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literatura de kiooskoo 4
ceros José P. González · Julio C. Lebrato Rojo Boni Loz · Jesús Tíscar Jandra · J. Hardoy
edicio ones RaRo o · Jaén. Junio o 20003 ediciones RaRo · Junio 2003
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literatura de kiosko 4
ceros a la izquierda
Boni Loz José P. González Jesús Tíscar Jandra Julio C. Lebrato Rojo J. Hardoy ilustración José Antonio Solas
Jaén. Junio 2003 ediciones RaRo
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Boni Loz
ceroo 1 Estoy vendida, jodida, seca. He vendido mis ideas al mejor postor, he regalado mi vida por dos palabras, me he traicionado a mí misma por nada. Y no ha servido para nada. Vivo encerrada en una casa extraña de la que no tengo las llaves, con un teléfono que dejó de sonar hace 3 años. Pero no, no todo está tan mal: He conseguido cierta fama como escritora marginal para lectores marginales. No me pagan mal. Lo suficiente para que no me falte una botella de buen vino, jamón de pata negra y algún filete de ternera que me traen directamente a domicilio. Es una pena que todo lo que escribo sea robado de escritores más marginales que yo que valen mil veces más que yo y que nunca llegarán a ver su cuenta de ahorros con tantos ceroos que no lo creerían. Claro que yo hace años que estoy a ceroo. De esos ceroos que no se comen pero te mantienen vivo.
ceroo 2 Nadie dijo que fuera fácil empezar de ceroo. Con el tiempo es igual de jodido. Y el ceroo cada vez es más ceroo. Igual a nada. Y el que nada no se ahoga…
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ceroo 3 Soy zurdo. Con lo cual nunca aprendí a hacer ceroos a la derecha, sino a la izquierda y con la izquierda. De niño me daban collejas para evitar esa estúpida manía de escribir con la izquierda. Eran unos años muy comprensivos con las diferencias. A un compañero de pupitre que era gordo, le tenían abrasado con los pellizcos laterales que servían para eliminar grasa, según le decían mientras le apretaban sin piedad. Hasta me acuerdo de otro chaval con la mala suerte de tener un remolino en el flequillo con lo que su pelo estaba siempre como si le diera un golpe continuo de viento. A ese tomaron la costumbre de echarle cubos de agua fría para domarle el cabello. En pleno invierno y antes del recreo. Así podría continuar hasta aburriros. La cuestión es que el hecho de ser zurdo me convirtió desde la infancia en un ceroo a la izquierda. Aunque a base de ostias y miradas de desprecio consiguieron quitarme la estúpida manía de escribir con la izquierda. Me hice diestro y mi carrera pésima como estudiante avanzó a medida que disminuían las collejas. A los 25 años no tenía ni estudios terminados ni un oficio determinado. Ni indeterminado, para decir la verdad. A los 30 una chica preciosa me dijo que era una lástima que no fuera zurdo porque ella se enamoraba perdida e inevitablemente de los zurdos. 3
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Entonces volví a aprender a escribir con la izquierda y aunque sigo sin carrera y sin oficio, esa chica se enamoró de mí y me fui a vivir con ella. Ahora a los 40 soy un tipo con suerte. Me dedico a hacer ceroos a la izquierda que me quedan perfectos y a escribir novelitas del oeste por entregas, para zurdos. He olvidado utilizar la mano derecha y estoy pensando en amputármela y donarla a la ciencia a ver si a alguien puede servirle una mano acomplejada. Por las noches mi novia yo nos dedicamos a comer patatas fritas de Casa Paco para gordos y para flacos…
ceroo 4 Desde hace un tiempo todo es ceroo. Ceroo a Camarón al que ya no puedo escuchar sin que se me caigan las lágrimas. Ceroo a los Leño, imposible oírlos sin que me vengan a la cabeza todos mis recuerdos, toda una vida compartida, viajes en coche con los Leño, mudanzas con los Leño, llantos y sexo con los Leño… Ceroo a la Velvet, a Bob Dylan, a Patty Smith, a Lou Reed. Demasiados ceroos juntos, todos a la izquierda bien pegados impidiendo que la suma pase al uno. Y lo peor es que me gusta el ceroo, que me empacho de él, regodeándome en su redondez. Y a lo mejor por eso para colmo me he venido a vivir a una ciudad en la que no puedo dar un paso sin que cada rincón guarde un montón de números que recuerdo bien: dos más dos igual a cuatro y cuatro 4
