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El Greco Visto Por…
Obra: Autoretrato
Artista: José Luís Merchán
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Obra: El Sopl贸n
Artista: Daniel Nevado
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El Greco Visto Por…
APOSTOLADO En la Casa del Greco Cuentan que cuando El Greco proyectaba pintar su primer gran Apostolado anduvo por Toledo desvariado sin hallar los modelos que buscaba. Atrios y cobertizos registraba, refugios del rufián desesperado, pero en ellos no vio el rostro anhelado que su inflamada inspiración ansiaba. Una tarde, cansado de su andanza, al borde ya de la desesperanza, se dirigió al Hospicio de Dementes. Y allí encontró por fin los desabridos rostros, los ademanes desmedidos y los ojos de fuego incandescentes.
Y decidió pintar la audaz locura de los que a Cristo vieron cara a cara. Pedro que llora inconsolablemente. Pablo con sus escritos y su espada. Santiago con bordón de peregrino. Andrés que apoya en una cruz aspada. Juan que muestra el demonio en una copa. Tomás con sus angustias y su lanza. Santiago el Menor, joven estudioso. Felipe, anciano que la cruz abraza. Bartolomé que ha encadenado al monstruo. Mateo con sus cuentas y alcabalas. Simón que lee con avidez y asombro. Judas Tadeo con las alabardas. Todos ellos son seres desvalidos. Sus rostros son preguntas descarnadas. Son sus mantos parduzcos y verdosos, grisáceos, carminosos… sólo manchas, como apenas recién abocetados, aún esquemas las manos alargadas. Sobresale el trabajo del cabello, los expresivos ojos y las barbas. Con emoción contemplo estas figuras que al Greco le brotaron de la entraña. Acaso sean jirones de sí mismo, Quijotes de una fe desesperada. En ellos cifró el rapto y la locura de los que a Cristo vieron cara a cara.
Obra: El Apostolado
Artista: José Maria Gómez, poema Jose Luis Merchán, ilustración
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El Greco Visto Por‌
Obra: El Caballero de la mano, en cierto lugar
Artista: Cristina Figueroa
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El Greco Visto Por…
Despertó suavemente. Al salir de aquella especie de sopor tardó en asimilar sus nuevos sentidos y la información que llegaba con ellos. Fue tomando consciencia de la luminosidad densa que se formaba en su universo y que penetró por los ojos como una amalgama de blanco y amarillo colosales. La confusión fue aumentando al divisar lo que le rodeaba. Era reconocible pero extraño, de colores demasiado vivos, tal vez brillantes si supiera discernir entre resplandor y color, pero faltaba el olor característico de las cosas, de la realidad; ese olor a aceite arcaico. A su alrededor se mecían masas vegetales y pátinas de tierra. Los verdes eran molestos a sus oídos y de un color limpio, demasiado. Registró en su mente partículas en tonos ocre y siena, azul extraño en las alturas y algo parecido a la tristeza. Desconocía todo de aquel lugar y, a la vez, le era familiar. Pensó que era un sueño de su creador. Las casas eran distintas, las mismas calles, pero distintas casas, y todo, sin excepción, olía diferente a como recordaba, grasa y trementina. No reconoció el lugar, tal vez un jardín de la villa. Con la sensación de haber abusado de vino de consagrar, pero sin su sabor en la garganta, dio el primer paso. Se dobló sobre sí mismo como una cochinilla, temeroso de tanto espacio abierto amenazador. En su fuero interno sentía la necesidad de estar enclaustrado entre cuatro tablas, acariciando la textura en dos dimensiones, en un mundo sombrío del que emergían los colores que daban vida al mundo, al único, al real. De ese cosmos emergía él con su pose magistral para ser admirado. Recordó como de una punzada su sillón de cuero, la oscuridad del cuarto, su fondo neutro, la gente… Eso era, gente, como la que vio venir en grupo con un caudillo al frente enarbolado un objeto alargado y piramidal de tela púrpura. Volvió a ovillarse, elevó la toga y se cubrió el pelo que ahora brillaba al rechazar ese objeto del cielo que lo deslumbraba y calentaba por igual. Los seres que se acercaban no eran como los que vivían en su cerebro. Éstos eran bulliciosos y, si bien iban en grupos (no se atrevió a pensar: en manadas), no les imbuía el respeto que presentaban cuando posaban ante él. Un instinto de supervivencia descolocado le llevó a descubrirse e iniciar una carrera discreta buscando un hueco donde solazar su intimidad. Llegó a la esquina de un edificio de color rojo cadmio con piedras menudas perfectamente cortadas y alineadas. En el soportal había una tienda de objetos brillantes y damasquinos que se podían ver desde la calleja; alguien le habló una vez de aquello; a veces lo exhibían delante de él los villanos que lo visitaban. También había espadas, eso sí lo había visto en algunos compañeros, las mostraban defensivamente entre las texturas de los bermellones del ropaje y el añil de un cielo justiciero. Necesitaba su misal, la seguridad de los ocres, los blancos sucios de su hábito de trinitario, las letras en dorado debajo, el silencio de la noche, la compañía de apóstoles y nobles, la admiración de eruditos, la calma del olor a aceite rancio, a muselina cruda, a tiempo, a pátina de polvo y vida. Las gentes que comparecían delante de él eran extrañas. Todo era en ese instante cada vez más extraño. A la cabeza le venía el nombre de Boston, sin definir porqué, y un gran coche sin caballos, y la oscuridad de una caja de pino y un vahído en el cuerpo de ascensión a las alturas, sin éxtasis. Alguno de sus compañeros pensó en un viaje al otro lado de la mar océana, y un nombre: Toledo. Volver a casa expresó el pensamiento y él lo captó. Corrió, más bien huyó. Entre las callejuelas encontró aquel lugar que adivinada seguro y con porte de centro sagrado u hospital benefactor, donde la palabra Museo, algo reconocible aunque no terminaba de comprender. Un cartel de material aéreo e imposible llevaba letras de una rareza rara, valga la redundancia, donde leyó unas pocas: “Exposic…” y “Grec…” Alguien gritó. Se asustó él también. Uno de aquellas gentes le siguió a la carrera, con un extraño sombrero plano y una espada redonda y negra. Entró en la semioscuridad donde encontró alivio a su memoria. Allí estaban los demás, llegó al puesto donde se reconoció como en un espejo. Su sitio del que no entiende como pudo salir. Leyó letras doradas sobre madera: Hortensio Felix Paravicino. El pánico anunció la urgencia de entrar, volver al redil, a Dios, al espíritu del creador, a la seguridad del tiempo, al abrazo de su amo, aquel Dios Padre que le dio la existencia, como a todos ellos; aquel cuyo espíritu brotó de un pincel y unos polvos de color embadurnados de óleum y cuyo nombre escuchó repetir por los siglos: Domenico.
Obra: El Apostolado
Artista: Enrique Galindo, poema Jose Luis Merchán, ilustración
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El Greco Visto Por‌
Obra: Pasen y vean
Artista: Julio Cesar Ibarra Warnes
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Obra: El Caballero de la mano
Artista: Julio Cesar Ibarra Warnes
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El Greco Visto Por…
Obra: La Casa del Greco
Artista: Luis Riaño
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Obra: El Caballero de la mano en el pecho, en los carnavales de Venecia
Artista: José Luís Merchán
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El Greco Visto Por…
Obra: Divina obsesión
Artista: Maite González
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Obra: El Greco
Artista: Julio Cesar Ibarra Warnes
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