELA ITALIANA Tuve tres abuelas. Por parte de mi padre, ella era italiana, calabresa pura. Del lado materno era una señora muy linda y de aspecto bonachón, alemana nacida en Leipzig. Después viene la tercera, mi abuela elegida por siempre, una galleguita que hizo de mi infancia, un mundo de sueños y alegría. Como el título lo dice: “Mi abuela italiana”, debo comenzar mis relatos tratando de recordar aquella etapa tan lejana hoy para mí… Tal vez ella era joven cuando yo nací, en el año 1936. La recuerdo siempre con su mismo aspecto hasta que murió, cuando habrían pasado unos diez años de mi vida. Su figura era el de una mujer vieja, gorda, con arrugas en la frente y ojos entrecerrados. Nunca entendí que decía con su dialecto que no era el de su pueblo, ni el del barrio de Buenos Aires donde se radicó junto a mi abuelo. Creo que mezclaba todo y la entendían sólo sus hijos y paisanos. Tal vez por sentirse tan diferente, mi madre la visitaba poco, ya que sus costumbres refinadas contradecían el ambiente de la abuela italiana. Me consta que mi abuela italiana tuvo siete hijos, tres varones y cuatro mujeres, y, como si fuera poco, crió a otro niño, que fue nuestro tan querido “tío Pedro”. Este tío murió de viejo y solterón, no dejó descendencia. Todos sus hijos tuvieron varios hijos a su vez, por lo que de parte de papá, tuve y tengo, muchos primos, que paradójicamente, se diseminaron y pocas veces se dio un encuentro entre nosotros. Recuerdo bien la casa de esa abuela. Parecía un conventillo. El aspecto era horrible desde la entrada. Un patio de ladrillos muy largo, con dos inmensas higueras insertadas en un cuadrado de tierra, bordeaban varias
habitaciones a las que nunca entré, no siendo la última, que era el dormitorio de mis abuelos, y fue cuando ella sufrió su primer ataque de presión, así decían las hijas y mis primas. El segundo la condujo a la muerte. Siempre se festejaban los fines de año en su casa, por supuesto en aquel patio interminable, ya que su cocina era un cuartucho al final del terreno. Ellos habían sido gente de campo en Italia, chacareros. Escuché decir que sus padres los “casaron”, cuando eran muy jóvenes aún. ¡Vaya a saber que pasó por la cabeza de mi pobre abuela, cuando se vio conviviendo con el tal Francisco! Algo sí relataban mis tías y hasta se lo escuché decir a mi madre. La abuela italiana trabajaba la tierra junto a su marido y de pronto le decía: “¡Vamos, vamos que se me sale el bebé!”. Por supuesto en su idioma que no sabría repetir. Ellos dos corrían hasta la casa y mi abuelo le hacía de partero, así lo contaban, pero supongo que alguna otra matrona los acompañaría. Lo increíble era saber qué, después de dar a luz, se levantaba y continuaba con sus trabajos en el campo. ¡Fuerte la abuela italiana! Algo de eso me legó en los genes.
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MARÍA LA ITALIANA Si no me equivoco mi abuela italiana se llamaba María, nunca escuché que la llamasen por su nombre, mis tías le decían “mámma” y mis primos “abuela”. Nosotros debimos ser todos mudos con ellos, porque nos limitábamos a escuchar por lo que recuerdo. Ella nunca prodigaba una caricia, siempre parecía cansada sentada al lado del brasero a carbón de su cocina. Mis primas la asediaban con preguntas que no recuerdo, o no comprendía, después llegaban mis tías, echaban a los chicos a jugar al patio y mi madre me llevaba del brazo de regreso a casa. Mis primos y primas eran tremendos. Para ellos yo era algo así, como la boba de la familia, la única blanca como la leche, rubia y de ojos celestes muy grandes. De ningún modo tenía noción de quien era lindo o feo, para mí eran mis primas y deseaba jugar con ellas, así terminara llorando por tirones que les daban a mis largos rulos. Mamá notaría eso y me preservaba dentro de lo posible de las agresiones envidiosas de aquellos parientes, pero los niños pequeños poco entienden de maldades. Papá comentaba que mi abuelo cultivaba toda una manzana de tierra para un supuesto dueño, que no era él. Lo vi trabajar barriendo las zanjas, las calles eran asfaltadas y ellos muy pobres. Solía decir que se crió descalzo, que nunca tuvo un par de zapatillas hasta que fue algo mayorcito y vaya a saber quién se las dio. A mi abuela italiana le mataron a su hijo menor, cuando yo tenía meses. Mis padres decían a menudo que el tío “Josecito” me adoraba. Tal vez fue el único de la familia de mi padre que sintió tanto amor por mí. Hoy ya no vive ninguno de mis tíos. Mis tías cuando estaban juntas eran puro jolgorio. Mamá repudiaba sus costumbres groseras, por eso tal vez, discutió tantas veces con mi papá. Familias dispares nunca son buenas, pero… ¿Quién puede objetar sobre el destino? Cuando la familia de mi madre se mudó a una linda casa enfrente de donde vivía mi abuela italiana, parece que el barrio se
deslumbró al conocerlos. El afortunado fue mi papá, que contó mil veces que se subía a la higuera de su casa, para ver pasar por la vereda a mi mamá. Mamá era preciosa, sus fotografías no mienten. Delgada, blanca, sus ojos del color de la miel, vistiendo siempre bonitos vestidos acompañados de guantes y sombreritos a la moda. Papá era buen mozo por cierto, y debió esmerarse en su vestimenta para seducirla. ¡Esas vueltas del destino!