y cuatro ocho y este ya se sabe que si se cae un poco es un infinito… si no fuera tan terrible a veces me parecería gracioso. Así que me acostumbro a vivir con ese ceroo permanente que si le damos la vuelta es roce y el roo ce ya se sabe…
la hucha De pequeña me regalaron una hucha con forma de cerdito, con una ranura en la parte superior. Os sonará lo que digo, la típica hucha-cerdo-rosa. Me decían que si metía unas pesetas en ella cada día al terminar el año tendría una pequeña fortuna. Para mí sola. Pero cuando la rompí con todas mis fuerzas, el cerdo se las había tragado y digerido. Mis padres nunca me creyeron…
José P. González
Harry A Harry cuando se le acumulan los ceroos: ceroo llamadas en el contestador, ceroo mensajes en el móvil, ceroo posibilidades de encontrar trabajo, ceroo goles a favor (uno, por lo menos en contra), ceroo preguntas acertadas, ceroo partidas ganadas, ceroo euros en la cuenta corriente… recurre al remedio del viejo doctor Parton. El remedio consiste en tomarse un coñac a las horas y a las medias. Es un remedio infalible si se respeta la 5
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dosis y los horarios. En caso contrario produce efectos secundarios, convirtiendo al paciente en un ceroo a la izquierda. Harry duerme hecho un ceroo, siempre en el lado izquierdo de la cama, junto a la pared, aunque el derecho junto a la mesilla de noche de color verde, hace mucho tiempo que está vacío. Tiempo atrás, cuando disfrutaba de compañía, dormía hecho un cuatro. El cuatro es un número que anatómicamente se acopla perfectamente con otro cuatro, sumando un ocho. Pero al número ocho cuando se le borra la mitad se queda en un ceroo. Un ceroo un tanto ridículo y escaso pero a fin de cuentas un ceroo, aunque con el mismo valor que un ceroo a la izquierda. Ya que estamos con números, el seis y el ocho son los dos únicos números que en momentos dados buscan la compañía del ceroo a la izquierda ya que pueden aumentar su valor si se ha aprendido a darle una vuelta más a la historia. A Harry le gusta escribir modestos poemas. Antes ceroo siempre le rimó con te quiero, ahora le rima con pero (adverbio). Los modestos poemas de Harry que nunca fueron ni floridos ni puros, más bien cortantes e impuros, iban a ser recopilados con el título de «Ceroo a la izquierda» pero un tal Andreu Martín se le adelantó escribiendo una floja novela negra con ese título y Harry los dejó en el disco duro de su ordenador que como sabe 7
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Jesús Tíscar Jandra
Requiescat In Pace coon Tequila todo buen programador que se precie están numerados siempre con un ceroo a la izquierda. En los viejos tiempos empezar de ceroo nunca fue un problema para Harry, sólo le hizo falta una mochila, una pluma, una libreta y un mapa de carreteras que compartir. En estos tiempos que corren empezar de ceroo para Harry ha consistido en cambiar la cerradura de la puerta de su casa, las fotos del salón y los discos que pone en el equipo. Naturalmente hay bastante diferencia, antes era como añadir un ceroo a la derecha, ahora es peor todavía que añadir un ceroo a la izquierda, ya que Harry está restando. Harry es un tipo de pocas palabras aunque cuando habla casi nadie le tiene mucho en cuenta, incluso últimamente le mandan callar. Entonces Harry se apunta un nuevo ceroo en su marcador particular y expulsa el humo de su ducados en volutas en forma de ceroos que suben y suben, escorándose hacia la izquierda. Como ya os habréis dado cuenta, nuestro Harry tiene un ceroo en el corazón. Pero como es bien sabido que el corazón está a la izquierda es un ceroo que no vale nada, un ceroo sin utilidad, aunque para Harry ocupa un espacio y un dolor tan intenso e inmenso como dos ceroos muy juntos, casi entrelazados, uno a la derecha y otro a la izquierda. o o 8
