Garcilaso

Page 1

Garcilaso de la Vega El poeta del Renacimiento Mariano Calvo


Garcilaso de laVega Mi nombre es Garcilaso de la Vega y Guzmán. Podría añadir que fui regidor de Toledo, lugarteniente del virrey de Nápoles, maestre de campo y cortesano del gran césar Carlos, pero la posteridad me ha consagrado como “el príncipe de los poetas castellanos” y ése es el título que en verdad prefiero. Nací en Toledo, en los albores del siglo XVI, casi a la par de quien marcó el curso de mi destino: Carlos V. A su servicio comencé mi carrera de cortesano y a su servicio acabé entregando mi vida como soldado. Mi existencia fue corta pero brillante como dicen que los dioses desean a quienes aman. Pero yo no estoy seguro de que los dioses me amaran. Mi biografía, aunque exitosa en apariencia, fue empujada por una oscura fuerza que la condujo por sendas de fatalidad hacia una muerte prematura. No se me ahorraron ni las heridas de la guerra ni las del amor. Ni siquiera se me excusó padecer la muerte de mi hijo primogénito. Por todo ello, y aún más por mi carácter grave y reflexivo, fui el poeta del “dolorido sentir” y viví “acrecentando materia de dolor a mis sentidos”. Un amigo italiano, de los que me conocieron bien, acuñó mi retrato diciendo que pertenecía a la nación de los buenos y los tristes. No le faltaba razón. Dicen de mí que fui arquetipo del poeta soldado. Poeta sí me sentí, pero soldado… sólo a mi pesar. Dentro de mi armadura de capitán yo me vi siempre como un “conducido mercenario” y mis versos están llenos del lamento de quien se sentía un poeta forzado a ser guerrero. De continuo me persiguió, como una nube negra, el destino fatal que acecha en las batallas, y vaticiné mi propia muerte con unos versos trágicamente certeros: “Ejercitando por mi mal tu oficio, / soy reducido a términos que muerte / será mi postrimero beneficio”. Mi alma anheló la belleza en todas sus formas: la naturaleza, el arte, la música, la literatura… y, sobre todo, la mujer. Mi poesía exaltó mi más grande devoción, el amor, y amé la vida como sólo saben amarla los que intuyen que la suya será corta. Seis mujeres llenaron de dulzor y de dolor mi corazón. Primero fue la paciente Guiomar, amor adolescente que me dio un hijo y soportó con resignación mi matrimonio interesado con otra. Después, la infeliz Elvira, plebeya moza extremeña cuyo efímero amorío pagué con diez mil maravedís de olvido. Más adelante, la desdeñosa Isabel Freire, que casó con un rival de menos calidad que yo pero de más fortuna…“ése que de mí se está riendo”. Mi esposa Elena, que aceptó dignamente mis ausencias viajeras y de corazón también. La bella Beatriz, mi cuñada, a la que amé con remordimiento hasta después de muerta. Y, finalmente, la sirena napolitana que me hizo pagar mis pecados con el infierno de los celos. Toledo, que fue el foco recurrente de mis nostalgias, tiene en mi poesía un pedestal de mármol renacentista. La vieja ciudad mudéjar y conventual se describe en mis versos como un nuevo monte Olimpo, y el hortelano Tajo se transforma en cauce aurífero de ninfas y palacios de cristal. Si antes de mis versos Toledo era un sombrío cofre de reliquias medievales, mis endecasílabos lo convirtieron en un luminoso “locus” mitológico.

IGLESIA DE SAN PEDRO MÁRTIR. SEPULCRO DE GARCILASO DE LA VEGA

460



“La vieja ciudad mudéjar y conventual se describe en mis versos como un nuevo monte Olimpo”…