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LA PROCESIÓN Cuando mis padres contrajeron matrimonio, alquilaron una pieza y cocina a un matrimonio español nacido en Galicia. Vivimos en aquel lugar hasta mis seis años y, por lo mismo, digo que ellos fueron mis abuelos por elección. En último término relataré esa historia. Papá trabajaba en una fábrica de medias de seda para mujeres, lo había ubicado mi abuelo alemán, Pablo, que era algo así como un capataz de rango. Nunca supe que estudios tuvo en su país, pero además sé que pintó hermosos cuadros. No me extraña que haya sido ingeniero o algo similar. Recuerdo que papá trabajaba mucho, que eran años difíciles y hasta había conseguido lo que llamaban “una changa”, para que a sus hijos no les faltase una fruta. Cuando yo tenía cuatro años nació mi hermana, pero dos años después, con el anuncio de otro vástago, nuestro hermanito, mis padres tuvieron la necesidad de alquilar un departamento con algo más de comodidades. Recuedo mi tristeza al dejar a mis abuelos gallegos, que al fin, seguiría visitando y ellos nos visitarían. El departamento nuevo daba a la vereda con un patio delantero cerrado por un muro, pero era abrir la puerta y ver el barrio colmado de niños. Toda la parentela vivía a la vuelta de la esquina. Mi abuela italiana, alguno de sus hijos, mi abuelo alemán, viudo y con nueva esposa y su hija menor, y la mayor en la cuadra anterior, como para decir, que a muchos de mis primos y primas los veía a diario. Yo iba tomando más apego con dos de mis primas, además de otras niñas vecinas. Cierto día me buscaron exaltadas diciendo: “vení, vení, viene la procesión de San Antonio y a la abuela le bajan el santo…” “Qué es eso?” me pregunté siguiéndolas con el permiso de mi mamá y llevando a mi hermanita de la mano. Fue cuando vi a una multitud de gente sobre
la calle, con banderas, velas, fanfarrias haciendo música de iglesia y la estatua del santo enorme, sostenida sobre un pedestal por varios hombres. Adelante iba un gordo vestido con túnica de colores que me dijeron, era el párroco de la iglesia. Ahí comencé a descubrir que era una religión. La cruz con Jesús, los acólitos rodeando al sacerdote… un paisaje nuevo e inimaginado. Por unos momentos se hizo silencio. Vi a mi abuela italiana sentada sobre una silla baja de paja, delante de su antigua casa llorando y gesticulando palabras que no pude entender. Se hacía la señal de la cruz una y otra vez, mientras acercaban al santo hasta ella. “¿Por qué hacen eso?” pregunté, y sin titubear mi prima Marga me dijo que era porque la abuela le dejaba dinero. ¡Oh santa ingenuidad! “¿Para qué quiere dinero un muñeco gigante que llaman santo?” “Para que la ayude tonta”. Fue la respuesta que escapaba a mi entender de niña pequeña.