Lauro abrió un pub, el pub se le llenó de muertos. Todos los muertos, todas las muertas de aquella ciudad, de pronto, encontraron su hogar en el pub de Lauro. Era un local pequeño, pero no tanto como una tumba. Sin embargo, se le llenó de muertos. Muertos que no sabían adónde ir, muertos que no sabían dónde quedar, noctámbulos muertos nómadas que hasta que Lauro abrió su negocio habían vagado ciegamente buscando cobijo, alcohol, comprensión, como cualquiera. La noche de la inauguración, el local permaneció vacío durante cuatro horas. Sólo Lauro detrás de la barra, vestido con su mejor camisa, unos vaqueros nuevos, el cinturón también era nuevo, italiano. Todo estaba listo para empezar a servir copas, para empezar a sobrevivir por su cuenta tras siete años de camarero en siete ciudades distintas, sobreviviéndole a siete putos patrones. Pero no entraba nadie. A su pub, Lauro lo había llamado «Alagoa», el nombre de su pueblo pontevedrés, donde nació, donde creció, donde se desolló las rodillas, donde enterró a su padre, donde conoció el sabor de los besos, el tacto de los coños, del que se largó, al que volverá, esas cosas corrientes… La decoración era sobria, con el toque de la buena intención. Pero la noche de la inauguración, nadie durante cuatro horas. Lauro había puesto un anuncio en el periódico local, dos en la radio; además 9
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había impreso doscientas octavillas que él mismo repartió por las calles más céntricas. El «Alagoa» no estaba demasiado a la vista, eso era lo malo. El «Alagoa» tampoco es que se hallase en el fin del mundo. El «Alagoa» era un pub de callejón. Lauro pensó en cerrar, en emborracharse él solo. Qué estaba pasando. Ni siquiera sus conocidos, que, aunque pocos, los tenía en aquella ciudad; ni siquiera Mariló, su compañera caliente de algunas noches; joder, ni siquiera Molina, el niño pijo prestamista, había acudido, pese a que, de momento, una parte del pub era suya. Qué pasaba. Qué estaba pasando. A las 00:20 se abriría la puerta, a partir de entonces, para dejar paso a la primera muerta de la noche. Siempre la primera muerta. Una muerta reseca, cadavéricamente joven que, trastabillante, muy lenta, se acercaba a la barra con las dos manos extendidas, como sacándolas fuera de su oscuridad. La muerta se apoyaba sobre el mostrador con un gesto de alivio tembloroso: era como si cada noche hubiese estado esperando ese momento durante toda su vida. Lauro creyó ver una sonrisa en sus labios carcomidos. Le dio la bienvenida. La muerta, que lo miraba con su ausencia de mirada, correspondió a su saludo cabeceando levemente. No hablaba; ninguno de los muertos que acudía al pub de Lauro decía una palabra. No hablaban porque no respiraban. Cuando Lauro preguntó a su primera clienta muerta qué quería tomar, la muerta dijo con los hombros que le daba igual 10
mientras fuese alcohol recio. Eso dijo la muerta. Desde el principio, Lauro comprendió muy bien a sus clientes. Les sirvió tequila, medio vaso de tubo, sin hielo, sin limón, sin sal, sin reverencias, sin historias. También sin miedo, este pudo ser el secreto de su éxito, de la fama que llegó a tener el pub de Lauro entre los cadáveres nocturnos. El tequila fue la bebida de los muertos, la de todos los que entraron al pub «Alagoa» después de aquella primera joven difunta, así como la de los que siguieron acudiendo noche tras noche a partir de las 00:20, hasta abarrotar el local de fetidez y de silencio. Tequila para todos: muertos viejos, bellas muertas, muertos bellos, muertos con gafas graduadas, inútiles, muertos calvos, muertos peludos, muertos más o menos putrefactos, muertos ya conocidos, nuevos muertos. Amortajados, sin ojos, sin dientes, sin pulso, sin alma. No había más que muertos en el pub de Lauro, quien a los pocos días, devolvió a sus proveedores todas las bebidas. Sólo pedía tequila. Se enriquecía Lauro un poco más cada noche, porque los muertos pagaban, la muerte no era excusa para no pagar los tequilas. «Estás muerto, lo sé, pero me da igual, son seis mil». Lauro se reservaba el derecho de admisión para los muertos que no tenían dinero. Los muertos se rebuscaban en sus bolsillos llenos de ceroos, de barro seco, mondas de patata, pelusas de boatiné; los muertos sacaban sus carteras, sus monederos, sus bolsos despellejados, o hurgaban 11