La Ciudad de la Memoria

463

RÍO TAJO. PUENTE DE SAN MARTÍN

Yo poblé las orillas del Tajo de ninfas y pastores enamorados. “Salicio juntamente y Nemoroso” se cuentan sus respectivas cuitas de amor —que son las mías propias— en la ribera donde cuatro ninfas —Nise, Filódoce, Dinámene y Climene— emergen del río “batiendo el agua clara con lascivo juego” y se tienden a la sombra de unos sauces. Cada una teje con hilos de oro, recogidos del propio Tajo, un asunto mitológico: Filódoce, el mito de Orfeo y Eurídice; Dinámene, el de Apolo y Dafne; Climene, el de Adonis… Pero la cuarta ninfa, Nise, no borda en su tela ninguna historia mítica sino la de mi querida Elisa, mi secreto amor culpable, “antes de tiempo dada / a los agudos filos de la muerte”. El Toledo en el que yo nací era una ciudad populosa sólo superada en España por Sevilla, Valladolid y Córdoba. Los toledanos llevábamos con orgullo vivir en la ciudad que ostentaba desde los visigodos el símbolo de la corona española y nos esforzábamos en estar a la altura de la modernidad, que entonces venía de Italia. Los viejos palacios y mansiones señoriales, de orígenes mudéjares, se iban sustituyendo o reformando según las fórmulas del arte a la romana. Nuevos hospitales y fundaciones como el de Santa Cruz y el del Nuncio enriquecían la ciudad según los nuevos usos, e incluso los oscuros cobertizos se suprimían en aras de la mejor ventilación y saneamiento urbano. Pero, en general, la enmarañada red de callejones moriscos se resistía al modelo rectilíneo renacentista. El peñón toledano estaba demasiado penetrado de mudejarismo para que la moda italiana alterara su fisonomía de manera significativa.

“Yo poblé las orillas del Tajo de ninfas y pastores enamorados.”

RÍO TAJO. RIBERA BAJO LA ROCA TARPEYA


Garcilaso de laVega

464

El embajador de Venecia, Andrea Navagero, que vino a la boda del Emperador, me dio a conocer su opinión sobre la ciudad. Encontró Toledo una ciudad de espléndidos palacios pero no demasiado cómoda. En su opinión no había más que una plaza digna de ese nombre, Zocodover, y le sorprendió el hermetismo de las casas, sin ventanas, a la manera morisca. Pero lo que más llamó su atención fue la “fantasía” de la gente principal, a su parecer demasiado soberbia, y le escandalizó la riqueza de la catedral y la vida lujosa y disoluta de los canónigos. Era, ciertamente, una ciudad orgullosa y próspera, llena de linajudas familias que asumían con naturalidad su protagonismo en la gobernación de Castilla. La nobleza toledana, más que ninguna otra, tenía puestos sus ojos en los frutos que el futuro reinado de Carlos V prometía.

PANORÁMICA DESDE LA IGLESIA DE SAN ILDEFONSO

Por lo que a mi se refiere, una primera circunstancia determinó mi futuro: Nací segundón en el seno de una familia de la aristocracia toledana, y, al uso de los tiempos, me vi obligado a elegir entre una carrera eclesiástica, una profesión liberal o el servicio al rey. El destino, siempre al timón de nuestras vidas, me puso a las órdenes de un monarca con ambiciones de emperador que, a la postre, resultó más belicoso de lo que a mi gusto y salud hubiesen convenido. Yo hubiera deseado ser gentilhombre en una corte culta y refinada como correspondía a la época del despertar

renacentista; pero Carlos V me arrastró a los campos de batalla por medio mundo, persiguiendo un sueño de imperio tan caro en oro como en vidas. El porqué alguien como yo —alma de poeta y educación humanística—, acabó sus días en una escaramuza bélica lejos de su hogar, constituye la clave que explica mi existencia. Fui el tercer hijo —segundo varón— de los siete que tuvieron Pedro Suárez de Figueroa, señor de los Arcos, y doña Sancha de Guzmán, señora de Batres. De la casa toledana donde nací —hoy absorbida por la Facultad de Humanidades—, sólo quedan en pie unos vestigios que apenas dejan adivinar que fue una casa espléndida, ubicada en el que entonces era el barrio más noble de Toledo: San Román. Una bonita ventana con parteluz, procedente de aquella casa, se instala en la actualidad en la fachada del Juzgado, en la plaza del Ayuntamiento. Innumerables veces me asomé por ella, aunque su perspectiva es ahora bien distinta. Hay una lápida en el callejero toledano que proclama el lugar donde supuestamente estuvo la casa donde vine al mundo, y, como tantas veces ocurre, señala el sitio equivocado, generando un error que se ha perpetuado durante más de un siglo. Entre los sorprendidos en su buena fe se cuenta el gran Rafael Alberti —que buen escudero mío hubiese sido—, en cuyas memorias recoge su emoción al descubrir mi evocación lapidaria en un rincón insospechado del callejero toledano.


465

PALACIO DE FUENSALIDA. BUSTO DE CARLOS V

. . .“Carlos V me arrastró a los campos de batalla por medio mundo”. . .