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LOS FESTEJOS DE FIN DE AÑO Mi abuela italiana vivía poco menos que recluída en su casa. Nunca nos visitó, ni la vi en casa de sus hijos. Muchas veces mi prima Marga me decía que entremos a su casa a verla, yo la seguía… La fotografía mental que conservo es siempre la misma, una anciana gorda de cabellos entrecanos cortos y muy enrulados, como los míos, por lo de enrulados digo, siempre sentada en aquella silla baja de paja. Parece que sus hijas, al menos dos de ellas y alguna nieta mayor, iban para ayudarla con la limpieza. Tal vez se turnaban, tanto no sé, porque en aquellos tiempos a los niños no se nos permitía escuchar las conversaciones de los mayores. Recapacitando, el hecho de recordarla siempre sentada, me hace deducir que sufriría de sus huesos, reuma, en tiempos lejanos, artrosis para la medicina de hoy. Tal vez su ardua tarea trabajando la tierra y pariendo hijos, puede ser que hasta haya perdido algunos embarazos también, por su baja cultura, fuese la causa de su inmovilidad. Nunca estaba sola, tanto ella como dos de sus hijas tenían un fuerte vozarrón, en contrariedad con las otras dos que eran de voz chillona. Siempre advertí que la amaban, eso sí, yo también sentía un extraño cariño por ella y me parecía la gallina rodeada de sus polluelos, mas nunca le vi un gesto de afecto con nadie. Hablaba, sí, en su idioma confuso que provocaba risas entre sus hijas y nietas, menos yo que no la entendía para nada. Así llegaban las fiestas de fin de año. Ignoro desde cuando comencé a notar aquellos jolgorios. Como en sueños recuerdo ver el translado de fuentes con comida. No creo que yo comiese mucho siguiendo las correrías de mis primos. Que había una mesa muy larga en aquel patio de
ladrillos bajo las inmensas higueras y mucha gente sí. El tío Sandro era el acordeonista de la familia y, llegada la noche, su música incitaba al baile a todos los ahí presentes. Ni que hablar sobre las tarantelas que sacaban sudor de los rostros de quien fuera. El tío tenía un amplio repertorio porque era miembro de una orquesta popular. Pasodobles, valses, milongas, tangos… eso sí, “La cumparsita” sólo tenían que bailarla papá y mamá, en medio de un círculo de parientes que se deleitaban viendo el “corte y quebrada”, con que mi padre sarandeaba a mamá, que era siempre reacia para la exibición. Ni hablar de la famosa “sentadita”. Yo miraba como podía entre las piernas de los presentes y escuchaba los víctores y aplausos, pero a mamá no le gustaba para nada aquello, lo supe escuchando los reproches que más tarde, le haría a mi padre. Tío Sandro y el tío Luis eran yernos de mi abuela italiana. El tío Luis tenía la chispa del cómico, era tan feo como un chimpancé, detalle que aprovechaba para imitar a un simio, bailando al compás del acordeón del otro tío y matarnos de risa a todos. Aquellos fin de año terminaron un buen día… con la muerte de la abuela italiana.
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LA SILLA VACÍA Nunca vi en mi vida un velorio con tanta gente llorando a mares. Me parece escuchar el lamento de la menor de mis tías, de la edad de mi madre, gritando a más no poder, “yo era su estrellita…” Con mis escasos diez años no lograba entender algunas cosas. ¿Cuándo mi abuela italiana le había dicho eso a esa hija? ¿Cómo esa tía podía parecerle una estrellita? ¿Es que acaso se la había robado al cielo? Todo lo que no entendía se lo preguntaba a mi prima Marga, un año mayor que yo, pero mucho más lista también. El caso fue que de pronto, todas las mujeres se vistieron de negro, hasta mi mamá. Que feo me pareció todo… Entonces me brotó la pregunta. ¿Cómo viviría solo el abuelo Francisco? La respuesta surgió en algún momento impreciso… tal vez pasó un tiempo… Mi tía Amelia lo llevaría a vivir con ellos. Nunca supe a que edad murió mi abuela italiana. Siempre me pareció vieja, muy vieja… pero tal vez no tanto, comparado al nivel de vida prolongado y juvenil de los mayores de estos tiempos. Aquella casona vetusta y enorme debió entrar en susesión… se le vio vacía y sombría por muchos años. Nadie me dio explicaciones, no se les daban explicaciones a los niños y adolescentes, a menos que fuesen tan pícaros como mis primos, que escuchaban detrás de las puertas. Mientras ellos perdían su tiempo, yo estudiaba… Cuando con mis impecables guardapolvos blancos y aquellos moños sosteniendo mi cabello iba hacia la escuela, pasaba por delante de la casa de mi abuela italiana, y miraba hacia adentro si la puerta estaba abierta. Vivía gente, tal vez alquilaban algunas de aquellas habitaciones de techos altos y paredes estampadas con dibujos de colores disonantes para mí. Siempre esperaba volverla a ver sentada en su silla… deseaba ver un gesto llamándome… preguntándome algo que pudiese entender…
El abuelo Francisco, siempre enjuto y lejano, había tomado como respaldo la medianera de la esquina. Me parece verlo… Era un hombre gris, pelado y con un vientre prominente. Siempre sostenía su pipa entre sus dedos y el olor de aquel tabaco apestaba. Me daba lástima verlo siempre parado en aquel lugar, donde yo pegaba la vuelta para ir hacia la escuela, o a la casa de mi profesora de piano. Cuando lo veía lo saludaba con un “chau” o tal vez nada si lo notaba con su mirada perdida. Cierto día tuve ganas de darle un beso en su mejilla arrugada y me detuve frente a él. “¿Cómo estás abuelo?”, le pregunté. Me miró vacío de toda cultura para preguntarme: “Tú qui sei”. “Tu nieta… la hija de tu hijo Andrés”. Pensó por un momento para luego decir: “Ahhh… Andrea”. Y un mundo de silencios me apartó de su lado.