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entre los pliegues de su carroña en busca de monedas. Gusanos no, monedas. En ocasiones tenían que prestarse el dinero entre ellos, dinero robado, a nadie le entierran con dinero. Algunos pagaban con sortijas, otros con marcapasos, otros con medallitas de oro del niño Jesús, de la virgen del carmen, con esvásticas de plata, con asideros de ataúd rococó. Los muertos más viejos solían pagar con billetes fuera de curso legal, que Lauro coleccionaba en un álbum de fotos. Era una colección valiosa, había dinero de todas las épocas, de todos los siglos, de todos los colores, de todos los metales, de todos los brillos. Quizás no de todos. Cuando estaba de buen humor, Lauro, como todos los muertos eran ciegos, les hacía infantiles burlas, cortes de manga, depravados metisacas de lengua. Se divertía. Pero los muertos, ciegos o no, no eran sordos. Una noche, Lauro quitó la música por sorpresa. Los muertos, entonces, desencajaron las mandíbulas, sangraron polvo por la nariz, arañas por las orejas, así protestaron. Los muertos atendían a los cedés que Lauro seleccionaba. Algunos hasta seguían el ritmo con el pie o con la mano, golpeando suavemente sobre la barra. Les gustaban los tangos, los boleros, Joaquín Sabina… A veces, sin demasiadas ganas, los muertos bailaban. Pero lo que les gustaba sobre todo era beber. Los muertos bebían tanto que de no haber estado muertos se hubieran muerto allí mismo. Ningún vivo aguantaba bebiendo lo que aguan12
taban ellos. En cambio nunca orinaban. Lauro tampoco consiguió jamás sorprender a dos muertos fornicando en el servicio. Antes del amanecer, los muertos se marchaban cabizbajos, todos a la vez. Lauro barría algunas uñas desprendidas, negruzcas, algunos cabellos blancos, algún diente, alguna araña, algún gusano, algún caracol, algún ceroo… Poca cosa en general, los muertos apenas ensuciaban. Lauro no fregaba los vasos porque la muerte no se contagia. Muchos menos a un muerto. Cuando se acostumbró al tufo que los muertos traían, no utilizó más el ambientador de pino de las primeras noches. Lauro salía de trabajar amaneciendo. Desayunaba churros en una cafetería cercana, puede que le echara un vistazo al periódico, miraba las esquelas rascándose el bigote. A veces, antes de irse a dormir, se daba una vuelta por el cementerio, reflexionaba un poco…
Julio C. Lebrato Rojo
mala soombra y carácter Una vez, hace entre 20 y 30 años, cuando todavía era un niño que vivía en una ciudad del este de Europa, fui con mi padre a visitar a un amigo suyo que se había mudado, no sé por qué azar, a un apartamento de alquiler en un gris edificio. Tras saludarse me dejaron solo en una habitación apenas iluminada por el sol. Según mis ojos 13
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se acostumbraban a la oscuridad, iba adivinando libros y más libros, llenando las estanterías y formando columnas sobre mesas y sillas, y también apilados en el suelo en montones que casi me llegaban al pecho. Tras esperar un largo rato en la penumbra sin saber qué hacer, acabé por atreverme a fisgar entre los libros. La heterogeneidad de la colección resultaba evidente hasta para un niño. En mi casa había también una buena cantidad de libros, y había leído a mi edad bastante más que la mayoría de mis amigos. No puedo presumir de haber tenido cuando era niño unos gustos refinados y precoces, pues me hartaba de leer una y otra vez mi pequeña colección de cuentos y libros cómicos y de aventuras, pero apenas había ningún otro libro en mi casa que se hubiera salvado de que lo husmeara en busca de fotos o ilustraciones, de modo que me había ido fabricando mi propia tipología de los libros para adultos en la que incluía todos aquellos que no me imaginaba que fuera a leer jamás pero que me resultaba de gran utilidad a la hora de orientarme en mis expediciones en las estanterías. Así identifiqué muchos de los libros de la habitación como piezas similares a las que mi padre consideraba las más serias y distinguidas de su colección. Sin embargo, aquí estaban mezclados con otros excluidos de nuestra biblioteca familiar, en la que incluso los libros infantiles habían de estar excelentemente encuadernados y contar con amplios márgenes. Pero lo 14