“La consecuencia fue la sublevación de los ofendidos en la llamada Guerra de las Comunidades, de la que Toledo fue cabeza”…


La Ciudad de la Memoria Mi estirpe entroncaba con el linaje de los Mendoza y —lo que a mí más me enorgullecía— con el marqués de Santillana, el que primero practicó los sonetos en lengua castellana. Todavía hoy, nuestro escudo familiar enseñorea la puerta del castillo de Batres: los Laso de la Vega, representados por las bandas de Mendoza y “Ave María Gracia”, y las dos calderas jaqueladas de asas gringoladas de sierpes y ocho armiños en orla de los Guzmán. ¡Cuántas evocaciones de infancia y adolescencia trae a mi mente el castillo de Batres! Pero los horizontes de mi infancia fueron también los del señorío de Los Arcos, en Extremadura, y las tierras de Cuerva, a una jornada de Toledo. En su señorío de Cuerva ordenó mi padre que lo enterraran a su muerte, lo que sucedió cuando yo apenas tenía 12 años. Mi etapa de formación culminó con la llegada de Carlos V a España en 1517. Para entonces yo ya me había convertido en un joven caballero de elegantes modales, diestro con las armas, ameno conversador, algo músico y con fama incipiente de buen versificador. A mis veinte años protagonicé un incidente, espada en mano, contra los representantes del cabildo catedralicio por una disputa en relación a la posesión del patronazgo del Hospital del Nuncio. Yo defendía los intereses del municipio frente a los canónigos y aquella gesta me costó una multa y el ser desterrado de Toledo durante tres meses. Las expectativas optimistas que suscitaba la llegada de Carlos V a España se vieron enseguida defraudadas por la actitud de éste, que, mal asesorado por sus ministros flamencos, procedió a repartir entre sus cortesanos extranjeros los cargos y prebendas que la nobleza castellana tenía como suyas. La consecuencia fue la sublevación de los ofendidos en la llamada Guerra de las Comunidades, de la que Toledo fue cabeza y en la que mi hermano mayor, Pedro Laso de la Vega, ostentó el liderazgo comunero. Yo había sido nombrado poco antes contino del emperador, mi primer empleo cortesano, lo que me forzó a alinearme en el bando contrario al de mi hermano. Con gusto me hubiera puesto del lado de los sublevados, cuyo punto de vista compartía, pero yo era gentilhombre a sueldo del emperador… No podía elegir.

PUERTA DE BISAGRA. ESCUDO IMPERIAL

Pasé la guerra en el castillo del Águila, cerca de Olías del Rey, junto con un puñado de caballeros toledanos afines al Emperador, ejerciendo el cerco a Toledo con tareas de acoso y desgaste de los rebeldes. Y en la única batalla importante del cerco fui herido en el rostro. Una circunstancia evitó que cruzáramos las espadas mi hermano Pedro y yo: antes de la batalla en que fui herido, mi hermano mayor abandonó el movimiento comunero, considerando que había evolucionado hacia niveles de revolución social que estaba lejos de compartir.

467


Garcilaso de laVega En esos días nació mi hijo Lorenzo, fruto de mis amores ilícitos con Guiomar, la joven que un día compartió mis juegos infantiles y que, ya adolescente, despertó mis primeros fuegos amorosos. Todo auguraba que nuestro incipiente amor culminaría en matrimonio, pues el linaje de Guiomar no era menor al mío y su fortuna familiar superaba a la de los Laso. Pero la guerra vino a alterarlo todo: la familia de Guiomar optó por el bando finalmente perdedor y lo que era un proyecto de boda previsible se convirtió en un deseo irrealizable. Casarme con la hermana de un conocido comunero —yo, hermano de otro comunero— hubiera supuesto la ruina de mi porvenir. Como contino del Emperador, formé parte del número de los cortesanos que participaron en la organización de la casa del rey, pero no fui yo de los falaces aduladores y fingidores de méritos que tanto se prodigan en los alrededores de los poderosos. Reconozco, sin embargo, que siempre conté con el apoyo de la casa de Alba, de cuya esfera clientelista pasé a formar parte, cobijándome a su sombra como uno de sus protegidos. Merced a ello, pronto fui nombrado con el cargo de acroe de Flandes o gentilhombre de la casa de Borgoña con una remuneración que casi doblaba la que venía recibiendo como contino. Y casi al mismo tiempo fui nombrado caballero de la Orden de Santiago.