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REFLEXIÓN Antes de continuar con los recuerdos sobre mis otras dos abuelas, quiero preguntarme una vez más, porqué emigraba tanto extranjero hacia mi país. Escuché decir desde pequeña, que los atraía el nombre del río que representaba a Buenos Aires y la palabra Argentina. Argentina para los italianos era como decir, “de plata” argento en su idioma. El río de nuestro puerto, “Río de la Plata”. Así decían que los atraía el hecho de hacerse la América, porque encontrarían mucha plata en estas tierras. En cuanto a si algunos se hicieron ricos y otros murieron pobres, bueno… la suerte está echada. En mi país encontraron bastante paz y trabajo. Posibilidades de vivir una vida mejor que en aquellos tiempos de guerra europea, no tuvieron. Aquí nacimos nosotros, los mezcla de razas, los “gringos.” Si mis abuelos no hubiesen emigrado yo no existiría, o sería otra… tal vez… Ellos fundaron familias, tantas, que hoy poblamos el territorio y somos millones. Lo mismo sigue la historia de las inmigraciones, muchos se van de aquí, mientras otros siguen viniendo… o volviendo. La gente de cada país del mundo tiene su toque de gracia. Nadie es mejor ni peor. Todos somos seres humanos arraigados a costumbres de nuestros ancestros. Formas de vida, de pensamiento, de cultura, que se lleva en los genes y se transmitirán por generaciones. El progreso tecnológico viene puliendo o destruyendo muchas mentes. Y así será… La prolongación de la vida nos deja ver nuevas tendencias. El hombre seguirá siendo esclavo, pero de sus ideales, hoy se rebela frente a las injusticias con protestas y manifestaciones que, de algún modo, siguen teniendo violencia. Con todo que se promulga la paz en el mundo entero, sabemos que hay países que siguen en pie de guerra.
Bendito sea el no a la violencia. Bendito sea el que no ambiciona más de lo necesario, el que vive y deja vivir, el que sabe amar, educar, ayudar… Voy a remarcar la diferencia de vida de aquellos, mis abuelos, tan opuestos en sus costumbres y educación, pero no menos sufridos por eso, cruzando el océano Atlántico con hijos a cuesta. Cada cual me dejó algo bueno en la sangre. Detalles tal vez, cosas imperceptibles al ojo humano, que sólo pueden advertirse con la mirada del alma. Sigue la historia de mis abuelos alemanes, y se verá como una mano misteriosa nos da la vida.
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MI ABUELA ALEMANA La historia de mi abuela alemana se deslizó por la vereda de enfrente de mi abuela italiana. No creo que se hayan conocido, al menos se me ocurre que por la semblanza que me quedó de aquellos tiempos, no tuvieron trato alguno. Así como no tengo fotografías de mi abuela italiana, sí conservo varias de la abuela alemana. También recuerdos, así digan que tan sólo después de los tres años un niño comienza a tener memoria. Ella murió cuando yo tenía esa edad, tres pequeños años. La tengo tan presente como si el tiempo se hubiese detenido en lo que debió ser, nuestro último encuentro. Murió a los cincuenta años de un ataque de peritonitis, es lo que dijeron. Tan joven lo mismo parecía una anciana. Era muy bonita… Su gordura era desplazada por su rostro bondadoso y sonriente, su pelo canoso con ondas recogido en la nuca, sus manos delicadas acariciando mis cabellos, su voz con aquel cerrado acento alemán, me parecen presentes. No creo que ella saliera a la calle nunca. Tal vez por la dificultad del idioma. Vivía con mi abuelo Pablo y su hija menor, que llevaba mi segundo nombre y no me gusta, Gertrudis. Mi abuela alemana se llamaba también “María” o “Marié” o “Marí”, ahí me pierdo, no recuerdo como se dirigían a ella, eso sí, mamá me había enseñado a decirle
“cósmama” y al abuelo Pablo, “cóspapa”. Creo que mi tía Trudis era quien le hacía los mandados. La casa en que vivían era muy grande, antigua en su arquitectura, con frente cerrado de altas paredes, una habitación con ventana a la calle y otras dos a un costado de un patio con muchas plantas, que terminaba con un comedor vidriado donde estaba también la cocina y un baño interno. No terminaba todo ahí, detrás seguía otro patio y jardines con muchas plantas. El aroma de aquella casa era muy delicado, olía a limpieza y tortas alemanas. Recuerdo su cocina… algo tan antiguo como lo que llamaban cocinas económicas, negras como el carbón y alimentada a leña. Era muy grande o yo muy pequeña. Abarcaba gran parte de la pared y hasta tenía un horno, todo con manijas de bronce bien brillantes. Mucho más no recuerdo. Tampoco entendía sobre lo que hablaban, ya que entre ellos era el idioma natal el que usaban. Mi cósmama tuvo tres hijas mujeres con diferencia de siete años entre ellas, mamá era la del medio y nació en plena guerra, la primera, donde obligaron a su esposo a enrolarse entre los soldados. Muchas veces mi madre relató que ese abuelo, salió loco de lo vivido en esa etapa de su vida, y por tal motivo buscó emigrar hacia América con su esposa y sus dos hijas. Trudy nació en Argentina.