que más llamó mi atención fue una multitud de volúmenes de cuentos ilustrados, editados en los formatos y lenguas más diversas. A saber qué valor que tendría ahora esa colección: se trataba casi siempre de primeras ediciones y extravagancias de bibliófilo, pero más importantes como rarezas que como mercancía. Todos parecían nuevos, apenas abiertos, y mezclados con los demás según alguna rigurosa lógica. En ese momento entraron mi padre y su amigo. Mi padre traía un grueso tomo en la mano que se puso inmediatamente a estudiar en un sofá iluminado por una lámpara de pie. Yo había soltado el libro que estaba hojeando, temeroso de que me riñera por impertinente; pero él no me dirigió una sola mirada y se concentraba sobre su volumen como si quisiera grabárselo en las pupilas. Su amigo le dejó a solas con el libro, y durante todo el tiempo que mi padre se entregó a él se mantuvo a una distancia mínima del sofá. Quizás para matar el rato se acercó a mí y tomó el libro que yo acababa de devolver a su lugar de forma poco convincente. Temí una mirada de censura, pero en cambio noté una especie de complicidad. Me contó que los libros de cuentos que más le gustaban eran los que tenían ilustraciones coloreadas a mano. Abrió un volumen que dijo que recopilaba los dibujos y los escritos de un loco. A mí me había parecido a primera vista uno de cuentos de hadas. Ese comentario pareció agradarlo. Según él, nadie podía saber si un libro como 15
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ese era una cosa u otra hasta que no era colocado en la compañía correcta. Desconociendo que era obra de un loco, lo mismo podía ser colocado entre los de poesía como entre los humorísticos o los infantiles. Al colocarlo en una estantería dedicada a libros de la misma clase, todos los demás libros quedaban a salvo de él y él a salvo de todos ellos. Colocándolos en compañías insólitas era posible subvertir el valor acostumbrado de cada cosa y hacer posible que apareciera otro, si no más verdadero, al menos sorprendente. Pero más que otra cosa, le interesaban como objetos de contemplación y estímulos para el ensueño. No se diferenciaban tanto de la colección de postales o sellos que yo pudiera tener en casa; una biblioteca era una especie de atlas familiar, un inventario de resortes para poner en marcha la memoria. A despecho de la escrupulosa ordenación de sus tesoros, el hombre no tenía reparo en extraer y poner en mis manos más y más tomos, pequeños y exquisitos como nunca antes había visto y no he vuelto a ver después. Parecía producirle una enorme alegría que yo los tocara y mirase glotonamente, uno tras otro; me llamaba la atención sobre el estilo del dibujante, el estampado de la portada, la viveza del colorido, y en ningún caso reparó en la mayor o menor importancia de lo que en ellos se contaba. Sólo me llamaba la atención sobre pequeños detalles –el título, la tipografía, alguna palabra resaltada– triviales pero que parecían hacerse guiños 16