CONVENTO DE SAN PEDRO MÁRTIR. IGLESIA. CABECERA

468

Fue en el entorno del duque de Alba donde estreché amistad con quien sería en adelante mi más entrañable amigo, el poeta Juan Boscán, ayo del futuro heredero del ducado de Alba y “un hombre perfecto en la difícil arte cortesana”. Ambos compartíamos nuestra vocacional dedicación a la poesía y a —lo que viene a ser lo mismo— los complicados enredos del corazón. Mi vida militar al servicio de Carlos V comenzó cuando yo tenía veintitrés años, participando en la toma de Salvatierra y Bayona, y luego en el cerco a Fuenterrabía. Tras la toma victoriosa de esta plaza, viajé a Portugal, donde a la sazón permanecía exiliado mi hermano Pedro Laso. El plan era organizar su matrimonio con una de las damas de Isabel de Portugal, la prometida del César, para motivar así el perdón del Emperador. Pero en mala hora la dama elegida por mi hermano fue la bellísima Beatriz de Sa, cuya belleza se infiltró en mi alma llenándola de zozobra. Al mismo tiempo, mis galanteos con otra de las damas de la Emperatriz, Isabel Freire, se saldó con su desaire. Ambas damas, Isabel Freire y Beatriz de Sa, laten detrás de la Galatea y la Elisa de mis apasionados y melancólicos versos como origen de los desgraciados amores que tanto me hicieron sufrir. Carlos V permaneció en Toledo casi un año, durante el cual, en medio del hervidero político y los fastos cortesanos, se urdieron un buen puñado de negociaciones matrimoniales: Se organizó la boda del Emperador con Isabel de Portugal. Asimismo, su hermana Leonor enlazaría con Francisco I (el rey francés, prisionero en Pavía). Mi hermano Pedro Laso con la dama portuguesa Beatriz de Sa. Y yo, con Elena de Zúñiga, dama de doña Leonor. Elena y yo nos casamos en Toledo, en el otoño de 1525. En ese tiempo, con la corte imperial instalada en la ciudad, desarrollé contactos de amistad y entendimiento intelectual con ilustres personajes que habían acudido a la celebración de la futura boda imperial, entre otros, mi admirado Baltasar de Castiglione.

En esos días nació mi hijo Lorenzo, fruto de mis amores ilícitos con Guiomar


“En esos días nació mi hijo Lorenzo, fruto de mis amores ilícitos con Guiomar”…


“Mi amada secreta, la esposa de mi hermano Pedro Laso, murió en aquellas fechas al dar a luz”…


La Ciudad de la Memoria

CONVENTO DE SAN PEDRO MÁRTIR. IGLESIA. CABECERA

Tras su boda, Carlos V quiso convertir en realidad su sueño de recibir de manos del Papa la corona imperial y planeó su viaje a Italia, a donde tuve la fortuna de acompañarle. Fastuosas jornadas las de Bolonia, de imborrable recuerdo. Luego, tras la coronación, recibí licencia para regresar a España. Mi nuevo empleo consistió en servir a la Emperatriz Isabel de Portugal, que ejercía de Virreina en Toledo. Y la primera misión que ésta me encomendó fue viajar a Francia para averiguar el trato que el rey Francisco I daba a la hermana del Emperador, doña Leonor, su reciente esposa. El trato, según me dijo la propia Leonor, era bueno, y así lo transmití a la Emperatriz a mi regreso a España. Un dolor me aguardaba en Toledo: Mi amada secreta, la esposa de mi hermano Pedro Laso, murió en aquellas fechas al dar a luz, lo que me llenó de una íntima desolación. También en ese tiempo acaeció otro suceso de amargas consecuencias para mí: los esponsales, en la catedral de Ávila, de mi sobrino Garcilaso con Isabel de la Cueva, de cuya ceremonia fui testigo. La boda carecía de autorización real, por lo que, a instancias de la Emperatriz, fui desterrado a una isla del Danubio cuando, ya en Ratisbona, me disponía a incorporarme al ejército del Emperador. He de reconocer que aquel confinamiento, que se prolongó durante tres meses en la isla de Schult, fue un destierro suave, salvo en lo que significaba de pérdida del favor del emperador. Finalmente, la mediación de mis protectores de la casa de Alba obtuvo del César la condonación de mi destierro, aunque con una condición: debía optar entre servir en Nápoles junto al recién nombrado Virrey, don Pedro de Toledo, o encerrarme en un convento. El dilema no me supuso vacilación alguna. Al llegar a Nápoles, el Virrey me nombró lugarteniente de la compañía de gente de armas y, en la práctica, su confidente para todo tipo de asuntos, incluyendo los amorosos. Las prerrogativas que me proporcionaba el cargo, la opulencia de la corte del virrey, el ambiente cultivado en torno a la Academia Pontaniana y la sabida liberalidad de las damas napolitanas se conjuntaron para mi felicidad. De este tiempo datan mis amores con cierta secreta dama, cuya sombra planea en mis poemas de aquellos días. Se ha sugerido que este amor napolitano fue Catalina Sanseverino, pero no seré yo quien desvele el misterio. Prefiero que su sombra cruce por mi obra con el discreto sigilo que imponen las leyes del amor cortés. De cuando en cuando viajaba a Toledo con mensajes del Virrey al Emperador, lo que aprovechaba para gozar de la familia y los amigos. También, cómo no, para atender a los inexcusables asuntos económicos. Cuando, a mediados de abril de 1534, abandoné Toledo para regresar una vez más a Nápoles, no sospechaba que decía adiós para siempre a mi ciudad natal, adonde sólo regresaría después de muerto. El Virrey tenía empeño en que me asentara definitivamente en Italia, e instó al Emperador para que me nombrara Alcaide de Reggio Calabria, como así hizo.