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CÓSMAMA Cósmama decía mi madre, significaba “mamá grande”, o sea, abuela. También recuerdo haber escuchado que en Alemania perdió un hijo varón de bebé, mayor que mi mamá, algo de lo que no estoy segura, pero bien pudo suceder. La tía Trudis tendría unos quince años en aquel tiempo, y no era nada simpática como sí bonita con sus ojos claros. Lo curioso fue que cósmama tenía un ojo celeste y otro marrón, pero somos varios los descendientes que heredamos los ojos claros. Escucho su voz diciéndome “El- bi-ta…” muy pronunciado en cada sílaba. Recuerdo el cariño con que me trataba y la osquedad de mi abuelo. Para nada era sociable. Tenía un puesto muy importante en una gran fábrica de medias de seda para damas, las que se usaban en aquellos años del 1940 y cuya moda perduró bastante tiempo. Mamá solía visitarla seguido, alternando con alguna visita a la abuela italiana. Cada tarde que se disponía a vestirme de gala, ya sabía que íbamos a pasear, y yo prefería quedarme con aquellos abuelos gallegos. “¿Y dónde vamos…?” le preguntaba haciendo “pucheros”, (gesto de llanto). Cuando decía de cósmama me aliviaba la angustia, al menos ahí todo era calma, y yo curioseaba lo que podía. La última vez… estoy segura que aquella tarde fue la última
que ví a mi abuela alemana con vida. La última vez recuerdo entrar por un pasillo, que terminaba donde comenzaba aquel patio con plantas. Lo cortaba el comedor vidriado y saliendo de la cocina, la abuela alemana con su vestido impecable ancho y largo, su delantal a la cintura, y su sonrisa al mirarme. Posó su mano sobre mi cabeza, se besaron con mamá y me dijo: “¿Có- mo- es- tás- El- bi- ta?” Estoy segura de haber mirado hacia el piso. Mamá me había recomendado no pedir nada de comer, pero cósmama me había acostumbrado a un pancito con su fiambre típico, y yo lo esperaba, ¡era tan rico! -Yá te preparo el “leberbuch”. – Dijo en su forzado castellano, mientras mamá nos regañaba. – Calla Ilsen… deja tranquila a la niña, – supongo que dijo como reprendiendo a mi madre. Muy rápida me entregó en la mano el delicioso pan con “leberbuch”, así lo pronunciaban. Recuerdo haber querido más, pero la mirada severa de mamá me contuvo y me quedé con las ganas. ¡Qué rico era! Tal vez más, viniendo de sus manos. Como hay olores y sabores de la infancia que se impregnan en nuestras vidas. Debo haber nacido detallista, porque no hay aroma o lugar que no haya retenido en mi memoria olfativa o visual. ¡Infancia que no volverás!
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IMAGINAR NO CUESTA NADA Lo que me queda por relatar sobre mi abuela alemana, son los comentarios de mi madre. Tampoco entiendo como ella, si decía que cuando partieron de Alemania tenía tres años, guardaba tanta memoria. En sus relatos siempre dibujó un paisaje mental de bosques y nieve. Sus Navidades, yendo a cortar un arbolito con su padre para adornar en el hogar, entibiado con los leños. La aventura que sufrieron cuando su hermana la llevaba en su trineo, recordemos que tenían siete años de diferencia entre ellas, y la perdió en un vuelco sobre la nieve. Imagino a tía Hilda, la mayor, con sus nueve años o menos, corriendo a llorarle a mi abuela alemana. No es necesario que explique que la encontraron, ¿verdad?. Mamá siempre relataba que antes de las fiestas navideñas, mi cósmama siempre lavaba a mano todas las cortinas de su casa, más blancas que la nieve. Suponemos con mi hermana que el abuelo era un hombre de buena posición. Debió tener estudios y además tenía el hobby de la pintura al óleo, que yo heredé entre mis pasiones por el arte. Eran personas muy refinadas, de modales delicados y bellas mujeres.