de uno a otro libro. Durante un momento entreví algo así como conductos de comunicación entre todos ellos, y sintiendo una especie de vértigo comenté que hasta con el más pobre de los libros se posee todos los demás, y que leyendo en él puede llegarse a saber de todas las cosas del mundo. No, no, respondió sonriéndose; y debe ser difícil conseguirlo, pero en la mayoría de los casos la gente se las arregla para que los libros que hace no sean más que lo que se ve a primera vista. Pero la verdad es que la mayor parte de los libros entre los que escarbaba pertenecía precisamente a esa clase de libros a primera vista insignificantes, cuyo único aliciente era algún detalle que únicamente él sabía percibir y valorar, y que él me comunicaba con una vanidad tan infantil que yo podía comprender como lo más natural del mundo, disfrutando tanto como él de tener ocasión de compartir un hallazgo secreto. Mi padre no nos prestaba la menor atención. El hombre le dirigió una pregunta trivial para asegurarse de lo enfrascado que estaba en su estudio. Del sofá, único punto iluminado de la habitación, no nos llegó respuesta alguna. El hombre procedió entonces a observar atentamente mi chaqueta, y al descubrir que tenía un bolsillo interior, introdujo en él con un gesto travieso una pequeña pieza de lo mejor de su colección por la que me había visto especialmente deslumbrado. Pretextó que su colección iba a ser entregada a su ex-esposa, que casualmente ya 17
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tenía ese mismo libro, así que se alegraba de poder dejarlo en manos de alguien que supiera apreciarlo. Pero si toda la colección había de ser para ella, este libro también le pertenecía, repetido o no. En cuanto mi padre me encontrase el libro, aparte de enojarse, acabaría por enviarlo a su dueña. Arréglate entonces para que no te lo encuentre. Hay muchas más personas de las que esconder los libros que de los padres. Comienza una colección en que este libro no sea jamás reconocido; que sólo tú puedas ver el valor que tiene. Esta recomendación coincidió con el final de la visita: mi padre se levantó y se puso a glosar los méritos y las carencias del objeto de su estudio, extendiéndose un tanto pretenciosamente sobre los primores y la rareza de esa edición, y he de decir que sus elogios me cayeron como un jarro de agua fría, pues tan impresionante libraco no podía estar carente de secretos, y sin embargo mi padre hablaba de él como si, de habérsele aparecido su mismísimo autor de entre las páginas, agitando la pluma y llamándole por su nombre, él le hubiera espantado con un bufido para que le dejase seguir leyendo tranquilamente. El libro me golpeaba en el costado al bajar las escaleras y yo no estaba del todo seguro de que no fuera a ser descubierto antes de haber salido. El hombre nos acompañó hasta la puerta de la calle, intercambiando con mi padre palabras de cumplido y demás recados de adultos. Era evidente que no quería 18
que mi padre supiera que me había dado algo que en justicia le correspondía a su ex-esposa. Cuando estábamos a punto de salir, le dijo que yo era muy inteligente y avispado, y le recomendó que, si quería darme la mejor educación, simplemente me cubriera las espaldas y me dejara hacer. Unas palabras tan elogiosas y estimulantes me sorprendieron y me llenaron de orgullo, pues no me parecía haber dicho a lo largo de la visita más que los tímidos cumplidos propios de un niño bien en esas circunstancias. Con la despedida me giré y el sol me dio de lleno en los ojos. Habíamos estado todo el rato en la penumbra y traté de ver al hombre a la luz para obtener de él una imagen perdurable por si alguna vez volvía a verlo. Pero mis ojos estaban deslumbrados y la gris silueta cerraba ya la puerta. Marchamos de vuelta a casa, yo con la cabeza como un ceroo cabizbajo. En la calle se celebraba un desfile. Yo intentaba retener en mi imaginación los dibujos entrevistos y ponerlas a salvo de las imágenes de todos los días. Había una multitud de personas estrenando muy ufanas y con gran ruido sus uniformes y sus botas. Mi padre, al ver la multitud colmando jubilosa la calle se tensó. Me recomendó que aprovechara a fondo los libros y todo lo que me gustara, pero que estuviera dispuesto a dejar atrás todo lo que no fuera fundamental en los momentos cruciales. Que ninguna posesión me hiciera tropezar, incluso aunque fuese la del libro que llevaba en la chaqueta. 19