471


“Mi nuevo empleo consistió en servir a la Emperatriz Isabel de Portugal, que ejercía de Virreina en Toledo.”


473

PALACIO DE FUENSALIDA. PATIO. ESTATUA DE LA EMPERATRIZ ISABEL DE PORTUGAL

Los asuntos que me absorbían por entonces tenían que ver con la recluta y apresto de las tropas que habían de acudir en castigo de Barbarroja, en Túnez, lo cual me impidió viajar a España para conocer a mi quinto y último hijo, Francisco. En medio de un marasmo de obligaciones militares y políticas, nunca abandonaba mi afición poética, y así, regateando horas a los afanes, siempre encontraba ese rincón de sosiego necesario para el ejercicio de la poesía.

PALACIO DE FUENSALIDA. PATIO

La expedición a Túnez en la que embarqué tocó por fin la costa africana, y el primer objetivo que se planteó fue el asalto al fuerte de La Goleta. Desde allí los turcos hostigaban nuestras posiciones haciendo frecuentes salidas a caballo. Y en una de éstas estuve a punto de perecer, acorralado por tres moros que me hirieron con sus lanzas en el brazo derecho y en la boca. Esta vez el hierro enemigo no sólo consiguió marcar mi piel sino además, como secuela, una ligera alteración en la pronunciación. Durante el viaje de regreso a Nápoles escribí una epístola a mi íntimo amigo Juan Boscán en la que le daba cuenta de mi estado con un fondo de tristeza muy lejano al que se supondría en un soldado victorioso. Denunciaba la hipocresía de los medradores cortesanos y le


Garcilaso de laVega afirmaba mi empeño por simultanear el ejercicio de las armas con el de las letras. Más adelante, tras envidiarle su vida doméstica, le confesé mi temor de que, a mi regreso a Nápoles, quizá encontrase “vacío o desparcido” el nido que en otro tiempo cobijó mi amor. Después de cinco meses de celebraciones por la pírrica victoria contra el turco, nuevos sones de guerra truncaron mi sosiego. Ahora era Francisco I, con su ambición sobre Saboya y el Milanesado, el que me separó de mi querido círculo napolitano. De nuevo los arreos militares y las rudas fatigas de los campamentos. Y, una vez más, me vi ejercitando el escapismo de los versos en los descansos de la espada. En aquellos días alcancé el cenit de mi carrera militar al ser nombrado maestre de campo de tres mil infantes españoles, al frente de los cuales desfilé en Asti ante el Emperador. Los planes de Carlos V eran entrar en Provenza y apoderarse de Marsella, cuyo puerto significaba el control del Mediterráneo occidental. Pero, iniciada la campaña, comprendió la inviabilidad del cerco y ordenó la retirada general. Fue en el curso de esta retirada donde me aguardaba la hora fatal que tanto había temido. Cuando trepaba a una torre por una escala, unos emboscados franceses arrojaron desde arriba una piedra, causando mi caída, de la que resulté muy mal descalabrado. Mi prolongada agonía duró veinticinco días. En la madrugada del 13 al 14 de octubre de 1536, en Niza, a los 37 años de edad, dieron fin mis días en la tierra. Junto a mi lecho se hallaba un grupo de amigos y camaradas de armas, pero las manos consoladoras de mis seres más queridos o esos ojos en los que leer un último mensaje de amor en la tierra, eso me faltó en la cita final de mi destino. Al fin, vine a morir con arreos de soldado, víctima, según mi aciago pronóstico, del fantasma apocalíptico de la guerra. No mucho antes escribí unos versos que alcanzaron tristemente valor de epitafio:

“Adiós, montañas; adiós, verdes prados; adiós, corrientes ríos espumosos: vivid sin mi con siglos prolongados.” . . . . . .“Este descanso llevaré, aunque muera, que cada día cantaréis mi muerte, vosotros, los del Tajo, en su ribera”.

IGLESIA DE SAN PEDRO MÁRTIR. SEPULCRO DE GARCILASO DE LA VEGA Y SU HIJO

474



Garcilaso de la Vega El poeta del Renacimiento Mariano Calvo


Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.