Nunca supe porqué lo enviaron a la guerra. Mamá decía que en una licencia, visitando a su esposa la engendró a ella, tal vez uno de los motivos por los que mi madre era extremadamente miedosa. Parece ser que llegada a sus tres años, mi abuelo, con sus facultades mentales alteradas, eligió dejar todo aquel mundo terrorífico. Engañados por vaya a saber quién, viajaron en barco junto a sus dos hijas creídos que los traían a Buenos Aires, para su desventura, los desembarcaron en alguna parte selvática de Brasil. Tal vez agobiados, tuvieron que adaptarse a vivir poco menos que en una choza, mientras mi cósmama se abría paso a fuerza de machete entre la espesura para llegar a algún pueblo. De algún modo fueron saliendo, ya que tiempo después se transladaban a Buenos Aires. Aquí se corta un poco la historia. Habrán alquilado alguna vivienda y, supongo que, con las capacidades intelectuales de mi abuelo, fue resurgiendo de la nada. Mamá me relataba que estudiaba piano y le habían comprado uno, donde su mayor vocación estaba en la música típica, de ahí que con mi papá, bailaran tan bien el tango. Nunca hubo un piano en mi casa de soltera, hasta que yo lo compré con mis ahorros, enseñando dibujo y pintura desde los catorce años, hasta los diecinueve, cuando partí de mi hogar vestida de novia. Fui muy precoz en mis estudios, creo que mi cerebro trae los genes de la sapiencia alemana, los buenos. Al morir mi abuela alemana, pasados tres meses, el abuelo
Pablo publicó en un diario que buscaba esposa de origen alemán, no soportaba la soledad.
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MOMENTOS INOLVIDABLES Lo escrito sobre mis dos abuelas de sangre, es sólo algo de los tantos momentos inolvidables en mi vida. Aquello que quedó grabado en mi recuerdo son algo así, como pantallazos de una historia hoy, muy lejana para mí. Dos abuelas diferentes y a la vez, prendidas en mi memoria. Si bien la abuela alemana, en el poco tiempo que compartimos, me dejó sus muestras de amor, no así la italiana, el hogar humilde de ésta rebalsaba alegría, y me dejó el ejemplo de una familia unida. Entiendo que desde pequeña, sentí un gran cariño por ambas familias, mas nadie fue demostrativo conmigo y creo que me apoqué. Mi infancia con ellos fue de observación más que de participación. En mi paseo por los años del crecimiento formé mi propio mundo, donde tal vez, la herencia de los genes influyó en lo que absorví por propia naturaleza. De mi abuela alemana heredé el color claro de uno de sus ojos, la blancura de una piel impecable aún, para mí, pasados los años. La fortaleza para el trabajo y el reuma, más los rulos de mi cabeza, son de mi abuela italiana. La pasión por el arte de mi
abuelo alemán. De Francisco, que murió a los 91 años con añoranza en sus ojos chiquitos, espero una larga vida, de hecho, la menor de las tías, según le escuché llorar sobre el cadaver de mi abuela que le decía, “que ella era su estrellita…”, falleció hace muy poco a los 94 años, mi padre a los 83 y la mayoría de ellos, los italianos, tuvieron largas vidas. Mi pasión por la música la heredé de mamá. Tal vez en su hogar era una de sus costumbres, ya que no sólo ella estudió piano, sinó también su hermana menor, Trudy. Cuando visitábamos a unos amigos de mis padres que tenían un piano en sus casas, siempre mamá tocaba algo de lo que recordaba. Yo vibraba al escuchar el sonido de un piano y rogué me dejaran estudiar. A mis once años conseguí mi deseo, con la diferencia en contra de mamá y mi tía, que me recibí con honores de profesora superior de piano, así nunca ejercí. Tampoco abandoné el teclado y me resultó útil en diversas ocasiones que serían, otras historias. A los doce años comencé un curso de tres años de dibujo y pintura. Ya era una muy buena dibujante desde los ocho años y excelenta alumna, super inteligente, modestia aparte. Un desperdicio de inteligencia, dijo mi última maestra de la escuela primaria, cuando mi madre se negó a enviarme a continuar estudios superiores, yo quería ser médica. Son cosas de la vida. No me extraña que mi vocación por la
escritura estallase por la última década del milenio pasado. Hasta escribiendo era sobresaliente en la escuela primaria. Nunca dejé nada a medio hacer, eso no creo que sea herencia, es la evolución del ser. De todos modos no puedo embarcarme en relatar toda mi vida, porque me falta la mejor parte, “mi abuela gallega”, y a eso voy a remitirme.