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vida perra La primera vez que ingresé en el Puerto II, fue a la vuelta de Marruecos. Venía petao hasta arriba y cuando pasé por delante del Guardia Civil estornudé y le salpiqué. Eso no debió de hacerle mucha gracia, así que me metió en el cuartillo, me dijo que me desnudara y empezó a salir todo aquello. Me pasaron hasta los rayos X. Me chupé tres añitos por lo suave. Nada más entrar gusté. No es que sea un guaperas pero tampoco estoy mal del todo, y claro, algunos se encapricharon conmigo. Al principio sólo me decían piropos. Luego me tocaban el culo al pasar, y si me ponía de mala leche me amenazaban con algo peor. Ese algo peor no tardó en llegar y por mi culo pasaron los más macarras de la galería. Hasta que un día ya no pude más y pinché a uno en la barriga. Todos sabían que había sido yo pero nadie abrió el pico. Desde entonces, todos esos macarras me miraban al pasar pero ninguno decía ya nada. Como no se supo quien lo hizo, todos los de la galería nos chupamos un mes sin patio. Eso no hizo que mejoraran mis relaciones sociales y casi nadie me dirigía la palabra. Cuando al fin salí, juré mil veces que no me volverían a encerrar. Estuve buscando trabajo durante un tiempo. También intenté contactar con algunos amigos, pero todos me decían lo mismo: «Me alegro de que hayas salido y que estés bien, a ver si nos vemos un 20
día de éstos, quizá la semana que viene». Los únicos trabajos eran de camarero o pinche por cuatro duros y sin contrato, así que volví a lo único que sabía hacer: traficar. Me metí en el rollo de las pastillas, que ahora estaban muy de moda. Iba a Málaga a por ellas y les sacaba casi el triple en Granada. Empecé a ir a fiestas pastilleras, conciertos de todo tipo, pubs, antros, etc… Se ganaba pasta con aquello, pero mi salud comenzó a resentirse con tantas fiestas y trasnoches. Además a mi no me gustan las pastillas y lo que hacía era pillar unas borracheras tremendas. En una de esas borracheras fue cuando la cagué. Me puse a hablar más de la cuenta con unos tipos que no eran tan jovencitos como yo creía y que resultaron ser de la bofia. Cuando se identificaron se me vino el mundo encima, o mejor dicho: «Se me vino el talego encima». Las cosas en el Puerto II no habían cambiado mucho. Algunos habían salido, otros seguían allí, y otros iban volviendo poco a poco, bien enceradoo s, como yo. Algunos me recordaban y me observaban con desconfianza, pero algunos jovencitos me miraban sonrientes y me soltaban piropos al pasar. ¡Ya empezamos! A veces empiezo a pensar que podría aprovecharme de esto y ganarme unas pelas fáciles…
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Lula Ceroo —que te den por culo, cabrón— Lo ha dicho con odio. Sus palabras han salido directas desde sus tripas, expulsadas con tanta presión que al llegar a su boca casi le han cortado los labios que le tiemblan de rabia. Lula tiene las manos apretadas en un puño, clavadas las uñas contra las palmas. Lula tiene los ojos cerrados con tanta fuerza que sólo ve puntos blancos que aparecen y desaparecen en la oscuridad. —que te den por culo, cabrón—
—que te den por culo, cabrón— Vuelve a retumbar la frase en su cerebro, llenando su cabeza. Lo ha dicho, claro que lo ha dicho. Lula abre los ojos y se ve reflejada en el espejo, un poco de sangre mancha sus labios hinchados y en las palmas de sus manos tiene grabadas las ocho uñas como ocho marchas hechas con un fino cuchillo, que se vuelven rojas de inmediato. Se mira Lula ojerosa, con dos ceroos morados bajo los ojos y despeinada y se encuentra fea. Se echa el pelo negro hacia atrás y se enjuaga la boca. Escupe sangre y rabia a partes iguales. Y piensa que no habrá próxima vez…
Vuelve a repetirlo una y otra vez para sí misma, se muerde la lengua hasta notar el sabor del óxido inundándole el interior de la boca, que tiene llena de llagas que le arden. Empieza a sentir el dolor de las uñas, como puñales en sus manos. Y sonríe. Poco a poco su cuerpo se va relajando, lo ha dicho, lo ha dicho bien claro
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