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MI ABUELA GALLEGA ¡Ah! ¡Qué recuerdo! Si hasta me parece un cuento de fantasías, vivido entre sueños y personajes imaginarios… Pero no, es una historia muy real que hoy vive y vivirá en mi corazón. En mis primeros relatos comenté que al contraer matrimonio, mis padres alquilaron una habitación con cocina, en los fondos de la casa de un matrimonio español, nacidos en Galicia. Ahí nací yo. Mis primeros recuerdos se remiten a sentirme entre los brazos de Felicitas, entrando a una farmacia. Habían muchas luces y ella comentó, que yo abría y cerraba mis ojos con el juego de alguna de ellas, llamando la atención de los vendedores. Lo primero que le dijo a mamá al regresar, fue que los farmacéuticos no se cansaban de decirle, “qué preciosa nena, qué ojos tiene.” A ella le encantaba pasearme y mostrarme, no había tenido hijos y para ella yo, era una bendición de Dios. Recuerdo que un poco me asustaba la gente. Cierta vez, parada en el pórtico de la casa, pasó una mujer y me dijo: “¡qué ojos, parecen dos luceros!” Entré llorando como si me hubiesen dicho una mala palabra y Felicitas me tomó en sus brazos para consolarme y explicarme, que era un lucero. Felicitas y don Antonio, su marido; Tonio le decíamos. Era
panadero y trabajaba en la cuadra de la panadería de la esquina de su casa. En contraste con ella, Tonio era un hombre grandote, fornido, pausado, tal vez cansado de madrugar para ir a amasar el pan a mano, como era en aquellos tiempos. Felicitas era pequeña. Su figura bailotea en mi recuerdo, y no creo que encuentre palabras justas para describirla. Su cabeza estaba cubierta de rulos “croquiñol”, así llamaban a esos pegaditos como caracolitos al cráneo. Era castaño oscuro y algo canoso, enmarcando un rostro redondito, algo velludo, de facciones también pequeñas y ojitos que se movían vivaces detrás de sus lentes. Siempre vestía de negro con algún pequeño estampado en blanco. Sus delantales de cocina también eran muy blancos. Su casa constaba de una sola habitación muy grande y cocina, que la separaba de la de mis padres por una medianera baja. Limpita como mi abuela alemana… y mi mamá. Lo más precario siempre brillaba en aquella casa. Se entraba por un pasillo con jardines a los costados, luego, delante de la habitación y la cocina, más patio y jardín colmado de plantas de calas. Donde alquilaban mis padres también había un gran patio, todos techados con lo que decían, galerías de chapa. Hacia el fondo un baño “letrina”, lo más feo. Recuerdo que nos bañábamos en un gran tacho de zinc, dentro de la cocina, que funcionaba a carbón o un calentadorcito a kerosene, donde mamá calentaba sus ollas de agua y cocinaba. Esa era la vida
de los pobres de aquellos tiempos, por tan poco, nunca faltó la pulcritud.
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SU PRESENCIA Felicitas fue mi abuela presente, adoptiva por amor. Creo que al despertar por las mañanas, lo primero que deseaba era ir a la casa de adelante para estar con Felicitas. Muchas veces mamá me reprendía por eso, pensando que yo estorbaba los quehaceres de la mujer. Nunca demostró fastidio al verme, muy por el contrario, me hacía partícipe de sus tareas, como ir a recoger huevos de sus gallinas en el gallinero que tenían en el fondo del terreno. Tanto ella como Tonio, pusieron maiz y afrechillo entre mis manos pequeñas para que se alimentasen las aves y sus polluelos, sobre los que me contaron mil historias. Lo más bonito era recorrer sus jardines de su mano. De hecho, mamá supo relatarme muchas veces que el primer regalo que recibí al nacer, fue un ramo de sus flores, jazmines, mis preferidos, y en los 4 de diciembre, mi cumpleaños, ya están en plena floración. Lo completaba con rosas de variados colores y un poco de cada una de tantas que brotaban en sus canteros. Solía darme una pequeña regadera para ayudarla, cuando se disponía con una más grande, a refrescar sus plantas. Siempre me decía: “Con cuidado Elbita, no vayas a mojar tus zapatitos que después mamá se enoja.” Así iba enseñándome el nombre de cada flor. Recuerdo sus fresias,
las violetas, unas que dijo llamarse “lágrimas de la virgen” y la volví loca con mis “¿por qué?”. No podía entender que esas florecillas blancas en forma de plumerillo, fuesen lágrimas… La mata de calas las regaban con manguera, ¡habían tantas flores! Siempre me cuidaba de que no me ensuciara, y así quedé, entre ella y la pulcritud de mi madre, maniática por la limpieza, desde ya, no puedo ver algo torcido. Felicitas me llevaba con ella cuando hacía sus mandados. Muchas veces volvía de la feria con bolsas repletas de verduras, me sentaba en una silla y, mientras limpiaba hoja por hoja, no dejaba de hablarme o responder a mis preguntas. Otra de las maravillas que recuerdo, era su huevito fresco batido como sambayón con algo de azucar. Creo que no faltó un día sin que lo hiciera y yo pedía más, pero con todo su cariño me explicaba que por día, era sólo uno. ¡Qué delicia! Si ni tenía gusto a huevo, era una crema deliciosa de la que no perdí nunca aquel sabor. Cada cumpleaños su regalo era un ramo de flores, preparado con buen gusto por sus manos laboriosas y huevos frescos para la familia. ¡Y cómo me divertía cuando me enseñaba a bailar la jota! No sólo eso, me disfrazaba con sus blancos delantales a modo de un largo vestido, colocaba un pañuelo en mi cabeza a la usanza gallega, y canturreaba lo que le salía repiqueteando sus dedos a manera de castañuelas,
acompasando su tararear con pasos de baile que yo imitaba. ¡Cómo olvidarla! ¡Cuánto me enseñó con su modesta sapiencia!
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NO SABÍA SU EDAD Hasta que cumplí seis años vivimos en su casa. En la misma habitación que alquilaban mis padres, cuando yo tenía cuatro años, nació mi hermanita Ana María. Fuimos dos a mimar por Felicitas, que supongo, vio llenar su nido vacío con nuestros parloteos y juegos infantiles. Ana nació un 29 de noviembre y también recibió las flores de la estación primaveral de manos de Felicitas. Con cinco días de diferencia, mi hermana y yo cumplimos años. Cierta vez recuerdo haberle preguntado, cuántos años tenía ella. Con su acento español tan notable, me miró sorprendida a través de sus anteojos redonditos, diciendo: “es que no lo sé hija…” “¿Cómo no lo sabes Felicitas? Todos sabemos cuantos años tenemos…” “Es que yo no… no sé… nunca me lo dijeron…” “Y pregúntale a Toño, seguro que él sabe.” “No hija no… nosotros venimos de un pueblito de Galicia donde nadie nos decía nada… era muy lindo, ¿sábes niña? tuvimos que dejar todo y venir para este país por culpa de ese Franco… ¡aj! qué mala persona era con todos, podíamos haber muerto en mi terruño…” Por cierto no entendí nada y volví a insistirle sobre su edad, cosa de niña pequeña de unos cinco años tal vez. “Pero dime una edad… la que te parece…” No sé porqué tenía la obsesión de saber su edad. Hoy pienso que la debí ver
anciana y joven a la vez. Era otra niña compartiendo sus charlas conmigo y me fascinaba escucharla. Todo en ella me embrujaba, me hacía amarla como a nadie. Cada vez me sentía más próxima a su altura, dada su diminuta figura. Tanto insistí con su edad, que al fin creo que inventó tener 54 o 65, lo mismo le daba, todavía yo no conocía los números y seguro pensé que deseaba ser como ella cuando pasara el tiempo. Creo que cuando nos mudamos a un departamento más grande, lloramos mucho ella y yo. No estábamos muy lejos, diez cuadras, no más. Mamá dijo que iríamos todos los días a visitar a Felicitas y que ella nos visitaría a su vez. Así fue, nuestras visitas eran frecuentes y Felicitas siempre preparaba la yemita de huevo batida con azucar, ahora para dos, mi hermana y yo. Felicitas y Toño vinieron a mi boda. Me habían regalado un mate con bombilla que se perdió en el tiempo. El recuerdo no. Felicitas siempre me admiró, como a la más linda y fina de las mujeres. Me amaba con sólo mirarme, como una madre o abuela orgullosa de su retoño. Para ella fui suya. Casi debe haberme sentido de su propia sangre, como yo lo sentí por ella. Cierta vez, estando los dos abuelos de visita en mi casa, yo me encontraba sola lavando verdura para mi mamá mientras conversábamos. En un momento me dijo :” ¡Ay Elbita! Tú
tendrías que estar en el balcón de la Plaza de Mayo no lavando verdura.” Me imaginó presidenta de la Nación pobrecita… En aquellos tiempos, era la inolvidable Eva Duarte de Perón la que llenaba la histórica plaza. Los destinos están marcados. Uno puede cambiar rumbos, vivir mil circunstancias inesperadas, adquirir o no experiencias, pero los recuerdos no se cambian jamás. Felicitas fue la luz de mi infancia. Por ella amé a su España y su Galicia de la que relató mucho sobre aquellos tiempos lejanos de su propia vida. Así me gustó su música, tocar las castañuelas cuando ya más grandecita, me las trajeron “Los Reyes Magos.” También me hubiese gustado que mi madre me enseñara el idioma alemán, conocer Leipsig, su lugar de orígen, que hoy estará totalmente cambiado. Muchas asignaturas quedan pendientes en la vida, esta vida que siempre continúa, que deja atrás la historia de nosotros mismos. Tuve tres abuelas. Cada una de ellas con sus rasgos propios, me legó una cultura.
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